Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

martes, 24 de marzo de 2015

Paranoia - Alberto Vanasco

No recuerdo cómo fue que este cuento llegó a mis manos. Lo acabo de encontrar en mi computadora en la carpeta de descargas. Tal vez me lo pasó alguien y allí quedó, desde hace tiempo, sin leer... O tal vez lo descargué cuando buscaba "La ventana indiscreta" de Cornell Woolrich (porque hay un film llamado "Paranoia"... pero ¡ojo!, "La ventana indiscreta" no está relacionado con este cuento ¡eh!). Nunca había leído a Alberto Vanasco antes así que este es el primer escrito suyo que leo. 
Alberto Vanasco fue un escritor vanguardista argentino. Nació en Buenos Aires en 1925 y falleció en 1993. Aunque desconocida por mí, su trayectoria fue importante y cuenta con un gran número de obras. "Paranoia" pertenece a "Memorias del futuro"(1976), un libro de cuentos de ciencia ficción. 




Paranoia

Mendizábal había leído la noticia la noche anterior, antes de acostarse, pero no le había prestado una especial atención. La había leído, simplemente, entre otras informaciones y después había doblado el periódico con sumo cuidado como era su costumbre, y se había ido a la cama.

Ahora lo había recordado y de un salto fue hasta el comedor y volvió con el diario.

Buscó la información y volvió a leerla. El cable decía así: “Málaga, 19 (U.P.) El sábado por la noche numerosas personas afirmaron haber visto maniobrar sobre el mar una flotilla de objetos voladores que luego se perdieron en lo alto. Al parecer se han observado fenómenos similares en diferentes ciudades de Europa y América”.

Pequeñas anomalías ocurridas esa mañana habían hecho que se acordara: primero fue cuando Delia le trajo el desayuno y comprobó que ya eran las siete y media de la mañana.

—Son las siete y media —había dicho él, mientras se incorporaba sobre un codo para poner la bandeja en el costado.
—Se me hizo tarde —aclaró ella— Tuve que usar el calentador a alcohol.
—¿Por qué?
—No hay gas.
—¿Lo cortaron?
—Supongo que sí. Ayer estaban arreglando las cañerías en la calle.

Pero después, cuando fue a afeitarse, comprobó que tampoco había agua en el baño.

—¡Tampoco hay agua! —le dijo a su mujer.
—No. Tampoco. Deben estar arreglando los caños de la calle. Tuve que hacer café con lo que había quedado en la pava.
—Es raro —se limitó a comentar él y trató de peinarse y de lavarse los dientes con el poco de agua que había sobrado. Y cuando por fin quiso prender la radio para escuchar el noticioso no tuvo más remedio que aceptar que tampoco había corriente.
—Es demasiado — dijo entonces, y en ese momento recordó la noticia: trajo el diario y se echó de nuevo en la cama.
—Aquí está la explicación —le dijo a Delia.
—¿La explicación de qué? —dijo ella.
—De todo. ¿Te parece normal que corten el gas, la luz y el agua, todo al mismo tiempo?
—Sí, creo que es normal —dijo ella—. Siempre están cortando algo. Algún día tenía que faltar todo a la vez.

Mendizábal le leyó entonces, en voz alta, la noticia que traía el diario. Recordó después que el día anterior había leído algo parecido. Buscó en la pila de periódicos que había debajo del televisor y no tardó en encontrar la página. También le leyó a Delia esta noticia: “Ayer han sido observados siete gigantescos OVNIS en siete ciudades distintas de América latina. Se trata, según las declaraciones de los testigos, de platos voladores madres pues han visto desprenderse de ellos otras naves más pequeñas que al cabo de realizar rápidos vuelos regresaron al aparato principal.”

—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo ella.
—Son los marcianos. Al fin nos han invadido.
—Estás loco —dijo Delia—. Vestite de una vez y andá a trabajar. Ya van a ser las ocho.
—¿Dónde está la portátil? —preguntó él.

Buscó en el ropero y sacó la pequeña radio a transistores que en vano intentó hacer funcionar: ningún sonido partía del diminuto parlante.

—¿No te lo dije? —insistió con maligna satisfacción-. Las radios han dejado de transmitir. Toda la ciudad está en poder de los marcianos.
—Las pilas están gastadas, eso es lo que sucede. Desde el año pasado que no las cambiamos.
—Vos a todo querés encontrarle una justificación. Pero yo te lo puedo asegurar: han bajado a la Tierra y están ocupando todos los países.

Salieron al balcón y desde aquel tercer piso pudieron contemplar la calle desierta, los frentes de los negocios cerrados, los autos inmóviles, vacíos junto a las dos aceras.

En la esquina un policía cruzó la calzada y se detuvo un momento sobre el cordón, con una pierna en alto, y después desapareció detrás de la ochava. Pasó un ómnibus con tres pasajeros estáticos, absortos, que miraban con fijeza hacia adelante como tratando de reconstruir mentalmente y esforzadamente algo. Pasó también una camioneta conducida por una monja y donde viajaban cuatro monjas más.

—¿Viste? —dijo ella.
—Mirá —dijo Mendizábal—. Los negocios están cerrados.
—Siempre están cerrados a esta hora —dijo Delia—. Es mejor que te vayas enseguida.

Lo empujó hacia la puerta mientras le ayudaba a ponerse el saco, y después lo oyó bajar las escaleras porque el ascensor, por supuesto, no andaba.

Cuando se vio sola fue hasta el teléfono y levantó el auricular: en efecto, no había tono; discó dos o tres números y constató que habían cortado la línea. Se asomó nuevamente a la calle y pudo divisarlo a él cuando llegaba a la esquina y doblaba por la avenida para esperar el ómnibus. En ese preciso momento una señora gorda volvía del mercado con un bolso repleto y después de cruzar se fue acercando con toda parsimonia por la vereda de enfrente. Delia cerró las puertas del balcón y fue hasta la cocina de donde regresó con el escobillón y un trapo para la limpieza,

No había terminado de tender la cama cuando sintió el golpe de la puerta al cerrarse; y Mendizábal se precipitó en el dormitorio y se lanzó sobre el ropero de donde, después de subirse a una silla, empezó a sacar cosas atropelladamente. Tiraba mantas y valijas sobre la cama. Delia se había quedado allí tiesa, tensa, con una almohada en las manos y la boca entreabierta.

