Quíquern
La gente de los hielos orientales
es cual nieve que pronto se derrite;
dánles azúcar y café los blancos,
y sin temor les siguen.
Los hombres de los hielos de Occidente
gustan más de robar y resistirse:
venden pieles en cada factoría...
y el alma, si es posible.
En los hielos del Sur los balleneros
son sólo los que el tráfico persiguen:
muchos cintajos las mujeres llevan,
mas ¡qué miseria existe!
Pero en el hielo primitivo, al Norte
donde no hay hombres blancos que dominen,
con dientes de narval se hacen las lanzas
y allí se ve el hombre el postrer límite.
-Abrió los ojos. ¡Mira!
-Mételo de nuevo en la piel. Será un perro muy fuerte! Cuando cumpla
cuatro meses le pondremos nombre.
-¿Para quién será? -dijo Amoraq.
Miró Kadlu en redondo la choza de nieve cubierta de pieles, y luego
miró a Kotuko, muchacho de catorce años, que se hallaba sentado en el
banco-cama, y que tallaba un botón en un diente de morsa.
-Para mí -respondió Kotuko, con una mueca-. Algún día lo necesitaré.
Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parecían enterrados en las gruesas
mejillas, y asintió con un movimiento de cabeza dirigiéndose a Amoraq, en tanto
que la feroz madre del cachorro gruñía al ver que el pequeñuelo se agitaba
fuera de su alcance en la bolsa de piel de foca que se hallaba colgada sobre la
lámpara de grasa de ballena para que estuviera calientita.
Kotuko siguió tallando el marfil. Kadlu arrojó un montón de arreos para
perros en un cuarto pequeño abierto en uno de los costados de la choza, se
despojó del pesado traje de caza hecho con piel de reno, púsolo en una red de
delgadas ballenas entretejidas que colgaba sobre otra lámpara y se echó en el
banco-cama para cortar un trozo de carne de foca helada, esperando a que,
Amoraq, su mujer, le trajera la comida acostumbrada, compuesta de carne hervida
y de sopa de sangre.
Había salido al despuntar el alba en dirección de los agujeros que
forman las focas, a dos leguas de distancia, y regresó a su choza con tres de
aquellos animales, de gran tamaño. A la mitad del largo y bajo pasadizo de
nieve, parecido a un túnel, que conducía a la puerta interior de la choza,
podían oírse ladridos y rumor de lucha a mordiscos: eran los perros del trineo
que, libres ya de su cotidiana labor, se disputaban los lugares calientes.
Cuando los ladridos se tornaron demasiado fuertes, Kotuko se deslizó
perezosamente del banco-cama al suelo y cogió un látigo con elástico mango de
ballena de medio metro de largo y con más de siete de pesado y retorcido cuero.
Se metió entonces en el corredor, en donde pareció, por el ruido, que los
perros se lo comerían vivo; pero todo aquello sólo era su manera habitual de
darle gracias a Dios por la comida que en seguida recibirían. Cuando llegó
arrastrándose hasta el otro extremo, media docena de peludas cabezas seguían
todos sus movimientos, mientras él se dirigía a una especie de horca fabricada
con quijadas de ballena, en donde se colgaba la carne destinada a los perros;
arrancó grandes trozos helados sirviéndose para ello de un arpón de ancha punta,
y luego permaneció en pie con el látigo en una mano y la carne en la otra.
Llamó a cada animal por su nombre, primero a los más débiles, y pobre del
animal que se hubiera movido antes de su turno, porque la deshilachada punta
del látigo, restallando como un rayo, le hubiera arrancado una pulgada más o
menos de pelo y piel. Cada animal gruñía, mordía su ración, se atragantaba al
devorarla y se apresuraba a guarecerse en el pasadizo, en tanto que el
muchacho, de pie sobre la nieve e iluminado por la vivísima luz de la aurora
boreal, daba a cada quien lo suyo según estricta justicia. El último fue un
gran perro negro que dirigía a los demás en el tiro y mantenía el orden entre
ellos cuando llevaban los arreos; a éste le dio Kotuko ración doble, que acompañó
con un chasquido de látigo.
-¡Ah! -exclamó el muchacho recogiendo y arrollando su látigo-. Hay un
pequeñuelo sobre la lámpara, el cual gruñirá de firme. ¡Sarpok! ¡Adentro!
Retrocedió a gatas por encima de los perros; con un sacudidor de
ballena que guardaba detrás de la puerta Amoraq, se quitó la nieve que tenía
sobre el traje de pieles; golpeó ligeramente las que forraban el techo de la
choza para que cayeran los carámbanos que quizás estaban sobre ellas,
desprendidos de la bóveda de nieve que estaba encima; después se acostó, hecho
una bola, sobre el banco. Empezaron a roncar los perros del pasadizo y a dar
leves gemidos mientras dormían; el hijo menor de Amoraq, en su honda capucha de
pieles, pateó y lloró hasta casi ahogarse, y la madre del cachorro al que
acababan de escogerle amo, permanecía echada al lado de Kotuko, con los ojos
filos en la bolsa de piel de foca colocada en lugar seguro y tibio sobre la
ancha y amarilla llama de la lámpara.
