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domingo, 2 de junio de 2013

El Libro de la Selva - Cuento XV - Último - Rudyard Kipling

Viene de "El Libro de la Selva - Cuento XIV - Rudyard Kipling"



Toomai de los elefantes



Quiero pensar en lo que fui
y olvidar cadenas y lazos;
recordar tiempos idos
y del bosque cuanto vi.

Venderme no quiero al hombre
por un montón de cañas,
sino huir hacia los míos
y entre los míos perderme.

Quiero vagar en el alba
sentir el viento que corre
y recibir el beso de las aguas.

Olvidar quiero mis cadenas
pesadas y mi dolor todo;
revivir mis viejos amores,
y ver a mis camaradas.

Kala Nag, que quiere decir "serpiente negra", sirvió al gobierno de la India de todos los modos posibles en que puede hacerlo un elefante, durante cuarenta y siete años, y como tenía veinte bien cumplidos cuando lo cazaron, el total da cerca de setenta ....... la edad madura de un elefante.

Se acordaba de haber tirado, con un cojín de cuero en la frente, de un cañón atascado en el barro, y esto sucedió antes de la guerra del Afganistán, en 1842, cuando aún no había adquirido todo su desarrollo. Su madre, Radha Pyari (Radha, la niña mimada), que fue cogida en la misma cacería junto con Kala Nag, le dijo, antes de que mudara sus colmillos de leche, que los elefantes que tienen miedo, siempre terminan por hacerse daño; Kala Nag sabía que este consejo era correcto, porque la primera vez que vio estallar una bomba, retrocedió dando gritos hasta un lugar donde había rifles que formaban un pabellón, y las bayonetas se le clavaron en las partes más blandas del cuerpo. Por tanto, antes de cumplir los veinticinco años, ya no tenía miedo, y por ello era el elefante más querido y mejor cuidado de todos los que servían el Gobierno de la India. Había llevado a cuestas tiendas, mil doscientas libras de peso de tiendas, en la marcha al través de la India septentrional; había sido izado a un barco, al extremo de una grúa de vapor, llevándolo a continuación durante muchos días por mar, y obligándolo a transportar un mortero sobre su espalda en un país extraño y lleno de rocas, muy lejos de la India; vio al emperador Teodoro tendido muerto en Magdala, y había vuelto en el barco, con méritos suficientes, decían los soldados, para ganarse la medalla de la guerra de Abisinia. Vio a otros elefantes, compañeros suyos morir de frío, de epilepsia, de hambre o de insolación en un lugar llamado Ali Musjid, diez años después; luego, lo habían enviado a centenares de leguas hacia el sur para acarrear y apilar enormes vigas de madera de teca en los almacenes de Moulmein. Ahí dejó medio muerto a un elefante joven que se insubordinó resistiéndose al trabajo.

Después de eso lo separaron de la ocupación de acarrear madera, y lo emplearon, junto con unos cuantos elefantes más ya entrenados en el oficio, a ayudar en la caza de elefantes salvajes, en las colinas de Garo. El Gobierno de la India cuida mucho de todo lo que concierne a los elefantes. Hay un departamento completo que no hace más que cazarlos, cogerlos y domarlos, y mandarlos de un lado a otro del país, según se necesiten para el trabajo.

Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tres buenos metros, sus colmillos habían sido cortados hasta dejarlos como de metro y medio de largo, y, para que no se rajaran, iban cubiertos en el extremo con tiras de cobre; pero podía hacer más con aquellos trozos que cualquier elefante no adiestrado con sus colmillos enteros.

Cuando, después de semanas y semanas de vigilante labor acorralando a los elefantes por las montañas, los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes eran dirigidos hacia la última empalizada, y la enorme puerta de troncos de árbol unidos, después de levantada, caía con estrépito detrás de ellos, Kala Nag, a una voz de mando, entraba en aquel movedizo y bramador pandemónium (generalmente de noche cuando la vacilante luz de las antorchas dificultaba juzgar bien las distancias), y, cogiendo por su cuenta al mayor y más salvaje de los elefantes, y de más largos colmillos, lo golpeaba y acosaba hasta reducirlo al silencio y a la quietud, mientras los hombres, montados en otros elefantes, lanzaban cuerdas y ataban a los más pequeños.

Nada ignoraba, en cuestión de luchas, Kala Nag, la vieja y avisada serpiente negra, porque en sus viejos tiempos más de una vez había resistido la embestida del tigre herido, y, enroscando la suave trornpa para resguardarla de peligro, había lanzado al aire a la fiera en el momento en que ésta saltaba, haciendo todo esto con un rápido movimiento de cabeza, parecido al que hace una hoz, e inventado por él mismo; la había revolcado por el suelo y luego se le arrodillaba encima y allí mantenía sus enormes rodillas hasta que la vida abandonaba el cuerpo con un suspiro y un rugido, y dejando sólo sobre la tierra una masa fofa y rayada que luego arrastraba Kala Nag asiéndola de la cola.

-Sí -dijo Toomai el mayor, su cornaca, hijo de Toomai el Negro que lo había llevado a Abisinia, y nieto de Toomai el de los elefantes que lo había visto coger-; nada hay que asuste a Serpiente Negra, excepto yo. Ha visto a tres generaciones de nuestra familia alimentarlo y cuidarlo y vivirá hasta ver la cuarta.
-También a mí me teme -dijo Toomai el chico, poniéndose en pie en toda su estatura de poco más de un metro, con sólo un trapo liado al cuerpo. El hijo primogénito de Toomai el mayor tenía diez años de edad, y, de acuerdo con la costumbre, tomaría el lugar de su padre en el cuello de Kala Nag, cuando fuera mayor, y empuñaría el pesado ankus de hierro, la aguijada para elefantes, cuya punta ya su padre había desgastado por el uso, como la habían desgastado también su abuelo y su bisabuelo. Sabía el muchacho lo que decía; había nacido a la sombra de Kala Nag, había jugado con el extremo de su trompa antes de empezar a andar; cuando ya pudo andar, lo condujo al abrevadero, y Kala Nag jamás hubiera pensado en desobedecer sus chillonas voces de mando, como no había pensado tampoco en matarle aquel día en que Toomai el mayor puso al recién nacido y moreno niño bajo los colmillos de Kala Nag, y le dijo a éste que saludara a su futuro amo.
-Sí -dijo Toomai el chico-, me teme. -Dio largos pasos hacia Kala Nag llamándole "cerdo cebado" y le hizo levantar las patas una tras otra.
-¡Vaya! -dijo-. Eres un elefante enorme.