—Te lo dije, son ellos. Han ocupado la ciudad. Han tomado las casas. Y se han llevado a la gente.

Lo que Mendizábal estaba ahora sacando del estante superior del ropero eran armas de fuego: una carabina, dos pistolas y una ametralladora de mano.

Después empezó a buscar y a sacar las cajas de proyectiles.

—¿De dónde trajiste todo eso? -dijo Delia.
—Las fui comprando de a poco para un caso como éste. Estaba seguro de que pasaría.

Mendizábal arrastró el armamento hasta el balcón y sin esperar más comenzó a disparar ráfagas de ametralladora hacia la calle hasta terminar la carga y después tiró con la carabina y por último empuñó las pistolas. Disparaba hacia abajo, hacia la esquina, hacia las ventanas del edificio público que tenían enfrente. Delia se había quedado congelada, de pie en el centro del comedor con una mano tapándose la boca.

—No te quedés ahí como una estatua —le gritó él—. Cargame de nuevo las armas.

Ella se hincó junto a las cajas de proyectiles y repuso el cargador de la metralleta y después el de la carabina. Mendizábal hacía fuego ahora espaciadamente. A veces apuntaba con un gran cuidado y al rato, por fin, tiraba. Por lo visto, todos en la vecindad se hallaban ocultos.

Se oyó llegar varios coches de la policía y sonar las sirenas agudas como un alarido y en una de las ventanas de enfrente resonaba la voz del megáfono:

—¿Hay alguien más ahí en esa casa? ¿No puede usted detener a ese loco?

Delia no respondió: se limitó a levantar un brazo haciendo un ademán que quería ser de impotencia. Después, desde el otro lado de la calle, también hacían fuego.

—Quienquiera sea usted —seguía el megáfono, arroje las armas a la calle. Dentro de unos segundos desalojaremos el edificio.
—¡Busquen un médico! —gritó Delia—. ¡No está bien de los nervios!
—¡Vamos a la azotea! —exclamó Mendizábal y tomándole una mano, la arrastró a ella escaleras arriba, con todos sus paquetes de municiones. Cuando llegó a la terraza cerró la puerta con llave y se asomó sobre el antepecho barriendo la calle con las descargas de su ametralladora.

Entonces, desde un piso más alto, volviose a oír la voz del megáfono:

—Sixto Mendizábal, sabemos quién es usted. No tema. No le pasará nada. Arroje sus armas a la calle y levante los brazos.

La única respuesta de Sixto fue una rabiosa, furiosa, cerrada, interminable descarga contra los ventanales del edificio público. Se oyó luego un grito y casi en seguida las sirenas de otros autos que llegaban.

Delia se debatía mientras tanto llenando y volviendo a llenar compulsivamente el almacén de cada una de las armas, quemándose las manos con los caños humeantes.

—Le damos un minuto —dijo el megáfono—. Dentro de un minuto asaltaremos esa azotea.

Delia vio a varios uniformados que corrían a guarecerse tras las chimeneas cercanas. Contó cinco, diez. Estaban rodeados. Lo miró después a Sixto, enardecido, frenético, enajenado. En un arrebato de cordura levantó las cuatro armas y las arrojó a la calle. Mendizábal se volvió hacia ella:

—¿Por qué lo hiciste? —dijo. Pero fue lo último que dijo. Los hombres uniformados se aproximaron en círculo y con una descarga compacta acabaron con él. Cayó con los brazos abiertos sobre las baldosas, perforado como una bestia salvaje. Delia quedó de pie, inerte junto al cuerpo de Sixto, como cataléptica, y cuando ellos se acercaron no dirigieron ni una mirada al cadáver ni se ocuparon de él. La tomaron a ella y le ataron los brazos atrás. Después, la condujeron escaleras abajo.

Y mientras se la llevaban en uno de los coches, con una mordaza en la boca, ella pudo ver que cada uno de aquellos seres uniformados tenía una cresta coriácea, una horripilante y monstruosa excrescencia de escamas en la espalda, que les llegaba desde la cabeza hasta más abajo de la cintura.



lunes, 23 de marzo de 2015

Ligustros en flor - Juan José Saer

Tiempo atrás compartí con ustedes "La conferencia" y "La olvidada" de Juan José Saer, escritor argentino. En el primero, la realidad se mezcla con lo onírico. En el segundo, un observador imagina y deduce acontecimientos según el juicio que realiza acerca de lo que ve. 
Al igual que los otros cuentos, "Ligustros en flor" pertenece a la recopilación "Lugar" y nos trae, esta vez, las reflexiones de un astronauta...¿Cuál es el límite de nuestro conocimiento o, mejor dicho, de nuestra ignorancia?¿En cuanto afecta ese límite el estudio del universo?¿Tiene sentido ese estudio? y, finalmente, ¿Cuál es el límite de nuestra propia existencia?



Ligustros en flor

a Alejandra y Frederic Compain


Observé largamente mis pies esta noche, y me parecieron más misteriosos que el universo entero. Con ellos, hace algunos años, anduve caminando durante dos horas y cincuenta y cuatro minutos por el suelo polvoriento de la luna. Fue mi segunda misión por esos lados, aunque la primera consistió solamente en un vuelo de circunvalación; unas pocas revoluciones en la órbita lunar, y hasta más ver: de vuelta a casa.

