Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

jueves, 31 de enero de 2013

La Hormiga Gigante - Howard Fast

A veces nuestra parte animal-instintiva le gana a nuestra parte racional. Es el problema de ser animales racionales... Por más civilizados que nos consideremos, por más alto nivel educativo que hayamos alcanzado, cuando el miedo o la sorpresa de lo inesperado asalta actuamos instintivamente. Y de eso nos habla Howard Fast en "La hormiga gigante".
El cuento pertenece al libro "El filo del futuro", una recopilación de algunos de sus cuentos de ciencia ficción editado por primera vez en argentina en 1963. 
Espero que les guste
:D

La Hormiga Gigante

Ha habido toda clase de opiniones y conjeturas acerca del fin. Se dijo que más pronto o más tarde habría demasiada gente, o que nos mataríamos unos a otros (con la bomba atómica era muy probable). Toda clase de opiniones, pero nadie recordaba que somos lo que somos. Podemos encontrar un modo de alimentar a cualquier número de hombres, y quizá también de evitar que nos eliminemos mutuamente con la bomba; en eso somos gente experta, pero nunca hemos sido expertos en modificarnos a nosotros mismos, o en modificar nuestra conducta.

Lo sé. No soy un malvado ni un hombre cruel; todo lo contrario: soy un ser humano común, quiero a mi esposa y a mis hijos y me llevo bien con mis vecinos. Soy como otros muchos hombres, y hago las mismas cosas que ellos, y de la misma manera irreflexiva.

Soy también escritor, y les dije a Lieberman, el conservador del museo, y a Fitzgerald, el funcionario del gobierno, que me gustaría escribir la historia. se encogieron de hombros.

- Escríbala - dijeron -, no cambiará nada.
- ¿No creen ustedes que alarmará a la gente?
- ¿Cómo puede alarmar a nadie si nadie lo creerá?
- Podría incluir una o dos fotografías.
- ¡Oh, no! ¡Fotografías no!
- ¿Qué sentido tiene esto? Me permiten que escriba la historia, pero no que publique fotografías para que la gente me crea.
- Sería inútil. Dirían que usted ha falsificado las fotografías, y eso aumentaría la confusión. Y si hay alguna probabilidad de salir bien de ese asunto, la confusión no ayudaría.
- ¿Qué ayudaría?

No podrían decírmelo, porque no lo sabían. En consecuencia, he aquí lo que ocurrió, relatado de un modo directo y simple.

Todos los veranos, en el mes de agosto, cuatro buenos amigos mías y yo vamos a pescar durante una semana en la cadena de lagos de St. Regis, en los Adirondacks. Alquilamos la misma cabaña todos los veranos, vamos de un lado a otro en canoas, y a veces pescamos unas pocas lobinas. La pesca no es muy buena, pero jugamos a los naipes, cocinamos, y descansamos en general. El verano último yo tuve que hacer algunas cosas que no podía dejar de lado. Llegué con tres días de retraso y el tiempo era tan caluroso y apacible que decidí quedarme solo un día o dos después de haberse ido los otros. Había un pequeño prado delante de la cabaña y me propuse pasar tres o cuatro horas jugando al golf. Por eso yo tenía el palo de golf junto a mi cama.

El primer día que estuve solo abrí una lata de legumbres y otra de cerveza, cené, y me tendí en la cama con La vida en el Misisipi, un paquete de cigarrillos y una barra de chocolate de ocho onzas. No tenía nada que hacer, ni teléfono, ni obligaciones, ni diarios. Me sentpia tan tranquilo como puede estarlo un hombre en estos tiempos de nerviosidad.

No había oscurecido aún, y yo leía a la luz que entraba por la ventana, sobre mi cabeza. Iba a tomar un nuevo cigarrillo cuando alcé la vista, y la vi al pie de la cama. El borde de mi mano tocaba el palo de golf y con un simple movimiento blandí el palo, le asesté un golpe violento y exacto, y la maté. A eso me refería anteriormente. Yo seré de este o de aquel modo, peror eacciono como un hombre. Creo que cualquier hombre, negro, blanco, o amarillo, en China, en Africa, o en Rusia, hubiese hecho lo mismo.

Me sentí completamente empapado en sudor al principio, y luego me di cuenta de que iba a vomitar. Salí de la cabaña, recordando que no me sucedía, recordando que no me sucedía eso desde 1943, en mi viaje a Europa en la bodega de un barco en la cabaña y mirarla. Estaba muerta, pero yo ya había decidido no dormir solo allí.

No podía tocarla con las manos desnudas. La recogí con un pedazo de papel de estraza, la eché en mi cesta de pesca, y puse la cesta en el guardabaúles del coche junto con el equipaje. Luego cerré la puerta de la cabaña, subí al coche y volví a Nueva York. Me detuve una vez en el camino, poco antes de llegar a Thruway, y dormité en el coche algo más de una hora. Casi amanecía cuando llegué a la ciudad, y me afeité, y me di un baño caliente, y me cambié la ropa antes que despertara mi mujer.

Le expliqué durante el desayuno que no me las arreglaba solo, y como ella lo sabía, y los viajes de noche no eran en mí nada extraordinarios, no me abrumó con preguntas. Me serví dos huevos, un poco de café, y fumé un cigarrillo. Luego fui a mi estudio, encendí otro cigarrillo, y contemplé la cesta de pesca, que yo había puesto sobre el escritorio.

Mi mujer entró, vio la cesta, notó que tenía un olor demasiado fuerte, y me pidió que la llevara al sótano.

- Voy a vestirme - dijo -. Los muchachos están todavía en el campo. Tengo una cita con Ann para el almuerzo, pues no pensé que volverías hoy. ¿Me quedo?
- No, por favor. Aprovecharé para hacer algunas cosas.

Me senté y fumé algunos cigarrillos más, y al fin llamé al museo y pregunté quién era el encargado de los insectos. Me dijeron que se llamaba Bertram Lieberman y pedí que me permitieran hablar con él. Tenía una voz agradable. Le dije que me llamo Morgan y soy escritor, y él me indicó cortésmente que había visto mi nombre, y él me indicó cortésmente que había visto mi nombre, y había leído algo que yo había escrito. Lo que suele oírse cuando un escritor se presenta a una persona amable y educada.

Pregunté a Lieberman si podía verlo y contestó que le esperaba una mañana de mucho trabajo. ¿Podía ser al día siguiente?

- Me temo que tenga que ser ahora mismo - repliqué con firmeza.
- Oh. ¿Necesita alguna información?
- No. Tengo un ejemplar para usted.
- Oh.

Este "Oh" era un intervalo culto y neutral. No preguntaba ni respondía. Había que interpretarlo.

-Sí, creo que le interesará.
- ¿Un insecto? - preguntó suavemente.
- Así creo.
- Oh. ¿Grande?
- Muy grande. 
- ¿A las once en punto? ¿Puede venir a esa hora? En el primer piso entrando por la derecha.
- Iré.
- Una pregunta. ¿Está muerto?
- Si, está muerto.
- Oh. Tendré el gusto de verlo a las once en punto, señor Morgan.

Mi mujer estaba ya vestida. Abrió la puerta del estudio y dijo firmemente:

- Llévate esa cesta de pesca. Huele mal.
- Sí, querida. Me la llevvaré.
- Creía que necesitabas dormir un poco después de viajar toda la noche.
- Es gracioso, pero no tengo sueño. Creo que daré una vuelta por el museo.

Mi mujer me dijo que eso era lo que le gustaba de mi, que nunca me cansaba de lugares como los museos, los tribunales de policía y los clubes nocturnos de tercera clase.

De todos modos, aparte del hipódromo, un museo es el lugar más interesante e insólito del mundo. Era en verdad insólito que además del señor Lieberman me esperaran otros dos hombres. Lieberman era un hombre flaco, de facciones agudas, y unos sesenta años de edad. El funcionario del gobierno, Fitzgerald, era bajo, de ojos negros, y llevaba anteojos con armazón de oro. Se mostró muy vivaz, pero no me dijo a qué parte del gobierno representaba. se limitaba a decir "nosotors" refiriéndose al gobierno. Hopper, el tercer hombre, bien vestido, regordete y afable, era un senador de los Estados Unidos que se interesaba por la entomología, aunque con anterioridad a aquella mañana yo hubiera jurado que un senador entomólogo era algo que no existía no podía existir.

La habitación era grande y cuadrada, estaba amueblada con sencillez, y había estanterías y armarios en todas las paredes.

Nos estrechamos las manos y luego Lieberman me preguntó, señalando la cesta con la cabeza:

- ¿Es eso?
- Es eso.
- ¿Puedo verlo?
- Véalo. No es nada que quiera pasar de contrabando. Se lor egalo.
- Muchas gracias señor Morgan.

Lieberman abrió la cesta y miró adentro. Luego se irguió y los otros dos lo miraron inquisitivamente.

- Sí - dijo Lieberman.

El senador cerró los ojos un largo rato. Fitzgerald se quitó los anteojos y los limpió cuidadosamente. Lieberman extendió un mantel de plástico sobre el escritorio, y luego sacó la cosa de la cesta y la puso sobre el plástico. Los otros dos hombres no se movieron. Se quedaron sentados, mirando.

- ¿Qué opina usted, señor Morgan? - me preguntó Lieberman
- Creía que esto era sunto suyo - dije.
- Sí, por supuesto, pero quisiera tener su impresión.
- Una hormiga. Esa es mi impresión. Es la primera vez que veo una hormiga de cuarenta, cincuenta centímetros de largo. Y espero que sea la última.
- Un deseo comprensible - asintió Lieberman.

Fitzgerald dijo entonces:

- ¿Puedo preguntarle cómo la mató, señor Morgan?
- Con un palo. Un palo de golf, quiero decir. Fui a pescar con unos amigos en St. Regis, en los Adirondacks, y llevé el palo para practicar un poco. Los tiros cortos son la peor parte de mi juego. Yo me quedé sólo en la cabaña, y se me ocurrió practicar cuatro o cinco horas. Pero...
- No es necesario que lo explique - interrumpió Hopper sonriendo, pero con una sombra de tristeza en el rostro -. Algunos de nuestros mejores jugadores de golf tienen la misma dificultad.
- Estaba acostado, leyendo, y la vi al pie de mi cama. Yo tenía el palo...
- Comprendo - me interrumpió Fitzgerald.
- Evita usted mirarla - dijo Hopper.
- Me revuelve el estómago.
- Sí, si, claro.

