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miércoles, 24 de abril de 2013

El Señor de las Moscas - Capítulo XII - Fin - William Golding

Viene de "El Señor de las Moscas - Capítulo XI - William Golding"

El grito de los cazadores


Ralph se había detenido en un soto a examinar sus heridas. La parte afectada cubría varios centímetros del lado derecho del tórax, y una herida inflamada y ensangrentada señalaba el lugar donde la lanza lo había alcanzado. Tenía la melena cubierta de suciedad y los mechones de pelo se enredaban como los zarcillos de una trepadora. Se había producido arañazos y erosiones en todo el cuerpo durante su huida por el bosque. Cuando por fin recobró el aliento decidió que el cuidado de sus heridas habría de esperar. ¿Cómo iba a oír el paso de unos pies descalzos si se encontraba chapuzándose en el agua? ¿Cómo iba a estar a salvo junto al arroyuelo o en la playa abierta?

Escuchó atentamente. No se hallaba muy lejos del Peñón del Castillo. En los primeros momentos de pánico creyó oír el ruido de la persecución, pero no había sido más que una breve incursión de los cazadores por los bordes de la zona boscosa, quizá en busca de las lanzas perdidas, porque al poco rato corrieron de vuelta hacia la soleada roca como si los hubiese aterrado la oscuridad detrás de los ojos, con ambas manos, el pelo. El cráneo y su propio rostro se encontraban casi al mismo nivel; los dientes se mostraban en una sonrisa, y las vacías cuencas parecían sujetar, como por magia, la mirada de Ralph. ¿Qué era aquello?

El cráneo lo contemplaba como alguien que conoce todas las respuestas, pero se niega a revelarlas. Se vio sobrecogido de pánico e ira febriles. Golpeó con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a él como un juguete y volvía a su sitio siempre con la misma sonrisa, obligando a Ralph a asestarle nuevos golpes y a gritarle sus insultos. Se detuvo para frotarse los nudillos lastimados y contemplar la estaca vacía, mientras el cráneo, partido en dos, le sonreía aún desde el suelo a dos metros. Arrancó la temblorosa estaca y a modo de lanza lo interpuso entre él y los blancos trozos. Después se apartó poco a poco, sin desviar la mirada de aquel cráneo que sonreía al cielo. Cuando el verde resplandor del horizonte desapareció y llegó la noche, Ralph regresó al soto frente al Peñón del Castillo. Al asomarse comprobó que la cima aún estaba ocupada y que el vigilante, quienquiera que fuese, tenía su lanza preparada. Se arrodilló entre las sombras, con una amarga sensación de soledad. Eran salvajes, desde luego, pero eran personas como él. Y en aquellos momentos los escondidos terrores de la profunda noche emprendían su camino.

Ralph gimió quedamente. A pesar de su agotamiento, el temor a la tribu no le permitía cobijarse en el descanso ni el sueño. ¿No sería posible penetrar osadamente en la fortaleza, decir «vengo en son de paz», sonreír y dormir en compañía de los otros? ¿No podría actuar como si aún fueran niños, colegiales que en otro tiempo decían cosas como «Señor, sí, señor» y llevaban gorras de uniforme? La respuesta del sol mañanero quizá hubiera sido «sí», pero la oscuridad y el terror de la muerte decían «no». Allí tumbado, en la oscuridad, comprendió que era un desterrado.

- Y sólo por tener un poco de sentido común.

Se frotó una mejilla con el antebrazo y pudo percibir el áspero olor a sal y sudor y el hedor de la suciedad. A su izquierda, las olas del océano respiraban, se contraían y volvían a hervir sobre la roca.

Oyó ruidos que venían de detrás del Peñón del Castillo. Escuchó atentamente, desviando su mente del movimiento del mar, y logró descifrar un cántico familiar.

- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

La tribu danzaba. En alguna parte, tras aquella rocosa muralla, habría un círculo oscuro, un fuego resplandeciente y carne. Estarían saboreando tanto el alimento como el sosiego de su seguridad.

Un ruido más cercano lo espantó. Unos cuantos salvajes escalaban el Peñón del Castillo hacia la cima y pudo oír algunas voces. Se acercó unos cuantos metros a gatas y observó que la figura sobre la roca cambiaba de forma y se agrandaba. Sólo dos muchachos en toda la isla hablaban y se movían de aquel modo.

Ralph reclinó la cabeza sobre los brazos y aceptó aquel descubrimiento como una nueva herida. Samyeric se habían unido a la tribu. Defendían el Peñón del Castillo contra él. No había posibilidad alguna de rescatarlos y formar con ellos una tribu de deportados, al otro extremo de la isla. Samyeric eran salvajes como los demás; Piggy había muerto y la caracola estallado en mil pedazos. Al cabo de un rato, el vigilante se retiró. Los dos que permanecieron no parecían sino una oscura prolongación de la roca. Tras ellos apareció una estrella que fue momentáneamente eclipsada por el movimiento de las siluetas.

