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domingo, 30 de octubre de 2016

La del Once "Jota" - Elsa Bornemann

Hoy se festeja Halloween en algunos países. En el mío no es así aunque los últimos cuatro o cinco años se viene "metiendo" esta festividad de a poco. Es entendible desde el punto de vista comercial.
Halloween se asocia a las historias de terror, por ello elegí un cuento infantil de Elsa Bornemann del libro "Socorro"
(Por cierto, el jueguito de google es muy genial)



LA DEL ONCE "JOTA

Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos pero existió la viuda de R., mujer perversa, bruja siglo veinte que sólo se alegraba cuando hacía daño. La viuda de R. nunca había querido a ninguno de los tres hijos de su única hija. Y mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir con ella, después del accidente que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente en océanos a la redonda.

Durante los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos como si no lo hubieran sido. ¡Ah... si los había mortificado! Castigos y humillaciones a granel. Sobre todo, a Lilibeth —la más pequeña de los hermanos— acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a quien la viuda de R. tampoco había querido —por su puesto— porque por algo era perversa, ¿no?

Luis y Leandro no lo habían pasado mejor con su abuela pero —al menos— sus caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se parecían a la de Lilibeth y —por lo tanto— a la vieja no se le habían transformado en odiados retratos de carne y huesos.

El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa de la abuela que —no bien crecieron y pudieron trabajar— alquilaron un departamento chiquito y allí se fueron a vivir juntos.

Pasaron algunos años más.

Luis y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel 11 "J", contrafrente, dos ambientes, teléfono, cocina y baño completos, más balconcito a pulmón de manzana.

Lili era vendedora en una tienda y —a partir del atardecer— estudiaba en una escuela nocturna. 

Un viernes a la medianoche —no bien acababa de caer rendida en su cama— se despertó sobresaltada. Una pesadilla que no lograba recordar, acaso.

Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el aire, la vida. Esa sensación le duró alrededor de cinco minutos inacabables.

Cuando concluyó, Lilibeth oyó —fugazmente— la voz de la abuela. Y la voz aullaba desde lejos—.

—Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag.

La jovencita encendió el velador, la radio y abandonó el lecho, indudablemente, una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien, después de esos momentos de angustia.

Y así fue.

Pero a la mañana siguiente— lo que ella había supuesto una pesadilla más comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las voces de Luis y Leandro —a través del teléfono— le anunciaron:

—Esta madrugada falleció la abuela... Nos avisó el encargado de su edificio... sí... te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien tiene que hacerse cargo de... Quedáte tranquila, nena... Después te vamos a ver... Sí... Bien... Besos, querida.

Luis y Leandro visitaron el 11 "J" la noche del domingo. Lilibeth los aguardaba ansiosa.

Si bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada abuela, una emoción rara —mezcla de pena e inquietud a la par— unía a los hermanos con la misma potencia del amor que se profesaban.

—Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender los muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te vendrían mal algunos artefactos. Esta semana te los vamos a traer. La abuela se había comprado tv-color, licuadora, heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos, ¿qué te parece? 

Lilibeth los escuchaba como atontada. Y como atontada recibió —el sábado siguiente— los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse cuenta?... ¿quién
hubiera sido capaz de darse cuenta?)

Más de dos meses transcurrieron en los almanaques hasta que la jovencita se decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandas, tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que le causaban al recordarle a la desamorada abuela y —finalmente— empezó con la licuadora. Aquella mañana de domingo, tanto Lilibeth como su gato se hartaron de bananas con leche.

A partir de entonces comenzó a usar —también— la lustradora... enchufó la lujosa heladera con freezer... hizo instalar el televisor con control remoto y puso en marcha el enorme lavarropas. Este aparato era verdaderamente enorme: la chica tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para qué habría comprado la abuela semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa?

A lo largo de algunos días, Lilibeth se fue acos tumbrando a manejar todos los electrodomésticos heredados, tal como si hubieran sido suyos desde siempre.

El que más le atraía el televisor color, claro. Apenas regresaba al departamento —después de su jornada de trabajo y estudio— lo encendía y miraba programas de trasnoche. Habitualmente, se quedaba dormida sin ver los finales. Era entonces el molesto zumbido de las horas sin transmisión el que hacía las veces de despertador a destiempo. En más de una ocasión, Lili se despertaba antes del amanecer a causa del "schschsch" que emitía el televisor, encendido al divino botón.

Una de esas veces —cerca de la madrugada de un sábado como otros— la jovencita tanteó el cubrecama —medio dormida— tratando de ubicar la cajita del control remoto que le permitía apagar la televisión sin tener que levantarse.

Al no encontrarlo, se despabiló a medias. La luz platinosa que proyectaba el aparato más su chirriante sonido terminaron por despertarla totalmente.

Entonces la vio y un estremecimiento le recorrió el cuerpo: la imagen del rostro de la abuela le sonreía —sin sus dientes— desde la pantalla. Aparecía y desaparecía en una serie de flashes que se apagaron —de pronto tal como el televisor, sin que Lilibeth hubiera —siquiera— rozado el control remoto. A partir de aquel sábado, el espanto se instaló en el 11 "J" como un huésped favorito.

La pobre chica no se animaba a contarle a nadie lo que le estaba ocurriendo.

—¿Me estaré volviendo loca? —se preguntaba, aterrorizada. Le costaba convencerse de que todos y cada uno de los sucesos que le tocaba padecer estaban formando parte de su realidad cotidiana.

Para aliviar un poquito su callado pánico, Lilibeth decidió anotar en un cuaderno esos hechos que solamente ella conocía, tal como se habían desarrollado desde un principio.

Y anotó —entonces— entre muchas otras cosas que...

"La lustradora no me obedece; es inútil que intente guiarla sobre los pisos en la dirección que deseo... (...) El aparato pone en acción "sus propios planes", moviéndose hacia donde se le antoja... (...) Antes de ayer, la licuadora se puso en marcha "por su cuenta", mientras que yo colocaba en el vaso unos trozos de zanahoria. Resultado: dos dedos heridos. (...) La heladera me depara horrendas sorpresas (...) Encuentro largos pelos canosos enrollados en los alimentos, aunque lo peor fue abrir el freezer y hallar una dentadura postiza. La arrojé por el incinerador... (...) La desdentada imagen de la abuela continúa apareciendo y desapareciendo —de pronto— en la pantalla del televisor durante las funciones de trasnoche... (...) Mi gato Zambri parece percibir todo (...) se desplaza por el departamento casi siempre erizado (...) Fija su mirada redondita aquí y allá, como si lograra ver algo que yo no. (...) El único artefacto que funciona normalmente es el lavarropas... (...) Voy a deshacerme de todos los demás malditos aparatos, a venderlos, a regalarlos mañana mismo... (...) Durante esta siesta dominguera, mientras me dispongo a lavar una montaña de ropa..."

(AQUÍ CONCLUYEN LAS ANOTACIONES DE LILIBETH. ABRUPTAMENTE, y UN TRAZO DE BOLÍGRAFO AZUL SALE COMO UNA SERPENTINA DESDE EL FINAL DE ESA "A" HASTA LLEGAR AL EXTREMO INFERIOR DE LA HOJA.)