Movió su desgreñada cabeza y repitió las palabras de su padre:

-Puede el Gobierno pagar por los elefantes; pero pertenecen a nosotros, los mahouts. Cuando seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajah rico y te comprará al gobierno, por tu tamaño y por lo bien educado que estás, y entonces ya no tendrás que hacer nada, como no sea llevar anillos de oro en las orejas, un pabellón de oro sobre la espalda y una tela roja a los lados, también cubierta de oro, y abrirás así la marcha en las procesiones del rey. Entonces me sentaré en tu cuello, Kala Nag, llevando un ankus de plata, y algunos hombres portando bastones dorados correrán delante de nosotros y gritarán: "¡Paso al elefante del rey!" Bueno será eso, Kala Nag, pero no tan bueno como nuestras cacerías por las selvas.
-¡Psch! -dijo Toomai el mayor-. Eres un chiquillo y tan salvaje como un búfalo joven. Ese correr por entre las montañas no es el mejor servicio que prestamos al gobierno. Yo me vuelvo viejo, y no me gustan los elefantes salvajes. Que me den establos de ladrillo, con un compartimiento para cada elefante; gruesas estacas para amarrarlos fuertemente; y caminos llanos y anchos para hacerlos maniobrar, en vez de ese ir y venir, acampando hoy aquí y mañana en otro lado. ¡Ah!, ¡Vaya que eran buenos los cuarteles de Cawnpore! Había cerca de ellos un bazar, y sólo trabajábamos tres horas cada día.

Toomai el chico se acordó de los locales para elefantes de Cawnpore, y no dijo nada. Prefería con mucho la vida del campamento, y odiaba aquellos caminos llanos, anchos; la diaria obligación de ir a forrajear en los lugares destinados para ellos; las largas horas en que no había nada que hacer, excepto mirar a Kaha Nag moviéndose impaciente, atado a sus estacas, Lo que le gustaba a Toornai el chico era subir por veredas difíciles que sólo un elefante podía seguir; hundirse en el valle, allá abajo; entrever a lo lejos a los elefantes salvajes, paciendo a pocas leguas de distancia; la huida del jabalí asustado o del pavo real, casi a los pies de Kala Nag; las lluvias calientes y cegadoras, cuando humean montes y valles; las hermosas mañanas llenas de niebla en que nadie sabía aún dónde se acamparía aquella noche; la constante y cautelosa persecución de los elefantes salvajes, y la loca carrera y el ruido y las llamaradas de la última noche de caza, cuando los elefantes son empujados hacia la empalizada corno peñas desprendidas en algún hundimiento de terreno, y, viendo que no podían salir de allí, se arrojaban contra los pesados troncos, y no se apartaban de ellos sino a fuerza de gritos, de blandir llameantes antorchas y de disparar cartuchos de salva.

Hasta un chiquillo podía ser útil allí, y Toomai lo era como tres. Empuñaba su antorcha y la agitaba y gritaba como el que más. Pero lo mejor de todo era cuando empezaban a sacarse fuera los elefantes, y la keddah (esto es, la empalizada), parecía un cuadro del fin del mundo, y los hombres tenían que entenderse por signos porque no podían escucharse ni a sí mismos. Entonces Toomai el chico trepaba hasta el extremo de uno de los vacilantes troncos de la empalizada, con el pelo castaño sobre los hombros, aquel pelo requemado, desteñido por el sol hasta hacerlo blanquear, y el rapaz parecía un duende iluminado por las llamas de las teas; cuando se calmaba algo de tumulto, se oían entonces las chillonas voces con que animaba a Kala Nag, dominando bramidos, crujidos, chasquear de cuerdas y gruñir de los atados elefantes.

-¡Maîl, Maîl, Kala Nag! (¡Sigue, sigue, Serpiente Negra!) ¡Dant do! (¡Dale con el colmillo!) ¡Somalo!
¡Somalo! (¡Cuidado! ¡Cuidado!) ¡Maro! ¡Maro! (iDuro! ¡Duro con él!) ¡Cuidado con el poste! ¡Arre!
¡Arre! ¡Hai! ¡Yai! ¡Kya-a-ah! -gritaba el muchacho, y la gran lucha entre Kala Nag y el elefante salvaje era sostenida ya en un lado, ya en otro, dentro de la empalizada; los cazadores de elefantes se enjugaban el sudor que les escurría por el rostro, y no se olvidaban de dirigir un saludo de aprobación a Toomai el chico, el cual bailaba de alegría en el extremo de los troncos.

Pero hizo algo más que bailar. Una noche se dejó resbalar del tronco en que estaba y se mezcló entre los elefantes, y arrojó el cabo de una cuerda, que estaba allí en el suelo, a uno de los cazadores que trataban de lanzarla a la pata de uno de los elefantes más jóvenes, en tanto que éste coceaba (los pequeños siempre dan más trabajo que los ya crecidos). Kala Nag lo vio, lo cogió con la trompa y se lo pasó a Toomai el mayor; éste le dio unos pescozones y lo colocó de nuevo sobre el tronco.
A la mañana siguiente lo regañó diciéndole:

-¿Acaso no es suficiente para ti tener buenos establos de ladrillo para los elefantes y acarrear tiendas de un lado al otro, ya que ahora necesitas ponerte a coger elefantes por tu propia cuenta, como un perdido? Sabe esto: los cazadores, esos locos, que ganan menos salario que yo, le hablaron ya del asunto a Petersen Sahib.

Toomai el chico sintió miedo. Conocía poco acerca de los hombres blancos, pero Petersen Sahib era el más grande hombre blanco del mundo para él. Era el jefe de las operaciones de la keddah: el hombre que cogía todos los elefantes para el Gobierno de la India, y el que conocía mejor que nadie sus costumbres.

