Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 30 de julio de 2012

Las Hadas - Charles Perrault

Días atrás escuché decir al presidente de un país limítrofe, ante un conflicto con mi país, que estaba "dispuesto a tragar sapos y culebras", algo así como a callar improperios, a no caer en el uso de palabras bajas u ordinarias. 
La expresión me recordó el cuento "Las hadas" de Charles Perrault, y ya verán por qué al leerlo.
Charles Perrault fue otro escritor/recopilador de cuentos de hadas o populares clásicos como, por ejemplo, Caperucita Roja. En "Las hadas" la propuesta que presenta es simple y típica de este tipo de cuentos: el bien siempre triunfa sobre el mal, así como la amabilidad y los buenos modales. :D

Las Hadas

Charles Perrault


Erase una vez una viuda que tenía dos hijas. La mayor era su vivo retrato, en carácter y en físico: era tan antipática y presuntuosa que la vida con ella era imposible. La hija menor, que por su dulzura y amabilidad se parecía a su padre, era una de las muchachas más bellas que se pueda imaginar.

Y como siempre nos sentimos atraídos por quien se nos parece, la madre adoraba a su hija mayor y al mismo tiempo sentía una fuerte antipatía por la menor. Hacía que comiese en la cocina y la obligaba a trabajar sin descanso.

Entre otras cosas, la pobrecilla tenía que ir dos veces a buscar agua a más de media milla de su casa.

Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer que le rogó que le diese de beber.

"Por supuesto, abuelita", dijo la bella joven; y, tras enjuagar bien la jarra, cogió agua de la zona de la fuente donde ésta era más clara y se la ofreció, sosteniendo la jarra para que la pobre mujer pudiese beber sin cansarse.

Después de haber bebido, la anciana le dijo: "Eres tan hermosa, buena y amable, que no puedo dejar de hacerte un regalo". Se trataba de un hada que había tomado el aspecto de una pobre campesina para ver hasta donde llegaba el buen corazón de la muchacha. "Mi regalo es que a cada palabra que pronuncies, te saldrá de la boca una flor o una piedra preciosa".

Cuando la joven volvió a casa, la madre la regañó porque se había retrasado en la fuente. "Os pido perdón, madre mía", dijo la pobrecilla, "por haber perdido tanto tiempo", y mientras pronunciaba estas palabras le salieron de la boca dos rosas y cuatro enormes diamantes. "¿Qué es lo que veo?", exclamó la madre asombrada. "Si no me equivoco, te salen de la boca perlas y diamantes. ¿Por qué, hija mía?" Era la primera vez que la llamaba así. La pobre muchacha, que era muy ingenua, le contó lo sucedido, no sin que le saliesen de la boca unos cuantos diamantes más.


"Bien, bien", dijo la madre "tengo que mandar a tu hermana. Francisca, hija, mira lo que le sale por la boca a tu hermana al hablar. ¿No te gustaría recibir el mismo regalo? Pues bien, no tienes más que ir hasta la fuente y cuando una pobre vieja te pida de beber, lo harás con mucha amabilidad".

"Lo que me faltaba", respondió la antipática joven, "ir a la fuente". 
"¡Te ordeno que vayas!", dijo la madre, "¡y ahora mismo!"

La joven marchó a regañadientes, llevando consigo la mejor jarra de plata que había en la casa.

Cuando llegó a la fuente, vio salir del bosque a una dama espléndidamente vestida, que vino a pedirle de beber. Era el hada que se había aparecido a su hermana, pero que había adoptado las formas y traje de una princesa para ver hasta donde llegaba la mala intención de la joven.

"Os creeréis que he venido aquí para daros a beber", le dijo la maleducada llena de orgullo, "y que me he traído una jarra de plata para quitar la sed a la señora. ¿Sabéis lo que os digo? ¡Bebed con las manos, si queréis!"

"No eres muy amable", respondió el hada sin alterarse. "Pues bien, visto que eres tan poco cortés, te haré un regalo: a cada palabra que digas, te saldrá un sapo o una serpiente por la boca".

 Cuando su madre la vio de vuelta, le gritó: "Y bien, hija mía, ¿cómo te ha ido?"

"Ha ido como ha ido", respondió la maleducada arrojando dos víboras y tres sapos: "¡Cielos!", exclamó la madre, "¿Qué es lo que veo? La culpa es de tu hermana y me las pagará".

Y corrió hasta ella para pegarle. La pobre niña echó a correr y se escondió en el bosque.

El hijo del rey, que volvía de cazar, se la encontró y al verla tan bella, le preguntó qué hacía tan sola en el bosque y por qué lloraba.

"¡Ay de mí, señor! Mi madre me ha echado de la casa."

El hijo del rey, viendo que de la boca le salían cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le explicase la causa. La muchacha le contó todo al detalle. El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que un don tal valía mas que cualquier dote que pudiese ofrecerle la muchacha, la llevó al palacio del rey, su padre, y se casó con ella.


En cuanto a la hermana, se hizo tan odiosa a todos que su propia madre la echó de la casa; y la muy mezquina, tras haber vagado sin encontrar a nadie que le diese albergue, se murió en lo más profundo de un bosque.

Moraleja
Las perlas y los diamantes
son muy amados por todos,
pero son más fascinantes
palabras y buenos modos.

Otra moraleja
Nuestro buen comportamiento
tenemos que cultivar,
porque llegado el momento
es fácil de recompensar.

domingo, 29 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XXII (FINAL) - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XXI - Philip K. Dick"



CAPÍTULO XXII

Capítulo Final


Dejó el receptor en su lugar, sin apartar la vista del punto donde había observado un movimiento, fuera del coche. Una cosa en el suelo, entre las piedras; un animal. Le latió con fuerza el corazón, demasiado cargado por el asombro. Yo sé qué es. Nunca he visto uno, pero lo sé por las viejas películas sobre la naturaleza que pasa la TV del gobierno.

Están extinguidos, se dijo. Buscó su arrugado Sidney, y pasó las páginas con dedos temblorosos.

SAPO (Bufonidae), todas las variedades... E

Extinguidos. El sapo era la criatura más preciosa para Wilbur Mercer, junto con el asno. Pero prefería el sapo.

Necesito una caja, se dijo. Giró; en el asiento trasero de coche aéreo no había nada. Saltó al exterior, fue a la baulera y la abrió. Había una caja de cartón que contenía una ampolla de combustible de repuesto; sacó la ampolla, puso dentro de la caja las hojas de una enredadera que encontró, y se acercó lentamente al sapo, sin separar de él la vista.

El sapo se combinaba perfectamente con la textura y el matiz del polvo omnipresente. Quizás había evolucionado, adaptándose al nuevo clima así como se había adaptado antes a todos los climas. Si no se hubiera movido no lo habría visto; sin embargo no estaba a más de dos metros de distancia. ¿Qué ocurre cuando se encuentra un animal al que se cree extinguido? Era muy raro. Algo así como una estrella de honor de las Naciones Unidas y dinero, una recompensa de millones de dólares. Y entre todas las posibilidades, hallar precisamente la criatura preferida por Mercer. Dios mío, pensó, no puede ser. 

Debe tratarse de un defecto cerebral mío, provocado por la exposición a la radiactividad. Soy un especial, pensó. Me ha ocurrido algo. Como al cabeza de chorlito Isidore con su araña. Lo que le pasó a él me pasa a mí. ¿Lo quiso así Mercer? Pero yo soy Mercer. Yo lo he querido así. He encontrado al sapo, porque veo a través de los ojos de Mercer.