Tras un día y medio sin noticias de Lili, los hermanos se preocuparon mucho y se dirigieron a su departamento.

Era el mediodía del martes siguiente a esa "siesta dominguera".

Apenas arribados, Luis y Leandro se sobresaltaron: algunas vecinas cuchicheaban en el corredor general, otra golpeaba a la puerta del 11 "J", mientras que el portero pasaba el trapo de piso una y otra vez.

—No sabemos qué está pasando adentro. La señorita no atiende el teléfono, no responde al timbre ni a los gritos de llamado... Desde ayer que... Agua jabonosa seguía fluyendo por debajo de la puerta hacia el corredor general, como un río casero.

Dieron parte a la policía. Forzaron la puerta, que estaba bien cerrada desde adentro y con su correspondiente traba. Luis y Leandro llamaron a Lili con desesperación. La buscaron con desespera ción. Y —con desesperación— comprobaron que la muchacha no estaba allí.

El televisor en funcionamiento —pero extrañamente sin transmisión a pesar de la hora— enervaba con su zumbido.

En la cocina, "la montaña" de ropa sucia junto al lavarropas, en marcha y con la tapa levantada.

Medio enroscado a la paleta del tambor giratorio y medio colgando hacia afuera, un camisón de Lilibeth; única prenda que encontraron allí, además de una pantufla casi deshecha en el fondo del tambor. El agua jabonosa seguía derramándose y empapando los pisos. 

Más tarde, Luis ubicó a Zambri, detrás de un cajón de soda y semioculto por una pila de diarios viejos. El animal estaba como petrificado y con la mirada fija en un invisible punto de horror del que nadie logró despegarlo todavía. (Se lo llevó Leandro.)

El gato, único testigo.

Pero los gatos no hablan. Y a la policía, las anotaciones del cuaderno de Lilibeth le parecieron las memorias de una loca que "vaya a saberse cómo se las ingenió para desaparecer sin dejar rastros"... "una loca suelta más"... "La loca del 11 Jota"... como la apodaron sus vecinos, cuando la revista para la que yo trabajo me envió a hacer esta nota.

sábado, 21 de mayo de 2016

La casa viva - Elsa Bornemann

Hace unos años compartí "Manos" un cuento del libro "Socorro" de Elsa Bornemann que me gustaba mucho cuando era chica. Hoy, otro cuento del mismo libro.






LA CASA VIVA


Al comenzar éste —su cuento— la familia Alcobre estaba cenando en el comedor de su confortable piso ciudadano.

Era una familia "tipo": padres y dos hijos. Juan —el padre— y Claudia —la madre— componían un matrimonio joven. En cuanto a los hijos, Marvin tenía catorce y Greta doce cuando sucedió la historia que los comprende como protagonistas.

Era diciembre o principios de enero, según lo indicaba un árbol de Navidad instalado en un rincón de la sala y a cuyo pie se encontraba un bello pesebre de cerámica, producto de las manos de Greta. Ella era una apasionada por esa artesanía.

Todos estaban alegres durante aquella comida, acababan de comprar una casa de vacaciones. Su conversación giraba —entonces— en torno de esa importante adquisición:

JUAN: —Está ubicada sobre la que va a ser la avenida costanera de "La Resolana" dentro de unos años. Más cerquita del agua, imposible; como ustedes querían.

CLAUDIA: —Es una casa preciosa y está puesta a nuevo. Todavía no me explico cómo tuvimos la suerte de conseguirla por la mitad de lo que —en realidad— vale.

GRETA: —Humm, ya me imagino... Seguro que papi empezó a pedir descuento y descuento, como hace cada vez que le toca comprar algo...

MARVIN: —...y terminó mareando a los de la inmobiliaria, que se olvidaron algunos ceros en la cifra de venta.

CLAUDIA: —Nada de eso. El precio que pagamos por la casa es — exactamente— el que la inmobiliaria fijó. Bien barato, sí, aunque cueste creerse.

JUAN: —Lo que pasa es que en esta época... la situación económica del país... Entonces, con tal de vender...

GRETA: —¿Cuándo viajamos a "La Resolana"? ¡No doy más de ganas de conocer nuestra casa del mar!

MARVIN: —El viernes, nena, ¿no lo oíste?

CLAUDIA: —No bien tu padre y yo salgamos del trabajo. Alrededor de las ocho los pasamos a buscar.

JUAN: —Mejor a las nueve. Quiero hacer revisar los frenos y cargar nafta.

GRETA: —Marvin y yo vamos a tener todo listo para el viaje.

MARVIN: —La torneta y tu cargamento de arcilla, sin dudas...

GRETA: —¿Y qué? Por lo menos, voy a aprovechar las vacaciones para hacer algo más que nada como uno que yo conozco.

El esperado viernes de la partida llegó al fin y los Alcobre salieron en su auto rumbo a "Villa La Resolana". Con la ansiedad que tenían por estrenar la casa nueva, los trescientos veinte kilómetros que los separaban de ese solitario paraje marítimo se les antojaron mil; sobre todo, a los chicos.

Arribaron al amanecer.

La casa de vacaciones era —verdaderamente— hermosa, tal como los padres habían dicho. Amplia, totalmente refaccionada, luminosa. Amueblada con exquisito gusto. Decorada con calidez. Parecía recién hecha. Sin embargo, su construcción databa de principios de siglo.

Greta eligió para sí una de las cuatro habitaciones de la planta alta, la única que se abría a un espacioso balcón-terraza con vista al mar.

—¡Qué viva! —opinó Marvin.

Ese fin de semana, los cuatro Alcobre lo dedicaron a acomodar todo lo que habían llevado y a darse unos saludables baños de mar en la playita que parecía una prolongación de la casa, tan cerca de ella se extendía. Tan cerca, que habría podido considerársela una playa privada.

Además, alejado como estaba el edificio de los otros de la zona, a los Alcobre se les figuraba que toda la “Villa La Resolana” formaba parte de su patrimonio. ¡Qué paraíso!

Los padres partieron de regreso a la ciudad el domingo a la noche. Aún les restaba una semana de trabajo para iniciar las vacaciones. Partieron con mil recomendaciones para los chicos, como era de prever.

Sobre todo, que no se apartaran demasiado de las orillas al ir a bañarse en el mar, que no salieran de la casa después de las nueve de la noche, que se arreglaran para las comidas y bebidas con la abundante provisión que les dejaban en la heladera y en el freezer —así no debían ir al centro del pueblo mientras permanecían solos, aunque no quedaba tan lejos de allí y —por cualquier cosa— los llamaran por teléfono.

—Es telediscado. Ya lo probé para telefonear a los abuelos y los tíos y funciona perfectamente —les comentó la madre—. Ah, y papi acaba de conectar el contestador automático que trajimos de su estudio para usarlo acá durante estos días. Así, nos quedamos tranquilos si nosotros necesitamos comunicarles algo con urgencia y ustedes están en la playa. Tienen que escucharlo todos los días, ¿eh?

—Ay, mamá, cuanto lío por cuatro días locos... —protestó Marvin.

