Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

martes, 31 de mayo de 2016

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 5

Viene de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 4



Capítulo 5
El incidente de la carta

Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del doctor Jekyll, donde Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través de un patio que un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja construcción llamada el laboratorio o también, indistintamente, la sala anatómica. El médico había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de un famoso cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.

El notario, que era la primera vez que venía recibido en esta parte de la casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin ventanas, y miró alrededor con una desagradable sensación de extrañeza atravesando el teatro anatómico, un día abarrotado de enfervorizados estudiantes y ahora silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos químicos, el suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se filtraba a duras penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la sala, una
pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por esta puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.

Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y cristaleras, con un escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía luz de tres polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio común.

Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí, junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento.

No se levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.

-¿Y ahora? -dijo Utterson apenas se fue Poole-. ¿Has oído la noticia?

Jekyll se estremeció visiblemente.

-Estaba en el comedor -murmuró-, cuando he oído gritar a los vendedores de periódicos en la plaza.
-Sólo una cosa -dijo el notario-. Carew era cliente mío, pero también tú lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan loco que quieras ocultar a ese individuo!
-Utterson, lo juro por Dios -gritó el médico-, juro por Dios que ya no lo volveré a ver. Te prometo por mi honor que ya no tendré nada que ver con él en este mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene necesidad de mi ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a salvo; puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.

Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le gustaba nada el aire febril de Jekyll.

-Espero por ti que así sea -dijo-. Saldría tu nombre, si se llega a procesarlo.
-Estoy convencido de ello -dijo el médico, aunque no pueda contarte las razones. Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar. He… , he recibido una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera dártela y dejarte a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de nadie.
-¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la policía tras su pista?
-No, he acabado con Hyde y ya no me importa él -dijo con fuerzaJekyll-. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto abominable. 

Utterson se quedó un momento rumiando. Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.

-Bien -dijo al final-, veamos la carta.

La carta, firmada "Edward Hyde" y escrita en una extraña caligrafía vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll benefactor del firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido pagada, no tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste disponía de medios de fuga en los que podía confiar plenamente. 

El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de esta carta, que ponía la relación entre los dos bajo una luz más favorable de lo que hubiese imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.

-¿Tienes el sobre? -preguntó.
-No -dijo Jekyll-. Lo quemé sin pensar en lo que hacía. Pero no traía matasellos. Fue entregada en mano.
-¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
-Haz libremente lo que creas mejor -Fue la respuesta-. Yo ya he perdido toda confianza en mí.
-Bien, lo pensaré -replicó el notario-. Pero dime una cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible desaparición tuya, te la dictó Hyde?

El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer, pero apretó los dientes y admitió.

-Lo sabía - dijo Utterson- ¡tenía intención de asesinarte. ¡Te has escapado de buena!
-¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una lección… ¡Ah, qué lección! - dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las manos.

Al salir, el notario se paró a intercambiar unas palabras con Poole.

-Por cierto -dijo-, sé que han traído hoy, en mano, una carta. ¿Quién la trajo? 

Pero ese día no había llegado otra correspondencia que la de correos, afirmó resueltamente Poole.

-Y sólo circulares -añadió.

Con esta noticia el visitante sintió que reaparecían todos sus temores. Han entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta del laboratorio; más aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las cosas eran así, había que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.

"¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!", gritaban mientras tanto los vendedores de periódicos en la calle. Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el notario. Y no pudo no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el escándalo. La decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de que normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad de un consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera pedir directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma indirecta.

Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado de la chimenea, y delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor Guest, su oficial. En un punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien calculada del fuego, estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado mucho tiempo en los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla seguían oprimiendo la ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían como rubíes y la vida ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes caídas, rodaba por esas grandes arterias con un ruido sordo, como el viento impetuoso. Pero la habitación se alegraba con el fuego de la chimenea, y en la botella se habían disuelto hacía mucho tiempo los ácidos: el color de vivo púrpura, como el matiz de algunas vidrieras, se había hecho más profundo con los años, y un resplandor de cálido otoño, de dorados atardeceres en los viñedos de la colina, iba a descorcharse para dispersar las nieblas de Londres. Insensiblemente se relajaron los nervios del notario. No había nadie con quien mantuviera menos secretos que con el señor Guest, y no siempre estaba seguro, bueno, de haber mantenido cuantos creía. Guest había ido a menudo donde Jekyll por motivos de trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no hubiera oído hablar de Hyde como íntimo de la casa. Ahora habría podido sacar conclusiones. 

¿No valía la pena que viese esa carta clarificadora del misterio? Además, siendo un apasionado y un buen experto en grafología, la confianza le habría parecido totalmente natural. El oficial, por otra parte, era persona de sabio consejo; difícilmente habría podido leer ese documento tan extraño sin dejar de hacer una observación: y quizás así, vete a saber, Utterson habría encontrado la sugerencia que buscaba.

-Un triste lío -dijo- lo de Sir Danvers.
-Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación dijo el señor Guest-. Ese hombre, naturalmente, era un loco.
-Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un documento, una carta de su puño y letra -dijo Utterson-. Se entiende que este escrito queda entre nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un lío feo es lo menos que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece hecho aposta para vos: el autógrafo de un asesino.

Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante después ya estaba inmerso en el examen de la carta, que estudió con un apasionado interés.

-No, señor -dijo al final-. No está loco. Pero tiene una caligrafía muy extraña.
-Es extraña desde todos los puntos de vista -dijo Utterson.

Justo en ese momento entró un criado con una nota.

-¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido reconocer la caligrafía en el sobre -se interesó el oficial mientras el notario desdoblaba el papel-. ¿Algo privado, señor Utterson?
-Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
-Sólo un momento, gracias -dijo el señor Guest.

Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una minuciosa comparación.

-Gracias -repitió al final devolviendo ambos-. Un autógrafo muy interesante.

Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar consigo mismo.

-¿Por qué los habéis comparado, Guest? - preguntó luego, de repente.
-Bien, señor -dijo el otro, hay un parecido muy singular; las dos caligrafías tienen una inclinación distinta, pero por lo demás son casi idénticas.
-Muy curioso -dijo Utterson.
-Es un hecho, como decís, muy curioso - dijo el señor Guest.
-Por lo que yo no hablaría de esta carta.
-No -dijo el señor Guest-. Ni yo tampoco, señor.

Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la carta en la caja fuerte y decidió dejarla allí. 

"¡Misericordia! -pensó-. ¡Henry Jekyll falsario, a favor de un asesino!" Y la sangre se le heló en las venas.

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El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 6

lunes, 30 de mayo de 2016

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 4

Viene de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 3


Capítulo 4
El homicidio Carew

Casi un año después, en octubre de 18… todo Londres era un rumor por un delito horrible, no menos execrable por su crueldad que por la personalidad de la víctima. Los particulares que se conocieron fueron pocos pero atroces.

Hacia las once, una camarera que vivía sola en una casa no muy lejos del río, había subido a su habitación para ir a la cama. A esa hora, aunque más tarde una cerrada niebla envolviese la ciudad, el cielo estaba aún despejado, y la calle a la que daba la ventana de la muchacha estaba muy iluminada por el plenilunio.

Hay que suponer que la muchacha tuviese inclinaciones románticas, ya que se sentó en el baúl, que tenía arrimado al alféizar, y se quedó allí soñando y mirando a la calle.

Nunca (como luego repitió entre lágrimas, al contar esa experiencia), nunca se había sentido tan en paz con todos ni mejor dispuesta con el mundo. Y he aquí que, mientras estaba sentada, vio a un anciano y distinguido señor de pelo blanco que subía por la calle, mientras otro señor más bien pequeño, y al que prestó poca atención al principio, venía por la parte opuesta. Cuando los dos llegaron al punto de cruzarse (y esto precisamente debajo de la ventana), el anciano se desvió hacia el otro y se acercó, inclinándose con gran cortesía. No tenía nada importante que decirle, por lo que parecía; probablemente, a juzgar por los gestos, quería sólo preguntar por la calle; pero la luna le iluminaba la cara mientras hablaba, y la camarera se encantó al verlo, por la benignidad y gentileza a
la antigua que parecía despedir, no sin algo de estirado, como por una especie de bien fundada complacencia de sí.