Se puso en cuclillas al lado del sapo. Había apartado las piedrecillas con el trasero, cavándose un hoyo, de modo que sólo se veían el cráneo y los ojos a ras del suelo. Estaba como en trance, con su metabolismo disminuido al mínimo. Sus ojos no revelaban lo que hubiese visto. Rick pensó, horrorizado: se ha muerto, quizá de sed. Pero no; se había movido.

Depositó la caja en el suelo y con gran cuidado tocó unas piedrecillas cerca del animal, que aparentemente no se oponía. 

Por supuesto, ignoraba su existencia. Cuando lo alzó sintió su peculiar frialdad. El cuerpo parecía seco y arrugado; y tan frío como si hubiera vivido siempre en una gruta a muchas millas de profundidad, lejos del sol. Ahora el animal se retorcía; con sus débiles patas traseras intentaba liberarse instintivamente, y saltar. Era un sapo grande, adulto, inteligente. Capaz, a su modo, de sobrevivir en un mundo donde el hombre realmente no podía. Me pregunto dónde encuentra el agua para sus huevos... 

De modo que esto es lo que ve Mercer, pensó mientras cerraba cuidadosamente la caja, con muchas vueltas de cordel. La vida que nosotros ya no podemos distinguir, la vida cuidadosamente enterrada hasta los ojos en un mundo muerto. En cada ceniza del universo Mercer percibe seguramente la vida
escondida. Y después de haber visto a través de los ojos de Mercer, probablemente a mí también me ocurrirá.

Y ningún androide le cortará las patas a este sapo, como hicieron con la araña del cabeza de chorlito.

Depositó su caja en el asiento y se sentó ante los mandos. Es como volver a ser un muchacho. La carga que había sentido se había disipado; había desaparecido aquella fatiga opresora y monumental. Cuando Irán se entere... Cogió el videófono, pero se detuvo. 

Será una sorpresa. Y sólo llevará treinta o cuarenta minutos volver a casa. Encendió el motor, remontó y puso rumbo a San Francisco, mil kilómetros al sur.

Irán Deckard estaba ante el órgano de ánimos Penfield, con el índice de la mano derecha apoyado en el dial numerado. Pero no lo hacía girar. Se sentía demasiado angustiada. Su inquietud clausuraba el futuro y todas las posibilidades que contuviera. Y pensaba: si Rick estuviera aquí, me haría marcar el 3, y eso me infundiría el deseo de marcar algo importante, como júbilo incontenible, o quizás un 888: deseo de ver televisión sin reparar en el programa. Me pregunto qué programa habrá... Y adonde habrá ido Rick. Puede volver, y también es posible que no vuelva.

Oyó un golpe en la puerta.
 
Dejó a un lado el manual Penfield y se puso en pie de un salto, pensando: No necesito marcar nada: Ya tengo todo lo que quiero, si es Rick.

Corrió a la puerta y la abrió de par en par.

—Hola —dijo él. Tenía un tajo en la mejilla, la ropa gris y arrugada, hasta el pelo estaba saturado de polvo. Las manos, la cara..., había polvo por todas partes, excepto en los ojos, que brillaban como los de un chico. Parecía que hubiera estado jugando y que hubiera decidido volver a casa, que ya era hora... A descansar, bañarse y contar los maravillosos sucesos del día.
—Cuánto me alegro —dijo ella.
—He traído algo —sostuvo en alto la caja de cartón con ambas manos. Entró sin soltarla, como si hubiera en ella algo muy frágil o valioso. Quería tenerla perpetuamente en las manos. 
—Te prepararé una taza de café —dijo Irán. Apretó el botón de café de su cocina y en un instante tuvo una gran jarra. El se sentó sin separarse de su caja, y sin perder la mirada de asombrada alegría. Nunca, desde que lo conocía, le había visto esa expresión. Le había ocurrido algo desde su partida, la noche anterior. Y ahora había vuelto, y la caja había vuelto, y la caja había venido con él. En la caja estaba lo que le había ocurrido.
—Voy a dormir —anunció Rick—Todo el día. Hablé con Harry Bryant, me dijo que me tomara el día libre, y eso es exactamente lo que haré —con cuidado colocó la caja en la mesa y bebió el café, como ella quería. 

Irán estaba sentada frente a Rick.
 
—¿Qué hay en la caja? —preguntó.
—Un sapo.
—¿Puedo verlo?
 
El desató la caja y alzó la tapa.
 
—Oh —dijo Irán al ver el sapo; por alguna razón, se asustó—¿Muerde?
—Cógelo. No muerde; los sapos no tienen dientes —Rick alzó el sapo y se lo alcanzó.

Ella lo cogió, ocultando su aversión.
 
—Pensé que estaban extinguidos —dijo ella, mientras lo daba vuelta y miraba con curiosidad sus patas traseras: parecían casi inútiles—¿Los sapos saltan como las ranas? Quiero decir, ¿saltará de repente?
—Las patas de los sapos son débiles —respondió Rick—Esa es la principal diferencia entre un sapo y una rana. Eso y el agua. Las ranas viven cerca del agua, pero los sapos pueden sobrevivir en el desierto. Lo encontré en el desierto, cerca de la frontera de Oregon, donde no hay nada vivo —estiró la mano para coger el animal.

Pero Irán había descubierto algo: mientras lo sostenía, cabeza abajo, y tocaba su abdomen, abrió con la uña el diminuto panel de control. 

—Oh —dijo Rick, demudado—; ah, ya veo, tienes razón —miraba en silencio al seudo-animal. Lo cogió en su mano, y jugó con sus patas; y todavía en ese momento parecía no comprender. Luego lo puso cuidadosamente en su caja—Me pregunto cómo habrá llegado a esa desolada región de California... Alguien tiene que haberlo puesto allí, y no encuentro forma de explicarme por qué.
—Quizá no debí haberte dicho que era eléctrico —Irán le tocó el brazo. Se sentía culpable por el efecto, el cambio que había provocado en él.
—No —respondió Rick—Me alegro de saberlo. O mejor dicho, prefiero saberlo.
—¿Quieres usar el órgano de ánimos, para sentirte mejor? Siempre te ha servido, mucho más que a mí. 
—Estoy bien —sacudió la cabeza, como si tratara de aclarar sus ideas, aún sorprendido—La araña que Mercer le dio a Isidore, el cabeza de chorlito, también debía ser artificial. Pero no importa. Las cosas eléctricas también tienen su vida, por pequeña que ella sea.
—Parece que hubieras caminado cien millas —dijo Irán.
—Ha sido un día largo —respondió él.
—Ve a la cama y duerme.
—Ya ha terminado todo, ¿verdad? —Rick la miró con expresión de sorpresa.

Parecía esperar a que ella se lo dijese, como si lo supiera. Como si oírselo a sí mismo no significara nada. Sentía duda ante sus propias palabras. No se tornaban significativas mientras ella no las confirmara. 