Ralph siguió adelante a gatas, tanteando el escarpado terreno como un ciego. Vastas extensiones de aguas apenas perceptibles se extendían a su derecha y junto a su mano izquierda estaba el inquieto océano, tan temible como la boca de un pozo. Una vez por minuto las aguas se alzaban en torno a la losa de la muerte y caían como flores en una pradera de blancura. Ralph siguió a rastras hasta que alcanzó el borde de la entrada. Justo encima de él se hallaban los vigías y pudo ver la punta de una lanza asomando sobre la roca. Muy suavemente llamó:

- Samyeric...

No hubo respuesta. Debía hablar más alto si quería hacerse oír, pero así llamaría la atención de aquellos seres pintarrajeados y hostiles que festejaban junto al fuego. Se armó de valor y empezó a escalar, buscando a tientas los salientes de la roca. La estaca que había servido de soporte a una calavera lo estorbaba, pero no quería deshacerse de su única arma. Estaba casi a la altura de los mellizos cuando habló de nuevo.

- Samyeric...

Oyó una exclamación y un brusco movimiento en la roca. Los mellizos estaban abrazados, balbuceando algo indescifrable.

- Soy yo, Ralph.

Atemorizado por si salían corriendo a dar la alarma, se alzó hasta asomar la cabeza y los hombros sobre el borde de la cima. Bajo él, a gran distancia, pudo ver la luminosa floración envolviendo la losa.

- Soy yo, no os asustéis.

Por fin se agacharon y vieron su cara.

- Creíamos que era...
-...no sabíamos lo que era...
-...creíamos...

Recordaron su nuevo y vergonzoso vasallaje. Eric permaneció callado, pero Sam se esforzó por cumplir con su deber.

- Será mejor que te vayas, Ralph. Vete ya... - Sacudió su lanza, esbozando un gesto enérgico - Lárgate, ¿me oyes?

Eric lo secundó con la cabeza y sacudió la lanza en el aire. Ralph se apoyó sobre sus brazos, sin moverse.

- Os vine a ver a los dos - Hablaba con gran esfuerzo; sentía dolor en la garganta, aunque no la tenía herida -. Os vine a ver a los dos...

Meras palabras no podían expresar el sordo dolor que sentía. Guardó silencio, mientras las brillantes estrellas se derramaban y bailaban por todo el cielo. Sam se movió intranquilo.

- En serio, Ralph, es mejor que te vayas.

Ralph volvió a alzar los ojos.

- Vosotros dos no os habéis pintarrajeado. ¿Cómo podéis...? Si fuese de día...

Si fuese de día sentirían el escozor de la vergüenza por admitir aquellas cosas. Pero la noche era oscura. Eric habló primero, pero en seguida los mellizos reanudaron su habla antifonal.

- Tienes que irte porque aquí no estás seguro...
-...nos obligaron. Nos hicieron daño...
- ¿Quién? ¿Jack?
- Oh no...

Se inclinaron cerca de él y bajaron sus voces.

- Vete, Ralph...
-...es una tribu...
-...no podíamos hacer otra cosa...

Cuando de nuevo habló Ralph, lo hizo con voz más apagada; parecía faltarle el aliento.

- ¿Pero qué he hecho yo? Me era simpático... y yo sólo quería que nos viniesen a rescatar...

De nuevo se derramaron las estrellas por el cielo. Eric sacudió la cabeza preocupado.

- Escucha, Ralph. No trates de hacer las cosas con sentido común. Eso ya se acabó...
- Olvídate del Jefe...
-...tienes que irte por tu propio bien...
- El Jefe y Roger...
-...sí, Roger...
- Te odian, Ralph. Van a acabar contigo.
- Van a salir a cazarte mañana.
- Pero, ¿por qué?
- No sé. Y Jack, el Jefe, nos ha dicho que será peligroso...
-...y que tenemos que tener mucho cuidado y arrojar las lanzas como lo haríamos contra un cerdo.
- Vamos a extendernos en una fila y cruzar toda la isla...
-...avanzaremos desde aquí...
-...hasta que te encontremos.
- Tenemos que dar una señal. Así.

Eric alzó la cabeza y dándose con la palma de la mano en la boca lanzó un leve aullido. Después miró inquieto tras sí.

- Así...
-...sólo que más alto, claro.
- ¡Pero si yo no he hecho nada - murmuró Ralph, angustiado -, sólo quería tener una hoguera para que nos rescatasen!

Guardó silencio unos instantes, pensando con temor en la mañana siguiente. De repente se le ocurrió una pregunta de inmensa importancia.

- ¿Qué vais a...?

Al principio le resultó imposible expresarse con claridad, pero el miedo y la soledad lo aguijaron.

