Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 21 de noviembre de 2016

El pozo y el león - Cuento Sufí - Yalal ad-Din Muhammad Rumi

Hace tiempo compartí un relato que figura en el libro de cuentos sufíes "150 cuentos sufíes", recopilatorio de las fábulas de Rumi. Recuerdo que aquella historia era un tanto machista y cómica pero tenía su mensaje. Hoy traigo otra historia de ese mismo libro; encontrarán semejanzas con una de las fábulas de Esopo.



EL POZO DEL LEÓN

Los animales vivían todos con el temor del león. Las grandes selvas y las vastas praderas les parecían demasiado pequeñas. Se pusieron de acuerdo y fueron a visitar al león. Le dijeron:

"Deja de perseguirnos. Cada día, uno de nosotros se sacrificará para servirte de alimento. Así, la hierba que comemos y el agua que bebemos no tendrán ya este amargor que les encontramos."

El león respondió:

"Si eso no es una astucia vuestra y cumplís esta promesa, entonces estoy perfectamente de acuerdo. Conozco demasiado las triquiñuelas de los hombres y el profeta dijo: "El fiel no repite dos veces el mismo error"."

"¡Oh, sabio! -dijeron los animales-, es inútil querer protegerse contra el destino. No saques tus garras contra él. ¡Ten paciencia y sométete a las decisiones de Dios para que Él te proteja!"

"Lo que decís es justo -dijo el león-, pero más vale actuar que tener paciencia, pues el profeta dijo: "¡Es preferible que uno ate su camello!»

Los animales:

"Las criaturas trabajan para el carnicero. No hay nada mejor que la sumisión. Mira el niño de pecho; para él, sus pies y sus manos no existen pues son los hombros de su padre los que lo sostienen. Pero cuando crece, es el vigor de sus pies el que lo obliga a tomarse el trabajo de caminar."

-Es verdad, reconoció el león, pero ¿por qué cojear cuando tenemos pies? Si el dueño de la casa tiende el hacha a su servidor, éste comprende lo que debe hacer. Del mismo modo, Dios nos ha provisto de manos y de pies. Someterse antes de llegar a su lado, me parece una mala cosa. Pues dormir no aprovecha sino a la sombra de un árbol frutal. Así el viento hace caer la fruta necesaria. Dormir en medio de un camino por el que pasan bandidos es peligroso. La paciencia no tiene valor sino una vez que se ha sembrado la semilla."

Los animales respondieron:

"Desde toda la eternidad, miles de hombres fracasan en sus empresas, pues, si una cosa no se decide en la eternidad, no puede realizarse. Ninguna precaución resulta útil si Dios no ha dado su consentimiento. Trabajar y adquirir bienes no debe ser una preocupación para las criaturas."

Así, cada una de las partes desarrolló sus ideas por medio de muchos argumentos pero, finalmente, el zorro, la gacela, el conejo y el chacal lograron convencer al león.

Así pues, un animal se presentaba al león cada día y éste no tenía que preocuparse ya por la caza. Los animales respetaban su compromiso sin que fuese necesario obligarlos.

Cuando llegó el turno al conejo, éste se puso a lamentarse. Los demás animales le dijeron:

"Todos los demás han cumplido su palabra. A ti te toca. Ve lo más aprisa posible junto al león y no intentes trucos con él."

El conejo les dijo:

"¡Oh, amigos míos! Dadme un poco de tiempo para que mis artimañas os liberen de ese yugo. Eso saldréis ganando, vosotros y vuestros hijos."

-Dinos cuál es tu idea, dijeron los animales.
-Es una triquiñuela, dijo el conejo: cuando se habla ante un espejo, el vaho empaña la imagen."
Así que el conejo no se apresuró a ir al encuentro del león. Durante ese tiempo, el león rugía, lleno de impaciencia y de cólera. Se decía:

"¡Me han engañado con sus promesas! Por haberlos escuchado, me veo en camino de la ruina. Heme aquí herido por una espada de madera. Pero, a partir de hoy, ya no los escucharé."

