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miércoles, 20 de julio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El cielo cruel

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Si te olvido, oh Tierra!



EL CIELO CRUEL

No me importa que cruces los mares, que surques seguro el cielo cruel, o que construyas magníficos palacios de ladrillos o metal... 
JAMES ELROY FLECKER, A un poeta de dentro de mil años.
Este cuento lo escribí en 1966, seguramente cuando estaba soñando en el año 2001, idea que en gran parte dominó mi vida desde 1964 hasta 1968. Acabo de releerlo con sentimientos bastante confusos, pues ahora resulta que me parezco bastante a mi «doctor Elwin».
Además, la frase «uno de los más famosos científicos del mundo, y sin duda el lisiado más famoso» puede aplicarse perfectamente al doctor Stephen Hawking, cuya obra se refiere también al campo de la gravitación. En julio de 1988 pasé tres horas en un estudio de televisión de Londres con el doctor Hawking (y vía satélite, con el doctor Sagan). Para mí, aquel encuentro fue una experiencia tanto emocional como intelectual, ya que me habían dicho recientemente que padecía la misma dolencia incurable que el doctor Hawking (ALS, más conocida en Estados Unidos como enfermedad de Lou Gehrig). Así que no podía tener demasiadas esperanzas de ver mucho de los años noventa. Por fortuna (véase el prólogo de En mares de oro) el diagnóstico es ahora menos amenazador; pero tengo un interés más que casual en las sillas de ruedas motorizadas. Y lo que aún sería mejor es que alguien quisiera inventar la «Lewie» descrita en este relato. Incluso antes de que encontrase molesta la locomoción, ya envidiaba el Big Bad Barón flotante de Dune.
No se tomen demasiado en serio mi ataque contra la teoría general de la relatividad; pero quisiera que los escritores que se burlan del principio de equivalencia dejasen bien claro que sólo es cierto para pequeñísimos volúmenes de espacio.
Ahora me siento un poco culpable de eliminar uno de los más raros y bellos animales del mundo. Tal vez habría sido un yeti, a fin de cuentas; éste también puede ser raro, pero, por consenso general, no es ciertamente bello.


A medianoche, la cima del Everest estaba a menos de un kilómetro de distancia; una pirámide de nieve, pálida y espectral a la luz de la luna naciente. El cielo estaba despejado y el viento, que había estado soplando durante días, había bajado casi hasta cero. Desde luego, era raro que el punto más alto de la Tierra estuviese tan tranquilo y en paz: habían elegido bien el tiempo.

Tal vez demasiado bien, pensó George Harper; había sido casi desagradablemente fácil. Su único problema real había consistido en salir del hotel sin ser observados. La dirección no permitía excursiones de medianoche a la montaña no autorizadas; podían producirse accidentes, y esto era malo para el negocio.

Pero el doctor Elwin estaba resuelto a hacerlo de esta manera y tenía muy buenas razones para ello, aunque nunca las mencionaba. La presencia de uno de los más famosos científicos del mundo —y sin duda el lisiado más famoso—, en el hotel Everest en plena temporada turística, había despertado ya mucha expectación. Harper había mitigado la curiosidad insinuando que estaban realizando mediciones de la gravedad, lo cual en parte era cierto. Pero ahora esta parte era pequeñísima.

Cualquiera que hubiese mirado a Jules Elwin, mientras avanzaba resueltamente hacia la altura de nueve mil metros, con veinticinco kilos de equipo sobre la espalda, jamás habría sospechado que sus piernas eran casi inútiles. Había nacido víctima del desastre de la talidomida de 1961, que había dejado a más de diez mil niños parcialmente deformes, desparramados por toda la faz de la Tierra. Elwin fue uno de los afortunados. 

Sus brazos eran completamente normales y se habían fortalecido por el ejercicio, hasta que llegaron a ser mucho más vigorosos que los de la mayoría de los hombres. Las piernas en cambio eran poco más que hueso y piel. Con ayuda de aparatos ortopédicos, podía sostenerse en pie e incluso dar unos pocos pasos inseguros, pero nunca andar de veras.

Y sin embargo, ahora sólo estaba a sesenta metros de la cima del Everest...

Un cartel de viajes había sido el origen de todo aquello hacía más de tres años. George Harper, joven programador de la Sección de Física Aplicada, conocía al doctor Elwin sólo de vista y por su fama. Incluso para los que trabajaban directamente bajo sus órdenes, el brillante director de Investigación de Astrotech era una personalidad algo distante, apartada del común de los hombres tanto por su cuerpo como por su mente. No era apreciado ni aborrecido y, aunque se le admiraba y compadecía, no se le tenía envidia, desde luego.

Harper, que sólo hacía unos pocos meses que había salido de la universidad, dudaba de que el doctor conociese siquiera su existencia, salvo como un nombre en un organigrama. Había otros diez programa-dores en la sección, todos más antiguos que él, y la mayoría de ellos no habían cruzado nunca más de una docena de palabras con el director de Investigación. Cuando a Harper se le pidió que llevara una de las fichas secretas al despacho del doctor Elwin, se imaginó que entraría y saldría de allí sin más que unas pocas palabras de cortesía.

Y a punto estuvo de ocurrir esto. Pero en el preciso momento en que iba a salir, se detuvo en seco ante el magnífico panorama de los picos del Himalaya que cubría la mitad de una pared.

Había sido colocado donde pudiese verlo el doctor Elwin siempre que levantase la mirada de su mesa, y representaba un paisaje que Harper conocía bien, pues lo había fotografiado, como un turista pasmado y algo fatigado, desde la pisoteada nieve de la cumbre del Everest.