En la segunda expedición, donde Brown y yo alunizamos realmente (Andy Wood nos esperaba girando en órbita en el módulo principal de la nave), el paseo duró un poco más, pero un desperfecto en las cámaras de televisión, semejante al que se produjo cuando la expedición Apolo 12, rebajó el alcance del acontecimiento, y nos ocurrió a nosotros lo mismo que al alunizaje de esa expedición, que por no existir en imagen, se desvaneció también en la realidad y cayó en el más completo olvido. De la expedición Challenger 3, que tuve el honor de dirigir, la indiferencia del público y un olvido casi inmediato fueron el único resultado desalentador, lo que en mi fuero íntimo consideré altamente satisfactorio, porque ya desde antes de haber dado mi paseo por la luna, había decidido que al volver me retiraría para siempre de mi oficio de astronauta. Y hoy por hoy nada me impide considerar como mío el curioso pensamiento de un discutido filósofo austríaco: "¿Puedo siquiera considerar seriamente la mera hipótesis de haber estado alguna vez en la luna?".

El tedio, que desde luego considero más temible que los supuestos peligros desconocidos que acechan al explorador del espacio, fue la causa principal de mi retiro anticipado al que, después de nuestro fiasco, habría que agregar mi negativa a persistir en el ridículo, ya que no podría dársele otro nombre al hecho de que nuestra expedición, concebida con fines de propaganda, a causa de unas cámaras defectuosas, pasó prácticamente desapercibida para el público mundial. Cuando mis superiores me informaron de que nuestra misión principal, a la que debíamos subordinar imperativamente todas las otras, consistía en clavar en la superficie de la luna y en directo para varios miles de millones de espectadores la bandera de nuestro país, supe de inmediato que acababa de confirmarse la sospecha que venía persiguiéndome desde tiempo atrás: todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la señora de la limpieza, estaban locos.

Brown debía pensar lo mismo, pero aunque nos estimábamos y confiábamos uno en el otro, me hubiese resultado difícil desmantelar su prudencia que, aparte de la rebelión, es en nuestro país la única arma de que disponen para sobrevivir los miembros de su raza. Probablemente también él, aunque no lo dijese, estaba cansado de ser, de los proyectiles que se lanzan en esas insensatas experiencias de balística que llaman programa espacial, la munición que va adentro. Mientras lo observaba puntear con su palita el suelo ajeno de la luna, como la tierra en que sus antepasados vienen haciéndolo desde hace siglos, no podía dejar de preguntarme en qué momento iba a tirar la pala lo más lejos posible dando fin con ese acto significativo a su carrera de astronauta.

Como lo demuestro en mi estudio inédito Interés comercial y militar de la conquista del espacio 95 por ciento; interés científico 4,95 por ciento; interés filosófico 0,05 por ciento, de esos tres aspectos es evidente que es el científico el que puede reivindicar para sí mismo con justicia el colmo del ridículo. El filosófico es inexistente, y el financiero y político-militar, por rastrero que sea, parece corresponder mejor al verdadero nivel moral de la humanidad: y no tengo escrúpulos en escribir lo que antecede, aunque sé que los que creen conocerme a fondo, piensan de mí que, desde que volví de la luna, como si habiendo contemplado a los hombres desde tan arriba hubiese descubierto su tamaño verdadero, he caído en la misantropía.

Para nada: lo que pasa es que allá arriba —adverbio que por otra parte únicamente para nuestra situación singular tiene algún sentido— las sospechas se vuelven, de una vez por todas, evidencia. Cualquiera sabe que el universo es un fenómeno casual que, aunque desde nuestro punto de vista parezca estable, en lo absoluto no es más que un torbellino incandescente y efímero, de modo que allá arriba no es en ese sentido que la evidencia se presenta. Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo aprendí no fue sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite, es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, llevamos con nosotros ese límite. Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las dos o tres cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada, pero en nada, la extensión de nuestra ignorancia. No cabe duda de que sabemos un poco más de nosotros mismos cuando, dejando nuestro pueblo natal, vamos a una gran ciudad, y después a otro continente, donde los hombres son un poco diferentes de nosotros, por sus rasgos exteriores, su religión, sus costumbres, pero ese poco más que sabemos no modifica para nada la cantidad de nuestro saber, en relación con lo que ignoramos, y esto no es una reflexión moral sino un simple cómputo. De modo que el provecho científico de nuestras expediciones es más bien escaso. Que quede claro: como todas las otras, la conquista del espacio es principalmente obra de comerciantes y guerreros, y sus aspectos científicos son puramente logísticos y pragmáticos. Si hubiese hombres en la luna, como los había en África y en América, los reduciríamos a la esclavitud o acabaríamos con ellos. Si los hombres fuesen mejores, tal vez hubiese valido la pena ir a la luna.

Mis valencias turísticas son limitadas. Ver la tierra desde la luna y pasearme por ese suelo polvoriento, oyendo el chasquido de mis zapatos gruesos contra las esférulas y los pedruzcos de piroxena, olivina y feldespato, chirriar la materia vitrificada y muerta bajo las suelas, no me produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por los hábitos de la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido por un padre militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto de Gobi. No digo que no me haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico. Tal vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pero también eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las mañanas indecisas y turbias en las que mi situación parece sin salida, la forma estriada y ancha de esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en venir a estamparse, nítida y excluyente, durante horas e incluso durante días, en la zona clara de mi mente.

El fragmento de mundo que hollábamos, Brown y yo, igual que la tierra paciente que nuestra especie había desfigurado con sus pasos, dejaba intacto el infinito. (Sé que los llamados hombres de ciencia consideran que el universo es finito, pero si eso es cierto, lo es en una escala diferente a aquella en que se sitúan los que han formulado la hipótesis.) Saber algo sobre la luna: tal era nuestra ilusión, ya que confundíamos experiencia y conocimiento. Encerrados en las cápsulas de nuestros trajes espaciales, deambulábamos en la penumbra grisácea, indiferentes a la esfera azul que flotaba, fantasmal, a lo lejos, en el firmamento negro, mientras esperábamos que el módulo principal de la nave, con Andy Wood adentro, después de dar el número previsto de revoluciones en la órbita lunar, pasara a recogernos para llevarnos de vuelta a la tierra.