Dirigiendo luego la atención al otro paseante, la muchacha se sorprendió al reconocer a un tal señor Hyde, que había visto una vez en casa de su amo y no le había gustado nada. Este tenía en la mano un bastón pesado, con el que jugaba, pero no respondía ni una palabra y parecía escuchar con impaciencia apenas contenida.

Y luego, de repente, estalló en un acceso de cólera, dando patadas en
el suelo, blandiendo su bastón y comportándose (según la descripción de
la camarera) absolutamente como un loco.

El anciano caballero dio un paso atrás, con aire de quien está muy extrañado
y también bastante ofendido; a esto el señor Hyde se desató del
todo y lo tiró al suelo de un bastonazo. Inmediatamente después con la
furia de un mono, saltó sobre él pisoteándolo y descargando encima una
lluvia de golpes, bajo los cuales se oía cómo se rompían los huesos y el
cuerpo resollaba en la calle. La camarera se desvaneció por el horror de
lo visto y de lo oído.

Eran las dos cuando volvió en sí y llamó a la policía. El asesino hacía ya tiempo que se había ido, pero la víctima estaba todavía allí en medio de la calle, en un estado horrible. El bastón con el que le habían matado, aunque de madera dura y pesada, se había partido en dos en el desencadenamiento de esa insensata violencia; y una mitad astillada había rodado hasta la cuneta, mientras la otra, sin duda, se había quedado en manos del asesino. El cadáver llevaba encima un monedero y un reloj de oro, pero ninguna tarjeta o documento, a excepción de una carta cerrada y franqueada, que la víctima probablemente llevaba a correos y que ponía el nombre y la dirección del señor Utterson.

El notario estaba aún en la cama cuando le llevaron esta carta, pero, apenas la tuvo bajo sus ojos y le informaron de las circunstancias, se quedó muy serio.

-No puedo decir nada hasta que no haya visto el cadáver -dijo-, pero tengo miedo de tener que daros una pésima noticia. Tened la cortesía de esperar a que me vista.

Con el aspecto serio, después de un rápido desayuno, dijo que le pidieran un coche de caballos y se hizo conducir a la comisaría, adonde habían llevado el cadáver. Al verlo, admitió:

-Sí, lo reconozco -dijo-, y me duele anunciaros que se trata de Sir Danvers Carew.
-¡Dios mío!, ¿pero cómo es posible? -exclamó consternado el funcionario. Luego sus ojos se encendieron de ambición profesional. Es un delito que hará mucho ruido. ¿Vos podríais ayudarnos a encontrar a ese Hyde? - dijo. Y, referido brevemente el testimonio de la camarera, mostró el bastón partido.

Utterson se había quedado pálido al oír el nombre de Hyde, pero al ver el bastón ya no tenía dudas; por roto y astillado que estuviera, era un bastón que él mismo había regalado a Henry Jekyll, hacía muchos años.

-¿Ese Hyde es una persona de baja estatura? -pregunté.
-Muy pequeño y de aspecto mal encarado, al menos es lo que dice la camarera.

Utterson reflexionó un instante con la cabeza gacha, luego miró al  funcionario.

-Tengo un coche ahí fuera -dijo-. Si venís conmigo, creo que puedo llevaros a su casa.

Eran ya las nueve de la mañana y la primera niebla de la estación pesaba sobre la ciudad como un gran manto color chocolate. Pero el viento batía y demolía continuamente esos contrafuertes de humo; de tal forma que Utterson, mientras avanzaba el coche lentamente de calle en calle, podía contemplar crepúsculos de una sorprendente diversidad de gradación y matices: aquí dominaba el negro de una noche ya cerrada, allí se encendían resplandores de oscura púrpura, como un extenso y extraño incendio, mientras más adelante, lacerando un momento la niebla, una imprevista y lívida luz diurna penetraba entre las deshilachadas cortinas. 

Visto en estos cambiantes escorzos, con sus calles fangosas y sus paseantes desaliñados, con sus farolas no apagadas desde la noche anterior o encendidas de prisa para combatir esa nueva invasión de oscuridad, el oscuro barrio de Soho se le aparecía a Utterson como recortado en una ciudad de pesadilla. Sus mismos pensamientos, por otra parte, eran de tintes oscuros, y, si miraba al funcionario que tenía al lado, sentía que le sobrecogía ese terror que la ley y sus ejecutores infunden a veces hasta
en los más inocentes.

Cuando el coche se paró en la dirección indicada, la niebla se levantó un poco descubriendo un miserable callejón con una tasca de vino, un equívoco restaurante francés, una tienducha de verduras y periódicos de un sueldo, niños piojosos agachados en las puertas y muchas mujeres de distinta nacionalidad que se iban, con la llave de casa en mano, a beber su ginebra matutina. Un instante después la niebla había caído de nuevo, negra como la tierra de sombra, aislando al notario de esos miserables contornos.

¡Aquí vivía el favorito de Henry Jekyll, el heredero de un cuarto de millón de esterlinas!

Una vieja de cara de marfil y cabellos de plata vino a abrir la puerta. Tenía mala pinta, de una maldad suavizada por la hipocresía, pero sus modales eran educados. Sí, dijo, el señor Hyde vive aquí, pero no está en casa; había vuelto muy tarde por la noche y apenas hacía una hora que había salido de nuevo; en esto no había nada de extraño, ya que sus costumbres eran muy irregulares y a menudo estaba ausente; por ejemplo, antes de ayer ella no le había visto desde hacía dos meses.

-Bien, entonces querríamos ver sus habitaciones - dijo el notario y, cuando la mujer se puso a protestar que era imposible, cortó por lo sano-: El señor viene conmigo, os lo advierto, es el inspector Newcomen, de Scotland Yard.

Un relámpago de odiosa satisfacción iluminó la cara de la mujer, que dijo: ¡Ah, metido en líos! ¿Qué ha Hecho?

Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.

-Parece que es un tipo no muy querido - observó el funcionario-. Y ahora, buena mujer, déjenos echar un vistazo.

De toda la casa, en la que, aparte de la mujer no vivía nadie más, Hyde se había reservado sólo un par de habitaciones; pero éstas estaban amuebladas con lujo y buen gusto. En una alacena había vinos de calidad, los cubiertos eran de plata, los manteles muy finos; había colgado probablemente, pensó Utterson, un regalo de Henry Jekyll, que era un amante del arte); y las alfombras, muchísimas, eran de colores agradablemente variados.

Sin embargo, las dos habitaciones estaban patas arriba y mostraban que habían sido bien registradas. En el suelo se amontonaba ropa con los bolsillos al revés; varios cajones habían quedado abiertos; y en la chimenea, donde parecía que habían quemado muchos papeles, había un montón de ceniza del que el inspector recuperó el canto y las matrices quemadas de un talonario verde de cheques. Detrás de una puerta se encontró la otra mitad del bastón, con complacencia del inspector, que así tuvo en la mano una prueba decisiva. Y una visita al banco, donde aún había en la cuenta del asesino unos miles de esterlinas, completó la satisfacción del funcionario.

-¡Ya lo tengo cogido, estad seguro, señor!-dijo a Utterson-. Pero debe haber perdido la cabeza, al haber dejado allí el bastón, y, aún más, al haber quemado el talonario de cheques.

Eh, sin dinero no puede seguir! Así que no nos queda nada más que esperarlo en el banco y enviar mientras tanto su descripción. Pero el optimismo del inspector se revelaría excesivo. A Hyde le conocían pocas personas (el mismo amo de la camarera testigo del delito lo había visto dos veces en total), y de su familia no se encontró rastro; nunca se le había fotografiado; y los pocos que le habían encontrado dieron descripciones contradictorias, como a menudo sucede en estos casos. En algo estaban todos de acuerdo: el fugitivo dejaba una impresión de monstruosa pero inexplicable deformidad.


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El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 5

domingo, 29 de mayo de 2016

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 3

Viene de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 2


Capítulo 3
El Dr. Jekyll estaba perfectamente tranquilo

No habían pasado quince días cuando por una casualidad que Utterson juzgó providencial, el doctor Jekyll reunió en una de sus agradables comidas a cinco o seis viejos compañeros, todos excelentes e inteligentes personas además de expertos en buenos vinos; y el notario aprovechó para quedarse una vez que los otros se fueron.