Y todo esto ocurría muy lejos, hacia el Norte, más allá del Labrador y
del estrecho de Hudson, donde las grandes mareas levantan los hielos; al norte
de la península de Melville -incluso al norte de los pequeños estrechos de Fury
y de Hecla-; en la playa septentrional de la Tierra de Baffin; en donde la isla
de Bylot se eleva por encima de los hielos del estrecho de Lancáster, como el
molde de un pastel puesto boca abajo. Al norte del estrecho de Lancáster es muy
poco lo que se conoce, excepto Devon del Norte y la Tierra de Ellesmere; pero
aun allí viven desparramadas algunas personas, a las puertas mismas del Polo,
por decirlo así.
Kadlu era un ínuit (lo que ustedes llamarían un esquimal), y su tribu,
de unas treinta personas, pertenecía a los tununírmiut, o sea, "el país
que está situado detrás de algo". Llámanse en los mapas aquellas costas
desiertas Ensenada del Consejo de Marina; pero siempre es preferible el nombre
de ínuit, porque puede decirse en realidad que aquella tierra está situada detrás de todas las cosas del mundo.
Sólo hielo y nieve hay allí durante nueve meses, sucédense los huracanes los
unos a los otros, con un frío que no puede imaginarse quien no haya visto el
termómetro a dieciocho grados centígrados, cuando menos, bajo cero. Seis meses
de esos nueve transcurren en la oscuridad; esto es lo que hace horrible a aquel
país. En los meses de verano, que son tres, sólo hiela continuamente durante
las noches, y durante el día, de cada dos hiela en uno. Entonces empieza a
desaparecer la nieve en las pendientes que se hallan en el Sur; unos cuantos
sauces enanos muestran sus yemas lanosas; alguna diminuta piñuela parece que va
a florecer; playas de fina arena y de guijarros descienden hasta el mar;
levántanse piedras bruñidas y rocas veteadas por encima de la granulada nieve.
Pero todo esto desaparece en pocas semanas y el salvaje invierno cierra de
nuevo los claros que hay en la tierra, mientras que en el mar el hielo sube y
baja, roto en pedazos, en lontananza, apretándose, entrechocando, rajándose,
rozando unos contra otros, pulverizándose entre tanto, y, por así decir,
varando, hasta que al cabo se hiela todo junto hasta una profundidad de tres
metros, desde la tierra hasta donde está honda el agua.
En invierno Kadlu perseguía a las focas hasta los confines de aquellas
tierras-hielos, y les clavaba el arpón cuando salían a respirar en sus
agujeros. Las focas deben contar con agua para vivir y cazar en ella peces; en
pleno invierno sucedía allí con frecuencia que el hielo se corría hasta unas veinte
leguas, sin rajarse, partiendo de la playa más próxima. En primavera, él y los
suyos se retiraban de los hielos amontonados en el mar, dirigiéndose a las
rocas de tierra firme, y allí levantaban sus tiendas hechas de pieles y cazaban
con lazo aves marinas, o arponeaban a las focas jóvenes que se asoleaban en las
playas. Más tarde se dirigían hacia el Sur, a la Tierra de Baffin, para
dedicarse allí a la caza del reno y hacer su provisión anual de salmón en los
centenares de corrientes y lagos del interior, y regresaban al Norte en
septiembre u octubre para cazar bueyes almizclados y para la matanza usual de
focas del invierno. Estos viajes se hacían en trineos de perros que recorrían
seis o siete leguas cada día, o algunas veces siguiendo la costa en grandes "botes
de mujeres", construidos de pieles, en los que los niños y los perros se
echan a los pies de los remeros, y las mujeres entonan canciones, mientras se
deslizan de cabo en cabo por las frías y cristalinas aguas. Todos los objetos
algo refinados que conocían los tununírmiut provenían del Sur, a saber, maderos
acarreados por el agua que les servían para trineos; hierro en barras para las
puntas de los arpones, cuchillos de acero, calderos de hojalata en que se cocía
la comida mucho mejor que en los antiguos utensilios de cocina fabricados de
esteatita; pedernal, acero, y hasta fósforos; y cintas de colores para el
cabello de las mujeres; espejillos baratos, y tela de color rojo para orlas de
chaquetas de piel de reno. Kadlu se dedicaba al tráfico valioso de blancos y
retorcidos dientes de narval y de buey almizclado (éstos se cotizan tanto como
las perlas), que vendía él a los ínuit del Sur, quienes, a su vez, traficaban
con los balleneros y con las factorías que tienen los misioneros en los estrechos
de Exeter y Cumberland; y así se encadenaban las cosas, hasta que, una caldera
comprada por el cocinero de algún barco en el bazar de Bhendy, podía ir a parar
sobre una lámpara de grasa de ballena en el sitio más frío del Círculo Polar Ártico.
Kadlu, como buen cazador, contaba con gran número de arpones de hierro,
cuchillos para cortar la nieve, dardos para cazar pájaros y cuantas cosas hacen
fácil la vida en los lugares de los grandes fríos; era, además, el jefe de su
tribu, o, como ellos dicen, "el hombre que lo sabe todo por propia
experiencia". Esto no le daba ninguna autoridad, excepto la de permitirle
aconsejar a sus amigos que cambiaran de cazadero; pero Kotuko se aprovechaba de
ello para mandar un poco, a la manera perezosa de los gordos ínuit, a los demás
muchachos, cuando salían por la noche para jugar a la pelota a la luz de la
luna o para cantar la "Canción del Niño a la Aurora Boreal".
