Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

miércoles, 1 de mayo de 2013

El Libro de la Selva - Prólogo del autor y Cuento I - Rudyard Kipling

"El libro de la selva" o "El libro de las tierras vírgenes" fue escrito por el premio nobel de literatura (1907) Rudyard Kipling. Se trata de una recopilación - o colección - de cuentos publicados entre 1893 y1894 ambientados en la selva india.
Rudyard Kipling nació en Bombay, actual Mumbai, en 1865. Me encantaría decir que era indio - nótese que adrede evito el término "hindú", un error que solemos cometer por estos lados y que denomina a quién profesa el hinduismo, no al nacido en la India - y que fue uno de los grandes escritores de dicho país pero estaría mintiendo: Rudyard Kipling defendía el colonialismo británico y, de hecho, su nacionalidad era británica. Tengamos en cuenta que la India fue colonia inglesa  hasta 1947... Estamos hablando de la India como país libre desde hace menos de 70 años... ¿Y por qué cuento o remarco esto? Porque toda persona piensa y se expresa dentro de un contexto social y político, y eso es algo que nunca debemos olvidar cuando leemos. 
Rudyard Kipling falleció en 1936 en Londres.    
"El libro de la selva" está conformado por 15 historias. Las primeras 8 relatan la vida de Mowgli y esta es, sin duda, la historia que más conocemos; de hecho, ha sido publicada por separado bajo el título "El libro de la selva" tantas veces que por lo general pensamos en este libro como la vida de un niño junto a un oso y una pantera. Muchas de esas ediciones no sólo dejan de lado 7 cuentos sino que son meras adaptaciones, versiones reducidas - versiones mancilladas bah - en una búsqueda de acercar "una historia de animales" a los niños. Sin embargo, ¿es "El libro de la selva" un libro de cuentos dirigido a los niños? Les dejo a ustedes la decisión.
No hablaré aquí de las varias adaptaciones al cine porque caemos nuevamente en reducciones, recortes y malas versiones... simplemente comenzaré con la publicación...
Iré subiendo un cuento por entrada del blog y lo haré día por medio. En esta entrada publicaré, además del primer cuento, el prólogo ya que no se trata de un simple prólogo escrito por algún docto de las letras o un historiador, sino de un pequeño prólogo escrito por el mismísimo Kipling. Y si el autor decidió incluir un prólogo en su obra, es porque debió haber considerado importante que se lo leyera como parte de ella.
Bien, ya alguna que otra vez he dedicado los cuentos o novelas que subo, esta no será una de las excepciones. "El libro de la selva" va dedicado a mi hermano menor, Agustín, por ser un libro que le leía cuando éramos chicos, claro, la versión Disney :P pero fue el libro que lo acercó a la lectura siendo pequeño :D





Prólogo del autor


Numerosas son las consultas a especialistas generosos que exige una obra como la presente, y el autor faltaría, a todas luces, al deber que le impone el modo como aquéllas han sido contestadas, si dejara aquí de hacer constar su gratitud para que tenga la mayor publicidad posible.

Debo dar gracias, en primer término, al sabio y distinguido Bahadur Shah, elefante destinado a la conducción de bagajes, que lleva el número 174 en el libro de registro oficial de la India, el cual, junto con su amable hermana Pudmini, suministró con la mayor galantería la historia de "Toomai el de los elefantes" y buena parte de la información contenida en "Los servidores de Su Majestad".

Las aventuras de Mowgli fueron recogidas, en varias épocas y lugares, de multitud de fuentes, sobre las cuales desean los interesados que se guarde el más estricto incógnito. Sin embargo, a tanta distancia, el autor se considera en libertad para dar las gracias, también, a un caballero indio de los de vieja cepa, a un apreciable habitante de las más altas lomas de Jakko, por su persuasiva aunque algo mordaz crítica de los rasgos típicos de su raza: los presbipitecos (Género de mamíferos cuadrúmanos cuya especie típica vive en Sumatra --N. del T.--), Sahi, sabio diligentísimo y hábil, miembro de una disuelta manada que vagaba por las tierras de Seeonee, y un artista conocidísimo en la mayor parte de las ferias locales de la India meridional donde atrae a toda la juventud y a cuánto hay de bello y culto en muchas aldeas, bailando, puesto el bozal, con su amo, han contribuido también a este libro con valiosísimos datos acerca de diversas gentes, maneras y costumbres. De éstos se ha usado abundantemente en las narraciones tituladas: "¡Al tigre! ¡Al tigre!", "La caza de Kaa" y "Los hermanos de Mowgli".

Deber de gratitud es igualmente para el autor el confesar que el cuento "'Rikki-tikki-tavi" es, en sus líneas generales, el mismo que le relató uno de los principales herpetólogos de la India septentrional, atrevido e independiente investigador que, resuelto "no a vivir, sino a saber", sacrificó su vida al estudio incesante de la Thanatofidia oriental. Una feliz casualidad permitió al autor, viajando a bordo del Emperatriz de la India, ser útil a uno de sus compañeros de viaje.

Quienes leyeren el cuento "La foca blanca" podrán juzgar por sí mismos si no es éste un espléndido pago a sus pobres servicios.


 Los hermanos de Mowgli

 


Desata a la noche Mang, el murciélago;
tráelas en sus alas Rann, el milano;
ya en su corral las vacas duermen,
y de los corderos duerme el rebaño;
tras las reforzadas cercas se esconden
porque hasta el alba libre vagamos.
Esta es la hora: fuerza y orgullo,
garra afilada, silencio cauto.
¡Ya el grito suena! ¡Caza abundante
para el que observa la ley que amamos!
Canción nocturna en la selva.


En las colinas de Seeonee daban las siete en aquella bochornosa tarde. Papá Lobo despertóse de su sueño diurno; se rascó, bostezó, alargó las patas, primero una y luego la otra para sacudirse la pesadez que todavía sentía en ellas. Mamá Loba continuaba echada, apoyado el grande hocico de color gris sobre sus cuatro lobatos, vacilantes y chillones, en tanto que la luna hacía brillar la entrada de la caverna donde todos ellos habitaban.

Augr! - masculló el lobo padre-. Ya es hora de ir de caza de nuevo.

Iba a lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy corpulenta y provista de espesa cola, cruzó el umbral y dijo con lastimera voz: -¡Buena suerte, jefe de los lobos, y que la de tus nobles hijos no sea peor! ¡Que les crezcan fuertes dientes y que nunca, en este mundo, se les olvide tener hambre!

El chacal Tabaqui, el lameplatos, era quien así hablaba. Los lobos, en la India, desprecian a Tabaqui porque siempre anda metiendo cizaña de un lado para otro, sembrando chismes, comiendo desperdicios y pedazos de cuero que busca entre los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Le temen, sin embargo, aunque lo desprecian, porque Tabaqui, más que nadie en toda la selva, tiende a perder la cabeza y entonces olvida lo que es tener miedo, corre por la espesura y muerde a cuanto se le pone enfrente. Cuando Tabaqui pierde la cabeza, hasta el tigre se esconde, porque lo más deshonroso que puede ocurrirle a un animal salvaje, es la locura. Los hombres le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos la llaman dewanee (la locura) y huyen al mencionarla.

