Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 27 de septiembre de 2014

Mariana - Carolina Rivas

Hoy comparto con ustedes un cuento de una autora que no conocía y que me pasó mi hermanita Tamara. Me pareció triste, si, pero bellísimo. 
Carolina Rivas es una escritora chilena. El cuento "Mariana" pertenece a su segundo libro de cuentos, "Dama en el jardín", publicado en el 2001.
Espero que les guste. Creo que vale la pena seguirle el rastro :D


Observo a Mariana. La miro detenerse frente al espejo del ropero más tiempo del que solía tardar. Lo sé, porque ella se levanta primero y he observado con cuidado las sutiles variaciones de sus rutinas. La elección de su ropa lenta, como si estuviera segura de lo que quisiera vestir. Arroja cosas sobre el sillón y sigue buscando hasta encontrar el color preciso. Es como si yo no existiera en esos momentos y creo entender su proceso. Sin preguntar ni opinar nada acerca de la elección o de cualquier cosa, permanezco en la cama, fumo un par de cigarrillos más y sigo mirando. Tomo notas en este cuaderno y espero. La edad enseña, a asistir silenciosos a las ceremonias de cambio en los seres que queremos.

Cuando está lista, su sonrisa es un poco de papel. Intenta disimular algo que todavía no puede confesar. Esconde una duda, lo sé, pero ella no sabe que lo sé. Se acerca, me besa en la frente, en la boca despacio y se va en silencio al trabajo. Debe ser porque hoy es martes que recuerdo la primera vez que nos vimos. Hacía frio y los vidrios del tren estaban empañados con el aliento de los oficinistas. Todos peleábamos contra el invierno que hacía temblar los vagones en ese lento vaivén de la mañana. La vi subir y acomodarse junto a la puerta para mirar, como lo hacíamos todos, a través de la ventana. Se veía bonita de perfil, pensé, algo distraído, mientras revisaba los titulares del diario.
Supongo que si no hubiéramos caminado al mismo paso a la bajada del tren, intentado subir al mismo taxi y si no hubiera empezado a llover justo esa mañana en que ella no llevaba paraguas y yo sí, no dormiríamos juntos desde entonces. Pero eso pasó hace mucho y ahora ella toma el automóvil y parte temprano con una táctica promesa de retorno que yo nunca le he pedido. 

La observo por las noches en su deambular incesante por la casa –no he dicho que vivimos en una casa grande-. Yo le ruego que se detenga y converse conmigo antes de comer. Pero Mariana me dice que tiene que ir hasta el jardín, que los perros ladran muy fuerte, que las plantas o que el portón, cualquier cosa menos sentarse a mi lado, frente a su otro espejo. Sé que me teme, que se teme a sí misma y la entiendo. Sólo m queda mirarla desaparecer y aparecer con un té caliente y otro beso que me dará cerca de la boca y mi boca querrá abrirse y abrazarla, pero ella preferirá apoyar la cabeza sobre mis rodillas y yo le pasaré la mano por el pelo que enredaré entre los dedos y olerá a calle, a vida, a lluvia de martes y me pregunto si guardará otros olores que no percibo, que no conozco. Tocaré un ángulo de su hombro y temblaré sintiendo que ella se acurruca más aún entre mis piernas y me calmaré, convencido de que su amor ha sido mío. Quizás debiera preguntarle por qué no es feliz, o si lo ha sido alguna vez conmigo, pero no lo haré. Preferiré su silencio de siempre, su desaparecer todos los días de mi lado, al otro lado de las sábanas. 

No sé en realidad por qué pienso en esto mientras no está. Será que la vejez me llegó hace algún tiempo y la conozco. Uno va refugiándose poco a poco, casi sin darse cuenta, en las cosas conocidas y propias, los libros de cabecera, o ese par de zapatos viejos que debimos arrojar a la basura hace un lustro. Reconocemos esa tos nuestra de las madrugadas y cultivamos la costumbre del vino después de la cena. Después, nos entregamos mansos al blando cobijo dela almohada, a la mano que apretamos antes de dormir o a otra que extrañamos alguna noche, perdida en los secretos pliegues de nuestra memoria. 

Esas son cosas de viejo y las conozco. Me da un poco de ternura y un poco de rabia también, reconocer que le ocurrirá lo mismo y que tiene miedo. 

Alguna vez le hice el amor todas las noches y ella después se dormía tranquila y feliz. Ahora no… Cada cierto tiempo, me atrevo a besarla como antes y la amo, juro que la necesito tanto que me contengo de decírselo porque noto las pequeñas amenazas de arrugas en los extremos de sus ojos, porque he asistido al cambio repentino de sus tiempos, porque se detiene a mi lado menos de lo que espero, porque quiero tenerla cada vez más, porque estoy cansado y ya no me dan ganas de levantarme cada mañana, porque ella aunque todavía no lo sabe, está partiendo, y maldigo el no saber guardarla de alguna manera. 

Tal vez, todo hubiese sido diferente si en esos días yo no hubiera tenido tantos temores. Yo sabía que me quedaba poco tiempo y ella tenía todo el tiempo del mundo. Pero la tomé, irresponsable, y ella me tomó, y acá estamos, en esta extraña cautela diaria, mientras tarda más que de costumbre en el baño, se maquilla y se arregla la falda como si tuviera 16 y fuera a salir a una fiesta. Y yo aquí, en la cama, en esta maldita espera, escribiendo, revisando mis papeles, mis tantos errores, haciéndome trampas para convencerme de que ella nunca, nunca subirá a un tren como yo ese día cuando la elegí, en medio de la muchedumbre y la lluvia, así por puro instinto, para extrañarla el resto de mi vida.


martes, 16 de septiembre de 2014

Parece tan dulce - Rosa Montero

Días atrás, cuando buscaba información sobre el cuento "Remedio para melancólicos" de Bradbury, di con un trabajo en el cual comparaban aquella historia con ésta de Rosa Montero.
Rosa Montero es una escritora española contemporánea. Nació en 1951. 
La "conocí" hace unos años por el libro "La loca de la casa" pero tal vez la conozcan por "La hija del caníbal".  Es autora tanto de novelas para adultos como de libros dirigidos a los niños, además de varios ensayos.
"Parece tan dulce" se publicó por primera vez en "Cuentos de este siglo" (1995), un compilado de varios autores.

 

Parece tan dulce


Parece tan dulce y es feroz. Contemplen la sala: está llena de gente. Un tercio de esa gente, haciendo un cálculo optimista, son personas que no me quieren bien. Todos mis competidores, todos mis verdugos y todas mis víctimas. Llevo quince años en la firma, los cinco últimos como director de personal: no ha sido fácil. Pero de entre todos esos señores y señoras que me odian sé con certeza que la peor es ella. Ella es mi mayor enemigo. Estoy muy seguro de lo que digo porque la conozco bien: es mi mujer.

Y eso que están presentes los más belicosos, los más tenaces de mis adversarios: Donatella, la licenciada en Económicas con un master en Harvard que entró como secretaria mía porque no encontraba trabajo con la crisis, y que un día me echó lenta y deliberadamente un carajillo hirviendo en los pantalones porque yo le había pedido que nos trajera unos cafés a la reunión de directores (¿y qué podía hacer yo? Yo no soy culpable de la crisis. Y en la reunión estaba el director general. Y se lo había pedido por favor). Zaldíbar, que me tiranizó los seis años que fue mi jefe, firmando como suyos, sin yo saberlo, todos los informes que le hice. Contreras, que aspiraba a mi cargo y perdió en la contienda, ayudado en la derrota, probablemente, por el hecho casual de que yo me hubiera hecho socio del mismo club de tenis que el director general, con quien llegué a trabar cierta amistad a golpe de raqueta (no soy un santo, pero tampoco un cerdo como Zaldíbar: digamos que estoy asentado en el más común y vulgar nivel de indignidad). Pues bien, pese a estar presentes estos tres pesos pesados en la hostilidad, ella sigue siendo el mayor enemigo que tengo en esta sala y en el planeta. El hecho de estar casados sólo agrava la cosa. Duermo con ella, con mi feroz enemiga, y en mis noches insomnes me parece escucharle rumiar, en el silencio de sus sueños, ocultos planes de futuras venganzas.

Parece tan dulce. Ahí está, al otro lado de la sala, apoyada en la pared con su fingida y elegante desgana de siempre, hablando con alguien a quien no conozco: mírenla, ahora se la ve bien entre la gente, las espesas aguas de la concurrencia se han abierto un poco, creo que acaban de sacar los canapés calientes y ha habido una súbita deriva de glotones hacia la puerta. Hay que reconocer que se mantiene guapa: se toma su trabajo para ello, desde luego. Se tiñe el pelo, se da masajes, hace gimnasia todo el día (quiero decir, siempre que está en casa: es abogada y trabaja en un despacho laboralista), se llena la cara de potingues, de mascarillas horrendas, de cremas apestosas; se mete en la cama por las noches tan resbaladiza y aceitosa como un luchador de sumo en un campeonato. En esto compruebo una vez más que es mi enemiga y puedo medir el odio y el desapego que me tiene: tantos esfuerzos por mantenerse guapa ¿para quién? Debe de ser para Donatella, para Contreras, para Zaldíbar. Para mí no es, eso está claro: a mí me ofrece la tramoya del afeite, un gorro de plástico en el pelo, un aspecto ridículo. No sé si lo hace por sadismo: para afrentarme con su presencia. O si, lo que sería peor (lo que sospecho), lo hace simplemente porque no me ve, porque no me tiene en consideración, porque no existo. Muchas veces en mi vida, con diversas personas, me he sentido así, de cristal transparente: pero no estar en su mirada, en la mirada de ella, es lo más duro.