—¿Algún otro consejito? —ironizó Greta.

Sin embargo, excitados por lo que encaraban como su primera aventura "de grandes", tomaron las recomendaciones de buen humor y prometieron a todo que sí. Antes de despedirse de los padres, los sorprendieron —gratamente— colocando al frente del edificio un cartel hecho en cerámica por Greta y primorosamente pintado por Marvin. Decía: "LA CASA VIVA".

Si bien los chicos explicaron que se les había ocurrido bautizarla de ese modo porque les parecía que formaban parte de ella desde siempre, que en ese paraíso particular se sentían tan cobijados y cómodos como en el departamento del centro, lejos estaban de suponer que habían acertado con el nombre justo.

Ya era cerca de la madrugada cuando Greta y Marvin decidieron ir a dormir. Habían estado jugando a los dados en la sala de la planta baja.

Mientras subían la escalera de madera que los conducía a sus habitaciones, Marvin resbaló. Si no hubiera sido porque Greta logró atajarlo —ya que se encontraba dos escalones más abajo— buen porrazo se hubiese dado al rodar desde allí arriba.

—¡Qué raro! —comentaban más tarde, al observar la vieja gorra marinera que había ocasionado el resbalón—. No es de papá. ¿Cómo no la vimos antes? ¿Quién la habrá dejado en ese peldaño?

La gorra era una de esas que formaban parte de los trajes marineros que solían usar los varones a principios de siglo. ¡Qué raro!

Más tarde, ya en su cuarto y en su cama, Greta sintió blandas pisadas que recorrían su balcón-terraza.

—Sugestionada. Eso es. Estoy totalmente sugestionada por el asunto de la gorra — pensó.

Encendió el velador y se levantó con decisión, haciéndose la valiente como cada vez que algo le producía temor. Prendió el farol de la terraza y —de un tirón de la correspondiente soguita— corrió los cortinados del ventanal. No había nadie allí. Salvo la mesa y las dos mecedoras de mimbre, nadie ni nada. Dejó la luz encendida —para calmarse— y volvió a su cama.

No vio entonces —por suerte— que una de las mecedoras empezaba a balancearse lentamente, como si alguien invisible la hubiera ocupado y mirara hacia adentro. La mecedora siguió balanceándose hasta el amanecer.

Greta aún dormía cuando unas huellas de pies descalzos —y no mucho más grandes que las suyas— fueron formándose en la arena, desde la parte inferior de la casa —justo debajo de su cuarto—y en dirección al mar. Las últimas se perdieron en las orillas y las olas se las tragaron de inmediato.

Durante la mañana del lunes, los hermanos disfrutaron del mar y de la playa. Marvin estaba entre tenido con su tabla de surf.

Greta tomaba sol sobre una loneta mientras que —de a ratos— leía una novela de amor, ultra romántica, de esas que si se pudieran retorcer como una toalla empapada, seguro que chorrearía almíbar. De pronto, el calor la venció y se quedó dormida. No habría pasado un cuarto de hora, cuando la despertó una caricia húmeda sobre una mejilla.

Sin abrir los ojos, protestó:

—Ufa, Marvin; no molestes.

La caricia recorría ahora su espalda, era un dedo índice marcando suavemente el contorno de su columna vertebral. Sintió un cosquilleo.

Ahí sí que abrió los ojos, enojada:

—¿Será posible que no puedas dejarme en paz?

¡Qué sorpresa! A Marvin podía contemplárselo en el mar, aún jugando con su tabla. Y debía de ser el reflejo del sol el que le hizo ver a Greta algo así como la delicadísima forma de una mano de muchacho, flotando un instante a su alrededor para —en seguida— desvanecerse en el aire en dirección al mar. La chica se inquietó.

—¡Marvin! —gritó entonces—. ¡Ya estoy achicharrada! ¡Vuelvo a la casa! ¡El sol me está haciendo ver visiones!

¿Dónde estaba Marvin? Un segundo antes, ahí, frente a ella.

—¡Marvin! ¡Marvin! —volvió a gritar, entonces, em pezando a asustarse—. —¡Maarviiin!

Su hermano salió del mar cinco minutos después, con la frente herida y sin la tabla. Greta lo vio corretear hacia ella, sujetándose la cabeza con ambas manos mientras le decía:

—No pasó nada grave. Un pequeño accidente. No sé cómo pero la tabla se me escapó, caí al agua y la maldita volvió contra mi frente con la fuerza de un millón de olas.

Más tarde —ya en la casa— Greta curaba la herida de Marvin.

—¿Te parece que vayamos a una farmacia?, ¿qué llamemos a mamá?

—No, nena, no es nada. En dos o tres días ni cicatriz me va a quedar. Lástima que perdí la tabla...

Ese lunes transcurrió sin que ningún otro episodio desagradable turbara la tranquilidad de los hermanos.

—Todo bien. Todo "al pelo" —le contaba Greta esa noche a sus padres, cuando ellos les telefonearon para saber cómo andaban.

Después de la charla telefónica, comieron y jugaron a las cartas hasta casi el amanecer.

Ambos dormían ya en sus cuartos en el momento en que algo empezó a agitarse por el aire en la habitación de Marvin. Producía un sonido como de hilos de seda que el viento zarandeaba.

El muchacho dormía profundamente. Y nunca se hubiera despertado debido a ese ruidito a no ser porque —de repente— esa especie de madeja de hilos se depositó sobre su cara y se apretó contra ella, comenzando a quitarle el aliento. Al principio, Marvin reaccionó instintivamente, dormido como
estaba. Sus manos intentaban —inútilmente— desprenderse de esa maraña que amenazaba ahogarlo. Recién cuando sintió su boca llena de pelos con sabor a sal, se despertó agitadísimo.

Luchó con fuerza para librarse de aquello que —a la luz del día que ya iluminaba a medias su cuarto— pudo ver que era una cabellera.

Una abundante, ondulada y rubia cabellera que lo abandonó cuando Marvin estaba a punto de destrozarla a manotazos. Como si volara despacio, se movió de aquí para allá por el cuarto y de pronto salió por la ventana entreabierta, en dirección al mar.

Marvin se sentó en su cama. Transpirado y con taquicardia, tardó en reaccionar. La cabeza le hervía, el cuerpo también.

—¡Tengo fiebre! ¡Qué pesadilla, demonios! —y recomponiéndose, fue hasta el botiquín del baño en busca de aspirinas.

—Si sigo así, le voy a hacer caso a Greta y vamos a ir hasta una farmacia para que me revisen la herida. ¿Se me habrá infectado? ¡Flor de pesadilla tuve! 

¡Deliraba!

Y todo ese martes permaneció en el lecho, atendido y mimado por su hermana, a la que no le contó ni una palabra de lo sucedido.

—Con lo miedosa que es, si le cuento mi sueño capaz que quiere volver a la ciudad.

Greta pasó las horas de enfermera improvisada junto a la cama de Marvin y muy entretenida con su modelado de figuritas de arcilla. Hizo varias, pero la que más le gustó fue un florerito con la forma de una bota.