- Cuando me encuentren, ¿qué van a hacer? - Los mellizos no contestaron. Bajo él, la losa mortal floreció de nuevo - ¿Qué van a...? ¡Dios, que hambre tengo...! - La enorme roca pareció oscilar bajo él. - Bueno... ¿qué...?

Los mellizos le contestaron con una evasiva.

- Será mejor que te vayas ahora, Ralph.
- Por tu propio bien.
- Aléjate de aquí lo más que puedas.
- ¿No queréis venir conmigo? Los tres juntos... tendríamos más posibilidades.

Tras un momento de silencio, Sam dijo con voz ahogada:

- Tú no conoces a Roger. Es terrible.
-...y el Jefe... los dos son...
-...terribles...
-...pero Roger...

A los dos muchachos se les heló la sangre. Alguien subía hacia ellos.

- Viene a ver si estamos vigilando. Deprisa, Ralph.

Antes de comenzar el descenso, Ralph intentó sacar de aquella reunión un posible provecho, aunque fuese el único.

- Me esconderé en aquellos matorrales de allá cerca - murmuró -, así que haced que se alejen de allí. Nunca se les ocurriría buscar en un sitio tan cerca...

Los pasos aún se oían a cierta distancia.

- Sam... no corro peligro, ¿verdad? - Los mellizos siguieron en silencio.
- ¡Toma! - dijo Sam de repente -, llévate esto...

Ralph sintió un trozo de carne junto a él y le echó la mano.

- ¿Pero qué vais a hacer cuando me capturéis? - Silencio de nuevo. Su misma voz le pareció absurda. Fue deslizándose por la roca. - ¿Qué vais a hacer...?

Desde lo alto de la enorme roca llegó la misteriosa respuesta.

- Roger ha afilado un palo por las dos puntas.

Roger ha afilado un palo por las dos puntas. Ralph intentó descifrar el significado de aquella frase, pero no lo logró. En un arrebato de ira, lanzó las palabras más soeces que conocía, pero pronto cedió paso su enfado al cansancio que sentía. ¿Cuánto tiempo puede estar uno sin dormir? Sentía ansia de una cama y unas sábanas, pero allí la única blancura era la de aquella luminosa espuma derramada bajo él en torno a la losa, quince metros más abajo, donde Piggy había caído. Piggy estaba en todas partes, incluso en el istmo, como una terrible presencia de la oscuridad y la muerte. ¿Y si ahora saliese Piggy de las aguas, con su cabeza abierta...? Ralph gimió y bostezó como uno de los peques. La estaca que llevaba consigo le sirvió de muleta para sus agotadas piernas.

Volvió a enderezarse. Oyó voces en la cima del Peñón del Castillo. Samyeric discutían con alguien. Pero los helechos y la hierba estaban a sólo unos pasos. Allí es donde ahora debía ocultarse, junto al matorral que mañana le serviría de escondite. Este - rozó la hierba con sus manos - era un buen lugar para pasar la noche; estaba cerca de la tribu, y si aparecían amenazas sobrenaturales podría encontrar alivio junto a otras personas, aunque eso significase...

¿Qué significaba eso en realidad? Un palo afilado por las dos puntas. ¿Y qué? Ya en otras ocasiones habían arrojado sus lanzas fallando el tiro; todas menos una. Quizá también errasen la próxima vez.

Se acurrucó bajo la alta hierba y, acordándose del trozo de carne que le había dado Sam, empezó a comer con voracidad. Mientras comía, oyó de nuevo voces: gritos de dolor de Samyeric, gritos de pánico y voces enfurecidas. ¿Qué estaba ocurriendo? Alguien, además de él, se hallaba en apuros, pues al menos uno de los mellizos estaba recibiendo una paliza. Al cabo, las voces se desvanecieron y dejó de pensar en ellos. Tanteó con las manos y sintió las frescas y frágiles hojas al borde del matorral. Esta sería su guarida durante la noche. Y al amanecer se metería en el matorral, apretujado entre los enroscados tallos, oculto en sus profundidades, adonde sólo otro tan experto como él podría llegar, y allí le aguardaría Ralph con su estaca. Permanecería sentado, viendo cómo pasaban de largo los cazadores y cómo se alejaban ululando por toda la isla, mientras él quedaba a salvo.

Se adentró haciendo un túnel bajo los helechos; dejó la estaca junto a él y se acurrucó en la oscuridad. Estaba pensando que debería despertarse con las primeras luces del día, para engañar a los salvajes, cuando el sueño se apoderó de él y lo precipitó en oscuras y profundas regiones.