Lieberman preguntó:

- ¿Quiere explicarnos por qué la mató, señor Morgan?
- ¿Por qué?
- Sí, ¿por qué?
- No entiendo. ¿Qué quieren decirme?
- Siéntese, por favor, señor Morgan - dijo Hopper -. Trate de descansar. Esto ha sido muy penoso para usted.
- Todavía no he dormido. Y no sé qué pesadillas tendré realmente.
- No queremos inquietarlo, señor Morgan - declaró Lieberman -. Creemos, sin embargo, que ciertos aspectos de este asunto son muy importantes. Por eso le preguntó por qué la mató. Tuvo que tener usted algún motivo. ¿Se vio usted atacado?
- No.
- ¿Se sorprendió usted de un movimiento súbito?
- No. Estaba ahí, simplemente.
- Entonces, ¿por qué?
- La pregunta es inútil - intervino Fitzgerald -. Sabemos por qué la mató.
- ¿Lo saben?
- La respuesta es muy sencilla, señor Morgan. Usted la mató porque usted es un ser humano.
-Oh.
- Si. ¿Comprende?
- No, no comprendo.
- Entonces, ¿por qué la mató? - preguntó Hopper.
- Estaba muy asustado. Y todavía lo estoy, para decir verdad.
- Es usted un hombre inteligente, señor Morgan - dijo Lieberman -. Permítame que le muestre algo.

Abrió las puertas de un armario adosado a la pared y me mostró ocho frascos de aldehído fórmico con ocho ejemplares como el mío, mutilados todos por un golpe violento y mortal. Yo me limité a mirar sin decir nada. 

Lieberman cerró el armario y dijo, encogiéndose de hombros:

- Todas en cinco días.
- Una nueva raza de hormigas - murmuré tontamente.
- No. No son hormigas. Venga.

Me indicó que me acercara al escritorio y los otros dos se unieron a nosotros. Lieberman sacó de un cajón un equipo de instrumentos de disección, dio vuelta al bicho con unas pinzas, y señaló, dio vuelta al bicho con unas pinzas, y señaló la parte baja de lo que sería el tórax en un insecto.

- Esto parece parte del cuerpo, ¿no es así señor Morgan?
- Así es.

Utilizando dos instrumentos, Lieberman encontró una fisura, y tironeó hacia los lados. el tórax se abrió como el vientre de un avión de bombardeo. Era un receptáculo, una bolsa, y adentro había cuatro utensilios o instrumentos, hermosos y diminutos, de unos cinco centímetros de largo. eran hermosos como es hermoso todo objeto de propósito funcional creado con amor, como la misma criatura, si ella no hubiera sido un insecto y yo un hombre. Utilizando unas pinzas, Lieberman sacó los instrumentos de las grapas que los sostenían y me los ofreció. Y yo los tomé, los palpé, los examiné y los dejé.

Luego miré la hormiga y me di cuenta de que no la había observado verdaderamente hasta entonces. No observamos atentamente lo que nos parece horrible o repugnante. No se puede ver nada a través de una pantalla de aborrecimiento. Pero el aborrecimiento y el temor se habían diluido, y mirando aquello comprobé que no era una hormiga, aunque lo parecía. En verdad, yo nunca había visto ni imaginado nada semejante.

Los tres hombres me observaban y de pronto me defendí.

- ¡Yo no lo sabía! - exclamé -. ¿Qué esperan ustedes que haga uno cuando ve un insecto de este tamaño?

Lieberman movió la cabeza afirmativamente.

-¿Qué es, en nombre de Dios? - pregunté.

Lieberman sacó de su escritorio una botella y cuatro copas. Nos sirvió y bebimos. Yo no había esperado encontrar un buen whisky en aquella oficina.

- No lo sabemos - dijo Hopper -. No sabemos qué es.

Lieberman señaló el cráneo roto donde asomaba una sustancia blanca.

- Materia cerebral - dijo -, gran cantidad.
- Una criatura muy inteligente, quizá - declaró Hopper.
- Un insecto, con una estructura en evolución - dijo Lieberman -. sabemos muy poco de la inteligencia de nuestros insectos. No es exactamente lo que llamamos inteligencia. es un fenómeno colectivo, como las partes que componen un cuerpo humano. Cada parte vive independientemente, pero la inteligencia es el resultado del conjunto. Si sucediera lo mismo en criaturas como esta...

Los hombres se quedaron mirando el bicho y pregunté:

- ¿Y si tienen eso?
- ¿Qué?
- La inteligencia colectiva de la que usted ha hablado.
- Oh. bueno, no podría decirlo. Sería algo que superaría nuestros sueños más extravagantes. Comparadas con nosotros serían... bueno, lo que somos nosotros comparados con una hormiga ordinaria.
- No lo creo - dije lacónicamente.

Y Fitzgerald, el funcionario, me replicó con calma:

- Tampoco nosotros lo creemos. Lo suponemos.
- Si es tan inteligente, ¿ por qué no empleó contra mí una de sus armas?
- ¿Hubiera sido eso una muestra de inteligencia? - preguntó Hopper suavemente.
- Quizá ninguno de esos instrumentos sea un arma?
- ¿No lo sabe? ¿Las otras no llevaban instrumentos?
- Los llevaban - contestó Fitzgerald lacónicamente.
- ¿Y qué eran?
- No lo sabemos - dijo Lieberman.
- Pero ustedes pueden averiguarlo. Tenemos hombres de ciencia, ingenieros. Esta es una era de instrumentos, qué son, cómo funcionan, para qué sirven?
- Así es exactamente - replicó Hopper -. No sabemos nada, señor Morgan. Carecen de sentido para los mejores ingenieros y técnicos de los Estados unidos. Conoce usted la vieja anécdota. Dele a Aristóteles un aparato de radio. ¿Qué haría Aristóteles? ¿Dónde encontraría energía eléctrica? ¿Y qué recibiría si nadie transmite nada? No es que esos instrumentos sean complicados. En realidad son muy sencillos. Pero no tenemos idea de lo que pueden o podrían hacer.
- Pero tienen que ser un arma de alguna clase.
- ¿Por qué? - preguntó lieberman -. Mírese a sí mismo, señor Morgan; es usted un hombre culto e inteligente, pero no concibe un mundo donde las armas no sean un artículo de primera necesidad. Sin embargo, un arma es algo raro, señor Morgan, un instrumento homicida. Nosotros no pensamos así porque las armas son hoy el símbolo de nuestro mundo. ¿Es eso civilización, señor Morgan? ¿O no son las armas y la civilización, en un sentido esencial, incompatibles? ¿No puede usted imaginar una mentalidad que no acepte, o no conciba la idea del crimen? nosotros vemos todo a través de nuestra subjetividad. ¿Por qué otros - esta criatura, por ejemplo - no han de poder ver el proceso de la actividad mental fuera de su subjetividad? Se acerca a un ser de este mundo y la matan. ¿Por qué? ¿Qué explicación tiene? Dígame, señor Morgan. ¿Cómo se lo explicaría usted a una criatura completamente racional? - Y Lieberman señaló el bicho que estaba sobre el escritorio -. Se lo pregunto muy seriamente, ¿cómo lo explicaría usted?
- ¿Un accidente? - murmuré.
- ¿Y los ocho frascos del armario? ¿Ocho accidentes?
- Creo, señor Lieberman - dijo Fitzgerald -, que por ese camino puede ir usted un poco demasiado lejos.
- Sí, para ustedes puede ser así. Es una parte del ambiente en que viven. Pero mi ambiente es la ciencia. Y como hombre de ciencia trato de ser racional. La creación de una estructura de lo bueno y lo malo, o lo que llamamos moralidad y ética, es función de la inteligencia, e indiscutiblemente el mal fundamental puede ser la destrucción de la inteligencia consciente. Por eso, y desde hace tanto tiempo, hemos aceptado al menos el mandamiento "No matarás", aunque sólo de labios afuera. Pero para una inteligencia colectiva, de la que podría ser parte esta criatura, la idea del asesinato sería inconcebiblemente monstruosa.

Me senté y encendí un cigarrillo. Me temblaban las manos. Hopper se excusó:

- Hemos sido un tanto duros con usted, señor Morgan. pero en los últimos días otros ocho hombres han hecho exactamente lo mismo que usted. Estamos metidos en una trampa: somos lo que somos.
- Pero dígame, ¿de dónde viene estas cosas?
- No importa casi de dónde vienen - contestó Hopper desanimadamente -. Quizá de otro planeta, quizá de los abismos de la tierra, o de la Luna o de Marte. No importa de dónde. Fitzgerald cree que vienen de un planeta menor, pues sus movimientos son aquí aparentemente lentos. Pero el doctor Lieberman opina que se mueven con lentitud porque no han descubierto la necesidad de moverse con rapidez. Entretanto, tienen que resolver el problema de estos asesinatos. Sólo Dios sabe cuántas han muerto en otros lugares, en Africa, Asia y Europa.
- Entonces, ¿por qué no se lo dicen al mundo? ¡Pronto, antes que sea demasiado tarde!
- Lo hemos pensado - dijo Fitzgerald -. ¿Pero y el pánico, la histeria? ¿Y si nos dicen que la culpa la tiene la bomba atómica? No podemos cambiar: somos lo que somos.
- Si, pueden hacerlo - declaró Lieberman -. Pero si no padecen la maldición del asesinato, quizá estén exentas también de la maldición del temor. Pueden ser sociales en el sentido más elevado. ¿Qué hace la sociedad con los asesinos?
- Hay sociedades que los condenan a muerte, y otras que reconocen su enfermedad y los encierran en un sitio donde no pueden seguir matando - dijo hopper -. Por supuesto, es distinto cuando todo un mundo está en el banquillo. Ahora tenemos bombas atómicas y otras cosas, y estamos alcanzando las estrellas...
- Yo me inclino a creer que se irán - dijo Fitgerald -. Quizá padezcan la maldición del temor, doctor.
- Quizá - admitió Lieberman -. Así lo espero.