Cuando estoy es peor. A veces me echa una desapasionada ojeada y dice:

-¿Por qué no te compras el monoxinosequé ése, esa loción que se dan los hombres contra la calvicie?

O bien:

-Deberías cuidarte un poco más.

No parecen frases muy crueles, pero tendrían que oír el tono. Y la imagen de mí mismo que me ofrecen sus ojos. Estoy allí, en el fondo de las pupilas de ella, pequeñito por todas partes, más pequeñito aún de lo que sé que soy, con mi calva incipiente y mi barriga incipiente y mi derrota incipiente. Y entonces no le digo a mi mujer que llevo años frotándome la coronilla con minoxidil sin mejoría apreciable, y que en el secreto de mi cuarto de baño (tenemos dos, uno cada uno) hago abdominales, y que lo peor es que intento cuidarme y que la ruina incipiente de mi aspecto es el pobre resultado de todos mis desvelos. Para disimular, hago como que no me interesa nada mi apariencia física, como que desdeño esas banalidades. Es un viejo recurso que he usado desde la infancia: pretender que no me importa aquello en lo que he fracasado. Pero sé que mi mujer sabe mi truco. Y también sabe que yo sé que ella lo sabe. Es humillante. Mi mujer es mi mayor enemigo porque me humilla.

Quizá no es culpa suya. Quizá todo esto sea también tan duro para ella como lo es para mí. Al principio no fue así: al principio yo me miraba en ella y veía un dios. Sé que me quiso con locura. Lo sé, aunque no lo recuerdo: hoy me es tan difícil imaginarla enamorada de mí que, si no guardara todavía algunas arrebatadas cartas suyas, y, sobre todo, si no tuviera como prueba principal el hecho inaudito de que acabó casándose conmigo, creería que todo había sido producto de mi imaginación. Recuerdo, eso sí, que un día se apagó su mirada como se apaga la luz de un reflector. Y entonces yo dejé de estar bajo los focos y ya no volví a ser jamás el protagonista de esa mala película.

Las mujeres son así. O al menos muchas mujeres, sobre todo las que son apasionadas, como ella. Son terribles porque lo quieren todo. Porque no se conforman. Porque en el fondo pretenden encontrar al Príncipe Azul. Y cuando creen haberlo hallado, se emparejan; pero al cabo de unas semanas, de unos meses, de unos años, una mañana se despiertan y descubren que, en lugar de haberse estado acostando todas esas noches con el Príncipe, en realidad lo han estado haciendo con una rana. Lo peor es que entonces desprecian a la rana y abominan de ella, en vez de aceptar las cosas tal cual son, como yo mismo he hecho. Porque también mi mujer es mitad batracia, como todos; pero a mí no me importa, incluso me gusta. A veces, por las noches, mientras ella duerme en nuestra cama común (que es un desierto), yo la vigilo agazapado en la penumbra, esperando el prodigio. Suspira ella, se agita entre sueños, unta de crema de belleza toda la almohada; yo escruto a mi mujer atentamente, la veo un poco rana, algo verdosa, me atrevo a ponerle una mano en la cintura, ella ronronea sin despertar, como si le gustase; me acerco más, me cobijo en la noche, aquí estamos los dos siendo otra vez uno, compañera de charca al fin aunque sea dormida. Entonces me duermo yo también en esa postura inverosímil; y al cabo de un instante de plácida negrura alguien me sacude, me despierta. Es ella, que está erguida sobre un codo, contemplándome de cerca, la cabeza levantada como una cobra. La cobra mira a la rana y dice:

-Roncas. Ya estás roncando otra vez. Date la vuelta.

¿Por qué sigo con ella? Parece tan dulce a veces, sobre todo cuando está callada, cuando está ensimismada en otra cosa: será por eso. ¿Y ella por qué sigue conmigo? Es una pregunta que no me atrevo a contestarme. Sé que soy una decepción para ella: incluso lo soy para mí mismo. Sé que me falta pasión, vitalidad, empuje. Que no hablo apenas, que soy introvertido y aburrido. Sé que mi mujer se desespera cada vez que me ve pasar las horas delante del televisor absorto en unos programas que por otra parte aborrezco. Un día, hace ya años, era un domingo por la tarde y estábamos viendo una película en el vídeo, mi mujer bostezó, se estiró y se me quedó contemplando pensativamente:

-Quién sabe, quizá sea esto todo lo que hay -dijo con lentitud-: Es como cuando dejas de creer en Dios en la adolescencia, cuando un día te das cuenta de que no hay cielo ni hay infierno y que esto es todo lo que hay.

Dicho lo cual se levantó del sofá y se puso a hacer pesas furiosamente en un rincón de la sala: para qué, para quién. Si esto es todo lo que hay, a qué viene tanta gimnasia. 

Mírenla: está todavía guapa, ya lo sé. Quizá se arregle para Zaldíbar. Para Contreras. Para Donatella. O quizá para ese hombre con el que lleva tanto rato hablando y que no sé quién es. Tal vez a mi mujer se le hayan vuelto a encender los faros de sus ojos y esté mirando a ese tipo con la luminosa mirada del enamoramiento, que siempre es la misma y siempre parece nueva. No quiero ni pensarlo. Antes, hace años, era celoso. Ahora tengo tantas razones para serlo que no puedo permitírmelo.

Ese estruendo que acabamos de escuchar de algo que se rompe definitivamente no fue mi corazón, contra todo pronóstico, sino que me parece que ha sido un trueno. Sí, ahora truena otra vez, y a través de las ventanas se ve un cielo tan negro como el futuro. A ella le dan miedo las tormentas. Un miedo pueril que es parte de su cuota de rana, de imperfecta. Mírenla: ya se ha puesto nerviosa. Ha vuelto la cabeza hacia los balcones, baila el peso de su cuerpo de un pie a otro, se cambia el vaso de mano. Está buscando a alguien con los ojos. A mí. No quiero ser pretencioso, pero me parece que es a mí. Sí, ya me ha visto.

Me mira. Me sonríe. Es una sonrisa que nadie ve: un fruncir muy pequeñito de los labios por abajo. Sólo yo sé que ella está sonriendo. Sólo yo conozco esa sonrisa. Y yo le digo: «No te preocupes, ya sabes que en las ciudades siempre hay buenos pararrayos.» No se lo digo con la boca, pero ella entiende igual, desde el otro lado de la sala, lo que le he dicho. Esto es lo más cerca que estamos de la eternidad y del amor.

Recuerdo momentos. Buenos momentos.  Los tengo guardados en la memoria para los instantes de mayor desaliento. Recuerdo cuando enfermé de gravedad con la neumonía y ella estaba tan fresca y tan serena en el incendio de mi fiebre, sus manos arropándome, entendiéndome y perdonándome como las manos de la Providencia. Recuerdo este invierno, cuando nevó y se cortó el fluido eléctrico: a la luz de las velas nos vimos distintos e hicimos el amor como si nos deseáramos, mientras los copos se asomaban sin ruido a la ventana. Recuerdo las canciones que cantamos juntos en el viaje de vuelta de Barcelona, mientras conducíamos por la autopista a través de la noche: y lo que nos reímos. Escuchad el ruido: está diluviando. Ahí afuera llueve, en la intemperie. Es una noche desabrida y cruel, una oscuridad inacabable. Ella vuelve a mirarme, en la distancia. Entre toda la gente que hay en la habitación, me mira a mí. Afuera cae del negro cielo una lluvia de desgracias y dolores, de cánceres, fracasos, soledades; de envejecimientos, de miedos y de pérdidas. Y yo aprieto los dientes y aguanto el chaparrón, y sé que quiero a mi enemiga con toda mi voluntad, con toda mi desesperación. Con lo mejor que soy y con mi cobardía.


viernes, 12 de septiembre de 2014

Podemos recordarlo todo por usted - Philip K. Dick

El cuento de hoy inspiró una de mis películas favoritas de ciencia ficción: "Total recall" o "El vengador del futuro" (1990). Confieso que la primera vez que la vi me resultó confusa y no entendí demasiado. Pero tiempo después, en una segunda mirada, la comprendí y me ganó para siempre. Hay una readaptación mas reciente pero no la vi todavía así que no puedo opinar.
"Podemos recordarlo todo por usted" o "Podemos recordarlo por usted al por mayor" (We can Remember it for You Wholesale) fue escrito por Philip K. Dick de 1964 (esto, según mi libro; encontré en internet que era de 1966..) y marea un poco con eso de mezclar realidad con recuerdo verdadero con recuerdo falso con aliens con espías con Marte con... ¿eh? Ya me perdí.
Bien, lo cierto es que aunque la película se inspiró en este relato, difieren y mucho. Espero que les guste :D


PODEMOS RECORDARLO TODO POR USTED



Despertó... y deseó estar en Marte.

Pensó en los valles. ¿Qué se sentiría al caminar por ellos? Creciendo incesantemente, el sueño fue en aumento a medida que recuperaba sus sentidos: el sueño y el ansia. Casi llegaba a sentir la abrumadora presencia del otro mundo, que solamente habían visto los agentes del Gobierno y los altos funcionarios. ¿Y un empleado como él? No, no era probable.