—Ha terminado —dijo Irán.
—Dios, qué tarea maratónica —dijo Rick—Una vez empezada no había forma de concluir... Me llevaba adelante, hasta que finalmente retiré a los Baty, y no tuve nada que hacer. Y —vaciló, evidentemente asombrado por lo que había empezado a decir— esa parte fue la peor. Después de terminar, no me podía detener porque no quedaría nada si me detenía. Tenías razón tú, esta mañana, cuando dijiste que soy sólo un policía de manos groseras.
—Ahora no lo creo —respondió Irán—Sólo estoy feliz de que hayas vuelto a casa, a tu lugar —lo besó, y eso pareció gustarle a Rick. Su cara se iluminó, casi tanto como antes, antes de que ella le mostrara que el sapo era eléctrico.
—¿Crees que he hecho mal? Lo que hice hoy, ¿está mal?
—No.
—Mercer dijo que estaba mal, pero que igual debía hacerlo. Es extraño que a veces sea mejor hacer algo malo que bueno.
—Es la maldición que pesa sobre nosotros —respondió Irán—A eso se refiere Mercer.
—¿El polvo?
—Los asesinos que encontraron a Mercer cuando tenía dieciséis años y le dijeron que no podía invertir el tiempo ni traer de vuelta animales a la vida. Entonces, ahora, lo único que puede hacer es moverse al paso de la vida, e ir adonde ella va, a la muerte. Los asesinos arrojan las piedras. Son ellos quienes lo hacen, siempre lo persiguen... Así como a todos nosotros. ¿Fue una piedra la que te hirió la mejilla?
—Sí —respondió Rick débilmente.
—¿Te irás a la cama? ¿Quieres que te ponga el órgano de ánimos en 670?
—¿Qué es eso?
—Descanso reparador y merecido —dijo Irán. 

Rick se puso de pie, dolorido, con el rostro soñoliento y confuso, como si una sucesión de batallas se lo hubiera disputado durante muchos años. Poco a poco, avanzó en la ruta al dormitorio.

—Está bien —contestó—Descanso reparador y merecido —se tendió en la cama. Sus ropas y su pelo desprendieron polvo sobre las sábanas blancas. 

Mientras apretaba el botón que tornaba opacas las ventanas del dormitorio, Irán pensó que no sería necesario encender el órgano de ánimos. La luz grisásea del día desapareció.

Un instante después, Rick dormía. 

Irán se quedó a su lado un rato, hasta que tuvo la seguridad de que no despertaría ni se quedaría sentado, asustado, como le pasaba a veces por las noches. Luego regresó a la cocina y se sentó ante la mesa. 

El sapo eléctrico se movía en su caja. Irán se preguntó qué “comería”, y si necesitaba mantenimiento. Moscas artificiales, pensó. 

Abrió la guía telefónica y buscó en las páginas amarillas accesorios para animales eléctricos. Llamó, y cuando la vendedora atendió, dijo: 

—Quiero medio kilo de moscas artificiales que zumben y revoloteen.
—¿Para una tortuga eléctrica, señora?
—Para un sapo.
—Entonces, le sugiero nuestro surtido mixto de bichos reptantes y voladores, que incluye...
—Prefiero las moscas —respondió Irán—¿Puede enviarlas? No quiero salir: mi marido duerme y no quiero dejarlo solo. 

La vendedora agregó:
 
—Le recomendaría nuestra charca perpetua, salvo si se trata de un escuerzo, en cuyo caso tenemos un equipo completo de arena, piedrecillas multicolores y seudo-desechos orgánicos. Y si piensa usted alimentarlo regularmente, le sugiero que nuestro servicio de mantenimiento realice un ajuste periódico de la lengua. En un sapo, la lengua es vital.
—Muy bien —contestó Irán—Quiero que funcione perfectamente. A mi marido le encanta —dio su dirección y colgó. 

Y ya sintiéndose mejor, se sirvió por fin una taza de café negro y caliente. 


FIN

sábado, 28 de julio de 2012

Los Fantasmas que Jugaban a la Pelota

"Los fantasmas que jugaban a la pelota" es una leyenda irlandesa, celta más bien, y que llegó a nuestra época gracias al boca en boca.
Dicen que la lección detrás de este relato es que no se debe retener el dinero de quien lo gana trabajosamente... y no quiero politizar pero no creo que los gobernantes hayan leído este cuento cuando eran pequeños :D


Los Fantasmas que Jugaban a la Pelota

En cierta ocasión, Jack, hijo de una pobre viuda, estaba buscando trabajo y una noche de invierno, llegó a la casa de un acaudalado labrador, situada cerca de un castillo.

- Dios os guarde a todos - dijo Jack, al entrar - . ¿Podría recibir alojamiento por esta noche?
- Si, por cierto - dijo el labrador -. Y bienvenido seas, siempre que puedas dormir en una cómoda habitación de ese castillo vecino. Recibirás fuego y una vela y lo que quiera de beber. Y, si estás vivo por la mañana, te daré diez guineas.
- Lo estaré, siempre que no mandes a alguien a que me mate.
- A nadie mandaré, no temas. Ese sitio está embrujado desde la muerte de mi padre y tres o cuatro personas que durmieron en ese aposento fueron halladas muertas a la mañana siguiente. Si logras expulsar a los espíritus, te daré una buena chacra y a mi hija en matrimonio, en el caso de que os agradéis mutuamente lo bastante para casaros.
- No necesitas repetírmelo. Tengo una conciencia bastante limpia y no le temo a espíritu maligno alguno que huela a azufre.

El joven obtuvo su cena y luego lo acompañaron al viejo castillo y lo condujeron a una gran cocina, donde crepitaba el fuego en la parrilla y había una mesa, con una botella y un vaso y una jarra de ponche y la marmita pronta en la repisa interior del hogar. Le desearon las buenas noches y se marcharon con tanta prisa como si el diablo les pisara los talones.

<<Bueno - pensó Jack -. Si hay algún peligro, este devocionario me será más útil que el vaso o la jarra>>

De modo que se arrodilló y leyó una sarta de plegarias y luego se sentó junto al fuego y esperó lo que fuera.

Al cuarto de hora, poco más o menos, oyó a alguien que golpeaba en el piso del aposento que daba sobre el suyo, hasta que se abrió un boquete en el cielo raso. Entonces, los golpes cesaron y una voz gritó:

- ¡Me caigo, me caigo!
- Cáete - dijo Jack.

Y sobre el piso de la cocina cayeron un par de piernas. Ambas se encaminaron hacia un extremo del aposento y se detuvieron allí, y el cabello de Jack quedó tan rígido del susto como ellas.

Luego se oyeron nuevos crujidos y golpes en el boquete y se cambiaron las mismas palabras entre aquello que estaba arriba y Jack, y cayó el tronco de un hombre, que se fue a posar sobre todo aquel hombre, con hebillas en los zapatos y polainas y gran chaleco con solapas y tricornio se irguió en un rincón del aposento. Otros dos hombres, vestidos más a la antigua que el primero, no tardaron en aparecer en otros dos rincones. Jack, en el primer momento, se sintió algo acobardado, pero su valor fue creciendo y, aunque parezca inverosímil, los tres viejos caballeros comenzaron a darle puntapiés a una pelota con toda la rapidez posible, jugando el hombre del tricornio contra los otros dos.

- Me gusta el juego limpio - dijo Jack, con toda la audacia que pudo. Pero el terror lo dominaba y las palabras que iba a agregar brotaron de él como si despertara sobresaltado de un sueño -. De modo que lo ayudaré, señor, y seremos dos contra dos.

Y Jack intervino en el partido y dio puntapiés y más puntapiés hasta que se le empapó la camisa de transpiración, con perdón sea dicho, mientras la pelota saltaba de un rincón a otro del aposento con el estruendo del trueno, pese a que, con todo eso, no se había cambiado una sola palabra.

Finalmente comenzó a amanecer, y el pobre Jack estaba mortalmente cansado, y le pareció, a juzgar por la forma como empezaban a mirarlo los tres fantasmas y a mirarse entre sí, que querían hablarle.