Pero cuanto más lo pienso, más me parece que el temor y el odio son dos caras de la misma moneda. Trato aún de recordar, de recrear el momento en que vi al animal al pie de mi cama en la cabaña. Trato aún de extraer de mi memoria una visión clara de su aspecto, y descubrir si detrás de aquella cara quitinosa y de las dos antenas que se movían suavemente había alguna muestra de temor y de ira. Pero cuanto más se me aclaran los recuerdos, tanto más me parece descubrir una dignidad y una calma admirables. Nada de temor ni de ira.

Y cada vez más, mientras hago mi trabajo, tengo la impresión de lo que Hopper llamó "un mundo en el banquillo". Yo tampoco siento ira. Como un criminal que ya no puede vivir consigo mismo, me satisface que me juzguen.






miércoles, 30 de enero de 2013

El flautista de Hamelin - Robert Browning


Todos conocemos la historia: las ratas han invadido Hamelin, un desconocido aparece y ofrece deshacerse de ellas. Para sorpresa de todos, este extranjero comienza a tocar la flauta y las ratas, encantadas, abandonan el pueblo siguiendo sus pasos hasta el río donde se ahogan… pero la trama se complica cuando la gente de Hamelin le niega al flautista el pago por sus servicios y el flautista se venga llevándose a sus niños…
El flautista de Hamelin” es una leyenda o cuento popular alemán. Al ser un cuento popular, existen varias versiones dando vueltas donde más que nada varía el desenlace (feliz o trágico…). Una versión es la de los hermanos Grimm aunque, según encontré en la web, las primeras alusiones al flautista son de aproximadamente el año 1300, es decir, algo así como 500 años antes de la versión recopilada por los Grimm. Incluso hay quienes la relacionan a hechos históricos y aún hoy se discute su origen.
En Wikipedia encontré estos versos que les comparto:



En el año de 1284 en el día de Juan y Pablo
siendo el 26 de junio
por un flautista vestido con muchos colores,
fueron seducidos 130 niños nacidos en Hamelin
y se perdieron en el lugar del calvario, cerca de “koppen“(colinas).

Dichos versos fueron encontrados por, y pego textual de wikipedia, “un individuo llamado Decan Lude, originario de Hamelín” en un libro coral que pertenecía a su abuela. El afirmaba era el testimonio de alguien que “había visto con sus propios ojos el suceso”.
Tal vez no sepamos a ciencia cierta nunca si la historia del flautista de Hamelin noveliza hechos reales o no, pero sin dudas sigue vigente, y hoy lo que traigo para compartir con ustedes es el poema escrito por el inglés Robert Browning en 1845. Encontré dos traducciones, una en verso que me despertó algunas dudas (pocas pero dudas al fin), y otra en prosa con un léxico más bello. Cuesta traducir los poemas y que mantengan su musicalidad original... Me decidí por la traducción acomodada a prosa... pero no olvidemos que es, en su origen, un poema. Busqué la versión en inglés para compararlas -
no puedo con mi curiosidad - así que para curiosos como yo, va pegado al final de la versión en español.
:D
Nota: la imagen que elegí para acompañar el texto es un fragmento del vitró de la iglesia de Hamelin que es mencionado en el texto de Browning. 



 El flautista de Hamelin

El pueblito de Hamelin está en Brunswick, cerca de la famosa ciudad de Hanover, y el profundo y anchuroso Weser baña su flanco sur. Jamás se vio un lugar tan placentero pero, para la época en que comienza nuestra historia -hace casi cinco siglos-, los pobladores soportaban una horrible peste.

¡Ratas! Desafiaban a los perros y mataban a los gatos; mordían a los bebitos en sus cunas; se comían los quesos de los moldes y sorbían la sopa del mismísimo cucharón del cocinero; abrían los toneles de sardinas en salmuera, anidaban en los sombreros de paseo de los hombres y hasta estropeaban las charlas de las mujeres, ahogando las voces con chillidos estridentes que cubrían una gama de cincuenta sostenidos y bemoles.

Finalmente la gente acudió en manifestación a la alcaldía.

-Es evidente que nuestro alcalde es un papanatas -gritaban-. Para no hablar de la Corporación. ¡Pensar que gastamos en trajes de armiño para unos bobos que no son capaces de librarnos de esta peste! ¿Acaso esperan ampararse en sus pieles de magistrados, sólo porque son viejos y gordos? De pie, señores. Exprímanse los cerebros para encontrar una solución, o no les quepa duda de que los vamos a echar.

Al oír esto el alcalde y la Corporación se pusieron a temblar, muy preocupados.

Estuvieron reunidos en consejo durante una hora y por fin el alcalde rompió el silencio.

-Remato mi investidura al mejor postor. Querría estar bien lejos de aquí. Es fácil pedir que uno se exprima el cerebro. Ya me duele la cabeza de tanto rascarla. Y nada. ¡Si se nos ocurriera alguna buena trampa!

Mientras decía esto tocaron suavemente a la puerta del recinto

-¡Santo cielo! -exclamó el alcalde-. ¿Qué es eso?

(Allí sentado con la Corporación parecía pequeño pero asombrosamente gordo. Su mirada no era más lúcida ni más húmeda que la de una ostra muerta, aunque hay que admitir que cobraba un poco de vida al mediodía, cuando la panza clamaba por un guiso de tortuga verde y gelatinosa.)

-¿Alguien se está sacudiendo los pies en el felpudo? -preguntó, y agregó-: Cualquier ruidito que me recuerde el de las ratas y el corazón me da un vuelco.
-¡Adelante! -gritó finalmente el alcalde, y pareció que había crecido.

Entonces hizo su entrada el tipo más raro que pueda uno imaginar, con un extravagante abrigo que lo cubría de pies a cabeza, mitad amarillo y mitad rojo. Era un hombre alto y muy delgado, con ojos azules y penetrantes, chiquitos como dos alfileres, cabellos claros y lacios pero tez morena, sin bozo en las mejillas ni barba en el mentón pero con muchas sonrisas en tos labios. Nadie imaginaba quién era ni de dónde venía y todos contemplaban absortos al hombre altísimo y su extraño atavío.

Uno dijo:

-Es como si mi tatarabuelo hubiese vuelto de la tumba al oír las trompetas del día del Juicio.

El hombre avanzó hasta la mesa de deliberaciones y dijo:

-Con su permiso, honorables. Por obra de un poder secreto, estoy en condiciones de hacer que me sigan todas las criaturas vivientes, las que se arrastran, las que nadan, las que vuelan y las que corren. Suelo utilizar mi poder sobre los bichos perjudiciales al hombre, como los topos, los sapos, los tritones y las víboras. La gente me llama el Flautista.

Y sólo entonces notaron que alrededor del cuello tenía una banda roja y amarilla (para hacer juego con el saco), de cuyo extremo colgaba una flauta. También notaron que los dedos se le escapaban, como si estuvieran ansiosos por tocar esa flauta que se bamboleaba sobre el anticuado traje.

-A pesar de ser sólo un pobre flautista -dijo-, en junio pasado liberé al Chan de Tartaria de unas gigantescas nubes de mosquitos y en Asia le quité de encima a Nizam una ola monstruosa de murciélagos vampiros. Y en cuanto a lo que les preocupa a ustedes ¿me darían mil florines si libero a la ciudad de las ratas?
-¿Mil? ¡Cincuenta mil! -exclamaron sorprendidos el alcalde y la Corporación.

Entonces el Flautista salió a la calle, algo sonriente, como si supiese qué magia dormía en su flauta, y, como un músico experto, frunció los labios para soplar el instrumento. Los ojos despedían destellos azules y verdes, como cuando se arroja sal sobre la llama de una vela. Y antes de que la flauta hubiese emitido tres notas agudas, se oyó algo que recordaba un ejército en marcha. El murmullo se convirtió en gruñido, el gruñido en rugido y las ratas comenzaron a precipitarse atropelladamente a la calle.

Ratas grandes, ratas chicas, ratas enclenques, ratas robustas, ratas marrones, ratas grises, ratas negras, ratas rubias, viejas ratas solemnes y rengas, ratitas alegres y juguetonas, padres, madres, tías, primos, colas en alto y bigotes en punta, decenas y docenas de familias, hermanos, hermanas, esposas y esposos, todas detrás del Flautista.

El Flautista tocaba y caminaba y las ratas lo seguían bailoteando, hasta que llegaron a orillas del Weser, donde todas se zambulleron y murieron. Todas salvo una, intrépida como Julio César, que atravesó el río a nado y vivió para llevar sus comentarios al País de las Ratas, tan cuidadosa como el conquistador romano de preservar el manuscrito.

Su historia decía así:

"En cuanto sonaron las primeras notas agudas en la flauta, me pareció oír que cortaban lebrillo, que colocaban manzanas, maravillosamente maduras, en la prensa de hacer sidra, que corrían barriles de embutidos, que dejaban entreabiertos armarios con conservas y que quitaban los corchos a los frascos de aceite, que hacían saltar los flejes de los toneles
de manteca. Era como si una voz (más dulce que el arpa o el salterio) gritase: "¡Alégrense, ratas! El mundo se convirtió en una enorme despensa. Así que masquen, tasquen, desayunen, almuercen, merienden y cenen." Y cuando me pareció ver un gran barril de azúcar, ya abierto, brillante como el sol, a pocos centímetros de mis narices, como diciéndome: "Ven a perforarme", me encontré revolcándome en el Weser".

Tendrían que haber escuchado a los pobladores de Hamelin haciendo repicar las campanas hasta doblar los campanarios.

-¡Vamos! -gritaba el alcalde-. ¡Agarren palos largos y arranquen los nidos; tapen los agujeros! ¡Consulten con carpinteros y albañiles y no dejen ni rastros de las ratas en el pueblo!

De pronto asomó la cara del Flautista en el mercado y se oyó:

-¡Primero páguenme mis mil florines, por favor!