—¿Te levantas o no? —preguntó su esposa Kirsten, con tono soñoliento y con su nota habitual de malhumor—. Si estás ya levantado, oprime el botón del café caliente en el maldito horno.
—Está bien —respondió Douglas Quail.

Descalzo, se dirigió desde el dormitorio a la cocina. Allí, tras haber hecho presión, obedientemente, sobre el botón del café caliente, tomó asiento ante la mesa, extrajo un bote pequeño, de color amarillo, de buen Dean Swift. Inhaló profundamente y la mezcla Beau Nash le produjo picor en la nariz y al mismo tiempo le quemó el paladar. Pero continuó inhalando; el producto le despertó y permitió que sus sueños, sus nocturnos deseos, sus ansias esporádicas se condensaran en algo parecido a la racionalidad.

«¡Iré! —se dijo a sí mismo—. Antes de morir, veré Marte».

Por supuesto, era imposible, y aun soñando, esto lo sabía muy bien. Pero la luz del día, el ruido habitual que hacía su esposa al cepillarse el cabello ante el espejo del tocador..., todas las cosas conspiraron repentinamente para recordarle lo que él era. «Un miserable empleado asalariado», se dijo con amargura. Kirsten le recordaba tal circunstancia por lo menos una vez al día, y él no la culpaba por ello; era una labor de esposa lograr que el marido asentara los pies firmemente sobre la tierra. En la Tierra,
pensó, y se echó a reír. La frase le hacía gracia.

—¿En qué estás pensando? —preguntó la esposa, cuando entró en la cocina arrastrando por el suelo un pico de su larga bata color rosa—. Apuesto a que estás soñando de nuevo. Estarás en las nubes, como siempre. Tienes la cabeza llena de pájaros.
—Sí —respondió él, mirando por la ventana de la cocina hacia los taxis aéreos y demás artilugios volantes, así como a la gente que se apresuraba para acudir a su trabajo. Al cabo de un rato, también él estaría entre todas aquellas personas. Como siempre.
—Apuesto a que tus sueños tienen algo que ver con alguna mujer —dijo Kirsten, sonrojándose.
—No —contestó—. Con un Dios. Con el Dios de la Guerra. Tiene maravillosos cráteres y en sus profundidades crece toda clase de vida vegetal.
—Escucha —dijo Kirsten, agachándose a su lado y hablando calurosamente, a la vez que abandonaba por unos instantes el tono normal y áspero de su voz—. El fondo del océano... «nuestro» océano, es infinitamente más bello. Lo sabes bien; todo el mundo lo sabe. Alquila un equipo de branquias artificiales, pide una semana de permiso en el trabajo y podremos sumergirnos y vivir en uno de esos maravillosos lugares de recreo acuáticos que están abiertos todo el año. Y además...

La mujer se detuvo y añadió tras una breve pausa:

—No me escuchas. Deberías hacerlo. Eso es mucho mejor que tu obsesión por Marte. ¡Ni siquiera me escuchas! ¡Cielo santo!, ¡estás condenado, Doug! ¿Qué va a ser de ti?
—Me voy a trabajar —dijo él, poniéndose en pie y olvidándose del desayuno—. Eso es lo que va a ser de mi.

La esposa lo miró con expresión dubitativa y dijo:

—Cada día estás peor, más y más fantástico. ¿Adónde te va a llevar todo esto?
—A Marte —contestó, abriendo la puerta del armario para coger una camisa limpia.

Tras haber descendido del taxi, Douglas Quail caminó lentamente a través de tres abarrotadas calzadas especiales para peatones, dirigiéndose hacia aquel umbral moderno y atractivo. Allí se detuvo contemplando el tráfico de media mañana y con suma calma leyó el rótulo de neón. Ya en el pasado lo había leído muchas veces pero nunca desde tan cerca. Esto era diferente. Lo que hacía ahora era algo más. Algo que más pronto o más tarde tenía que suceder.

REKAL INCORPORATED

¿Era ésta la respuesta? Después de todo, sólo era una ilusión, quizá muy convincente, pero no dejaba por ello de serlo. Al menos objetivamente. Pero subjetivamente... todo lo contrario.

Y, de todas maneras, en los siguientes cinco minutos tenía una cita.

Respirando profundamente cierta cantidad del aire medio envenenado de Chicago, atravesó a continuación el policromo umbral y se acercó hasta el mostrador de la recepcionista.

La rubia y bella muchacha del mostrador, de atractivos senos e impecablemente ataviada, le saludó con suma simpatía:

—Buenos días, señor Quail.
—Sí —replicó él—. Estoy aquí para tratar acerca de un curso Rekal, como usted sabe.
—Por supuesto —dijo la recepcionista, tomando un pequeño auricular que había a su lado.

Luego anunció:

—El señor Douglas está aquí, señor McClane. ¿Puede entrar ahora, o es demasiado pronto?

Surgieron del auricular unos extraños sonidos.

—Sí, señor Quail —dijo la joven—. Puede usted entrar; el señor McClane le está esperando.

Al avanzar el señor Quail con ciertas dudas, la muchacha le advirtió:

—Habitación D, señor Quail. A su derecha.

Durante unos instantes creyó haberse perdido, pero pronto encontró la habitación indicada. Se abrió la puerta automáticamente. Tras una enorme mesa de despacho, se hallaba un hombre de mediana edad, de aspecto afable y ataviado con un traje gris marciano de piel de rana; solamente aquel atavío hubiese sido suficiente para indicar a Quail que acababa de acudir a visitar a la persona más adecuada.

—Siéntese, Douglas —dijo McClane, señalando con una mano regordeta hacia una silla que había frente a su mesa de despacho—. ¿De manera que desearía ir a Marte? Muy bien.

Quail tomó asiento, sintiéndose muy nervioso.

—No estoy muy seguro de que esto valga la pena —dijo—. Cuesta mucho y realmente tengo la impresión de que no conseguiré nada.

«Cuesta tanto como ir allá», pensó.

—Usted tendrá las pruebas tangibles de su viaje —aseguró enfáticamente el señor McClane—. Todas las pruebas que necesite. Vea usted esto.

El hombre revolvió en un cajón de su impresionante mesa, y del interior de un gran sobre color marrón, extrajo una pequeña cartulina impresa en relieve.

—Se trata de un billete de viaje. Demuestra que usted ha hecho el viaje de ida y vuelta.
Postales...

Sobre la mesa extendió cuatro fotografías tridimensionales a todo color, para que Quail las viese. Luego añadió:

—Película. Fotografías que usted tomó de algunos lugares típicos de Marte con una cámara de cine alquilada...

Mostró las fotos a Quail y continuó:

—... Más los nombres de las personas que ha conocido usted, objetos de recuerdo que llegarán de Marte en el mes próximo, y pasaporte, certificados de las vacunas que se le hayan puesto, y algunos detalles más.

El hombre guardó silencio y miró agudamente a Quail. Luego, añadió:

—Sabrá usted que ha viajado, que ha ido allá. No nos recordará a nosotros, ni a mí, ni siquiera el haber estado aquí. Será en su mente un verdadero viaje, le garantizamos eso. Dos semanas completas de recuerdos hasta su más mínimo detalle. Y no olvide esto: si alguna vez duda usted de que realmente ha hecho el viaje a Marte, puede volver aquí y se le devolverá la cantidad cobrada, íntegramente. ¿Se da cuenta?
—Pero no habré ido —dijo Quail—. No habré ido, por muchas pruebas que ustedes me den de tal cosa.

Quail lanzó un profundo suspiro y añadió tras una breve pausa:

—Y jamás habré sido un agente secreto de la Interplan.

Le parecía imposible que la fabulosa memoria que inyectaba Rekal pudiese desarrollar aquella labor..., a pesar de lo que había oído decir a la gente.

—Señor Quail —dijo pacientemente McClane—. Como usted mismo nos explicó en subcarta, no tiene oportunidad, ni la más ligera posibilidad de ir alguna vez a Marte; no puede usted permitírselo, y lo que es mucho más importante, nunca podrá usted llegar a ser un agente secreto para Interplan ni para nadie. No puede serlo ni lo será jamás. Esta es la única forma de alcanzar..., bien, el sueño de su vida, ¿no tengo razón, señor?

McClane cloqueó con la garganta y añadió:

—Pero puede «haberlo sido y haberlo hecho». Nos preocuparemos de que así sea. Y nuestros honorarios son muy razonables.

Tras pronunciar sus últimas palabras, McClane sonrió animadamente.

—¿Es tan convincente esa memoria inyectable? —preguntó Quail.
—Mucho más que la realidad, señor. Si de verdad hubiese usted ido a Marte como agente de la Interplan, ahora habría olvidado muchas cosas; nuestro análisis sobre los sistemas de la verdadera memoria (auténticos recuerdos de principales acontecimientos de la vida de una persona) demuestran que siempre se pierden muchos detalles, detalles que se olvidan y que jamás vuelven a recordarse. Parte de lo que le ofrecemos es que todo cuanto «plantemos» en su memoria jamás lo olvidará. La serie de imágenes e ideas que se le inyectarán cuando esté usted en estado de inconsciencia es la creación de grandes expertos, hombres que han pasado años en Marte. En cada caso verificamos los detalles en forma realmente exhaustiva. Aparte de que ha elegido usted un sistema muy fácil para nosotros; si hubiese usted deseado ser Emperador de la Alianza de Planetas Interiores o hubiera elegido Plutón para su viaje, hubiésemos tenido muchas más dificultades..., y, por supuesto, los honorarios habrían sido también muy superiores.