Antes de despegar los párpados estaba ya despierto, escuchando un ruido cercano. Al abrir un ojo, lo primero que vio fue la turba próxima a su rostro, y en él hundió ambas manos mientras la luz del sol se filtraba a través de los helechos. Apenas había advertido que las interminables pesadillas de la caída en el vacío y la muerte habían ya pasado y la mañana se abría sobre la isla, cuando volvió a oír aquel ruido. Era un ulular que procedía de la orilla del mar, al cual contestaba la voz de un salvaje, y luego, la de otro. El grito pasó sobre él y cruzó el extremo más estrecho de la isla, desde el mar a la laguna, como el grito de un pájaro en vuelo. No se paró a pensar: cogió rápidamente su afilado palo y se internó entre los helechos. Escasos segundos después se deslizaba a rastras hacia el matorral, pero no sin antes ver de refilón las piernas de un salvaje que se dirigía a él. Oyó el ruido de los helechos sacudidos y abatidos y el de unas piernas entre la hierba alta. El salvaje, quienquiera que fuese, ululó dos veces; el grito fue repetido en ambas direcciones hasta morir en el aire. Ralph permaneció inmóvil, agachado y confundido con la maleza, y durante unos minutos no volvió a oír nada.

Al fin examinó el material. Allí nadie podría atacarlo, y además la suerte se había puesto de su parte. La gran roca que mató a Piggy había ido a parar precisamente a aquel lugar, y, al botar en su centro, había hundido el terreno, formando una pequeña zanja. Al esconderse en ella, Ralph se sintió seguro y orgulloso de su astucia. Se instaló con prudencia entre las ramas partidas para aguardar a que pasaran los cazadores. Al alzar los ojos observó algo rojizo entre las hojas. Sería seguramente la cima del Peñón del Castillo, ahora remoto e inofensivo. Se tranquilizó, satisfecho de sí mismo, preparándose para oír el alboroto de la caza desvaneciéndose en la lejanía. Pero no oyó ruido alguno y, bajo la verde sombra, su sensación de triunfo se disipaba con el paso de los minutos. Por fin oyó una voz, la voz de Jack, en un murmullo.

- ¿Estás seguro?

El salvaje a quien iba dirigida la pregunta no respondió. Quizá hiciese un gesto. Oyó después la voz de Roger.

- Mira que si nos estás tomando el pelo...

Inmediatamente oyó una queja y un grito de dolor. Ralph se agachó instintivamente. Allí, al otro lado del matorral, estaba uno de los mellizos con Jack y Roger.

- ¿Estás seguro que es ahí donde te dijo?

El mellizo gimió ligeramente y de nuevo gritó.

- ¿Te dijo que se escondería ahí?
- ¡Sí... sí... ay!

Un rocío de risas se esparció entre los árboles.

De modo que lo sabían.

Ralph aferró la estaca y se preparó para la lucha. Pero ¿qué podrían hacer? Tardarían casi una semana en abrirse camino entre aquella espesura y si alguno conseguía introducirse en ella a rastras se encontraría indefenso. Frotó un dedo contra la punta de su lanza y sonrió sin alegría. Si alguien lo intentaba se vería atravesado por su punta, gruñendo como un cerdo.

Se iban; volvían a la torre de rocas. Pudo oír el ruido de sus pisadas y después a alguien que reía en voz baja. De nuevo, aquel grito estridente parecido al de un pájaro volvía a recorrer toda la línea. De modo que permanecían algunos para vigilarle; pero... Siguió un largo y angustioso silencio. Ralph se dio cuenta de que a fuerza de mordisquear la lanza se había llenado de corteza la boca. Se puso en pie y miró hacia el Peñón del Castillo.

En ese mismo instante oyó la voz de Jack desde la cima.

- ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!

La rojiza roca que había visto en la cima del acantilado desapareció como un telón, y pudo divisar unas cuantas figuras y el cielo azul. Segundos después, retumbaba la tierra; un rugido sacudió el aire y una mano gigantesca pareció abofetear las copas de los árboles. La roca, tronando y arrasando cuanto encontraba, rebotó hacia la playa mientras caía sobre Ralph un chaparrón de hojas y ramas tronchadas. Detrás del matorral se oían los vítores de la tribu.

De nuevo, el silencio.

Ralph se llevó los dedos a la boca y los mordisqueó. Sólo quedaba otra roca allá arriba que pudieran arrojar pero tenía el tamaño de media casa; eran tan grande como un coche, como un tanque. Con angustiosa claridad se presentó en la mente el curso que tomaría la roca: empezaría despacio, botaría de borde en borde y rodaría sobre el istmo como una apisonadora descomunal.

- ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!

Ralph soltó la lanza para volver a cogerla en seguida. Se echó el pelo hacia atrás con irritación, dio dos pasos rápidos dentro del pequeño espacio donde se hallaba y retrocedió. Se quedó observando las puntas quebradas de las ramas. Todo seguía en silencio.

Notó el subir y bajar de su pecho y se sorprendió al comprobar la violencia de su respiración; los latidos de su corazón se hicieron visibles. De nuevo soltó la lanza.

- ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!