Allí estaba la blanca cadena de Kangchenjunga, elevándose entre las nubes, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Aproximadamente en línea con ella, pero mucho más cerca, se hallaban los picos gemelos de Makalu, y más cerca aún, dominando el primer plano, la inmensa mole del Lhotse, el vecino y rival del Everest. Hacia el oeste, vertiéndose en valles tan enormes que su dimensión no podía apreciarse a simple vista, estaban los revueltos ríos de hielo de los glaciares de Khumbu y de Rongbuk. Desde aquella altura, sus arrugas heladas no parecían más grandes que los surcos de un campo arado; pero aquellas ranuras y cicatrices en un hielo duro como el hierro tenían cientos de metros de profundidad.

Harper aún estaba contemplando aquella vista espectacular y evocando viejos recuerdos, cuando de pronto oyó la voz del doctor Elwin detrás de él.

—Parece usted interesado. ¿Ha estado alguna vez allí?
—Sí, doctor. Mis padres me llevaron allí una semana después de graduarme en el instituto. Estuvimos una semana en el hotel y pensamos que tendríamos que marcharnos antes de que aclarase el tiempo. Pero el último día, dejó de soplar el viento, y una veintena de personas subimos a la cumbre. Estuvimos una hora allí, haciéndonos fotos.

El doctor Elwin pareció reflexionar sobre esta información durante bastante rato.

Después dijo, en un tono que había perdido su anterior distanciamiento y que parecía animado.

—Siéntese, señor... Harper. Me gustaría que me contase más cosas. 

Al volver hacia el sillón de delante de la ordenada mesa del director, George Harper se sintió un poco desconcertado. Lo que había hecho no era nada extraordinario; todos los años, miles de personas iban al hotel Everest y aproximadamente una cuarta parte de ellas subían a la cima de la montaña. Un año antes se había hablado mucho del turista diez mil que se había plantado en el techo del mundo. Algunos cínicos habían comentado la extraordinaria coincidencia de que el número 10.000 fuera una estrella de vídeo bastante conocida.

Todo lo que Harper podía explicar al doctor Elwin, éste podía averiguarlo con igual facilidad en una docena de fuentes; por ejemplo, en los folletos para turistas. Sin embargo, ningún joven y ambicioso científico habría perdido la oportunidad de impresionar a un hombre que tanto podía hacer para ayudarle en su carrera. Harper no era una persona fríamente calculadora ni aficionada a la política de oficina, pero sabía distinguir las buenas ocasiones.

—Bueno, doctor —comenzó, hablando despacio al principio, mientras trataba de ordenar sus ideas y recuerdos—, los aviones de reacción te dejan en una pequeña población llamada Namchi, a unos treinta kilómetros de la montaña. Entonces el autobús te lleva por una carretera espectacular hasta el hotel, que domina el glaciar de Khumbu. Está a una altura de cinco mil metros, y hay habitaciones con aire presuri-zado para quienes tengan dificultades respiratorias. Desde luego hay un servicio médico, y la dirección no admite a huéspedes que no estén en buenas condiciones físicas. Tienes que
permanecer al menos dos días en el hotel, bajo una dieta especial, antes de que te permitan subir a mayor altura.

»Desde el hotel no se puede ver la cumbre, porque se está demasiado cerca de la montaña y ésta parece cernerse sobre uno. Pero la vista es fantástica. Se puede contemplar el Lhotse y media docena de picos. Y también puede dar miedo, especialmente de noche. El viento suele aullar en lo alto y el hielo movedizo produce ruidos extraños. Es fácil imaginar que hay monstruos rondando en las montañas... 

»No hay mucho que hacer en el hotel, salvo descansar, observar el panorama y esperar a que los médicos den su autorización para salir. Antiguamente, se solía tardar  semanas en aclimatarse al aire enrarecido; ahora pueden hacer que el recuento sanguíneo suba hasta el nivel adecuado en cuarenta y ocho horas. Aun así, aproximadamente la mitad de los visitantes, y sobre todo los más viejos, deciden que ya han llegado a una altura suficiente.

»Lo que pasa después depende de lo experto que sea uno y de lo que esté dispuesto a pagar. Unos pocos escaladores adiestrados contratan guías y suben a la cima empleando equipo corriente de montañismo. En la actualidad no es muy difícil, y hay refugios en varios puntos estratégicos. La mayoría de estos grupos lo consiguen. Pero el tiempo es siempre un riesgo, y todos los años muere alguien.

»El turista corriente hace la excursión de una manera más sencilla. No se permite aterrizar aviones en el mismo Everest salvo en casos de emergencia, pero hay un pabellón cerca de la cresta de Nuptse y un servicio de helicóptero desde el hotel. Del pabellón a la cima hay sólo cinco kilómetros vía South Col, una escalada fácil para cualquiera que esté en forma y tenga un poco de experiencia en montañismo. Algunos lo hacen sin oxígeno, pero esto no es recomendable. Yo llevé puesta la máscara hasta que llegué a la cima; entonces me la quité y vi que podía respirar sin grandes dificultades.

—¿Utilizó filtros o bombonas de gas?
—Filtros moleculares; ahora son muy seguros y aumentan la concentración de oxígeno en más de un cien por cien. Han facilitado enormemente la escalada a grandes alturas. El gas comprimido ya no lo usa nadie.
—¿Cuánto tiempo se tarda en la ascensión?
—Un día entero. Nosotros salimos antes del amanecer y regresamos después de ponerse el sol. Esto habría sorprendido a los veteranos. Pero desde luego nosotros estábamos descansados cuando partimos y viajamos de prisa. No hay verdaderos problemas en el camino desde el pabellón, y se han tallado escalones en todos los lugares peligrosos. Le aseguro que es fácil para cualquiera que esté en buena forma.