-¿Qué... qué sucederá? -dijo Toomai el chico.
-¿Qué sucederá? Sucederá lo peor. Petersen Sahib es un loco. Si no lo fuera, ¿crees tú que iría a caza de esos diablos? Inclusive puede pedirte que seas un cazador de elefantes, y que te haga dormir en cualquier parte de esas selvas llenas de fiebres, para que finalmente te pateen hasta matarte en la keddah. Bueno es que todas esas bromas terminen ahora, sin accidentes. La semana próxima se acaba la cacería, y nosotros, la gente del llano, seremos enviados de nuevo a nuestros puestos. Entonces podremos andar por buenos caminos y olvidarnos de todas estas cacerías. Pero, hijo mío, me duele que te mezcles en un asunto que pertenece a esas sucias personas de la selva que se llaman asameses. Kala Nag sólo me obedece a mí, y por tanto debo ir con él a la keddah; pero él no es más que un elefante de combate, y no ayuda a atar a los demás. Por eso permanezco yo sentado con toda comodidad, como conviene a un mahout (no a un mero cazador); a un mahout, digo, a un hombre que podrá disfrutar de una pensión cuando termine el servicio. ¿Acaso la familia de Toomai el de los elefantes merece que la pisoteen en el polvo de una keddah? ¡Mal hijo! ¡Pillo! ¡Perdido! Ve y lava a Kala Nag, límpiale las orejas, y ve que no tenga espinas en las patas; de lo contrario, Petersen Sahib te cogerá y hará de ti un cazador medio salvaje... un ojeador de elefantes, de los que siguen sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh! ¡Qué vergüenza! ¡Vete!

Toomai el chico se alejó sin decir palabra, pero le contó a Kala Nag todas sus penas mientras le examinaba las patas.

-No importa -dijo el muchacho, levantándole la punta de la pesada oreja derecha-. Le dijeron mi nombre a Petersen Sahib, y quizás...... quizás.., quizás... ¿quién sabe? ¡Ah! ¡Mira qué espina tan grande te arranco!

Los siguientes días se emplearon en reunir a los elefantes; en obligar a caminar a los salvajes, que acababan de ser capturados, entre otros dos ya domesticados, para que luego no dieran tanto trabajo al emprender la marcha descendente hacia los llanos; y por último en recoger mantas, cuerdas y otras cosas que habían quedado estropeadas o se habían perdido en el bosque.

Petersen Sahib llegó en una diestra elefante hembra llamada Pudmini. Ya había visitado otros de los campamentos ubicados entre los montes, porque la estación terminaba, y debía verificar los pagos; bajo un árbol, sentado a una mesa, estaba un empleado suyo, indígena, que les entregaba a los cazadores, uno a uno, su salario. Una vez que había cobrado, volvíase cada hombre al lado de su elefante y se unía a la fila que estaba próxima a partir. Los ojeadores, cazadores y domadores, los hombres empleados siempre en la keddah, que pasan un año de cada dos en la selva, iban sentados sobre los elefantes que formaban parte de las fuerzas permanentes de Petersen Sahib, o bien se recostaban contra los árboles teniendo el fusil al brazo, haciendo burla de los cornacas que se iban y riéndose cuando los elefantes recién cazados rompían filas y echaban a correr.

Toornai el mayor se acercó al empleado de las cuentas llevando tras él a Toomai el chico, y Machua Appa, el jefe de los ojeadores, le dijo en voz baja a uno de sus amigos:

-¡Ahí va uno que mucho sirve para cazar elefantes! ¡Es una lástima que a ese gallito de la selva lo manden a mudar de pluma a los llanos!

Ahora bien, Petersen Sahib tenía excelente oído, como un hombre avezado a escuchar al más silencioso de todos los seres: el elefante salvaje. Dióse media vuelta sobre el lomo de Pudmini, donde estaba echado, y preguntó:

-¿Qué dices? No sabía que entre los cornacas del llano hubiera siquiera uno lo suficientemente listo como para atar a un elefante muerto.
-No mencionamos a un hombre, sino a un niño. Se metió en la keddah durante la última cacería y le arrojó la cuerda a Barmao cuando queríamos separar de la madre a aquel joven elefante que tiene una pústula en el hombro.

Machua Appa señaló a Toomai el chico, Petersen Sahib lo miró, y el muchacho se inclinó hasta tocar el suelo.

-¿Él arrojó una cuerda? Es más pequeño que una estaca. Chiquillo, ¿cómo te llamas? -dijo Petersen Sahib.

Toomai el chico estaba demasiado asustado para hablar, pero Kala Nag estaba detrás de él, por lo que Toomai le hizo una seña; el elefante lo cogió con la trompa y lo levantó a la altura de la cabeza de Pudmini, precisamente enfrente del gran Petersen Sahib. Toomai el chico se cubrió la cara con las manos, porque al fin era sólo un chiquillo, y, excepto para todo lo concerniente a elefantes, era tan tímido como cualquier otro muchacho.

-¡Oh! -dijo Petersen Sahib, sonriendo bajo el mostacho-. ¿Y por qué le has enseñado a tu elefante ese truco? ¿Para qué te ayude a robar el trigo verde que ponen a secar en el techo de las casas?
-Trigo verde, no, protector de los pobres. . pero melones, sí -respondió el muchacho, y todos los hombres prorrumpieron en ruidosa carcajada. La mayor parte de ellos había enseñado a sus elefantes a hacer lo mismo. Toomai el chico estaba colgado en el aire a unos dos metros y medio; pero hubiera querido estar en aquel momento a igual profundidad bajo tierra.
-Es Toomai, mi hijo, Sahib -dijo Toomai el mayor, frunciendo el entrecejo-. Es un chiquillo muy malo y acabará en presidio, Sahib.
-Lo que es eso, lo dudo -respondió Petersen Sahib-. El muchacho que a esa edad se atreve a meterse en una keddah en pleno, no para en ningún presidio. Mira, chiquillo, allí tienes cuatro annas para que compres dulces, porque ya veo que bajo ese montón de greñas, hay una verdadera cabeza. Con el tiempo, tú también puedes llegar a cazador.

Toomai el mayor frunció las cejas más que nunca.