¡Mil florines! El alcalde se puso verde y también, los miembros de la Corporación. Las cenas del Concejo hacían estragos con las reservas de Clarete, de Mosela, de Vinde Grave y de vino del Rin, y la mitad de ese dinero bastaría para volver a llenar con vino el tonel más grande de la bodega. ¿Cómo iban a pagarle esa suma a un vagabundo vestido de amarillo y rojo, como un gitano?

-Además -dijo el alcalde con un guiño malicioso-, fue obra del río. Todos vimos con nuestros propios ojos cómo se hundían las ratas. Y lo que está muerto no resucita, según creo. Así que, amigo, no somos gente que vaya a negarle un vaso de vino ni tampoco algún dinerito, pero en cuanto a los florines, lo que dijimos lo dijimos en broma. Por otra parte, hay que tener en cuenta que sufrimos graves pérdidas y que debemos ahorrar. ¡Mil florines! ¡Por favor! Conténtese con cincuenta.

El Flautista cambió de cara y gritó:

-No acepto regateos y, además, estoy muy apurado. Prometí estar en Bagdad para la hora de la cena: tengo que probar la primicia de un guiso del cocinero en jefe, un hombre muy rico, que está agradecido de que haya exterminado los escorpiones de la cocina del califa. No regateé con él y no voy a ceder ni un centavo con ustedes. Además, tengan en cuenta que tengo otro modo de tocar la flauta para la gente que me pone furioso.
-¿Cómo dice? -gritó el alcalde-. ¿Cree usted que puedo permitir que me trate peor que a un cocinero? ¿Que me insulte un asqueroso haragán, un flautista vagabundo vestido de todos colores? ¿Es eso una amenaza? Adelante, entonces, y sople su flauta hasta reventar.

El Flautista salió una vez más a la calle y una vez más acercó a sus labios la larga flauta de caña lisa y recta. Y antes de que hubiese sonado la tercera de esas notas dulces y suaves como no había emitido hasta entonces ningún músico en el mundo, se oyó un murmullo de bullicio, de muchedumbres alegres que se empujaban y se atropellaban, piecitos que pataleaban y zuecos que golpeteaban, manitos que aplaudían y lengüitas que parloteaban y, como las aves del corral cuando les tiran el alpiste, salieron corriendo los chicos. Todos los chicos y las chicas de mejillas sonrosadas y rulos rubios, de ojos brillantes y dientes de perlas, tropezándose y brincando corrían en pos de la música maravillosa entre gritos y carcajadas.

El alcalde se quedó mudo y los consejeros se quedaron duros como estacas. Incapaces de dar un paso o de gritarles a los chicos que pasaban saltando alegremente, sólo podían seguir con los ojos a esa multitud gozosa que perseguía al Flautista. Pero ¡qué angustia sintió el alcalde y cómo palpitaron los corazones de los consejeros cuando el Flautista se desvió de la calle principal y se dirigió hacia el Weser, que les saldría al paso a sus hijos y sus hijas!

Sin embargo, el Flautista cambió de rumbo y, en lugar de dirigirse hacia el sur, se dirigió hacia el oeste y rumbeó hacia la colina de Koppelberg, con los chicos siempre pegados a la espalda. Todos se sintieron aliviados.

-Nunca podrá atravesar ese pico. Tendrá que dejar de tocar y nuestros hijos se detendrán.

Pero sucedió que, al llegar al pie de la montaña, se abrió de par en par un portal maravilloso, como si de pronto hubiese surgido una caverna. El Flautista avanzó y los niños lo siguieron. Y cuando habían entrado todos, hasta el último, la puerta se cerró de
golpe.

¿Dije todos? Me equivoco. Uno de ellos era rengo y no había podido bailotear como los otros. Cuando, muchos años después, le reprochaban su tristeza, solía decir: "Es muy sombrío el pueblo desde que se fueron mis compañeros. Y no puedo olvidar que estoy privado de contemplar todos esos maravillosos espectáculos que también a mí me prometió el Flautista. Decía que nos conducía a una tierra de gozo, que estaba muy cerquita del pueblo, allí nomás, donde brotaban fuentes y crecían árboles frutales y las flores desplegaban matices más hermosos y todo era extraño y nuevo, donde los gorriones eran más brillantes que los pavos reales y los perros más veloces que las corzas, y las abejas habían perdido sus aguijones y los caballos nacían con alas de águila. Y justo cuando me sentí seguro de que en ese lugar iba a curarme de mi renguera, la música se detuvo y yo me quedé allí parado, del lado de afuera de la montaña, abandonado muy a pesar mío y obligado a seguir rengueando en este mundo y a no volver a oír nunca más hablar del hermoso país".

¡Desdichado Hamelin! A muchos vecinos les vino a la mente eso de que es más fácil que un camello pase por el ojo de un aguja que un rico entre en el cielo.

El alcalde mandó mensajeros hacia los cuatro puntos cardinales para ofrecerle al Flautista, donde quiera que se lo hallase, todo el oro y toda la plata que pidiera si regresaba como se había ido y traía con él a los niños. Pero cuando vieron que todo era en vano y que el Flautista y los niños que bailoteaban a sus espaldas se habían ido para siempre, lanzaron un decreto por el cual los abogados debían fechar sus documentos según esta fórmula: "A tantos años, meses y días de lo que sucedió aquí el 27 de julio de 1366". Y para no olvidarse jamás de la calle por donde habían desaparecido los niños la
llamaron Calle del Flautista y cualquiera que pasase por ella tocando la flauta o el tamboril podía estar seguro de que no volvería a encontrar trabajo en Hamelin. Tampoco permitieron que ninguna hostería ni ninguna taberna perturbase con el bullicio una calle tan solemne. Y frente al lugar en que se había abierto la caverna levantaron una columna y en ella escribieron esta historia y también la pintaron en el gran vitral de la iglesia, para que el mundo se enterase de que les hablan robado sus hijos. Todavía hoy están allí esos recuerdos.

Me olvidaba de mencionar que en Transilvania hay una tribu de gente muy especial que asegura que las ropas tan extrañas que usa, y que tanto llaman la atención de sus vecinos, son una herencia de sus antepasados, surgidos de una prisión subterránea en la que se los había sepultado hacía largo tiempo después de haberlos arrebatado del pueblito de Hamelin, en el condado de Brunswick, sin que supieran decir cómo o por qué.
 

Así que, Guille, saldemos nuestras deudas con todos los hombres... ¡sobre todo con los flautistas! Y sí llegan a liberarnos con su música de ratas o de ratones cumplamos nuestra promesa y paguémosles lo que hayamos convenido.


THE PIED PIPER OF HAMELIN

I.

1 Hamelin Town's in Brunswick,
2 By famous Hanover city;
3 The river Weser, deep and wide,
4 Washes its wall on the southern side;
5 A pleasanter spot you never spied;
6 But, when begins my ditty,
7 Almost five hundred years ago,
8 To see the townsfolk suffer so
9 From vermin, was a pity. 

II.

10 Rats!
11 They fought the dogs and killed the cats,
12 And bit the babies in the cradles,
13 And ate the cheeses out of the vats,
14 And licked the soup from the cooks' own ladles,
15 Split open the kegs of salted sprats,
16 Made nests inside men's Sunday hats,
17 And even spoiled the women's chats,
18 By drowning their speaking
19 With shrieking and squeaking
20 In fifty different sharps and flats. 

III.

21 At last the people in a body
22 To the Town Hall came flocking:
23 ``Tis clear,'' cried they, ``our Mayor's a noddy;
24 ``And as for our Corporation -- shocking
25 ``To think we buy gowns lined with ermine
26 ``For dolts that can't or won't determine
27 ``What's best to rid us of our vermin!
28 ``You hope, because you're old and obese,
29 ``To find in the furry civic robe ease?
30 ``Rouse up, sirs! Give your brains a racking
31 ``To find the remedy we're lacking,
32 ``Or, sure as fate, we'll send you packing!''
33 At this the Mayor and Corporation
34 Quaked with a mighty consternation. 

IV.

35 An hour they sat in council,
36 At length the Mayor broke silence:
37 ``For a guilder I'd my ermine gown sell;
38 ``I wish I were a mile hence!
39 ``It's easy to bid one rack one's brain --
40 ``I'm sure my poor head aches again,
41 ``I've scratched it so, and all in vain
42 ``Oh for a trap, a trap, a trap!''
43 Just as he said this, what should hap
44 At the chamber door but a gentle tap?
45 ``Bless us,'' cried the Mayor, ``what's that?''
46 (With the Corporation as he sat,
47 Looking little though wondrous fat;
48 Nor brighter was his eye, nor moister
49 Than a too-long-opened oyster,
50 Save when at noon his paunch grew mutinous
51 For a plate of turtle green and glutinous)
52 `Only a scraping of shoes on the mat?
53 ``Anything like the sound of a rat
54 ``Makes my heart go pit-a-pat!'' 

V.

55 ``Come in!'' -- the Mayor cried, looking bigger
56 And in did come the strangest figure!
57 His queer long coat from heel to head
58 Was half of yellow and half of red,
59 And he himself was tall and thin,
60 With sharp blue eyes, each like a pin,
61 And light loose hair, yet swarthy skin
62 No tuft on cheek nor beard on chin,
63 But lips where smile went out and in;
64 There was no guessing his kith and kin:
65 And nobody could enough admire
66 The tall man and his quaint attire.
67 Quoth one: ``It's as my great-grandsire,
68 ``Starting up at the Trump of Doom's tone,
69 ``Had walked this way from his painted tombstone!'' 

VI.