En cuanto hubo repetido estas palabras, Harper lamentó no haberse mordido la lengua. Parecía increíble que hubiese olvidado con quién estaba hablando; pero había recordado con tanta vivacidad la maravilla y la emoción de aquella subida al techo del mundo que por un momento volvió a encontrarse en aquel pico solitario y azotado por el viento. El único lugar de la Tierra adonde nunca podría llegar el doctor Elwin...

Pero el científico no parecía haberlo advertido, o tal vez estaba acostumbrado a las constantes faltas de tacto que ya no lo molestaban. ¿Por qué estaba tan interesado en el Everest?, se preguntó Harper. Probablemente por su misma inaccesibilidad; representaba todo lo que le había sido negado por el accidente de su nacimiento.

Pero ahora, sólo tres años más tarde, George Harper se detuvo a menos de treinta metros de la cima y recogió la cuerda de nailon cuando le alcanzó el doctor. Aunque nada se había dicho al respecto, sabía que el científico deseaba ser el primero en llegar a la cima. Merecía este honor, y el joven no iba a hacer nada para privarle de él.

—¿Todo bien? —preguntó al alcanzarle el doctor Elwin.

La pregunta era completamente innecesaria, pero Harper sintió la apremiante necesidad de desafiar la enorme soledad que ahora les rodeaba. Podían haber sido los únicos hombres en el mundo; en ninguna parte de aquel desierto blanco de picachos había la menor señal de que existiese la raza humana.

Elwin no respondió, pero asintió distraídamente con la cabeza al seguir adelante, con los ojos brillantes fijos en la cima. Caminaba con pasos curiosamente rígidos y sus pies dejaban huellas notablemente superficiales sobre la nieve. Y mientras andaba, se oía un débil pero inconfundible zumbido en la abultada mochila que llevaba sobre la espalda. La verdad es que la mochila lo llevaba a él... o a tres cuartas partes de él. Mientras daba los últimos pasos regulares hacia su antaño imposible meta, el doctor Elwin y todo su equipo pesaban sólo veinticinco kilos. Y si esto todavía era demasiado, sólo tenía que girar un disco y no pesaría absolutamente nada.

Aquí, en el Himalaya bañado por la Luna, estaba el secreto más grande del siglo XXI. En todo el mundo había sólo cinco de estos Levitadores Elwin experimentados, y dos de ellos estaban aquí, en el Everest. 

Aunque Harper los había conocido hacía dos años y comprendía algo de su teoría básica, los «Lewies» (como pronto los bautizaron en el laboratorio) todavía le parecían mágicos. Sus mochilas contenían energía eléctrica suficiente para levantar un peso de cien kilos a una altura de quince kilómetros, lo cual representaba un gran factor de seguridad para esta misión. El ciclo de ascensión y descenso podía repetirse casi indefinidamente, al reaccionar las unidades contra el campo gravitatorio de la Tierra. La batería se descargaba en la subida, y se cargaba de nuevo en la bajada. Como ningún proceso mecánico es completamente eficaz, había una ligera pérdida de energía en cada ciclo, pero éste podía repetirse al menos cien veces antes de que se agotasen las unidades.

Subir a la montaña con la mayor parte de su pese neutralizado había sido una experiencia estimulante. El tirón vertical de la mochila les producía el efecto de estar colgados de unos globos invisibles cuya flotación podía regularse a voluntad. Necesitaban cierta cantidad de peso para obtener tracción sobre el suele y, después de algunos experimentos, habían decidido que fuese de un veinticinco por ciento. 

Resultaba tan fácil subir por una empinada cuesta como caminal normalmente por un terreno llano.

En varias ocasiones habían reducido el peso casi hasta cero para trepar por paredes rocosas verticales. Había sido la experiencia más extraña y requería una fe absoluta en el equipo. Permanecer suspendido en el aire, aparentemente sostenido por una caja de mecanismos electrónicos que zumbaban suavemente, exigía una considerable fuerza de voluntad. Pero despues de unos pocos minutos, la sensación de poder y libertad triunfaba sobre el miedo pues aquí estaba ciertamente la realización de uno de los sueños más antiguos del hombre.

Hacía pocas semanas que un miembro del personal de la biblioteca había encontrado un verso de un poema de principios del siglo XX que describía perfectamente su hazaña: 

«surcar seguros el cielo cruel». Ni siquiera los pájaros habían poseído nunca tanta libertad en la tercera dimensión; ésta era la verdadera conquista del espacio. El levitador abriría al mundo las montañas y los lugares elevados, de la misma manera que en el siglo anterior la escafandra autónoma le había abierto el mar. En cuanto estas unidades hubiesen superado las pruebas y se produjesen en serie y a bajo coste, cambiarían todos los aspectos de la civilización humana. Se revolucionaría el transporte. El viaje espacial no sería más caro que un vuelo ordinario; toda la humanidad se lanzaría al aire. Lo que había sucedido cien años antes con el invento del automóvil habría sido solamente un débil anticipo de los enormes cambios sociales y políticos que se producirían ahora.

Pero Harper estaba seguro de que el doctor Elwin no pensaba en nada de esto en su solitario momento de triunfo. Más tarde recibirían el aplauso del mundo (y tal vez sus maldiciones). Pero no significaría tanto para él como plantarse aquí, en el punto más alto de la Tierra. Era realmente una victoria de la mente sobre la materia, de la pura inteligencia sobre un cuerpo débil y lisiado. Todo lo demás sería secundario.

