Robert Louis Stevenson no necesita presentación en el blog ya que he subido antes obras suyas. "El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde" se publicó por primera vez en 1886. Nunca lo leí completo. Hace varios años, compraba una colección de libros en el quiosco. Traía muchos clásicos y valían 10$ (en aquel entonces era plata...). Comencé a leerlo hasta que llegué a una parte donde las páginas estaban ¡en blanco! Reclamé al quiosco. Quería que me lo consiguieran nuevamente. El dueño se enojó. Tomó mi libro, y el reclamo... y jamás me lo consiguió. De más está decir que nunca me devolvió el dinero...
Por eso, ahora, unos 16 años después, a leer...
Por eso, ahora, unos 16 años después, a leer...
Capítulo 1
Historia de la puerta
Utterson, el notario, era un hombre de cara
arrugada, jamás iluminada por una sonrisa. De conversación escasa, fría y
empachada, retraído en sus sentimientos, era alto, flaco, gris, serio y, sin
embargo, de alguna forma, amable. En las comidas con los amigos, cuando el vino
era de su gusto, sus ojos traslucían algo eminentemente humano; algo, sin
embargo, que no llegaba nunca a traducirse en palabras, pero que tampoco se quedaba
en los mudos símbolos de la sobremesa, manifestándose sobre todo, a menudo y
claramente, en los actos de su vida.
Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando
estaba solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le
gustase el teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una
probada tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con
envidia,
la fuerte presión de los espíritus vitalistas que
les llevaba a alejarse del recto camino. Por esto, en cualquier situación
extrema, se inclinaba más a socorrer que a reprobar.
-Respeto la herejía de Caín -decía con agudeza-.
Dejo que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.
Por este talante, a menudo solía ser el último
conocido estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres
encaminados cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las
mismas, procuraba mostrarse mínimamente cambiado.
Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco
expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera.
Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de genérica, benévola disponibilidad.
Pero es de personas modestas aceptar sin más, de manos de la casualidad, la
búsqueda de las propias amistades; y éste era el caso de Utterson.
Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o
personas de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no
requería idoneidad de su objeto.
La amistad que lo unía a Nichard
Enfield, el conocido hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield
era pariente lejano suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían
aquellos dos uno en el otro o qué intereses podían tener en común. Según decían
los que los encontraban en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una
palabra, aparecían particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la
llegada de un amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas,
las consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las
mismas, no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso
los compromisos más serios.
Sucedió que sus pasos los
condujeron durante uno de estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy
poblado de Londres. Era una calle estrecha y, los domingos, lo que se dice
tranquila, pero animada por comercios y
tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo que parecía,
y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban sus
excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las dos
aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes vendedores.
Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas gracias, la calle
brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un fuego en el
bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces relucientes, su
aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista del paseante.
A dos puertas de una esquina,
viniendo del oeste, la línea de casas se interrumpía por la entrada de un
amplio patio; y, justo al lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio
sobresalía a la calle su frontón triangular.
Aunque fuera de dos pisos, este
edificio no tenía ventanas: sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel
de la calle, y una fachada ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por
otra parte, tenía las señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta,
sin aldaba ni campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban
cobijo en su hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones,
el escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás
desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a
arreglar lo estropeado.
Enfield y el notario caminaban
por el otro lado de la calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero
levantó el bastón indicando:
-¿Os habéis fijado en esa puerta?
-preguntó. Y añadió a la respuesta afirmativa del otro-: Está asociada en mi
memoria a una historia muy extraña.
-¿Ah,
sí? -dijo Utterson con un ligero cambio de voz-. ¿Qué historia?
-Bien -dijo Enfield-, así fue.
Volvía a casa a pie de un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una
negra mañana de invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en
la que no había más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos
durmiendo. Calle tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío
como en una iglesia. Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a
escuchar, en ese particular estado de ánimo en el que se empieza a desear
vivamente ver a un policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de
baja estatura, que venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la
calle; la otra era una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una
bocacalle.
"Bien, señor -prosiguió
Enfield-, fue bastante natural que los dos, en la esquina, se dieran de bruces.
Pero aquí viene la parte más horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la
niña caída y siguió su camino, dejándola llorando en el suelo. Contado no es
nada, pero verlo fue un infierno. No parecía ni siquiera un hombre,
sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a correr gritando, agarré al caballero
por la solapa y lo llevé donde ya había un grupo de Personas alrededor de la
niña que gritaba. El se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima
resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la
sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que
resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el
mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien
asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si
no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi
caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es
natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del
médico, o boticario que fuese.
"Era —explicó Enfield-, el
clásico tipo estirado, sin color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y
la emotividad de un tronco. Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a
nosotros: lo veía palidecer de náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar
por las ganas de matarlo. Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que
sentía yo; pero, no siendo el caso de matar a nadie, buscamos otra solución.