70 He advanced to the council-table:
71 And, ``Please your honours,'' said he, ``I'm able,
72 ``By means of a secret charm, to draw
73 ``All creatures living beneath the sun,
74 ``That creep or swim or fly or run,
75 ``After me so as you never saw!
76 ``And I chiefly use my charm
77 ``On creatures that do people harm,
78 ``The mole and toad and newt and viper;
79 ``And people call me the Pied Piper.''
80 (And here they noticed round his neck
81 A scarf of red and yellow stripe,
82 To match with his coat of the self-same cheque;
83 And at the scarf's end hung a pipe;
84 And his fingers, they noticed, were ever straying
85 As if impatient to be playing
86 Upon this pipe, as low it dangled
87 Over his vesture so old-fangled.)
88 ``Yet,'' said he, ``poor piper as I am,
89 ``In Tartary I freed the Cham,
90 ``Last June, from his huge swarms of gnats,
91 ``I eased in Asia the Nizam
92 ``Of a monstrous brood of vampyre-bats:
93 ``And as for what your brain bewilders,
94 ``If I can rid your town of rats
95 ``Will you give me a thousand guilders?''
96 ``One? fifty thousand!'' -- was the exclamation
97 Of the astonished Mayor and Corporation. 

VII.

98 Into the street the Piper stept,
99 Smiling first a little smile,
100 As if he knew what magic slept
101 In his quiet pipe the while;
102 Then, like a musical adept,
103 To blow the pipe his lips he wrinkled,
104 And green and blue his sharp eyes twinkled,
105 Like a candle-flame where salt is sprinkled;
106 And ere three shrill notes the pipe uttered,
107 You heard as if an army muttered;
108 And the muttering grew to a grumbling;
109 And the grumbling grew to a mighty rumbling;
110 And out of the houses the rats came tumbling.
111 Great rats, small rats, lean rats, brawny rats,
112 Brown rats, black rats, grey rats, tawny rats,
113 Grave old plodders, gay young friskers,
114 Fathers, mothers, uncles, cousins,
115 Cocking tails and pricking whiskers,
116 Families by tens and dozens,
117 Brothers, sisters, husbands, wives --
118 Followed the Piper for their lives.
119 From street to street he piped advancing,
120 And step for step they followed dancing,
121 Until they came to the river Weser
122 Wherein all plunged and perished!
123 -- Save one who, stout as Julius Caesar,
124 Swam across and lived to carry
125 (As he, the manuscript he cherished)
126 To Rat-land home his commentary:
127 Which was, ``At the first shrill notes of the pipe,
128 ``I heard a sound as of scraping tripe,
129 ``And putting apples, wondrous ripe,
130 ``Into a cider-press's gripe:
131 ``And a moving away of pickle-tub-boards,
132 ``And a leaving ajar of conserve-cupboards,
133 ``And a drawing the corks of train-oil-flasks,
134 ``And a breaking the hoops of butter-casks:
135 ``And it seemed as if a voice
136 ``(Sweeter far than by harp or by psaltery
137 ``Is breathed) called out, `Oh rats, rejoice!
138 ```The world is grown to one vast drysaltery!
139 ```So munch on, crunch on, take your nuncheon,
140 ```Breakfast, supper, dinner, luncheon!'
141 ``And just as a bulky sugar-puncheon,
142 ``All ready staved, like a great sun shone
143 ``Glorious scarce an inch before me,
144 ``Just as methought it said, `Come, bore me!'
145 `` -- I found the Weser rolling o'er me.'' 

VIII.

146 You should have heard the Hamelin people
147 Ringing the bells till they rocked the steeple
148 ``Go,'' cried the Mayor, ``and get long poles,
149 ``Poke out the nests and block up the holes!
150 ``Consult with carpenters and builders,
151 ``And leave in our town not even a trace
152 ``Of the rats!'' -- when suddenly, up the face
153 Of the Piper perked in the market-place,
154 With a, ``First, if you please, my thousand guilders!''
IX.

155 A thousand guilders! The Mayor looked blue;
156 So did the Corporation too.
157 For council dinners made rare havoc
158 With Claret, Moselle, Vin-de-Grave, Hock;
159 And half the money would replenish
160 Their cellar's biggest butt with Rhenish.
161 To pay this sum to a wandering fellow
162 With a gipsy coat of red and yellow!
163 ``Beside,'' quoth the Mayor with a knowing wink,
164 ``Our business was done at the river's brink;
165 ``We saw with our eyes the vermin sink,
166 ``And what's dead can't come to life, I think.
167 ``So, friend, we're not the folks to shrink
168 ``From the duty of giving you something to drink,
169 ``And a matter of money to put in your poke;
170 ``But as for the guilders, what we spoke
171 ``Of them, as you very well know, was in joke.
172 ``Beside, our losses have made us thrifty.
173 ``A thousand guilders! Come, take fifty!'' 

X.

174 The Piper's face fell, and he cried,
175 ``No trifling! I can't wait, beside!
176 ``I've promised to visit by dinner-time
177 ``Bagdad, and accept the prime
178 ``Of the Head-Cook's pottage, all he's rich in,
179 ``For having left, in the Caliph's kitchen,
180 ``Of a nest of scorpions no survivor:
181 ``With him I proved no bargain-driver,
182 ``With you, don't think I'll bate a stiver!
183 ``And folks who put me in a passion
184 ``May find me pipe after another fashion.''
XI.

185 ``How?'' cried the Mayor, ``d'ye think I brook
186 ``Being worse treated than a Cook?
187 ``Insulted by a lazy ribald
188 ``With idle pipe and vesture piebald?
189 ``You threaten us, fellow? Do your worst,
190 ``Blow your pipe there till you burst!'' 

XII.

191 Once more he stept into the street,
192 And to his lips again
193 Laid his long pipe of smooth straight cane;
194 And ere he blew three notes (such sweet
195 Soft notes as yet musician's cunning
196 Never gave the enraptured air)
197 There was a rustling that seemed like a bustling
198 Of merry crowds justling at pitching and hustling,
199 Small feet were pattering, wooden shoes clattering,
200 Little hands clapping and little tongues chattering,
201 And, like fowls in a farm-yard when barley is scattering,
202 Out came the children running.
203 All the little boys and girls,
204 With rosy cheeks and flaxen curls,
205 And sparkling eyes and teeth like pearls,
206 Tripping and skipping, ran merrily after
207 The wonderful music with shouting and laughter. 

XIII.

208 The Mayor was dumb, and the Council stood
209 As if they were changed into blocks of wood,
210 Unable to move a step, or cry
211 To the children merrily skipping by,
212 -- Could only follow with the eye
213 That joyous crowd at the Piper's back.
214 But how the Mayor was on the rack,
215 And the wretched Council's bosoms beat,
216 As the Piper turned from the High Street
217 To where the Weser rolled its waters
218 Right in the way of their sons and daughters!
219 However he turned from South to West,
220 And to Koppelberg Hill his steps addressed,
221 And after him the children pressed;
222 Great was the joy in every breast.
223 ``He never can cross that mighty top!
224 ``He's forced to let the piping drop,
225 ``And we shall see our children stop!''
226 When, lo, as they reached the mountain-side,
227 A wondrous portal opened wide,
228 As if a cavern was suddenly hollowed;
229 And the Piper advanced and the children followed,
230 And when all were in to the very last,
231 The door in the mountain-side shut fast.
232 Did I say, all? No! One was lame,
233 And could not dance the whole of the way;
234 And in after years, if you would blame
235 His sadness, he was used to say, --
236 ``It's dull in our town since my playmates left!
237 ``I can't forget that I'm bereft
238 ``Of all the pleasant sights they see,
239 ``Which the Piper also promised me.
240 ``For he led us, he said, to a joyous land,
241 ``Joining the town and just at hand,
242 ``Where waters gushed and fruit-trees grew,
243 ``And flowers put forth a fairer hue,
244 ``And everything was strange and new;
245 ``The sparrows were brighter than peacocks here,
246 ``And their dogs outran our fallow deer,
247 ``And honey-bees had lost their stings,
248 ``And horses were born with eagles' wings;
249 ``And just as I became assured
250 ``My lame foot would be speedily cured,
251 ``The music stopped and I stood still,
252 ``And found myself outside the hill,
253 ``Left alone against my will,
254 ``To go now limping as before,
255 ``And never hear of that country more!''
XIV.

256 Alas, alas for Hamelin!
257 There came into many a burgher's pate
258 A text which says that heaven's gate
259 Opes to the rich at as easy rate
260 As the needle's eye takes a camel in!
261 The mayor sent East, West, North and South,
262 To offer the Piper, by word of mouth,
263 Wherever it was men's lot to find him,
264 Silver and gold to his heart's content,
265 If he'd only return the way he went,
266 And bring the children behind him.
267 But when they saw 'twas a lost endeavour,
268 And Piper and dancers were gone for ever,
269 They made a decree that lawyers never
270 Should think their records dated duly
271 If, after the day of the month and year,
272 These words did not as well appear,
273 ``And so long after what happened here
274 ``On the Twenty-second of July,
275 ``Thirteen hundred and seventy-six:''
276 And the better in memory to fix
277 The place of the children's last retreat,
278 They called it, the Pied Piper's Street --
279 Where any one playing on pipe or tabor,
280 Was sure for the future to lose his labour.
281 Nor suffered they hostelry or tavern
282 To shock with mirth a street so solemn;
283 But opposite the place of the cavern
284 They wrote the story on a column,
285 And on the great church-window painted
286 The same, to make the world acquainted
287 How their children were stolen away,
288 And there it stands to this very day.
289 And I must not omit to say
290 That in Transylvania there's a tribe
291 Of alien people who ascribe
292 The outlandish ways and dress
293 On which their neighbours lay such stress,
294 To their fathers and mothers having risen
295 Out of some subterraneous prison
296 Into which they were trepanned
297 Long time ago in a mighty band
298 Out of Hamelin town in Brunswick land,
299 But how or why, they don't understand. 

XV.

300 So, Willy, let me and you be wipers
301 Of scores out with all men -- especially pipers!
302 And, whether they pipe us free from rats or from mice,
303 If we've promised them aught, let us keep our promise!

lunes, 28 de enero de 2013

Maquinaciones - Patricia Highsmith

Descubrí a Patricia Highsmith hace relativamente poco. Alguien me la mencionó como la sucesora de Agatha Christie y me dio curiosidad. Buscando en internet hallé un recopilatorio de cuentos en una biblioteca digital. Eran cuatro, tres me encantaron, uno no tanto, pero de allí tomé "Maquinaciones" (Sauce for the Goose, en inglés) que es el que más me gustó y quiero compartirlo con ustedes.
Patricia Highsmith fue una escritora estadounidense de suspenso. Falleció en 1995 con 74 años de edad. Dice wikipedia: "La temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock". Interesante, ¿no?
Los dejo con "Maquinaciones", ya veré en otro momento si subo algo más de esta autora.
:D



Maquinaciones


El incidente en el garaje fue el tercer suceso con tintes de catástrofe en casa de los Amory, y clavó un terrible pensamiento en la cabeza de Loren Amory: su querida esposa Olivia intentaba matarse.