Cuando Harper se reunió con el científico en la pirámide truncada y cubierta de nieve, se estrecharon la mano con una rigidez bastante formal, pues esto parecía lo adecuado. Pero no dijeron nada; la maravilla de su hazaña y el panorama de picachos que se extendían hasta perderse de vista en todas direcciones, les habían dejado mudos. Harper se relajó, sostenido por su mochila, y siguió lentamente con la mirada el círculo del cielo. Reconoció y repitió mentalmente los nombres de los gigantes que les rodeaban:

Makalu, Lhotse, Baruntse, Cho Oyu, Kangchenjunga... Muchas de aquellas cimas aún no habían sido escaladas. Bueno, los Levies pronto cambiarían esto.

Desde luego, muchos lo desaprobarían. Pero en el siglo XX también había habido montañeros que pensaron que era «trampa» emplear oxígeno. Costaba creer que, incluso después de semanas de aclimatación, algunos hombres hubieran intentado en el pasado alcanzar aquellas cimas sin ayuda artificial. Harper recordó a Mallory e Irvine, cuyos cuerpos yacían sin haber sido descubiertos, tal vez a menos de un kilómetro de este mismo lugar.

El doctor Elwin carraspeó detrás de él.

—En marcha, George —dijo pausadamente, con la voz sofocada por el filtro de oxígeno—. Tenemos que estar de vuelta antes de que empiecen a buscarnos. 

Se despidieron en silencio de todos los que habían estado allí antes que ellos, volvieron la espalda a la cumbre e iniciaron el suave descenso. La noche, que había sido brillantemente clara hasta entonces, se estaba haciendo más oscura: algunas nubes altas pasaban tan rápidamente por delante de la Luna que su luz se apagaba y encendía de tal manera que a veces resultaba difícil ver el camino. A Harper no le gustó el cariz que tomaba el tiempo y empezó a revisar mentalmente sus planes. Tal vez sería mejor dirigirse al refugio del South Col, en vez de tratar de llegar al pabellón. Pero no dijo nada al doctor Elwin para no alarmarle inútilmente.

Ahora estaban pasando por una cresta rocosa, con una oscuridad total a un lado y el débil resplandor de la nieve al otro. Harper no pudo dejar de pensar que sería un lugar terrible si les sorprendía una tormenta.

Apenas había tenido tiempo de concebir esta idea cuando se desencadenó el vendaval. Llegó aullando una ráfaga de aire, como si la montaña hubiese estado acumulando fuerzas para este momento. Nada podían hacer; aunque hubiesen poseído su peso normal, habrían sido levantados de sus pies. En pocos segundos, el viento los lanzó al oscuro vacío.

Era imposible calcular la profundidad de aquel abismo; cuando Harper se obligó a mirar hacia abajo, no pudo ver nada. Aunque el viento parecía transportarlo casi horizontalmente, sabía que debía estar cayendo. Su peso reducido le haría caer a una cuarta parte de la velocidad normal. Pero aun así sería excesiva; si caía mil metros, sería poco consuelo saber que sólo parecerían doscientos cincuenta.

Todavía no había tenido tiempo de sentir miedo (esto vendría más tarde, si sobrevivían) y su principal preocupación, por absurda que parezca, era que el costoso levitador podía estropearse. Se había olvidado completamente de su compañero, pues en esta clase de situación la mente sólo puede pensar en una cosa cada vez. El súbito tirón de la cuerda de nailon le causó extrañeza y alarma. Entonces vio que el doctor Elwin giraba lentamente a su alrededor en el extremo de la cuerda, como un planeta dando vueltas alrededor del sol.

Aquella visión le volvió a la realidad y se puso a pensar en lo que había que hacer. Su parálisis había durado probablemente una fracción de segundo. Gritó, contra el viento: 

—¡Doctor! ¡Utilice el elevador de emergencia!

Mientras hablaba, buscó el cierre de su unidad de control, la abrió y apretó el botón.

La mochila empezó a zumbar inmediatamente como una colmena de abejas irritadas. Sintió que las correas tiraban de su cuerpo como si tratasen de elevarle hacia el cielo, lejos de la muerte invisible que le esperaba allá abajo. La sencilla aritmética del campo gravitatorio de la Tierra apareció en su mente, como escrita con caracteres de fuego. Un kilovatio podía levantar un peso de cien kilos a un metro por segundo, y las mochilas podían convertir energía a un ritmo máximo de diez kilovatios, aunque esto no podía mantenerse durante más de un minuto. Así pues, dada su inicial reducción de peso, se elevaría a una velocidad superior a treinta metros por segundo.

Se produjo un violento tirón en la cuerda cuando quedó tensa. El doctor Elwin había estado lento en pulsar el botón de emergencia, pero al fin también él ascendió. Sería una carrera entre la fuerza de ascensión de sus unidades y el viento que los empujaba hacia la cara helada del Lhotse, que ahora estaba a menos de trescientos metros.

La pared de roca surcada de nieve se alzaba sobre ellos a la luz de la luna como una ola de piedra helada. Era imposible calcular exactamente su velocidad, pero difícilmente podían moverse a menos de ochenta kilómetros por hora. Aunque sobreviviesen al impacto, sufrirían graves lesiones, y aquí las lesiones equivaldrían a la muerte.

Cuando parecía que la colisión era inevitable, la corriente de aire ascendió de pronto hacia el cielo, arrastrándoles con ella. Pasaron a unos tranquilizadores quince metros de la arista rocosa. Parecía un milagro, pero, después del primer instante de alivio, Harper se dio cuenta de que lo que los había salvado había sido simplemente la aerodinámica. El viento había tenido que levantarse para pasar por encima de la montaña; al otro lado, descendería de nuevo. Pero esto ya no importaba, porque el cielo, delante de ellos, estaba vacío.

Ahora se movían suavemente entre las nubes. Aunque su velocidad no se había reducido, había cesado el rugido del viento pues viajaban con él en el vacío. Incluso podían conversar sin esforzarse a través del espacio de diez metros que les separaba.