Habríamos montado tal escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se
difamaría de cabo a rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo
habría perdido. Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo
marcábamos a fuego, teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban
encima como arpías. Jamás he visto un círculo de caras fría. Estaba también
asustado, se veía, pero sin sombra de arrepentimiento. ¡Os seguro, un diablo! Al
final nos dijo: '¡Pagaré, si es lo que queréis! Un caballero paga siempre para
evitar el escándalo. Decidme vuestra cantidad.' La cantidad fue de cien
esterlinas para la familia de la niña, y en nuestras caras debía haber algo que
no presagiaba nada bueno, por lo que él, aunque estuviese claramente quemado,
lo aceptó. Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde creéis que
nos llevó? Precisamente a esa puerta.
"Sacó la llave -continuó
Enfield-, entró y volvió al poco rato son diez esterlinas en contante y el
resto en un cheque. El cheque era del banco Coutts, al portador y llevaba la
firma de una persona que no puedo decir, aunque sea uno de los puntos más
singulares de mi historia. De todas las formas se trataba de un nombre muy
conocido, que a menudo aparece impreso; si la cantidad era alta, la Firma era
una garantía suficiente siempre que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la
libertad de comentar a nuestro caballero
que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no
entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos
instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien
esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus
anchas. 'No se preocupen -dijo-, me quedaré aquí hasta que abran los bancos y
cobraré el cheque personalmente' . De esta forma nos pusimos en marcha el
médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a esperar a mi casa. Por la mañana, después
del desayuno, fuimos al banco todos juntos. Presenté yo mismo el cheque,
diciendo que tenía razones para sospechar que la firma era falsa. Y sin
embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.
-¡Huy, huy! -dijo Utterson.
-Veo que pensáis igual que yo —dijo
Enfield-. Sí, una historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie
querría saber nada, un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque
es honorable, persona de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más
deplorable) una de esas buenas personas que "hacen el bien", como
suele decirse… Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar un ojo de
la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la casa tras la
puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no es suficiente
para explicar todo… -concluyó perplejo y quedándose luego pensativo.
Su compañero le distrajo un poco
más tarde, y le preguntó algo bruscamente:
-¿Pero sabéis si el firmante del
cheque vive ahí?
-Un lugar poco probable, ¿no
creéis? -replicó Enfield-. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección
y sé que vive en una plaza, pero no recuerdo en cuál.
-¿Y no os habéis informado nunca
sobre… , sobre la casa tras la puerta?
-No, señor, me pareció poco
delicado - fue la respuesta-. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una
cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra:
vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer,
desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a
un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que
cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me
parece algo, menos pregunto.
-Norma excelente -dijo el
notario.
-Pero he estudiado el lugar por
mi cuenta -retomó Enfield-. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta,
y nadie entra ni sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del
caballero de mi aventura. Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al
patio, ninguna en la primera planta; estas tres ventanas están siempre
cerradas, pero los cristales están limpios. Y hay una chimenea de la que
normalmente sale humo, por lo que debe vivir alguien. Pero no está muy claro el
hecho de la chimenea, ya que dan al patio muchas casas, y resulta difícil decir
dónde empieza una y termina otra.
Y los dos siguieron paseando en
silencio.
-Enfield -dijo Utterson después
de un rato-, vuestra norma es excelente.
-Sí, así lo creo -replicó
Enfield.
-Sin embargo, a pesar de todo
-continuó el notario-, hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se
llama el hombre que pisoteó a la niña.
-¡Bah! dijo Enfield-, no veo qué
mal hay en decíroslo. El hombre se llamaba Hyde.
-¡Huy! -hizo Utterson-. ¿Y qué
aspecto tiene?
-No es fácil describirlo. Hay
algo que no encaja en su aspecto; algo desagradable, algo; sin duda,
detestable. No he visto nunca a ningún hombre que me repugnase tanto, pero no
sabría decir realmente por qué. Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene
una fuerte sensación de deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en
algo concreto. Lo extraño está en su conjunto, más que en los particulares. No,
señor, no consigo empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria;
porque, incluso, puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.
El notario se quedó absorto y
taciturno, como si siguiera el hilo de sus reflexiones.
-¿Estáis seguro de que tenía la
llave? —dijo al final.
-Pero ¿y esto? -dijo Enfield
sorprendido.
-Si, lo sé -dijo Utterson-, lo sé
que parece extraño. Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra
persona es porque ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se
puede decir. Y por esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego
que me lo indiquéis.
-Me molesta que no me lo hayáis
advertido antes -dijo el otro con una pizca de reproche-. Pero soy pedantemente
preciso, usando vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más,
todavía la tiene: he visto cómo la usaba hace menos de una semana.
Utterson suspiró profundamente,
pero no dijo ni una palabra más. El más joven, después de unos momentos,
reemprendió:
-He recibido otra lección sobre
la importancia de estar callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!…
Pero escuchad, hagamos un pacto de no hablar más de esta historia.
-De acuerdo, Richard -dijo el notario-.
No hablaremos más.
Continua esta historia en
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