Al caer la noche, el conejo fue a casa del león. Cuando lo vio llegar, el león, dominado por la cólera, era como una bola de fuego. Sin mostrar temor, el conejo se acercó a él, con gesto amargado y contrariado. Pues unas maneras tímidas hacen sospechar culpabilidad. El león le dijo:

"Yo he abatido a bueyes y a elefantes. ¿Cómo es que un conejo se atreve a provocarme?"

El conejo le dijo:

"Permíteme que te explique: he tenido muchas dificultades para llegar hasta aquí. Había salido incluso con un amigo. Pero, en el camino, hemos sido perseguidos por otro león. Nosotros le dijimos: "Somos servidores de un sultán " Pero él rugió: "¿Quién es ese sultán? ¿Es que hay otro sultán que no sea yo?" Le suplicamos mucho tiempo y, finalmente, se quedó con mi amigo, que era más hermoso y más gordo que yo. De modo que otro león se ha atravesado en nuestros acuerdos. Si deseas que mantengamos nuestras promesas, tienes que despejar el camino y destruir a este enemigo, pues no te tiene ningún temor."
-¿Dónde está? dijo el león. ¡Vamos, muéstrame el camino!"

El conejo condujo al león hacia un pozo de agua que había encontrado antes. Cuando llegaron al borde del pozo, el conejo se quedó atrás. El león le dijo:

"¿Por qué te detienes? ¡Pasa delante!"
"Tengo miedo, dijo el conejo. ¡Mira qué pálida se ha puesto mi cara!"
"¿De qué tienes miedo?" preguntó el león.

El conejo respondió:

"¡En ese pozo vive el otro león!"
"Adelántate, dijo el león. ¡Echa una ojeada sólo para verificar si está ahí! 
"Nunca me atreveré, dijo el conejo, si no estoy protegido por tus brazos."

El león sujetó al conejo contra él y miró al pozo. Vio su reflejo y el del conejo. Tomando este reflejo por otro león y otro conejo, dejó al conejo a un lado y se tiró al pozo.

Esta es la suerte de los que escuchan las palabras de sus enemigos. El león tomó su reflejo por un enemigo y desenvainó contra sí mismo la espada de la muerte.

martes, 15 de noviembre de 2016

La tortuga gigante - Horacio Quiroga

Hoy traigo un cuento del libro "Cuentos de la Selva" de Horacio Quiroga. Hoy, la idea de un zoológico es muy cuestionada pero no era así años atrás. Pero no nos enfoquemos en ello sino en la historia y lo sutil tras ella.


LA TORTUGA GIGANTE 


HABÍA una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. El no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día: 

-Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. 

Vivía solo en el bosque, y el mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. 

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allí hay mates tan grandes como una lata de querosene. 

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que el solo podría servir de alfombra para un cuarto. 

-Ahora -se dijo el hombre- voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. 

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. 

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. 

La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse. 

El hombre la curaba todos los días y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. 

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre. 

-Voy a morir -dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me de agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. 

Y al poco rato la fiebre subió aún más, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: 

-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora. 

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie. 

Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: 

-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. 

Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo: 

-Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. 

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco. 

Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. 

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua! ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. Así anduvo días y días, semana tras semana. 

Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta: 

-Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte. 

Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. 

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada. 

Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo que era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. 

Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad -posiblemente el ratoncito Pérez - encontró a los dos viajeros moribundos. 

- ¡Qué tortuga! -dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña? 
-No -le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre. 
-¿Y dónde vas con ese hombre? -añadió el curioso ratón. 
-Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires -respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré... 
-¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allí es Buenos Aires. 

Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. 

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. 

El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida. Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, como había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. 

Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen pasea por todo el Jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos. 