—¡Doctor Elwin! —gritó Harper—, ¿está usted bien?
—Sí, George —dijo el científico, perfectamente tranquilo—. Y ahora, ¿qué hacemos?
—No debemos elevarnos más. Si seguimos subiendo, no podremos respirar, ni siquiera con los filtros.
—Tienes razón. Tenemos que estabilizarnos.

El fuerte zumbido de las mochilas se redujo a un sonido eléctrico apenas audible cuando cortaron los circuitos de emergencia. Durante unos minutos subieron y bajaron en su cuerda de nailon (primero, uno arriba; después, el otro), hasta que consiguieron ponerse a la misma altura. Cuando por fin se estabilizaron, volaban un poco por debajo de los nueve mil metros. A menos de que fallasen los Lewies (cosa muy posible, después de la sobrecarga), no corrían peligro inmediato.

Los apuros empezarían cuando tratasen de volver a la tierra.

Ningún hombre había visto jamás un amanecer más extraño. Aunque estaban cansados y entumecidos de frío, y tenían irritada la garganta por la sequedad del aire enrarecido, olvidaron todas estas incomodidades al extenderse el primer y débil resplandor a lo largo del mellado horizonte del este. Las estrellas se apagaron una a una; la última en desaparecer, sólo minutos antes de que saliera el sol, fue la más brillante de todas las estaciones espaciales: la Pacífico Número Tres, a treinta y cinco kilómetros por encima de Hawai. Entonces se elevó el sol sobre un mar de picachos sin nombre y amaneció el día en el Himalaya.

Era como observar la salida del sol en la Luna. Al principio sólo las montañas más altas captaron los rayos sesgados, mientras que los valles circundantes permanecían en oscura sombra. Pero la línea de luz fue descendiendo poco a poco por las vertientes rocosas, y una tierra dura y amenazadora fue despertando al nuevo día.

Si se aguzaba la mirada, podían verse señales de vida humana. Había algunos caminos estrechos, finas columnas de humo en pueblos solitarios, destellos de luz de sol en los tejados de monasterios. El mundo estaba despertando allá abajo, completamente ignorante de los dos espectadores situados como por arte de magia a cinco mil metros de su superficie.

El viento debió de cambiar varias veces de dirección durante la noche, y Harper no tenía idea de dónde estaban. No podía reconocer un solo punto de referencia. Podían estar en cualquier parte sobre una franja de ochocientos kilómetros de Nepal y el Tíbet. 

El problema inmediato era elegir un lugar de aterrizaje, y elegirlo pronto, porque estaban derivando rápidamente hacia un revoltijo de picos y glaciares donde difícilmente podrían encontrar ayuda. El viento los llevaba en dirección nordeste, hacia China. Si volaban por encima de las montañas y aterrizaban allí, podían pasar semanas antes de que estableciesen contacto con uno de los Centros contra el Hambre de las Naciones Unidas y encontraran el camino de vuelta. Incluso podían correr algún peligro personal si descendían del cielo en una zona habitada sólo por gente campesina analfabeta y supersticiosa.

—Será mejor que descendamos rápidamente —dijo Harper—. No me gusta el aspecto de aquellas montañas.

Sus palabras parecieron perderse en el vacío que les rodeaba. Aunque el doctor Elwin estaba a sólo tres metros de distancia, cabía imaginar que no podía oír nada de lo que decía. Pero el doctor asintió por fin con la cabeza como prestando de mala gana su conformidad.

—Creo que tienes razón: pero no estoy seguro de que podamos hacerlo con este viento. No olvides que podemos bajar con la misma rapidez con que subimos. 

Era cierto: las mochilas de energía sólo podían cargarse un décimo de su grado de descarga. Si perdían altura y las cargaban de energía gravitatoria demasiado aprisa, las células se calentarían demasiado y probablemente estallarían. Los sorprendidos tibetanos (¿o tal vez nepalíes?) pensarían que un gran meteorito había estallado en el cielo. Y nadie sabría nunca lo que les había ocurrido exactamente al doctor Jules Elwin y a su joven y prometedor ayudante.

A mil quinientos metros sobre el nivel del suelo, Harper empezó a esperar la explosión en cualquier momento. Estaban bajando rápidamente, pero no lo bastante; muy pronto tendrían que desacelerar para no aterrizar con demasiada violencia. Para empeorar las cosas, habían calculado mal la velocidad del aire a nivel del suelo. El viento infernal e imprevisible estaba soplando de nuevo casi con la fuerza de un huracán. Podían ver jirones de nieve, arrancados de las cumbres, ondeando como estandartes fantasmales debajo de ellos. Mientras se habían estado moviendo con el viento, no se habían dado cuenta de su fuerza; ahora debían hacer de nuevo el peligroso paso entre la dura roca y el blando cielo.

La corriente de aire los empujaba hacia la entrada de una garganta. No había posibilidad de elevarse sobre ella. Su situación era comprometida y tendrían que elegir el mejor lugar que pudiesen encontrar para el aterrizaje. 

El cañón se estrechaba peligrosamente. Ahora era poco más que una grieta vertical, y las paredes rocosas se deslizaban junto a ellos a cincuenta o sesenta kilómetros por hora. 

De vez en cuando, los remolinos los empujaban a derecha e izquierda; con frecuencia sólo evitaban la colisión por unos pocos centímetros. En una ocasión en que estaban volando a pocos metros por encima de una cornisa cubierta de una espesa capa de nieve, Harper estuvo tentado de soltar el muelle que desprendería el levitador. Pero esto sería salir del fuego para caer en las brasas: volverían sanos y salvos a tierra firme, para encontrarse atrapados a sabe Dios cuántos kilómetros de toda posibilidad de ayuda. 