Presentía a Brown encapsulado en su piel negra, igual que yo en la mía, y tuve la impresión, mientras dábamos nuestros pasos torpes y lentos, punteando aquí y allá con nuestras palitas especiales, unos cilindros metálicos que clavábamos en el suelo y retirábamos llenos de materia lunar, que estábamos aislados uno del otro por una serie de envoltorios y de cápsulas que nos volvían mutuamente desconocidos y remotos. ¿Para qué ir tan lejos a develar misterios si lo más cercano —yo mismo por ejemplo— es igualmente enigmático? La yema de los dedos y la luna son igualmente misteriosos, pero los cinco sentidos son más inexplicables que la totalidad de la materia ígnea, pétrea o gaseosa, de modo que excavar la luna, sondear el sol o visitar Saturno, como han dado en llamar caprichosamente a esos objetos sin nombre apropiado y sin razón de ser, no resolverá nada.

Tales son mis pensamientos tenues cuando me paseo por las calles, tan polvorientas como las de la luna, pero en las que mis huellas se desvanecen, fugitivas, casi en el mismo momento en que las imprimo, de mi pueblo natal. La vejez y lo que sigue me ha dado cita para uno de estos días en alguna de sus esquinas desiertas. Es inconcebible que la luna exista, casi tanto como que exista yo. Que haya un universo es por cierto misterioso, pero que yo esté caminando esta noche de primavera en la penumbra apacible de los árboles lo es todavía más. Así como ver la esfera azul desde la luna permitía poseer un punto de vista suplementario pero no volvía las cosas más claras, haber estado en la luna no me reveló nada nuevo sobre ella y, a decir verdad, me gusta más verla desde aquí, redonda, brillante y amarilla. Allá arriba, la proximidad no mejoraba mi conocimiento, sino que la volvía todavía más extraña y lejana. Desde acá sigue siendo un enigma, pero un enigma familiar como el de mis pies, de los que no podría asegurar si existen o no, o como el enigma de que haya plantas por ejemplo, de que haya una planta a la que le dicen ligustro y que, cuando florece, despida ese olor, y que cuando se la huele, es el universo entero lo que se huele, la flor presente del ligustro, las flores ya marchitas desde tiempos inmemoriales, y las infinitas por venir, pero también las constelaciones más lejanas, activas o extintas desde millones de años atrás, todo, el instante y la eternidad. Y sobre todo que, gracias a ese olor, por alguna insondable asociación, mi vida entera se haga presente también, múltiple y colorida, en lo que me han enseñado a llamar mi memoria, ahora en que al pasar junto a un cerco, en la oscuridad tibia, fugaz, lo siento.


domingo, 22 de marzo de 2015

Sonetos I a X de William Shakespeare

Ayer leí en algún lugar que el 21 de Marzo es el día internacional de la poesía. Llego un día tarde pero pensé en compartir algunos sonetos de William Shakespeare. En julio del 2013 publiqué los sonetos XV y XVI y siempre tuve la intención de publicar algún otro pero no lo hice. En realidad, quisiera publicar alguna de sus obras de teatro. Y calculo que lo haré en breve. Si me decido por alguna, será la próxima lectura ya que hay poco teatro en este blog... Si no, quedará para más adelante.
Todos conocemos a William Shakespeare por lo que en la entrada anterior del blog no escribí sobre él. Olvidé que aunque lo conozcamos ayuda saber de un autor para ubicarse en época... Shakespeare vivió en Inglaterra entre 1546 y 1616 y, además de escribir teatro - y poesía - fue actor. Sus obras perduran aún hoy así como la discusión sobre si era él realmente el autor o no de las mismas. Existen tan pocos datos sobre su vida que muchos creen que "William Shakespeare" sería sólo un seudónimo... 
A continuación los sonetos I a X en español. Las versiones originales en inglés antiguo y moderno, así como algunas explicaciones, pueden verlas en Shakespeare´s Sonnets



1
Deseamos fruto de los más hermosos
Que dé vida a la flor de la belleza,
Pues cuando el Tiempo agoste lo maduro
Perdurará en el vástago el recuerdo.
Mas tú, enamorado de tus ojos,
Con tu propio ardor tu luz inflamas
Y siembras carestía en la abundancia,
Cruel contigo mismo, y tu enemigo.
Hoy eres del mundo adorno grácil,
Sólo heraldo de alegre primavera,
Mas ahogas el brío en tu capullo
Y en pródiga avaricia te consumes.

Al mundo compadece, o vorazmente
La tumba engullirá lo que es del mundo.

2
Cuando el asedio de cuarenta inviernos
En tu erial de belleza abra trincheras,
Tu juvenil librea, hoy admirada,
Será un paño raído y harapiento.
Y cuando te pregunten dónde ha ido
El tesoro de tus días más lozanos,
Responder que a tus hundidos ojos
Afrentoso sería, un vano alarde.
Cuánto más elogioso a tu belleza
Sería decir: "Esta criatura
Mi deuda salda y a mí me justifica,
pues vuestra es la belleza que ha heredado".

Así en la vejez joven serías,
Verías arder tu sangre ya enfriada.

3
Di al rostro que ves en el espejo
que ese rostro ya debe formar otro,
Pues si hoy tu lozanía no renuevas,
Defraudarás al mundo, y a una madre.
¿Pues dónde está la bella cuyo vientre,
Siendo virgen, rehúse esa labranza?
¿O quién tan neciamente será tumba
De su posteridad por amor propio?
Reflejas a tu madre, que en ti evoca
El abril de su grácil primavera;
Así, por la ventana de los años,
Verás en la vejez tu edad dorada

Más si prefieres no ser recordado
Muere soltero, y matarás tu imagen.

4
Pródiga belleza, ¿por qué gastas
En ti mismo tu herencia de hermosura?
Natura no regala, sólo presta,
Y presta, generosa, a quien la imita.
Bello avaro, ¿por qué desaprovechas
Tu fortuna cuantiosa sin brindarla?
Pésimo usurero, ¿cómo usas
Una suma tan grande y nada obtienes?
Pues empeñado en comerciar contigo
Contigo te defraudas de ti mismo.
Cuando venza el plazo de Natura,
¿Qué dejarás a tu acreedora?

Si ahorras tu belleza, irá a la tumba;
Inviértela, y será tu albacea.