-Pero acuérdate de que las keddahs no son para que los niños jueguen allí -continuó Petersen Sahib.
-¿No me permitirán ir a ellas, Sahib? -preguntó Toomai el chico, suspirando profundamente.
-Sí -respondió Petersen Sahib sonriendo de nuevo-. Cuando hayas visto el baile de los elefantes.
Entonces será el momento oportuno. Ven a verme cuando hayas visto bailar a los elefantes, y te dejaré entrar en todas las keddahs.

Hubo entonces otra explosión de carcajadas, porque esto es un viejo chiste entre los cazadores de elefantes, y ello equivale a decir nunca. Existen grandes y llanos claros escondidos en los bosques a los cuales dan el nombre de salones de baile de los elefantes; pero incluso el hallarlos es pura casualidad, y no hay hombre que haya visto nunca bailar allí a los elefantes. Cuando un cornaca alaba mucho su habilidad y valor, le dicen los otros:

-¿Cuándo viste bailar a los elefantes?

Kala Nag puso a Toomai el chico en el suelo y éste de nuevo saludó profundamente y se marchó con su padre, y le regaló a su madre la moneda de cuatro annas; ella estaba criando a un hermanito del muchacho; subieron todos sobre el lomo de Kala Nag, y la fila de elefantes, gruñendo y profiriendo agudos gritos, bajó hacia la llanura por un atajo de la montaña. La marcha fue muy animada, porque los elefantes nuevos suscitaban grandes dificultades a cada vado, y necesitaban que los acariciaran o les pegaran continuamente.

Toomai el mayor aguijoneaba a Kala Nag con aire de despecho, pues estaba de muy mal humor; pero Toomai el chico estaba demasiado feliz para hablar. Petersen Sahib se había fijado en él, y le había dado dinero, por tanto se sentía como un soldado raso a quien hubieran hecho salir de filas para recibir elogios del general en jefe.

-¿Qué quería decir Petersen Sahib con aquello del baile de los elefantes? -dijo por último en voz baja dirigiéndose a su madre.

Lo oyó Toomai el mayor y refunfuñó:

-Que no has de ser nunca uno de esos búfalos montañeses que se llaman ojeadores. Eso es lo que quiso decir. ¡Eh, los de adelante! ¿Qué es lo que nos cierra el paso?

Un cornaca asamés se volvió en redondo de mal humor; iba a la distancia de dos o tres elefantes delante de él, y gritó:

-Trae a Kala Nag y haz que este elefante mío obedezca. No sé por qué Petersen Sahib me escogió a mí para acompañaros a vosotros, burros de los arrozales. Pon tu animal de lado, Toomai y déjalo que empuje con los colmillos. ¡Por los dioses de las montañas! ¡Esos elefantes tienen los diablos en el cuerpo u olfatean a sus compañeros en la selva!

Kala Nag le pegó en las costillas al elefante nuevo hasta sacarle el aire, mientras Toomai el mayor decía:

-Limpiamos de elefantes salvajes todas las montañas en la última cacería. Pero ustedes conducen muy mal. ¡Tendré que mantener yo el orden en toda la fila!
-¡Escuchen lo que dice! -respondió el otro cornaca-. ¡Limpiamos las montañas!... Son ustedes muy sabios, hombres del llano. Cualquiera que no sea una de esas cabezas huecas que no ha visto nunca la selva, sabe que ellos ya saben que ha terminado la temporada actual. Por tanto, todos los elefantes salvajes, esta noche... Pero, ¿por qué desperdicio mi sabiduría con una tortuga de río?
-¿Qué harán los elefantes esta noche? -gritó Toomai el chico.
-¡Hola, muchacho! ¿Estás allí? Bueno; a ti te lo diré, pues tienes bien asentada la cabeza. Bailarán esta noche, y más valiera que tu padre, que limpió de elefantes todas las montañas, doblara el número de cadenas que se atan a las estacas.
-¿De qué están allí charlando? -dijo Toomai el grande-. Durante cuarenta años mi padre y yo hemos cuidado elefantes, y nunca hemos oído que sea verdad que bailen.
-Sí; pero un hombre del llano, que vive en una barraca, sólo conoce las cuatro paredes de su barraca. ¡Bueno! Deja libres a tus elefantes esta noche, y verás lo que sucede. En cuanto al baile, yo he visto el lugar donde... ¡Bapree-Bap! ¿Cuántos recodos más tiene este río Dihang? Aquí hay otro vado, y tendremos que hacer nadar a los pequeños. ¡Párense, los que vienen detrás!

Y de esta manera, charlando, disputando y chapoteando en el río, se llevó a cabo la primera marcha hasta una especie de campamento para los elefantes nuevos; pero los conductores habían perdido la paciencia cien veces mucho antes de que llegasen allí.

Luego se sujetó a los elefantes por las patas traseras con cadenas fijas a las estacas, y a los nuevos se les añadió además un refuerzo de cuerdas; se les puso delante un montón de forraje y los cornacas montañeses regresaron para unirse a Petersen Sahib, aprovechando las últimas luces de la tarde, no sin antes decirles a los cornacas del llano que tuvieran más cuidado aquella noche, riéndose cuando éstos les preguntaron el motivo.

Toomai el chico cuidó de la comida de Kala Nag, y cuando empezó a oscurecer vagó por el campamento, indeciblemente feliz y buscando un tantán. Cuando el corazón de un muchacho indio está lleno de felicidad, no corretea sin ton ni son ni hace ruido de un modo irregular. Se sienta solo y goza a solas de su felicidad. ¡Y a Toomai el chico le había hablado nada menos que Petersen Sahib! Si no hubiera podido hallar lo que buscaba, hubiera estallado, como dicen. Pero el vendedor de dulces del campamento le prestó un pequeño tantán, especie de tamboril que se tocaba con la mano, y se sentó, cruzadas las piernas, frente a Kala Nag, mientras en el cielo iban apareciendo las estrellas, y con el tantán en las rodillas estuvo toca que toca, y cuanto más pensaba en el honor que se le había hecho, más tocaba, solo, completamente solo, entre el forraje de los elefantes. No había ni melodía ni palabras en su música, pero lo hacía feliz tocar el tamboril.

Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas y daban gritos y bramidos de cuando en cuando, y a ratos podía él oír también a su madre, en la barraca del campamento, adormeciendo a su hermanito, cantándole una antigua, muy antigua canción sobre el gran dios Siva, que una vez les había indicado a todos los animales lo que habían de comer. Es una canción de cuna muy tierna; sus primeros versos dicen:

Siva, que da al hombre las cosechas
y hace que soplen los vientos,
sentado en el umbral de un claro día,
mucho, mucho tiempo hace,
diole a cada uno su porción
de pan, trabajos y duelos,
desde al Rey que en el guddee se apoya
hasta al mísero pordiosero.

Todo hizo Siva, Siva el Protector;
sí, todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Espino al camello, forraje al buey,
y a ti, niño mío, de tu madre el corazón.

Toomai el chico acompañó con alegre tamborileo el final de cada estrofa, hasta que sintió sueño y se tendió sobre el forraje, junto a Kala Nag.

Por último los elefantes empezaron a echarse uno a uno, según su costumbre, hasta que sólo Kala Nag quedó en pie a la derecha de la fila; entonces se balanceó suavemente con las orejas hacia adelante para escuchar los rumores del viento de la noche mientras soplaba blandamente en las montañas. El aire estaba lleno de todos aquellos ruidos nocturnos que, juntos, producen un gran silencio: el chocar de un bambú contra otro; el correr de algún ser viviente entre los matorrales; el arañar y los chillidos del pájaro medio despierto (los pájaros se despiertan de noche mucho más frecuentemente de lo que imaginamos); y el caer del agua lejos, muy lejos. Toomai el chico durmió durante algún tiempo, y cuando despertó, la luna brillaba plenamente, y Kala Nag aún estaba en pie con las orejas hacia adelante. Volvióse Toomai el chico, acompañado del crujir del forraje, y observó la curva del enorme lomo proyectándose contra la mitad de las estrellas del cielo; y mientras esto observaba, oyó, tan lejos que parecía sólo un puntito de ruido atravesando aquel gran silencio, el huut-tuut de un elefante salvaje.
Todos los elefantes que formaban las filas saltaron como si les hubieran disparado un tiro, y sus gruñidos terminaron por despertar a los mahouts, los cuales, saliendo, empezaron a martillar con enormes mazos las estacas, apretaron más las cuerdas e hicieron nudos en otras, hasta que todo volvió a la tranquilidad. Uno de los elefantes nuevos había casi arrancado su estaca, y entonces Toomai el mayor le quitó a Kala Nag la cadena que le sujetaba la pata, y con ella ató las patas posteriores del otro elefante a las anteriores; pero a Kala Nag le pasó, en el lugar donde había estado la cadena, un lazo de fibras retorcidas, y le dijo que se acordara de que quedaba bien atado. Cientos de veces habían hecho lo mismo él, su padre y su abuelo. Kala Nag no respondió a aquello con su glu-glu habitual. Siguió de pie, mirando a lo lejos, a la luz clarísima de la luna, levantada un tanto la cabeza y extendidas las orejas como abanicos abiertos en dirección de los grandes repliegues de las montañas de Garo.

-Ve si aumenta su intranquilidad, más entrada la noche -dijo Toomai el mayor al chico, y luego se dirigió a su choza a dormir. Toomai el chico estaba también a punto de dormirse, cuando oyó que se rompía la cuerda de fibra de coco, produciendo un leve, casi metálico ruido; y Kala Nag se movió avanzando, desde donde estaban las estacas, tan despaciosa y silenciosamente como una nube que se desliza fuera de la embocadura del valle. Toomai el chico corrió detrás de él, descalzo, por aquel camino al que la luz de la luna bañaba y diciéndole muy bajo: -¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo, Kala Nag!

El elefante se volvió sin hacer ruido, dio tres pasos hacia el muchacho a la luz de la luna, con la trompa se lo subió al cuello y casi antes de que el muchacho se hubiera sentado bien, se deslizó hacia el bosque.
Hubo tina ráfaga de furiosos bramidos de las filas de los elefantes y luego el silencio cayó sobre todas las cosas y Kala Nag avanzó hacia adelante. Algunas veces un montón de altas hierbas le acariciaba los costados como la ola acaricia los de un barco; otras, un colgante racimo de pimienta silvestre le rozaba el lomo, o un bambú se quebraba por el sitio donde él lo tocaba con el hombro; pero mientras tanto, marchaba sin hacer el menor ruido, resbalando como el humo al través del cerrado bosque de Garo. Marchaba monte arriba, pero, aunque Toomai el chico veía las estrellas por entre los árboles, no sabría decir en qué dirección.

Entonces Kala Nag llegó a la cima de la pendiente y se detuvo por un momento, y el muchacho pudo ver las copas de los árboles como manchas, o como grandes pieles tendidas a la luz de la luna, en un espacio de muchísimas leguas de terreno, y la niebla, de color blanco azulado, que flotaba sobre el río, en la hondonada. Se echó Toomai hacia adelante y, casi recostado, miró, sintiendo que todo el bosque velaba allá lejos, que todo él velaba y vivía, y estaba habitado por multitud de seres. Pasó rozándole una oreja uno de esos enormes y pardos murciélagos que se alimentan de frutos; en la espesura se oyo el choque de las púas de un puerco espín; y allá en la oscuridad, entre los troncos de los árboles, oyó a un jabalí hozando en la tierra húmeda y tibia, resoplando al hacerlo.

Luego se cerraron de nuevo las ramas sobre su cabeza, y Kala Nag empezó a bajar hacia el valle, pero ya no suavemente, como antes, sino de una sola embestida, como cañón que se soltara por un empinado terraplén. Los enormes músculos se movían con rapidez de pistones, abarcando a cada paso una distancia de dos metros y medio, y su arrugada piel de la espaldilla crujía sobre las puntas de los huesos. La maleza, a cada lado del animal, se abría violentamente, haciendo un ruido como de rajado cañamazo, y luego los retoños que apartaba a derecha e izquierda con los hombros saltaban de nuevo hacia él y le pegaban en los costados, en tanto que grandes colgajos de enredaderas, todas mezcladas, pendían de sus colmillos al mover él la cabeza a uno y otro lado, abriéndose paso.