Pero incluso en aquel momento de renovado peligro sintió muy poco miedo. Todo aquello era como un sueño emocionante, un sueño del que iba a despertar para encontrarse seguro en su cama. Era imposible que esta fantástica aventura estuviese sucediendo en realidad...

—¡George! —gritó el doctor—. Ahora tenemos la ocasión, si podemos engancharnos en aquella peña.

Sólo disponían de unos segundos para actuar. Empezaron inmediatamente a soltar la cuerda de nailon hasta que pendió en un gran lazo debajo de ellos, con la parte inferior a sólo un metro del suelo. Había una roca grande, de unos cinco metros de altura, exactamente en su trayectoria; más allá, un amplio espacio cubierto de nieve prometía un aterrizaje razonablemente suave.

La cuerda se deslizó sobre la parte baja y curva de la peña; pareció que iba a pasar por encima de ella, pero entonces quedó prendida en un saliente. Harper sintió un fuerte tirón y giró como una piedra en el extremo de una honda.

Nunca hubiera imaginado que la nieve pudiese ser tan dura. Se produjo un breve y brillante estallido de luz, y luego, nada.

Se hallaba de nuevo en la Universidad, en el salón de conferencias. Uno de los profesores estaba hablando, con una voz que le era conocida, pero que por alguna razón no parecía propia del lugar. Soñoliento y con poco entusiasmo, repasó los nombres de los que habían sido sus profesores. No, no era ninguno de ellos. Sin embargo, conocía perfectamente aquella voz, e indudablemente estaba dando una conferencia a alguien.

—...Todavía muy joven cuando me di cuenta de que había algo equivocado en la teoría de la gravitación de Einstein. En particular, parecía haber un fundamento falso en el principio de equivalencia. Según éste, no se podía distinguir entre los efectos producidos por la gravitación y los de la aceleración.

»Pero esto es totalmente falso. Se puede crear una aceleración uniforme; pero un campo gravitatorio uniforme es imposible, ya que obedece a una ley inversa, y por consiguiente puede variar incluso en distancias muy cortas. Pueden aportarse fácilmente otras pruebas para distinguir entre los dos casos, y esto hace que me pregunte si...

Estas palabras, suavemente pronunciadas, no causaron más impresión en la mente de Harper que si hubiesen sido dichas en un idioma extranjero. Se percató vagamente de que hubiese debido comprender todo aquello, pero era demasiado dificultoso tratar de encontrarle el significado. De todos modos, el primer problema era saber dónde estaba.

A menos de que tuviese una grave lesión en los ojos, se hallaba en una oscuridad total.

Pestañeó, y el esfuerzo le produjo un dolor de cabeza tan fuerte que lanzó un grito.

—¡George! ¿Estás bien? 

¡Claro! tenía que haber sido la voz del doctor El-win, hablando suavemente en la oscuridad. Pero hablando, ¿a quién?

—Tengo un dolor de cabeza terrible. Y me duele el costado cuando intento moverme. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué está todo tan oscuro?
—Sufriste una conmoción, y creo que te has fracturado una costilla. No hables innecesariamente. Has estado inconsciente todo el día. Ahora vuelve a ser de noche y estamos dentro de la tienda. Estoy economizando baterías.

Cuando el doctor Elwin encendió la linterna, su brillo fue casi cegador, y Harper vio las paredes de la tienda a su alrededor. Era una suerte que hubiesen traído un equipo completo de montañismo para el caso de que se quedaran atrapados en el Everest. Pero tal vez sólo serviría para prolongar su agonía...

Le sorprendió que el lisiado científico hubiese conseguido, sin la menor ayuda, desempaquetar todas sus cosas, montar la tienda y arrastrarlo al interior. Todo estaba perfectamente dispuesto: el botiquín, la latas de conservas, los recipientes de agua, las pequeñas bombonas rojas de gas para el hornillo portátil. Sólo faltaban los voluminosos levitadores; seguramente los había dejado fuera de la tienda para tener más espacio.

—Estaba usted hablando a alguien cuando me desperté —dijo Harper—. ¿O lo he soñado?

Aunque con la luz indirecta que reflejaban las paredes de la tienda le resultaba difícil leer la expresión del semblante del científico, pudo ver que Elwin estaba confuso.

Inmediatamente supo la causa y lamentó haber hecho la pregunta.

El doctor no creía que saliesen vivos de allí. Había estado grabando unas notas, para el caso de que sus cuerpos fuesen descubiertos. Harper se preguntó tristemente si ya habría dictado sus últimas voluntades.

Antes de que Elwin pudiese responder, cambió rápidamente de tema.

—¿Ha llamado al servicio de socorro?
—Lo he estado haciendo cada media hora, pero temo que estemos aislados por las montañas. Yo les oigo, pero ellos no nos reciben.

El doctor Elwin cogió el pequeño transmisor que había descolgado de su sitio habitual en la muñeca, y lo encendió.

—Aquí Socorro Cuatro —dijo una débil voz mecánica—, a la escucha.

Durante la pausa de cinco segundos, Elwin apretó el botón de SOS y esperó.

—Aquí Socorro Cuatro, a la escucha.

Esperaron un minuto, pero no hubo respuesta a su llamada. Harper pensó con tristeza que era demasiado tarde para empezar a culparse mutuamente. 

Mientras estaban volando sobre las montañas, habían discutido varias veces si debían llamar al servicio de socorro general, pero habían decidido no hacerlo, en parte porque no parecía necesario de momento y en parte por la inevitable publicidad que traería consigo. Era fácil ser prudente después del suceso. Pero ¿quién habría pensado que podían aterrizar en uno de los pocos lugares fuera del alcance de los socorristas?