Llevándose una mano al bolsillo interior de su chaqueta para extraer la cartera, Quail dijo:

—Está bien. Ha sido la ambición de toda mi vida, y sé que realmente nunca la conseguiré. De manera que imagino que tendré que aceptar esto.
—No piense de esa forma —dijo McClane, severamente—. No está usted aceptando lo que podríamos llamar un segundo plato. La memoria real con todas sus vaguedades, omisiones, por no citar también sus distorsiones, sí que es en realidad un segundo plato.

McClane aceptó el dinero y oprimió un botón que había sobre su mesa. Luego, cuando se abrió la puerta para dar paso a dos hombres fornidos, añadió:

—Está bien, señor Quail. Irá usted a Marte como agente secreto.

McClane se levantó, estrechó la mano de Quail, húmeda a causa de los nervios, y concluyó:

—O mejor dicho, ya está usted en camino. Esta tarde a las cuatro y media regresará a la Tierra y un taxi le llevará hasta su vivienda, y como ya le he dicho, nunca recordará haberme visto o haber venido aquí; en realidad, ni siquiera sabrá nada de nuestra existencia.

Con la boca reseca por el nerviosismo, Quail siguió a los dos técnicos; lo que sucediese a continuación dependería de ellos.

«¿Llegaré a creer que realmente estuve en Marte? —se preguntó—. ¿Llegaré a estar seguro de que al fin logré la ambición de toda mi vida?».

Quail tenía la intuición de que algo, sin saber por qué, saldría mal. Pero ignoraba de qué podía tratarse. Tendría que esperar para saberlo. El aparato de comunicación interior de McClane, que le conectaba con el área de trabajo de la firma, sonó, y dijo una voz:

—El señor Quail está en este momento bajo, los efectos sedantes, señor. ¿Quiere usted supervisar esta operación, o seguimos adelante?
—Es de rutina —observó McClane—. Puede usted continuar, Lowe; no creo que tenga usted ninguna dificultad.

La programación de la memoria artificial de un viaje a otro planeta —con o sin la adición de ser agente secreto— se realizaba en la firma con monótona regularidad. En un solo mes, McClane calculaba que probablemente se llevarían a cabo unas veinte veces; los viajes interplanetarios artificiales se habían convertido en pan diario.

—Lo que usted diga, señor McClane —respondió la voz de Lowe.

El aparato de comunicación interior guardó silencio.

Acercándose hasta la sección abovedada de la cámara situada detrás de su despacho, McClane buscó un paquete Tres y otro Sesentidós: viaje a Marte; espía secreto interplanetario. Luego regresó con ambos paquetes a su mesa de despacho, tomó asiento cómodamente, Y extrajo todo el contenido..., objetos y documentos que se depositarían en la vivienda de Quail mientras los técnicos de laboratorio se ocupaban en fabricar la falsa memoria.

Un localizador de ideas, y McClane pensó que aunque aquél era el objeto de mayor tamaño, también era el que les producía mayores beneficios económicos. Un transmisor tan diminuto que el agente podría tragárselo si le capturaban. Libro de claves que se parecían asombrosamente a uno auténtico..., los modelos de la firma eran extraordinariamente seguros: basados, siempre que era posible, sobre las verdaderas claves de Estados Unidos. Diversos objetos que no parecían tener aplicación alguna, pero que formarían, al unirse en la memoria de Quail, base sólida sobre su imaginario viaje: media moneda, ya antigua, de plata, y con un valor de cincuenta centavos, varias anotaciones de los sermones de John Donne escritas incorrectamente, cada una de ellas en un trozo de papel fino y transparente, varios sobrecitos de cerillas de bares de Marte, una cuchara de acero inoxidable en la que se leían grabadas las siguientes palabras: «Propiedad del Kibutsim Nacional de Marte», un diminuto rollo de alambre que...

Sonó, una vez más, el aparato de comunicación interior.

—Señor McClane, siento mucho molestarle, pero sucede algo raro. Quizá fuese mejor que viniese usted un momento. Quail está ahora bajo efectos sedantes; reaccionó bien bajo la narquidrina; está completamente inconsciente, pero...
—Voy ahora mismo.

Intuyendo alguna dificultad seria, McClane abandonó su despacho. Un momento después aparecía en la zona de trabajo. Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail, respirando lenta y regularmente, con los ojos cerrados parecía enterarse muy débilmente, sólo débilmente, de la presencia de los dos técnicos y del propio McClane.

—¿No hay espacio para insertar falsos modelos de memoria? —interrogó McClane, con irritación—. Habrá suficiente para dos semanas; está empleado en la oficina de Emigración de la Costa Occidental, que es una Agencia del Gobierno, y debido a ello indudablemente durante el año pasado habrá disfrutado de dos semanas de vacaciones. Repito que con eso será suficiente.

Los detalles menudos siempre molestaban a McClane.

—Nuestro problema —dijo Lowe— es algo muy diferente. —Se inclinó sobre la cama y dijo a Quail—: Repítale al señor McClane lo que acaba de contarnos.

Los ojos grises del hombre que yacía boca arriba sobre la cama miraron al rostro de McClane. Este los observó con atención. Su expresión se había endurecido y tenían un aspecto inorgánico, pulido, como piedras semipreciosas. McClane no estaba muy seguro de que le gustase lo que estaba viendo. Aquel brillo de los ojos era demasiado frío.

—¿Qué desea usted ahora? —preguntó Quail, ásperamente—. Salgan de aquí antes de que los destroce a todos. — Estudió detenidamente a McClane y añadió: —Especialmente usted. Sí, está usted a cargo de esta operación de contraespionaje.

Lowe dijo:

—¿Cuánto tiempo ha estado usted en Marte?
—Un mes —respondió Quail, con el mismo tono.
—¿Y cuál fue su propósito al ir allí? —Exigió Lowe.

Los delgados labios de Quail se retorcieron un tanto, pero no habló. Finalmente, arrastrando las palabras hasta lograr que sonaran con evidente acento de hostilidad, dijo:

—Agente de Interplan. Ya se lo he dicho. ¿No graba usted todo cuanto se habla? Ponga en marcha esa cinta grabada para que la escuche su jefe y déjeme tranquilo.

Cerró los ojos. La dureza de las pupilas se esfumó.

McClane se sintió inmediatamente aliviado.

Lowe dijo calmosamente:

—Este es un hombre duro, señor McClane.
—No lo será —respondió McClane—. No lo será cuando de nuevo dispongamos que pierda su eslabón de memoria. Se mostrará tan dócil como antes.

Luego añadió, dirigiéndose a Quail:

—¿De manera que ésa era la razón por la que tanto ansiaba ir a Marte?

Sin abrir los ojos respondió:

—Nunca quise ir a Marte. Me destinaron. Y no tuve más remedio que ir. Confieso que sentía curiosidad por ir. ¿Quién no la hubiese sentido?

De nuevo abrió los ojos. Y miró a los tres hombres en particular a McClane. Luego murmuró:

—Buen suero de la verdad éste que usted tiene aquí. Me ha hecho recordar cosas que
había olvidado completamente.

Hubo un silencio y luego murmuró, como si hablara para sí:

—¿Y Kirsten? ¿Estaría complicada en todo esto? Un contacto de Interplan vigilándome... para tener la seguridad de que yo no recuperase la memoria... ¿podría ser? No me extraña que se burlara tanto de mis deseos de ir allá.

Muy débilmente, sonrió. La sonrisa más bien de comprensión, se desvaneció casi inmediatamente.

McClane dijo:

—Por favor, créame, señor Quail; hemos tropezado con esto enteramente por accidente. En el trabajo que nos...
—Le creo —respondió Quail.

Este último parecía cansado. La droga continuaba profundizando más y más en él.

—¿Dónde dije que había estado? —interrogó—. ¿Marte? Es difícil recordar. Sé que me gustaría haberlo visto; y creo que también le gustaría a todo el mundo. Pero yo...

Su voz se debilitó extraordinariamente, y musitó:

—... Yo, un simple empleado, un empleado que no sirve para nada...

Incorporándose, Lowe dijo a su superior:

—Desea una falsa memoria que corresponde a un viaje que realmente ha hecho. Y una razón falsa que es la verdadera razón. Está diciendo la verdad; está muy sumido en la narquidrina. El viaje aparece muy vívido en su mente, al menos bajo el efecto de los sedantes. Pero aparentemente no puede recordarlo en estado de vigilia. Alguien, probablemente en los Laboratorios de Ciencias Militares del Gobierno, borró sus recuerdos conscientes; todo cuanto sabía era que ir a Marte significaba para él algo especial, lo mismo que ser agente secreto. Esto no pudieron borrarlo; no es un recuerdo sino un deseo, indudablemente el mismo que le impulsó a presentarse voluntario para tal destino.

