Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

domingo, 7 de septiembre de 2014

El Dragón - Ray Bradbury


Ayer cuando publiqué el cuento de Ray Bradbury, recordé el primer relato suyo que leí en mi vida. Era peque, estudiaba inglés, y estaba en mi libro de texto: quedé fascinada. 
Coincidentemente (¿existe esta palabra? de repente estoy dudando...), dicho relato se encuentra en el libro "Remedio para melancólicos" :D No podía no publicarlo...
A continuación, la traducción a español y luego, el cuento en el inglés original


El Dragón


La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.


Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.


— ¡No, idiota, nos delatarás!

— ¡Qué importa! — dijo el otro hombre —. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.

— Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...

— ¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!

— ¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.

— ¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!

— ¡Espera, escucha!


Los dos hombres se quedaron quietos.


Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.


— Ah... — el segundo hombre suspiró —. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?

— ¡Suficiente, te digo!

— ¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos.

— Novecientos años después de Navidad.

— No, no — murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados —. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!

— ¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!

— ¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.


Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.


En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas, súbitas tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.


— Mira... — murmuró el primer hombre —. Oh, mira, allá.


A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.


Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.


— ¡Pronto!


Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.


— ¡Pasará por aquí!


Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.


— ¡Señor!

— Sí; invoquemos su nombre.


En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.


— ¡Dios misericordioso!


La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.


— ¿Viste? — gritó una voz —. ¿No te lo había dicho?

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!

— ¿Vas a detenerte?

— Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.

— Pero atropellamos algo.


El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.


Una ráfaga de humo dividió la niebla.


— Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?  


Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.





The Dragon
 
The night blew in the short grass on the moor; there was no other motion. It had been years since a single bird had flown by in the great blind shell of sky.


Long ago a few small stones had simulated life when they crumbled and fell into dust. Now only the night moved in the souls of the two men bent by their lonely fire in the wilderness; darkness pumped quietly in their veins and ticked silently in their temples and their wrists.


Firelight fled up and down their wild faces and welled in their eyes in orange tatters. They listened to each other's faint, cool breathing and the lizard blink of their eyelids. At last, one man poked the fire with his sword.


"Don't idiot; you'll give us away!"

"No matter," said the second man, "The dragon can smell us miles off anyway.  God's breath, it's cold. I wish I was back at the castle."

"It's death, not sleep, we're after..."

"Why? Why? The dragon never sets foot in the town!"

"Quiet, fool! He eats men traveling alone from our town to the next!"

"Let them be eaten and let us get home!"

"Wait now; listen!"


The two men froze.


They waited a long time, but there was only the shake of their horses' nervous skin like black velvet tambourines jingling the silver stirrup buckles, softly, softly.


"Ah." The second man sighed. "What a land of nightmares. Everything happens here. Someone blows out the sun; it's night. And then, and then, oh, God, listen! This dragon, they say his eyes are fire. His breath a white gas; you can see him burn across the dark lands. He runs with sulfur and thunder and kindles the grass. Sheep panic and die insane. Women deliver forth monsters. The dragon's fury is such that tower walls shake back to dust. His victims, at sunrise, are strewn hither thither on the hills. How many knights, I ask, have gone for this monster and failed, even as we shall fail?"

"Enough of that!"

"More than enough! Out here in this desolation I cannot tell what year this is!"

"Nine hundred years since the Nativity."

"No, no," whispered the second man, eyes shut, "On this moor is no Time, is only Forever. I feel if I ran back on the road the town would be gone, the people yet unborn, things changed, the castles unquarried from the rocks, the timbers still uncut from the forests; don't ask how I know; the moor knows and tells me. And here we sit alone in the land of the fire dragon, God save us!"

"Be you afraid, then gird on your armor!"

"What use? The dragon runs from nowhere; we cannot guess its home. It vanishes in fog; we know not where it goes. Aye, on with our armor, we'll die well dressed."


Half into his silver corselet, the second man stopped again and turned his head. Across the dim country, full of night and nothingness from the heart of the moor itself, the wind sprang full of dust from clocks that used dust for telling time. There were black suns burning in the heart of this new wind and a million burnt leaves shaken from some autumn tree be- yond the horizon. This wind melted landscapes, lengthened bones like white wax, made the blood roil and thicken to a muddy deposit in the brain. The wind was a thousand souls dying and all time confused and in transit. It was a fog inside of a mist inside of a darkness, and this place was no man's place and there was no year or hour at all, but only these men in a faceless emptiness of sudden frost, storm and white thunder which moved behind the great falling pane of green glass that was the lightning. A squall of rain drenched the turf; all faded away until there was unbreathing hush and the two men waiting alone with their warmth in a cool season.


"There," whispered the first man. "Oh, there..."


Miles off, rushing with a great chant and a roar – the dragon.


In silence the men buckled on their armor and mounted their horses. The midnight wilderness was split by a monstrous gushing as the dragon roared nearer, nearer; its flashing yellow glare spurted above a hill and then, fold on fold of dark body, distantly seen, therefore indistinct, flowed over that hill and plunged vanishing into a valley.


"Quick!"


They spurred their horses forward to a small hollow.


"This is where it passes!"


They seized their lances with mailed fists and blinded their horses by flipping the visors down over their eyes.


"Lord!"

"Yes, let us use His name."


On the instant, the dragon rounded a hill. Its monstrous amber eye fed on them, fired their armor in red glints and glitters, With a terrible wailing cry and a grinding rush it flung itself forward.


"Mercy, God!"


The lance struck under the unlidded yellow eye, buckled, tossed the man through the air. The dragon hit, spilled him over, down, ground him under. Passing, the black brunt of its shoulder smashed the remaining horse and rider a hundred feet against the side of a boulder, wailing, wailing, the dragon shrieking, the fire all about, around, under it, a pink, yellow, orange sun-fire with great soft plumes of blinding smoke.


"Did you see it?" cried a voice. "Just like I told you!"

"The same! The same! A knight in armor, by the Lord Harry! We hit him!"

"You goin' to stop?"

"Did once; found nothing. Don't like to stop on this moor. I get the willies. Got a feel, it has."

"But we hit something!"

"Gave him plenty of whistle; chap wouldn't budge!"


A steaming blast cut the mist aside.


"We'll make Stokely on time. More coal, eh, Fred?"


Another whistle shook dew from the empty sky. The night train, in fire and fury, shot through a gully, up a rise, and vanished away over cold earth toward the north, leaving black smoke and steam to dissolve in the numbed air minutes after it had passed and gone forever


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