Oyó vítores fuertes y prolongados. Algo retumbó sobre la rojiza roca; después la tierra empezó a temblar incesantemente mientras aumentaba el ruido hasta ser ensordecedor. Ralph fue lanzado al aire, arrojado y abatido contra las ramas. A su derecha, tan sólo a unos cuantos metros de donde él cayó, los árboles del matorral se doblaron y sus raíces chirriaron al desprenderse de la tierra. Vio algo rojo que giraba lentamente, como una rueda de molino. Después, aquella cosa rojiza pasó por delante con saltos enormes que fueron cediendo al acercarse al mar.

Ralph se arrodilló sobre la revuelta tierra y aguardó a que todo recobrase su normalidad. A los pocos minutos, los troncos blancos y partidos, los palos rotos y el destrozado matorral volvieron a aparecer con precisión ante sus ojos. Sentía agobio en el pecho, allí donde su propio pulso se había hecho casi visible.

Silencio de nuevo.

Pero no del todo. Oyó murmullos afuera; inesperadamente, las ramas a su derecha se agitaron violentamente en dos lugares. Apareció la punta afilada de un palo. Ralph, invadido por el pánico, atravesó con su lanza el resquicio abierto, impulsándola con todas sus fuerzas.

- ¡Ayyy!

Giró la lanza ligeramente y después volvió a atraerla hacia sí.

- ¡Uyyy!

Alguien se quejaba al otro lado, al mismo tiempo que se elevaba un aleteo de voces. Se había entablado una violenta discusión mientras el salvaje herido seguía lamentándose. Cuando por fin volvió a hacerse el silencio, se oyó una sola voz y Ralph decidió que no era la de Jack.

- ¿Ves? ¿No te lo dije? Es peligroso.

El salvaje herido se quejó de nuevo. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué iba a suceder?

Ralph apretó sus manos sobre la mordida lanza. Alguien hablaba en voz baja a unos cuantos metros de él, en dirección al Peñón del Castillo. Oyó a uno de los salvajes decir «¡No!», con voz sorprendida, y a continuación percibió risas sofocadas. Se sentó en cuclillas y mostró los dientes a la muralla de ramas. Alzó la lanza, gruñó levemente y esperó. El invisible grupo volvió a reír. Oyó un extraño crujido, al cual siguió un chispear más fuerte, como si alguien desenvolviese enormes rollos de papel de celofán. Un palo se partió en dos; Ralph ahogó la tos. Entre las ramas se filtraba humo en nubéculas blancas y amarillas; el rectángulo de cielo azul tomó el color de una nube de tormenta, hasta que por fin el humo creció en torno suyo.

Alguien reía excitado y una voz gritó:

- ¡Humo!

Ralph se abrió paso por el matorral hacia el bosque, manteniéndose fuera del alcance del humo. No tardó en llegar a un claro bordeado por las hojas verdes del matorral. Entre él y el bosque se interponía un pequeño salvaje, un salvaje de rayas rojas y blancas, con una lanza en la mano. Tosía y se embadurnaba de pintura alrededor de los ojos, con una mano, mientras intentaba ver a través del humo, cada vez más espeso. Ralph se tiró a él como un felino, lanzó un gruñido, clavó su lanza y el salvaje se retorció de dolor. Ralph oyó un grito al otro lado de la maleza y salió corriendo bajo ella, impelido por el miedo. Llegó a una trocha de cerdos, por la cual avanzó unos cien metros, hasta que decidió cambiar de rumbo. Detrás de él el cántico de la tribu volvía de nuevo a recorrer toda la isla, acompañado ahora por el triple grito de uno de ellos. Supuso que se trataba de la señal para el avance y salió corriendo una vez más hasta que sintió arder su pecho. Se escondió bajo un arbusto y aguardó hasta recobrar el aliento. Se pasó la lengua por dientes y labios y oyó a lo lejos el cántico de sus perseguidores.

Tenía varias soluciones ante él. Podía subirse a un árbol, pero eso era arriesgarse demasiado. Si lo veían, no tenían más que esperar tranquilamente. ¡Si tuviese un poco de tiempo para pensar!

Un nuevo grito, repetido y a la misma distancia, le reveló el plan de los salvajes. Aquel de ellos que se encontrase atrapado en el bosque lanzaría doble grito y detendría la línea hasta encontrarse libre de nuevo. De ese modo podrían mantener unida la línea desde un costado de la isla hasta el otro. Ralph pensó en el jabalí que había roto la línea de muchachos con tanta facilidad. Si fuese necesario, cuando los cazadores se aproximasen demasiado, podría lanzarse contra ella, romperla y volver corriendo. Pero ¿volver corriendo a dónde? La línea volvería a formarse y a rodearlo de nuevo. Tarde o temprano tendría que dormir o comer... y despertaría para sentir unas manos que lo arañaban y la caza se convertiría en una carnicería.

¿Qué debía hacer, entonces? ¿Subirse a un árbol? ¿Romper la línea como el jabalí? De cualquier forma, la elección era terrible.

