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lunes, 26 de noviembre de 2012

La historia del niño malo - Mark Twain

Ayer subí uno de los primeros cuentos que publicó Mark Twain allá por 1865. Hoy traigo otro cuento del mismo año. 
En la revista del diario del domingo, una columnista habitual escribió algo así como una crítica a "ser bueno", porque... ¿qué es ser bueno? ¿cuál es el concepto general que manejamos como sociedad? ¿ser calladito, no opinar, aceptar sin chistar, hacer caso...? pero... ¿es eso realmente ser bueno? No es que el artículo tenga exactamente que ver con el cuento de hoy pero me lo recordó, porque así como uno puede preguntar qué es ser bueno, podría preguntar qué es ser malo o cómo se llega a ser malo.
Sabemos que el mundo real no es tan justo como se nos enseña cuando somos niños o como pretenden transmitir algunos cuentos o la educación religiosa. Sabemos que existen los "grises", que no siempre triunfa el amor, ni la voluntad, ni la bondad... lamentablemente... Y es que el mundo real no es tan simple y lineal... Este cuento de Mark Twain usa la ironía para hablarnos sobre ello.


La historia del niño malo

Había una vez un niño malo que se llamaba Jim... aunque si prestan atención, descubrirán que los niños malos siempre se llaman James en los libros de la escuela dominical. era extraño, y sin embargo cierto, que éste se llamara Jim.

Tampoco tenía una madre enferma: una madre enferma y piadosa que padeciera tuberculosis, quien quisiera morirse para descansar, de no ser por el profundo amor que sentía por su hijo y por la angustia que le causaba no saber si el mundo sería demasiado duro e indiferente con él cuando ella ya no estuviera. La mayoría de los niños malos de los libros de la escuela dominical se llaman James, y tienen a la madre enferma, quien le enseña a decir el Padrenuestro, y le canta para que se duerma con dulce voz, y luego le da un beso de buenas noches y se arrodilla junto a su cama y llora. Con este niño no ocurría lo mismo: se llamaba Jim, y su madre no tenía ninguna enfermedad: ni tuberculosis ni nada parecido. La madre de este Jim era más bien corpulenta y fuerte, y no era piadosa, más aún tampoco se desvelaba por Jim. Ella siempre le pegaba para que se fuera a dormir, y nunca le daba un beso de buenas noches; por lo contrario, le daba una bofetada cuando ella quería que él se fuese a la cama.

Una vez este niñito robó la llave de la despensa, se metió allí, se sirvió dulce y volvió a llenar el tarro con brea para que su madre no notara la diferencia; pero de repente no se sintió abrumado por la culpa, ni oyó una voz que pareció susurrarle: "¿Está bien desobedecer a mi madre?, ¿No es un pecado lo que estoy haciendo?, ¿Adónde van los niños malos que se comen el dulce de su bondadosa madre?", y después no cayó de rodillas en soledad ni prometió no volver a hacer maldades nunca más, ni se levantó a la mañana siguiente con la conciencia tranquila y feliz, y no fue a contarle todo a su madre, ni le pidió perdón, ni ella lo bendijo con lágrimas de orgullo y mirada agradecida. No: eso es lo que sucede con todos los demás niños malos de los libros; a este Jim le ocurrió otra cosa, por extraño que parezca. Él se comió el dulce, y dijo que él era bravucón, pecaminoso y vulgar, y puso la brea, y dijo que eso también era bravucón, y se rió y dijo: "que a la vieja iba a darle un ataque" cuando se enterara; y cuando ella se enteró, él negó saber nada al respecto, y ella lo azotó con severidad, y él lloró. Todo lo referido a este muchacho era curioso: para él todo era diferente en comparación con los James malos de los libros.