El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Los dos amigos - Fernán Caballero

Fernán Caballero era, en realidad, Cecilia Böhl de Faber y Larrea, escritora española. Es común, cuando nos vamos a aquellas épocas, encontrar mujeres escritoras que lo hacían bajo un nombre de varón.
Nació en Suiza en 1796 y era hija del cónsul español en aquel país. Su madre, Frasquita Larrea, también escribía pero lo hacía bajo un seudónimo femenino: Corina. 
Se casó y enviudó tres veces. Su último esposo, que padecía tuberculosis, se suicidó debido a los problemas económicos dejándola en la pobreza. Fue protegida por los duques de Montpensier y la reina Isabel II.
Falleció en Sevilla el 7 de abril de 1877.
Su obra es extensa y refleja los valores y costumbres de aquella sociedad. Hoy traje un cuento pero escribió más que nada novelas.



Los dos amigos

Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía, árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y aloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava de volcán. - El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. - Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él, cantando!

Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de sangre. - A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento inglés. - A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores.

En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro; mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.

-¡Ah, Félix, Félix! -exclamaba con la mayor angustia-. ¡Vas a morir, y por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor?
-No te desesperes, Ramiro -le decía su amigo con apagada voz-. Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal. Entre tanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano, que supo vengarme, está herida también?
-¡Socorros -decía Ramiro sin escucharle-, prontos socorros podrían sólo salvarte! Pero aislados, abandonados como estamos, ¿cómo te los podré procurar? No me encuentro capaz de separarme de ti; pero, Félix, moriremos juntos!!!

En este momento oyeron el galope de un caballo. Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado por donde el ruido se sentía, y descubrió a su fiel criado, que habiéndolos perdido en el combate, los buscaba lleno de inquietud.

Félix del Arabal y Ramiro de Lérida pertenecían a dos familias, unidas mucho tiempo hacía por la amistad más sincera. Educados juntos, servían en un mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron de capitanes, habiendo sido pajes del rey.

Félix, de alguna más edad que Ramiro, con un carácter más firme, con un temperamento más tranquilo, y con razón más madura, tenía sobre su amigo un ascendiente, que, en vez de disminuir la ternura de su amistad, añadía a este sentimiento, en el uno, la consideración y reconocimiento que inspira la protección que se recibe; en el otro, el interés y apego que engendra la protección que se concede. Después de tan evidente prueba de afecto como la que Félix acababa de dar a Ramiro exponiéndose a morir por salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia, el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo ya no tuvo límites. Le miraba como a su ángel tutelar; y extremoso como era, habría destruido sus fuerzas y su salud asistiendo a su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad que le prestaban su amistad y su estado doliente.

Por las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibraltar, desfilaba el regimiento de la Princesa, precedido de su música militar, irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban a los balcones para ver a los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con sus miradas lisonjeras.

-Mira allí, y verás ¡por vida mía! una hermosa mujer-, dijo Ramiro a Félix, que marchaba a su lado.
Alzó Félix la cabeza, pálida aún, y vio en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad a una joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de las macetas de flores que cubrían su balcón, como una hora de felicidad precedida por las de la esperanza.
-Eres buen hurón para descubrir muchachas lindas -respondió Félix sonriéndose.

Pasaron; pero Ramiro volvía de cuándo en cuándo la cabeza a ver de nuevo a aquella que había llamado tanto su atención, mientras que ella seguía también con sus miradas a los dos oficiales: el uno, alto, pálido, de porte interesante y noble; el otro, más pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo.

-Harías muy bien en retirarte, Laura -dijo el corregidor, tirando del brazo a su mujer y quitándola del balcón -. Esos pisaverdes te miran como si tuvieses una danza de monos en la cara.