Las pintó a todas y las puso a secar sobre la mesa de mimbre de su balcónterraza. En frente, el bello mar y el constante rugido de las olas. Entre ellas, un constante gemido, inaudible desde la playa.

Cuando los padres les telefonearon —cerca de la hora de cenar— el informe de los chicos fue el mismo que el del día anterior:

—Todo bien. Todo "al pelo".

El miércoles a la mañana —bien tempranito y después de comprobar que Marvin dormía plácidamente— Greta bajó a caminar por la playa. Volvió para la hora de desayunar; quería despertar a su hermano con una apetitosa bandeja repleta de tostadas y dulce de leche.

Cuando intentó abrir la puerta de entrada a la casa, sintió que alguien resistía del otro lado del picaporte. La puerta —entre que ella empujaba de un lado y alguien, del otro, impidiéndole el acceso— se mantenía apenas entreabierta.

—¡Vamos, Marvin, qué tontería! ¡Espero que abras de una buena vez! 

Nadie le contestó.

Greta espió entonces por el agujero de la cerra dura y pudo ver una tela de lana rayada, como la de las mallas antiguas aunque ella lo ignorara.

—¿Qué broma es esta, Marvin? ¡Que me abras de inmediato, te digo! ¡Dale, bobo!

Greta volvió a empujar. En esta oportunidad, ya nadie resistía del otro lado por lo que entró a la sala casi a los saltos, impulsada por su propia fuerza.

—Y —encima— te escondiste. Sí que estás en la edad del pavo, Marvin, ¿eh? Un leve chasquido —que provenía de uno de los ventanales corredizos— la hizo darse vuelta.

Greta se dirigió —entonces— al ventanal y separó con vigor ambos cortinados. A través de las persianas —como si éstas fueran de aire y no de madera—escapó hacia la playa el reflejo de un muchacho rubio y vestido con malla de otra época. Fue una visión fugaz. Greta soltó un chillido.

Marvin se apareció —de repente— en lo alto de la escalera, casi con la almohada pegada a la cara y protestando:

—¿No se puede dormir en esta casa? ¿Qué significa este escándalo?

Durante el desayuno —que tomaron en la cocina— Greta estuvo muy callada, pensativa. Después, le contó a su hermano el asunto de la puerta y de la silueta transparente. Marvin revisó el picaporte. Aseguró que estaba medio enmohecido y le echó unas gotas de lubricante. En cuanto a la silueta...

—Tanto leer esas novelas de amor inflama los sesos, nena... ¿No ves? Ya estás imaginando que se te apareció un enamorado invisible...

Tal como cuando había bautizado a la vivienda como "la casa viva", nuevamente había acertado en la denominación de los raros fenómenos que se estaban desarrollando allí. Pero tan sin sospecharlo...

El muchacho trató de convencer a su hermana de que allí no pasaba nada extraño, pero lo cierto, era que no podía dejar de pensar que sí aunque —como varón— le costaba reconocer sus propios miedos frente a Greta: "Pérdida de imagen, seguro". Y cuando ella le agradeció la cantidad de caracoles y piedritas con los que había encontrado llena la bota de cerámica, Marvin le mintió y admitió haber sido él quien había juntado esos regalitos.

Pero la verdad era que no.

¿Quién, entonces?

Después del almorzar y dormir una breve siesta, los hermanos decidieron bajar a la playa a juntar almejas.

—Cuando vengan papi y mami vamos a recibirlos con un festín.

Y allá fueron los dos, con baldes y palas y estuvieron recogiendo los bichos hasta el atardecer. Cuando regresaron a la casa, encontraron las paredes muy sudadas, como si fueran organismos vivos que habían soportado —estoicamente— los treinta y pico de grados de temperatura que había hecho esa tarde.

En el sofá de la sala, la presión sobre los almohadones indicaba que alguien había estado descansando allí. En los peldaños de la escalera, huellas que iban hacia la planta alta. Para los tres hechos los hermanos hallaron explicaciones más o menos lógicas. Ninguno de los dos quería confesar que empezaba a sentir verdadero miedo, mucho miedo.

Aquella fue una noche de luna llena. Todo el paisaje marino parecía detenido en la inmovilidad de una tarjeta postal.

Después de hablar por teléfono con sus padres, Greta y Marvin salieron a caminar un poco por su playita "particular"... Estaban alegres tras la conversación. ¿Un "poco" caminaron? ¡Poquísimo! Por que —ahora— ambos iban juntos y ambos pudieron oir cómo eran seguidos por unas pisadas, dos o tres metros a sus espaldas. Sin embargo, por allí no caminaba otra persona que los hermanos.

Las pisadas habían partido cerca de la casa y llegaban hasta casi las orillas, hasta el mismo lugar donde Greta y Marvin sintieron pavor y regresaron —a la carrera— de vuelta adentro.

Como la noche había sido tan serena, pudieron observar —a la mañana siguiente— las marcas en la arena de sus propias huellas más otras, ésas que los habían seguido y que —ahora, a la luz del sol— miraban cómo se perdían en el mar.

—Llamemos a mami. Quiero que ellos vengan antes, que adelanten el viaje... o nos vamos nosotros, Marvin —le rogaba Greta a su hermano—. Tengo miedo; estoy muerta de miedo.

—Los vamos a preocupar mucho. Y —además—¿qué les decimos? ¿que estamos asustados por un fantasma? Si el sábado a la madrugada ya van a llegar... Dale, nena, confianza en mí. No seré Super hombre pero conmigo no va a poder un vulgar fantasmita... Después de todo, estamos bien, ¿o no?

Semi convencida, Greta dijo que sí —durante el resto de ese día— se quedaron a comer en la playa, provistos como habían ido con una canasta de alimentos, sombrilla, reposeras, revistas, paletas y la infaltable novela de amor de Greta. Pasaron un día "bárbaro", como decían ellos. La inquietud de las horas pasadas parecía haber quedado definitivamente atrás.

Pero no.

Cuando regresaron a la casa —alrededor de las ocho de la noche— Marvin subió a darse un baño. Estaba convertido en una "milanesa humana", después del juego de enterrarse en la arena hasta el cuello.

Greta sacudía las lonas ——antes de entrar— cuando alcanzó a oír el piiiiip del contestador telefónico, anunciando que acabada de grabarse un llamado. Corrió hacia el aparato.

—Llamado de mami, seguro —pensó.

Puso en funcionamiento el rebobinador de la casete de grabación y se dispuso a escuchar el mensaje. Lo que escuchó le sacudió el corazón. Era la voz de un jovencito —sin dudas— que se expresaba medio como pegando cada palabra con la siguiente; tal como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para hablar y que decía:

—EestoooyenamoraaadodeGreeta. AamoooaGreetaa. QuieeroqueedarmesooloconGreetaa.

Estas tres oraciones —estiradas como goma de mascar— eran repetidas hasta que concluía el tiempo de grabación con un largo suspiro entrecortado. La chica corrió escaleras arriba. Se oía la ducha y el canturreo de Marvin. Ya iba a llamarlo —angustiada— cuando vio que el teléfono del cuarto de su hermano estaba descolgado.

—Ajá. Conque fue él. Qué broma siniestra me hizo el condenado. Ya me las va a pagar.

