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viernes, 13 de marzo de 2015

El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo III

Viene de "El fantasma de Canterville - Oscar Wilde - Capítulo II"




CAPITULO III


Cuando a la mañana siguiente la familia Otis se reunió para el des­ayuno, la conversación sobre el fan­tasma fue extensa.

El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido al ver que su ofrecimiento no había sido aceptado.

-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, era correcto tirarle una al­mohada a la cabeza...

Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos.

-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engra­sador marca Sol Naciente, nos vere­mos precisados a quitarle las cade­nas. No podremos dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la man­cha de sangre sobre el piso de la biblioteca. Era realmente muy ex­traño, ya que la señora Otis cerraba la puerta con llave por la noche, y las ventanas permanecían con las rejas cerradas. Los cambios de co­lor que sufría la mancha, compara­bles a los de un camaleón, produje­ron también frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo índigo oscuro, otras veces era bermellón, luego de un púrpura intenso y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre Iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como es natural, estos cambios caleidoscópi­cos divirtieron grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad.

La única persona que no tomó par­te en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siem­pre impresionada ante la mancha de sangre y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esme­ralda.

La segunda aparición del fantas­ma fue un domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos acos­tados, les alarmó un enorme estré­pito que se oyó en el hall. Bajaron, apresuradamente y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, ca­yendo sobre las losas, mientras, sen­tado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se res­tregaba las rodillas, con una expre­sión de agudo dolor sobre su rostro.

Los gemelos, que se habían pro­visto de sus cerbatanas, le lanzaron inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de una larga y cuidadosa práctica sobre un pro­fesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la ame­naza de su revólver y, conforme a la etiqueta californiana, le intimaba a levantar los brazos.

El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y pasó en medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándoles a to­dos en la mayor oscuridad.

Cuando llegó a lo alto de la esca­lera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de car­cajadas satánicas.

Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el pe­luquín de lord Raker. Y que tres su­cesivas amas de llaves, francesas, de­jaron su empleo antes de terminar el primer mes. Por consiguiente, lan­zó su carcajada más horrible, des­pertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al extin­guirse, se abrió una puerta y apa­reció, vestida de azul claro, la seño­ra Otis.

-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto y aquí le trai­go un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indiges­tión, podrá comprobar que éste es un remedio excelente.

El fantasma la miró con ojos lla­meantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro.

Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía el médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable (1) Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaba le hizo vacilar en su cruel determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, por­que los gemelos iban a darle alcance.

Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta.

La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba real­mente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuer­zas para llevar una armadura. Con­taba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, hacerles estremecer a la vista de un espec­tro acorazado, si no ya, por motivos razonables al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow (2) cuyas poesías, delicadas y atrayen­tes, le habían ayudado con frecuen­cia a matar el tiempo mientras los Canterville estaban en Londres. Ade­más, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Ke­nilworth, siendo felicitado calurosa­mente por la Reina Virgen en per­sona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pe­sadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contu­sionándose la muñeca derecha.

Durante varios días estuvo malí­simo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de san­gre.

No obstante, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Esta­dos Unidos y a su familia.

Eligió para su reaparición en es­cena el viernes 17 de agosto, consa­grando gran parte del día a pasar revista a sus trajes.

Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una plu­ma roja; en un sudario deshilacha­do en las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso.

Al atardecer estalló una gran tor­menta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligi­bles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada.

Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la fa­mosa mancha de sangre de Can­terville, empleando el detergente Paragon de Pinkerton. Después de reducir al temerario y despreocupa­do joven a una condición de terror abyecto, entraría en la habitación que ocupaban el ministro de los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa so­bre la frente de la señora Otis y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro temblo­roso, los secretos terribles del osario.

En cuanto a la pequeña Virginia aún no tenía decidido nada. No le había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, lle­garía hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis.

A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pe­chos, con objeto de producirles la sensación de la pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas esta­ban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el as­pecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se queda­sen paralizados de terror. En segui­da, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cua­tro patas, como un esqueleto blan­queado por el tiempo, moviendo el globo de un solo ojo en su órbita, como el personaje de «Daniel el mudo, o el esqueleto del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste, como en su otro papel de «Martín el demente, o el misterio enmascarado».