De manera que dijo:

- Caballeros... Ya que hemos terminado el partido, o poco menos, y he hecho todo lo posible por complaceros, ¿tendríais la bondand de decirme por qué venís aquí noche tras noche y cómo podría yo daros descanso, si es eso lo que os hace falta?

- Has dicho las más sabias palabras de tu vida - replicó el fantasma del tricornio -. Algunos de los que te precedieron tuvieron suficiente valor para intervenir en nuestro juego, pero ninguno tuvo la suficiente misnach (energía) para hablarnos. Yo soy el padre del buen hombre de la casa vecina, ese caballero del rincón izquierdo es mi padre y el hombre sentado a mi derecha es mi abuelo. De padres a hijos, nos gustaba demasiado el dinero. Lo prestábamos a un interés diez veces superior al honesto; nunca pagamos una deuda que pudiéramos rehuir y poco nos faltó para matar de hambre a nuestros arrendatarios y obreros. Aquí puedes ver - y el fantasma sacó una gran gaveta del muro - el oro y los billetes de banco que acumulamos, y no tenemos derecho, legítimamente, ni a la mitad. Y aquí - dijo abriendo otra gaveta - hay cuentas y documentos que indican quiénes son los perjudicados y quiénes tienen derecho a que se les restituya una buena cantidad. Dile a mi hijo que ensille dos de sus mejores caballos para sí y para ti mismo y recorred la comarca día y noche, hasta resarcir a todos los hombres y mujeres a quienes hemos perjudicado. Hecho esto, vuelve aquí alguna noche, y si no ves ni oyes cosa alguna, será señal de que nos hemos sosegado y podrás casarte con mi nieta cuando quieras.

Apenas hubo dicho estas palabras su interlocutor, Jack pudo ver la pared a través del cuerpo del fantasma y cuando hubo parpadeado para despejar su vista, la cocina quedó tan vacía como un cubo invertido. En ese preciso instante, el labrador y su hija alzaron el pestillo y ambos cayeron de rodillas al ver vivo a Jack. Éste les contó rápidamente lo ocurrido y por espacio de tres días con sus noches, él y el labrador recorrieron la comarca a caballo, hasta que no quedó una sola persona sin ser resarcida hasta el último penique. 

Cuando Jack volvió a pasar una noche en la cocina, se quedó dormido antes de haberse pasado un cuarto de hora delante del fuego, y en sueños le pareció ver a tres pájaros blancos que se remontaban al cielo desde el campanario de la iglesia próxima.

Jack obtuvo a la hija del labrador por esposa y ambos vivieron cómodamente en el viejo castillo, y cuando Jack se veía tentado alguna vez de atesorar oro o retener por un momento la guinea o el chelín del hombre que los ganaba trabajosamente, le bastaba con recordar a los fantasmas y el partido de pelota.





viernes, 27 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XXI - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XX - Philip K. Dick"


CAPÍTULO XXI

A la temprana luz de la mañana vio un suelo gris que parecía infinito, cubierto de escombros. Unos cantos rodados grandes como casas se habían detenido al chocar unos con otros. Rick pensó: es como un almacén de cargas cuando ya han retirado todas las mercaderías. Sólo quedan fragmentos de embalajes, de cajas que no significan nada en sí. Una vez había habido allí cosechas y rebaños. Era notable que los animales hubiesen pastado allí alguna vez. 

Era también notable elegir ese lugar para morir.

Descendió un poco y siguió volando casi a ras del suelo. ¿Qué diría de mí Dave Holden?, se preguntó. En cierto sentido, soy el mejor cazador de bonificaciones que ha existido nunca. Nadie ha retirado seis modelos Nexus-6 en menos de veinticuatro horas. Y probablemente nadie volverá a hacerlo. Debería llamar a Dave, pensó.

Una colina irregular se le acercó; elevó el coche a medida que el mundo se aproximaba. Estoy cansado, pensó. No debería continuar. Apagó el motor, planeó un momento, y luego aterrizó en una cuesta, brincando, desparramando piedras, hasta que el avance hacia arriba lo detuvo, rechinando.

Cogió el videófono del coche aéreo y llamó a la operadora de San Francisco.

—Con el Hospital Mount Zion —dijo. Apareció en la pantalla otra mujer.
—Hospital Mount Zion.
—¿Podría hablar con un paciente? Dave Holden. ¿Se encuentra suficientemente bien?
—Un momento, señor —la pantalla quedó en blanco. Pasó el tiempo. Rick cogió un poco de Rapé Dr. Johnson y se estremeció; la temperatura de la cabina, sin calefacción, había descendido—El doctor Costa dice que el señor Holden no puede recibir llamadas —dijo la operadora cuando reapareció.
—Es un asunto policial —repuso, colocando su carnet junto a la pantalla.
—Un segundo —la operadora se desvaneció nuevamente. Rick volvió a aspirar el Rapé Dr. Johnson; el mentol que le agregaban sabía mal a esta hora de la mañana. Bajó el cristal de la ventanilla y arrojó al suelo la pequeña caja de lata— No, señor —dijo la operadora—El doctor Costa piensa que el estado del señor Holden no permite que atienda llamadas, ni siquiera urgentes, por lo menos durante...
—Está bien —respondió Rick, y cortó la comunicación.
También el aire olía mal, y volvió a subir el cristal. Dave había quedado realmente fuera de combate. Me pregunto por qué no me mataron; quizá porque me moví con rapidez. Contra todos el mismo día. No podían esperarlo. Harry Bryant tenía razón.  

Hacía tanto frío ahora en la cabina, que abrió la puerta y descendió. Un viento nocivo e inesperado atravesó sus ropas, y empezó a caminar restregándose las manos.

Habría sido gratificante hablar con Dave. El aprobará lo que hice, sin duda. Y además comprenderá la otra parte, que ni siquiera Mercer debe comprender. Para Mercer todo es fácil, pensó, porque lo acepta todo. Nada es ajeno a él. Pero lo que yo he hecho, eso es ahora ajeno a mí. En verdad todo en mí es ajeno. Me he convertido en un ser ajeno.

Caminó por la cuesta. Cada paso le costaba más. Estaba demasiado fatigado para subir. Se detuvo a secar el sudor que caía sobre sus ojos y las lágrimas saladas, con todo el cuerpo dolorido. Enfadado consigo mismo escupió, con furia, desdén y odio a sí mismo, sobre el suelo yermo. Luego siguió trepando por aquella elevación solitaria y poco familiar, alejada de todo. Nada estaba vivo allí, aparte de él mismo.

El calor. Ahora hacía calor. Era evidente que había pasado el tiempo. Y sentía hambre. No había comido en sabe Dios cuánto tiempo. El hambre y el calor se combinaban en un sabor venenoso que recordaba a la derrota. Sí, eso es lo que ocurre, pensó: de alguna oscura manera, he sido derrotado. ¿Por haber matado a los androides? ¿Por Rachael, que había matado a la cabra? No sabía. Mientras avanzaba, un manto vago y casi alucinante nubló su mente. Sin saber cómo estaba en un punto situado a un paso de un precipicio ciertamente fatal, de una caída humillante y desesperada. Y tenía que proseguir, aun cuando nadie lo viera. No había nadie allí que registrara su degradación ni la de nadie; y el orgullo o el valor que pudiera finalmente exhibir también pasaría inadvertido. Las piedras muertas, las agonizantes hierbas envenenadas por el polvo no lo verían ni recordarían.