No resultó extraño porque sucedía muy a menudo, ya que la compañía de Utterson era muy estimada, donde se le estimaba. Para quien le invitaba era un placer retener al taciturno notario, cuando los demás huéspedes, más locuaces e ingeniosos, ponían el pie en la puerta; era agradable quedarse todavía un rato con ese hombre discreto y tranquilo, casi para hacer práctica de soledad y fortalecer el espíritu de su rico silencio, después de la fatigosa tensión de la alegría.

Y el doctor Jekyll no era una excepción a esta regla; y si lo mirábamos sentado con Utterson junto al fuego -un hombre alto y guapo, sobre los cincuenta, de rasgos finos y proporcionados que reflejaban quizás una cierta malicia, pero también una gran inteligencia y bondad de ánimo- se veía con claridad que sentía un afecto cálido y sincero por el notario.

-¡Escucha, Jekyll, hace tiempo que quería hablar contigo! dijo Utterson—. ¿Recuerdas aquel testamento tuyo?

El médico, como habría podido notar un observador atento, tenía pocas ganas de entrar en ese tema, pero supo salir con gran desenvoltura. 

-¡Mi pobre Utterson -dijo-, eres desafortunado al tenerme como cliente! ¡No he visto a nadie tan afligido como tú por ese testamento mío, si quitamos al insoportable pedante de Lanyon por ésas que él llama mis herejías científicas! Sí, ya sé que es una buena persona, no me mires de esa forma. Una buenísima persona. Pero es un insoportable pedante, un pedante ignorante y presuntuoso. Nadie me ha desilusionado tanto como Lanyon.
-Ya sahes que siempre lo desaprobé -insistió tterson sin dejarle escapar del asunto.
-¿Mi testamento? Sí, ya lo sé -asintió el médico con una pizca de impaciencia-. Me lo has dicho y repetido.
-Bien, te lo repito de nuevo -dijo el notario -. He sabido algunas cosas sobre tu joven Hyde.

El rostro cordial del doctor Jekyll palideció hasta los labios, y por sus ojos pasó como un rayo oscuro.

-No quiero oír más -dijo-. Habíamos decidido, creo, dejar a un lado este asunto.
-Las cosas que he oído son abominables - dijo Utterson.
-No puedo hacer nada ni cambiar nada. Tú no entiendes mi posición - repuso nervioso el médico. Me encuentro en una situación penosa, Utterson, y en una posición extraña… , muy extraña. Es una de esas Cosas que no se arreglan hablando.
-Jekyll, tú me conoces y sabes que puedes fiarte de mí -dijo el notario-. Explícate, dime todo en confianza, y estoy seguro de poderte sacar de este lío.
-Mi querido Utterson -dijo el médico-,esto es verdaderamente amable, extraordinariamente amable de tu parte. No tengo palabras para agradecértelo. Y te aseguro que no hay persona en el mundo, ni siquiera yo mismo, de la que me fiaría más que de ti, si tuviera que escoger. Pero, de verdad, las cosas no están como crees, la situación no es tan grave. Para dejar en paz a tu buen corazón te diré una cosa: podría liberarme del señor Hyde en cualquier momento que quisiera. Te doy mi palabra. Te lo agradezco infinitamente una vez más pero, sabiendo que no te lo tomarás a mal, también añado esto: se trata de un asunto estrictamente privado, por lo que te ruego que no volvamos sobre el mismo.

Utterson reflexionó unos instantes, mirando al fuego:

-De acuerdo, no dudo que tú tengas razón- dijo por fin levantándose.
-Pero, dado que hemos hablado y espero que por última vez -retomó el médico-, hay un punto que quisiera que tú entendieses. Siento un tremendo afecto por el pobre Hyde. Sé que os habéis visto, me lo ha dicho, y tengo miedo que no haya sido muy cortés. Pero, repito, siento un tremendo afecto por ese joven, y, si yo desapareciese, tú prométeme, Utterson, que lo tolerarás y que tutelarás sus legítimos intereses.  No dudo que lo harías, si supieras todo, y tu promesa me quitaría un peso de encima.
-No puedo garantizarte -dijo el notario- que conseguiré alguna vez hacerlo a gusto.

Jekyll le puso la mano en el brazo.

-No te pido eso -dijo con calor-. Te pido sólo que tuteles sus derechos y te pido que lo hagas por mí, cuando yo ya no esté.

Utterson no pudo contener un profundo suspiro.

-Bien -dijo-. Te lo prometo.


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El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 4

viernes, 27 de mayo de 2016

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 2

Viene de: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 1



Capítulo 2
En busca de Hyde

Cuando por la noche volvió a su casa de soltero, Utterson estaba deprimido y se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos, después de cenar, tenía la costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro de árida devoción en el atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba las campanadas de medianoche. Después ya se iba sobriamente y con reconocimiento a la cama.

Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa, cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de un rincón un sobre con el rótulo "Testamento del Dr. Jekyll", y se sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.

El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., todos sus bienes pasarían a su "amigo y benefactor Edward Hyde", sino que, en caso de que el doctor Jekyll "desapareciese o estuviera inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de calendario"; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.

Este documento era desde hace mucho tiempo una pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.

-Pensaba que fuese locura -dijo reponiendo en la caja fuerte el deplorable documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor. 

Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor Lanyon, su amigo.

"Si alguien sabe algo es Lanyon", había pensado.

El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico estaba sentado solo saboreando su vino. Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.

Después de hablar durante unos momentos del más y del menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.

-Lanyon -dijo-, tú y yo somos los amigos más viejos de Henry Jekyll, ¿no? 
-Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes -bromeó Lanyon-, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que hace mucho tiempo que no lo veo.
-¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes -dijo Utterson.
-Los teníamos -fue la respuesta-, pero luego Henry Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá ha empezado a razonar, o más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga más o menos sus trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace ya mucho que prácticamente no lo veo… ¡No hay amistad que aguante -añadió poniéndose de repente rojo- ante ciertos absurdos pseudocientíficos!

Utterson se turbó algo con este desahogo.

 "Habrán discutido por alguna cuestión médica", pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas (salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: "¡Y si no es esto!" Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de soltarle la pregunta por la que había venido: 

-¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal… protegido de Jekyll, llamado Hyde?
-¿Hyde? -repitió Lanyon-. No. Nunca lo he oído nombrar. Lo habrá conocido más tarde. 

Estas fueran las informaciones que el notario se llevó a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad. 

Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano
que arrolla a la niña y pasa por encima sin preocuparse de sus gritos.

Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños; luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama, y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus obligaciones.

Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a una niña y dejándola llorando en la calle.

Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un persistente sentimiento de odio.

Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta, en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso por la noche bajo la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de guardia.

"Si él es el señor Esconde -había pensado-, yo seré el señor Busca". Y, por fin, fue recompensada su paciencia.

 Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia, los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la vista.

Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban. 

En el curso de mis reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio. 

Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.

El notario se adelantó y le tocó en el hombro.

-¿El señor Hyde? 

El otro se echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:

-Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
-Veo que vais a entrar -contestó el notario-. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí. 
-Si buscáis a Jekyll no está no está en casa -contestó Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza-: ¿ Cómo me habéis reconocido? ¿Me haríais un favor? -dijo Utterson
-¿Cómo no? -contestó el otro. ¿Qué favor?
-Dejadme miraros a la cara.

Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.

-Así os habré visto -dijo Utterson-. Podrá valerme en otra ocasión.
-Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó Hyde-. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección -añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.

"Buen Dios! -se dijo el notario-, ¿es posible que también él haya pensado en el testamento?" Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.

- Y ahora decidme -dijo el otro-. ¿Cómo me habéis reconocido?
-Alguien os describió -fue la respuesta.
-¿Quién?
-Tenemos amigos comunes -dijo Utterson.
-¿Amigos comunes? -hizo eco Hyde con una voz un poco ronca-. ¿Y quiénes serían?
-Jekyll, por ejemplo -dijo el notario.
-¡El no me ha descrito nunca a nadie! - gritó Hyde con imprevista ira-. ¿No pensaba que me mintieseis!
-Vamos, vamos, no se debe hablar así - dijo Utterson.