Entró en el cuarto de Marvin —de puntillas, y colgó el auricular. 

—Ahora va a venir aquí a vestirse. Buen susto le voy a dar. Y Greta decidió ocultarse debajo de la cama. Ya llegaría Marvin, ya buscaría sus zapatillas... y entonces... —¡zápate!— ella le tomaría las manos. Creyendo —como él creería— que su hermana se encontraba en la planta baja...

¡Ja!

Va a ver, ése. Se le van a erizar los pelos...

Greta levantó —entonces— la colcha. Se arrodilló junto a la cama. Empezaba a acostarse sobre el parquet cuando vio —junto a las zapatillas de su hermano— aquellos pies descalzos, separados de todo cuerpo. Un par de pies de varón que salieron disparando de la habitación, como al impulso de los gritos de la jovencita.

Y el par de pies se encaminó hacia las escaleras y las descendió a todo lo que daban.

Greta continuaba gritando, aterrorizada.

El canturreo de Marvin se interrumpió. Enseguida, un ruido en el baño — de caño que cae— y un golpe contra el piso.

Greta chillaba; gritaba y seguía allí, acostada sobre el parquet, paralizada y gritando.

Pronto, estuvo Marvin a su lado. Venía rengueando. Le sangraba una rodilla.

—¡Casi me mato! ¿Qué te pasa? Al oír tus gritos corrí la cortina de la ducha y se me vino abajo, con caño y todo. Menos mal que resbalé contra el bidet.

Más tarde, Greta le contó lo ocurrido. Aún lloraba.

Marvin se vendaba la rodilla, mientras intentaba calmarla y defenderse de la acusación de haber grabado un mensaje. 

Del asunto de los pies, mejor no hablar. No sabía qué decir y el sólo imaginar el episodio le producía escalofríos.

Cuando trataron de escuchar nuevamente el mensaje, no lo ubicaron. Se había borrado.

—Te juro que yo lo oí —sollozaba Greta—. Y también vi esos pies debajo de tu cama.

—Está bien. Hoy vamos a dormir juntos, ¿eh?

Al rato, trasladaron la cama de Marvin al cuarto de Greta, que era más amplio. Cerraron cuidadosamente todos los ventanales —persianas bien bajas incluidas— y dejaron encendidas las luces de la casa.

A las cuatro de la madrugada del viernes, unos timbrazos insistentes. Los dos se despabilaron enseguida, sobresalta dos como habían pasado aquellas horas sin poder dormir en paz.

Los timbrazos continuaban.

Ahora —también— golpes dados contra la puerta principal y contra las persianas de la planta baja.

¿Quién sería?

Muertos de miedo, los hermanos decidieron bajar.

—¿Quien es? —preguntaron a dúo.

Las voces de sus padres casi les provocan un desmayo de felicidad. Se abalanzaron a la puerta. Quitaron todas las trabas y—finalmente— la abrieron. Al rato, los cuatro estaban instalados en la sala, tomando un reconfortante chocolate los chicos y unas copitas de cognac Juan y Claudia, nerviosos como habían viajado.

—Adelantamos el viaje porque durante todo el día de ayer, el teléfono de aquí daba ocupado. Pedimos reparación pero —igual— no pudimos tranquilizarnos. ¡Ay, Dios!, qué susto nos llevamos al encontrar la casa como clausurada, aunque se notaba que estaban encendidas las luces. ¿Qué les pasó?

¿Contarles todo?

Después de una ligera guiñada cómplice, Greta y Marvin resolvieron que no, aliviados como se sentían en compañía de sus padres y empezando a sospechar que lo aparentemente sucedido no era otra cosa que producto de su imaginación. También, había sido la primera vez de prueba de estar solos tanto tiempo. Y tan lejos.

Únicamente les dijeron que habían oído ruidos extraños... y que por las dudas... por si algún ladrón...

—¡Mañana salimos con los kajaks! —anunció el padre— Ahora, ¡a descansar todo el mundo!

Greta fue al baño. Iba a apagar la luz para regresar a su habitación cuando el rostro de un muchacho rubio —de abundante cabellera ondulada— se le apareció fugazmente en el espejo, por detrás del suyo. La visión duró una fracción de segundo. El tiempo justo como para que la niña lograra ahogar un grito y correr a su cama. Indudablemente, las alucinaciones no habían terminado. 

—Mañana le voy a contar todo a mami. Si guardo en secreto todas estas fantasías voy a acabar viendo extraterrestres —pensó. 

Pero —por esta vez— les pidió a sus padres que le permitieran descansar con ellos, como cuando era chiquita. Un rato después, los cuatro Alcobre dormían.

Primero fue un chasquido proveniente de la cocina y que nadie oyó.

Enseguida, otro, más fuerte que el anterior: algo se estaba resquebrajando. De inmediato, un ruido como de cristales que se parten contra el piso.

Entonces sí que los cuatro se despertaron.

Se apuraron en llegar a la cocina. Todos los azulejos de una de las paredes se estaban despegando como figuritas de papel, separándose varios centímetros del cemento antes de estrellarse contra las baldosas del suelo.

En pocos instantes, esa pared quedó casi desnuda.

Los chicos se asustaron mucho —por supuesto—pero el padre opinó que se trataba de un mal pegamento... y que la dilatación de los materiales... y que ya le iba a reclamar al arquitecto que se había encargado de las refacciones.

La madre puso en marcha el ventilador de techo, para refrescar el ambiente cálido de la cocina cerrada y los invitó a otra vuelta de chocolate, mientras le ofrecía un licorcito helado a su marido.

Una pausa amable antes de regresar a la cama, después de aquel disgusto.

Así —pues— los cuatro se sentaron en torno a la mesa redonda, instalada debajo del ventilador. Charlaban acerca de lo acontecido, sin darle mayor importancia.

Un crac, seguido de otro y de otro más, les hizo elevar las miradas hacia el techo. Varias grietas se comenzaban a dibujar allí, exactamente alrededor de la parte central del ventilador que giraba normalmente.

El último crac fue la alarma de que el artefacto amenazaba desprenderse.

—¡Levántense! ¡Salgan de acá, rápido! —gritó el padre, mientras él también abandonaba su puesto a la mesa.

Los cuatro consiguieron salir de la cocina con la celeridad necesaria como para salvarse de lo que podía haber sido una catástrofe: el ventilador de techo se desprendió —girando enloquecido— y —girando aún— se desplomó sobre la mesa. Instintivamente, la madre se llevó las manos al cuello. Los demás la imitaron y tragaron saliva.

—¡Indemnización! ¡Eso es! ¡Indemnización por daños y perjuicios, eso es lo que le voy a pedir al incompetente de ese arquitecto! ¿A quién hizo instalar las cosas? ¡Podríamos haber sido degollados! ¡Es como para denunciarlo a ese inútil! —así protestaba el padre, furibundo, una vez que el nuevo accidente había pasado sin otra consecuencia que el gran susto.

—¡Mañana a la tarde lo voy a ir a buscar a su estudio de "La Resolana" y si no está, sus empleados van a hacerse responsables! ¡Qué se cree ése! ¡Cualquiera de nosotros podría haber caído degollado!