-Al menos, si no muy brillante, podemos decir que estuvo bien alegre el baile de anoche - decía Ramiro a un grupo de oficiales reunidos en la plaza de la ciudad.
-Debió parecerte así -contestó un teniente de cazadores, cazador tan infatigable en el baile como en el campo de batalla-; porque a fe mía, que te divertiste en él muy bien. Yo me divertí observando al corregidor, que quería tragarte con los ojos.
-¿Tragarme? ¿Y por qué? -preguntó Ramiro.
-¡Me gusta la pregunta! ¿Quieres que un marido celoso vea con buenos ojos al que los pone en su mujer?
-Y más si el tal es buen mozo -añadió un oficial de granaderos, apartando de su frente las mechas de pelo de oso de su gorra.
-Y elocuente como un San Agustín -dijo otro oficial.
-Y emprendedor como Colón -continuó otro.
-Y que sabe insinuarse como la serpiente de Eva -dijo un tercero.
-Si así fuese -contestó Ramiro con aire serio- el corregidor se inquietaría por cosa muy corta, y debería gastar más flema.
-Eso estaría más de acuerdo con su gran barriga -replicó el de cazadores-; pero, amigo, es que el guarda un tesoro que no merece poseer. Lérida -prosiguió el mismo-, más gloria y placer hay en esta conquista que en la de la plaza de Gibraltar.
-Basta ya de chanzas, señores -repuso Ramiro-. Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo que ocasiona estas vaciedades y habladurías.
-Ya te veo en cuerpo y alma metido en una intriga -dijo Félix a su amigo al separarse de los demás-, pues te has formalizado. No olvides, Ramiro, la copla:

Yendo y viniendo
fuime enamorando;
empecé riendo, 
¡y acabé llorando!  

-¡Reflexiones! ¡Raciocinios! -respondió Ramiro-. Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡Sabe Dios cuántas horas viviremos! Además, pregunta a los viejos cuánto duraron sus veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la vida!

Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro, cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón, miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el horizonte, despertaba al universo como una campana de luz. Vehemente como era, su amor había llegado al último grado, por los insuperables obstáculos que se le oponían. En vano su ternura correspondida con igual ardor: un marido celoso levantaba impenetrables barreras entre los dos amantes. Laura no salía de su casa desde que su marido habia principiado a sospechar. Mudas y temerosas entrevistas en la iglesia; algunas palabras por la noche en la reja, cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el único alimento de su exaltada pasión; pasión en todo joven, en todo lozana y en todo andaluza; sedienta de lo futuro, y sin pasado para vivir de recuerdos. Maldecía Ramiro tantos obstáculos, y se entregaba a una verdadera desesperación.

Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos, que por dos veces fue necesario le advirtiera una disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidenta de Laura, pasaba por debajo de su ventana, para que él lo notase. Apresurose Ramiro a bajar, y siguió a lo lejos a la buena mujer, no atreviéndose a mirar a nadie por miedo de ser visto.

Después de muchos rodeos, María llegó a una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las altas y severas paredes de un convento, y del otro las del jardín del corregidor. Parose entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas palabras: «Mi marido se va al campo. Estoy libre esta noche, y podré verte. Es la primera, y será la última!»

¡Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento de Ramiro, careciendo de su ardiente alma, y no estando apasionado como él!! Besó con el mayor ardor el billete, que por esta vez no estaba empapado en lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal trazadas probaban la agitación con que se había escrito. Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas manos de la anciana María. Sacó despues una bolsa bien llena, y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga benéfica! Mas la fisonomía de María cambió de repente de expresión, enderezó su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró a Ramiro de pies a cabeza con arrogancia e indignación.

-Señor, ¿quién ha creído usted que soy yo? -le dijo-. Lo que acabo de hacer por amor de mi niña puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia.

Y desapareció, entrándose por el postigo del jardín.

Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para desayunarse, quedose espantado al encontrarle entregado a la desesperación más violenta.

Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros rizos, tiraba con rabia cuanto encontraba a la mano... rompía los muebles!

-¿Qué tienes, Ramiro? -le preguntó.