Loren había tirado de una cuerda de plástico que colgaba de una estantería alta del garaje —su intención era limpiar un poco aquello, enrollar la cuerda como correspondía—, y aquel primer tirón provocó una avalancha de maletas, una vieja máquina de cortar césped y una máquina de coser que pesaba Dios sabía cuánto, todo lo cual se había estrellado, en el suelo justo en el lugar donde había estado él antes de dar un sorprendido salto hacia un lado.

Loren regresó lentamente a la casa, con el corazón latiendo con fuerza ante su terrible descubrimiento. Entró en la cocina y se dirigió escaleras arriba.

Olivia estaba en la cama, apoyada contra unas almohadas, con una revista en el regazo.

—¿Qué fue ese terrible ruido, querido?

Loren carraspeó y asentó más firmemente sus gafas de montura negra sobre su nariz.

—Un montón de cosas en el garaje. Tiré de una cuerda que colgaba... —Explicó lo que había ocurrido.

Ella parpadeó calmadamente, como diciendo: «Bueno, ¿y qué? Estas cosas pasan.»

—¿Has tocado tú algo de ese estante últimamente?
—No, ¿por qué?
—Porque..., bueno, todo estaba puesto para que cayera, querida.
—¿Me estás culpando a mí? —preguntó Olivia con un hilo de voz.
—Culpo tu descuido, sí. Yo puse aquellas maletas ahí arriba, y nunca las hubiera colocado de modo que cayeran apenas tocarlas. Y no coloqué la máquina de coser encima de todo el montón. No estoy diciendo...
—Culpas mi descuido —repitió ella, ultrajada.

Loren se apresuró a arrodillarse, al lado de su esposa.

—Querida, no sigamos ocultando las cosas. La semana pasada fue la aspiradora para la moqueta en las escaleras del sótano. ¡Y esa escalera de mano! ¡Ibas a subirte a ella para acabar con aquel nido de avispas! Lo que quiero decir, querida, es que deseas que te ocurra algo, te des cuenta de ello o no. Tienes que ser más cuidadosa, Olivia... Oh, querida, por favor, no llores. Intento ayudarte. No te estoy criticando.
—Lo sé, Loren. Eres bueno. Pero mi vida..., supongo que no vale la pena seguirla viviendo. No quiero decir que esté intentando terminar con ella, pero...
—¿Todavía sigues pensando... en Stephen? —Loren odiaba el nombre, odiaba pronunciarlo.

Su esposa apartó las manos de sus enrojecidos ojos.

—Me hiciste prometer que no pensaría en él, así que no lo hago. Te lo juro, Loren.
—Muy bien, querida. Esa es mi chica. —Tomó sus manos entre las de él—. ¿Qué te parecería un crucero dentro de poco? ¿Quizás en febrero? Myers vuelve de la costa y puede ocupar mi puesto por un par de semanas. ¿Qué te parecen Haití o las Bermudas?

Ella pareció pensar en aquello por unos momentos, pero al final agitó la cabeza y dijo que sabía que él hacía aquello sólo por ella, no porque deseara realmente ir.

Loren protestó brevemente, luego lo dejo correr. Si Olivia no aceptaba una idea de inmediato, nunca la aceptaría. Había sido un triunfo convencerla de que tenía sentido no volver a ver a Stephen Castle durante un período de tres meses.

Olivia había conocido a Stephen Cásele en una fiesta dada por uno de los colegas de Loren en la Bolsa. Stephen tenía 35 años, lo cual lo hacía diez años más joven que Loren y uno mayor que Olivia, y era actor. Loren no podía imaginar cómo Toohey, su anfitrión de aquella velada, lo había conocido, o por qué lo había invitado a una fiesta en la que todos los demás hombres procedían o de la banca o de la bolsa; pero allí estaba, como un extraño espíritu maligno, y se había concentrado en Olivia durante toda la fiesta, y ella le había respondido con las mismas encantadoras sonrisas que habían capturado a Loren en una sola tarde hacía ocho años.

Después, en su camino de vuelta a Oíd Greenwich, Olivia había dicho:

—¡Es tan divertido hablar con alguien que no está en la Bolsa, para variar! Me ha dicho que estaba ensayando una nueva obra, «El huésped frecuente». Tenemos que ir a verla, Loren.

Fueron a verla. Stephen Castle aparecía quizá cinco minutos en el primer acto.

Acudieron a saludar a Stephen entre bastidores, y Olivia lo invitó a un cóctel que daban el próximo fin de semana. Acudió, y pasó aquella noche en su habitación de invitados. Durante las semanas siguientes Olivia fue en su coche a Nueva York al menos dos veces por semana, oficialmente de compras, pero no hizo ningún secreto del hecho de que se veía con Stephen para comer y a veces incluso para tomar unos cócteles. Al final le dijo a Loren que estaba enamorada de Stephen y que deseaba el divorcio.

Al principio Loren no supo que decir, luego aceptó concedérselo en bien de la deportividad; pero 48 horas después del anuncio de Olivia ésta recuperó lo que consideró el buen sentido. Por aquel entonces se había medido frente a su rival, no sólo físicamente (Loren no salía demasiado bien parado en este aspecto, puesto que no era más alto que Olivia, la línea del pelo se le estaba retirando hacia atrás y empezaba a cultivar una pequeña barriga), sino también moral y financieramente.

En las últimas dos categorías tenía todas las ventajas sobre Stephen Castle, y modestamente se lo hizo notar a Olivia.

—Yo nunca me casaría con un hombre por su dinero —respondió ella.
—No he querido decir que lo hicieras conmigo por dinero, querida. Simplemente ocurrió que yo lo tenía. Pero, ¿qué tendrá nunca Stephen Castle? No mucho, por lo que puedo ver de su forma de actuar. Tú estás acostumbrada a más de lo que él puede ofrecerte. Y sólo hace seis semanas que lo conoces. ¿Cómo puedes estar segura de que su amor hacia ti va a durar?

Aquel último pensamiento hizo reconsiderar a Olivia. Dijo que vería a Stephen sólo una vez más, «para hablar del asunto». Fue a Nueva York una mañana y no regresó hasta la medianoche. Era domingo, cuando Stephen no tenía actuación.

Loren aguardó impaciente su regreso. Entre lágrimas, Olivia le dijo que ella y Stephen habían llegado a un acuerdo. No se verían durante un mes, y si al final de ese tiempo no seguían sintiendo lo mismo el uno hacia el otro aceptarían olvidar todo el asunto.

—Pero por supuesto tú sentirás lo mismo —dijo Loren—. ¿Qué es un mes en la vida de un adulto? Si lo intentaras durante tres meses...

Ella le miró entre sus lágrimas.

—¿Tres meses?
—¿Contra los ocho años que llevamos casados? ¿Acaso es injusto? Nuestro matrimonio merece al menos una oportunidad de tres meses, ¿no crees?
—Está bien, es un trato. Tres meses. Llamaré a Stephen mañana y se lo diré. No nos veremos ni nos telefonearemos durante tres meses.

Desde aquel día Olivia inició su declive. Perdió interés en ocuparse del jardín, en su club de bridge, incluso en su ropa. Su apetito desapareció, aunque no perdió mucho peso, quizá porque permanecía proporcionalmente inactiva. Nunca habían tenido servidumbre. Olivia se enorgullecía del hecho de ser una muchacha trabajadora, una vendedora en el departamento de regalos de unos grandes almacenes en Manhattan, cuando conoció a Loren. Le gustaba decir que sabía cómo hacer las cosas por sí misma. La gran casa en Old Greenwich era suficiente para mantener ocupada a una mujer, aunque Loren había instalado todos los artilugios concebibles para ahorrarle trabajo. También tenían un congelador del tamaño de un cuarto trastero en el sótano, de modo que tenía que ir al mercado mucho menos a menudo que lo habitual, y además toda la comida les era llevada a casa. Ahora que Olivia parecía con las energías bajas, Loren sugirió contratar a una sirvienta, pero Olivia se negó.

Transcurrieron siete semanas, y Olivia mantuvo su palabra acerca de no ver a Stephen. Pero estaba a todas luces tan deprimida, tan pronta a estallar en lágrimas, que Loren vivía constantemente al borde de ceder y decirle que, si amaba tanto a Stephen, tenía derecho a verle. Quizá, pensaba Loren, Stephen Castle sintiera lo mismo, y estuviera también contando las semanas que faltaban para poder ver de nuevo a Olivia. Si era así, Loren había perdido.

Pero le resultaba difícil concederle a Stephen el crédito de sentir algo. Era un tipo larguirucho, más bien estúpido, con el pelo color avena, y Loren nunca lo había visto sin una sonrisa nauseabunda en su boca, como si fuera un hombre anuncio de sí mismo, mostrando perpetuamente lo que sin duda pensaba que era su expresión más halagadora.

Loren, soltero hasta que a los 37 años se casó con Olivia, suspiraba a menudo desanimado ante la forma de actuar de las mujeres. Por ejemplo, Olivia: si él hubiera experimentado unos sentimientos tan fuertes hacia otra mujer, no hubiera dudado ni un minuto en librarse de este matrimonio. Pero Olivia dudaba. ¿Qué esperaba conseguir con ello?, se preguntaba Loren. ¿Pensaba, o esperaba, que su obsesivo amor hacia Stephen podía desaparecer? ¿O deseaba demostrarle a su marido que no lo haría? ¿O sabía inconscientemente que su amor por Stephen Castle no era más que fantasía, y que su actual depresión significaba para ella y para Loren un período de ajuste, de llanto por un amor que no había tenido el valor de salir a tomar?