El otro técnico, Keeler, dijo a McClane:

—¿Qué hacemos? ¿Injertar un modelo de falsa memoria sobre la verdadera? No se puede predecir cuáles serán los resultados. Podría recordar parte del verdadero viaje, y la confusión producir un intervalo psicopático. Se vería obligado a retener dos sujetos opuestos en su mente, y hacerlo simultáneamente: que fue a Marte y que no fue. Que es auténtico agente de Interplan y que no lo es... Creo que debemos despertarlo sin realizar ninguna implantación de falsa memoria y sacarlo de aquí. Esto es un hierro candente.
—De acuerdo —respondió McClane.

Al asentir a la propuesta de Keeler se le ocurrió otra idea y preguntó:

—¿Pueden ustedes predecir qué es lo que recordará cuando salga del estado de
estupor?
—Imposible de predecir —respondió Lowe—. Probablemente albergue, a partir de ahora, algún débil recuerdo de su verdadero viaje, y también es muy probable que tenga serias dudas sobre su veracidad. Quizá decida que en nuestra programación hubo un fallo. También podría recordar haber venido aquí; esto podría borrarse si usted lo desea.
—Cuanto menos nos relacionemos con este hombre, mejor —dijo McClane— No debemos jugar con esto. Ya hemos sido lo suficientemente estúpidos, o infortunados, como para descubrir a un auténtico espía de Interplan, tan perfectamente camuflado que ni siquiera él mismo sabía quién era... o, más bien, quién es.

Cuanto antes se desembarazasen de aquel individuo que se hacía llamar Douglas Quail, sería mejor.

—¿Piensa usted instalar los paquetes Tres y Sesentidós en su alojamiento? —
preguntó Lowe.
—No —dijo McClane—. Y vamos a devolverle la mitad de los honorarios cobrados.
—¡La mitad! ¿Por qué la mitad?

McClane respondió débilmente:

—Creo que es un buen arreglo.

Cuando el coche llegó a su residencia, situada en un extremo de Chicago, Douglas se dijo a sí mismo que, sin duda alguna, era una buena cosa haber regresado a la Tierra. El largo período de estancia de un mes en Marte ya había comenzado a difuminarse en su memoria; sólo le quedaba una vaga imagen de los profundos cráteres, la  omnipresente erosión de las colinas, de la vitalidad, del movimiento mismo. Un mundo de polvo donde pocas cosas ocurrían, un mundo en el que buena parte del día era preciso pasarlo comprobando una y otra vez las reservas de oxígeno. También recordaba las formas de vida, los modestos cactus color gris marrón y los gusanos. De hecho se había traído de Marte varios ejemplares moribundos de la fauna de aquel planeta; los había pasado de contrabando por las aduanas. Después de todo, no constituían ninguna amenaza; no podían sobrevivir en la densa atmósfera de la Tierra.
Introdujo una mano en el bolsillo en busca del pequeño estuche que contenía los gusanos, pero en su lugar extrajo un sobre.

Al abrirlo descubrió, perplejo, que contenía quinientas setenta cartulinas de crédito en forma de billetes de bajo valor.

«¿De dónde ha salido esto? —se preguntó a sí mismo—. ¿Acaso no me gasté en el viaje hasta la última moneda que poseía?».

Junto con el dinero había una hoja de papel marcada con las palabras: «Retenido la mitad de los honorarios» y firmaba «McClane». La fecha era la del día.

—Recuerda —dijo Quail, en voz alta.
—¿Recordar qué, señor o señora? —inquirió respetuosamente el conductor-robot del taxi.
—¿Tiene una guía telefónica? —preguntó.
—Desde luego que sí, señor o señora.

Se abrió un pequeño compartimiento, y de su interior se deslizó una diminuta guía telefónica de Cook County.

—La redacción de esta guía es extraña —comentó Quail, al hojearla en sus páginas amarillas.

Sintió cierto temor. Hizo un esfuerzo para disimularlo, y luego dijo:

—Aquí está. Lléveme a Rekal Incorporated. He cambiado de idea, ya no quiero ir a casa.
—Sí, señor o señora —respondió el robot.

Un momento después, el taxi se lanzaba en dirección opuesta.

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó.
—Con sumo placer —dijo el robot, presentándole un lujoso teléfono con tridivisión en color, completamente nuevo.

Quail marcó el número de su vivienda. Y con una breve pausa, vio la imagen en miniatura, pero muy auténtica, de Kirsten en la pequeña pantalla del aparato.

—Estuve en Marte —le dijo.
—Estás borracho, o algo peor —replicó ella, retorciendo los labios irónicamente.
—Te estoy diciendo la verdad.
—¿Cuándo? —preguntó Kirsten.
—No lo sé —dijo Quail, realmente confuso—. Creo que fue un viaje simulado. Por medio de un sistema de memorias extrarreales o cómo diablos se llame. Pero no tuvo resultado.

Kirsten dijo de nuevo:

—Estás borracho.

E inmediatamente colgó.

Quail lo hizo a continuación, sintiendo que se sonrojaba. «Siempre el mismo tono», se dijo a sí mismo, encolerizado. Siempre las mismas recriminaciones como si ella lo supiese todo y él nada. «¡Qué matrimonio!», pensó amargado.

Un momento más tarde, el taxi se detuvo junto a la acera de un edificio color rosa, pequeño, y muy atractivo. Un rótulo policromo de neón decía: «REKAL INCORPORATED».

La elegante recepcionista se sorprendió al principio, pero acto seguido se dominó para saludar:

—¡Hola, señor Quail! ¿Cómo está usted? ¿Olvidó alguna cosa?
—El resto de los honorarios que aboné.

Más compuesta ya, la recepcionista dijo:

—¿Honorarios? Creo que se equivoca, señor. Estuvo usted aquí discutiendo la posibilidad de la realización de un viaje, pero...

La muchacha se encogió de hombros y dijo, tras breve pausa:

—Tal y como tengo entendido, ese viaje no tuvo lugar.

Quail respondió:

—Lo recuerdo todo muy bien, señorita. La carta a Rekal, que inició todo este asunto. Recuerdo mi llegada aquí y mi visita al señor McClane. Y recuerdo, asimismo cómo los dos técnicos de laboratorio me llevaron del despacho para administrarme una droga.

No tenía nada de extraño que la firma le hubiera devuelto la mitad de la cantidad desembolsada. No había dado resultado la falsa memoria de su viaje a Marte, al menos no enteramente, como se lo habían asegurado.

—Señor —dijo la muchacha—, aunque sea usted un empleado de poca importancia es usted un hombre de buen ver, y cuando se indigna estropea sus facciones. Si se sintiera usted mejor, yo podría..., bien, podría permitirle que me llevara a algún sitio.

Quail se puso furioso.

—La recuerdo a usted muy bien —dijo con tono de indignación—. Y recuerdo la promesa del señor McClane de que si recordaba mi visita a Rekal Incorporated me devolverían mi dinero en su totalidad. ¿Dónde está el señor McClane?

Tras una demora, probablemente tan larga como pudieron lograr, el señor Quail se encontró nuevamente sentado ante la impresionante mesa de despacho, exactamente como lo había estado una hora antes aquel mismo día.

—Poseen ustedes una maravillosa técnica —dijo Quail sardónicamente con enorme resentimiento—. Los llamados «recuerdos» de un viaje a Marte como agente secreto de Interplan son vagos y confusos, aparte de estar llenos de contradicciones. Y recuerdo claramente el trato que hice aquí con ustedes. Debería llevar este caso a la Oficina de Mejores Negocios.

En aquellos momentos, Quail ardía de indignación. La sensación de haber sido engañado le abrumaba y había vencido su acostumbrada aversión a discutir abiertamente.

Con gran cautela, McClane dijo:

—Capitulemos. Le devolveremos el resto de sus honorarios. Admito que no hemos hecho nada en absoluto por usted.

El tono de las últimas palabras de McClane era de resignación.

Quail dijo, con tono acusador:

—Ni siquiera me han proporcionado los diversos objetos que, según ustedes, demostrarían mi estancia en Marte. Toda esa comedia que me contaron no llegó a materializarse en nada. Ni siquiera un billete de viaje. Ninguna postal. Ni pasaporte. Ningún certificado de vacuna, nada...
—Escuche, —dijo McClane—. Supongamos que le digo...

McClane se detuvo repentinamente y dijo al cabo de un breve silencio:

—Bien, dejémoslo así.

Hizo presión sobre el botón de la comunicación interior y añadió:

—Shirley, por favor, ¿quiere usted preparar un cheque por valor de quinientos setenta para el señor? Gracias.

Luego miró nuevamente a Quail.

Inmediatamente llegó el cheque; la recepcionista lo dejó ante McClane y, una vez más, desapareció, dejando solos a los dos hombres que continuaban mirándose fijamente desde ambos lados de la impresionante mesa de despacho.

—Permítame advertirle algo —dijo McClane, al firmar el cheque y entregárselo—. No hable con nadie sobre su..., bien..., sobre su reciente viaje a Marte.
—¿Qué viaje?
—Bien, me refiero al viaje que ha hecho usted parcialmente. Actúe como si no lo recordara. Simule que jamás tuvo lugar. No me pregunte por qué, pero acepte mi consejo; será mejor para todos nosotros.

McClane había comenzado a sudar abundantemente. Hubo otra pausa de silencio, y añadió:

—Y ahora, señor Quail, tengo que trabajar con otros clientes, ¿comprende?

Se puso en pie y acompañó a Quail hasta la puerta.