El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.

El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.

"Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy seguro de que la hay -se repetía perplejo el notario-. Sólo que no consigo darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma? ¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo."

Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina, había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y oficios: pequeños impresores, arquitectos abogados más o menos dudosos, agentes de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina, no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo, aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la media luna de cristal por encima de la puerta de entrada.

Utterson se paró ante esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.

-¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? - preguntó el notario. 
-Voy a ver, señor Utterson -dijo Poole, haciendo entrar al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra, calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y decorado con viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego, señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
-Aquí, gracias -dijo el notario acercándose a la chimenea y apoyándose en la alta repisa.

De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria. Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para anunciar que el doctor Jekyll había salido. 

-He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la vieja sala anatómica -dijo-. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en casa? 
-Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde tiene la llave.
-Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese joven, Poole - comentó el notario con una mueca.
-Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole-. Todos nosotros tenemos orden de obedecerle.
-Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? - preguntó Utterson.
-Pues, claro que no, señor —dijo el otro- El no viene nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene y sale por el laboratorio.
-Bien, buenas noches, Poole.
-Buenas noches, señor Utterson.

El notario se dirigió a su casa con el corazón en un puño. ¡Pobre Harry Jekyll -pensó-, tengo miedo de que esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte, y, aunque haya
pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce prescripción… 

Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el error." 

Impresionado por esta idea, el notario se puso a analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente alguna vieja iniquidad.

En su pasado no había nada de reprochable, pocos podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin embargo ¿Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación, apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había evitado.

Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo de esperanza.

"A este señorito Hyde -se dijo-, si se le estudia de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll resplandecerían como la luz del sol.

Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de Harry… ¡Pobre Harry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar…

¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese ayudarle!"

¡Sí! ;Si al menos me lo permitiese!", se repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia, las extrañas cláusulas del testamento.


Continua esta historia en 

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 3

jueves, 26 de mayo de 2016

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - Capítulo 1

Robert Louis Stevenson no necesita presentación en el blog ya que he subido antes obras suyas. "El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde" se publicó por primera vez en 1886. Nunca lo leí completo. Hace varios años, compraba una colección de libros en el quiosco. Traía muchos clásicos y valían 10$ (en aquel entonces era plata...). Comencé a leerlo hasta que llegué a una parte donde las páginas estaban ¡en blanco! Reclamé al quiosco. Quería que me lo consiguieran nuevamente. El dueño se enojó. Tomó mi libro, y el reclamo... y jamás me lo consiguió. De más está decir que nunca me devolvió el dinero...
Por eso, ahora, unos 16 años después, a leer...



Capítulo 1

Historia de la puerta

Utterson, el notario, era un hombre de cara arrugada, jamás iluminada por una sonrisa. De conversación escasa, fría y empachada, retraído en sus sentimientos, era alto, flaco, gris, serio y, sin embargo, de alguna forma, amable. En las comidas con los amigos, cuando el vino era de su gusto, sus ojos traslucían algo eminentemente humano; algo, sin embargo, que no llegaba nunca a traducirse en palabras, pero que tampoco se quedaba en los mudos símbolos de la sobremesa, manifestándose sobre todo, a menudo y claramente, en los actos de su vida.

Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando estaba solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le gustase el teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una probada tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con envidia,
la fuerte presión de los espíritus vitalistas que les llevaba a alejarse del recto camino. Por esto, en cualquier situación extrema, se inclinaba más a socorrer que a reprobar.

-Respeto la herejía de Caín -decía con agudeza-. Dejo que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.

Por este talante, a menudo solía ser el último conocido estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres encaminados cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las mismas, procuraba mostrarse mínimamente cambiado.

Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera. Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de genérica, benévola disponibilidad. Pero es de personas modestas aceptar sin más, de manos de la casualidad, la búsqueda de las propias amistades; y éste era el caso de Utterson.

Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o personas de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no requería idoneidad de su objeto.

La amistad que lo unía a Nichard Enfield, el conocido hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield era pariente lejano suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían aquellos dos uno en el otro o qué intereses podían tener en común. Según decían los que los encontraban en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una palabra, aparecían particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la llegada de un amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas, las consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las mismas, no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso los compromisos más serios.

Sucedió que sus pasos los condujeron durante uno de estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy poblado de Londres. Era una calle estrecha y, los domingos, lo que se dice tranquila, pero animada por comercios  y tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo que parecía, y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban sus excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las dos aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes vendedores. Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas gracias, la calle brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un fuego en el bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces relucientes, su aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista del paseante.

A dos puertas de una esquina, viniendo del oeste, la línea de casas se interrumpía por la entrada de un amplio patio; y, justo al lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio sobresalía a la calle su frontón triangular.

Aunque fuera de dos pisos, este edificio no tenía ventanas: sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel de la calle, y una fachada ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por otra parte, tenía las señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta, sin aldaba ni campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban cobijo en su hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones, el escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a arreglar lo estropeado.

Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón indicando:

-¿Os habéis fijado en esa puerta? -preguntó. Y añadió a la respuesta afirmativa del otro-: Está asociada en mi memoria a una historia muy extraña.
-¿Ah, sí? -dijo Utterson con un ligero cambio de voz-. ¿Qué historia?
-Bien -dijo Enfield-, así fue. Volvía a casa a pie de un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia. Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.

"Bien, señor -prosiguió Enfield-, fue bastante natural que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino, dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno. No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un grupo de Personas alrededor de la niña que gritaba. El se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del médico, o boticario que fuese.

"Era —explicó Enfield-, el clásico tipo estirado, sin color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco. Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo. Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo el caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido. Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego, teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías. Jamás he visto un círculo de caras fría. Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de arrepentimiento. ¡Os seguro, un diablo! Al final nos dijo: '¡Pagaré, si es lo que queréis! Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra cantidad.' La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña, y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó. Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.

"Sacó la llave -continuó Enfield-, entró y volvió al poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no puedo decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De todas las formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece impreso; si la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de  comentar a nuestro caballero que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus anchas. 'No se preocupen -dijo-, me quedaré aquí hasta que abran los bancos y cobraré el cheque personalmente' . De esta forma nos pusimos en marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.

-¡Huy, huy! -dijo Utterson.
-Veo que pensáis igual que yo —dijo Enfield-. Sí, una historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada, un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas buenas personas que "hacen el bien", como suele decirse… Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no es suficiente para explicar todo… -concluyó perplejo y quedándose luego pensativo.

Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le preguntó algo bruscamente:

-¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?
-Un lugar poco probable, ¿no creéis? -replicó Enfield-. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en una plaza, pero no recuerdo en cuál.
-¿Y no os habéis informado nunca sobre… , sobre la casa tras la puerta?
-No, señor, me pareció poco delicado - fue la respuesta-. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos pregunto.
-Norma excelente -dijo el notario.
-Pero he estudiado el lugar por mi cuenta -retomó Enfield-. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura. Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe vivir alguien. Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.

Y los dos siguieron paseando en silencio.

-Enfield -dijo Utterson después de un rato-, vuestra norma es excelente.
-Sí, así lo creo -replicó Enfield.
-Sin embargo, a pesar de todo -continuó el notario-, hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que pisoteó a la niña.
-¡Bah! dijo Enfield-, no veo qué mal hay en decíroslo. El hombre se llamaba Hyde.
-¡Huy! -hizo Utterson-. ¿Y qué aspecto tiene?
-No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué. Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso, puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.

El notario se quedó absorto y taciturno, como si siguiera el hilo de sus reflexiones.

-¿Estáis seguro de que tenía la llave? —dijo al final.
-Pero ¿y esto? -dijo Enfield sorprendido.
-Si, lo sé -dijo Utterson-, lo sé que parece extraño. Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.
-Me molesta que no me lo hayáis advertido antes -dijo el otro con una pizca de reproche-. Pero soy pedantemente preciso, usando vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he visto cómo la usaba hace menos de una semana.

Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:

-He recibido otra lección sobre la importancia de estar callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!… Pero escuchad, hagamos un pacto de no hablar más de esta historia.
-De acuerdo, Richard -dijo el notario-. No hablaremos más.


sábado, 21 de mayo de 2016

La casa viva - Elsa Bornemann

Hace unos años compartí "Manos" un cuento del libro "Socorro" de Elsa Bornemann que me gustaba mucho cuando era chica. Hoy, otro cuento del mismo libro.






LA CASA VIVA


Al comenzar éste —su cuento— la familia Alcobre estaba cenando en el comedor de su confortable piso ciudadano.

Era una familia "tipo": padres y dos hijos. Juan —el padre— y Claudia —la madre— componían un matrimonio joven. En cuanto a los hijos, Marvin tenía catorce y Greta doce cuando sucedió la historia que los comprende como protagonistas.

Era diciembre o principios de enero, según lo indicaba un árbol de Navidad instalado en un rincón de la sala y a cuyo pie se encontraba un bello pesebre de cerámica, producto de las manos de Greta. Ella era una apasionada por esa artesanía.

Todos estaban alegres durante aquella comida, acababan de comprar una casa de vacaciones. Su conversación giraba —entonces— en torno de esa importante adquisición:

JUAN: —Está ubicada sobre la que va a ser la avenida costanera de "La Resolana" dentro de unos años. Más cerquita del agua, imposible; como ustedes querían.

CLAUDIA: —Es una casa preciosa y está puesta a nuevo. Todavía no me explico cómo tuvimos la suerte de conseguirla por la mitad de lo que —en realidad— vale.

GRETA: —Humm, ya me imagino... Seguro que papi empezó a pedir descuento y descuento, como hace cada vez que le toca comprar algo...

MARVIN: —...y terminó mareando a los de la inmobiliaria, que se olvidaron algunos ceros en la cifra de venta.

CLAUDIA: —Nada de eso. El precio que pagamos por la casa es — exactamente— el que la inmobiliaria fijó. Bien barato, sí, aunque cueste creerse.

JUAN: —Lo que pasa es que en esta época... la situación económica del país... Entonces, con tal de vender...

GRETA: —¿Cuándo viajamos a "La Resolana"? ¡No doy más de ganas de conocer nuestra casa del mar!

MARVIN: —El viernes, nena, ¿no lo oíste?

CLAUDIA: —No bien tu padre y yo salgamos del trabajo. Alrededor de las ocho los pasamos a buscar.

JUAN: —Mejor a las nueve. Quiero hacer revisar los frenos y cargar nafta.

GRETA: —Marvin y yo vamos a tener todo listo para el viaje.

MARVIN: —La torneta y tu cargamento de arcilla, sin dudas...

GRETA: —¿Y qué? Por lo menos, voy a aprovechar las vacaciones para hacer algo más que nada como uno que yo conozco.

El esperado viernes de la partida llegó al fin y los Alcobre salieron en su auto rumbo a "Villa La Resolana". Con la ansiedad que tenían por estrenar la casa nueva, los trescientos veinte kilómetros que los separaban de ese solitario paraje marítimo se les antojaron mil; sobre todo, a los chicos.

Arribaron al amanecer.

La casa de vacaciones era —verdaderamente— hermosa, tal como los padres habían dicho. Amplia, totalmente refaccionada, luminosa. Amueblada con exquisito gusto. Decorada con calidez. Parecía recién hecha. Sin embargo, su construcción databa de principios de siglo.

Greta eligió para sí una de las cuatro habitaciones de la planta alta, la única que se abría a un espacioso balcón-terraza con vista al mar.

—¡Qué viva! —opinó Marvin.

Ese fin de semana, los cuatro Alcobre lo dedicaron a acomodar todo lo que habían llevado y a darse unos saludables baños de mar en la playita que parecía una prolongación de la casa, tan cerca de ella se extendía. Tan cerca, que habría podido considerársela una playa privada.

Además, alejado como estaba el edificio de los otros de la zona, a los Alcobre se les figuraba que toda la “Villa La Resolana” formaba parte de su patrimonio. ¡Qué paraíso!

Los padres partieron de regreso a la ciudad el domingo a la noche. Aún les restaba una semana de trabajo para iniciar las vacaciones. Partieron con mil recomendaciones para los chicos, como era de prever.

Sobre todo, que no se apartaran demasiado de las orillas al ir a bañarse en el mar, que no salieran de la casa después de las nueve de la noche, que se arreglaran para las comidas y bebidas con la abundante provisión que les dejaban en la heladera y en el freezer —así no debían ir al centro del pueblo mientras permanecían solos, aunque no quedaba tan lejos de allí y —por cualquier cosa— los llamaran por teléfono.

—Es telediscado. Ya lo probé para telefonear a los abuelos y los tíos y funciona perfectamente —les comentó la madre—. Ah, y papi acaba de conectar el contestador automático que trajimos de su estudio para usarlo acá durante estos días. Así, nos quedamos tranquilos si nosotros necesitamos comunicarles algo con urgencia y ustedes están en la playa. Tienen que escucharlo todos los días, ¿eh?

—Ay, mamá, cuanto lío por cuatro días locos... —protestó Marvin.

—¿Algún otro consejito? —ironizó Greta.

Sin embargo, excitados por lo que encaraban como su primera aventura "de grandes", tomaron las recomendaciones de buen humor y prometieron a todo que sí. Antes de despedirse de los padres, los sorprendieron —gratamente— colocando al frente del edificio un cartel hecho en cerámica por Greta y primorosamente pintado por Marvin. Decía: "LA CASA VIVA".

Si bien los chicos explicaron que se les había ocurrido bautizarla de ese modo porque les parecía que formaban parte de ella desde siempre, que en ese paraíso particular se sentían tan cobijados y cómodos como en el departamento del centro, lejos estaban de suponer que habían acertado con el nombre justo.

Ya era cerca de la madrugada cuando Greta y Marvin decidieron ir a dormir. Habían estado jugando a los dados en la sala de la planta baja.

Mientras subían la escalera de madera que los conducía a sus habitaciones, Marvin resbaló. Si no hubiera sido porque Greta logró atajarlo —ya que se encontraba dos escalones más abajo— buen porrazo se hubiese dado al rodar desde allí arriba.

—¡Qué raro! —comentaban más tarde, al observar la vieja gorra marinera que había ocasionado el resbalón—. No es de papá. ¿Cómo no la vimos antes? ¿Quién la habrá dejado en ese peldaño?

La gorra era una de esas que formaban parte de los trajes marineros que solían usar los varones a principios de siglo. ¡Qué raro!

Más tarde, ya en su cuarto y en su cama, Greta sintió blandas pisadas que recorrían su balcón-terraza.

—Sugestionada. Eso es. Estoy totalmente sugestionada por el asunto de la gorra — pensó.

Encendió el velador y se levantó con decisión, haciéndose la valiente como cada vez que algo le producía temor. Prendió el farol de la terraza y —de un tirón de la correspondiente soguita— corrió los cortinados del ventanal. No había nadie allí. Salvo la mesa y las dos mecedoras de mimbre, nadie ni nada. Dejó la luz encendida —para calmarse— y volvió a su cama.

No vio entonces —por suerte— que una de las mecedoras empezaba a balancearse lentamente, como si alguien invisible la hubiera ocupado y mirara hacia adentro. La mecedora siguió balanceándose hasta el amanecer.

Greta aún dormía cuando unas huellas de pies descalzos —y no mucho más grandes que las suyas— fueron formándose en la arena, desde la parte inferior de la casa —justo debajo de su cuarto—y en dirección al mar. Las últimas se perdieron en las orillas y las olas se las tragaron de inmediato.

Durante la mañana del lunes, los hermanos disfrutaron del mar y de la playa. Marvin estaba entre tenido con su tabla de surf.

Greta tomaba sol sobre una loneta mientras que —de a ratos— leía una novela de amor, ultra romántica, de esas que si se pudieran retorcer como una toalla empapada, seguro que chorrearía almíbar. De pronto, el calor la venció y se quedó dormida. No habría pasado un cuarto de hora, cuando la despertó una caricia húmeda sobre una mejilla.

Sin abrir los ojos, protestó:

—Ufa, Marvin; no molestes.

La caricia recorría ahora su espalda, era un dedo índice marcando suavemente el contorno de su columna vertebral. Sintió un cosquilleo.