-Bueno; entra y busca -dijo papá Lobo-. Sin embargo, te advierto que aquí no hay comida.
-No para un lobo -respondió Tabaqui-, pero para un infeliz como yo, un hueso constituye un exquisito banquete. ¿Quiénes somos los Gidurg-log (el pueblo chacal) para andar escogiendo?

Y a toda prisa se dirigió al fondo de la caverna; allí encontró un hueso de gamo con algo de carne aún adherida a él y se puso a comerlo alegremente.

-Muchas, muchas gracias por tan excelente comida -dijo luego relamiéndose-. ¡Ah! ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos tan grandes tienen! ¡Y a pesar de ser tan jóvenes!... Pero esto no debiera causarme asombro, es verdad, pues basta recordar que los hijos de los reyes son ya hombres desde su nacimiento.

Es inútil decir que, como otro cualquiera, Tabaqui sabía que no hay nada tan fuera de lugar como elogiar a los niños estando ellos presentes, y que le divertía por extremo ver en situación embarazosa a mamá Loba y a papá Lobo.

Tabaqui permaneció inmóvil, gozando con el daño causado, y añadió luego, despechado:

-Shere Khan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Según me han dicho, cazará en estas colinas durante la próxima luna.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a cinco leguas de distancia.

-Ningún derecho le asiste para ello - protestó enojado papá Lobo-. De acuerdo con la ley de la selva, debe advertirlo debidamente antes de cambiar de lugar. Asustará a toda la caza en dos leguas y media a la redonda; y, en este caso, yo... yo he de trabajar el doble.
-Por algo su madre le puso por nombre Lungri (el Cojo) - musitó mamá Loba-. Es cojo de nacimiento, y por eso nunca pudo matar más que ganado. Ahora lo persiguen los campesinos de Waingunga, y se viene aquí a molestar a los nuestros. Ellos revolverán toda la selva buscándolo cuando ya esté lejos, y nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando peguen fuego a la maleza. ¡Te digo que le estaremos muy agradecidos a Shere Khan!
-¿Quieren que se lo diga? -preguntó Tabaqui.
-¡Fuera! -replicó papá Lobo, enfadado-. ¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! ¡Ya hiciste bastante daño esta noche!
-Me voy -dijo suavemente Tabaqui-. Desde aquí puede oírse a Shere Khan allá abajo, en la espesura. Pude haberme ahorrado traerles esta noticia.

Escuchó atentamente papá Lobo, y allá, en el valle que descendía hasta el río, oyó el seco, colérico, pérfido lamento que canturrea el tigre cuando no ha podido apoderarse ni de una sola pieza, y poco le importa que la selva toda se entere de ello.

-¡lmbécil! -exclamó papá Lobo. ¡Vaya una manera de empezar el trabajo metiendo semejante ruido! ¿Creerá acaso que nuestros gamos son como sus cebados bueyes de Waingunga?
-¡Chito! No son bueyes ni gamos lo que caza esta noche - respondió mamá Loba-. Lo que hoy busca es al Hombre.

El plañidero grito se había convertido ya en algo como un zumbante ronquido que parecía llegar de todo el ámbito de la comarca. Era aquel rumor especial que turba a los leñadores y a toda la gente errante que duerme al raso, y que a veces los hace correr tan desatinados que se arrojan en las mismas fauces del tigre.

-¡Al hombre!... -dijo papá Lobo mostrando la doble hilera de blanquísimos dientes. ¡Jaug! ¿No hay acaso suficientes escarabajos y ranas en los pozos, para que ahora se le ocurra comer carne humana. ¡Y de añadidura en terreno nuestro!

La ley de la selva -que nunca ordena algo sin tener motivo para ello- prohíbe a toda fiera que coma Hombre, excepto en el caso de que ésta mate para enseñar a sus pequeñuelos a matar; pero, aun en este caso, es necesario que cace fuera del cazadero de su manada o tribu. La verdadera causa de esta disposición, es que toda humana matanza trae consigo, tarde o temprano, a los hombres blancos montados en elefantes y armados de fusiles, acompañados de algunos centenares de hombres de color con batintines, cohetes y antorchas. Y entonces a todo el mundo en la selva le toca sufrir. En cuanto a la razón que entre sí se dan las fieras, es que alegan que el Hombre es el más débil e indefenso de todos los seres vivientes, y que no es digno de un cazador poner la mano sobre él. Alegan también -y es cierto- que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

El ronquido se hizo más intenso y finalmente terminó con el ¡Aaar! que lanza el tigre a plena voz en el momento de atacar.

Se oyó entonces un aullido -impropio de un tigre-, lanzado por Shere Khan.

-Erró el golpe -dijo mamá Loba-. ¿Qué sucede?

Salió papá Lobo y corrió la distancia de unos cuantos pasos, y oyó a Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, en tanto se revolcaba en la maleza.

-A ese necio se le ocurrió nada menos que saltar por encima del fuego encendido por unos leñadores, y se le quemaron las patas -dijo papá Lobo, con mal humor, gruñendo-. Tabaqui está allí, con él.
-Alguien sube por la colina -observó mamá Loba enderezando una oreja. Prepárate.

Crujieron levemente las hierbas en la espesura; papá Lobo se agachó, pronto a dar el salto, con los cuartos traseros junto a la tierra. De haber estado allí en acecho, hubieran podido ver ustedes la cosa más maravillosa del mundo: en el preciso momento de estar saltando, se detuvo el lobo.

Brincó antes de haber visto contra qué se lanzaba, y, repentinamente, trató de detenerse. El resultado fue que salió disparado hacia arriba, verticalmente, hasta un metro o metro y medio de altura, y luego cayó de nuevo en el mismo lugar.

-¡Un hombre! -exclamó disgustado - Un cachorro humano. ¡Mira!

Frente a él, apoyado en una rama baja, se erguía, enteramente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: una cosa, la más simpática y pequeña, la más fina y gordinflona que jamás se había presentado de noche ante la caverna de un lobo. Miró a éste cara a cara y se rió.

-¿Es eso un cachorro de hombre? -dijo mamá Loba-. Nunca vi ninguno. Tráelo.

Un lobo, si es preciso, puede llevar un huevo en el hocico sin romperlo, pues está acostumbrado a mover de un lado al otro a sus propios pequeñuelos; de esta manera, aunque se juntaron las quijadas de papá Lobo sobre la espalda del niño, ni un solo diente le arañó la piel, la que apareció intacta al colocarlo aquel entre los lobatos.

-¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y... ¡qué atrevido! -dijo dulcemente mamá Loba. El niño se abría paso entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel-. ¡Vaya! Ahora come con los demás. De manera que éste es un cachorro de hombre, ¿eh? ¡A ver si hubo nunca un lobo que pudiera jactarse de contar con uno que estuviera entre sus hijos!...
-De eso oí hablar algunas veces, pero nunca respecto de nuestra manada o que hubiera ocurrido en mis tiempos -contestó papá Lobo-. Carece completamente de pelo y bastaría que yo lo tocara con el pie para matarlo. Pero, mira: nos ve y ni siquiera tiene miedo.