Dijo al abrirla:

—Una firma que trabaja tan deficientemente no debería tener ningún cliente.

Acto seguido cerró la puerta a su espalda.

De nuevo hacia casa, en el taxi, reflexionó sobre la redacción de la carta que dirigiría a la Oficina de Mejores Negocios, División Tierra. Tan pronto como tomase asiento ante su máquina de escribir lo haría; era su deber advertir a otras personas para que se alejaran de Rekal Incorporated.

Cuando llegó a su alojamiento, se sentó ante su máquina de escribir portátil, abrió los cajones y comenzó a buscar papel carbón, hasta que se dio cuenta de la presencia de una caja familiar. Una caja que él había llenado cuidadosamente en Marte con fauna, y más tarde la había pasado de contrabando por la aduana.

Al abrir la caja vio, sin acabar de creerlo, seis gusanos muertos y ciertas variedades de vida unicelular con las que se alimentaban los gusanos marcianos. Los protozoos estaban secos, casi hechos polvo, pero los reconoció inmediatamente; le había costado un día de trabajo recogerlos entre las grandes rocas de color oscuro. Recordaba que había sido un maravilloso viaje de descubrimientos.

«Pero yo no he ido a Marte» se dijo a sí mismo.

Sin embargo, por otra parte...

Se presentó Kirsten en la puerta de la habitación cargada con una cierta cantidad de verduras.

—¿Cómo es que estás en casa a estas horas?

La voz de la esposa, con su eterno y monótono tono de acusación.

—¿Fui yo a Marte? —preguntó Quail—. Tú debes saberlo.
—No, por supuesto que no has ido a Marte y también tú deberías saberlo. ¿Acaso no estás siempre hablando de que deseas ir?

Quail dijo:

—Te aseguro que creo que he ido ya. —Hubo un silencio, y Quail añadió luego—: Y a la vez, creo que no fui.
—Decídete entre una cosa u otra.
—¿Cómo puedo hacerlo? —interrogó Quail, con una extraña mueca—. Los dos recuerdos están firmemente grabados en mi mente; uno es real y el otro no, pero no puedo diferenciar cuál es el auténtico y cuál es el falso. ¿Por qué no puedo confiar en ti? Tú les importas muy poco.

Su esposa podía hacer, al menos, aquello por él... aunque en lo sucesivo no volviese a hacer ya nada en su beneficio.

Kirsten dijo con voz monótona y controlada:

—Doug, si no vuelves a ser una persona normal, hemos terminado. Voy a dejarte.
—Estoy en apuros —replicó con voz un tanto ronca—. Probablemente me encamino hacia un estado psicopático. Espero que no, pero puede que así sea. De todas maneras, eso lo explicaría todo.

Depositando en el suelo la cesta de las verduras, Kirsten caminó hacia el armario.

—No estaba bromeando —dijo con suma calma. Sacó del armario un abrigo, se lo puso, y regresó hasta la puerta para añadir:
—Te telefonearé uno de estos días. Esta es mi despedida, Doug. Espero que salgas pronto de todo esto. Realmente, lo deseo por tu bien.
—¡Espera! —exclamó desesperadamente Quail—. Solamente dímelo para estar seguro. Dime si fui o no..., dime cuál de mis dos recuerdos es el verdadero, el real...

Al pronunciar estas últimas palabras, se dio cuenta de que también podían haber alterado los canales de su memoria.

La puerta se cerró. Finalmente, su esposa se había ido.

Una voz dijo a sus espaldas:

—Bien, todo ha terminado. Ahora levante las manos Quail. Y por favor, dé media vuelta para mirar hacia aquí.

Quail se volvió instintivamente sin alzar las manos.

El hombre que se hallaba frente a él vestía el uniforme color canela de la Agencia Policíaca Interplan, y su pistola parecía ser un modelo de las Naciones Unidas. Por alguna razón, aquel rostro era familiar a Quail; familiar en una forma borrosa que no acababa de localizar. Sin embargo, nerviosamente, alzó ambas manos.

—Usted recuerda su viaje a Marte —dijo el policía—. Conocemos todos sus actos de hoy y todos sus pensamientos..., en particular sus importantes pensamientos en el recorrido que hizo desde su casa hasta Rekal Incorporated. Tenemos un teletransmisor en el interior de su cerebro que nos mantiene constantemente informados.

Un transmisor telepático, aplicación del plasma vivo que se había descubierto en la Luna. Quail sintió un estremecimiento de aversión. Aquella cosa vivía dentro de él, en el interior de su propio cerebro, alimentándose, escuchando... Pero la Policía Interplan usaba aquel procedimiento. Por lo tanto, era probablemente cierto, por muy deprimente que resultara.

—¿Por qué a mí? —interrogó Quail, roncamente. ¿Qué era lo que él había hecho... o pensado? ¿Y qué tenía que ver todo aquello con Rekal Incorporated?
—Fundamentalmente —dijo el policía Interplan—, esto nada tiene que ver con Rekal; es más bien un asunto entre usted y nosotros.

El policía señaló hacia uno de sus oídos y añadió:

—Todavía estoy recogiendo sus procesos mentales mediante su transmisor telepático.

Quail se fijó en que el hombre llevaba en uno de sus oídos una especie de enchufe blanco de plástico. El policía continuó:

—De manera que debo advertirle que cualquier cosa que piense podrá emplearse contra usted.

El hombre sonrió. Hubo una larga pausa de silencio. Luego, siguió hablando:

—No es que ahora importen mucho ciertas cosas. Lo que sí es molesto es que, bajo los efectos de la narquidrina, en Rekal Incorporated usted relató ante los técnicos y el propietario, señor McClane, detalles de su viaje, adónde fue usted, para quién, y algunas de las cosas que hizo. Los dos técnicos y el señor McClane estaban muy atemorizados. Deseaban no haberle visto jamás...

Nueva pausa de silencio, y el policía concluyó—: Y tienen razón.

Quail dijo:

—Yo no hice jamás ningún viaje. Se trata solamente de una falsa memoria implantada en mí por los técnicos de McClane.

Pero inmediatamente pensó en la caja de su mesa de despacho que contenía formas de vida marcianas. Y recordó las dificultades y molestias sufridas para recogerlas. El recuerdo parecía real. Y la caja con aquellas formas de vida sin duda alguna era auténtica. A menos que McClane la hubiese instalado allí. Quizá aquella era una de las «pruebas» que había mencionado McClane tan alegremente.

«El recuerdo de mi viaje a Marte —pensó— no me convence. Pero desgraciadamente ha convencido a la Agencia de Policía Interplan. Creen que realmente fui a Marte y suponen que al menos lo hice parcialmente».

—No solamente sabemos que ha ido usted a Marte —añadió el policía, en respuesta a sus pensamientos— sino también que usted recuerda bastantes cosas como para constituir un peligro para nosotros. Y no vale la pena suprimir su recuerdo de todas las cosas, porque usted simplemente acudiría a Rekal Incorporated otra vez y reanudaría el experimento. Y tampoco podemos hacer nada contra McClane y su sistema porque no tenemos jurisdicción sobre nadie, excepto sobre nuestra propia gente. De todas maneras, McClane no ha cometido ningún delito.

El policía hizo otra de sus habituales pausas y añadió, tras mirar fijamente a Quail:

—Ni técnicamente, usted tampoco. Usted acudió a Rekal Incorporated con la idea de recuperar la memoria. Usted fue allí, y así lo consideramos, por las mismas razones que acude el resto de la gente..., gentes con vidas monótonas y oscuras: el ansia de aventura. Pero desgraciadamente, la vida de usted no ha sido ni monótona ni oscura, y ya ha disfrutado demasiadas emociones; la última cosa que necesitaba usted en este mundo era un curso de Rekal Incorporated. Nada hubiese podido ser más fatídico para usted o para nosotros. Y en realidad, también para McClane.

Quail preguntó:

—¿Por qué es peligroso para ustedes que yo recuerde mi viaje..., mi supuesto viaje, lo que yo hice allí?
—Porque lo que usted hizo —respondió el policía Interplan— no está de acuerdo con
nuestra intachable imagen pública paternal y protectora. Usted hizo, por nosotros, lo que nosotros jamás hacemos. Como usted recordará, gracias a la narquidrina. Esa caja de gusanos muertos y algas está en su mesa de despacho desde hace seis meses, desde que usted regresó. Y en ningún momento mostró usted la menor curiosidad hacia ella. Ni siquiera sabíamos que la tenía hasta que usted la recordó cuando se dirigía a casa desde Rekal; entonces vinimos aquí a buscarla... Vinimos dos por ella.

Otro silencio y el policía añadió innecesariamente.

—Sin suerte; no había tiempo suficiente.

Un segundo policía Interplan se unió al primero; los dos conferenciaron brevemente. Mientras tanto, pensó rápidamente. En aquel instante recordaba más cosas. El policía tenía razón acerca de la narquidrina. Ellos, Interplan, probablemente también la usaban.

¿Probablemente? Estaba seguro de que lo hacían. Había visto cómo se la administraban a un detenido. ¿Dónde había ocurrido tal cosa? ¿En algún lugar de la Tierra? Decidió que más probablemente en la Luna, al percibir la imagen que se perfilaba en su defectuosa memoria.

Y recordaba algo más. Las razones de «ellos» para enviarle a Marte; el trabajo que había hecho.

No tenía nada de extraño que hubiesen purgado su memoria.