Una vez se trepó al manzano del grajero Acorn para robarle las manzanas, y ninguna rama se rompió, y no se cayó ni se rompió el brazo, ni fue mordido por el gran perro del granjero, ni quedó postrado en la cama durante semanas, ni se arrepintió ni se volvió bueno. Ah no; él se robó todas las manzanas que quiso y bajó sin problemas; también estaba preparado para el perro, al que golpeó hasta cansarse con un ladrillo cuando vino a atacarlo. Todo era muy extraño: nada de todo esto sucedía nunca en esos libritos de tapas moteadas, con figuras en el interior de hombres con chaquetas de cola horquillada y sombreros de copa, y pantalones que parecen cortos, y mujeres con las cinturas de los vestidos debajo de las axilas, y sin aros. Nada parecido a los libros de la escuela dominical.

Una vez robó la navaja del maestro y, cuando tuvo miedo de ser descubierto y castigado, la dejó caer en la gorra de George Wilson: el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño modelo, el niñito bueno del pueblo, quien siempre obedecía a su madre y nunca decía mentiras, amaba estudiar y la escuela dominical. Y cuando la navaja cayó de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como si se sintiera culpable, y la angustiada maestra lo acusó de robo, y estaba a punto de castigarlo con la vara sobre los temblorosos hombros, no apareció un juez anciano e inverosímil de cabellos blancos quien, imponiéndose, dijo: "Este niño no es el culpable: ¡allí está el cobarde culpable! Yo pasaba por la puerta de la escuela durante el recreo y, sin ser visto, presencié cómo se cometía el robo". Y Jim no fue azotado, ni el venerable juez leyó al lloroso niño una homilía, ni tomó a George de la mano ni dijo que ese niño merecía ser ensalzado, ni después lo invitó a trabajar con él, para limpiar su oficina, preparar la chimenea, hacer mandados, cortar madera y estudiar leyes, y ayudar a su esposa con las tareas de la casa, y tener tiempo para jugar, ganar cuarenta centavos por mes y ser feliz. No, así habría sucedido en los libros, pero no ocurrió de ese modo con Jim. Ningún viejo juez entrometido intervino para crear problemas, así que el niño modelo George fue castigado, y Jim se alegró porque, como saben, Jim odiaba a los niños modelo. Jim dijo que "odiaba a los gallinas". Así se expresaba este niño malo y abandonado.

Pero lo más extraño que le ocurrió a Jim fue aquella vez que fue a pasear en bote un domingo, y no se ahogó, y esa otra vez en que lo sorprendió una tormenta mientras pescaba un domingo, y no lo alcanzó un rayo. Podríamos buscar y buscar, en todos los libros de escuela dominical desde ahora hasta la Navidad que viene, y nunca encontraríamos nada parecido. Oh, no; encontraríamos que todos los niños malos que salen a pasear en bote un domingo invariablemente se ahogan; y todos los niños malos a quienes sorprende una tormenta mientras están pescando un domingo, son alcanzados por un rayo. Los botes que llevan niños malos se hunden los domingos, y siempre hay tormenta cuando los niños malos salen a pescar en el día del Señor. Para mí es un misterio cómo este Jim logró escapar a semejante destino.

Este Jim tuvo una vida encantadora, así debe de haber sucedido. Nada podía lastimarlo. Incluso al elefante del bazar Jim le puso un rollo de tabaco, y el elefante no lo golpeó en la cabeza con la trompa. Buscó en el armario esencia de menta, y no bebió ácido nítrico por error. Robó la escopeta de su padre y salió a cazar en el día del Señor, y no se disparó tres o cuatro dedos de la mano. Una vez, enojado, golpeó con el puño a su hermanita en la sien, y ella no quedó postrada durante largos días de verano, ni murió con dulces palabras de perdón sobre sus labios que multiplicaran la angustia de Jim. No; la hermana se recuperó. Jim se fugó y por fin entró a la marina, y no regresó ni se encontró triste y solo en el mundo, con sus seres amados muertos y enterrados en el silencioso cementerio y la casa de su infancia, que solía estar adornada con vides, en ruinas. No, no: volvió a su casa borracho como una cuba y su primer destino fue la comisaría.