Pero el incidente en el garaje del sábado hizo que Loren dudara de que Olivia estaba sumida en una fantasía. No quería admitir que Olivia intentaba quitarse la vida, pero la lógica lo impulsaba a ello. Había leído acerca de ese tipo de personas.

Eran diferentes de las propensas a los accidente, que podían vivir para sufrir una muerte natural, fuera la que fuese. Las otras eran las propensas al suicidio, y estaba seguro de que Olivia encajaba en esta categoría.

Un ejemplo perfecto era el episodio de la escalera de mano. Olivia estaba en el cuarto o quinto peldaño cuando Loren se dio cuenta de la resquebrajadura en el lado izquierdo de la escalera, y ella se mostró completamente despreocupada, incluso cuando él se la señaló. Si no hubiera sido porque ella dijo que se sentía un poco mareada al alzar los ojos hacia el nido de avispas, él nunca hubiera hecho el trabajo, y así no habría visto la resquebrajadura.

Loren vio en el periódico que la obra en la que actuaba Stephen cerraba, y le pareció que el abatimiento de Olivia se hacía más profundo. Ahora había círculos oscuros alrededor de sus ojos. Decía que no podía dormirse antes del amanecer.

—Llámale si quieres, querida —dijo finalmente Loren—. Ve a verle de nuevo y averigua si los dos...
—No, te hice una promesa. Tres meses, Loren. Mantendré mi palabra —respondió ella con labios temblorosos.

Loren se alejó, destrozado y odiándose a sí mismo.

Olivia se debilitaba físicamente cada vez más. Una vez tropezó al bajar las escaleras y apenas pudo sujetarse a la barandilla. Loren sugirió, no por primera vez, que fuera a ver al médico, pero ella se negó.

—Los tres meses están a punto de cumplirse, querido. Sobreviviré —dijo con una sonrisa triste.

Aquello era cierto. Sólo faltaban dos semanas hasta el 15 de marzo, la fecha límite de los tres meses. Los idus de marzo, se dio cuenta Loren por primera vez.

Una coincidencia ominosa.

El domingo por la tarde Loren estaba revisando algunos informes de la oficina en su estudio cuando oyó un largo grito, seguido por un resonante estruendo. Al instante estaba de pie y corriendo. Había procedido del sótano, pensó, y si era así, sabía lo que había ocurrido. ¡Aquella maldita aspiradora para la moqueta de nuevo!

—¿Olivia?

Oyó un gemido procedente del sótano a oscuras. Bajó a la carrera los peldaños.

Hubo un pequeño zumbar de ruedas, sus pies resbalaron ante él, y en los pocos segundos antes de que su cabeza se estrellara violentamente contra el suelo de cemento lo comprendió todo: Olivia no había caído por las escaleras del sótano, sólo lo había atraído a él hasta allí; durante todo aquel tiempo había intentado matarle a él, a Loren Amory..., y todo por Stephen Castle.

—Estaba arriba en la cama, leyendo —dijo Olivia a la policía, sujetando con mano temblorosa su bata alrededor dé su estremecido cuerpo—. Oí un terrible estruendo y entonces... bajé... —Hizo un gesto de impotencia hacia el inerte cuerpo de Loren.

La policía aceptó sus palabras y se compadeció por ella. La gente tendría que ser más cuidadosa, dijeron, con cosas como las aspiradoras para la moqueta y las escaleras a oscuras. Cada día se producían fatalidades como aquella en los Estados Unidos. Luego retiraron el cadáver, y el martes Loren Amory fue enterrado.

Olivia llamó a Stephen el miércoles. Había estado telefoneándole cada día excepto sábados y domingos, pero no lo había hecho desde el viernes anterior.

Habían acordado que el día de la semana que ella no le llamara a su apartamento a las once de la mañana sería la señal de que había cumplido su misión. Además, Loren Amory había ocupado un buen espacio en la página de necrológicas del lunes. Dejaba casi un millón de dólares a su viuda, y casas en Florida, Connecticut y Maine.

—¡Querida! ¡Pareces tan cansada! —fueron las primeras palabras de Stephen cuando se reunieron en un discreto bar de Nueva York el miércoles.
—¡Tonterías! Todo es maquillaje —dijo alegremente Olivia—. ¡Y tú eres actor! —Se echó a reír—. Tenía que mostrar un aspecto adecuadamente triste ante mis vecinos, ¿sabes? Y nunca puedes estar segura de cuándo te tropezarás con alguien conocido en Nueva York.

Stephen miró nervioso a su alrededor, luego dijo con su sonrisa habitual:

—Querida Olivia, ¿cuándo podremos estar juntos?
—Muy pronto —dijo ella sin pensárselo—. No en la casa, por supuesto, pero, ¿recuerdas que hablamos de un crucero? ¿Quizá Trinidad? Llevo el dinero conmigo.

Quiero que compres los billetes.

Tomaron camarotes separados, y el periódico local de Connecticut, sin el menor asomo de suspicacia, informó que el viaje de la señora Amory era por motivos de salud.

De vuelta a los Estados Unidos en abril, bronceada por el sol y con un aspecto muy mejorado, Olivia confesó a sus amigas que había conocido a alguien «por quien estaba interesada». Sus amigas le aseguraron que era normal, y que no debía estar sola el resto de su vida. Lo más curioso fue que cuando Olivia invitó a Stephen a una cena en su casa, ninguno de sus amigos le reconoció, aunque varios de ellos lo habían conocido en aquel cóctel unos meses antes. Stephen se mostraba ahora mucho más seguro de sí mismo, y se comportaba como un ángel, pensaba Olivia.

Se casaron en agosto. Stephen se había presentado para algunos papeles, pero nada se había materializado todavía. Olivia le dijo que no se preocupara, que las cosas se animarían seguramente después del verano. Stephen no parecía preocuparse demasiado, aunque protestó diciendo que tenía que trabajar, y dijo que si era necesario intentaría alguna cosa para la televisión. Desarrolló un claro interés hacia la jardinería, plantó algunos retoños de abetos azules, y en general hizo que el lugar pareciera vivo de nuevo.

A Olivia le encantó que a Stephen le gustara la casa, porque a ella también le gustaba. Ninguno de los dos se refería nunca a las escaleras del sótano, pero hicieron colocar un interruptor de la luz junto al primer peldaño, a fin de que no pudiera volver a ocurrir nunca un accidente similar. La aspiradora para la moqueta fue colocada además en el lugar que le correspondía, en el armario de las escobas en la cocina.

Daban fiestas mucho más a menudo de lo que Olivia y Loren habían hecho.

Stephen tenía muchos amigos en Nueva York, y Olivia los encontraba divertidos.

Pero Stephen, pensaba Olivia, estaba empezando a beber demasiado. En una de las fiestas, cuando todos estaban fuera en la terraza, Stephen estuvo a punto de caer por el parapeto. Dos de los invitados tuvieron que sujetarle.

—Será mejor que cuides de tu persona en esta casa, Steve —le dijo Parker Barnes, un actor amigo de Stephen—. Puede que haya un mal de ojo sobre ella.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Stephen con voz algo estropajosa—. No creo en estas cosas. Puede que sea actor, pero no tengo ni una sola superstición.
—¡Oh, así es que es usted actor, señor Castle! —dijo una voz de mujer en la oscuridad.

Después de que se hubieran ido los invitados, Stephen le pidió a Olivia que salieran de nuevo a la terraza.

—Quizás el aire me aclare la cabeza —dijo Stephen con una sonrisa—. Lamento haber estado un poco achispado esta noche. Aquella es Orion. ¿La ves? —Rodeó a Olivia con sus brazos y la atrajo hacia sí—. La constelación más brillante de todo el cielo.
—¡Me estás haciendo daño, Stephen! No tan... —Luego gritó y se debatió y luchó por su vida.
—¡Maldita sea! —jadeó Stephen, sorprendido ante su fuerza.

Ella se había soltado de él y ahora estaba de pie junto a la puerta del dormitorio, mirándole de frente.

—Ibas a empujarme abajo.
—¡No! ¡Buen Dios, Olivia! Perdí el equilibrio, eso es todo. ¡Creí que iba a caerme yo!
—Es una buena forma de hacerlo; sujetar a una mujer y tirar de ella también.
—No me di cuenta. Estoy borracho, querida. Y lo siento.

Permanecieron tendidos como de costumbre en la misma cama aquella noche, pero ambos sólo fingieron dormir. Hasta que, para Olivia al menos, tal como acostumbraba a decirle a Loren, el sueño llegó al amanecer.

Al día siguiente, de una forma casual y subrepticia, ambos revisaron toda la casa, desde el ático al sótano, Olivia con vistas a protegerse de posibles trampas mortales, Stephen con la intención de ponerlas. Él había decidido ya que las escaleras del sótano ofrecían la mejor posibilidad, pese a la repetición, porque pensaba que nadie creería que alguien se atreviera a usar el mismo medio..., si la intención era asesinato.

Ocurrió que Olivia pensaba exactamente lo mismo.

Las escaleras que conducían al sótano nunca antes habían estado tan libres de impedimentos y bien iluminadas. Ninguno de ellos tomó la iniciativa de apagar la luz por la noche. Exteriormente, cada uno profesaba amor y fe hacia el otro.

—Lamento lo que te dije, Stephen —susurró ella en su oído mientras le abrazaba—.

Aquella noche en la terraza tuve miedo, eso es todo. Cuando dijiste «maldita sea»...

—Lo sé, ángel. Pero no pudiste pensar que tenía intención de hacerte algún daño.

Dije «maldita sea» sólo porque estabas allí, y pensé que yo podía haberte empujado sin querer abajo.

Hablaron de otro crucero. Querían ir a Europa la primavera próxima. Pero en las comidas probaban cautelosamente cada cosa antes de empezar a comer.

¿Cómo podría yo poner algo en la comida, pensaba Stephen para sí mismo, cuando no abandonas ni un momento la cocina cuando la estás preparando?

Y Olivia: Te creo capaz de cualquier cosa. Sólo hay una dirección en la que pareces brillar, Stephen.