5
Las horas que gentiles fabricaron
Lo que es blanco de todas las miradas
Serán tiranas de su propia obra
Y afearán lo bello y excelente.
Pues cada estío el Tiempo infatigable
Arroja al cruel invierno y lo destruye,
Savia congelada, hojas caídas,
Belleza mustia y desnudez doquiera.
Si la líquida esencia del estío
En muros de cristal no se encerrara,
Morirían el fruto y la belleza,
Ni siquiera el recuerdo quedaría.

Mas la flor destilada, en pleno invierno,
Si muerta en apariencia igual perdura.

6
Que la mano rugosa del invierno
No te impida destilar tu estío;
Endulza algún cristal, atesorando
Tu belleza antes que se agoste.
El interés no es prohibida usura
Si gratifica a quien contrae la deuda,
Pues serás uno más con la ganancia,
Diez veces más feliz si diez por uno.
Diez veces más feliz serías que ahora
Si diez veces tu imagen acuñaras,
Pues ¿qué haría la muerte si partieses
Y en tu posteridad siguieras vivo?
No seas obstinado, eres muy bello
Para dejar tu herencia a los gusanos.

7
Cuando en el Oriente la luz grácil
Yergue la cabeza envuelta en llamas,
Su nueva aparición celebran todos
La majestad sagrada contemplando.
Y una vez que trepó a la abrupta cima
Y semeja un maduro mozo altivo,
Los mortales veneran su belleza
Presenciando el peregrinaje de oro.
Mas cuando baja el carro fatigado
Marchándose del día como un viejo,
Los ojos reverentes se distraen
Y no miran la estela que desciende.

Así pasará tu mediodía:
Sin hijos, morirás inadvertido.

8
Eres música y la música te aflige,
Y así opones lo dulce a la dulzura:
¿Por qué amas tanto lo que no te agrada
O bien te agrada tanto lo que odias?
Si la unión de sonidos armoniosos
Que se enlazan ofende tus oídos,
son dulce reprimenda a quien se obstina
En guardar para sí lo que a otros debe.
Observa que las cuerdas desposadas
Se pulsan entre sí de mutuo acuerdo,
Y cual esposo, hijo y tierna madre
Cantan al unísono una nota:

Muchos cantos en uno, sin palabras,
Que repiten: "Solo serás nadie."

9
¿Por temor al llanto de tu viuda
Te consumes en vida solitaria?
Ah, si mueres sin dejar simiente
Será el mundo tu esposa abandonada.
Y será una viuda inconsolable
Pues de ti no tendrá ningún recuerdo,
Mientras cualquier otra se conforta
Evocando al esposo con los hijos.
Lo que un pródigo derrocha en este mundo
Cambia de bolsillo, pero queda,
Mas lo bello en el mundo se consume
Y por falta de uso es destruido.

No hay amor por los otros en el pecho
Que se inflige a sí mismo tanto daño.

10
Qué descaro decir que amas a alguien
Cuando tan negligente eres contigo;
Di si quieres que muchas te desean,
Pero es más que evidente que no amas.
Pues un odio tan cruento te domina
Que atentas sin piedad contra ti mismo
Y entregas tu morada al deterioro
En vez de preservarla dignamente.
Cambiaré de opinión cuando tú cambies
Y el dulce amor, no el odio, sea tu huésped
Sé igual que tu figura, amena y grácil,
O al menos sé gentil con tu persona.

Por mi amor, tu imagen multiplica,
Y en ti perdurará, o en lo que es tuyo.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VII - Final

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VI"




CAPITULO VII 



Cuatro días después de estos cu­riosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville House. 

La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabe­za con un gran penacho de plumas de avestruz, que se inclinaban como saludando. 

La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. 

A cada lado del carro y de les coches marchaban los criados, lle­vando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e imponente. 

Lord Canterville presidía el due­lo; había venido del País de Gales expresamente para asistir al entie­rro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia. 

Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y de­trás Washington y los dos mucha­chos. 

En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que después de haber sido atemori­zada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía real­mente derecho a verle desaparecer para siempre. 

Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últi­mas oraciones, del modo más solem­ne, el reverendo Augusto Dampier. 

Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una an*igua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas. 

Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando en­cima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas. 

En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus rayos de silen­ciosa plata, y de un bosquecillo cer­cano se elevó el canto de un ruise­ñor. 

Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso a la casa. 

A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciu­dad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. 

Eran magníficas. Había sobre to­do un collar de rubíes, en una anti­gua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal canti­dad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el aceptarlas. 

-Milord -dijo el ministro-, sé que en este país el concepto de va­nos muertas, se aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tie­rras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de fa­milia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fue­ra restituida en circunstancias extra­ordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por esas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmen­te por la señora Otis, cuya autori­dad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios in­viernos en Boston cuando era una jovencita, que esas piedras precio­sas tienen un gran valor monetario y que'si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas cir­cunstancias, lord Canterville, reco­nocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de mi fa­milia. Además de que todas esas ba­ratijas y chucherías y todos esos ju­getes, por muy apropiados y nece­sarios que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fue­ra de lugar entre personas educadas de acuerdo con los severos princi­pios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la sencillez re­publicana. Quizá me atrevería a de­cir que Virginia tiene gran interés en que le deja usted la cajita que encierra esas joyas en recuerdo de las locuras y de los infortunios de su antepasado. Y como esa caja ya es muy vieja y, por consiguiente, de­terioradísima, quizá encuentre us­ted razonable acoger favorablemen­te su deseo. En cuanto a mí, con­fieso que me sorprende grandemen­te ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Me­dia, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, a poco de re­gresar la señera Otis de una excur­sión a Atenas. 

Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discur­so del digno ministro, atusándose de vez. en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involun­taria. 

Una vez que hubo terminado mís­ter Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó: 

-Mi querido amigo, su encanta­dora hija ha prestado un servicio im­portantísimo a mi desgraciado ante­cesor, sir Simón. Mi familia y yo es­tamos llenos de gratitud hacia ella por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda algu­na, y creo que si tuviese yo la su­ficiente insensibilidad para quitárse­las, el viejo malvado saldría de su tumba al cabo de quince días para hacerme la vida infernal. En cuan­to a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un tes­tamento en forma legal, y la existen­cia de estas joyas permaneció siem­pre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, mís­ter Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo in­ventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le perte­necía a él. 