—Calma, Juan. El estudio no abre hasta mañana a las seis de la tarde. Hasta entonces, calma, por favor, ¿eh?.

Claudia trataba de serenar a su marido. A la media hora, los cuatro se retiraron a dormir siquiera un rato. ¡Qué mañana radiante la de aquel viernes! Totalmente propicia como para tranquilizar los ánimos más alterados. ¿Y el mar? Con el oleaje ideal para salir a dar vueltas con los dos kajaks.

—¡Primero yo con papi! —exclamó Greta, mientras se apresuraba a calzarse el salvavidas.

—¡Qué viva!, ¿eh? se quejó Marvin.

El padre no los dejaba salir solos. La mamá, ni soñar con que iba a encerrar medio cuerpo en esa canoa tipo esquimal y a luchar contra las olas con la única asistencia de un remo.

Así fue como Greta y su padre se lanzaron al mar, cada uno en su correspondiente kajak. Marvin decidió nadar un rato. La madre se embadurnó con bronceador y se reclinó en una reposera, de cara al sol. De tanto en tanto, controlaba que sus tres de portistas anduvieran por allí, con una mirada atenta.

Ya bastante alejados de la costa pero no tanto como para que pudiera considerarse una imprudencia, Greta y su papá disfrutaban del paseo, sobre una zona sin oleaje. Iban en fila india, a veinticinco o treinta metros de separación uno del otro.

De repente, Greta vio unos brazos que salían del agua y que se aferraban a su kajak, como si quisieran ponerlo del revés.

—¡Papi! —gritó espantada.

Los brazos que subían del mar se esforzaron y —pronto— la cabeza y del torso de un muchacho estuvieron junto a los de la niña.

La cara, hinchada, amoratada, de labios violáceos. La cabeza, rubia, de pelo abundante y ondulado. ¡El mismo muchacho que le había parecido ver la noche anterior, reflejado en el espejo del baño!

—¡Papá! ¡Socorro! —volvió a exclamar Greta, una y otra vez, antes de que esos vigorosos brazos juveniles lograran dar vuelta su kajak.

Pronto empezó a sentir que se ahogaba, atrapada como estaba en la pequeña embarcación. Sintió que la besaban. Con desesperación. Y que aquellos brazos la arrastraban hacia las profundidades, rasguñándola en el brutal intento de llevársela consigo.

El padre se deshizo de su kajak y nadó hacia el lugar a donde había visto hundirse a su hija. Logró rescatarla, después de una pelea feroz con quien —en aquellos momentos de horror— le pareció un embravecido animal marino.

Cuando llegó a la costa —con su hija a la rastra— la reanimó. Greta ya abría los ojos y volvía a respirar por sus propios medios. Fue en esos instantes cuando el papá advirtió que su mujer no se encontraba en las inmediaciones.

La reposera, la revista, los anteojos de sol, tirados en la arena. De ella, ninguna otra señal. Volvió a la casa, cargando a Greta en brazos. Nadie estaba allí.
 
Angustiadísimo, tomó el teléfono y llamó a la policía, al servicio de guardavidas de la playa cercana, al puesto sanitario... 

No había concluido aún con sus desesperadas comunicaciones, cuando una ambulancia se detuvo en la puerta de "La casa viva".

De ella bajó Claudia, llorando desconsolada. De ella bajaron una camilla en la que yacía Marvin, inerte. Tres guardavidas y dos enfermeros explicaron:

—No; el chico se ahogó después del golpe. Se ahogó porque el golpe lo desmayó. También, tamaña tabla... El impacto fue terrible... Nosotros lo sacamos con la mayor rapidez posible, pero ya no había nada que hacer... Mire qué tabla sólida, aquí está...

—¡Esa es la tabla de surf de Marvin, la que perdió el otro día! —gritó la hermana, tan sin consuelo como sus padres.

Y los tres se abrazaron y lloraron juntos, hasta casi agotar las lágrimas. Por supuesto, al día siguiente de la tragedia, los Alcobre regresaron a la ciudad.

"La casa viva" fue puesta en venta —de inmediato— y por cuarta parte del precio de lo que —en realidad—valía. Querían deshacerse de ella lo antes posible.

Aún sigue en venta, y eso que transcurrieron cuatro años de aquel desdichado suceso.

Ni siquiera logró alquilarse.

Es probable que los rumores en torno de lo ocurrido a la familia Alcobre hayan circulado con rapidez... También... Seguramente, volverá a quedar abandonada —por Juan y Claudia en esta ocasión— tal como cuando ellos la descubrieron había sido abandonada por los Padilla, por los Caride y por los Ayerza. (Claro que los padres de Greta y Marvin ignoraban ese detalle... de lo contrario...).

Acaso pasen quince o veinte años hasta que el muchacho rubio de pelo ondulado y abundante vuelva a tener otra oportunidad.

¿Otra oportunidad de qué?

De enamorarse.

De que se enamoren de él.

A las inmobiliarias de "Villa La Resolana" les interesa su negocio y — además— a ellos no les consta de que ciertos hechos hayan sucedido tal como se rumorea. Opinan que se trata de desgraciadas casualidades y que la gente suele ser muy impresionable. Por eso, se cuidan mucho de divulgar lo que cuentan algunos de los más viejos lugareños: dicen que esa casa había sido construida —a principios de siglo— por la familia Padilla. A ella pertenecía Gastón, un simpático jovencito de doce o trece años, de pelo rubio, ondulado y abundante,— el mismo que había muerto ahogado ahí nomás —frente a la casa— pocos días después de que la habían estrenado.

Su abuela —la única moradora que quiso permanecer en la residencia hasta su propia muerte, que fue de puro viejita nomás— aseguraba que el fantasma del pobrecito de su nieto preferido vagaba por allí, almita en pena a la que ella no podía dejar sola.

Varios años después, los Caride y —más adelante— los Ayerza — familias que compraron la casa sucesivamente— dijeron —al abandonarla— que en ese sitio sucedían cosas muy raras. Algunos cuentan que tanto los Caride como los Ayerza habían estado a punto de perder una de sus hijas menores —ahogadas en el mar mientras pasaban allí sus vacaciones— y que los muchachos de ambas familias —hermanos o novios— sufrieron extraños accidentes, como si el ánima se hubiera sentido celosa de ellos.

Otros —los más imaginativos y soñadores— dicen que ningún fantasma puede descansar en paz si —mientras fue un ser vivo— nunca ha estado enamorado o —lo que es, acaso, más triste— si muere cuando aún nadie se ha enamorado de él.


domingo, 20 de julio de 2014

No me quiere - Elsa Bornemann - En el día del amigo...