Ahí sí que abrió los ojos, enojada:

—¿Será posible que no puedas dejarme en paz?

¡Qué sorpresa! A Marvin podía contemplárselo en el mar, aún jugando con su tabla. Y debía de ser el reflejo del sol el que le hizo ver a Greta algo así como la delicadísima forma de una mano de muchacho, flotando un instante a su alrededor para —en seguida— desvanecerse en el aire en dirección al mar. La chica se inquietó.

—¡Marvin! —gritó entonces—. ¡Ya estoy achicharrada! ¡Vuelvo a la casa! ¡El sol me está haciendo ver visiones!

¿Dónde estaba Marvin? Un segundo antes, ahí, frente a ella.

—¡Marvin! ¡Marvin! —volvió a gritar, entonces, em pezando a asustarse—. —¡Maarviiin!

Su hermano salió del mar cinco minutos después, con la frente herida y sin la tabla. Greta lo vio corretear hacia ella, sujetándose la cabeza con ambas manos mientras le decía:

—No pasó nada grave. Un pequeño accidente. No sé cómo pero la tabla se me escapó, caí al agua y la maldita volvió contra mi frente con la fuerza de un millón de olas.

Más tarde —ya en la casa— Greta curaba la herida de Marvin.

—¿Te parece que vayamos a una farmacia?, ¿qué llamemos a mamá?

—No, nena, no es nada. En dos o tres días ni cicatriz me va a quedar. Lástima que perdí la tabla...

Ese lunes transcurrió sin que ningún otro episodio desagradable turbara la tranquilidad de los hermanos.

—Todo bien. Todo "al pelo" —le contaba Greta esa noche a sus padres, cuando ellos les telefonearon para saber cómo andaban.

Después de la charla telefónica, comieron y jugaron a las cartas hasta casi el amanecer.

Ambos dormían ya en sus cuartos en el momento en que algo empezó a agitarse por el aire en la habitación de Marvin. Producía un sonido como de hilos de seda que el viento zarandeaba.

El muchacho dormía profundamente. Y nunca se hubiera despertado debido a ese ruidito a no ser porque —de repente— esa especie de madeja de hilos se depositó sobre su cara y se apretó contra ella, comenzando a quitarle el aliento. Al principio, Marvin reaccionó instintivamente, dormido como
estaba. Sus manos intentaban —inútilmente— desprenderse de esa maraña que amenazaba ahogarlo. Recién cuando sintió su boca llena de pelos con sabor a sal, se despertó agitadísimo.

Luchó con fuerza para librarse de aquello que —a la luz del día que ya iluminaba a medias su cuarto— pudo ver que era una cabellera.

Una abundante, ondulada y rubia cabellera que lo abandonó cuando Marvin estaba a punto de destrozarla a manotazos. Como si volara despacio, se movió de aquí para allá por el cuarto y de pronto salió por la ventana entreabierta, en dirección al mar.

Marvin se sentó en su cama. Transpirado y con taquicardia, tardó en reaccionar. La cabeza le hervía, el cuerpo también.

—¡Tengo fiebre! ¡Qué pesadilla, demonios! —y recomponiéndose, fue hasta el botiquín del baño en busca de aspirinas.

—Si sigo así, le voy a hacer caso a Greta y vamos a ir hasta una farmacia para que me revisen la herida. ¿Se me habrá infectado? ¡Flor de pesadilla tuve! 

¡Deliraba!

Y todo ese martes permaneció en el lecho, atendido y mimado por su hermana, a la que no le contó ni una palabra de lo sucedido.

—Con lo miedosa que es, si le cuento mi sueño capaz que quiere volver a la ciudad.

Greta pasó las horas de enfermera improvisada junto a la cama de Marvin y muy entretenida con su modelado de figuritas de arcilla. Hizo varias, pero la que más le gustó fue un florerito con la forma de una bota.

Las pintó a todas y las puso a secar sobre la mesa de mimbre de su balcónterraza. En frente, el bello mar y el constante rugido de las olas. Entre ellas, un constante gemido, inaudible desde la playa.

Cuando los padres les telefonearon —cerca de la hora de cenar— el informe de los chicos fue el mismo que el del día anterior:

—Todo bien. Todo "al pelo".

El miércoles a la mañana —bien tempranito y después de comprobar que Marvin dormía plácidamente— Greta bajó a caminar por la playa. Volvió para la hora de desayunar; quería despertar a su hermano con una apetitosa bandeja repleta de tostadas y dulce de leche.

Cuando intentó abrir la puerta de entrada a la casa, sintió que alguien resistía del otro lado del picaporte. La puerta —entre que ella empujaba de un lado y alguien, del otro, impidiéndole el acceso— se mantenía apenas entreabierta.

—¡Vamos, Marvin, qué tontería! ¡Espero que abras de una buena vez! 

Nadie le contestó.

Greta espió entonces por el agujero de la cerra dura y pudo ver una tela de lana rayada, como la de las mallas antiguas aunque ella lo ignorara.

—¿Qué broma es esta, Marvin? ¡Que me abras de inmediato, te digo! ¡Dale, bobo!

Greta volvió a empujar. En esta oportunidad, ya nadie resistía del otro lado por lo que entró a la sala casi a los saltos, impulsada por su propia fuerza.

—Y —encima— te escondiste. Sí que estás en la edad del pavo, Marvin, ¿eh? Un leve chasquido —que provenía de uno de los ventanales corredizos— la hizo darse vuelta.

Greta se dirigió —entonces— al ventanal y separó con vigor ambos cortinados. A través de las persianas —como si éstas fueran de aire y no de madera—escapó hacia la playa el reflejo de un muchacho rubio y vestido con malla de otra época. Fue una visión fugaz. Greta soltó un chillido.

Marvin se apareció —de repente— en lo alto de la escalera, casi con la almohada pegada a la cara y protestando:

—¿No se puede dormir en esta casa? ¿Qué significa este escándalo?

Durante el desayuno —que tomaron en la cocina— Greta estuvo muy callada, pensativa. Después, le contó a su hermano el asunto de la puerta y de la silueta transparente. Marvin revisó el picaporte. Aseguró que estaba medio enmohecido y le echó unas gotas de lubricante. En cuanto a la silueta...

—Tanto leer esas novelas de amor inflama los sesos, nena... ¿No ves? Ya estás imaginando que se te apareció un enamorado invisible...

Tal como cuando había bautizado a la vivienda como "la casa viva", nuevamente había acertado en la denominación de los raros fenómenos que se estaban desarrollando allí. Pero tan sin sospecharlo...

El muchacho trató de convencer a su hermana de que allí no pasaba nada extraño, pero lo cierto, era que no podía dejar de pensar que sí aunque —como varón— le costaba reconocer sus propios miedos frente a Greta: "Pérdida de imagen, seguro". Y cuando ella le agradeció la cantidad de caracoles y piedritas con los que había encontrado llena la bota de cerámica, Marvin le mintió y admitió haber sido él quien había juntado esos regalitos.

Pero la verdad era que no.

¿Quién, entonces?

Después del almorzar y dormir una breve siesta, los hermanos decidieron bajar a la playa a juntar almejas.

—Cuando vengan papi y mami vamos a recibirlos con un festín.

Y allá fueron los dos, con baldes y palas y estuvieron recogiendo los bichos hasta el atardecer. Cuando regresaron a la casa, encontraron las paredes muy sudadas, como si fueran organismos vivos que habían soportado —estoicamente— los treinta y pico de grados de temperatura que había hecho esa tarde.

En el sofá de la sala, la presión sobre los almohadones indicaba que alguien había estado descansando allí. En los peldaños de la escalera, huellas que iban hacia la planta alta. Para los tres hechos los hermanos hallaron explicaciones más o menos lógicas. Ninguno de los dos quería confesar que empezaba a sentir verdadero miedo, mucho miedo.

Aquella fue una noche de luna llena. Todo el paisaje marino parecía detenido en la inmovilidad de una tarjeta postal.

Después de hablar por teléfono con sus padres, Greta y Marvin salieron a caminar un poco por su playita "particular"... Estaban alegres tras la conversación. ¿Un "poco" caminaron? ¡Poquísimo! Por que —ahora— ambos iban juntos y ambos pudieron oir cómo eran seguidos por unas pisadas, dos o tres metros a sus espaldas. Sin embargo, por allí no caminaba otra persona que los hermanos.