Pero él sólo repetía:

-¡Maldito sea el estado militar! ¡Maldita esta dorada esclavitud! ¡Maldito el coronel, tirano absosuto! ¡Maldita la hora en que con estas charreteras recibí una cadena que no me es posible romper!
-Pero, hijo mio -le dijo Félix-, nada comprendo de tus arrebatos. ¿Has tenido algún disgusto con el coronel?
-¡Ah! -respondió Ramiro-. ¡No se trata de disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡Nada tengo oculto para ti! ¡Toma y lee!

Diole el billete de Laura, y Félix, después que lo leyó,

-¿Y bien? -dijo.
-¡Y bien! -replicó Ramiro-. ¿No soy yo el más desgraciado de los hombres?
-Estos renglones -contestó Félix- me hacían suponer lo contrario.
-¿No sabes, pues -exclamó Ramiro-, que estoy nombrado de guardia para la avanzada?

Félix se echó a reír.

-¿Y es ésa la causa de tu desesperación? -le dijo-. Eso sí que es propiamente lo que se llama ahogarse en una gota de agua. Yo haré el servicio por ti; tú lo harás por mí cuando me toque.

Ramiro estrechó entre sus brazos a su amigo, diciéndole:

-Félix... Félix mío... naciste para mi felicidad; eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra de flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu ternura y tu amistad generosa?
-Pero ¿he hecho yo alguna cosa -contestaba Félix- que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi querido Ramiro?

Este no dio otra respuesta que estrechar a su amigo contra su corazón, tan lleno de amor y de amistad como de esperanza y de gratitud.

Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía.

-Mucho te apresuras hoy, rubio mío -decía Ramiro, echándole una colérica mirada y deslizándose por la puerta del jardín, que María cerró coa prontitud luego que aquél salió.

¡Qué dichoso se encontraba Ramiro! Estaba lleno de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el profundo santuario de su corazón cuantas emociones produce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. En su éxtasis, no reparó en el teniente de cazadores que salía a su encuentro. Al verle, quiso, haciendo el distraído, echar por otro lado. Mas el teniente se apresuró a unírsele, diciéndole:

-¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía de servicio en la avanzada.
-Bien, ¿y qué? -contestó Ramiro.
-¡Es una friolera! -respondió el de cazadores-. Los ingleses han hecho una salida, y el comandante del puesto ha sido muerto.

Ved la antigua Sevilla sentada sobre una llanura, como una viuda en su poltrona. Vedla envuelta en sus viejas murallas, como en un manto real desechado. Mirad al viejo Betis besando sus pies, con la respetuosa galantería española. Oíd cuál le pregunta dónde están sus flotas que daban la vela, llevando a los Colones, los Corteses y Pizarros al descubrimiento y conquista de un nuevo mundo, y volvían cargadas de plata, y oro. -Sevilla suspirando le enseña sus barcos de vapor! ¡Oh, progresos del tiempo! Aproximaos. -Hablad con ella. Como vieja, le gusta hablar de las épocas de su juventud y grandeza. -Ella, pues, os llevará desde luego a su catedral. Os enseñará el cuerpo de San Fernando! Pero... arrodillaos... adorad... venerad con ella!... Si no, estad seguros de que la vieja Sevilla no volverá a hablaros: no podríais comprenderla.

Después la seguiréis al Alcázar, palacio de reyes, viejo y romántico como ella. En los baños de las Reinas moras, de Doña María de Padilla, es donde os contará en romances su historia, sus vicisitudes, sus triunfos, sus glorias y sus creencias; y los ecos del palacio, habitado sólo de recuerdos, repetirán sus palabras con sus aéreas bocas. En seguida os sentareis con ella a la fresca sombra de floridos naranjos en las orillas del Betis, y os hablará de sus hijos queridos; os recitará con magia y encanto los versos tan bellos de Herrera, Rioja y Góngora; las hazañas de los Ponces de León y los Guzmanes, y os llevará de la mano a admirar las portentosas obras de su Murillo, su Velázquez y su Montañés. -La veréis joven, ardiente, poética, exaltada; mas luego, volviendo a su verdadero estado de mujer anciana, acabará por deciros suspirando: «¡Cómo han mudado los tiempos!»