De pronto, el resplandor de la luna que penetraba por la boca de la caverna quedó interceptado por la enorme cabeza cuadrada y por una parte del pecho de Shere Khan que se asomaba a la entrada. Tabaqui, detrés de él, le decía con voz chillona:

-¡Señor, señor, se metió aquí!
-Shere Khan nos honra por extremo con su visita -dijo papá Lobo, pero sus iracundos ojos desmentían sus palabras-. ¿Qué desea Shere Khan?
-Mi presa. Un cachorro humano pasó por aquí. Sus padres huyeron. Dámelo.

Como dijo papá Lobo, Shere Khan había saltado por encima de un fuego encendido por los leñadores, y se sentía furioso por el dolor de las quemaduras que tenía en las patas. Sin embargo, papá Lobo sabía muy bien que la boca de la caverna era suficientemente estrecha como para que no pudiera pasar por ella el tigre. Aun en el sitio donde se encontraba Shere Khan, tenía que encoger penosamente sus patas y la parte superior de su pecho, como le sucedería a un hombre que intentara pelear con otro dentro de una cuba.

-Los lobos son un pueblo libre -le respondió papá Lobo-. Sólo obedecen las órdenes del jefe de su manada y no las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro... para matarlo, si nos place.
-¡Si nos place! ¡Si nos place! ¿Qué significa eso de si nos place o no? ¡Por el toro que maté! ¡Es cosa de preguntarse hasta cuándo debo estar oliendo esta perruna guarida, para que se me entregue lo que en justicia se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que les habla!

Por todos los rincones de la caverna resonó el rugido del tigre. Separándose de los lobatos mamá Loba se adelantó, fijando sus ojos en los ojos llameantes de Shere Khan; y los ojos de la loba parecían dos verdes lunas brillando en la oscuridad.

-Y yo soy Raksha (el demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se lo matará. Vivirá y correrá junto con nuestra manada y cazará con ella; y, finalmente, y atienda bien vuesa merced, señor cazador de desnudos cachorrillos.., devorador de ranas... matador de pocos..., finalmente, él será quien, a su vez, lo cace a usted. Así que, ahora, ¡lárguese!, o por el sambhur que maté -pues yo no como ganado hambriento-, le aseguro, fiera chamuscada de las selvas, que volverá vuesa merced al regazo de su madre más coja aún que al venir al mundo. ¡Lárguese!

Papá Lobo la miró con aire estupefacto... Ya casi había olvidado aquellos tiempos en que ganó a mamá Loba en fiero combate con cinco lobos, cuando ella tomaba parte en las correrías de la manada; llamarla Demonio no era un mero cumplido.

Quizás Shere Khan hubiera desafiado a papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba; sabía que, en el lugar en que se encontraban, todas las ventajas eran para ella y lucharía hasta morir. Se retiró, pues, rezongando, de la boca de la caverna, y, cuando se vio libre, gritó:

-¡Cada perro ladra en su cubil! Veremos qué dice la manada acerca de eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y finalmente vendrá a parar a mis dientes! ¡Rabiosos! ¡ Ladrones!

Jadeante se echó de nuevo mamá Loba entre sus lobatos, y papá Lobo díjole gravemente:

-Mucho hay de verdad en lo que dijo Shere Khan. Es necesario enseñar el cachorro a la manada. ¿Persistes en guardártelo, mamá?
-¡Guardarlo! -respondió ella suspirando-. Desnudo vino, de noche, hambriento y solo, y, con todo, no tenía miedo. Mira: ya echó a un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo quería matarlo y escaparse después al Waingunga, en tanto que los campesinos, en venganza, vendrían aquí al ojeo en nuestros cubiles! ¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Vendrá el tiempo, Mowgli -porque en adelante llamaré a vuesa merced Mowgli, la rana- en que no sea usted el cazado por Shere Khan, sino quien lo cace a él.
-Pero, ¿qué dirá nuestra manada? -dijo papá Lobo.
La ley de la selva ordena terminantemente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada a la que pertenece; pero también que, tan pronto como los cachorros tengan edad suficiente para sostenerse en pie, deberá llevarlos al Consejo de la manada con el fin de que los otros lobos puedan identificarlos; el Consejo se celebra una vez al mes, al resplandor de la luna llena. Después de la inspección, quedan en libertad los lobatos para correr por donde les plazca; y hasta que no hayan matado al primer gamo, no se admite ninguna excusa en favor del lobo de la manada que sea ya mayor y mate a alguno de los lobatos. Al asesino se le impone como castigo la pena de muerte, donde pueda encontrársele. Si se piensa durante un momento sobre esto, se verá que es realmente lo justo.

Papá Lobo esperó hasta que sus cachorros pudieran corretear un poco, y luego, la noche de la reunión de toda la manada, los cogió, junto con Mowgli y con mamá Loba, y llevó a todos a la Peña del Consejo, que era una cima cubierta de piedras y guijarros en donde podían ocultarse un centenar de lobos.

Echado cuan largo era sobre su peña, estaba Akela, el enorme y gris Lobo Solitario que había llegado a ser jefe de la manada gracias a su fuerza y habilidad. Más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos tamaños y colores: había veteranos de color de tejón que podían enfrentarse a solas con un gamo, y había también lobos de tres años de edad que sólo presumían que habían de poder. Desde hacía un año, el Lobo Solitario los guiaba a todos. Allá en su juventud había caído dos veces en una trampa; en otra ocasión había sido apaleado hasta darlo por muerto. Sabía muy bien, pues, los usos y costumbres de los hombres.

Se habló muy poco en la reunión de la Peña. Caían y tropezaban unos contra otros los lobatos en el centro del círculo donde se sentaban sus respectivos padres y madres. De cuando en cuando, un lobo anciano se dirigía en silencio hacia uno de los cachorros, lo miraba atentamente y se volvía a su sitio sin producir el menor ruido. De pronto, una madre empujaba a su lobato hacia la luz de la luna para estar segura de que no había pasado inadvertido. Akela, desde su peña, gritaba:

-Ya saben lo que dice la ley; ya lo saben. ¡Miren bien, lobos!

Y las madres, ansiosas, repetían:

-¡Miren! ¡Miren bien, lobos!

Al cabo, llegó el momento -y a mamá Loba se le erizaron todos los pelos del cuello- en que papá Lobo empujó a "Mowgli, la rana", como lo llamaban, hacia el centro. Mowgli se sentó allí, riendo y jugando con algunos guijarros a los que hacía brillar la luz de la luna.

Sin levantar la cabeza, que hacía descansar sobre sus patas, Akela continuaba profiriendo su monótono grito:

-¡Miren bien!

