Ayer cuando publiqué el cuento de Ray Bradbury, recordé el primer relato suyo que leí en mi vida. Era peque, estudiaba inglés, y estaba en mi libro de texto: quedé fascinada.
Coincidentemente (¿existe esta palabra? de repente estoy dudando...), dicho relato se encuentra en el libro "Remedio para melancólicos" :D No podía no publicarlo...
A continuación, la traducción a español y luego, el cuento en el inglés original
El
Dragón
La
noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento.
Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún
pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en
polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados
en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente
en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las
luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos
como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil
y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego
con la espada.
— ¡No,
idiota, nos delatarás!
— ¡Qué
importa! — dijo el otro hombre —. El dragón puede olernos a kilómetros de
distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
— Es la
muerte, no el sueño, lo que buscamos...
— ¿Por
qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
— ¡Cállate,
tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo
vecino.
— ¡Que
se los devore y que nos deje llegar a casa!
— ¡Espera,
escucha!
Los dos
hombres se quedaron quietos.
Aguardaron
largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los
caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de
plata de los estribos, suavemente, suavemente.
— Ah...
— el segundo hombre suspiró —. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí.
Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha!
Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se
le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre,
quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a
luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de
las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol,
aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto
yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos
también nosotros?
— ¡Suficiente,
te digo!
— ¡Más
que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos.
— Novecientos
años después de Navidad.
— No, no
— murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados —. En este páramo no hay Tiempo,
hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría
desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas,
los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los
bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los
dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
— ¡Si
tienes miedo, ponte tu armadura!
— ¿Para
qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la
niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos
ataviados.
Enfundado
a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la
cabeza.
En el
extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo
del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban
polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros
y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del
horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera
blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el
cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito,
una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre
y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas,
súbitas tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal
verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia
anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y
los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
— Mira...
— murmuró el primer hombre —. Oh, mira, allá.
A
kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres
vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso
ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se
acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo
alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso,
pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
— ¡Pronto!
Espolearon
las cabalgaduras hasta un claro.
— ¡Pasará
por aquí!
Los
guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los
caballos.
— ¡Señor!
— Sí;
invoquemos su nombre.
En ese
instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los
hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo
un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su
carrera.
— ¡Dios
misericordioso!
La
lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El
dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro
jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca.
Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y
debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo
enceguecedor.
— ¿Viste?
— gritó una voz —. ¿No te lo había dicho?
— ¡Sí!
¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
— ¿Vas
a detenerte?
— Me
detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone
la carne de gallina. No sé que siento.
— Pero
atropellamos algo.
El tren
silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una
ráfaga de humo dividió la niebla.
— Llegaremos
a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un
nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de
fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo
lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y
dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el
aire quieto.
The Dragon
The night blew in the short grass
on the moor; there was no other motion. It had been years since a single bird
had flown by in the great blind shell of sky.
Long ago a few small stones had
simulated life when they crumbled and fell into dust. Now only the night moved
in the souls of the two men bent by their lonely fire in the wilderness;
darkness pumped quietly in their veins and ticked silently in their temples and
their wrists.
Firelight fled up and down their
wild faces and welled in their eyes in orange tatters. They listened to each
other's faint, cool breathing and the lizard blink of their eyelids. At last,
one man poked the fire with his sword.
"Don't idiot; you'll give us
away!"
"No matter," said the
second man, "The dragon can smell us miles off anyway. God's breath, it's cold. I wish I was back at
the castle."
"It's death, not sleep,
we're after..."
"Why? Why? The dragon never
sets foot in the town!"
"Quiet, fool! He eats men
traveling alone from our town to the next!"
"Let them be eaten and let
us get home!"
"Wait now; listen!"
The two men froze.
They waited a long time, but
there was only the shake of their horses' nervous skin like black velvet
tambourines jingling the silver stirrup buckles, softly, softly.