Pero a los catorce años un ínuit se considera ya un hombre, y Kotuko
estaba cansado ya de preparar lazos para coger gallos silvestres y zorros
ferreros, y mucho más cansado aún de ayudarles a las mujeres en la operación de
mascar pieles de foca y de reno (cosa que las ablanda mejor que nada) durante
todo el largo día, en tanto que los hombres salían de caza. Quería ir al
quaggi, la Casa del Canto, cuando los cazadores se reúnen allí para celebrar
sus misterios, y el angekok, el hechicero, después de apagar las lámparas, les
infunde un terror que hallaba delicioso, evocando el Espíritu del Reno que
pateaba sobre el techo de la casa, o arrojando una lanza contra las sombras de
la noche y viéndola volver atrás cubierta de caliente sangre. Quería poder
arrojar sus grandes botas en la red, como lo hacía su padre, mostrando el aire
cansado del jefe de familia, y jugar con los cazadores cuando iban a visitarlos
por la noche y jugaban con una especie de ruleta improvisada por ellos con un
bote de hojalata y un clavo. Eran cientos las cosas que quería hacer, pero los
hombres se reían de él y le decían:
-Espera hasta que hayas tomado parte en la lucha, Kotuko. La caza no se
limita a cobrar piezas.
Ahora que su padre le había regalado un cachorro, las cosas se
presentaban más risueñas. Un ínuit no le regala un buen perro a su hijo, hasta
que el muchacho sabe algo acerca del modo de educarlo, y Katuko estaba
convencido de que sabía mucho más de lo necesario.
Si el cachorro no tuviera una naturaleza de hierro, hubiera muerto por
el exceso de alimento y de manoseo. Kotuko le hizo unos arreos diminutos con
sus respectivos tirantes, y lo conducía por todo el suelo de la choza,
gritando:
-¡Aua! ¡Ja aua! (¡Hacia la derecha!) ¡Choiachoi!
¡Ja choiachoi! (¡Hacia la izquierda!)
¡Ohaha!
(¡Párate!)
Al cachorro no le gustaba esto absolutamente nada, pero esto era pura
felicidad comparado al susto que se llevó cuando lo pusieron por primera vez a
tirar de un trineo. Se limitó a sentarse en la nieve y ponerse a jugar con el
tirante de piel de foca que iba desde sus arreos hasta el pitu, la gran correa
de los arcos del trineo. Arrancó el tiro de los demás perros, y el cachorro
sintió que le pasaba por encima el vehículo de tres metros de largo,
arrastrándolo por la nieve, en tanto que Kotuko reía hasta que se le saltaron
las lágrimas. Vinieron luego días y días en que oía siempre el chasquido del
cruel látigo que silba como el viento que pasa sobre el hielo, y todos sus
compañeros lo mordían porque no sabía trabajar como ellos, y el roce de los
arreos lo desollaba vivo, y ya no le era permitido dormir con Kotuko, sino que
lo hacían quedarse en el lugar más frío del pasadizo.
Eran tiempos muy duros aquellos para el cachorro.
El muchacho aprendía tan aprisa como el perrillo, aunque un trineo
tirado por perros es algo muy difícil de manejar. Cada animal (y los más
débiles van más cerca del conductor) lleva su propio tirante separado que pasa
por debajo de su pata anterior izquierda y que va hasta la correa principal en
donde se sujeta con una especie de botón y de una presilla que puede quitarse con
un movimiento de la muñeca, dejando así en libertad a uno por uno de los
perros. Cosa muy conveniente es ésta, porque con frecuencia el tirante se les
mete entre las patas posteriores, y allí les produce cortaduras que les llegan
hasta el hueso. Y absolutamente todos se meten con los que tienen más cerca al
correr, saltando por entre los tirantes. Luego se pelean, y el resultado es que
se embrollan como sedal mojado que se deja sin recoger hasta el día siguiente.
Pueden evitarse muchas molestias con el uso inteligente del látigo. Cada
muchacho ínuit se enorgullece de su destreza en el manejo del látigo; pero si
es fácil acertar un trallazo en un objeto colocado en el suelo, en cambio es
difícil, inclinándose sobre el trineo, acertarle a un perro reacio precisamente
detrás de una espaldilla, con la punta del látigo. Si se riñe a un perro
llamándolo por su nombre, y accidentalmente otro recibe el golpe no destinado a
él, los dos se pelean en el acto y hacen que se paren todos los del tiro.
Además, si se viaja con un amigo y se empieza a hablar con él, o si se viaja
solo y se empieza a cantar, todos los perros se detienen, se vuelven en redondo
y se sientan para escuchar la plática o el canto. A Kotuko se le escapó el
trineo una o dos veces por haberse olvidado de poner un estorbo delante del
mismo al pararlo, y rompió muchos látigos y estropeó algunas correas antes de
que se le pudiera confiar un tiro completo de ocho perros y el trineo más
rápido. Pero entonces se sintió persona importante y sobre el liso y oscuro
hielo se deslizaba ligero y atrevido con la rapidez de una jauría lanzada en
persecución de una pieza. Recorría hasta dos leguas y media hasta los agujeros
de las focas, y una vez en el cazadero soltaba una de las correas del pitu, y dejaba libre al perrazo negro
que era el más listo de todo el conjunto. Tan pronto como el animal olfateaba
alguna de aquellas aberturas, Kotuko volcaba el trineo, clavando en la nieve el
par de aserradas astas que se elevan del respaldo como los asideros de un
cochecillo de niño, y así el tiro de perros no podía moverse. Entonces el
muchacho avanzaba arrastrándose, pulgada a pulgada, y esperaba hasta que la
foca se asomara para respirar. Lanzaba luego rápidamente hacia abajo el arpón
con la cuerda atada a él, y tirando de ésta al poco rato, subía una foca
muerta, a la cual arrastraba, cuando llegaba a la superficie del hielo, hasta
el trineo, con ayuda del perro negro.