Las pisadas habían partido cerca de la casa y llegaban hasta casi las orillas, hasta el mismo lugar donde Greta y Marvin sintieron pavor y regresaron —a la carrera— de vuelta adentro.

Como la noche había sido tan serena, pudieron observar —a la mañana siguiente— las marcas en la arena de sus propias huellas más otras, ésas que los habían seguido y que —ahora, a la luz del sol— miraban cómo se perdían en el mar.

—Llamemos a mami. Quiero que ellos vengan antes, que adelanten el viaje... o nos vamos nosotros, Marvin —le rogaba Greta a su hermano—. Tengo miedo; estoy muerta de miedo.

—Los vamos a preocupar mucho. Y —además—¿qué les decimos? ¿que estamos asustados por un fantasma? Si el sábado a la madrugada ya van a llegar... Dale, nena, confianza en mí. No seré Super hombre pero conmigo no va a poder un vulgar fantasmita... Después de todo, estamos bien, ¿o no?

Semi convencida, Greta dijo que sí —durante el resto de ese día— se quedaron a comer en la playa, provistos como habían ido con una canasta de alimentos, sombrilla, reposeras, revistas, paletas y la infaltable novela de amor de Greta. Pasaron un día "bárbaro", como decían ellos. La inquietud de las horas pasadas parecía haber quedado definitivamente atrás.

Pero no.

Cuando regresaron a la casa —alrededor de las ocho de la noche— Marvin subió a darse un baño. Estaba convertido en una "milanesa humana", después del juego de enterrarse en la arena hasta el cuello.

Greta sacudía las lonas ——antes de entrar— cuando alcanzó a oír el piiiiip del contestador telefónico, anunciando que acabada de grabarse un llamado. Corrió hacia el aparato.

—Llamado de mami, seguro —pensó.

Puso en funcionamiento el rebobinador de la casete de grabación y se dispuso a escuchar el mensaje. Lo que escuchó le sacudió el corazón. Era la voz de un jovencito —sin dudas— que se expresaba medio como pegando cada palabra con la siguiente; tal como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para hablar y que decía:

—EestoooyenamoraaadodeGreeta. AamoooaGreetaa. QuieeroqueedarmesooloconGreetaa.

Estas tres oraciones —estiradas como goma de mascar— eran repetidas hasta que concluía el tiempo de grabación con un largo suspiro entrecortado. La chica corrió escaleras arriba. Se oía la ducha y el canturreo de Marvin. Ya iba a llamarlo —angustiada— cuando vio que el teléfono del cuarto de su hermano estaba descolgado.

—Ajá. Conque fue él. Qué broma siniestra me hizo el condenado. Ya me las va a pagar.

Entró en el cuarto de Marvin —de puntillas, y colgó el auricular. 

—Ahora va a venir aquí a vestirse. Buen susto le voy a dar. Y Greta decidió ocultarse debajo de la cama. Ya llegaría Marvin, ya buscaría sus zapatillas... y entonces... —¡zápate!— ella le tomaría las manos. Creyendo —como él creería— que su hermana se encontraba en la planta baja...

¡Ja!

Va a ver, ése. Se le van a erizar los pelos...

Greta levantó —entonces— la colcha. Se arrodilló junto a la cama. Empezaba a acostarse sobre el parquet cuando vio —junto a las zapatillas de su hermano— aquellos pies descalzos, separados de todo cuerpo. Un par de pies de varón que salieron disparando de la habitación, como al impulso de los gritos de la jovencita.

Y el par de pies se encaminó hacia las escaleras y las descendió a todo lo que daban.

Greta continuaba gritando, aterrorizada.

El canturreo de Marvin se interrumpió. Enseguida, un ruido en el baño — de caño que cae— y un golpe contra el piso.

Greta chillaba; gritaba y seguía allí, acostada sobre el parquet, paralizada y gritando.

Pronto, estuvo Marvin a su lado. Venía rengueando. Le sangraba una rodilla.

—¡Casi me mato! ¿Qué te pasa? Al oír tus gritos corrí la cortina de la ducha y se me vino abajo, con caño y todo. Menos mal que resbalé contra el bidet.

Más tarde, Greta le contó lo ocurrido. Aún lloraba.

Marvin se vendaba la rodilla, mientras intentaba calmarla y defenderse de la acusación de haber grabado un mensaje. 

Del asunto de los pies, mejor no hablar. No sabía qué decir y el sólo imaginar el episodio le producía escalofríos.

Cuando trataron de escuchar nuevamente el mensaje, no lo ubicaron. Se había borrado.

—Te juro que yo lo oí —sollozaba Greta—. Y también vi esos pies debajo de tu cama.

—Está bien. Hoy vamos a dormir juntos, ¿eh?

Al rato, trasladaron la cama de Marvin al cuarto de Greta, que era más amplio. Cerraron cuidadosamente todos los ventanales —persianas bien bajas incluidas— y dejaron encendidas las luces de la casa.

A las cuatro de la madrugada del viernes, unos timbrazos insistentes. Los dos se despabilaron enseguida, sobresalta dos como habían pasado aquellas horas sin poder dormir en paz.

Los timbrazos continuaban.

Ahora —también— golpes dados contra la puerta principal y contra las persianas de la planta baja.

¿Quién sería?

Muertos de miedo, los hermanos decidieron bajar.

—¿Quien es? —preguntaron a dúo.

Las voces de sus padres casi les provocan un desmayo de felicidad. Se abalanzaron a la puerta. Quitaron todas las trabas y—finalmente— la abrieron. Al rato, los cuatro estaban instalados en la sala, tomando un reconfortante chocolate los chicos y unas copitas de cognac Juan y Claudia, nerviosos como habían viajado.

—Adelantamos el viaje porque durante todo el día de ayer, el teléfono de aquí daba ocupado. Pedimos reparación pero —igual— no pudimos tranquilizarnos. ¡Ay, Dios!, qué susto nos llevamos al encontrar la casa como clausurada, aunque se notaba que estaban encendidas las luces. ¿Qué les pasó?

¿Contarles todo?

Después de una ligera guiñada cómplice, Greta y Marvin resolvieron que no, aliviados como se sentían en compañía de sus padres y empezando a sospechar que lo aparentemente sucedido no era otra cosa que producto de su imaginación. También, había sido la primera vez de prueba de estar solos tanto tiempo. Y tan lejos.

Únicamente les dijeron que habían oído ruidos extraños... y que por las dudas... por si algún ladrón...

—¡Mañana salimos con los kajaks! —anunció el padre— Ahora, ¡a descansar todo el mundo!

Greta fue al baño. Iba a apagar la luz para regresar a su habitación cuando el rostro de un muchacho rubio —de abundante cabellera ondulada— se le apareció fugazmente en el espejo, por detrás del suyo. La visión duró una fracción de segundo. El tiempo justo como para que la niña lograra ahogar un grito y correr a su cama. Indudablemente, las alucinaciones no habían terminado. 

—Mañana le voy a contar todo a mami. Si guardo en secreto todas estas fantasías voy a acabar viendo extraterrestres —pensó. 

Pero —por esta vez— les pidió a sus padres que le permitieran descansar con ellos, como cuando era chiquita. Un rato después, los cuatro Alcobre dormían.

Primero fue un chasquido proveniente de la cocina y que nadie oyó.

Enseguida, otro, más fuerte que el anterior: algo se estaba resquebrajando. De inmediato, un ruido como de cristales que se parten contra el piso.

Entonces sí que los cuatro se despertaron.

Se apuraron en llegar a la cocina. Todos los azulejos de una de las paredes se estaban despegando como figuritas de papel, separándose varios centímetros del cemento antes de estrellarse contra las baldosas del suelo.

En pocos instantes, esa pared quedó casi desnuda.

Los chicos se asustaron mucho —por supuesto—pero el padre opinó que se trataba de un mal pegamento... y que la dilatación de los materiales... y que ya le iba a reclamar al arquitecto que se había encargado de las refacciones.

La madre puso en marcha el ventilador de techo, para refrescar el ambiente cálido de la cocina cerrada y los invitó a otra vuelta de chocolate, mientras le ofrecía un licorcito helado a su marido.