Un grito aceleró su corazón, y poniéndose en pie de un salto, corrió hacia el lado del océano y la espesura de la jungla hasta encontrarse rodeado de trepadoras. Allí permaneció unos instantes, temblándole las piernas. ¡Si pudiese estar tranquilo, tomarse un buen descanso, tener tiempo para pensar!

Y de nuevo, penetrantes y fatales, surgían aquellos gritos que barrían toda la isla. Al oírlos, Ralph se acobardó como un potrillo y echó a correr una vez más hasta casi desfallecer. Por fin, se tumbó sobre unos helechos. ¿Qué escogería, el árbol o la embestida? Logró recobrar el aliento, se pasó una mano por la boca y se aconsejó a sí mismo tener calma. En alguna parte de aquella línea se encontraban Samyeric, detestando su tarea. O quizás no. Y además, ¿qué ocurriría si en vez de encontrarse con ellos se veía cara a cara con el Jefe o con Roger, que llevaban la muerte en sus manos? Ralph se echó hacia atras la melena y se limpió el sudor de su mejilla sana. En voz alta, se dijo:

- Piensa.

¿Qué sería lo más sensato?

Ya no estaba Piggy para aconsejarlo. Ya no había asambleas solemnes donde entablar debates, ni contaba con la dignidad de la caracola.

- Piensa.

Lo que ahora más temía era aquella cortinilla que le cerraba la mente y le hacía perder el sentido del peligro hasta convertirlo en un bobo.

Una tercera solución podría ser esconderse tan bien que la línea le pasara sin descubrirlo.

Alzó bruscamente la cabeza y escuchó. Había que prestar atención ahora a un nuevo ruido: un ruido profundo y amenazador, como si el bosque mismo se hubiera irritado con él, un ruido sombrío, junto al cual el ulular de antes se veía sofocado por su intensidad. Sabía que no era la primera vez que lo oía, pero no tenía tiempo para recordar.

Romper la línea.

Un árbol.

Esconderse y dejarlos pasar.

Un grito más cercano lo hizo ponerse en pie y echar de nuevo a correr con todas sus fuerzas entre espinos y zarzas. Se halló de improviso en el claro, de nuevo en el espacio abierto, y allí estaba la insondable sonrisa de la calavera, que ahora no dirigía su sarcástica mueca hacia un trozo de cielo, profundamente azul, sino hacia una nube de humo. Al instante Ralph corrió entre los árboles, comprendiendo al fin el tronar del bosque. Usaban el humo para hacerlo salir, prendiendo fuego a la isla.

Era mejor esconderse que subirse a un árbol, porque así tenía la posibilidad de romper la línea y escapar si lo descubrían.

Así, pues, a esconderse.

Se preguntó si un jabalí estaría de acuerdo con su estrategia, y gesticuló sin objeto. Buscaría el matorral más espeso, el agujero más oscuro de la isla y allí se metería. Ahora, al correr, miraba en torno suyo. Los rayos de sol caían sobre él como charcos de luz y el sudor formó surcos en la suciedad de su cuerpo. Los gritos llegaban ahora desde lejos, más tenues.

Encontró por fin un lugar que le pareció adecuado, aunque era una solución desesperada. Allí, los matorrales y las trepadoras, profundamente enlazadas, formaban una estera que impedía por completo el paso de la luz del sol. Bajo ella quedaba un espacio de quizá treinta centímetros de alto, aunque atravesado todo él por tallos verticales. Si se arrastraba hasta el centro de aquello estaría a unos cuatro metros del borde y oculto, a no ser que al salvaje se le ocurriese tirarse al suelo allí para buscarlo; pero, aun así, estaría protegido por la oscuridad, y, si sucedía lo peor y era descubierto, podría arrojarse contra el otro, desbaratar la línea y regresar corriendo.

Con cuidado y arrastrando la lanza, Ralph penetró a gatas entre los tallos erguidos. Cuando alcanzó el centro de la estera se echó a tierra y escuchó.

El fuego se propagaba y el rugido que le había parecido tan lejano se acercaba ahora. ¿No era verdad que el fuego corre más que un caballo a galope? Podía ver el suelo, salpicado de manchas de sol, hasta una distancia de quizá cuarenta metros, y mientras lo contemplaba, las manchas luminosas le pestañeaban de una manera tan parecida al aleteo de la cortinilla en su mente que por un momento pensó que el movimiento era imaginación suya. Pero las manchas vibraron con mayor rapidez, perdieron fuerza y se desvanecieron hasta permitirle ver la gran masa de humo que se interponía entre la isla y el sol.