A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.

Durante algunos instantes le in­quietaron las estrepitosas carcajadas de los gemelos, que se divertían in­dudablemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama.

Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino.

La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo graznaba en el hueco de un tejo cen­tenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la famila Otis dormía, sin sospechar la suerte que le es­peraba. Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tor­menta.

Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arru­gada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delan­te de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada.

Seguía andando siempre, deslizán­dose como una sombra funesta, que hacía que hasta las tinieblas le mal­dijesen a su paso.

Hubo un momento en que le pa­reció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Pro­siguió su marcha, mascullando ex­traños juramentos del siglo xvl, y blandiendo de vez en cuando el pu­ñal enmohecido en el aire de media­noche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington.

Allí hizo una breve parada.

El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues grotescos y fan­tásticos el horror indecible del fú­nebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento.

Con una risa maligna dio la vuel­ta al ángulo del corredor. Pero ape­nas lo hizo, retrocedió lanzando un gemido lastimero de terror y escon­diendo su cara lívida entre sus lar­gas manos huesudas.

Frente a él había un horrible es­pectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pelada y reluciente; faz redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a olea­das una luz escarlata; la boca se­mejaba un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, en­volvía con su nieve silenciosa aque­lla forma gigantesca.

Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extraños caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde es­taban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Te­nía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplande­ciente.

Como no había visto nunca fan­tasmas hasta aquel día, sintió un pá­nico terrible, y después de lanzar rápidamente una segunda mirada so­bre el espantoso fantasma, regresó a su habitación, enredándose los pies en el sudario que le envolvía. Cru­zó la galería corriendo y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.

Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero al cabo de un momento el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amanecie­se. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su luz, volvió al sitio en que había visto por pri­mera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio fue para encontrarse en pre­sencia de un espectáculo terrible.

Algo le sucedía indudablemente al espectro, porque la luz había des­aparecido por completo de sus ór­bitas. La cimitarra centelleante des­lizándose de su mano, estaba recos­tada sobre la pared en una actitud forzada e incómoda.

Simón se precipitó hacia adelante y le cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despren­derse la cabeza y rodar por el sue­lo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abraza­ba una cortina blanca de algodón grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder compren­der aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, le­yendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:



HE AQUÍ EL FANTASMA OTIS


EL ÚNICO ESPÍRITU AUTÉNTICO

Y VERDADERO


¡CUIDADO CON LAS IMITACIONES!


TODOS LOS DEMÁS ESTÁN

FALSIFICADOS



Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado, chasqueado, engañado!

La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las encías desdentadas y, le­vantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según la fraseología pintoresca de la antigua escuela «que cuando el gallo tocase por dos veces el cuerno de su ale­gre llamada se perpetrarían críme­nes sangrientos y que el asesinato, de callado paso, saldría entonces de su retiro».

No había terminado de formular este juramento terrible criando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, len­ta y amarga, y esperó. Esperó una hora y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.

Por fin, a eso de las siete y me­dia, la llegada de las criadas le obligó a abandonar su terrible guar­dia y regresó a su morada, con alti­vo paso, pensando en su vana espe­ranza y proyecto fracasado.

Una vez allí consultó varios li­bros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas oca­siones se tuvo que recurrir a aquel juramento.

-¡Que el diablo se lleve a ese in­fame volátil! -murmuró-. En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi gran lanza, atravesándole el gañote y obligándole a cantar otra vez para . mi aunque reventara.

Y dicho esto se retiró a su con­fortable ataúd de plomo y allí per­maneció hasta la noche.



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(1) Título que se da a los miembros de la Cámara de los Comunes, y a aquellas personas que poseen títulos nobiliarios.

(2) H. W. Longfellow, autor de El es­queleto en su armadura, poesía inspi­rada por el descubrimiento de un es­queleto dentro de una coraza en New­port, Estados Unidos.

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