El doctor Elwin apagó el transmisor y el único sonido que se oyó en la pequeña tienda fue el débil gemido del viento a lo largo de las paredes de montañas entre las que se hallaban doblemente atrapados. Sin manera de escapar, sin poder comunicar con nadie.

—No te preocupes —dijo al fin—. Por la mañana pensaremos en cómo salir de aquí. Hasta que amanezca no podemos hacer nada, salvo ponernos cómodos. Así que lo mejor es que tomes un poco de esta sopa caliente.

Algunas horas más tarde, a Harper ya no le molestaba el dolor de cabeza. Aunque sospechaba que realmente tenía rota una costilla, había encontrado una posición en la que se hallaba cómodo mientras no se moviese, y casi se sentía en paz con el mundo. Había pasado por sucesivas fases de desesperación, cólera contra el doctor Elwin y autoinculpación por haberse metido en tan loca aventura. Ahora estaba de nuevo tranquilo, aunque su mente, al buscar maneras de escapar, trabajaba demasiado para que pudiese dormir.

Fuera de la tienda, el viento casi había dejado de soplar y la noche estaba en calma. La oscuridad ya no era completa, pues había salido la Luna. Aunque sus rayos directos no llegarían nunca hasta ellos, tenía que haber luz reflejada por la nieve de las alturas. Harper sólo podía distinguir un vago resplandor en el umbral de la visión, filtrándose a través de las translúcidas paredes de la tienda, que además retenía el calor.

Pensó que lo importante era que no estaban en peligro inmediato. Tenían comida para una semana como mínimo y había mucha nieve que podían fundir para hacerse con agua. Dentro de un día o dos, si su costilla se portaba bien, podrían partir de nuevo, confiaba que esta vez con mejores resultados.

No muy lejos sonó un golpe sordo que lo dejó intrigado, hasta que pensó que sería una masa de nieve que habría caído en alguna parte. La noche estaba tan extraordinariamente tranquila que casi le pareció oír los latidos de su corazón, y la respiración de su compañero dormido le resultaba anormalmente ruidosa.

¡Era curioso cómo se distraía la mente con cosas triviales! Volvió a pensar en el problema de la supervivencia. Aunque él no estuviese en condiciones de moverse, el doctor podía intentar el vuelo solo. Era una de estas situaciones en que un hombre podía tener tantas posibilidades de éxito como dos.

Se oyó otro de aquellos golpes sordos, esta vez algo más fuerte. Era un poco extraño, pensó Harper por un momento, que la nieve se moviese en la calma fría de la noche. 

Confió en que no hubiese peligro de alud; como no había tenido tiempo de ver con claridad su lugar de aterrizaje, no podía calcular el riesgo. Se preguntó si debía despertar al doctor, que sin duda había examinado los alrededores antes de instalar la tienda. Pero cediendo a un sentimiento fatalista, decidió no hacerlo; en el caso de que fuera inminente un alud, no era probable que pudiesen hacer gran cosa para escapar.

Vuelta al problema número uno. Había una solución interesante que valía la pena considerar. Podían sujetar el transmisor a uno de los lewies y hacer que éste se elevase. La señal sería captada en cuanto la unidad saliese del cañón, y el servicio de socorro les encontraría en pocas horas, o como máximo en pocos días.

Esto significaría sacrificar uno de los lewies, y si no daba resultado su situación sería aún más apurada. Pero de todos modos...

¿Qué era aquello? No parecía el golpeteo suave de la nieve al caer. Era un débil pero inconfundible «clic», como de un guijarro chocando contra otro. Los guijarros no se mueven solos.

Harper pensó que estaba fantaseando. La idea de que alguien o algo anduviese por un alto puerto del Himalaya en mitad de la noche era absolutamente ridícula. Pero de pronto se le quedó seca la garganta y sintió que se le ponía la piel de gallina. Había oído algo y ahora ya no podía negarlo.

La respiración del doctor era tan ruidosa que resultaba difícil distinguir los sonidos del exterior. ¿Significaba esto que el doctor Elwin, por muy dormido que estuviese, había sido también alertado por su siempre despierto subconsciente? Estaba fantaseando de nuevo...

Oyó el clic de nuevo, tal vez un poco más cerca. Sin duda venía de otra dirección. Era como si algo, que se movía con misterioso pero absoluto silencio, estuviese dando vueltas lentamente alrededor de la tienda.

En ese momento George Harper lamentó sinceramente haber oído hablar del Abominable Hombre de las Nieves. Cierto que sabía poco sobre él, pero este poco aún era demasiado.

Recordó que el Yeti, como le llamaban los nepa-líes, había sido un mito permanente del Himalaya durante más de un siglo. El monstruo peligroso y gigantesco nunca había sido capturado, fotografiado ni siquiera había sido descrito por testigos fidedignos. La mayoría de los occidentales estaban seguros de que era pura fantasía y no se dejaban convencer por la escasez de pruebas de pisadas en la nieve o por trozos de piel conservados en oscuros monasterios. Pero la gente de las montañas opinaban de otra manera. Y Harper temió ahora que tuviesen razón.

Al no ocurrir nada más durante unos cuantos largos segundos, empezó a desvanecerse lentamente su miedo. Tal vez su imaginación sobreexcitada le estaba gastando bromas; dadas las circunstancias, no hubiese sido sorprendente. Con un deliberado y resuelto esfuerzo de voluntad, centró de nuevo sus pensamientos en el problema del rescate. Estaba haciendo buenos progresos cuando algo chocó contra la tienda.

No pudo chillar porque tenía los músculos de la garganta paralizados por el miedo. Era totalmente incapaz de moverse. Entonces oyó que el doctor Elwin empezaba a rebullir, soñoliento, en la oscuridad.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el científico—. ¿Estás bien?