Míster Otis se quedó muy preocu­pado ante la negativa de lord Can­terville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el ex­celente par se mantuvo firme y ter­minó por convencer -al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. 

Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presen­tada por primera vez en la recep­ción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron tema de general comentario y admiración. Porque Virginia fue agraciada con la diadema que se otorga como re­compensa a todas las americanitas de buena conducta, y se casó con su novio en cuanto éste llegó a la mayoría de edad. 

Eran ambos tan simpáticos y agra­dables, y además se amaban de tal manera, que no hubo quien no estu­viese encantado con aquel matrimo­nio, menos la anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por “pescar” al joven duque casarle con alguna de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio me­nos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva sîm­patía personal por el duque, pero teóricamente era enemigo de los tí­tulos nobiliarios y, según sus pro­pias palabras: “era de temer que, entre las influencias enervantes de una aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verda­deros principios de la sencillez re­publicana”. 

Sus observaciones quedaron olvi­dadas cuando avanzó por la nave central de la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo, hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgulloso en todo el territorio de Inglaterra. 

El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canter­ville Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solita­rio del atrio de la iglesia próxima al pinar. 

Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción que debería figurar en la lápida de sir Simón, pero al fin se decidió grabar sólo las inicia­les del nombre de aquel caballero ylos versos que estaban escritos so­bre la ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron dirigiéndose hacia el claustro en rui­nas de la vieja abadía; la duquesa se sentó sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos. De pron­to, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo: 

-Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo. 

-¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti. 

-Sí que los tienes -contestó él sonriendo-. Nunca me has contado lo que te pasó mientras estuviste en­cerrada con el fantasma. 

-Nunca se lo he contado a nadie, Cecil -dijo Virginia con una acti­tud reposada y seria. 

-Ya lo sé, pero a mí podrías de­círmelo. 

-Por favor no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simón! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que am­bas. 

El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su es­posa. 

-Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón -murmuró. 

-Ese siempre ha sido tuyo, Cecil. 

-Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad? Virginia se sonrojó. 



FIN DE 

«EL FANTASMA DE CANTERVILLE»


martes, 17 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VI

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo V"






CAPITULO VI



Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla.

No tardó en volver diciendo que no había podido encontrar a miss Virginia por ninguna parte.

Como la muchacha tenía la cos­tumbre de ir todas las tardes al jar­dín a coger flores para la cena, la señora Otis no se preocupó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranqui­la y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.

A las seis y media volvieron los muchachos diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por parte alguna.

Entonces se inquietaron todos ex­traordinariamente y nadie sabía qué hacer cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes había permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos.

Así pues, salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos criados de la granja.

El joven duque de Cheshire, com­pletamente loco de ansiedad, rogó con insistencia a míster Otis que le dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo que pudiese surgir algún conflicto. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gita­nos se habían marchado, y era evi­dente que su partida había sido precipitada, pues el fuego ardía aún y quedaban platos sobre la hierba.

Después de mandar a Washington y a los dos hombres a registrar los alrededores, se apresuraron a regre­sar y envió telegramas a todos los inspectores de policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gi­tanos.

Luego hizo que le trajeran su'ca­ballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se senta­ ran a la mesa, partió con un caba­llerango por el camino de Ascot. 

Había recorrido dos millas, cuan­do oyó un galope a su espalda. 

Se volvió, viendo al joven duque que llegaba en su poney, con la cara sofocada y la cabeza descubierta. 

-Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer mien= tras Virginia no aparezca. Se lo ruego, no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año pasado no habría ocurrido esto nun­ca. ¿No me rechaza usted, verdad? ¡No puedo ni quiero irme!

El ministro no pudo menos de di­rigir una sonrisa a aquel mozo gua­po y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia, e inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariño­samente y le dijo:

-Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más reme­dio que admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarte un sombrero en Ascot.

-¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! -exclamó el duque riendo.

Y acto seguido galoparon hasta la estación.

Una vez allí, míster Otis pregun­tó al jefe si no habían visto en el andén a una joven cuyas señas co­rrespondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.

En seguida, después de comprar un sombrero para el duque en una tienda de novedades que se dispo­nía a cerrar, míster Otis cabalgó has­ta Bexley, pueblo situado cuatro mi­llas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gita­nos, ya que cerca de allí había una numerosa comunidad rural.

Hicieron levantarse al guarda del lugar, pero no pudieron conseguir ningún dato de él.

Así es que, después, de atravesar y explorar los contornos, los dos ji­netes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperán­doles a la puerta con linternas, por­que la avenida estaba muy oscura.

No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fue­ron alcanzados en el prado de Bro­ckley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su mar­cha diciendo que habían equivocado el día que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó a darse prisa.

Además parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos a míster Otis por haberles permitido acam­par en su parque. Cuatro de ellos se quedaron detrás para tomar par­te, en las pesquisas.

Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en to­dos sentidos, pero no consiguieron nada.

Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella no­che, y fue con un aire de profundo abat¡miento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes seguidos del caballerango que llevaba de las bridas los dos caballos y al poney.

En el vestíbulo se encontraron con el grupo de los criados llenos de terror.

La pobre señora Otis estaba acos­tada sobre un sofá de la bibliote­ca, casi loca de terror y de ansie­dad, y is vieja ama de gobierno le humedecía la frente con agua de colonia. En seguida míster Otis instó a su esposa para que comiese algo, y dio órdenes para que se sirviese la cena. Fue una comida triste, pues casi nadie hablaba, y hasta los ge­melos se veían espantados y sumi­sos, pues querían entrañablemente a su hermana.

Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del joven du­que, mandó que todo el mundo se fuese a la cama diciendo que ya no podía hacerse nada más aquella noche, y que al día siguiente tele­grafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios de­tectives a su disposición.

Pero en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre.

Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campa­nada cuando oyóse un crujido acom­pañado de un grito penetrante.