Pasaron los años y se casó, y formó una enorme familia, y una noche les rompió la crisma a todos con un hacha, y se hizo rico a través de todo tipo de engaños y pillerías; en la actualidad es el peor sinvergüenza del pueblo que lo vio nacer, y es respetado en todas partes, y forma parte de la Legislatura.

Así que ustedes ven, en los libros de la escuela dominical nunca existió un James que haya tenido semejante racha de suerte como este Jim que tuvo una vida tan encantadora.


domingo, 25 de noviembre de 2012

La célebre rana saltarina del condado Calaveras - Mark Twain

Cuando tenía 12-13 años, uno de mis libros favoritos era "Las aventuras de Huckleberry Finn" de Mark Twain. A este personaje que me era tan amado, se lo conocía por ser el mejor amigo de Tom Sawyer en "Las aventuras de Tom Sawyer", libro que leí años después y no disfruté tanto como su secuela, tal vez porque conocía la historia de Tom, Huck y Becky de memoria gracias a las adaptaciones en la TV. También adoré "El príncipe y el mendigo". Nunca leí "Un yanqui en la corte del Rey Arturo", otra de sus novelas más famosas. Pero Mark Twain no sólo escribió estas cuatro novelas. Su biografía es muy amplia.
Hace un par de años mi hermano me regaló la colección "Mark Twain: Cuentos completos". La misma recopila todos los cuentos publicados entre 1865 y 1916 (nótese que el autor falleció seis años antes). Para hoy elegí un cuento de esos, pero no lo hice al azar, elegí el primer cuento que figura en la colección: "La célebre rana saltarina del condado de Calaveras" (1865)


La célebre rana saltarina del condado Calaveras


A pedido de un amigo mío, quien me escribió una carta desde el Este, visité a Simon Wheeler, un anciano bondadoso y charlatán, y pregunté por el amigo de mi amigo, Leonidas W. Smiley, tal como me lo habían pedido. A continuación paso a relatar el resultado de dicha entrevista. Tengo la leve sospecha de que Leonidas W. Smiley es un mito; que mi amigo nunca conoció a esta persona, y que éste sólo conjeturó que si yo preguntaba por él al viejo Wheeler, le recordaría al célebre Jim Smiley y se pondría a relatar hasta el aburrimiento algún recuerdo exasperante de dicho personaje, un relato tan largo y tedioso como inútil para mí. Si ése fue el propósito, dio resultado.

Encontré a Simon Wheeler dormitando cómodamente junto a la estufa del bar de la ruinosa taberna situada en el decadente campamento minero de Ángel. El señor Wheeler era gordo y calvo, con una expresión de encantadora amabilidad y simplicidad en el rostro apacible. Se puso de pie y me dio los bueno días. Le expliqué que un amigo mío me había encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido amigo de su infancia llamado Leonidas W. Smiley: el reverendo Leonidas W. Smiley, un joven ministro del Evangelio, de quien había oído que si el señor Wheeler podía contarme algo acerca de tal reverendo Leonidas W. Smiley, le estaría muy agradecido.

Simon Wheeler me hizo retroceder hasta arrinconarme, y me cerró el paso con su silla. A continuación se sentó y comenzó a recitar el monótono relato que a continuación transcribo. En ningún momento sonrió, ni frunció el entrecejo; jamás cambió la voz desde el tono suave que imprimió a su oración inicial; no delató la más mínima sospecha de entusiasmo; sin embargo, a lo largo de la interminable narrativa, pude advertir cierta seriedad y sinceridad conmovedoras, que me demostraron claramente que, muy lejos de creer que la historia tuviera algo de ridículo o gracioso, el hombre consideraba algo verdaderamente importante, y que admiraba a sus dos héroes por ser hombres de un genio y refinamiento trascendentes. Lo dejé continuar a su modo, y no lo interrumpí ni un instante.