Se elevó un sordo rugido detrás de las rocas. Era la voz de Shere Khan que gritaba a su vez:

-Ese cachorro es mío; debéis dármelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Akela ni siquiera movió las orejas. Se limitó a decir:

-¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan al Pueblo Libre los mandatos de cualquiera que no sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!

Se elevó un coro de gruñidos. Un lobo joven, de unos cuatro años, recogió la pregunta de Shere Khan, y se dirigió de nuevo a Akela:

-¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Ahora bien: la ley de la selva ordena que, en caso de ponerse en tela de juicio el derecho que un cachorro tiene a ser admitido por la manada, deberán defenderlo, por lo menos, dos miembros de ésta, que no sean su padre o su madre.

-¿Quién alza la voz en favor de este cachorro? -interrogó Akela-. ¿Quién, de los que pertenecen al Pueblo Libre, habla en favor suyo?

Nadie respondía, y mamá Loba se preparó para lo que ya sabía ella que sería su última pelea, si era preciso llegar al terreno de la lucha.

Pero entonces, Baloo, único animal de otra especie a quien se le permite tomar parte en el Consejo de la manada; Baloo, el soñoliento oso pardo que alecciona a los lobatos la ley de la selva; el viejo Baloo, que va y viene por donde quiere porque su alimento se compone sólo de nueces, raíces y miel, se levantó en dos patas y gruño:

-¿El cachorro humano?... ¡Yo hablo en favor del cachorro! No puede hacernos ningún mal. No soy elocuente, pero digo la verdad. Que corra con la manada y que se le cuente como uno de tantos. Yo seré su maestro.
-Ahora necesitamos que hable otro en su favor -dijo Akela-. Ya habló Baloo, el cual es maestro de nuestros lobatos. ¿Quién quiere hablar además de él?

Se movió hacia el círculo una sombra negra. Era Bagheera, la pantera, toda ella de un color negro de tinta, pero ostentaba marcas en su piel, propias de su especie, las cuales, según como incidiera en ellas la luz, parecían las aguas de ciertas telas de seda. Todo el mundo conocía a Bagheera; nadie osaba atravesarse en su camino, porque era tan astuta como Tabaqui, tan audaz como el búfalo salvaje y tan sin freno como un elefante herido. Con todo, su voz era suave como la miel silvestre que se desprende gota a gota de un árbol y su piel era más fina que el plumón.

-¡Akela -dijo en un susurro-, y ustedes, Pueblo Libre! Yo no tengo derecho, cierto, de mezclarme en esta asamblea. Mas la ley de la selva dice que si alguna duda surge, que no esté relacionada con alguna muerte, respecto a un nuevo cachorro, la vida de éste puede comprarse por un precio estipulado. La ley, por último, no dice quién puede o quién no puede pagar ese precio. ¿Es cierto lo que digo?
-¡Muy bien! ¡Muy bien! -dijeron a coro los lobos más jóvenes, hambrientos siempre-. ¡Que hable Bagheera! El cachorro puede comprarse mediante un precio estipulado. Así lo dice la ley.
-Como sé que no me asiste el derecho de hablar aquí, pido el permiso de ustedes para hacerlo.
-¡Bueno! ¡Habla! -gritaron a la vez veinte voces.
-Es una vergüenza matar a un cachorro desnudo. Por lo demás, puede ser muy útil para ustedes en la caza, cuando sea mayor. Ya Baloo habló en su defensa. Pues bien: a lo que él dijo, añadiré yo la oferta de un toro cebado, acabado de matar a poca distancia de aquí, si aceptan al cachorro humano de acuerdo con lo que dice la ley. ¿Hay algo qué objetar?

Elevóse un clamor de docenas de voces que decían:

-¡Qué importa! Ya morirá cuando lleguen las lluvias del invierno; ya le abrasarán vivo los rayos del sol. Una rana desnuda como ésta, ¿en qué puede perjudicarnos? Dejémoslo que se junte a la manada. ¿Dónde está el toro, Bagheera? ¡Aceptémoslo!.

Y se escuchó entonces el profundo ladrido de Akela que advertía:

-¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!

Estaba Mowgli tan entretenido jugando con los guijarros, que no observó que aquéllos se le acercaban uno a uno y lo miraban atentamente.

Descendieron al cabo todos de la colina en busca del toro muerto, exceptuando sólo a Akela, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli.

Entre las sombras de la noche, rugía aún Shere Khan, furioso por no haber logrado que le entregaran a Mowgli.

Ea! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! -díjole Bagheera en sus propias barbas-, O yo no conozco nada a los hombres, o llegará el día en que esa cosa que está allí tan desnuda loe hará a vuesa merced rugir en muy distinto tono.
-Hicimos bien -observó Akela-. Los hombres y sus cachorros saben mucho. Con el tiempo, podrá ayudarnos.
-Ciertamente... Puede ser nuestro apoyo, en caso necesario, porque nadie debe forjarse la ilusión de ser siempre director de la manada -respondió Bagheera.

Akela permaneció mudo... Pensaba en aquel tiempo que fatalmente llega para todo jefe de manada, cuando sus fuerzas lo abandonan, cuando se siente más débil cada día, hasta que, al fin, los otros lobos lo matan y viene un nuevo jefe a ocupar su puesto... para que a su vez lo maten también, cuando le llegue el turno.

-Llévatelo -le dijo a papá Lobo y adiéstralo en todo aquello que debe saber quien pertenece al Pueblo Libre.

Así fue como Mowgli entró a formar parte de la manada de lobos de Seeonee, y el rescate por su vida fue un toro, y Baloo fue su defensor.

Ahora debemos contentarnos con saltar diez u once años y con adivinar la maravillosa vida que Mowgli llevó entre los lobos; si tuviéramos que escribirla, sólo Dios sabe los libros que llenaría.

Creció junto con los lobatos, aunque, por supuesto, antes de que él hubiera salido de la primera infancia, ellos ya eran lobos hechos y derechos. Papá Lobo le enseñó su oficio y el significado de todo lo que en la selva había, hasta que cada ruido bajo la hierba, cada tibio soplo del vientecillo de la noche, cada nota lanzada por el búho sobre su cabeza, cada rumor que producen los murciélagos al arañar cuando descansan durante un momento en un árbol, y cada ruidillo que causa el pez al saltar en una balsa significaron para él tanto como significa el trabajo en la oficina para el hombre de negocios. Cuando no estaba aprendiendo algo, se sentaba a tomar el sol o dormía; luego, a comer y a dormir de nuevo. Cuando sentía necesidad de lavarse o le molestaba el calor, íbase a nadar en las lagunas del bosque. Finalmente, cuando necesitaba miel -pues Baloo le había dicho que la miel con nueces era una comida tan delicada como la carne cruda-, trepaba a los árboles para buscarla, y esto último se lo enseñó Bagheera.

Tendíase la pantera sobre una rama y lo llamaba diciendo:

-Sube acá, hermanito.