Saliendo por la puerta llamada de Triana, seguiréis dos calles de árboles que conducen a los Malecones, que son unas gradas elevadas para precaver la ciudad de las inundaciones del río, cuando éste sale de madre. Pasados aquéllos, encontrareis una llanura llamada el Arenal, de donde sale el puente que conduce a Triana. Veréis en esta llanura una concurrencia elegante dirigiéndose hacia la izquierda, donde principian los hermosos paseos, que adornan a Sevilla cual una guirnalda de flores. La vecindad del río es quien sostiene ese lujo de vegetación, esa multitud tan variada de flores que los embellecen; pues no pudiendo ya enriquecer a su amada con tesoros, la adorna con flores.

A la derecha de la puerta de Triana, veréis la Plaza de Armas, que hizo construir el general marqués de las Amarillas. Los pilares que sostienen sus cuatro puertas están adornados de un león de bronce destrozando un águila, y hacen alusión a los nombres que llevan aquéllas, que son Bailén, Vitoria, San Marcial y Albuera. ¡Honor al noble español, que eleva un monumento a la gloria de su patria!... que procura libertarla del injusto olvido donde la sepulta el culpable descuido nacional!... que conservó en su corazón, verdaderamente patriótico, el recuerdo de esta gloria potente, elevada, sublime, que existirá en los venideros siglos, cuando yazcan en el olvido las disensiones domésticas que la hacen descuidar hoy!

Un domingo del año 1833, muchas damas adornadas con mantillas blancas, flores y cintas; muchos elegantes jóvenes a pie y a caballo, se apresuraban a llegar al paseo. Dirigíase la alegre multitud a la izquierda, en tanto que a la derecha se observaba un contraste notable. Un misionero capuchino, subido sobre el malecón, predicaba a un gran número de gente del pueblo, que en pie y con la cabeza descubierta, formaba en derredor suyo un círculo a manera de abanico. A cierta distancia, un inglés apoyado en un árbol dibujaba en su álbum el venerable rostro del capuchino. Un paisano, mirando el dibujo por encima del hombro del inglés, se sonrió y dijo con la franca cordialidad española, a quien basta una mirada para hacer conocimiento:

-¡Por vida mía, que se parece, como un ojo de la cara, a su compañero! Usted es un gran pintor, señor; y si usted es inglés, como pienso, muy ajeno estará, al mirar a ese pacífico y santo varón, de que haya echado quizás debajo de tierra a algunos de los abuelos de usted.

El inglés miró al español con admiracion, y éste le volvió a decir:

-Sí señor. ¡Valiente espada era la suya el año 1782! En el sitio de Gibraltar se distinguió mucho, hasta que... Pero es historia larga.

Suplicole el inglés se la contara, y el buen hombre, que no deseaba otra cosa, le hizo la relación que se ha leído.

Viendo -añadió por último el español- con tanta claridad el dedo de Dios, que le castigaba con tan espantosa catástrofe, fuera de sí de dolor por haber causado con su criminal pasión la muerte de su amigo D. Ramiro de Lérida, sólo vio dos alternativas: morir o hacer penitencia. ¡Gracias a Dios, era cristiano, y tuvo valor suficiente para escoger la última!

El inglés miró ya con un nuevo interés al misionero. Tenía, por decirlo así., el microscopio que podía penetrar aquella cubierta humilde y silenciosa.

Mas en vano buscó en aquel semblante envejecidos surcos de lágrimas, un tinte de dolor o una mirada que denotase un recuerdo. ¡Todo había desaparecido en aquella tranquila y venerable fisonomía! No era obra del tiempo esta total variación: una elevada virtud había desprendido de este mundo su corazón y conducídole a aquella altura, en que, según el elocuente poeta Lamartine, 

«¡Hasta el recuerdo huyó, sin dejar huella!»