Quizás fuesen Samyeric quienes mirasen bajo los matorrales y lograsen ver un cuerpo humano. Seguramente fingirían no haber visto nada y no lo delatarían. Pegó la mejilla contra la tierra de color chocolate, se pasó la lengua por los labios secos y cerró los ojos. Bajo los arbustos, la tierra temblaba muy ligeramente, o quizás fuese un nuevo sonido demasiado tenue para hacerse sentir junto al tronar del fuego y los chillidos ululantes.  Alguien lanzó un grito. Ralph alzó la mejilla del suelo rápidamente y miró en la débil luz. Deben estar cerca ahora, pensó mientras el corazón le empezaba a latir con fuerza. Esconderse, romper la línea, subirse a un árbol; ¿cuál era la solución mejor? Lo malo era que sólo podría elegir una de las tres.

El fuego se aproximaba; aquellas descargas procedían de grandes ramas, incluso de troncos, que estallaban. ¡Esos estúpidos! ¡Esos estúpidos! El fuego debía estar ya cerca de los frutales. ¿Qué comerían mañana?

Ralph se revolvió en su angosto lecho. ¡Si no arriesgaba nada! ¿Qué podrían hacerle? ¿Golpearlo? ¿Y qué? ¿Matarlo? Un palo afilado por ambas puntas.

Los gritos, tan cerca de pronto, lo hicieron levantarse. Pudo ver a un salvaje pintado que se libraba rápidamente de una maraña verde y se aproximaba hacia la estera. Era un salvaje con una lanza. Ralph hundió los dedos en la tierra. Tenía que prepararse, por si acaso.

Ralph tomó la lanza, cuidó de dirigir la punta afilada hacia el frente, y notó por primera vez que estaba afilada por ambos extremos.

El salvaje se detuvo a unos doce metros de él y lanzó su grito.

Quizás pueda oír los latidos de mi pecho, pensó. No grites. Prepárate. El salvaje avanzó de modo que sólo se le veía de la cintura para abajo. Aquello era la punta de la lanza. Ahora sólo le podía ver desde las rodillas. No grites.

Una manada de cerdos salió gruñendo de los matorrales por detrás del salvaje, y penetraron velozmente en el bosque. Los pájaros y los ratones chillaban, y un pequeño animalillo entró a saltos bajo la estera y se escondió atemorizado.

El salvaje se detuvo a cuatro metros, junto a los arbustos, y lanzó un grito. Ralph se sentó agazapado, dispuesto. Tenía la lanza en sus manos, aquel palo afilado por ambos extremos, que vibraba furioso, se alargaba, se achicaba, se hacía ligero, pesado, ligero... Los alaridos abarcaban de orilla a orilla. El salvaje se arrodilló junto al borde de los arbustos y tras él, en el bosque, se veía el brillo de unas luces. Se podía ver una rodilla rozar en la turba. Luego la otra. Sus dos manos. Una lanza. Una cara.

El salvaje escudriñó la oscuridad bajo los arbustos. Evidentemente, había visto luz a un lado y otro, pero no en el medio. Allí, en el centro, había una mancha de oscuridad, y el salvaje contraía el rostro e intentaba adivinar lo que la oscuridad ocultaba.

Los segundos se alargaron. Ralph miraba directamente a los ojos del salvaje.

No grites.

Te salvarás.

Ahora te ha visto. Se está cerciorando. Tiene un palo afilado.

Ralph lanzó un grito, un grito de terror, ira y desesperación. Se irguió y sus gritos se hicieron insistentes y rabiosos. Se abalanzó, quebrantándolo todo, hasta encontrarse en el espacio abierto, gritando, furioso y ensangrentado. Giró el palo y el salvaje cayó al suelo; pero otros venían hacia él, también gritando. Con un giro de costado esquivó una lanza que voló a él; en silencio, echó a correr. De pronto, todas las lucecillas que habían brillado ante él se fundieron, el rugido del bosque se elevó en un trueno y un arbusto, frente a él, reventó en un abanico de llamas. Giró hacia la derecha, corrió con desesperada velocidad, mientras el calor lo abofeteaba el costado izquierdo y el fuego avanzaba como la marea. Oyó el ulular a sus espaldas, que fue quebrándose en una serie de gritos breves y agudos: la señal de que lo habían visto. Una figura oscura apareció a su derecha y luego quedó atrás. Todos corrían, todos gritaban como locos. Los oía aplastar la maleza y sentía a su izquierda el ardiente y luminoso tronar del fuego. Olvidó sus heridas, el hambre y la sed y todo ello se convirtió en terror, un terror desesperado que volaba con pies alados a través del bosque y hacia la playa abierta. Manchas de luz bailaban frente a sus ojos y se transformaban en círculos rojos que crecían rápidamente hasta desaparecer de su vista. Sus piernas, que le llevaban como autómatas, empezaban a flaquear y el insistente ulular avanzaba como ola amenazadora, y ya casi se encontraba sobre él.