Éste era el momento en que los perros del tiro aullaban rabiosos, presa
de gran agitación; pero Kotuko les daba latigazos en la cara con la traílla que
parecía una barra de hierro candente, hasta que el cuerpo del cazado animal se
ponía rígido. La vuelta a casa era el trabajo más duro. Había que arrastrar al
cargado trineo entre el duro hielo, y los perros, en vez de tirar, solían
sentarse mirando hambrientos a la foca. Al fin partían por el hollado camino de
todos los trineos que iban a la aldea, trotando sobre aquel hielo que resonaba
como si fuera metálico, con las cabezas gachas y las colas en alto, en tanto
que Kotuko se ponía a cantar el "An-guti-vaun tai-na, tauna-ne tai-na"
(La Canción del Cazador que Regresa), y salían voces que le llamaban de todas
las casas que hallaba al paso, bajo aquel vasto cielo sombrío, alumbrado sólo
por las estrellas.
Cuando Kotuko, el perro, llegó a su completo desarrollo, también se
divirtió a su manera. Pelea tras pelea, bravamente logró ir ascendiendo en
categoría entre los perros del tiro, hasta que una tarde, por cuestión de
comida, luchó con el perrazo negro que dirigía a los demás (Kotuko, el
muchacho, cuidó de que aquello fuera una pelea limpia), y lo convirtió en
segundo, como dicen allí.
Así, pues, fue promovido a director y unido a la larga correa que lo
hacía correr a un metro y medio delante de los otros; desde entonces tuvo la
obligación de parar las peleas, ya llevando los arreos, o ya sin ellos, y usó
un collar de alambre de cobre, muy grueso y pesado. En ocasiones especiales se
le servían los alimentos cocidos y en el interior de la casa, y a veces se le
permitía dormir en el mismo banco de su amo Kotuko. Era un buen perro para
cazar focas, y podía acorralar a un buey almizclado corriendo en derredor de él
y mordiscándole las patas. Incluso era capaz -y esto es la mayor prueba de
bravura para un perro de trineo-, era capaz de desafiar al demacrado lobo del
Polo Ártico, al que generalmente temen todos los perros del Norte más que a
cualquiera otro ser de los que viven en las nieves. Él y su amo (pues no contaban
como compañía a la vulgar traílla) cazaron juntos día tras día y noche tras
noche, el muchacho envuelto en pieles, y el feroz animal con el pelo largo y
amarillo, pequeños los ojos, blancos los colmillos. Todo el trabajo de un ínuit
queda circunscrito a procurarse comida y pieles para él y su familia. Las
mujeres convierten en trajes las pieles; en ocasiones ayudan a poner trampas
para cobrar piezas de caza menor. Pero la base de la alimentación -y comen de
una manera enorme- deben proporcionársela los hombres.
Si faltan provisiones, no existe por allí nadie a quien comprar o pedir
prestado. No queda más sino morirse de hambre.
Un ínuit no piensa en esto sino hasta que se ve forzado a ello. Kadlu,
Kotuko, Amoraq y el pequeño que pataleaba dentro de la capucha de pieles de
esta última, y que durante todo el día mascaba trozos de grasa de ballena,
vivían juntos tan felices como cualquiera otra familia. Procedían de una raza
de carácter muy templado -un ínuit raras veces se altera y casi nunca le pega a
un niño-, que ignoraba realmente lo que era mentir y más aún lo que era robar.
Contentábase con arrancar a arponazos aquello con que se mantenían, del corazón
helado y sin esperanzas de la misma frialdad; con mostrar sus sonrisas oleosas;
con narrar extrañas fábulas de aparecidos y de hadas, durante las noches; con
comer hasta más no poder; con cantar, por último, la interminable canción de
sus mujeres: "Amna aya, aya amna, ¡ah! ¡ah!", durante todo el día a
la luz de la lámpara, en tanto que ellas cosían la ropa y los arreos para la
caza.
Pero hubo un terrible invierno en que todo pareció conjurarse contra
ellos. Regresaron los tununírmiut de su pesca anual del salmón y construyeron
sus casas sobre los primeros hielos al norte de la isla de Bylot, listos para
salir en persecución de las focas cuando el mar estuviera helado. Pero el otoño
fue prematuro y malísimo. Continuos vendavales hubo durante todo el mes de
septiembre, rompiendo la lisa superficie del hielo, caro a las focas, cuando su
espesor era apenas de un metro o metro y medio, lanzándolo hacia tierra y
amontonándolo, y formando una barrera de cinco leguas de ancho con
protuberancias, escabrosidades y carámbanos, que no permitían que por allí
pasaran los trineos. El borde del banco flotante de donde las focas salían para
hacer su presa en los peces durante el invierno, estaba quizás a otras cinco
leguas del lado de allá de la barrera y fuera del alcance de los tununírmiut.