—¡Oh, cielos! —exclamó el primero de los dos policías, interrumpiendo la conversación que sostenía con su compañero.

Evidentemente, acababa de captar los pensamientos de Quail.

—Bien, ahora el problema es mucho peor, mucho peor de lo que hubiésemos pensado. Avanzó hacia Quail apuntándole con la pistola. —Tenemos que matarle —dijo—. Y ahora mismo.

Nerviosamente, su compañero dijo:

—¿Por qué ahora mismo? ¿Acaso no podemos enviarle a Interplan Nueva York y dejar que allí...?
—Él ya sabe perfectamente por qué tiene que ser ahora mismo —dijo el primer policía.

El hombre también parecía sentirse muy nervioso, pero Quail se daba cuenta de que se debía a una razón muy diferente. Su memoria había vuelto a él casi repentinamente. Y por tal razón, entendía el nerviosismo del policía.

—En Marte maté a un hombre —dijo Quail—. Tras haberme desembarazado de quince guardaespaldas. Algunos de ellos armados con pistolas especiales, como lo están ustedes.

Quail había sido entrenado durante un período de cinco años por Interplan para convertirse en un asesino. Un asesino profesional. Conocía varias formas de desembarazarse de cualquier adversario armado..., como aquellos dos agentes de la Policía, y el que mostraba el diminuto audífono también lo sabía.

Si se movía con suficiente rapidez...

La pistola disparó. Pero Quail ya se había movido hacia un lado, décimas de segundo antes, y al mismo tiempo había derribado al agente mediante un golpe de karate aplicado a la garganta con la velocidad del relámpago. En un instante se apoderó de su pistola y apuntó al otro agente, que se mostraba enormemente sorprendido.

—Captó mis pensamientos —dijo Quail, jadeando con vehemencia—. Sabía lo que yo estaba a punto de hacer, pero aun así, lo hice.

Medio tendido en el suelo, el agente golpeado murmuró:

—No usará, esa pistola contra ti, Sam; acabo de captar ese pensamiento suyo. Sabe que está acabado y no ignora que nosotros lo sabemos. Vamos, Quail...

Trabajosamente, lanzando algunos gruñidos de dolor, el agente se puso en pie. Luego, extendió una mano.

—La pistola —dijo a Quail—. No puede usted usarla, y si me la entrega, prometo no matarle; será usted juzgado ante un Tribunal, y alguien que ocupe un alto puesto en Interplan decidirá. Así, pues, no lo haré yo... Puede que borren su memoria una vez más. No lo sé. Pero ya sabe usted por qué iba a matarle; no podía evitar que usted recordará cosas. De manera que, en cierto modo, mis razones para matarle ya son cosa del pasado.

Quail, sin soltar el arma, salió corriendo de la habitación, dirigiéndose al ascensor. «Si me seguís —pensó—, os mataré». Los agentes no lo hicieron. Oprimió el botón del ascensor y se abrieron las puertas.

Se dio cuenta de que los policías no le habían seguido. Evidentemente, habían captado sus pensamientos y decidían no correr riesgos.

El ascensor, al sentir su peso, descendió. Había escapado... por el momento. Pero, ¿qué sucedería a continuación? ¿Dónde podría ir?

El ascensor llegó a la planta baja; un momento más tarde, Quail se unía a la multitud de peatones que caminaban apresuradamente por los canales especiales de las calzadas. Le dolía la cabeza y se sentía enfermo. Pero al menos había evitado la muerte; casi le habían asesinado en su propia casa.

Pensó que, probablemente, lo intentarían de nuevo. «Cuando me encuentren», pensó. Y con aquel transmisor en su cerebro no tardarían en descubrir su paradero. Irónicamente, había logrado lo que pidiera a Rekal Incorporated. Aventura, peligro, Policía Interplan, un viaje secreto y peligroso en el que él se jugaba la vida. Todo cuanto había ansiado como falsa memoria.

Ahora podían apreciarse las ventajas de que aquello fuera un recuerdo, pero nada más.

A solas, en un banco del parque, reflexionó mientras contemplaba los rebaños de peatones alegres y desenfadados, unos seres semipájaros importados de las dos Lunas de Marte, capaces de emprender el vuelo aun en contra de la fuerte gravedad de la Tierra.

«Puede que aún pueda regresar a Marte», pensó.

Pero, y después, ¿qué? Las cosas serían mucho peor en Marte. La Organización Política cuyo líder había asesinado le localizaría en el mismo momento en que descendiera de la nave; allí le perseguirían en el acto tanto «ellos» como Interplan.

«¿Podéis escuchar mis pensamientos?», se preguntó. Fácil camino hacia la paranoia; solo allí, sentado, sintió cómo le controlaban, cómo grababan sus pensamientos, cómo discutían entre ellos...

Sintió un estremecimiento, se puso en pie, y caminó sin rumbo, con ambas manos metidas en los bolsillos. Se daba cuenta de que no tenía la menor importancia el lugar adonde pudiese ir. «Siempre estaréis conmigo —pensó— mientras tenga dentro de mi cabeza este dispositivo».

«Haré un trato con vosotros —pensó para sí y para ellos—. ¿No podéis implantar una falsa memoria en mí otra vez, como lo hicisteis antes, para vivir una vida rutinaria olvidando que alguna vez estuve en Marte? ¿Algo que asimismo me haga olvidar totalmente haber visto un uniforme de Interplan y haber sostenido en la mano una pistola?».

Una voz dentro de su cerebro respondió: «Como ya se le ha explicado cuidadosamente a usted, eso no sería suficiente».

Asombrado, Quail se detuvo.

«Comunicamos antiguamente con usted en esta forma —continuó diciendo la voz— cuando estaba usted operando en el campo, en Marte. Han pasado meses desde que lo hicimos por última vez; pensábamos, de hecho, que jamás tendríamos que volver a hacerlo. ¿Dónde está usted?».

«Paseando —respondió Quail—. Caminando hacia mi muerte».

Y pensó para sí: «Provocado por las pistolas de vuestros agentes».

Luego, preguntó:

«¿Cómo pueden estar seguros de que no sería suficiente? ¿Acaso no tienen resultado las técnicas de Rekal?».
«Como ya hemos dicho —respondió la voz—, si se le proporcionan a usted un conjunto de memorias normalizadas, usted se sentiría... intranquilo. Inevitablemente acudiría de nuevo a Rekal o quizá a cualquier otra firma competidora. No podemos pasar por eso dos veces».
«Supongamos —dijo Quail— que una vez se cancelen mis auténticos recuerdos, se implante en mí algo más completo que una memoria normalizada. Algo que pudiese satisfacer mis ansias. Eso ya se ha demostrado; y probablemente ésa es la razón por la que ustedes me han contratado. Pero pueden inventar algo más, algo que sea igual. Fui el hombre más rico de la Tierra, pero finalmente doné todo mi dinero a fundaciones educativas. O fui, quizá, un famoso explorador espacial. Cualquier cosa por el estilo, ¿no valdría cualquier cosa de estas?».

Hubo un largo silencio.

«Hagan la prueba —dijo Quail, desesperadamente—. Pongan a trabajar a sus famosos psiquiatras militares; exploren mi mente. Averigüen cuál es mi sueño más ansiado».

Quail trató de pensar.

«Mujeres —murmuró a continuación—, miles de ellas, como las tuvo Don Juan. Playboy interplanetario... Una querida en cada ciudad de la Tierra, Luna y Marte. Y luego abandoné, todo eso a causa del agotamiento. Por favor, hagan la prueba».
«Entonces, ¿se entregaría usted voluntariamente? —preguntó la voz en el interior de su cabeza—. Si convenimos, y es posible tal solución, ¿se entregaría?».

Tras un breve intervalo de duda, respondió:

«Si, correré el riesgo... con la condición de que no me maten».
«Haga usted el primer movimiento —dijo la voz inmediatamente—, entréguese a nosotros e investigaremos esa línea de posibilidad. Sin embargo, si no lo podemos hacer, si sus recuerdos comienzan a surgir nuevamente como ha sucedido esta vez, entonces...».

Hubo otro silencio, y a continuación la voz concluyó:

«... Tendremos que destruirle. Esto debe usted comprenderlo. Bien, Quail, ¿todavía quiere usted probar?».
«Sí», respondió.

De lo contrario, la única alternativa en aquellos momentos era la muerte, una muerte segura. Por lo menos aceptando la prueba le quedaba una posibilidad de sobrevivir por muy débil que fuese.

«Preséntese en nuestro Cuartel General de Nueva York —resumió la voz del agente Interplan—. En el 580 de la Quinta Avenida, planta doce. Una vez se haya entregado, nuestros psiquiatras comenzarán a trabajar sobre usted. Haremos diversas clases de pruebas. Trataremos de determinar su último deseo por muy fantástico que sea, y entonces le llevaremos a Rekal y procuraremos que tal deseo se haga realidad en su mente. Y... buena suerte. Es evidente que le debemos algo. Actuó usted muy bien para
nosotros».

El tono de voz carecía de malicia; si algo expresaba, ellos —la Organización— sentían simpatía hacia él.

«Gracias», dijo Quail.

Y acto seguido comenzó a buscar un taxi-robot.