"El reverendo Leonidas W. mmm, reverendo Le... Bueno, hubo un sujeto que vivió aquí una vez que se llamaba Jim Smiley, en el invierno del '49... o quizá fue en la primavera del '50... no recuerdo exactamente, aunque lo que me hace pensar en uno y otro año es porque recuerdo que el gran desagüe no estaba terminado cuando él llegó al campamento. Pero bueno, era un hombre de lo más curioso, siempre apostaba a cualquier cosa que se presentara, si es que conseguía a alguien dispuesto a apostar del otro lado; y si no podía, cambiaba de bando. Pero bueno, lo que le convenía al otro hombre le convenía a él... mientras él pudiera apostar, se conformaba. Sin embargo tenía suerte, era sorprendente la suerte que tenía; casi siempre salía ganador. Siempre estaba listo y dispuesto para una oportunidad; no existía nada a lo que el hombre no ofreciera apostar y tomar cualquiera de los bandos, como le acabo de decir. Si había una carrera de caballos, podía vérselo con dinero o quebrado, según hubiese ganado o perdido; si había pelea de gallinas, él apostaba; ¡válgame Dios!, si había dos pájaros posados en una cerca, él apostaba a cuál se volaría primero; o si había una reunión en el campamento, siempre apostaba al cura Walker, a quien él consideraba el mejor exhortador de los alrededores, y era cierto, y un buen hombre. Incluso se veía que un escarabajo empezaba a caminar, apostaba cuánto tiempo tardaría en llegar... adonde fuera que se dirigiese, y si uno aceptaba la apuesta, era capaz de seguir el escarabajo hasta México para poder averiguar adónde se dirigía y cuánto tiempo tardaba. Muchos de los muchachos de por aquí han visto a ese Smiley, y pueden contarle sobre él. Pues para él todo daba lo mismo, apostaba a cualquier cosa. Cierta vez la esposa del párroco Walker estuvo muy enferma, durante mucho tiempo, y parecía que no iba a poder salvarse, pero una mañana él vino, Smiley le preguntó cómo estaba, y el párroco respondió que bastante mejor, gracias al Señor por su infinita misericordia, y que tanto había mejorado que con la bendición de la Providencia ella saldría adelante. Smiley, antes de pensar lo que decía, replicó: "Bueno, le apuesto dos dólares y medio a que de todos modos no cuenta el cuento".

"Este Smiley tuvo una yegua, los niños decían que era lenta como una tortuga, pero eso era sólo en broma, sabe, porque por supuesto la yegua era rápida, y Smiley ganaba dinero con ella, a pesar de ser tan lenta y de que siempre tenía asma, o moquillo, o tisis, o cualquier cosa parecida. Le daban doscientos o trescientos metros de ventaja, y los demás caballos la pasaban, pero siempre, hacia el final de la carrera, la yegua parecía que se excitaba y se desesperaba; empezaba a hacer tonterías y a abrir y a levantar las patas, a veces en el aire y a veces a un costado, entre las cercas, y levantaba más polvo y hacía más escándalo con su tos y sus estornudos, y siempre ganaba por una cabeza, algo increíble de creer.