Toomai el chico tendióse, bien apretado contra el ancho cuello para que no lo arrojara al suelo alguna de las ramas que se balanceaban, y en su interior se dijo que ojalá estuviera mejor de vuelta en donde se hallaban los otros elefantes.

La hierba empezó a estar húmeda; las patas de Kala Nag se hundían al pisar, y la neblina de la noche helaba a Toomai el chico.

Se oyó un chapoteo y luego un ruido de agua corriente, y Kala Nag entró dando zancadas en el lecho de un río, tanteando a cada paso el camino. Dominando el rumor del agua que se arremolinaba entre las patas del elefante, podía oír Toomai el chico, más chapoteos y algunos bramidos a uno y otro extremo del río, grandes gruñidos y ronquidos de cólera; y toda la neblina que flotaba parecía estar llena de móvibles y ondulantes sombras.

-¡Ah! -dijo a media voz y dando diente con diente-. Todos los elefantes se han echado fuera esta noche. Esto es, pues, el baile.

Kala Nag salió del río con estrépito; hizo sonar su trompa para limpiarla del agua, y empezó una nueva ascensión. Pero esta vez no estaba solo ni tenía que abrirse camino. Ya había uno hecho, por el que debieron pasar, pocos minutos antes, innumerables elefantes. Toomai el chico miró hacia atrás, y a su espalda, uno salvaje de enormes colmillos, con ojillos de cerdo brillándole como ascuas, salía en ese momento entre la neblina del río. Luego se cerró de nuevo el ramaje de los árboles, y siguieron adelante subiendo, entre bramidos frecuentes y el estallido de ramas que se rompían a su paso.

Kala Nag paróse al fin entre dos troncos de árboles en la misma cumbre de la montaña. Formaban aquéllos parte de un círculo de árboles que crecían alrededor de un espacio irregular de unas ciento cincuenta áreas, y en todo ese espacio pudo ver Toomai el chico que la tierra había sido apisonada hasta que estuvo dura como un ladrillo. Algunos árboles crecían en el centro de aquel claro, pero su corteza había desaparecido por algún roce, y la madera blanca al descubierto aparecía brillante y como pulimentada a trechos por la luz de la luna. Colgaban, de las ramas más altas, enredaderas cuyas flores, como campanillas, grandes, blancas como de cera, y parecidas a clemátides, colgaban también, profundamente dormidas; pero dentro de los límites de aquel claro no crecía ni un solo tallo de hierba; sólo había la tierra apisonada.

La luna daba a ésta un color gris de hierro, excepto donde algunos elefantes permanecían de pie, y su sombra era negra como tinta, Toomai el chico miró, conteniendo el aliento, con ojos que querían salírsele de las órbitas, y mientras miraba, más y más elefantes salían balanceándose de entre los árboles y entraban en el espacio abierto. Toomai el chico no sabía contar sino hasta el número diez, y contó una y otra vez con sus dedos, hasta que perdió la cuenta de tantos dieces y la cabeza parecía darle vueltas.

Fuera del claro oía el chasquido de la maleza al romperse cuando pasaban los elefantes, subiendo por la montaña; pero, una vez que entraban en el círculo formado por los troncos de los árboles, se movían como si sólo fueran sombras.

Había allí muchos salvajes de blancos colmillos, con hojas, frutos y ramitas que se les habían quedado en las arrugas del pescuezo o en los pliegues de las orejas; gruesas hembras de pesado andar, con inquietos pequeñuelos de un color negro un poco rosado, que no median más que un metro aproximadamente de altura que correteaban por debajo del vientre de sus madres; jóvenes elefantes cuyos colmillos apenas les empezaban a salir, y que se sentían muy orgullosos de tenerlos; hembras flacas, demacradas, que habían quedado solteronas, de caras ansiosas y hundidas, y trompas que semejaban ásperas cortezas; elefantes luchadores, viejos y salvajes, llenos de cicatrices desde la paletilla hasta el costado, con grandes verdugones y heridas mal cerradas de las pasadas luchas, y el barro de sus solitarios baños colgando, endurecido, de cada lado de los hombros; y por último había uno con un colmillo roto y las señales, el terrible vaciado, que deja la garra del tigre en la piel.

Estaban todos de pie frente a frente, o caminaban de un lado a otro en aquel pedazo de terreno, de dos en dos, o se mecían solitasios... docenas y más docenas de elefantes.

Toomai sabía que, mientras permaneciera acostado y quieto sobre el cuello de Kala Nag, nada le ocurriría; porque, hasta en las embestidas y luchas de una keddah, ningún elefante salvaje coge con la trompa a un hombre para desmontarlo del cuello del elefante domesticado; por lo demás, aquéllos ni siquiera se acordaban de los hombres en tal noche. Por un momento se mantuvieron quietos y alerta con las orejas hacia adelante, al oír sonar unos hierros en el bosque; pero se trataba de Pudmini, el elefante mimado de Petersen Sahib, que había arrancado por completo su cadena y llegaba gruñendo, resoplando, montaña arriba. Debió haber roto sus estacas y dirigídose derechamente hacia aquel sitio, desde el campamento de Petersen Sahib. Toomai el chico vio también otro elefante que no conocía, con profundas desolladuras en los lomos y en el pecho producidas por cuerdas. Probablemente se había escapado de algún campamento situado en las montañas.

Por fin ya no se oyeron en el bosque más ruidos de elefantes, y Kala Nag avanzó, desde su lugar entre los árboles, hasta el centro del grupo, produciendo una especie de raro cloqueo acompañado de guturales susurros, y después de esto todos los elefantes empezaron a moverse y a hablar en su lenguaje.

Echado como estaba, Toomai el chico vio centenares de anchos dorsos, orejas que se balanceaban, trompas que se movían y ojillos que rodaban en sus cuencas. Oyó el golpear de colmillos al chocar casualmente unos contra otros; el seco rozar de las trompas enlazadas; el de los enormes costados y espaldillas en medio de aquella muchedumbre y el chasquido o zumbido de las enormes colas.