Una pausa amable antes de regresar a la cama, después de aquel disgusto.

Así —pues— los cuatro se sentaron en torno a la mesa redonda, instalada debajo del ventilador. Charlaban acerca de lo acontecido, sin darle mayor importancia.

Un crac, seguido de otro y de otro más, les hizo elevar las miradas hacia el techo. Varias grietas se comenzaban a dibujar allí, exactamente alrededor de la parte central del ventilador que giraba normalmente.

El último crac fue la alarma de que el artefacto amenazaba desprenderse.

—¡Levántense! ¡Salgan de acá, rápido! —gritó el padre, mientras él también abandonaba su puesto a la mesa.

Los cuatro consiguieron salir de la cocina con la celeridad necesaria como para salvarse de lo que podía haber sido una catástrofe: el ventilador de techo se desprendió —girando enloquecido— y —girando aún— se desplomó sobre la mesa. Instintivamente, la madre se llevó las manos al cuello. Los demás la imitaron y tragaron saliva.

—¡Indemnización! ¡Eso es! ¡Indemnización por daños y perjuicios, eso es lo que le voy a pedir al incompetente de ese arquitecto! ¿A quién hizo instalar las cosas? ¡Podríamos haber sido degollados! ¡Es como para denunciarlo a ese inútil! —así protestaba el padre, furibundo, una vez que el nuevo accidente había pasado sin otra consecuencia que el gran susto.

—¡Mañana a la tarde lo voy a ir a buscar a su estudio de "La Resolana" y si no está, sus empleados van a hacerse responsables! ¡Qué se cree ése! ¡Cualquiera de nosotros podría haber caído degollado!

—Calma, Juan. El estudio no abre hasta mañana a las seis de la tarde. Hasta entonces, calma, por favor, ¿eh?.

Claudia trataba de serenar a su marido. A la media hora, los cuatro se retiraron a dormir siquiera un rato. ¡Qué mañana radiante la de aquel viernes! Totalmente propicia como para tranquilizar los ánimos más alterados. ¿Y el mar? Con el oleaje ideal para salir a dar vueltas con los dos kajaks.

—¡Primero yo con papi! —exclamó Greta, mientras se apresuraba a calzarse el salvavidas.

—¡Qué viva!, ¿eh? se quejó Marvin.

El padre no los dejaba salir solos. La mamá, ni soñar con que iba a encerrar medio cuerpo en esa canoa tipo esquimal y a luchar contra las olas con la única asistencia de un remo.

Así fue como Greta y su padre se lanzaron al mar, cada uno en su correspondiente kajak. Marvin decidió nadar un rato. La madre se embadurnó con bronceador y se reclinó en una reposera, de cara al sol. De tanto en tanto, controlaba que sus tres de portistas anduvieran por allí, con una mirada atenta.

Ya bastante alejados de la costa pero no tanto como para que pudiera considerarse una imprudencia, Greta y su papá disfrutaban del paseo, sobre una zona sin oleaje. Iban en fila india, a veinticinco o treinta metros de separación uno del otro.

De repente, Greta vio unos brazos que salían del agua y que se aferraban a su kajak, como si quisieran ponerlo del revés.

—¡Papi! —gritó espantada.

Los brazos que subían del mar se esforzaron y —pronto— la cabeza y del torso de un muchacho estuvieron junto a los de la niña.

La cara, hinchada, amoratada, de labios violáceos. La cabeza, rubia, de pelo abundante y ondulado. ¡El mismo muchacho que le había parecido ver la noche anterior, reflejado en el espejo del baño!

—¡Papá! ¡Socorro! —volvió a exclamar Greta, una y otra vez, antes de que esos vigorosos brazos juveniles lograran dar vuelta su kajak.

Pronto empezó a sentir que se ahogaba, atrapada como estaba en la pequeña embarcación. Sintió que la besaban. Con desesperación. Y que aquellos brazos la arrastraban hacia las profundidades, rasguñándola en el brutal intento de llevársela consigo.

El padre se deshizo de su kajak y nadó hacia el lugar a donde había visto hundirse a su hija. Logró rescatarla, después de una pelea feroz con quien —en aquellos momentos de horror— le pareció un embravecido animal marino.

Cuando llegó a la costa —con su hija a la rastra— la reanimó. Greta ya abría los ojos y volvía a respirar por sus propios medios. Fue en esos instantes cuando el papá advirtió que su mujer no se encontraba en las inmediaciones.

La reposera, la revista, los anteojos de sol, tirados en la arena. De ella, ninguna otra señal. Volvió a la casa, cargando a Greta en brazos. Nadie estaba allí.
 
Angustiadísimo, tomó el teléfono y llamó a la policía, al servicio de guardavidas de la playa cercana, al puesto sanitario... 

No había concluido aún con sus desesperadas comunicaciones, cuando una ambulancia se detuvo en la puerta de "La casa viva".

De ella bajó Claudia, llorando desconsolada. De ella bajaron una camilla en la que yacía Marvin, inerte. Tres guardavidas y dos enfermeros explicaron:

—No; el chico se ahogó después del golpe. Se ahogó porque el golpe lo desmayó. También, tamaña tabla... El impacto fue terrible... Nosotros lo sacamos con la mayor rapidez posible, pero ya no había nada que hacer... Mire qué tabla sólida, aquí está...

—¡Esa es la tabla de surf de Marvin, la que perdió el otro día! —gritó la hermana, tan sin consuelo como sus padres.

Y los tres se abrazaron y lloraron juntos, hasta casi agotar las lágrimas. Por supuesto, al día siguiente de la tragedia, los Alcobre regresaron a la ciudad.

"La casa viva" fue puesta en venta —de inmediato— y por cuarta parte del precio de lo que —en realidad—valía. Querían deshacerse de ella lo antes posible.

Aún sigue en venta, y eso que transcurrieron cuatro años de aquel desdichado suceso.

Ni siquiera logró alquilarse.

Es probable que los rumores en torno de lo ocurrido a la familia Alcobre hayan circulado con rapidez... También... Seguramente, volverá a quedar abandonada —por Juan y Claudia en esta ocasión— tal como cuando ellos la descubrieron había sido abandonada por los Padilla, por los Caride y por los Ayerza. (Claro que los padres de Greta y Marvin ignoraban ese detalle... de lo contrario...).

Acaso pasen quince o veinte años hasta que el muchacho rubio de pelo ondulado y abundante vuelva a tener otra oportunidad.

¿Otra oportunidad de qué?

De enamorarse.

De que se enamoren de él.

A las inmobiliarias de "Villa La Resolana" les interesa su negocio y — además— a ellos no les consta de que ciertos hechos hayan sucedido tal como se rumorea. Opinan que se trata de desgraciadas casualidades y que la gente suele ser muy impresionable. Por eso, se cuidan mucho de divulgar lo que cuentan algunos de los más viejos lugareños: dicen que esa casa había sido construida —a principios de siglo— por la familia Padilla. A ella pertenecía Gastón, un simpático jovencito de doce o trece años, de pelo rubio, ondulado y abundante,— el mismo que había muerto ahogado ahí nomás —frente a la casa— pocos días después de que la habían estrenado.

Su abuela —la única moradora que quiso permanecer en la residencia hasta su propia muerte, que fue de puro viejita nomás— aseguraba que el fantasma del pobrecito de su nieto preferido vagaba por allí, almita en pena a la que ella no podía dejar sola.

Varios años después, los Caride y —más adelante— los Ayerza — familias que compraron la casa sucesivamente— dijeron —al abandonarla— que en ese sitio sucedían cosas muy raras. Algunos cuentan que tanto los Caride como los Ayerza habían estado a punto de perder una de sus hijas menores —ahogadas en el mar mientras pasaban allí sus vacaciones— y que los muchachos de ambas familias —hermanos o novios— sufrieron extraños accidentes, como si el ánima se hubiera sentido celosa de ellos.

Otros —los más imaginativos y soñadores— dicen que ningún fantasma puede descansar en paz si —mientras fue un ser vivo— nunca ha estado enamorado o —lo que es, acaso, más triste— si muere cuando aún nadie se ha enamorado de él.