Al principio, Mowgli se agarraba torpemente, como el animal llamado perezoso; pero ya después saltaba entre las ramas, de la una a la otra, con toda la maestría de un mono gris. Ocupó asimismo su lugar en el Consejo de la Peña al reunirse con la manada, y allí descubrió que, mirando fijamente a un lobo, lo obligaba a bajar los ojos. y esto fue motivo para que lo hiciera a menudo por mera diversión. En otras ocasiones arrancaba de la piel de sus amigos las largas espinas que se les habían clavado en ella, pues los lobos sufren muchísimo con las espinas y cardos que se les quedan entre las lanas. También, en plena noche, descendía por la ladera de la colina y se llegaba hasta las tierras de cultivo y miraba curiosamente a los campesinos en sus chozas.

Desconfiaba de ellos, sin embargo, pues Bagheera le había señalado una caja cuadrada con puerta que se hundía al pisarla, colocada con tanta habilidad entre la maleza, que casi cayó él dentro.

Bagheera le dijo que era una trampa.

Pero nada fue tan de su gusto como perderse con la pantera en las tibias profundidades del bosque, dormir durante todo el pesado día y contemplar por la noche cómo Bagheera se entregaba a la caza. Mataba ella sin discreción ni miramiento, según su apetito, y lo mismo Mowgli, con una sola excepción: en cuanto tuvo edad suficiente para comprender las cosas, Bagheera le enseñó que se abstuviera de matar ninguna cabeza de ganado porque la propia vida de él había sido rescatada mediante la entrega de un toro.

-Cuanto hay en la selva es tuyo -le dijo Bagheera- puedes matar todo lo que tus fuerzas te permitan. Pero, en memoria del toro que sirvió para salvar tu vida, no pondrás nunca la mano en res alguna, ni siquiera para comerla, sea joven o vieja. La ley de la selva prescribe esto.

Mowgli obedeció estrictamente lo que se le ordenaba.

Y creció, creció tan robusto como es forzoso que crezca un niño que no tiene que preocuparse por estudiar las lecciones que aprende por modo natural, y para quien no existen más cuidados que el de conseguir la comida.

Una o dos veces lo intimó mamá Loba que desconfiara de Shere Khan, y asimismo le dijo que tendría que matarlo un día u otro. Pero, aunque un lobato hubiera recordado este consejo a cada momento, Mowgli lo olvidó por completo, como niño que era, por más que él mismo, indudablemente, se hubiera calificado a sí mismo de lobo si hubiera sido capaz de hablar en alguna lengua de las que usan los hombres.

Shere Khan salíale continuamente al paso, porque como Akela se hacía ya viejo y cada día disminuían sus fuerzas, el tigre cojo había llegado a tener estrecha amistad con los lobos más jóvenes de la manada que lo seguían para recoger sus sobras. Nunca hubiera tolerado esto Akela, de haberse atrevido a ejercer su autoridad llevándola al extremo.

En estas ocasiones los halagaba Shere Khan mostrándose sorprendido de que tales cazadores, tan jóvenes y excelentes, se dejaran guiar por un lobo que ya estaba medio muerto y por un cachorro humano.

-Me dicen -afirmábales Shere Khan- que no se atreve nadie de ustedes a mirar en los ojos al hombrecito cuando se reúnen en consejo.

Y los lobos le contestaban gruñendo, erizado el pelo.

Algo de esto llegó a oídos de Bagheera, que parecía estar en todas partes viéndolo y oyéndolo todo, y en más de una ocasión le explicó a Mowgli en pocas palabras que Shere Khan lo mataría algún día. A esto respondía Mowgli, riéndose:

-Cuento con la manada y contigo. E inclusoe Baloo, con toda su pereza, no dejaría de dar algunos golpes en mi defensa. ¿Por qué inquietarme, pues?

Un día en que el calor era excesivo, se le ocurrió una idea a Bagheera, idea nacida de algo que había oído. Probablemente debía la noticia a Ikki, el puerco espín. Ello fue que le dijo a Mowgli, cuando se encontraban ambos en lo más profundo de la selva, y en tanto que el muchacho reclinaba la cabeza sobre la hermosa y negra piel de Bagheera:

-¿Cuántas veces te he dicho, hermanito, que Shere Khan es enemigo tuyo?
-Tantas veces cuantos frutos tiene esa palmera -respondió Mowgli que, por supuesto, no sabía contar-. ¡Bueno! ¿Y qué? Tengo sueño, Bagheera, y Shere Khan no tiene sino mucha cola y muchas palabras... como Mao, el pavo real.
-No es hora de dormir. Baloo sabe que es verdad; lo sabe toda la manada, y hasta los infelices y simplícisimos ciervos lo saben. Además, a ti mismo te lo ha dicho Tabaqui.
-¡Oh! -respondió Mowgli-. El otro día llegóse a mí con impertinencias de que yo era un desnudo cachorro de hombre y que no servía ni para desenterrar raíces. Pero lo cogí de la cola y le di contra una palmera dos veces para enseñarle a tener mejores modales.
-¡Vaya tontería! Aunque Tabaqui es un chismoso, te hubiera dicho algo que te interesa mucho. ¡Abre esos ojos, hermanito! Shere Khan no se atreve a matarte en la selva; acuérdate, sin embargo, de que Akela es ya muy viejo, y que no tardará en llegar el día en que le será imposible cazar un solo gamo. Ese día dejará de ser jefe. Son ya viejos también muchos de los lobos que te admitieron, y los jóvenes creen, porque así fuiste presentado al consejo, y se lo enseñó Shere Khan, que un cachorro humano no tiene derecho a estar en la manada. En poco tiempo serás ya un hombre.
-¿Qué es, pues, un hombre, para que no pueda juntarse con sus hermanos? -dijo Mowgli-. Nací en la selva; he obedecido su ley, y no hay un solo lobo entre los nuestros de cuyas patas no haya yo arrancado alguna espina. ¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

Se tendió Bagheera cuan larga era, y, con los ojos entrecerrados, dijo:

-Toca aquí, hermanito, bajo mi quijada.

Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y, precisamente debajo de la sedosa barbilla de Bagheera, donde los enormes y movibles músculos quedaban ocultos por el luciente pelo, encontró un espacio raído.

-Nadie, en toda la extensión de la selva sabe que yo, Bagheera, tengo esta marca, la marca que deja el collar. Y, con todo, hermanito, yo nací entre los hombres, y entre ellos murió mi madre... en las jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Tal fue el motivo que me impulsó a pagar por ti el precio convenido en el consejo cuando no eras más que un desnudo cachorrillo. Sí; también yo nací entre los hombres. Desconocía yo la selva. Me alimentaban en artesas de hierro tras los barrotes de la jaula, hasta que una noche despertó dentro de mi ser el sentimiento de que yo era Bagheera, la pantera, y no un juguete para la diversión de los hombres, y entonces, de un zarpazo, rompí la estúpida cerradura y escapé. Y precisamente porque aprendí las costumbres de los hombres, infundí en la selva más terror que Shere Khan. ¿No es cierto?
-Así es -dijo Mowgli-. Todos en la selva temen a Bagheera... todos, excepto Mowgli.
-¡Oh!... Tú eres un cachorro humano -dijo con gran ternura la pantera negra-, y de la misma manera que yo volví a mi selva, así tú deberás volver, finalmente, a donde están los hombres.., los hombres que son tus hermanos. Pero esto, si no te matan antes en el Consejo.
-¿Por qué ha de querer alguien matarme? ¿Por qué? -dijo Mowgli.
-¡Mírame! -contestó Bagheera.