Luego, pasó una nube por delante de la luna, y se quedó él en la más completa oscuridad; pero siguió del mismo modo el silencioso rozar, empujar y producir sordos ruidos guturales. Sabía el muchacho que había elefantes en torno de Kala Nag y que no había la menor probabilidad de sacarlo de aquella reunión; por tanto, apretó los dientes y se echó a temblar. Por lo menos en una keddah había luz de antorchas y gritería; pero aquí estaba completamente solo y a oscuras, y hubo un momento en que sintió, junto a su rodilla, el roce de una trompa.

Después bramó un elefante y todos lo imitaron durante cinco o diez terribles segundos. El rocío cayó desde los árboles como lluvia sobre las invisibles espaldas, y empezó a escucharse un ruido sordo, muy bajo al principio, y Toomai el chico no adivinaba de dónde provenía o qué significaba; pero fue creciendo y creciendo, y Kala Nag levantó una pata delantera y luego la otra y las dejó caer en el suelo -¡una, dos! ¡una, dos!-, con tal fuerza, como si fuesen grandes martillos de herrería. Ahora los elefantes pateaban todos a la vez, y aquello resonaba como tambor de guerra que alguien tocara a la boca de una caverna. El rocio cayó de los árboles hasta que ya no hubo más; el estruendo continuaba, la tierra retemblaba y Toomai el chico se tapó los oídos con las manos para amortiguar el ruido. Pero era tan gigantesco, desapacible y repetido aquel golpear de centenares de pesadas patas sobre la tierra desnuda, que le pareció que su cuerpo vibraba todo entero. Una o dos veces sintió cómo Kala Nag y los otros se adelantaban algunos pasos, y el pisar ruidoso se convertía en rumor de cosas verdes, tiernas y jugosas, que eran aplastadas; pero, un minuto o dos después, empezaba de nuevo aquel violento moverse de las patas sobre la dura tierra. A poca distancia de él crujía y parecía quejarse un árbol. Alargó el brazo y tocó la corteza; pero siguió adelante Kala Nag, pateando aún, y no pudo darse cuenta del lugar donde se encontraba. Los elefantes no producían ninguno dc sus acostumbrados sonidos, excepto una vez, cuando dos o tres de los más jóvenes chillaron al mismo tiempo. Luego escuchó un pesado golpe; después un rumor de confusión y desorden y siguió aquel patear. Debió durar dos horas bien cumplidas, y a Toomai el chico le dolía cada fibra del cuerpo; pero ahora, por el olor característico del aire de la noche, adivinaba que la mañana se aproximaba.

Despuntó el alba tendiendo un manto de amarillo claro por detrás de las montañas, y, al primer rayo de luz, se detuvo el estruendo como a una orden de mando. Antes de que a Toomai el chico hubieran cesado de zumbarle los oídos; antes aún de que hubiera tenido tiempo de cambiar de posición, no quedó ningún elefante a la vista, excepto Kala Nag, Pudmini y el de las desolladuras producidas por las cuerdas; y no había ni el más leve signo, ni roce ni murmullo en las vertientes de los montes que indicara a dónde habían ido los demás elefantes.

Toomai el chico miró fijamente una y otra vez. El claro aquel, según recordaba, había aumentado durante la noche. Había más árboles en el centro, pero la maleza y la hierba de los lados había retrocedido. Miró de nuevo el muchacho atentamente. Ahora comprendía el apisonar. Los elefantes habían agrandado el sitio pateándolo todo: la hierba espesa y los jugosos juncos de Indias habían sido convertidos, primero, en una masa inmunda; después, la masa en tiras; las tiras en fibras delgadísimas y las fibras, por último, en dura tierra.

-¡Ah! -dijo Toomai el chico, y sentía que sus ojos se cerraban-. Kala Nag, señor mío, juntémonos con Pudmini y vamos al campamento de Petersen Sahib, o de lo contrario, me caeré de tu cuello al suelo.
El tercer elefante miró marcharse juntos a los otros dos; resopló, dio media vuelta, y tomó su propio camino. Debía de pertenecer a alguno de los reyezuelos indígenas que estaría a diez, veinte o treinta leguas de distancia.

Dos horas más tarde, mientras Peterscn Sahib desayunaba, los elefantes, que habían sido atados con doble cadena aquella noche, empezaron a dar bramidos, y Pudmini, llena de barro hasta los hombros, junto con Kala Nag, que tenía las patas muy doloridas, entraron bamboleándose en el campamento.
La cara de Toomai el chico estaba pálida y hundida, y tenía el muchacho el pelo lleno de hojas y empapado de rocío; pero hizo un esfuerzo y saludó a Petersen Sahib, gritando con voz apagada:

-¡El baile!... ¡El baile de los elefantes!... ¡Lo he visto... y... me estoy muriendo!... Y al echarse Kala Nag, él resbaló del cuello, presa de mortal desmayo.

Pero, como los niños indígenas no tienen nervios de los que valga la pena hablar, al cabo de dos horas ya estaba acostado muy contento en la hamaca de Petersen Sahib, con el capote de caza de éste bajo la cabeza, y en el estómago un vaso de leche caliente, un poco de brandy, una pequeña dosis de quinina; y mientras los viejos cazadores de las selvas, velludos y cubiertos de cicatrices, estaban sentados de tres en fondo delante de él, mirándolo como si vieran a un fantasma, contó el muchacho lo que tenía que contar, en breves palabras, como hacen los niños, y terminó así:

-Ahora, si creen que dije mentiras, manden hombres para que lo vean, y verán que el pueblo de los elefantes apisoné un espacio mucho mayor que el de un salón de baile, y hallarán también diez... diez... y muchas veces diez, pistas que llevan a ese salón. Ensancharon el sitio con las patas. Yo lo vi. Kala Nag me llevó, y yo lo vi. Kala Nag también tiene muy cansadas las piernas.

Toomai el chico se tendió y durmió durante toda la tarde hasta el anochecer, y mientras dormía Petersen Sahib y Machua Appa siguieron la pista de los dos elefantes, al través de los montes, durante cuatro leguas. Dieciocho años había pasado Petersen Sahib cazando elefantes, y sólo un salón de baile como aquél había visto con anterioridad.

Machua Appa no tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de lo que habían hecho allí, y sólo necesitó arañar una vez con el dedo del pie en la tierra compacta, apretada.