Un trueno estentóreo bamboleó la casa; una meiodía, ultraterrena, flo­tó en el aire. Un lienzo de pared se desprendió bruscamente en lo alto de la escalera y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia llevando en la mano un cofrecillo.

Inmediatamente todos la rodea­ron.

La señora Otis la estrechó apasio­nadamente entre sus brazos.

El duque casi la ahogó con sus besos, apasionados, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra sal­vaje alrededor del grupo.

-¡Por Dios, hija! ¿Dónde esta­bas? -dijo míster Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una broma pesada-. Cecil y yo hemos recorrido toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromas de ese género a nadie.

-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos continuando sus brincos.

-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -mur­muraba la señora Otis besando a la muchacha, toda trémula y acarician­do sus cabellos de oro, que se veían despeinados.

-Papá -dijo dulcemente Virgi­nia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho y antes de morir me ha dado esta caja de joyas. Toda la familia la contempló mu­da y asombrada, pero ella tenía un aire muy circunspecto y muy serio. En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y bajaron por un corredor secreto y angosto.

Washington les seguía llevando una vela encendida que cogió de la mesa. Por fin, llegaron a una gran puerta de roble con clavos recios y oxidados.

Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enor­mes y se hallaron en una habitación estrecha y con bajo techo aboveda­do, y que tenía una ventanita enre­'ada. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, a la cual estaba encadenado se veía un esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas.

Parecía estirar sus dedos descar­nados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma an­tigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua induda­blemente, pues tenía su interior ta­pizado de moho verde. Sobre el pla­to no quedaba más que polvo.

Virginia, arrodillada junto al es­queleto y, uniendo sus finas manos, comenzó a rezar en silencio, mien­tras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia, cuyo secreto se les acababa de revelar.

-¡Oigan! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar hacia qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Oigan! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admira­blemente las flores a la luz de la luna.

-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.

-¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque rodeándole el cuello con el brazo y besándola.






Continúa leyendo esta historia en "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo VII - Final"

lunes, 16 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo V

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo IV"





CAPITULO V



Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado dieron un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par en par, le pa­reció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.

Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.

¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de Canterville en persona!

Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas doradas, que danzaban en el aire, desprendi­das de los árboles amarillentos, y las hojas bermejas que bailaban loca­mente a lo largo de la gran avenida.

Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.

Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.

Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan hon­da, que no se dio cuenta de su pre­sencia hasta que le habló.

-Lo he sentido mucho por us­ted -dijo-, pero mis hermanos re­gresan mañana a Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le ator­mentará.

-Es absurdo pedirme que me porte bien -le respondió contem­plando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebi­ble. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerra­duras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.

-Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiem­pos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su esposa.

-Sí, lo reconozco -respondió petulante el fantasma-. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.

-Está muy mal eso de matar a alguien -replicó Virginia, que a ve­ces adoptaba una dulce actitud pu­ritana, heredada posiblemente de al­guno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglaterra.

-¡Oh, detesto la ramplona seve­ridad de la ética abstracta! Mi es­posa era muy poco agraciada y sim­plona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de co­cina. Vea usted, un día cacé un mag­nífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno..., eso ahora no im­porta, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aun­que yo la hubiese matado.

-¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero de­cir, don Simón! ¿Tiene usted ham­bre? Tengo un sandwich en mi cos­turero, ¿no lo quiere?

-No, gracias, ahora ya no nece­sito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable. Es usted mu­cho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan ordinaria, horrorosa, vulgar, y que se condu­cen como bandoleros.

-¡Basta! -exclamó Virgina dan­do con el pie en el suelo-. El bru­tal, horrible y ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restau­rar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el ber­mellón, y ya no pude seguir pintan­do las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el ama­rillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la sangre de color verde es­meralda?

-Bueno. en verdad -dijo el fan­tasma, con cierta dulzura-, ¿qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse san­gre de verdad, y ya que su hermano empezó todo esto con su detergente Paragon, no veo por qué no iba yo a usar sus colores para defenderme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canter­ville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los ame­ricanos no hacen el menor caso de esas cosas.

-No sabe usted nada, y lo me­jor que puede hacer es emigrar y así se desarrollará su mentalidad. Mi padre tendrá un verdadero gus­to en proporcionarle un pasaje gra­tuito, y aunque haya derechos aran­celarios elevadísimos sobre toda cla­se de cosas espirituosas a usted no le pondrán trabas en la aduana. Y una vez en Nueva York puede us­ted contar con un gran éxito. Conoz­co infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasa­dos y que sacrificarían mayor can­tidad aún por tener un fantasma en la familia.

-Creo que no me gustaría Amé­rica.

-Quizá se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.

-¡Qué curiosidades ni qué rui­nas! -contestó el fantasma-. Tie­nen ustedes su marina y sus moda­les.

-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.

-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantas­ma-. Estoy tan solo y soy tan des­graciado que no sé qué hacer. Qui­siera irme a dormir y no puedo.

-Es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apa­gar la vela. Algunas veces es difici­lísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cam­bio, dormir es muy sencillo, hasta los niños saben dormir admirable­mente, y no son nada ilustrados.

-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemen­te, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules lle­nos de asombro-. Hace ya tres­cientos años que no duermo, y me siento tan cansado...

Virginia adoptó un grave conti­nente y sus finos labios temblaron como pétalos de rosa.

Se acercó y, arrodillándose al la­do del fantasma, contempló su vie­jo rostro marchito.

-Pobre, pobre fantasma -mur­muró-, ¿y no hay ningún lugar donde pueda usted dormir?

-Allá lejos, pasado el pinar -respondió él en voz baja y soña­dora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pue­den verse las grandes estrellas blan­cas de la cicuta, allî el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal gélido deja caer su mirada y el tejo extiende sus bra­zos de gigante sobre los durmientes.

Los ojos de Virginia se empaña­ron de lágrimas y ocultó la cara en­tre sus manos.

-Se refiere usted al jardín de la muerte -murmuró.

-Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silen­cio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y los males de la vida, quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Virginia tembló. Un estremeci­miento helado recorrió todo su ser y durante unos instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir en un sueño terrible.

Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?

-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ovos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos:



Cuando una joven rubia logre hacer brotar 
una oración de los labios del peca­dor, 
cuando el almendro estéril dé fruto 
y un pequeño deje correr su llanto, 
entonces, toda la casa quedará tran­quila 
y volverá la paz a Canterville.



Pero no sé lo que significan. 

-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene us­ted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se compadecerá de mí. Verá usted se­res terribles en las tinieblas y voces malignas susurrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún da­ño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

Virginia no contestó y el fantas­ma retorcióse las manos en la vio­lencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.

De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos.

-No tengo miedo -dijo con voz firme- y rogaré al ángel que se apiade de usted.

El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría, tomó su mano, e inclinán­dose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó.

Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estan­cia sombría.

Sobre el tapiz de un verde apaga­do estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lin­das manos le hacían señas de que retrocediese.

-Vuelve sobre tus pasos, Virgi­nia. No sigas. ¡Vete, vete! -grita­ban.

Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.

Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían gui­ños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

-Ten cuidado, Virginia, ten cui­dado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.

Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, mur­murando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una nebli­na, y abrirse una negra caverna.

Un áspero y helado viento les azo­tó, sintiendo la muchacha que al­guien tiraba de su vestido.



-De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto.





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sábado, 14 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo IV

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo III"



CAPITULO IV


Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las te­rribles emociones de las cuatro últi­mas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado y temblaba al más ligero ruido.

No salió de su habitación en cin­co días y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la man­cha de sangre del salón de la bi­blioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemen­te que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor sim­bólico de los fenómenos sensibles.

La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e in­discutiblemente fuera de su gobier­no. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrar­se en el corredor una vez a la se­mana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miérco­les de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.

Verdad es que su vida estuvo lle­na de crímenes, pero quitado eso era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.

Así, pues, los tres sábados siguien­tes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando to­das las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no deja­ba de usar el engrasador Sol Na­ciente para, engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilacio­nes se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la fa­milia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco hu­millado, pero después fue suficien­temente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus pro­yectos.

A pesar de todo, no se vio a cu­bierto de molestias.

No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerle tropezar en la oscuri­dad, y una vez que se había disfra­zado para el papel de «Isaac el Ne­gro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el pie sobre una plancha de made­ras enjabonadas que habían colo­cado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.

Esta última afrenta le dio tal -ra­bia que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y conso­lidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche si­guiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ru­perto el temerario, o el conde sin cabeza».

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Mo­dish, que ésta retiró su consenti­miento al abuelo del actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la te­rraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con arma de fuego por lord Canter­ville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara murió de pena en Tum­bridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos sentidas.

Sin embargo, fue, permitiéndo­me emplear un término teatral para aplicarle a uno de los mayores mis­terios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mun­do superior a la Naturaleza, una creación de las más difíciles y ne­cesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.

Por fin todo estuvo listo y él con­tentísimo de su disfraz. Las gran­des,botas de montar, que hacían jue­go con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encon­trar más que una de las dos pistolas de arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor.

Cuando estuvo cerca de la habi­tación ocupada por los gemelos, y a la que se llamaba el dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entre­abierta.

A fin de hacer una entrada efec­tista, la abrió de par en par con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofo­cadas que partían de la doble cama con dosel.

Su sistema nervioso sufrió tal con­moción que regresó a sus habitacio­nes a toda prisa y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El único con­suelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hom­bros, pues de lo contrario las conse­cuencias hubieran podido ser más graves. Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos, y se contentó, por regla general, con va­gar por el corredor, en zapatillas de fieltro, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las co­rrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.

Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera has­ta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos nadie le iba a molestar, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mu­jer, hechas en casa por Saroni (1) y que ahora ocupaban el lugar de los retratos de la familia Canterville.

Iba vestido, sencilla pero decen­temente, con un largo sudario sal­picado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba una lin­ternita y un azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de sus creaciones más nota­bles y de la que guardaban recuer­do, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo.

Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su jui­cio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamen­te hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rin­cón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabe­zas, mientras gritaban a su oído: 

-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!

Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se pre­cipitó hacia la escalera, pero enton­ces se encontró frente a Washing­ton Otis, que le esperaba armado con la gran regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus ene­migos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hie­rro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el,, lamentable esta­do en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones noc­turnas. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sor­prenderle, sembrando de cáscaras de nuez los corredores todas las no­ches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mos­trarse.

En vista de ello, míster Otis re­anudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la historia del par­tido demócrata, obra que había em­pezado tres años antes.

La señora Otis organizó un clam­bake (2) extraordinario, que dejó muy impresionados a todos los de la co­marca.

Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos típicos de América.

Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última se­mana de vacaciones.

Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para co­municárselo, y recibió en contesta­ción otra carta en la que éste le tes­timoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más since­ras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban.

El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duque de Che­shire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canter­ville.

A la mañana siguiente se encon­traron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta:

-¡Seis dobles!

Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato de­tallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe re­gente y sus amigos.

Desde entonces el fantasma de­seaba vehementemente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además es­taba emparentado, pues una prima hermana suya se casó en Secondes­noces con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.

Por consiguiente, hizo sus prepa­rativos para mostrarse al joven ena­morado de Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el bene­dictino sin sangre».

Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio representar, es decir, la vís­pera del Año Nuevo de 1764, em­pezó a lanzar chillidos agudos, que le provocaron un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville que eran sus parientes más cercanos y legase todo su dinero a su farmacéutico de Londres.

Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su habitación y el joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Vir­ginia.




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(1) El fotógrafo más notable de In­glaterra en esa época. Su nombre com­pleto era Oliver Saroni. Nació en Ca­nadá. Muchas personas hacían un via­je especial a Scarborough, donde tenía su residencia, para ser retratados por él. The History of Photography... Oxford, 1955, pp. 228-229.



(2) Especie de tarta hecha con alme­jas. Plato típico americano que figu­ra en el menú de los días de campo. Se cuece al aire libre, bajo brasas aco­modadas entre piedras.