Mowgli la miró fijamente en los ojos. Al cabo de algunos momentos, la enorme pantera volvió la cabeza.

-Por esto -dijo cambiando de posición una de sus patas, que colocó sobre un lecho de hojas-. Aun para mí es imposible mirarte a los ojos, a pesar de que yo nací entre los hombres y de que te quiero, hermanito. Pero los otros te odian porque no pueden resistir el choque de tu mirada; porque eres sabio; porque en muchas ocasiones arrancaste espinas de sus patas... ¡ Porque eres un hombre!
-Ignoraba todo eso -respondió rudamente Mowgli, y arrugó las negras y pobladas cejas.
-¿Cuál es la ley de la selva? Esta: pega primero y avisa después. Conocen que eres un hombre hasta por el descuido con que te conduces. Pero sé prudente. El corazón me avisa que en cuanto Akela no pueda cobrar el primer gamo sobre el que se arroje (y cada día es más difícil para él apoderarse de los gamos que persigue), la manada se pondrá en contra de él y de ti. Tendrá lugar un consejo de la selva en la Peña, y entonces.., y entonces... ¡Ya tengo una idea! -prosiguió Bagheera levantándose de un salto-. Dirígete de inmediato a las chozas de los hombres, allá en el valle y coge una parte de la Flor Roja que allí cultivan; con esto podrás contar en el momento oportuno con un apoyo más fuerte que yo, o que Baloo, o que el de los que bien te quieren en la manada. ¡Anda! ¡Ve a buscar la Flor Roja!

Con la expresión "Flor Roja", Bagheera quería significar el fuego; pero así hablaba porque en toda la selva no hay ser viviente que desee llamar el fuego por su nombre. Un miedo mortal se apodera de todas las fieras ante él, y para describir lo que tal pavor les causa inventan cien modos distintos.

-¿La Flor Roja? -dijo Mowgli-. Es la que crece fuera de las chozas en la hora del crepúsculo. Me apoderaré de ella.
-Así es como deben hablar los cachorros de los hombres -dijo Bagheera con orgullo-. Deberás recordar que esa flor crece en unas macetas pequeñas. Arrebata una y guárdala para cuando llegue la hora en que podrás necesitarla.
-¡Bueno! -respondió Mowgli-. Voy allá. -Le deslizó un brazo en torno del espléndido cuello y la miró profundamente en los grandes ojos, y continuó-: Pero, ¿estás segura, ¡Bagheera mía!, de que todo esto es obra de Shere Khan?
-Por la cerradura que me dio la libertad, te aseguro que sí, hermanito.
-Pues si así es, ¡por el toro que sirvió como rescate de mi vida!, te prometo que saldaré mis cuentas con Shere Khan, y hasta es posible que le pague inclusive algo más de lo que le debo.

Y al decir esto, salió rápidamente.

-Este es un hombre.., todo un hombre -se dijo Bagheera, tendiéndose de nuevo en el suelo-. ¡Ah, Shere Khan! ¡Nunca emprendiste más funesta cacería que la de esta rana, diez años atrás!

Mowgli se alejó por el interior del bosque a todo correr, y sentía como si el corazón le ardiera en el pecho.

A la hora en que empezaba a elevarse la niebla vespertina, llegó a la cueva; se detuvo para tomar aliento y miró hacia el fondo del valle. Los lobatos estaban ausentes. pero mamá Loba, desde la profundidad de la caverna, conoció que algo le pasaba a su rana, por el modo de respirar de ésta.

-¿Qué sucede, hijo? -preguntó.
-Habladurías propias de murciélagos, de ese Shere Khan -le respondió Mowgli-. Esta noche cazo en terreno labrantío.

Hundióse luego entre los arbustos y se dirigió al sitio por donde corrían las aguas en el fondo del vaIle. Oyó los salvajes alaridos de la cacería en que se hallaba la manada, y se detuvo: el mugido del sambhur perseguido; el resoplar del gamo cuando se ve acorralado.

Resonó entonces el coro de perversos e insultantes aullidos de los lobos más jóvenes:

-¡Akela! ¡Akela! ¡Que el Lobo Solitario muestre su fuerza! ¡Paso al jefe de la manada! ¡Salta, Akela!

Debió saltar el Lobo Solitario, marrando el golpe, porque Mowgli oyó el chasquido de los dientes y luego una especie de ladrido cuando el sambhur lo hizo rodar al suelo al empujarlo con las patas delanteras.

No quiso esperar más para ver lo que sucedía. Siguió adelante y los gritos se oyeron cada vez más débiles a medida que se alejaba en dirección de las tierras de labor, donde vivían los campesinos.

-Bagheera tenía razón -se dijo, jadeando fuertemente en tanto se arrellanaba sobre unos forrajes que encontró bajo la ventana de la choza-, Mañana será un día muy importante para Akela y para mi.

Pegando luego la cara a la ventana, miró el fuego que ardía en el suelo. Durante la noche vio a la mujer del labriego levantarse y arrojar sobre las llamas unos trozos de algo negro. Y por la mañana, cuando aún estaba todo envuelto en blanca y fría neblina, vio a un pequeño, hijo del campesino, coger algo como una maceta de mimbres, enjalbegada por dentro con tierra, llenarla de enrojecidas brasas, colocarla bajo una manta y salir para cuidar las vacas en el establo.

-¿Es esto todo? -dijo Mowgli-. Si un cachorro como ése puede hacerlo, entonces nada debo temer.

Dobló la esquina de la casa, corrió hacia el muchacho, le arrebató aquella como maceta y desapareció con ella entre la niebla en tanto que el chico chillaba, atemorizado.

Se parecen mucho a mí -dijo Mowgli soplando en la maceta, pues así había visto que la mujer hacía-. Esto se me morirá si no lo alimento añadió. Y púsose a arrojar ramitas de árbol y cortezas secas sobre aquella materia de un color rojo tan vivo.

A mitad de la colina se encontró con Bagheera, cuya piel, por el rocío matinal, parecía salpicada de piedras preciosas.

-Akela erró el golpe -dijo la pantera-. A no ser porque te necesitaban también a ti, lo hubieran matado anoche. Fueron en busca tuya a la colina.
-Yo andaba por las tierras de labor. Estoy listo. ¡Mira!

Y Mowgli le mostró aquella especie de maceta llena de fuego.

-¡Bueno! Falta aún otra cosa. Yo he visto a los hombres arrojar una rama seca sobre esto, y al poco rato se abría la Flor Roja al extremo de la rama. ¿No tienes miedo de hacer lo mismo?
-No. ¿Por qué he de tener miedo? Recuerdo ahora (si no es esto un sueño) que, antes de ser lobo me acosté junto a la Flor Roja, y la sentía caliente y agradable.