-Dijo verdad el muchacho -observó-. Todo esto lo hicieron anoche; y conté setenta pistas diferentes que cruzaban el río. Mirad, Sahib, aquí los hierros de Pudmini cortaron la corteza de este árbol. Sí; también estuvo en la reunión.

Se miraron el uno al otro, asombrados, de arriba abajo, porque las cosas de los elefantes exceden en profundidad a todo lo que pueda imaginar un hombre, blanco o negro.

-Hace cuarenta y cinco años dijo Machua Appa-, que sigo a los señores elefantes: pero nunca oí que ningún ser nacido de hombre hubiera visto lo que vio este muchacho. ¡Por todos los dioses de las montañas! Esto es... ¿cómo podríamos llamarlo? -y sacudió la cabeza.

Cuando regresaron al campamento era ya la hora de la cena. Petersen Sahib comió solo en su tienda; pero dio orden de que a su gente allí acampada, se les dieran dos corderos y algunos pollos, y doble ración de harina, arroz y sal, porque era necesario que hubiera algo de banquete.

Toomai el mayor había llegado a paso más que regular del otro campamento, en la llanura, en busca de su hijo y de su elefante, y, cuando los encontró, los contempló a uno y al otro de tal manera que parecía que le causaban miedo. Hubo fiesta junto a las llameantes hogueras, ante las filas de atados elefantes, y Toomai el chico füe el héroe de ella; y los grandes cazadores, los ojeadores, cornacas y laceros; los hombres que conocían todos los secretos para domar los más feroces elefantes, se lo pasaron de uno a otro, y señalaron su frente con la sangre del pecho de un "gallo de la selva" recién muerto, indicando con esto que era un habitante de los bosques, un iniciado, y por tanto, libre en toda la extensión que abarcan las selvas.

Y por último, cuando las llamas empezaban a apagarse y la luz rojiza de los tizones hacía que los elefantes parecieran empapados en sangre, Machua Appa, jefe de todos los cornacas de todas las keddahs; Machua Appa, el alter ego de Petersen Sahib, que durante cuarenta años nunca vio un camino hecho por los hombres; Machua Appa, cuya grandeza era tanta que nadie sabía que tuviera otro nombre que el de Machua Appa, saltó sobre sus pies, y levantó en el aire, por encima de su cabeza, a Toomai el chico, y gritó:

-Escuchad, hermanos. Escuchadme también vosotros, señores míos que estáis allí en filas; ¡soy yo, Machua Appa, quien habla! Este pequeño ya no se llamará en adelante Toomai el chico, sino Toomai el de los elelantes, como se llamó su bisabuelo antes de él. Lo que jamás vio hombre alguno lo vio él durante toda una noche... porque es el favorito del pueblo de los elefantes, y también, de los dioses de todas las selvas, que con él están. Llegará a ser un gran ojeador; llegará a ser más grande que yo, que yo mismo, Machua Appa. Sabrá seguir la pista reciente, la medio borrada, y la mixta, con ojo seguro. Ningún daño recibirá en la keddah cuando corra por debajo de los elefantes salvajes para atarlos, y si por casualidad cayera y resbalara ante un elefante feroz, al embestir éste, y sabiendo la fiera quién es él, no se atreverá a aplastarlo. ¡Aihai!, señores míos que estáis allí entre cadenas -y dio media vuelta hacia las hileras de estacas-, ved aquí al pequeño que vio vuestros bailes en escondidos lugares... ¡lo que jamás vio hombre alguno! ¡Homenaje a él, señores míos! ¡Salaam karo, hijos míos! ¡Saludad a Toomai el de los elefantes! ¡Gunga pershad, ahaa! ¡Hira Guj, Birchi Guj, Kuttar Guj, ahaal ¡Pudmini -tú lo viste en el baile, y tú también, Kala Nag, perla de los elefantes-, ahaaa! Todos a la vez; ¡a Toomai el de los elefantes! ¡Barrao!

Y al oír el último de estos salvajes gritos, la fila entera de elefantes alzó las trompas, encorvándolas hasta tocarse con ellas las frentes, y prorrumpió en el gran saludo, el trompetear atronador que sólo oye el virrey de la India, el Salaamut de la keddah.

Pero todo esto se hacía sólo por Toomai el chico, que vio lo que iamás vio antes hombre alguno: ¡el baile de los elefantes, en la noche y solo, en el corazón de las montañas de Garo!


SIVA Y EL SALTAMONTES

(Canción que le cantaba a su hijo menor la madre de Toomai.)

Siva que regala al hombre las cosechas
y hace que el viento sople,
sentado en el umbral de un claro día
-de ello hace ya mucho tiempo-
repartió a cada ser su porción:
pan, trabajos y duelos,
desde el Rey que se reclina en el guddee
hasta el pordiosero que a la puerta de la ciudad se sienta.
Él hizo todo, Siva, el que protege
él lo hizo todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Espinos para el camello, al buey forraje,
y el corazón de la madre para él niño que duerme.

Trigo al rico, mijo al pobre;
al que va pidiendo de puerta en puerta
le dio mendrugos, a ese pobre;
reses al tigre, carroña al milano,
trapos y huesos a los lobos
que de noche rondan fieros.
A todos proveyó, a ninguno
pasó por alto, rico o pobre;
pero Parbati, su mujer,
quiso jugarle un juego,
al verlo en tantas cosas ocupado.

Robóle al dios un saltamontes;
ocultólo en su pecho con cuidado.
Esto hizo ella a Siva, el Grande,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Si hubiera sido un buey...
pero, hijo mío, sólo era un insecto.
Terminado que hubo el reparto,
díjole ella a su dueño:
"Entre un millón de bocas, ¿no quedará una sin alimento?"
Respondióle él riendo:
"Ninguna -y añadió sonriendo-:
ni siquiera la que ocultas en tu seno."
Del pecho sacó el insecto Parbati,
la ladrona, y viólo comer verde hojuela
nacida en aquel momento.

Vio ella asombrada el portento,
y a los pies de Siva cayó temblando,
y al dios rezó, al dios que, cierto,
a cuanto existe dio alimento.
Todo hizo Siva, el que protege,
todo hizo... ¡Mahadeo!
espino dio al camello, forraje al buey,
y para ti, mi niño, mi corazón
aquí en el pecho.


FIN

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