Hoy aquí es "El día del amigo" y cuando pensé en subir algo acorde al blog, recordé un libro de mi infancia llamado "Amistad, divino tesoro". En aquella época - desconozco si siguen saliendo -, Ediciones Orion editaba cada tanto libros para niños de diversas edades con selecciones de cuentos de autores argentinos. "Amistad, divino tesoro" vino con cuentos de Elsa Bornemann y Silvina Ocampo entre otros varios autores que hoy por hoy no recuerdo. 
Cuando traje a casa mis libros de la infancia, incluí varios de aquella colección, sin embargo "Amistad, divino tesoro" debe haber quedado en lo de mis padres... algo a chequear. Pero, gracias a internet, encontré el índice así quería compartir con ustedes, en este día de amistad, dos cuentos: "No me quiere" de Elsa Bornemann y "Timbo" de Silvina Ocampo. "No me quiere" pertenece, además, al libro "El niño envuelto" y "Timbó" a "La naranja maravillosa", ambos libros ¡Belleza! Sin embargo, aquí surgió el problema: no logré hallar en digital el cuento de Silvina Ocampo... ni siquiera encontré una versión en digital de "La naranja maravillosa" (curiosamente, los cuentos de dicho libro tampoco se encuentran en "Cuentos Completos"). Así que de momento, va sólo "No me quiere"
EDITO luego de releerlo: A veces repaso mis libros de la infancia y entiendo por qué soy como soy... Hermosa enseñanza.


No me quiere

María vivía en el campo, con su abuelo. Era amiga de los animales de su pequeña granja: de la vaca, de los conejos, del gansito, de la lechuza… ¡y de todas las mariposas! Pero maría soñaba con tener un caballo.

-No. No me alcanza el dinero para comprarlo –le repetía su abuelo cada vez que la nena le pedía: ¡Quiero un caballo!

Y el pobre viejo se ponía triste por tener que decirle que no…Y la nietita se ponía triste porque le decía que no…Una mañana, el abuelo la despertó con gran alegría:

-¡María! ¡El vecino compró un potrillo!

Así como estaba –descalza y en camisón- la nena salió corriendo a todo lo que daba. Atropelló a la vaca. Espantó a los conejos. Asustó al gansito. A pesar de que el sol brillaba, la lechuza abrió los ojos, chillando

-¡María! ¿Adonde vas tan apurada?-

Pero María ya estaba lejos, corriendo por el camino. Y corrió, corrió y corrió, hasta que llegó a la granja del vecino. Allí detrás de un cerco, un hermoso potrillito blanco pastaba distraído. María le silbó con todas sus fuerzas. Al oírla, el potrillo la miró de reojo y se alejó al trote.

“A esta nena no la conozco”, pensaba el potrillito.

“No me quiere… no me quiere” pensaba María. Y volvió a su casa.

-¿Qué te pasa? –le preguntó la vaca, al verla entrar llorando.
 -El potrillito de al lado no me quiere…- le contó María.
-¿Cómo te va a querer, si estás descalza, en camisón y toda despeinada? ¿Por qué no te vistes, te pones las alpargatas y te haces una linda trenza?
-¡Buena idea, vaquita! –Y tras besarle la oreja, María disparó hacia la casa. Cuando volvió a salir, parecía otra: mameluco azul, alpargatas… ¡y una trenza voladora!

“Ahora si que el potrillito me va a querer…” pensaba, mientras corría de nuevo hacia la granja del vecino.

-¡Eh, caballito, acércate! –Le gritó no bien llegó al cerco. Al verla el potrillito la miró de reojo y se alejó al trote.

“A esta otra nena tampoco la conozco!”, pensaba el caballito. “No me quiere…no me quiere…” pensaba María. Y volvió a su casa.

-¿Qué te pasa? - le preguntó el gansito, al verla entrar llorando.
-El potrillito de al lado no me quiere…- Le contó maría
-¿Cómo no te va a querer?, si andas con ese mameluco y con esa trenza tan apretada pareces un muchacho? ¿Porqué no te pones un vestido y te sueltas el pelo?
-¡Buena idea gansito! –y tras acariciarle el ala, María disparó hacia la casa. Cuando volvió a salir parecía otra: vestido a cuadritos y su pelo rubio, tan suelto como las mariposas que revoloteaban a su alrededor.

“Ahora sí que el potrillito me va a querer…” pensaba maría, mientras corría de nuevo hacia la granja del vecino.

-¡Ea , ea, caballito, ven aquí! –le gritó, apenas llegó junto al cerco. Al verla el potrillo la miró de reojo y se alejó al trote. “Otra nena más ¡y a esta tampoco la conozco!” pensaba el caballito.

“No me quiere… no me quiere…”, pensaba María. Y volvió a su casa.

-¿Qué te sucede?- le preguntaron los conejos, al verla entrar llorando.
-El potrillito de al lado, no me quiere…- Les contó María.
- ¿Cómo te va a querer, si estás tan pálida que pareces enferma? ¿Por qué no te pintas un poco? -
-¡Buena idea conejitos! –y tras tironearles cariñosamente las orejas a uno por uno, María disparó hacia la casa.

Cuando volvió a salir, parecía otra: se había tiznado los ojos con carbón y se había pintado las mejillas y labios con tiza colorada. “Ahora si el potrillito me va a querer” pensaba mientras corría de nuevo a la granja vecina.

-¡Vamos caballito, ven de una vez! – le gritó no bien legó al cerco.

“¿Pero que me pasa hoy? ¿Estaré insolado? ¡Otra nena más! ¡Y a esta tampoco la conozco!”, pensaba el caballito. “No me quiere…no me quiere”, pensaba maría. Y volvió a su casa.

El sol ya se había escondido detrás del monte. Faltaba poquito para que la noche tapara lo campos.

-¿Qué te pasa? –le preguntó la lechuza al verla entrar llorando.

Entonces la nena le contó todo: que la vaca me recomendó esto y el gansito me aconsejó eso y los conejos me dijeron esto otro… ¡Pero el potrillito no me quiere! ¡No me quiere! ¿Por qué no me quiere?

El abuelo –que había escuchado todo- se le aproximó. Sonreía dulce cuando le dijo:

-Pero María ¿Cómo puede quererte alguien que no sabe cómo eres, alguien que no te conoce? Además, ¿Qué sabes tú de caballos? ¿Conoces acaso, qué le gusta a ese potrillo?, ¿Qué siente? ¿Cómo es?

María tragó saliva: el abuelo tenía razón. ¡Ella tampoco conocía al potrillo!

-Vamos, querida, ve a ponerte tu ropa de siempre y a lavarte la cara… Si el potrillo se hace tu amigo es porque te quiere tal cual eres.

Esa noche, mientras comían, la nena le hizo muchas preguntas sobre caballos. Después se durmió soñando con el potrillo blanco. Al día siguiente, con su pelo suelto, la cara lavada y el gastado mameluco azul, María salió corriendo hacia la granja del vecino. Llevaba los brazos repletos de alfalfa. Al llegar al cerco, el potrillo miró de reojo, pero esta vez no se alejó al trote.

“Parece que esta nena quiere ser mi amiga… me trae alfalfa”, pensaba como buen caballito que era.

Y de la mano de María probó algunos bocados, aunque no tenía hambre.

Y desde la mano de María sintió caer un montón de caricias sobre su frente…

Y la mano de María lamió mansito, con su lengua áspera y húmeda….

A partir de esa mañana, la nena volvió a visitar al potrillito blanco. Poco a poco se fueron conociendo más y más, hasta que una tarde los dos sintieron que se querían mucho, mucho…!