Su humillación por haber perdido a su amante quedaba oculta por un sombrío resentimiento. Se daba cuenta de que había sido victimizada. Los últimos restos de hechizo de Stephen se habían desvanecido. Pero ahora, pensaba Olivia, estaba efectuando el mejor trabajo de actor de su vida..., y un trabajo de veinticuatro horas al día. Se felicitaba a sí misma de que no hubiera conseguido engañarla, y sopesaba un plan tras otro, convencida de que este «accidente» tenía que ser mucho más convincente del que la había liberado de Loren.

Stephen se dio cuenta de que no estaba en mala posición. Todo el mundo que los conocía a él y a Olivia, aunque sólo fuera ligeramente, pensaba que él la adoraba. Se supondría que un accidente no sería más que eso, un accidente, si él lo decía así.

Ahora estaba jugueteando con la idea del congelador del tamaño de un cuarto trastero que había en el sótano. No había manija de apertura en la parte interior de la puerta, y de tanto en tanto Olivia iba hasta el rincón del fondo en busca de bistecs o espárragos congelados. Pero, ¿se atrevería ella a entrar, ahora que sus sospechas se habían despertado, si él estaba en el sótano al mismo tiempo? Lo dudaba.

Mientras Olivia tomaba el desayuno en la cama una mañana —se había trasladado a su propio dormitorio, y Stephen le traía el desayuno como Loren había hecho siempre—, Stephen experimentó con la puerta del congelador. Descubrió que, si golpeaba un objeto sólido al abrirse, el rebote haría que se cerrara de nuevo, lenta pero inexorablemente. No había ningún objeto sólido cerca de la puerta ahora, al contrario, estaba previsto que la puerta se abriera del todo de modo que la parte exterior se fijara en una pinza a presión colocada en la pared precisamente con esta finalidad, retener la puerta abierta. Había observado que Olivia siempre abría del todo la puerta cuando entraba y la encajaba de forma automática en la pared. Pero si él ponía algo en el camino, aunque sólo fuera una esquina de la caja de la leña, la puerta la golpearía y se cerraría de nuevo, antes de que Olivia tuviera tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido.

Sin embargo, ese momento en particular no parecía el más correcto para colocar la caja de la leña en aquella posición, así que Stephen no preparó aquella trampa.

Olivia había dicho algo de salir al restaurante aquella noche: hoy no sacaría nada para descongelar.

Dieron un pequeño paseo a las tres de la tarde —por el bosque detrás de la casa, luego de vuelta—, y casi se cogieron de la mano, en un desagradable e insultante fingimiento mutuo de afecto; pero sus dedos apenas se rozaron antes de separarse.

—Una taza de té nos iría muy bien, ¿no crees, querido? —preguntó Olivia.
—Hummm —sonrió él—. ¿Veneno en el té? ¿Veneno en las galletas? Las había hecho ella misma aquella mañana.

Recordaba cómo habían maquinado la triste desaparición de Loren, los tiernos susurros de asesinato de ella en sus comidas, su infinita paciencia mientras transcurrían las semanas y plan tras plan fallaba. Era él quien había sugerido la aspiradora para la moqueta en las escaleras del sótano y el cebo del grito de ella.

¿Qué podía planear el cerebro de pájaro de ella?

Poco después del té —todo había estado estupendo—, Stephen salió de la sala de estar como si no tuviera ningún propósito en particular. Se sentía impulsado a probar lo de la caja de leña para ver si podía confiar realmente en ella. Se sentía inspirado también a dejar la trampa montada e irse. La luz de arriba en la escalera del sótano estaba encendida. Bajó cuidadosamente los peldaños.

Escuchó durante un momento para ver si Olivia podía estar siguiéndole. Luego colocó la caja de leña en posición, no paralela a la parte delantera del congelador, por supuesto, sino un poco a un lado, como si alguien la hubiera arrastrado fuera de las sombras para ver mejor su interior y la hubiera dejado allí. Abrió la puerta del congelador exactamente con la velocidad y fuerza que utilizaría Olivia, empujándola mientras cruzaba el umbral, con la mano derecha extendida para sujetar la puerta en el rebote. Pero el pie que cargaba con su peso al cruzar resbaló varios centímetros hacia adelante justo en el momento en que la puerta golpeaba contra la caja de la leña.

Stephen cayó sobre su rodilla derecha, con la pierna izquierda tendida recta frente a él, y a sus espaldas la puerta se cerró. Se puso en pie al instante y se enfrentó a la puerta cerrada con los ojos muy abiertos. Estaba oscuro, y tanteó en busca del interruptor auxiliar a la izquierda de la puerta, que encendió una luz al fondo del congelador.

¿Cómo había ocurrido? ¡El maldito hielo en el suelo del congelador! Pero no era sólo el hielo, vio. Lo que le había hecho resbalar era un pequeño trozo de sebo que vio ahora en medio del suelo, al extremo de la grasienta huella que había dejado su resbalón.

Stephen contempló por un instante el sebo, con una mirada neutra e inexpresiva.

Luego se volvió de nuevo a la puerta, la empujó, tanteó la firme junta recubierta de caucho. Podía llamar a Olivia, por supuesto. Finalmente ella le oiría, o al menos le echaría en falta, antes de que tuviera tiempo de helarse. Bajaría al sótano, y podría oírle aunque no le hubiera oído desde la sala de estar. Entonces abriría la puerta, por supuesto.

Sonrió débilmente, e intentó convencerse a sí mismo de que abriría la puerta.

—¿Olivia?... ¡Olivia! ¡Estoy aquí abajo, en el sótano!

Había transcurrido casi media hora cuando Olivia llamó a Stephen para preguntarle qué restaurante prefería, un asunto que influenciaría lo que debía ponerse. Lo buscó en su dormitorio, en la biblioteca, en la terraza, y finalmente lo llamó desde la puerta delantera, pensando que tal vez estuviera en alguna parte en el jardín.

Al final probó el sótano.

Por aquel entonces, arrebujado en su chaqueta de tweed, con los brazos cruzados sobre su pecho, Stephen caminaba arriba y abajo por el congelador, lanzando señales afligidas a intervalos de treinta segundos y usando el resto de su aliento para soplar dentro de su camisa en un esfuerzo por mantenerse caliente.

Olivia estaba a punto de abandonar el sótano cuando oyó llamar débilmente su nombre.

—¿Stephen? Stephen, ¿dónde estás?
—¡En el congelador! —gritó él, tan fuerte como pudo, Olivia contempló la puerta del congelador con una sonrisa incrédula.
—Abre, ¿quieres? ¡Estoy en el congelador! —le llegó la ahogada voz de Stephen.

Olivia echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada, sin preocuparse de si Stephen podían oírla o no. Luego, riendo aún tan fuerte que tuvo que doblarse sobre sí misma, subió la escalera del sótano.

Lo que más la divertía era que había pensado en el congelador como un lugar perfecto para librarse de Stephen, pero no había conseguido elaborar una forma de hacer que entrara en él. Se dio cuenta de que el que ahora estuviera ahí dentro sólo podía deberse a algún divertido incidente..., quizá mientras intentaba preparar una trampa para ella. Todo aquello era demasiado cómico. ¡Y afortunado!

O quizá, pensó cautamente, la intención de él, incluso ahora, fuera atraerla a que abriera la puerta del congelador, y entonces meterla dentro de un tirón y cerrar la puerta tras ella. ¡Por supuesto, no iba a dejar que ocurriera eso!

Cogió su coche y condujo hasta unos treinta kilómetros hacia el norte, tomó un bocadillo en un café al lado de la carretera, luego fue a ver una película. Cuando regresó a casa a medianoche descubrió que no tenía el valor de visitar a «Stephen»

al congelador, ni siquiera de bajar al sótano. No estaba segura de que estuviera ya muerto, y aunque permaneciera en silencio eso podía significar tan sólo que fingía estar muerto o inconsciente.

Pero mañana, pensó, mañana no habría ninguna duda de que estaba muerto. En el peor de los casos, la misma falta de aire habría acabado con él por aquel entonces.

Se fue a la cama y se aseguró una noche de sueño con un ligero sedante. Mañana sería un día agotador. Su historia de la pequeña discusión con Stephen —acerca de a qué restaurante irían, simplemente eso— y la salida de él, irritado, a dar un paseo, había pensado, tendrían que ser muy convincentes.

A las diez de la mañana, después de un zumo de naranja y un café, Olivia se sintió preparada para su papel de la horrorizada viuda abrumada por el dolor.

Después de todo, se dijo a sí misma, ya había practicado el papel..., sería la segunda vez que lo interpretaba. Decidió enfrentarse a la policía en bata, como en la anterior ocasión.

Para ser completamente natural acerca de todo el asunto, bajó al sótano para hacer el «descubrimiento» antes de llamar a la policía.

—¿Stephen? —llamó, con confianza—. ¿Stephen?

Ninguna respuesta.

Abrió el congelador con aprensión, contuvo el aliento ante la enroscada figura cubierta de escarcha en el suelo, luego avanzó los pocos pasos que la separaban de él..., consciente de que las huellas de sus pies en el suelo serían visibles para corroborar su historia de que había acudido a intentar reanimar a Stephen.

Blam, hizo la puerta tras ella..., como si alguien de pie en la parte de fuera la hubiera empujado con fuerza.

Olivia jadeó asombrada y su boca colgó abierta. Había abierto la puerta de par en par. Hubiera tenido que engancharse en la pinza de la pared.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí fuera? ¡Abran la puerta, por favor! ¡En seguida!

Pero sabía que no había nadie ahí fuera. Era sólo algún maldito accidente.

Quizás un accidente preparado por Stephen.

Miró al rostro del hombre. Sus ojos estaban abiertos, y en sus blancos labios flotaba aquella pequeña sonrisa suya tan familiar, triunfante ahora y absolutamente maliciosa. Olivia no lo miró de nuevo. Se cerró la tenue bata tan fuerte como pudo y empezó a gritar:

—¡Socorro! ¡Alguien! ¡Policía!

Siguió gritando durante lo que le parecieron horas, hasta que empezó a quedarse ronca, hasta que empezó a dejar de sentir frío, sólo un poco de sueño.