En ese momento la primera piedra —y no era de espuma de goma ni de plástico— lo golpeó en la región inguinal. Y el dolor, el conocimiento esencial de la soledad y la pena, llegó hasta él en su forma desnuda y verdadera. 

Se detuvo. Pero un impulso, un impulso invisible pero real, irresistible, lo indujo a continuar la ascención. A rodar hacia arriba, como las piedras, pensó. Hago lo que hacen las piedras, sin voluntad, sin que esto tenga el menor sentido. 

—Mercer —dijo, jadeando. Se detuvo. Podía distinguir al frente una figura borrosa, inerte—¿Wilbur Mercer? ¿Eres tú? —Dios mío, es mi sombra..., pensó.

Tengo que salir de aquí, descender esta cuesta. 

Trastabillando inició el retorno. En un momento cayó. Las nubes de polvo oscurecían el paisaje. Se alejó del polvo, corriendo, resbalando, tropezando en las piedras sueltas. Muy cerca estaba su coche aéreo. He vuelto, se dijo, he bajado de la colina. Abrió la puerta y entró en la cabina. ¿Quién habrá arrojado la piedra?, se preguntó. Nadie. Pero, ¿por qué me importa tanto? Ya lo he sufrido antes, durante la fusión, mientras utilizo mi caja de empatía, como hacen todos. Esto no es nuevo.
Y sin embargo, lo era. Tal vez, se dijo, porque lo he hecho solo.

Temblando, sacó de la guantera una lata nueva de rapé; quitó la banda protectora, la abrió y cogió una gran pulgada que aspiró mientras estaba mitad en la cabina y mitad fuera, con los pies en suelo árido y polvoriento. Es el último lugar adonde ir, pensó. No debí venir aquí... Ahora se sentía demasiado cansado para regresar.

Si tan sólo pudiera hablar con Dave, pensó, me sentiría mejor. Podría salir de aquí, irme a casa, dormir. Todavía tengo mi trabajo y mi oveja eléctrica. Habrá otros andrillos que retirar, mi carrera no está terminada, no he retirado el último androide. Tal vez se trate de eso; temo que no haya más... 

Miró el reloj. Las nueve y treinta.
Llamó por el videófono a la corte de justicia de la calle Lombard.
—Quiero hablar con el Inspector Bryant —le dijo a la señorita Wild, la operadora.
—El inspector Bryant no está en su despacho, señor Deckard. Salió en su coche, pero en este momento no se encuentra en él. No responde.
—¿No dijo adonde pensaba ir?
—Era algo relacionado con los androides que retiró usted anoche.
—Póngame con mi secretaria.

Poco después, la cara triangular y anaranjada de Ann Marsten aparecía en la pantalla.

—Oh, señor Deckard. El inspector Bryant ha estado tratando de comunicarse con usted... Creo que ha propuesto su nombre al señor Cutter, el jefe, para una mención especial, por haber retirado a esos seis...
—Ya sé lo que he hecho —repuso Rick.
—Pero eso nunca había pasado antes. Ah, además, señor Deckard: ha llamado su esposa. Quiere saber si se encuentra usted bien. ¿Está bien?

Rick no respondió.

—De todos modos —continuó la señorita Marsten—, debería usted llamarla. Dijo que estaría en casa, esperando noticias...
—¿Sabe usted lo que le ocurrió a mi cabra?
—No. Ni siquiera sabía que tenía una.
—Me la quitaron.
—¿Quién, señor Deckard? ¿Ladrones de animales? Acabamos de recibir la denuncia de una nueva pandilla, probablemente muy jóvenes, que opera en...
—Ladrones de vida. 
—No comprendo, señor Deckard —dijo la señorita Marsten, mirándolo con atención—Señor Deckard, tiene usted muy mal aspecto. Parece fatigado y... Dios, su mejilla está sangrando.

Rick se llevó una mano a la cara. Una piedra, seguramente. Le habían arrojado más de una.

—Se parece a Wilbur Mercer —dijo la señorita Marsten.
—Soy Wilbur Mercer —respondió Rick—Me he fundido permanentemente con él y no puedo salir de la fusión. Estoy esperando a que eso ocurra, aquí, en algún lugar de la frontera de Oregon.
—¿Quiere que le envíe a alguien? ¿Un coche del departamento?
—No —dijo—Ya no estoy en el departamento.
—Ayer ha trabajado demasiado, señor Deckard —dijo la señorita Marsten, en tono de reproche—Lo que necesita es dormir bien. Señor Deckard, usted es nuestro mejor cazador de bonificaciones, y el mejor que hemos tenido nunca. Yo le avisaré cuando llegue. Váyase a su casa y a la cama. Y llame a su esposa, señor Deckard: está muy preocupada. Era evidente. Y usted tampoco está bien.
—Es por la cabra —dijo Rick—No por los androides. Rachael estaba equivocada. No tuve ninguna dificultad en retirarlos. Y en especial también se equivocó cuando dijo que no podría fundirme nuevamente con Mercer. El único que estaba en lo cierto era Mercer.
—Vuelva a la zona de la bahía, señor Deckard; a donde haya gente. No hay nada viviente cerca de Oregon, ¿verdad? ¿Está solo?
—Es curioso —respondió Rick—He tenido la ilusión, completamente real, de que era Mercer, y de que me arrojaban piedras. Pero no del modo en que se siente ante la caja de empatía. Con la caja de empatía uno siente que está con Mercer. La diferencia es que yo no estaba con nadie; estaba solo.
—Ahora dicen que Mercer es un impostor.
—Mercer no es ningún impostor —contestó Rick—A menos que la realidad sea una impostura —la sierra, pensó, el polvo, las piedras, todas diferentes—Temo que no podré dejar de ser Mercer. Una vez que se comienza, ya es demasiado tarde para retroceder —¿tendré que subir nuevamente? Para siempre, como Mercer... Atrapado por la eternidad—Adiós —dijo.
—¿Llamará a su mujer? ¿Me lo promete?
—Sí. Gracias, Ann —colgó. Una cama, pensó. La última vez que estuve en una cama fue con Rachael. Infracción al estatuto. Cópula con androides; absolutamente ilegal, aquí y en los mundos-colonia. Ahora debe estar de vuelta en Seattle, con los demás Rosen, reales y humanoides. Querría poder hacerte lo que tú me has hecho; pero no se puede, porque a los androides no les importa. Si te hubiera matado anoche mi cabra estaría viva. Ese fue mi error. Sí, pensó; todo surgió de allí. De eso y de acostarme contigo... Una cosa que me dijiste era verdad. He cambiado. Pero no del modo que tú habías previsto. 

De otro modo peor.
Y sin embargo, no me importa. Ya no me importa. No, después de lo que me ha ocurrido, cerca de la cumbre de la colina. Me pregunto qué habría pasado si hubiera seguido subiendo. Porque allí es donde Mercer muere, y donde su triunfo se manifiesta, al final del gran ciclo sideral.
Pero si soy Mercer no puedo morir, ni siquiera en diez mil años. Mercer es inmortal.

Una vez más cogió el videófono, para llamar a Irán.
Y se quedó congelado.
 



La piedra de hacer sopa

Hay relatos que te marcan, sea porque te enseñaron algo o porque te movilizaron, y nunca los olvidas. Uno de esos, al menos para mí, es "La piedra de hacer sopa", un cuento tradicional belga cargado de ironía y humor.
Días atrás una charla de amigos me lo recordó y, revisando la biblioteca de la casa de mis viejos, encontré, sin ser lo que estaba buscando, el libro escolar en el cual lo había leído. 
Quise por tanto darle prioridad ante el resto de los cuentos y libros que tengo "a la espera de ser subidos al blog" y compartirlo hoy.