"También tenía un perrito, que al mirarlo a uno le parecía que no valía ni un centavo, pero que en cualquier momento podía mirarlo mal y buscar la oportunidad de robar algo. Pero apenas se apostaba dinero en él, se convertía en un perro diferente; la mandíbula inferior empezaba a sobresalirle como el castillo de proa de un barco a vapor y mostraba los dientes, que brillaban como las calderas. Entonces otro perro le hacía frente y lo molestaba, lo tumbaba dos o tres veces, y Andrew Jackson - así se llamaba el perro -, Andrew Jackson nunca decía nada, como si no esperara otra cosa, y mientras tanto las apuestas quedaban hechas; entonces, de repente, Andrew Jackson agarraba a su adversario de la pata trasera y ahí se quedaba; pero no lo mordía así nomás, entiéndame, sino que se agarraba y ahí seguía hasta que se tiraba la toalla, aunque pasara un año. Smiley siempre salía ganador con ese perro, hasta que una vez hizo la apuesta con un perro que no tenía patas traseras, porque se las habían aserrado en una sierra circular, y cuando la pelea había llegado al punto máximo, y todo el dinero había sido apostado, y Andrew Jackson fue a dar su golpe maestro, se dio cuenta en un instante cómo lo habían engañado, y cómo el otro perro lo tenía a su merce, por así decirlo, y pareció sorprendido, y después pareció desalentado, no intentó ganar la pelea y lo lastimaron feo. Miró a Smiley, como queriendo decirle que le había roto el corazón, y que la culpa era de él, por buscarle un perro que no tenía patas traseras para que él pudiera morderlas, que era de lo que dependía para ganar la pelea, y luego se fue cojeando , se acostó y murió. Era un buen perro, ese Andrew Jackson, y se habría hecho famoso si hubiera seguido viviendo, porque tenía talento y genio... yo lo sé, porque no tuvo oportunidades en su vida, y no se explica que un perro pudiera pelear como él peleaba bajo las circunstancias si no tenía talento. Siempre me pongo triste cuando pienso en su última pelea y en cómo salieron las cosas.

"Bueno, este Smiley tenía perros ratoneros, gallos, gatos y todo tipo de cosas, tantas que uno no podía quedarse tranquilo, no se le podía llevar nada para apostar que él no pudiera igualar. Un día atrapó una rana y se la llevó a su casa, y dijo que iba a educarla; entonces durante tres meses no hizo otra cosa que instalarse en su patio y enseñarle a esa rana a saltar. Y puedo apostarle que le enseñó. Le daba un golpe por detrás, y enseguida la rana se ponía a dar volteretas en el aire como si fuera una rosquilla, una vuelta, o dos vueltas si empezaba bien, y aterrizaba de pie y bien, como un gato. Y así la hacía saltar para atrapar moscas, y la hacía practicar tanto que cada vez que saltaba atrapaba una mosca. Smiley decía que lo único que una rana necesitaba era educación, y de ese modo podía lograr cualquier cosa... y yo le creo. Pues lo he visto apoyando a Daniel Webster en este mismo piso... Daniel Webster se llamaba la rana, y gritaba: ¡Moscas, Daniel, moscas!, y más rápido que un abrir y cerrar de ojos, la rana saltaba y atrapaba una mosca de este mostrador, y volvía a caer al piso como un pedazo de barro, y se rascaba el costado de la cabeza con la pata trasera, con tanta indiferencia como si lo que hacía pudiese haberlo hecho cualquier rana. Nunca vi una rana tan modesta y sencilla, a pesar de todo su talento. Y cuando en buena ley debía saltar en un nivel horizontal, tenía más ventaja que cualquier otro animal de su especie. Saltar en un nivel horizontal era su fuerte, entiéndame; y cuando llegaba el momento, Smiley estaba muy orgulloso de su rana, y lo bien que hacía, porque todos los sujetos que habían viajado y visto otros lugares, decían que superaba a cualquier rana que jamás ellos hubiesen visto.

"Bueno, Smiley guardaba el animal en una cajita enrejada, que a veces solía llevar al centro para apostar. Un día un tipo - un desconocido  en el campamento . se cruzó con Smiley y su caja y le preguntó: "¿Qué hay en esa caja?"

"Smiley le contestó, con tono indiferente: "Podría se un loco, o podría ser un canario, quizá, pero no lo es... es sólo una rana".

"El tipo tomó la caja, la miró con cuidado, la dio vuelta de un lado y de otro y dijo: "Mmmm... eso parece. ¿Y para qué sirve?"