Ya eran verdaderos amigos!


domingo, 3 de noviembre de 2013

Manos - Elsa Bornemann

Días atrás se festejó Halloween. No soy muy partidaria de que se festeje Halloween en mi país; lo siento forzado, impuesto, comercial... Pero hay quienes opinan que con tantas festividades importadas que tenemos, ¡qué le hace una mancha más al tigre! Es cierto, ya se ha instaurado el San Valentín,  por ejemplo, aunque aún sigue sintiéndose para muchos, y me incluyo, forzado, impuesto, y comercial... Ayer fue el año nuevo hindú, el Diwali o Deepawali, y no veo que nadie reclame que iluminemos la ciudad con velas y farolitos, con lo bella que se vería de noche jajaja. 
Pero vamos, enfoquémonos en la literatura. :P
Decidí compartir una historia de miedo para esta fecha. De pura rebeldía no lo hice el 31 de Octubre y lo hago hoy, el 3 de Noviembre. Elegí un cuento de Elsa Bornemann, una escritora argentina (hay algún que otro cuento suyo en el blog) quien allá por 1988 publicó el libro "Socorro. 12 cuentos para morirse de miedo", recomendado para "a partir de los 11 años". Recuerdo especialmente uno de ellos, "Manos"; lo leí siendo pequeña (en el 88-89 tenía yo unos 11 o 12 años) y aún hoy lo recuerdo como uno de los cuentos más espeluznantes que he leído jamás.
Espero que les guste y que los haga ¡saltar de la silla! 
Se lo dedico especialmente a mi amiga Silvana, quien cuando nos conocimos varios años atrás, en una charla me lo mencionó también como el cuento que le daba más miedo.
:)


Manos

Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia "de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.

Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.

—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa...

Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.

Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos — como tantas otras que sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez. Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios "sobrinhijos" así como —ahora— me dispongo a contártela: como si — también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:

—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!

Y bien. Aquí va:

Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas. No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.

De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad. ¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...

Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión. Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap". Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.

—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.

La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.

Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.

Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.

La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.

Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.

Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa. 

Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).

En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.

En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana. En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.

Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:

—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.

¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.

Truenos y rayos que conmovían el corazón.

Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.

El viento, volcándose como pocas veces antes.

—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.

Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud.

Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.

La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.

—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila. 

Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes. Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.

Las luces se apagaron de golpe.

—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.

Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.

—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.

Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...

Oriana se echó a llorar, desconsolada.

—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?

Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.

—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...

Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó — entonces— cual si fuera una hermana mayor.

—Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.

Enseguida, lo hicieron.

Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.

—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— sólo con una mano...

Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.

Al rato, todas dormían.

Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.

Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!

—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...

Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado. Entonces, las tres amiguitas les contaron:

—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estiramos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...

¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela. Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.

¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!

Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.

—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!

Manos.

Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.

Manos humanas.

Manos espectrales.

(Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)

viernes, 6 de julio de 2012

El besuqueador - Elsa Bornemann

Elsa Bornemann estuvo muy presente en mi infancia. Libros como "El libro de los chicos enamorados", "Socorro", "No somos irrompibles" y "Un elefante ocupa mucho espacio" no faltaban en, yo diría ninguna (aunque sea medio ambicioso tal vez) casa.
"El besuqueador" es un cuento publicado en el libro "La edad del pavo", título que ofendía un poquito cuando te lo regalaban diciendo "Para vos, que estás justo en esa edad" :D
Años después de haber leído este cuento, en alguna revista que ya olvidé, encontré una nota sobre un muchacho real, no recuerdo de que país, que dedicaba gran parte de su tiempo a persiguir "estrellas", pretendiendo un beso... quien sabe que fue antes: el besuquero real o el besuquero del cuento.


El Besuqueador


Le decían "El Besuqueador" o "El Besuquero". ¡Y bien merecido por cierto!

Aquel muchacho tenía una costumbre rarísima.

¿Saben cuál? Pues besar a personajes famosos.

Se lo pasaba viajando de un lado a otro, en compañía de su fotógrafa particular.

Iba llevado - tan sólo - por su deseo de estampar sonoros besos en las mejillas de presidentes, actores, deportistas, escritores, músicos, bailarines...

A cuanto personaje conocido lograba acercarse... ¡CHUIC!... le daba un beso.

Su fotógrafa particular apresaba aquel momento en su maquinita: ¡CLIC!

¡Qué feliz se sentía entonces "El Besuquero"! Tanto como cuando - ya de regreso a su casa - contemplaba su colección de fotografías que tapizaban todas las paredes de la vivienda. Ah... En cada una de ellas podía vérselo besando a algún famoso...

(La mayoría de las veces el muchacho no salía muy favorecido que digamos, tales eran las contorsiones que debía hacer para dar sus "besos a la fuerza"... tantos eran los codazos que propinaba para abrirse paso entre el gentío y los guardaespaldas que suelen rodear a los grandes personajes... En síntesis: salía mal en las fotos... por lo general aparecía como un chiflado... pero ese detalle no empequeñecía su felicidad.)

- ¿Se da cuenta de la cantidad de gente importante que llevo besada? - le dijo un día a su fotógrafa particular -. ¡Soy tan importante como ellos!

Y se puso a cantar:

De mi boquita
nadie se escapa
Besé a una reina,
también al Papa...

- ¡Bah, bah!, ¡más le convendría hacerse gárgaras de talco, en vez de decir tamañas pavadas! - exclamó de repente la fotógrafa mientras revelaba la última instantánea que le había tomado al Besuqueador, besuqueando al más publicitado futbolista de Mongonesia.

El muchacho se quedó mudo al escucharla. Aquella joven lo había acompañado desde el comienzo de sus viajes a través de mundo... Jamás le había hecho ningún comentario... ¿Qué le pasaría?

- ¿Qué le pasa? - le preguntó entonces.

- Pasa que estoy harta... harrrta de trabajar para usted, un hombre tan pavo...

- ¿Pavo yo?

- ¡Pavísimo! ¡Con esa manía de besar porque sí... y jamás un besito para alguien que lo quiera! Además... ¿a usted quién lo besa? ¡Nadie, nunca, le dio un simple besito de amor! ¡Renuncio a mi empleo! ¡No lo soporto más! Adiós.

La joven se fue llorando. ¿Por qué lloraría?

Durante varios meses, el Besuqueador no salió a besuquear, tal era su confusión debido a las palabras de la fotógrafa.

Encerrado en su casa, pensaba en ellas una y otra vez.

¡Ah...! Pero también pensaba en ella una y otra vez...

Hasta que un día, sintió que volvía a tener unas enormes ganas de dar un beso... ¿A quién?

Pues a aquella muchacha anónima.

Entonces, la llamó por teléfono, le mandó un telegrama y le escribió una carta para decírselo...

Y el besito que los unió más tarde fue de amor, de verdadero amor...

Por supuesto, se pusieron de novios y se casaron.

Poco tiempo después, con todas sus ridículas fotos del pasado, el ex-besuqueador publicó un álbum titulado: "CUANDO YO ERA PAVO"...

Fue un best-seller.