LA PIEDRA DE HACER SOPA


Érase que se era un soldado que volvía de la guerra. Llegó un día a un pueblo, un día en que frío soplaba el viento, el cielo era plomizo y el pobre soldado tenía hambre. Se detuvo ante una casa de las afueras y pidió algo para comer.

- No tenemos nada ni siquiera para nosotros. - le dijeron, de modo que el soldado siguió su camino.

Se detuvo en la casa siguiente y volvió a pedir un mendrugo de pan.

- No tenemos ni para nosotros mismos - le volvieron a decir.
- ¿Tenéis acaso una gran olla? - preguntó el soldado.
- Si, tenemos un gran caldero de hierro.
- ¿Tenéis un poco de agua? - siguió preguntando el soldado.
- Si, de eso hay mucho - le contestaron.
- Llenad el caldero de agua y ponedlo en el fuego - dijo el soldado -, pues yo tengo una piedra para hacer sopa.
-¿Una piedra para hacer sopa? - preguntaron -. ¿Qué es eso?
- Pues es una piedra con que se hace sopa - explico el soldado. Todos se reunieron en su torno para ver la maravilla.

La dueña de casa llenó la gran olla con agua y la colgó sobre el fuego. el soldado sacó una piedra de su bolsillo, una piedra que no parecía muy diferente de las que uno puede recoger en la calle, y la arrojó a la olla.

- Ahora, dejadla que hierva - dijo. De modo que todos se sentaron a esperar que el agua hirviera -. ¿Podrías darme un poquito de sal? - dijo el soldado.
- Por supuesto - dijo la mujer, y sacó la sal de un tarro. El soldado tomó un puñado lleno y lo puso dentro de la olla, ya que ésta era grande. Todos se sentaron de nuevo a esperar.
- Unas pocas zanahorias no vendrían mal en esta sopa - dijo el soldado con añoranza.
- Oh, si es por eso, tenemos algunas - dijo la mujer, y sacándolas de abajo de un banquillo, donde el soldado las había visto, se las entregó. 

De modo que pusieron las zanahorias en el caldero. Y mientras éstas hervían, el soldado les contaba las aventuras que había corrido.

- Unas pocas patatas vendrían muy bien, ¿no les parece? - dijo en eso el soldado -. Espesarían un poquito la sopa.
- Tenemos algunas papas - dijo la hija mayor de la familia -. Las traeré. 

De modo que pelaron las papas y las pusieron en la olla y siguieron esperando que ésta hirviera.

- Una cebolla da muy buen gusto - dijo el soldado.
- Corre a la casa de al lado y pídele al vecino una cebolla - dijo el granjero a su hijo menor. 

El chico así lo hizo y volvió con tres cebollas. Mientras todos esperaban, siguieron contando chistes y narrando historias.

- ... Y no he probado repollo desde que partí de casa de mi madre - decía el soldado.
- Corre a la huerta y arranca un repollo - dijo la madre. Y una niñita salió corriendo y volvió con un repollo, que agregaron al caldo.
- No tardará mucho - dijo el soldado.
- Sólo un poquito más - dijo la mujer, revolviendo el caldo con un gran cucharón.

En ese momento llegó el hijo mayor de la familia. Había salido de caza y traía dos conejos.

- ¡Justo lo que necesitamos para darle el toque final! - exclamó el soldado, y fue cosa de pocos minutos que los conejos estuvieron limpios y cortados dentro de la olla.
- ¡Hum! - dijo el cazador que tenía hambre -. ¡Huele a muy buena sopa!
- El viajero ha traído una piedra - le explicó el granjero a su hijo - y está preparando una sopa con ella.

Por fin la sopa estuvo lista, y a todos supo muy bien. Hubo suficiente para todos: el soldado y el granjero y su mujer, la hija y el hijo mayor, la niñita y el niñito.

- Es una sopa maravillosa - dijo el granjero.
- Es una piedra maravillosa - dijo su mujer.
- Lo es - dijo el soldado - y siempre os dará el mismo resultado si utilizáis la receta que os he dado hoy.

de modo que terminaron la sopa. Y cuando el soldado se despidió, le regaló a la dueña de casa la piedra para pagarle su hospitalidad. La buena mujer se lo agradeció muchísimo.

- No es nada - dijo el soldado, y se fue de la casa sin piedra.

Pero por fortuna, encontró otra justo antes de entrar al pueblo siguiente.



jueves, 26 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XX - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XIX - Philip K. Dick"


CAPÍTULO XX


—Muy bien —dijo Harry Bryant cuando se enteró de las noticias—Vaya a descansar un rato. Enviaré un patrullero a recoger los cuerpos. Rick colgó.
—Los androides son estúpidos —dijo sin contemplaciones—Roy Baty no podía diferenciarme de usted; creyó que era usted quien estaba en la puerta. La policía vendrá a limpiar esto, ¿por qué no se queda en otro apartamento hasta que terminen? Supongo que no querrá quedarse aquí, ahora...
—Me iré de esta casa —dijo Isidore—Buscaré un lugar en el centro, donde haya más gente.
—Creo que hay un piso vacío en mi edificio —dijo Rick.
—No qui-qui-quiero vivir cerca de usted.
—Váyase —aconsejó Rick—No se quede aquí.

El especial titubeó, sin saber qué hacer. Una serie de expresiones mudas recorrió su rostro. Luego giró y se marchó. Dejó solo a Rick.

Qué trabajo horrible, se dijo Rick. Soy un flagelo, como las plagas, como el hambre. Adonde voy llevo la vieja maldición. Mercer lo dijo: estoy obligado a hacer el mal. Todo lo que he hecho, ha sido siempre malo. Desde el comienzo. Es hora de irse a casa. Quizá, cuando vea a Irán, podré olvidar.

Irán lo esperaba en el terrado de su casa. Lo miró con una extraña angustia; en todos los años que había pasado con ella jamás la había visto así.

—Ya se ha terminado todo —dijo, y la abrazó—Y he estado pensando: quizás Harry Bryant pueda transferirme a...
—Rick —dijo ella—Debo decirte algo. Lo siento. La cabra ha muerto.

Por alguna razón, eso no lo sorprendió. Simplemente le hizo sentirse peor, era una mera cantidad que se sumaba al peso que lo oprimía en todas partes.

—Creo que hay una cláusula de garantía —repuso Rick—Si el animal enferma antes de los noventa días, el vendedor...
—No se enfermó. Alguien vino —Irán carraspeó y continuó en tono grave—, la sacó de su cesta y la llevó hasta el borde del terrado.
—¿Y la empujó?
—Sí.
—¿Viste quién era?
—Con toda claridad —respondió Irán—Barbour estaba aquí todavía; bajó conmigo y llamamos a la policía, pero el animal estaba muerto y ella se había marchado enseguida. Era una muchacha de cara muy joven, pelo negro, ojos negros grandes, delgada. Tenía un abrigo largo de seda, un bolso grande, como de cartero. Y no hizo nada por ocultarse..., como si no le importara. 
—No, no le importaba —dijo Rick—A Rachael seguramente no le importaba que la vieras. Sin duda, quería que la vieras, para que yo supiera quién había sido —la besó—¿Y me has estado esperando aquí todo el tiempo?
—Sólo media hora. Fue hace media hora —Irán, con ternura, le devolvió el beso—Es horrible. Y tan inútil... 