—Señor Quail —dijo el psiquiatra de Interplan, hombre de edad madura y facciones graves—, posee usted unos sueños de fantasía realmente interesantes. Probablemente son algo que ni siquiera usted mismo supone. Espero que no le molestará mucho conocerlos.

El oficial de alta graduación de Interplan que se hallaba presente dijo bruscamente:

—Será mejor que no se moleste mucho al escuchar esto, si no desea recibir un balazo.

El psiquiatra continuó:

—A diferencia de la fantasía de desear ser un agente secreto de Interplan, que, hablando relativamente no es más que un producto de madurez, y que poseía cierto carácter plausible, esta producción es un sueño grotesco de su infancia; no tiene nada de particular que usted no lo recuerde. Su fantasía es la siguiente: tiene usted nueve años de edad, y camina a solas por un sendero del campo. Una variedad, poco familiar, de nave espacial, procedente de otro Sistema Estelar aterriza directamente frente a usted. Nadie en la Tierra, excepto usted, la ve. Las criaturas que hay en su interior son muy pequeñas e indefensas, algo parecidas a los ratones de campo, aun cuando están intentando invadir la Tierra. Docenas de miles de otras naves semejantes están a punto de ponerse en camino, cuando esta nave de exploración dé la señal.
—Y se supone que yo he de detenerlos —dijo Quail, experimentando una sensación mezcla de diversión y disgusto—. Simplemente de un manotazo o aplastándolos con el pie.
—No —replicó el psiquiatra, pacientemente—. Usted detiene la invasión, pero no destruyendo a esos seres. En su lugar, usted muestra hacia ellos amabilidad o piedad, aunque sea por telepatía —su medio de comunicación—, porque ya sabe usted a lo que han venido. Ellos nunca han recibido semejante trato por parte de un organismo vivo, y para demostrar su aprecio, pactan con usted.

Quail dijo:

—No invadirán la Tierra mientras yo viva, ¿verdad?
—Exactamente.

A continuación, el psiquiatra se dirigió al oficial de Interplan:

—Puede usted ver que encaja en su personalidad, a pesar de su falso desprecio.
—Así, pues, simplemente con seguir viviendo —dijo Quail, con creciente sensación de placer—, simplemente con seguir alentando, salvo a la Tierra de una invasión. Entonces, en efecto, soy el personaje más importante de la Tierra. Sin levantar un dedo siquiera.
—Evidentemente, señor —respondió el psiquiatra— y conste que esto es una base en su psique; ésta es una fantasía de infancia. Algo que, sin una terapia profunda y sin tratamiento de drogas, usted jamás habría recordado. Pero siempre ha existido en usted; se hallaba en estado latente, pero sin cesar jamás.

El Jefe de Policía se dirigió entonces a McClane, que se hallaba sentado, escuchando atentamente.

—¿Puede usted implantar un modelo de esta clase en él?
—Manejamos toda clase de fantasía que pueda existir —dijo McClane—. Francamente, he oído cosas peores que ésta. Por supuesto que podemos hacerlo. Dentro de veinticuatro horas, no habrá deseado haber salvado a la Tierra. Será algo que creerá ha sucedido realmente.

El oficial de Policía dijo:

—Entonces ya puede usted comenzar su trabajo como preparación previa, ya hemos borrado en él el recuerdo de su viaje a Marte.
—¿Qué viaje? —preguntó Quail.

Nadie le contestó, y así, aunque de mala gana, abandonó el asunto. Pronto se presentó un vehículo de la Policía. Él, McClane y el Jefe de Policía subieron y se dirigieron hacia Rekal Incorporated.

—Será mejor que esta vez no cometa usted errores —dijo el Jefe de Policía al nervioso McClane.
—No veo que haya nada que pueda salir mal —respondió McClane, sudando abundantemente—. Esto nada tiene que ver con Marte o con Interplan. Simplemente se tratará de la detención de una invasión de la Tierra procedente de otro Sistema Estelar.

McClane movió la cabeza, y tras una breve pausa de silencio, continuó:

—¡Cielos, qué clase de sueños!

Y tras pronunciar estas últimas palabras, se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.

Nadie dijo nada.

—En realidad, es conmovedor —añadió McClane.
—Pero arrogante —dijo el oficial de Policía—. Porque cuando él muera volverá a presentarse la amenaza de invasión. No tiene nada de extraño que no lo recuerde; es la fantasía más grande que he oído en mi vida.

Luego, miró a Quail con expresión de desaprobación.

—¡Y pensar que hemos anotado a este hombre en nuestra nómina!

Cuando llegaron a Rekal Incorporated, la recepcionista Shirley les recibió apresuradamente en la oficina exterior.

—Bienvenido sea de nuevo, señor Quail —dijo la muchacha—. Siento mucho que anteriormente las cosas hubiesen salido mal; estoy segura de que ahora todo saldrá mejor.

Todavía enjugándose el sudor de la frente con el pañuelo, McClane dijo:

—Todo saldrá mejor.

Actuando con rapidez, llamó a Lowe y a Keeler, y les siguió, a ellos y a Quail, hasta la zona de trabajo. Después regresó a su despacho en compañía de Shirley y del Jefe de Policía. Para esperar.

—¿Tenemos algún paquete preparado para esto, señor McClane? —preguntó Shirley, tropezando con él en su agitación y sonrojándose modestamente.
—Creo que sí.

McClane trató de recordar. Luego abandonó el intento y consultó el gráfico. Decidió en voz alta:

—Una combinación de los paquetes Ochenta, Veinte y Seis.

De la sección de cámara abovedada que había tras su despacho extrajo los adecuados paquetes y los llevó hasta su mesa de despacho para examinarlos.

—Del Ochenta —explicó— una varilla mágica de curación, que le entregaron al cliente en cuestión, esta vez el señor Quail..., la raza de seres de otro Sistema Estelar. Una muestra de gratitud.
—¿Todavía surte efectos? —preguntó el oficial.
—Lo hizo en otro tiempo —respondió McClane—. Pero él, bien, la usó hace años curando aquí y allá. Ahora sólo es un objeto. Aunque la recuerde vívidamente.

McClane cloqueó con la garganta, y luego abrió el paquete Veinte.

—Documento del Secretario General de las Naciones Unidas, dándole las gracias por haber salvado a la Tierra; esto no es precisamente una cosa muy adecuada porque parte de la fantasía de Quail se basa en que nadie conoce la invasión, excepto él, pero en nombre de la verosimilitud lo incluiremos.

McClane inspeccionó el paquete Seis a continuación. ¿Qué significaba aquello? No lo recordaba; frunciendo el ceño, introdujo una mano en el interior de la bolsa de plástico, mientras que Shirley y el oficial de Policía le contemplaban con curiosidad.

—Escritura en un idioma extraño —dijo Shirley.
—Esto demuestra quiénes eran —dijo McClane— y de dónde llegaron. Se incluye un detallado mapa estelar señalando su vuelo y el Sistema de origen. Por supuesto, lo han hecho «ellos» y él no sabe leerlo. Pero sí recuerda que se lo leyeron personalmente en su propia lengua.

McClane depositó los tres paquetes sobre el centro de la mesa de despacho, y añadió:

—Se debe llevar esto a la vivienda de Quail, para que cuando llegue a casa los encuentre. Y estas cosas confirmarán su fantasía. Procedimiento operativo normalizado.

Luego reflexionó sobre cómo irían las operaciones de Lowe y Keeler.

Sonó el aparato de comunicación interior.

—Señor McClane, siento mucho molestarle.

Era la voz de Lowe; McClane quedó como congelado cuando la reconoció. Quedó pasmado y mudo.

—Sucede algo y sería mejor que viniese usted a supervisar la operación. Como anteriormente, Quail reaccionó bien bajo la narquidrina, está inconsciente, relajado, y tiene buena recepción, pero...

McClane salió disparado hacia la zona de trabajo.

Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail respirando lentamente y con regularidad, con los ojos medio cerrados, y casi sin percibir a los que le rodeaban.

—Comenzamos a interrogarle —dijo Lowe, muy pálido— para averiguar exactamente cuándo situar el recuerdo-fantasía de haber salvado a la Tierra. Y cosa extraña...
—Me advirtieron que no lo dijera —murmuró Quail, con voz extrañamente ronca—. Ese fue el convenio. Ni siquiera se suponía que llegara a recordarlo. Pero, ¿Cómo podría olvidar un suceso como aquél?
—Creo que fue difícil —reflexionó McClane—, pero lo hizo usted... hasta ahora.
—Incluso me entregaron una especie de pergamino como muestra de gratitud — añadió—. Lo tengo escondido en mi alojamiento. Se lo enseñaré.

McClane dijo al oficial de Policía, que le había seguido:

—Bien, le sugiero que no le maten. Si lo hacen, «ellos» regresarán.
—También, me entregaron una varilla mágica para curar —añadió con los ojos totalmente cerrados—. Así fue como maté a aquel hombre en Marte. Está en mi cajón, junto con la caja de gusanos y plantas ya resecas.

Sin pronunciar una sola palabra, el oficial de Interplan abandonó la zona de trabajo.

«Lo mejor que podría hacer ahora sería desembarazarme de esos paquetes-prueba», se dijo a sí mismo McClane, resignadamente.

Caminó, lentamente, hacia su despacho, pensando en que, después de todo, también debía desembarazarse de aquella citación del Secretario General de las Naciones Unidas...

La verdadera citación probablemente no tardaría mucho tiempo en llegar.