Tropezó en una raíz y el grito que lo perseguía se alzó aún más. Vio uno de los refugios saltar en llamas; el fuego aleteaba junto a su hombro, pero frente a él brillaba el agua. Segundos después rodó sobre la arena cálida; se arrodilló en ella con un brazo alzado; en un esfuerzo por alejar el peligro, intentó llorar pidiendo clemencia.


Con esfuerzo se puso en pie, preparado para recibir nuevos terrores, y alzó la vista hacia una gorra enorme con visera. Era una gorra blanca, que llevaba sobre la verde visera una corona, un ancla y follaje de oro. Vio tela blanca, charreteras, un revólver, una hilera de botones dorados que recorrían el frente del uniforme.

Un oficial de marina se hallaba en pie sobre la arena mirando a Ralph con recelo y asombro. En la playa, tras él, había un bote cuyos remos sostenían dos marineros. En el interior del bote otro marinero sostenía una metralleta.

El cántico vaciló y por fin se apagó del todo.

El oficial miró a Ralph dudosamente por unos instantes. Luego retiró la mano de la culata del revólver.

- Hola.

Acobardado y consciente de su descuidado aspecto, Ralph contestó tímidamente:

- Hola.

El oficial hizo un gesto con la cabeza, como si hubiese recibido una respuesta.

- ¿Hay algún adulto..., hay gente mayor entre vosotros?

Ralph sacudió la cabeza en silencio y se volvió. Un semicírculo de niños con cuerpos pintarrajeados de barro y palos en las manos se había detenido en la playa sin hacer el menor ruido.

- Conque jugando, ¿eh? - dijo el oficial.

El fuego alcanzó las palmeras junto a la playa y las devoró estrepitosamente. Una llama solitaria giró como un acróbata y roció las copas de las palmeras de la plataforma. El cielo estaba ennegrecido. El oficial sonrió alegremente a Ralph.

- Vimos vuestro fuego. ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Librando una batalla o algo por el estilo?

Ralph asintió con la cabeza.

El oficial contempló al pequeño espantapájaros que tenía delante, al muchacho le hacía falta un buen baño, un corte de pelo, un pañuelo para la nariz y pomada.

- No habrá muerto nadie, espero. No habrá cadáveres.
- Sólo dos. Pero han desaparecido.

El oficial se agachó y miró detenidamente a Ralph.

- ¿Dos? ¿Asesinados?

Ralph volvió a asentir. Tras él, la isla entera llameaba. El oficial sabía distinguir por experiencia cuando alguien decía la verdad. Silbó suavemente.

Otros niños iban apareciendo, algunos de ellos de muy corta edad, con la dilatada barriga de pequeños salvajes. Uno de ellos se acercó al oficial y alzó los ojos hacia él.

- Soy, soy...

Pero no supo continuar. Percival Wemys Madison se esforzó por recordar aquella fórmula encantada que se había desvanecido por completo.

El oficial se volvió de nuevo a Ralph.

- Os llevaremos con nosotros. ¿Cuántos sois?

Ralph sacudió la cabeza. El oficial recorrió con la mirada el grupo de muchachos pintados.

- ¿Quién de vosotros es el jefe?
- Yo - dijo Ralph con voz firme.

Un niño que vestía los restos de una gorra negra sobre su pelo rojo y de cuya cintura pendían unas gafas rotas se adelantó unos pasos, pero cambió de parecer y permaneció donde estaba.

- Vimos vuestro fuego. ¿Así que no sabéis cuántos sois?
- No, señor.
- Me parece - dijo el oficial, pensando en el trabajo que le esperaba para contar a todos -. Me parece a mí que para ser ingleses..., sois todos ingleses, ¿no es así?..., no ofrecéis un espectáculo demasiado brillante que digamos.
- Lo hicimos bien al principio - dijo Ralph -, antes de que las cosas... - Se detuvo - Estábamos todos juntos entonces... - El oficial asintió amablemente.
- Ya sé. Como buenos ingleses. Como en la Isla de Coral.

Ralph le miró sin decir nada. Por un momento volvió a sentir el extraño encanto de las playas. Pero ahora la isla estaba chamuscada como leños apagados. Simón había muerto y Jack había... Las lágrimas corrieron de sus ojos y los sollozos sacudieron su cuerpo. Por vez primera en la isla se abandonó a ellos; eran espasmos violentos de pena que se apoderaban de todo su cuerpo. Su voz se alzó bajo el negro humo, ante las ruinas de la isla, y los otros muchachos, contagiados por los mismos sentimientos, comenzaron a sollozar también. Y en medio de ellos, con el cuerpo sucio, el pelo enmarañado y la nariz goteando, Ralph lloró por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del corazón del hombre y la caída al vacío de aquel verdadero y sabio amigo llamado Piggy.

El oficial, rodeado de tal expresión de dolor, se conmovió algo incómodo. Se dio la vuelta para darles tiempo de recobrarse y esperó, dirigiendo la mirada hacia el espléndido crucero, a lo lejos.
 
 

FIN