Con todo, acaso hubieran podido pasar el invierno con su provisión de salmón helado
y de grasa en conserva, ayudándose con lo que les proporcionaban las trampas
que ponían; pero en diciembre, uno de sus cazadores tropezó con una tupik (una
tienda hecha de pieles) en donde halló casi muertas a tres mujeres y a una
niña, que habían venido en compañía de sus hombres desde lo más remoto del
Norte, y habían visto cómo ellos morían aplastados en sus botes de pieles,
pequeños y diseñados para la caza, mientras perseguían al narval, el del
larguísimo incisivo que parece cuerno. Kadlu, por supuesto, hubo de distribuir
a las mujeres entre las chozas de aquella aldea de invierno, porque un ínuit
jamás se niega a compartir su comida con un extranjero, ya que no sabe cuándo
le llegará a él el turno de tener que aceptarla. Amoraq se quedó con la niña,
que era de unos catorce años, en su casa, aceptándola como una especie de
criada. Por el corte de su puntiaguda capucha, y por los dibujos en forma de
diamante largo que tenían sus blancas polainas de piel de reno, la supusieron originaria
de la Tierra de Ellesmere. Jamás había visto botes de hojalata para cocinar, ni
conocía trineos como aquéllos en que se usa la madera para cortar el hielo;
pero Kotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro, le tenían mucho cariño.
Después, todas las zorras se fueron hacia el Sur, y hasta el volverena (Nota: wolverine, cuadrúpedo
carnívoro de America del Norte llamado también glotón), el gruñón y obtuso
ladronzuelo de las nieves, no se tomó la molestia de pasar por donde estaba la
hielera de trampas que Kotuko había armado. La tribu perdió un par de sus
mejores cazadores, que quedaron muy lastimados en una lucha con un buey
almizclado, y esto acumuló más trabajo sobre los restantes.
Kotuko salió día tras día con un trineo ligero y seis o siete perros de
los más fuertes mirando hasta que le dolían los ojos para ver si descubría una
extensión de hielo limpio y claro en que alguna foca podría haber abierto su
agujero para respirar. Kotuko el perro vagaba libremente por todos lados, y, en
medio de la mortal quietud de los campos de hielo, Kotuko, el muchacho, oía su
sordo y nervioso gemido sobre algún agujero situado a más de media legua de
distancia, tan claramente como si estuviera a su lado. Cuando el perro
encontraba uno de esos hoyos, se construía el muchacho un pequeño y bajo muro
de nieve para resguardarse algo del fuerte viento, y allí esperaba diez, doce,
veinte horas si era preciso hasta que la foca salía a respirar, los ojos del
cazador clavados en la pequeña señal que él había hecho sobre el agujero para
guiar la puntería cuando arrojara el arpón, y con una pequeña alfombra de piel
de foca bajo los pies, mientras tenía atadas las piernas con el tutareang (la
hebilla de que hablaban los antiguos cazadores). Ésta ayuda a evitar las
punzadas en las piernas del hombre que se pasa horas y horas a la espera de que
se asomen las focas de oído finísimo. Aunque este trabajo no exige esfuerzo,
fácilmente se comprende que permanecer sentado completamente inmóvil y metido
en la hebilla con el termómetro a cuarenta grados Fahrenheit quizás bajo cero,
es el trabajo más pesado que conoce un ínuit. Cuando se cogía una foca, Kotuko
el perro se lanzaba hacia adelante con la correa arrastrando detrás de él y
ayudaba a tirar del cuerpo hasta el trineo, donde los otros perros, cansados y
hambrientos, se tendían con aspecto sombrío para resguardarse del aire que
llegaba desde los pedazaos rotos del hielo.
Una foca no era comida para mucho tiempo, porque en la aldehuela cada
boca tenía el derecho a su porción, y no se desperdiciaban ni huesos, ni piel,
ni tendones. La carne destinada a los perros se empleaba en alimento humano, y
Amoraq los alimentaba con retazos viejos de las tiendas de pieles usadas en
verano y arrancados del banco usado para dormir, y los animales aullaban y
aullaban, se despertaban de noche y de nuevo aullaban, siempre hambrientos. Con
sólo ver las lámparas de esteatita en las chozas, se podía adivinar que el
hambre se acercaba. En las buenas estaciones, cuando había abundante grasa, la
luz de las lámparas en forma de bote tenían más de medio metro de alto, y se
elevaba alegre, untuosa y amarilla. Ahora apenas medía unas seis pulgadas pues
Amoraq bajaba cuidadosamente la mecha de musgo, cuando alguna llamarada se
elevaba más de lo debido por un momento, y los ojos de toda la familia seguían
atentamente esta operación. Lo horrible del hambre allá en aquellos grandes
fríos, no es tanto el morir, sino el morir en la oscuridad. Todo ínuit teme a
la oscuridad, que pesa sobre él sin cesar durante seis meses de cada año; y
cuando las lámparas están bajas en las casas, la inteligencia de las personas
empieza a estar turbia y confusa.
Pero peores cosas sucederían.