""Bueno", dijo Smiley, con cuidado y cautela, "para una cosa sirve, según creo: salta más alto que cualquier otra rana del condado de Calaveras".

"El tipo volvió a tomar la caja, la miró detenidamente otra vez, se la devolvió a Smiley y respondió, con tono muy deliberado: "Bueno", dijo, "no le veo nada a esa rana que sea mejor que otra rana".

""Quizá no lo vea", dijo Smiley, sonriendo. "Quizá usted entiende a las ranas y quizá no las entiende; quizás ha tenido experiencia, y quizás es sólo un principiante, por así decirlo. De todos modos, yo tengo mi opinión, y arriesgaré cuarenta dólares a que mi rana salta más alto que cualquier otra rana del condado de Calaveras".

"Y el tipo lo consideró un minuto, y luego dijo, con cierta tristeza: "Pues, soy sólo un desconocido, y no tengo ninguna rana; si tuviera una, le apostaría".

"Entonces Smiley dijo: "Está bien, está bien; si me sostiene la caja un minuto, iré a buscarle una rana". Así que el tipo tomó la caja, puso sus cuarenta dólares junto a los de Smiley, y esperó.

"Entonces se puso a pensar un buen rato, pensando y pensando, y luego sacó la rana de la caja, le abrió la boca, tomó una cucharita y llenó a la rana de munición de codorniz - la llenó hasta el cuello - y la apoyó en el piso. Smiley fue hasta el pantano, anduvo un rato, en medio del barro hasta que por fin atrapó una rana, la llevó a la casa, se la dio a su nuevo amigo y dijo:

""Sí está lista, póngala al lado de Daniel, con las patas delanteras al lado de las de Daniel, y yo digo cuándo". Entonces dijo: "Uno, dos, tres, ¡ya!" y él y el sujeto dieron un empujoncito a las ranas; la rana nueva saltó de lo lindo, en cambio Daniel pareció suspirar y alzar los hombros... así como un francés, pero no había nada que hacer: no podía moverse; estaba plantada en su sitio como una iglesia, no podía moverse, era como si estuviera anclada. Smiley estaba muy sosprendido, y también disgustado, pero por supuesto no tenía idea de qué ocurría.

"El tipo agarró el dinero y se dispuso a irse; cuando salía por la puerta, sacudió el pulgar por encima del hombro - así - señalando a Daniel, y volvió a decir, con toda intención: "Bueno", dijo, "no veo que esa rana sea diferente a otras ranas".

"Smiley se quedó rascándose la cabeza, mirando a su rana un largo rato, y después dijo: "¡Qué diablos le habrá pasado a esta rana!... ¿tendrá algo de malo? Parece que estuviera muy hinchada". Entonces agarró a Daniel del cuello, la levantó y dijo: "Pero por todos los diablos, ¡si debe pesar como tres kilos!"; la dio vuelta boca abajo y la rana escupió dos puñados de munición. Entonces supo cómo habían sido las cosas y se puso furioso; dejó la rana, y salió corriendo tras el sujeto, pero nunca pudo agarrarlo. Y...

[Aquí Simon Wheeler oyó que lo llamaban del patio del frente y se levantó para ver qué buscaban.] Volviéndose hacia mí mientras se alejaba dijo:

- Quédese donde está, desconocido, descanse... vuelvo en un segundo.

Sin embargo, si ustedes me excusan, no me pareció que la continuación de la historia de este emprendedor vagabundo, Jim Smiley, fuera a aportar mucha información sobre el reverendo Leonidas W. Smiley, así que me retiré.

En la puerta me crucé con el sociable Wheeler, que regresaba, quien me acorraló y volvió a empezar:

- Pues bien, este mismo Smiley tenía una vaca amarilla con un solo ojo y sin cola, sólo un corto muñon, y...

Sin embargo, como no tenía tiempo ni inclinación, no esperé a seguir escuchando la historia de la vaca afligida, y me marché.