Rick retornó a su coche aéreo, abrió la puerta y se instaló ante los mandos.

—No fue inútil —respondió—Ella tenía una razón; lo que le parecía una razón —una razón de androide, pensó.
—¿Adonde vas? ¿No quieres bajar y quedarte conmigo? La TV ha dado noticias tremendas; el Amigo Buster dijo que Mercer es un impostor. ¿Qué piensas, Rick? ¿Crees que pueda ser verdad?
—Todo es verdad —dijo Rick—Todo lo que las personas han pensado alguna vez —puso el motor en marcha.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —respondió Rick, y pensó: voy a morir. Estas dos cosas también son ciertas. 

Cerró la puerta, dirigió a Irán un gesto cariñoso y se elevó en el cielo nocturno.

En otros tiempos habría visto las estrellas, pensó. Hace años. Pero ahora sólo está el polvo y nadie ve nunca una estrella, al menos desde la Tierra. Quizás allá donde voy se vean las estrellas, se dijo mientras el coche ganaba velocidad y altura, y se alejaba de San Francisco hacia la deshabitada desolación del norte. Hacia un lugar adonde no iría ninguna criatura viva mientras no sintiera que el fin había llegado. 

Carta a una señorita en París - Julio Cortázar

Nunca me estusiasmó demasiado leer a Cortázar. 
En casa tengo ediciones de algo así como 40 años atrás de "El final del juego" y "Todos los fuegos el fuego", que pertenecían a mi viejo y que alguna vez, hace varios años,"tomé prestadas" creyendo que iban a gustarme. Confieso que tras un intento frustrado, dejé ambos libros de lado a medio terminar (o a medio comenzar si se quiere).
Anoche fui con uno de mis hermanos a ver "Estación Cortázar", un espectáculo de cuentacuentos realizado por Hablalapalabra, la Escuela Patagónica de Narración Oral de Neuquén. Varios fueron los relatos presentados, algunos con comicidad, otros con dramatismo, y ¿qué puedo decir? me dieron ganas de leer Cortázar.
El cuento que elegí es "Carta a una señorita en París" del libro "Bestiario" :D


                      Carta a una señorita en París




Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

martes, 24 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XIX - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XVIII - Philip K. Dick"



CAPÍTULO XIX

John Isidore bajó la vista y vio sus manos, aferradas a las asas gemelas de la caja de empatía. Mientras la miraba, absorto, las luces del living de su casa se apagaron. Vio que Pris corría a la cocina, para apagar la lámpara de la mesa. 

—Oye, J. R. —susurraba ásperamente Irmgard mientras le cogía por el hombro y le clavaba las uñas. Parecía no tener conciencia de lo que hacía. A la escasa luz que se filtraba del exterior, el rostro de Irmgard se veía distorsionado, con los ojos pequeños, huidizos, sin párpados—Tienes que ir a la puerta — susurró—, cuando golpee, si golpea. Y debes mostrarle tu identificación, y decirle que ésta es tu casa, y que aquí no hay nadie más. Y pedirle que te muestre una orden judicial.

Pris, de pie, del otro lado, con el cuerpo arqueado, murmuró:
—No lo dejes entrar, J. R. Haz cualquier cosa para que no entre. ¿Sabes lo que haría aquí un cazador de bonificaciones? ¿Comprendes lo que nos haría? 

Isidore se apartó de las dos androides y se dirigió a la puerta. Encontró sin dificultad, a oscuras, el picaporte, y se detuvo a escuchar. Podía sentir que el pasillo estaba como siempre: vacío, resonante, sin vida. 

—¿Oye algo? —preguntó Roy Baty, inclinándose. Isidore percibió el olor de su cuerpo; olor a miedo, un miedo que casi se materializaba en una niebla—Salga a mirar.

Isidore abrió la puerta y contempló el pasillo. El aire parecía limpio, a pesar del polvo. Todavía tenía en la mano la araña que Mercer le había dado. ¿Era realmente la misma que Pris había mutilado con las tijeras de uñas de Irmgard? Probablemente no, y nunca lo sabría. Pero estaba viva. Se movía dentro de su mano cerrada, sin picarle. Las mandíbulas de las arañas pequeñas no pueden atravesar la piel humana. 

Llegó al extremo del pasillo, descendió las escaleras y salió al exterior, a lo que había sido un sendero rodeado por un jardín. El jardín había muerto con la guerra, y el sendero estaba roto por todas partes. Pero Isidore conocía su superficie; sus pies la recorrían con agrado y la siguieron, junto al lado más largo del edificio, hasta el único punto verde de los alrededores. Era un metro cuadrado de hierbas cubiertas de polvo. Ahí depositó a la araña. Miró su ondulante camino una vez que hubo abandonado su mano. Pues bien, pensó, ya está. Y se incorporó. 

La luz de una linterna enfocó las hierbas. Las hojas y ramitas, que apenas lograban sobrevivir, parecían severas y amenazantes. Pudo ver a la araña, sobre una hoja de borde aserrado. 

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó el hombre de la linterna. 
—Traje una araña —respondió, sin comprender cómo el hombre no la veía. A la luz amarillenta, la araña parecía de mayor tamaño—Para que pueda escapar.
—¿Y por qué no se la ha llevado a su apartamento? Debería guardarla en un frasco. Según el Sidney de enero, la mayoría de las arañas han aumentado un diez por ciento. Podría conseguir algo más de cien dólares.
—Si la llevara arriba, ella volvería a cortarla en pedazos —respondió Isidore—Una pata tras otra, para ver qué hace.
—Cosa de androides —dijo el hombre. Sacó de su chaqueta algo que abrió y mostró a Isidore.

En la penumbra, el cazador de bonificaciones parecía un hombre corriente, no peligroso. Cara redonda, lampiña, rasgos suaves, como de burócrata. Metódico pero informal. Y no tenía el aspecto de un semidiós, como Isidore esperaba. 

—Soy investigador del departamento de policía de San Francisco. Deckard. Rick Deckard —cerró su carnet y se lo metió en el bolsillo—¿Están arriba? ¿Los tres?
—La verdad es que yo los estaba cuidando —repuso Isidore—Hay dos mujeres. Son los últimos del grupo; el resto ha muerto. Subí la TV de Pris desde su apartamento al mío, para que pudieran ver al Amigo Buster. Buster demostró sin lugar a dudas que Mercer no existe —Isidore se sentía excitado: sabía una cosa muy importante que el cazador de bonificaciones ignoraba.
—Subamos —dijo Deckard. Tenía un tubo láser apuntado contra Isidore; lo desvió—Usted es un especial, ¿verdad? Un cabeza de chorlito...
—Pero tengo un trabajo. Me ocupo de conducir el camión de —con horror, descubrió que se le había olvidado el nombre— del hospital de animales... El Hospital de Animales Van Ness, de propiedad de... de... Hannibal Sloat.
—¿Quiere indicarme en qué apartamento están? Hay más de mil en el edificio. Puede ahorrarme una buena cantidad de tiempo —su voz revelaba fatiga.
—Si los mata no podrá volver a fundirse con Mercer —dijo Isidore.
—¿No me quiere decir? ¿O indicarme el piso? Dígame sólo en qué piso es. Yo buscaré el apartamento.
—No —respondió Isidore.
—Según la ley federal y del estado —empezó Deckard, pero inmediatamente interrumpió y abandonó el interrogatorio—Buenas noches —se alejó y entró en el edificio, precedido por el sendero difuso y amarillento que esparcía su linterna.