Los perros, mal alimentados, mordían con frecuencia y gruñían en los
corredores, lanzaban furiosas miradas a las frías estrellas y husmeaban hacia
el lado donde soplaba el viento, noche tras noche.
Cuando cesaban de aullar, descendía de nuevo el silencio, tan sólido y
pesado como una masa de nieve acumulada por la tormenta contra una puerta, y
los hombres oían entonces el latir de las venas en los delgados conductos de la
oreja y el batir de sus corazones, que resonaban como el ruido del tambor que
los hechiceros tocan sobre la nieve.
Una noche, Kotuko, el perro, que había estado de mal humor, cosa poco
frecuente, al llevar los arreos, saltó y apoyó la cabeza contra la rodilla de
Kotuko. este lo acarició, pero el perro continuaba empujando ciegamente hacia
adelante, zalamero. Entonces se despertó Kadlu, le cogió la pesada cabeza
parecida a la del lobo y le miró en los ojos vidriosos. El perro gimió y tembló
entre las rodillas de Kadlu. Se le erizó el pelo en torno del cuello, y gruñó
como si un forastero llamara a la puerta; luego ladró alegremente, se arrastró
por el suelo y mordió la bota a Kotuko, como si fuera un cachorro.
-¿Qué le sucede? -preguntó Kotuko, que empezaba a sentir miedo.
-La enfermedad -respondió Kadlu-: tiene la enfermedad de los perros.
Kotuko, el perro, levantó el hocico y aulló una y otra vez.
-Nunca había visto esto. ¿Qüé hará ahora? -preguntó.
Kadlu encogió un hombro y cruzó la choza y fue a buscar un arpón corto
y afilado. El enorme perro lo miró, aulló de nuevo y se deslizó por el corredor
hacia afuera mientras sus compañeros se retiraban a izquierda y derecha para
darle ancho paso. Al hallarse fuera, sobre la nieve, ladró furiosamente, como
si siguiera el rastro de algún buey almizclado, y, ladrando, saltando y
haciendo cabriolas, desapareció. Su enfermedad no era hidrofobia, sino
simplemente locura. El frío, el hambre, y sobre todo la oscuridad le habían
trastornado la cabeza; cuando esa terrible enfermedad de los perros aparece en
los que forman el tiro de un trineo, se propaga como el fuego. Al siguiente día
de caza enfermó otro perro y fue muerto de inmediato por Kotuko al ver que
mordía y forcejeaba entre los arreos. Luego, el perro negro que hacía de
segundo, y que en tiempos antiguos había sido el que dirigía, empezó de pronto
a ladrar como si siguiera la pista a un reno imaginario, y cuando lo soltaron
del pitu, se lanzó contra un gran montón de hielo, y huyó como lo había hecho
el que dirigía el tiro, con los arreos colgando. Después de esto, nadie quiso
ya sacar a los perros. Los necesitaban para algo más, y ellos lo sabían; y por
esto, aunque estaban atados y tomaban los alimentos de la mano de sus dueños,
sus ojos revelaban desesperación y miedo. Y
para que todo fuera peor, empezaron las viejas a contar cuentos de
fantasmas y a decir que habían visto los espíritus de los cazadores muertos,
desaparecidos aquel otoño, los cuales habían profetizado horribles sucesos.
Kotuko sintió más que nada la pérdida de su perro, porque aunque un
ínuit come enormemente, sabe también ayunar. Pero la oscuridad, el hambre, el
frío y las intemperies, lo hicieron empezar a oír voces dentro de su cerebro y
a ver gente que no existía, que estaba fuera del alcance de sus miradas. Una
noche (acababa de quitarse la hebilla tras diez horas de espera cabe uno de los
agujeros de focas llamados ciegos, y se encaminaba a la aldea sintiéndose débil
y desvanecido casi), hizo un alto para apoyarse de espaldas contra una peña que
daba la casualidad de estar sostenida, como las rocas que se balancean, sobre
un solo punto saliente del hielo. Su peso, al apoyarse, destruyó el equilibrio
de la peña, y ésta rodó pesadamente, y mientras Kotuko saltaba a un lado para
evitarla, resbaló aquélla en dirección hacia él chirriando y silbando por el
hielo que tenía forma de talud.
Esto fue suficiente para Kotuko. Había sido educado en la creencia de
que cada roca y cada peña tienen su dueño (su
inua), que era generalmente algo parecido a una mujer con un solo ojo, que
recibía el nombre de tornaq, y que, cuando una tornaq quería ayudar a un
hombre, rodaba tras él dentro de su pétrea casa y le preguntaba si quería
tomarla como su espíritu protector. (En el verano, durante los deshielos, las
rocas y las peñas que el hielo sostiene, ruedan y resbalan por toda la
superficie del terreno: así, no es difícil comprender cómo nació la idea de las
piedras que viven.) Kotuko sintió que la sangre le latía en las orejas, cosa
que había sentido durante todo el día, y creyó que esto era la tornaq de la
piedra, que le hablaba. Antes de llegar a su casa, ya estaba convencido de que
había tenido con aquélla una larga conversación, y como toda su gente creía que
esto era muy posible, nadie lo contradijo.