Harper sintió que su compañero se volvía y pensó que estaba buscando a tientas la linterna. Quiso decir: «¡Por el amor de Dios, estése quieto!», pero ninguna palabra pudo salir de sus resecos labios. Se oyó un chasquido, y el rayo de luz de la linterna formó un círculo brillante en la pared de la tienda. La pared estaba ahora combada hacia ellos, como si un peso pesado se apoyase en ella. Y en el centro de la comba había una huella totalmente inconfundible: la de una mano deformada o de una garra. Estaba sólo a medio metro del suelo; fuese lo que fuere aquello, parecía estar arrodillado, como si palpase la tela de la tienda.

La luz debió molestarlo pues la huella desapareció en el acto, y la pared de la tienda quedó de nueva plana. Se oyó un ronco gruñido y después un prolongado silencio. Harper se dio cuenta de que había recobrado la respiración. Había esperado que se rasgase la tienda y que algo espantoso e inconcebible se precipitase sobre ellos. Pero sólo se oyó el débil y lejano gemido de una ráfaga de viento en las altas montañas. Sintió que temblaba sin poderse dominar, y esto nada tenía que ver con la temperatura pues se estaba cómodamente caliente en su pequeño mundo aislado.

Entonces se oyó un sonido familiar. Fue el ruido metálico de una lata vacía al golpear una piedra, y esto disminuyó la tensión. Harper fue capaz de hablar por primera vez, o al menos de murmurar:

—Ha encontrado las latas de comida. Tal vez ahora se marchará.

Casi como respondiendo a sus palabras, se oyó un gruñido grave que parecía expresar enojo y contrariedad; después, el sonido de un golpe y de latas que rodaban en la oscuridad. Harper recordó de pronto que toda la comida estaba dentro de la tienda y que los envases vacíos habían sido arrojados al exterior. No era una idea muy esperanzadora. Lamentó no haber hecho como los supersticiosos de las tribus, que dejaban ofrendas a los dioses o demonios que las montañas podían conjurar.

Lo que sucedió después fue tan repentino, tan inesperado, que acabó antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Se oyó un ruido fuerte, como de algo que fuese lanzado contra una roca; después, un zumbido eléctrico familiar y a continuación un gruñido de sobresalto. Y por fin, un espantoso alarido de rabia, y de frustración que se convirtió rápidamente en un grito de puro terror y que empezó a extinguirse hacia lo alto, en el cielo vacío.

Aquel sonido despertó el único recuerdo adecuado en la memoria de Harper. Una vez había visto una película de principios del siglo XX sobre la historia de la aviación, con una escena terrible que mostraba el lanzamiento de un dirigible. Algunos miembros del personal de tierra se habían agarrado unos segundos de más a las cuerdas de amarre y la aeronave los había arrastrado hacia el cielo, balanceándose impotentes debajo de ella. Entonces se habían ido soltando y habían caído contra el suelo.

Harper esperó oír un golpe lejano, pero no se produjo. Entonces observó que el doctor repetía una y otra vez:

—Dejé atadas las dos unidades. Dejé atadas las dos unidades.

Todavía estaba demasiado impresionado para que aquella información le preocupase. Lo único que sentía era la admirable contrariedad del científico.

Ahora nunca sabría qué había estado merodeando alrededor de su tienda en las horas de soledad que precedieron a la aurora.

Uno de los helicópteros de socorro en la montaña, pilotado por un sikh escéptico, que todavía se preguntaba si todo aquello no era más que una broma pesada, descendió en el cañón muy avanzada la tarde. Cuando la máquina hubo aterrizado entre un remolino de nieve, el doctor Elwin agitó frenéticamente un brazo, apoyándose con el otro en un palo de la tienda.

Al reconocer al lisiado científico, el piloto del helicóptero experimentó una sensación de temor casi supersticioso. Resultaba que el informe debía ser verdad; no había otra manera en que Elwin hubiese podido llegar a este lugar. Y esto significaba que todo lo que volaba en y encima de los cielos de la Tierra era, desde este momento, tan anticuado como una carreta de bueyes.

—Gracias a Dios que nos ha encontrado —dijo el doctor, con sincera gratitud—. ¿Cómo ha podido venir hasta aquí con tanta rapidez?
—Puede dar gracias a las redes de localización por radar y a los telescopios de la estación meteorológica en órbita. Habíamos estado antes aquí, pero al principio pensamos que todo era un bromazo.
—No comprendo.
—¿Qué habría dicho usted, doctor, si alguien le hubiese contado que un leopardo de las nieves del Himalaya, completamente muerto y enredado en una maraña de correas y de cajas había sido visto manteniéndose en el aire a una altitud de treinta mil metros?

Dentro de la tienda, George Harper se echó a reír a pesar del dolor que esto le causaba. El doctor asomó la cabeza por la abertura de la lona y preguntó ansiosamente:

—¿Qué te pasa?
—Nada... Pero me estaba preguntando qué vamos a hacer para bajar a esa pobre bestia antes de que sea una amenaza para la navegación aérea. 
—Bueno, alguien tendrá que elevarse con otro lewy y apretar los botones. Tal vez deberíamos tener un control de radio en todas las unidades...

La voz del doctor Elwin se extinguió a media frase. Estaba ya muy lejos, perdido en sueños que cambiarían la faz de muchos mundos.

Dentro de poco bajaría de las montañas, trayendo como un nuevo Moisés las leyes de una nueva civilización. Estas leyes devolverían a toda la humanidad la libertad que había perdido hacía tanto tiempo, cuando los primeros anfibios abandonaron su ingrávido hogar debajo de las olas.

La batalla de mil millones de años contra la fuerza de la gravedad había terminado.



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Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El parásito

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