"Ah." The second man
sighed. "What a land of nightmares. Everything happens here. Someone blows
out the sun; it's night. And then, and then, oh, God, listen! This dragon, they
say his eyes are fire. His breath a white gas; you can see him burn across the
dark lands. He runs with sulfur and thunder and kindles the grass. Sheep panic
and die insane. Women deliver forth monsters. The dragon's fury is such that
tower walls shake back to dust. His victims, at sunrise, are strewn hither
thither on the hills. How many knights, I ask, have gone for this monster and
failed, even as we shall fail?"
"Enough of that!"
"More than enough! Out here
in this desolation I cannot tell what year this is!"
"Nine hundred years since
the Nativity."
"No, no," whispered the
second man, eyes shut, "On this moor is no Time, is only Forever. I feel
if I ran back on the road the town would be gone, the people yet unborn, things
changed, the castles unquarried from the rocks, the timbers still uncut from
the forests; don't ask how I know; the moor knows and tells me. And here we sit
alone in the land of the fire dragon, God save us!"
"Be you afraid, then gird on
your armor!"
"What use? The dragon runs
from nowhere; we cannot guess its home. It vanishes in fog; we know not where
it goes. Aye, on with our armor, we'll die well dressed."
Half into his silver corselet,
the second man stopped again and turned his head. Across the dim country, full
of night and nothingness from the heart of the moor itself, the wind sprang
full of dust from clocks that used dust for telling time. There were black suns
burning in the heart of this new wind and a million burnt leaves shaken from
some autumn tree be- yond the horizon. This wind melted landscapes, lengthened
bones like white wax, made the blood roil and thicken to a muddy deposit in the
brain. The wind was a thousand souls dying and all time confused and in
transit. It was a fog inside of a mist inside of a darkness, and this place was
no man's place and there was no year or hour at all, but only these men in a
faceless emptiness of sudden frost, storm and white thunder which moved behind
the great falling pane of green glass that was the lightning. A squall of rain
drenched the turf; all faded away until there was unbreathing hush and the two
men waiting alone with their warmth in a cool season.
"There," whispered the
first man. "Oh, there..."
Miles off, rushing with a great
chant and a roar – the dragon.
In silence the men buckled on
their armor and mounted their horses. The midnight wilderness was split by a
monstrous gushing as the dragon roared nearer, nearer; its flashing yellow
glare spurted above a hill and then, fold on fold of dark body, distantly seen,
therefore indistinct, flowed over that hill and plunged vanishing into a
valley.
"Quick!"
They spurred their horses forward
to a small hollow.
"This is where it
passes!"
They seized their lances with
mailed fists and blinded their horses by flipping the visors down over their
eyes.
"Lord!"
"Yes, let us use His
name."
On the instant, the dragon
rounded a hill. Its monstrous amber eye fed on them, fired their armor in red
glints and glitters, With a terrible wailing cry and a grinding rush it flung
itself forward.
"Mercy, God!"
The lance struck under the unlidded
yellow eye, buckled, tossed the man through the air. The dragon hit, spilled
him over, down, ground him under. Passing, the black brunt of its shoulder
smashed the remaining horse and rider a hundred feet against the side of a
boulder, wailing, wailing, the dragon shrieking, the fire all about, around,
under it, a pink, yellow, orange sun-fire with great soft plumes of blinding
smoke.
"Did you see it?" cried
a voice. "Just like I told you!"
"The same! The same! A
knight in armor, by the Lord Harry! We hit him!"
"You goin' to stop?"
"Did once; found nothing.
Don't like to stop on this moor. I get the willies. Got a feel, it has."
"But we hit something!"
"Gave him plenty of whistle;
chap wouldn't budge!"
A steaming blast cut the mist
aside.
"We'll make Stokely on time.
More coal, eh, Fred?"
Another whistle shook dew from
the empty sky. The night train, in fire and fury, shot through a gully, up a
rise, and vanished away over cold earth toward the north, leaving black smoke
and steam to dissolve in the numbed air minutes after it had passed and gone
forever
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