Una vez dentro, Rick Deckard la apagó. Recorrió el pasillo a la escasa luz de las lamparillas embutidas, meditando. El cabeza de chorlito sabe que son androides. Lo sabía antes de que yo se lo dijera. Pero no comprende. Y por otra parte, ¿quién comprende? ¿Acaso yo? Y antes, ¿comprendía? Uno de ellos es un duplicado de Rachael, pensó. Tal vez el especial vivía con ella... ¿Le gustaría? Tal vez fuera precisamente ella la que, según él, despedazaría a la araña. Podría volver a coger esa araña; nunca he encontrado un animal vivo. Debe ser una experiencia maravillosa inclinarse y ver una cosa viva que se escabulle. Quizás algún día me ocurra.

Había traído un aparato para escuchar. Lo encendió; era un detector giratorio con una pantalla de centelleo. No se veía nada en ella. En la planta baja no es, se dijo. Pero en sentido vertical el detector daba una pequeña señal. Arriba. Con el aparato y su cartera subió las escaleras hacia el primer piso. Una figura acechaba en las sombras.

—Si se mueve lo retiro —dijo Rick. El hombre, esperándolo. Sentía en los dedos la dureza del tubo láser, pero ya no podía alcanzarlo ni apuntar. Había sido cogido de sorpresa.
—No soy un androide —dijo la figura—Mi nombre es Mercer —dio un paso y entró en una zona iluminada—Estoy en este edificio a causa del señor Isidore. El especial de la araña; has hablado unas palabras con él afuera.
—¿Es verdad lo que dijo el cabeza de chorlito? —preguntó Rick—¿Quedaré fuera del Mercerismo si hago lo que debo hacer dentro de unos minutos?
—El señor Isidore habló por él y no por mí —dijo Mercer—Lo que piensas hacer debe ser hecho; ya te lo he dicho antes —alzó el brazo y señaló las escaleras, a espaldas de Rick—Vine a decirte que uno de ellos está detrás de ti, abajo, y no en el apartamento. Es el más peligroso de los tres, y el que debes retirar primero —la vieja voz cascada se tornó urgente—Rápido, Deckard. En los escalones.
Con el tubo láser en la mano, Rick giró y se agachó. Por las escaleras subía una mujer. La conocía. Bajó el tubo. 

—Rachael —dijo, asombrado. ¿Lo habría seguido hasta aquí, en su propio coche? ¿Por qué?—Vuelve a Seattle. Déjame tranquilo —dijo—Mercer dice que debo hacerlo —advirtió entonces que no era exactamente Rachael.
—Por todo lo que nos hemos dado el uno al otro —dijo la androide con los brazos extendidos, como para aferrarlo. 

La ropa no es la misma, pensó Rick. Pero los ojos son los mismos ojos. Y hay más, toda una legión, cada una con su nombre, pero todas son Rachael Rosen, el prototipo utilizado por la fábrica para proteger a las demás. Disparó su arma mientras ella, con ademán suplicante, se lanzaba contra él. El cuerpo se dispersó en añicos; Rick se cubrió la cara; luego miró y vio el tubo láser que ella traía, rebotando escalón por escalón. El ruido del tubo metálico resonó, se alejó, se tornó más lento. El más peligroso de los tres androides, había dicho Mercer. Buscó a Mercer, pero el anciano se había marchado. 

Quizá me persigan con copias de Rachael Rosen hasta matarme, pensó, o hasta que el modelo quede obsoleto, lo que ocurra primero. Pero ahora, los otros dos. Mercer me dijo que ella estaba en la escalera. Mercer me salvó. Se manifestó y me ayudó. Si Mercer no me hubiera avisado, ella me habría matado. Ahora puedo ocuparme del resto. Ella sabía que yo no podía atacarla; que para mí era imposible.

Y ahora todo ha terminado, en un instante. He hecho lo que no podía hacer. A los Baty los puedo atacar del modo corriente. Serán difíciles, pero no de esta manera. 

Estaba a solas en el pasillo, junto a la escalera. Mercer había terminado su obra y se había marchado. Rachael —o mejor dicho, Pris Stratton— yacía diseminada, de modo que estaba solo. Pero en alguna parte del edificio los Baty lo esperaban. Sabían lo que él había hecho. Probablemente estaban asustados. Esa había sido su defensa, la respuesta a su presencia en el edificio. Y sin la ayuda de Mercer, ellos habrían triunfado. Pero para ellos había llegado el invierno.

Hay que proceder velozmente, se dijo. Avanzó por el pasillo y de repente su detector registró la cercanía de la actividad cerebral. Había encontrado el apartamento. Ya no necesitaba el aparato; lo dejó en el suelo y golpeó la puerta. 

—¿Quién es? —preguntó una voz de hombre.
—Soy Isidore —respondió Rick—Yo los estoy cuidando, a usted y a las do-do-dos mu-mujeres.
—No abriremos —dijo una voz femenina.
—Quiero ver al Amigo Buster en la TV de Pris —continuó Rick—Ahora que Mercer no existe es muy importante ver su pro-programa. Yo me ocupo de conducir el camión del Hospital de Animales Van Ness, cuyo propietario es el señor Hannibal Sloat... Abran... Esta es mi casa —aguardó y la puerta se abrió. En la oscuridad vio dos formas indistintas.
—Debe hacernos el test —dijo la forma más pequeña, la mujer.
—Es demasiado tarde —repuso Rick. La figura más alta intentó cerrar la puerta y poner en marcha algún aparato electrónico—Voy a entrar —dijo Rick. Dejó que Roy Baty disparara primero, y eludió el rayo—Ahora han perdido sus derechos legales. Deberían haberme obligado a aplicar el test de Voigt-Kampff. Pero ya no tiene importancia —Roy Baty disparó de nuevo, erró y desapareció en el interior del apartamento, quizás en otra habitación, abandonando el equipo electrónico.
—¿Por qué Pris no lo mató? —preguntó la señora Baty.
—No hay ninguna Pris —respondió Rick—Sólo Rachael Rosen, una tras otra —vio el tubo láser en la mano de ella, en la penumbra: Roy Baty se lo había dado, tratando de atraerlo al interior mientras ella lo atacaba por la espalda—Lo siento, señora Baty —dijo Rick, y disparó.

En la otra habitación, Roy Baty lanzó un grito angustioso.
—Sí, la amaba usted —dijo Rick—Y yo amaba a Rachael, y el especial amaba a la otra Rachael —avanzó y disparó contra Roy Baty; su gran cuerpo estalló y se desmoronó como una pila mal asentada de pequeños objetos separados y quebradizos. Cayó sobre la mesa de la cocina y arrastró platos y tazas en su caída. 

Algunos circuitos reflejos hacían que partes del cuerpo caído se movieran, pero estaba muerto. Rick lo ignoró. No lo miró, ni tampoco al cuerpo de Irmgard Baty.

Era el último, pensó Rick. Seis en un día. Casi un récord. Ahora todo ha terminado, puedo irme a casa, puedo regresar a Irán y a la cabra. Y por una vez tendremos un poco de dinero.

Se sentó en el diván, y en medio del silencio apareció en la puerta el señor Isidore, el especial.

—Es mejor que no mire —dijo Rick.
—La vi en la escalera. A Pris —el especial lloraba.
—No se lo tome usted así —dijo Rick. Se puso de pie con esfuerzo, mareado—¿Dónde está el videófono?

El especial no contestó. Permanecía inmóvil. Rick buscó el videófono, lo encontró y llamó al despacho de Harry Bryant.