-Me dijo: "Me lanzo, me lanzo desde el lugar que ocupo en la
nieve" -repetía Kotuko con los ojos hundidos e inclinándose hacia adelante
en la mal alumbrada choza-. Dijo: "Seré tu guía; te guiaré a los mejores
agujeros de focas." Mañana salgo de caza, y la tornaq me guiará.
Luego vino el angekok, el hechicero de la aldea, y Kotuko se lo refirió
todo por segunda vez. No perdió ni una tilde al ser repetido.
-Sigue a los tornait (los espíritus de las piedras), y ellos nos darán
de nuevo comida -dijo el angekok.
Ahora bien: la muchacha procedente del Norte había estado echada cerca
de la lámpara durante días enteros, comiendo poco y hablando menos; pero cuando
Amoraq y Kadlu, a la siguiente mañana, empezaron a cargar y a atar un pequeño
trineo de mano para Kotuko, y lo cargaron con todos los útiles de caza y con
cuanta grasa y carne de foca helada fue posible, ella cogió la cuerda con que se
arrastraba el vehículo y se colocó valientemente al lado del muchacho.
-Vuestra casa es la mía -dijo mientras el trineo chirriaba y saltaba
tras ellos en la terrible noche ártica.
-Mi casa es tu casa -respondió Kotuko-; pero creo que ahora nos
dirigiremos ambos a Sedna.
Ahora bien, Sedna es la señora del mundo inferior, y todo ínuit cree
que toda persona que muere debe pasar un año en el horrible país de aquélla
antes de ir a Quadliparmiut, el "lugar de la felicidad", en donde
nunca hiela y donde gordos renos se acercan a uno en cuanto se les llama.
Allá en la aldea la gente gritaba:
-Los tornait han hablado a Kotuko. Enseñaránle el hielo libre...
Regresará trayéndonos focas...
Pronto sus voces se perdieron en la fría y vacía oscuridad, y Kotuko y
la niña se acercaban, hombro con hombro, al tirar de la cuerda o al empujar el
trineo por el hielo en dirección al Mar Polar.
Kotuko insistía en que la tornaq de piedra le había dicho que fuera
hacia el Norte, y hacia el Norte se dirigieron bajo la constelación de Tuktuqdjung,
el Reno, o sea, la que nosotros llamamos Osa Mayor.
Ningún europeo hubiera sido capaz de caminar más de media legua cada
día sobre pequeños trozos de hielo y sobre aristas afiladas; pero aquella
pareja conocía con toda exactitud el movimiento de la muñeca que obliga a un
trineo a dar vuelta en torno de una aglomeración de hielo; y el exacto y
repentino tirón que lo levanta casi sobre una quebradura de la superficie; la
cantidad de esfuerzo con que, con pocos y mesurados arponazos, se abre un camino
cuando toda esperanza de hallar uno parece ya perdida.
La muchacha no solo callaba, sino que agachaba la cabeza, y la orla de
piel de volverena que adornaba su capucha de armiño, le caía sobre su cara
ancha y oscura. El cielo, sobre sus cabezas, era de un negro intenso de
terciopelo, y se tornaba, en el horizonte, en tiras de color rojo, y las
grandes estrellas brillaban como si fueran faroles. Por las profundidades del
alto cielo se deslizaba de cuando en cuando una oleada de luz verdosa de la
aurora boreal, ondeaba como una bandera y luego desaparecía; o bien estallaba
algún meteoro, hundiéndose de tiniebla en tiniebla y apareciendo detrás de él
una lluvia de chispas. Entonces podían ver la ondulada superficie de los
flotantes hielos del mar con ribetes y adornos de raros colores: rojos,
cobrizos y azulados; pero a la luz ordinaria de las estrellas todo se veía de
un color gris mortecino. Los hielos flotantes, como recordaréis, habían sido
sacudidos y aglomerados por los vientos de otoño, por lo que parecía que había
pasado por allí un temblor de tierra, habiéndose helado después todo.
Podían verse canales, barrancos y agujeros, semejantes a cascajares
abiertos en el hielo; pedazos de éste que habían permanecido en la primitiva
superficie total; otros negros, parecidos a pústulas, que habían sido arrojados
bajo los hielos flotantes por algún vendaval y vueltos después a levantar;
piñas de hielo redondeadas; crestas como dientes de sierra, que la nieve, que
va volando delante del viento, había hecho; y verdaderos pozos de pareies
hundidas en los cuales, en una extensión de por lo menos una hectárea o
hectárea y media, el nivel del suelo era mucho más bajo que en el resto del
terreno. Desde cierta distancia hubiéranse podido tomar por focas o morsas los
pedazos de hielo, o por trineos puestos boca abajo, o por hombres en expedición
de caza, o incluso por el mismísimo gran fantasma blanco del oso de diez patas;
pero, a pesar de todas esas formas fantásticas, que parecían a punto de cobrar
vida, no se escuchaba ningún ruido, ni siquiera el más pequeño eco de algún
rumor. Y al través de ese silencio y esa soledad, donde repentinas luces se
encendían y se apagaban nuevamente, el trineo y quienes lo empujaban se
arrastraban como visiones de pesadilla, una pesadilla sobre el fin del mundo,
en el fin del mundo.