Todo aquel día lo pasó Mowgli en la caverna cuidando su maceta y echando dentro de ella ramas secas para ver el efecto que producían después. Halló una rama a su gusto. Al anochecer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y le dijo muy rudamente que lo necesitaban en el Consejo de la Peña, se estuvo riendo hasta que Tabaqui echó a correr. Se dirigió entonces al Consejo, pero riendo aún.

Junto a la roca, como signo de que la jefatura de la manada se hallaba vacante, estaba echado Akela, el Lobo Solitario. Shere Khan, con su cohorte de lobos ahítos de sus sobras, paseaba de un lado a otro con aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba echada junto a Mowgli; éste tenía, entre sus piernas, la maceta del fuego.

Cuando estuvieron todos reunidos. Shere Khan empezó a hablar, cosa que jamás hubiera osado hacer en los buenos tiempos de Akela.

-No tiene derecho a hablar -murmuró Bagheera-. Díselo. Es de casta de perro; verás cómo se atemoriza.

Mowgli se puso en pie.

-¡Pueblo Libre! -gritó--. ¿Dirige acaso la manada Shere Khan? ¿Qué tiene que ver un tigre con nuestra jefatura?
-Al ver que el puesto estaba vacante y como se me suplicó que hablara... -empezó a decir Shere Khan.
-¿Quién lo ha suplicado? ¿Es que nos hemos convertido todos en chacales para adular a este carnicero, matador de reses? La jefatura de la manada pertenece en exclusiva a miembros de la manada misma.

Dejáronse oír feroces aullidos que significaban:

-¡Silencio, cachorro de hombre!
-¡Que hable! Observó fielmente nuestra ley.

Al fin, los ancianos de la manada Gritaron con voz tonante:

-¡Dejad que hable el Lobo Muerto!

Cuando un jefe de la manada yerra el golpe en la caza y no mata a la pieza que perseguía, recibe el nombre de Lobo Muerto durante el resto de su vida, que ya no es muy larga, por regla general.

Akela levantó la cabeza con aire de fatiga, porque en ella había ya impreso su sello la vejez.

-¡Pueblo Libre, y vosotros también, chacales de Shere Khan! -dijo-. Os dirigí en la caza durante doce estaciones, y siempre os volví de ella sin que ninguno cayera en una trampa o quedara inutilizado. Ahora erré el golpe. Sabéis bien que me hicisteis atacar a un gamo que no había sido corrido previamente para que así resaltara más vivamente mi debilidad. ¡Hábiles fueron vuestros manejos! Os asiste el derecho de matarme aquí, ahora mismo, en el Consejo de la Peña. Por tanto, me limito a preguntar esto: ¿quién le quitará la vida al Lobo Solitario? Porque, según la ley de la selva, a mí me asiste también otro derecho: exigir que os acerquéis a mí uno a uno.

Se hizo entonces un prolongado silencio, porque no le parecía muy agradable a ningún lobo tener un duelo a muerte con Akela.

De pronto, Shere Khan rugió:

-¡Bah! ¿Qué nos importa lo que masculle ese viejo chocho y sin dientes? ¡Pronto morirá! Ese hombrecito es quien ya ha vivido demasiado... ¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primer día: dádmelo. Ya me cansa ese loco empeño de querer hacer de él un hombre lobo. Durante diez estaciones no hizo sino molestar a todo el mundo en la selva. O me dáis a ese hombrecito, o de lo contrario os prometo que cazaré siempre aquí y no os daré ni un solo hueso. Él es un hombre, un chiquillo de los que tienen los hombres, y yo lo odio hasta los tuétanos.

Y entonces, más de la mitad de los lobos que formaban la manada, aulló:

-¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué tiene que ver con nosotros ningún hombre? ¡Que se vaya con los suyos!
-¿Y que alce contra vosotros a toda la gente de los pueblos? ¡No! Dádmelo a mí. Es un hombre, y ninguno de nosotros puede mirarlo fijamente en los ojos.

Levantó de nuevo Akela la cabeza y dijo:

-Ha comido de lo nuestro; durmió con nosotros hasta hoy; nos proporcionó caza; nada hizo que fuera contrario a la ley de la selva...
-Además, yo pagué por él un toro cuando se lo aceptó. Vale poco un toro, pero el honor de Bagheera es algo por lo que acaso esté dispuesta a pelearse -dijo la pantera en un tono de voz que suavizó cuanto pudo.
-¡Un toro que fue pagado diez años atrás! -gruñeron entre dientes los lobos de la manada-. ¡Qué nos importan unos huesos roídos hace ya diez años!
-Decid mejor: ¿qué nos importa una promesa? -respondió Bagheera, enseñando sus blancos dientes por debajo del labio-. ¡Bien os queda el nombre de Pueblo Libre!
-No puede juntarse con el Pueblo de la selva un cachorro humano -rugió Shere Khan-. ¡Deberéis entregármelo!
-Por todo es hermano nuestro, excepto por la sangre -continuó Akela-. ¡Y quisiérais matarlo aquí! A la verdad, harto he vivido. Algunos de vosotros comen ganado; de otros oí decir que, bajo la dirección de Shere Khan, van de noche, amparados por las sombras, a robar niños a las mismas puertas de las aldeas. Deduzco de esto que sois cobardes y que hablo con cobardes. Ciertamente he de morir y mi vida carece ya de valor, mas, de tenerlo, la ofrecería en lugar de la del hombrecito. Pero prometo, por el honor de la manada (honor.. una bagatela que habéis olvidado desde que no tenéis jefe), os prometo que, si permitís que ese hombre cachorro vuelva con los suyos, no he de enseñaros los dientes cuando me llegue la hora de morir; esperaré la muerte sin resistencia. De esta manera, se ahorrarán a lo menos tres vidas. No puedo hacer mas. Si aceptáis lo que os digo, os ahorraréis la vergüenza de matar a un hermano que no ha cometido ningún delito... un hermano cuya vida fue defendida y comprada cuando se lo incorporó a nuestra manada, de acuerdo con la ley de la selva.
-¡Es un hombre.., un hombre. un hombre! -gruñeron los lobos, y la mayor parte de ellos se agruparon en torno de Shere Khan, que se azotaba los flancos con la cola.
-En tus manos queda ahora todo el asunto -dijo Bagheera a Mowgli-. No queda ya otra cosa para ti o para mí que luchar ambos contra todos.

Mowgli se puso en pie teniendo entre sus manos la maceta de fuego. Estiró los brazos y bostezó mirando a los del Consejo; pero se sentía loco de ira y de pena al ver que los lobos, actuando como lo que eran, le habían ocultado siempre el odio que sentían por él.

-¡Escúchenme! -gritó-. No existe ninguna necesidad de que estén aquí charlando como perros. Tantas veces me dijeron ya esta noche que soy un hombre -y, a la verdad, por mi gusto hubiera sido un lobo hasta el fin de mi vida-, que empiezo a comprender que están en lo cierto. Ya, en adelante, no los llamaré hermanos míos, sino sag (perros), como los llamaría un hombre. Ustedes no son quién para decir lo que harán o dejarán de hacer. Este asunto me corresponde a mí. Y para que puedan hacerse cargo más claramente de esto, yo, el hombre, traje aquí una pequeña porción de la Flor Roja que tanto los atemoriza, como perros que son.

Arrojó al suelo la maceta de fuego; algunas de las brasas prendieron en un montón de musgo seco, que ardió de inmediato, en tanto que retrocedía aterrorizado todo el Consejo al ver elevarse las llamas.

Luego, lanzó Mowgli sobre el fuego la rama que llevaba, y cuando se encendió chisporroteando, empezó a agitarla rápidamente por encima de los acobardados lobos.

-Ya no queda aquí más amo que tú -dijo Bagheera en voz baja-. Salva la vida a Akela; fue siempre tu amigo.

Akela, el serio y viejo lobo que jamás había pedido misericordia a nadie, dirigió a Mowgli una triste mirada, en tanto que éste se erguía completamente desnudo, la negra y larga cabellera caída sobre los hombros, iluminado por las llamas de la encendida rama que agitaba y hacía temblar a las sombras.

-¡Bueno! -prosiguió Mowgli mirando pausadamente en torno suyo-. Ya veo que no son sino unos perros. Los dejo, para irme con mi gente... si es que hay en el mundo semejante cosa. Desde hoy la selva será campo vedado para mí y debo olvidarme de su amistad. Pero me mostraré más generoso que ustedes, por la sola razón de que, excepto el ser hermano por la sangre, fui todo para ustedes, por esta sola razón les prometo que, cuando sea un hombre entre los hombres, no les haré traición, como ustedes me la hicieron a mi.

Golpeó el fuego con el pie y el aire se llenó de chispas.

-Ninguna guerra habrá entre nosotros -prosiguió-. Pero antes de dejarlos, he de saldar una deuda.

Y a grandes pasos se dirigió hacia donde se hallaba sentado Shere Khan sobre sus patas y parpadeando con aire confuso al mirar las llamas, lo cogió por el puñado de pelo que tenía bajo la barba. Bagheera lo siguió, en previsión de lo que pudiera suceder.

-¡De pie, perro! -gritó Mowgli-. ¡ Levántate cuando te habla un hombre, o si no, te abrasaré la piel!

Shere Khan bajó las orejas hasta aplastarlas sobre su cabeza y entornó los ojos, porque veía muy cerca de él la rama ardiendo.

-Este cazador de reses dijo que me mataría en el Consejo, porque no pudo matarme cuando yo no era sino un cachorro. Así pagamos nosotros a los perros cuando llegamos a ser hombres. ¡Si mueves uno solo de tus bigotes, Lungri, te hundo la Flor Roja en el gaznate!

Golpeó a Shere Khan en la cabeza con la rama y gimoteó el tigre con voz plañidera, agonizante de terror.

-¡Bah! ¡Lárgate ahora, chamuscado gato de la selva! Pero deberás recordar lo que digo: cuando yo vuelva al Consejo de la Peña, como es debido que todo hombre vuelva, lo haré con mi cabeza cubierta con tu piel. Por lo demás, Akela queda en libertad de seguir viviendo, del modo que mejor le cuadre. Nadie lo matará, porque no es ésa mi voluntad. Ni creo, tampoco, que estarán aquí más tiempo con la lengua colgando, como si fueran más que perros que yo arrojo de este lugar. Por tanto, ¡andando!

El extremo de la rama ardía furiosamente; Mowgli empezó a vapulear con ella, a un lado y a otro, a todos los que formaban el círculo. Echaron a correr los lobos aullando al sentir que las chispas les quemaban el pelo. Y, al cabo, no quedaron sino Akela, Bagheera, y unos diez lobos que se habían puesto del lado de Mowgli.

Y entonces sintió éste en su interior un dolor como jamás lo había experimentado, y, tomando aliento, sollozó, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

-¿Qué es esto?.. . ¿Qué es esto?... -exclamó-. No quiero abandonar la selva y no sé qué me ocurre. ¿Estoy muriéndome acaso, Bagheera?
-No, hermanito. Eso no son sino lágrimas, como las que derraman los hombres -le explicó Bagheera-. Ahora sí eres un hombre, y no sólo un cachorro humano, como antes. A la verdad, la selva se ha cerrado para ti desde hoy. Que corran, Mowgli; no son más que lágrimas.

Mowgli se sentó y lloró como si su corazón fuera a rompérsele en pedazos. Era la primera vez que lloraba.

-Ahora me iré con los hombres -dijo-; pero antes debo despedirme de mi madre.

Dicho esto, se dirigió a la cueva donde ella vivía junto con papá Lobo, y sobre su piel derramó nuevas lágrimas en tanto que los cuatro lobatos aullaban tristemente.

-¿No me olvidarán? -les preguntó Mowgli.
-Nunca, mientras podamos seguir una pista -respondieron los cachorros-. Cuando seas un hombre, llégate hasta el pie de la colina, para que hablemos contigo. Iremos también nosotros, de noche, a las tierras de cultivo y jugaremos juntos.
-¡Vuelve pronto! -dijo papá Lobo-. ¡Vuelve pronto, pequeña rana sabia, porque tu madre y yo somos ya viejos!
-¡Vuelve pronto! -repitió mamá Loba-. ¡Vuelve pronto, desnudito hijo mío! Porque... oye esto que voy a decirte...: siempre te quise más a ti, aunque seas hijo de hombre, que a mis cachorros.
-Volveré sin duda -respondió Mowgli-. Y cuando lo haga, será para extender sobre la Peña del Consejo la piel de Shere Khan. ¡No me olviden! ¡Digan a todos en la selva que ellos tampoco me olviden nunca!...

Y apuntaba el día cuando Mowgli bajó de la colina, completamente solo, para dirigirse en busca de esos seres misteriosos que se llaman hombres.



Canción de Caza de la Manada de Seeonee


Al rayar la aurora - ya el sambhur baló
¡una, dos veces, tres!
y del lago donde - va el ciervo a beber
un gamo saltó - un gamo saltó.
Yo solo, en acecho, - lo he podido ver,
¡una, dos veces, tres!
Al rayar la aurora - ya el sambhur baló
¡una, dos veces, tres!
Y atrás volvió un lobo, - volvió un lobo atrás
la nueva llevando - pronto a los demás:
de la hallada pista - nos vamos detrás.
¡Una, dos veces, tres!
Al rayar la aurora - la tribu rugió
¡una, dos veces, tres!
¡Pies que van pisando - sin huella dejar...!
¡Ojos que en la noche - ven claro al mirar...!
¡Y gritos y estruendo  y torna a escuchar...!
¡Una, dos veces, tres!


Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento II - Rudyard Kipling"

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