Cuando se sentían cansados, Kotuko construía lo que los cazadores
llaman "media casa", una pequenisima choza de nieve, en la cual se
metían muy apretados uno contra el otro, con la lámpara de viaje, y trataban de
deshelar la carne de foca que llevaban. Una vez que habían dormido, empezaba la
marcha de nuevo, unas siete leguas diarias y no acercarse al Norte más que dos
leguas y media. La muchacha iba siempre silenciosa, pero Kotuko hablaba para sí
mismo algunas veces y rompía a cantar canciones que había aprendido en la casa
del canto (canciones sobre el verano, sobre los renos y el salmón), todas ellas
horriblemente fuera de lugar en aquella estación. Decía que había oído a la
tornaq hablándole de mal humor, y corría furioso contra un montón de hielo,
retorciéndose los brazos y hablando a gritos y en tono amenazador. A decir
verdad, Kotuko estaba casi loco en aquel tiempo; pero la muchacha estaba segura
de que su espíritu guardián lo había estado guiando y que todo terminaría bien.
Por tanto, no se sorprendió cuando al final de la cuarta jornada, Kotuko, cuyos
ojos brillaban como bolas de fuego, le dijo que su tornaq los seguía al través
de la nieve bajo la forma de un perro de dos cabezas. La muchacha miró hacia
donde señalaba Kotuko, y le pareció que algo se deslizaba hacia un barranco. No
era ciertamente una cosa humana, pero todo el mundo sabe que el tornait
prefiere aparecerse en la de un oso o de una foca o de otros animales.
Podía ser también el mismo fantasma blanco del oso de las diez patas, o
cualquiera otra cosa, porque Kotuko y la muchacha estaban tan hambrientos que
ya no podían tener fe en lo que creían ver. Nada habían logrado cazar con trampas,
y no habían visto ningún rastro de caza desde que salieron de la aldea; su
comida apenas si les duraría una semana más, y una nueva borrasca se les venía
encima. Una tempestad polar puede durar diez días sin interrupción, y es segura
la muerte en este tiempo para quien esté fuera de su casa. Kotuko construyó una
casa de nieve de tamaño suficiente para contener el trineo de mano (nunca debe
uno separarse de su comida), y mientras le daba forma al último bloque
irregular que forma la clave de la bóveda, vio algo que lo estaba mirando desde
un montón de hielo, a unos ochocientos metros de distancia. El aire era
brumoso, y aquella cosa parecía tener unos cuarenta pies de largo por diez de
alto y además una cola de veinte pies de largo, y una forma de contornos
indefinidos, temblorosos. La muchacha vio aquello también, pero en vez de
gritar aterrorizada, dijo calmadamente:
-Eso es Quíquern. ¿Que ocurrirá luego?
-Me hablará -respondió Kotuko.
El cuchillo con que cortaba el hielo tembló en su mano mientras hablaba,
porque, por mucho que un hombre crea tener amistad con feos y raros espíritus,
pocas veces quiere que sus palabras parezcan resultar verdad. Quíquern es,
también, el fantasma de un perro gigantesco, sin dientes ni pelo, que se supone
vive en el lejano Norte, y que vaga por aquel país inmediatamente antes de que
algo acontezca. Y éstas pueden ser cosas agradables o desagradables; pero ni a
los hechiceros les gusta hablar de Quíquern. Él es el que enloquece a los
perros. Como el oso fantasma, tiene muchas patas (seis u ocho pares), y aquella
cosa fantástica que se movía en la neblina, tenía más patas de las que necesita
cualquier perro vivo. Kotuko y la muchacha se refugiaron rápidamente en la choza
apretándose el uno contra el otro. Por supuesto, si Quíquern los hubiera
necesitado, hubiera hecho que el techo se hundiera sobre sus cabezas; pero era
para ellos un consuelo saber que entre ellos y la malvada oscuridad se
interponía un muro de nieve de un palmo y medio de grueso.
La tempestad estalló con el ruido estridente del viento, parecido al de
un tren, y durante tres días y tres noches continuó sin variar ni un momento,
sin atenuarse ni durante un minuto. La pareja mantenía la lámpara encendida,
sostenida en sus rodillas, y masticaba tibios pedacitos de carne de foca,
mirando cómo se acumulaba el negro hollín en el techo durante setenta y dos
largas horas.
La muchacha hizo el recuento de la comida que tenían todavía en el
trineo: no había sino para dos días más. Kotuko examinó las puntas de hierro y
las ataduras de su arpón, hechas de tendones de reno, y las de su lanza
especial para focas, y las de su dardo para cazar pájaros. No había otra cosa
que hacer.
-Pronto iremos a Sedna... muy pronto -murmuró la muchacha-. En tres
días más, no nos quedará sino echarnos... y partir. ¿No hará nada por nosotros
tu tornaq? Cántale una canción de angekok para hacerla venir.
Empezó el muchacho a cantar en el tono alto de aullido de las canciones
mágicas, y la tormenta empezó a ceder despacio; a la mitad de la canción la
muchacha se estremeció, y luego colocó, primero su mano cubierta con el mitón y
luego la cabeza, sobre el hielo que formaba el piso de la choza. Kotuko siguió
su ejemplo, y ambos se arrodillaron, mirándose a los ojos y escuchando
tensamente. Arrancó él una delgada tira de ballena de un lazo para cazar
pájaros, que tenía en el trineo, y, enderezándola, la puso en un agujerito que
hizo en el hielo, afirmándola con su mitón.
Quedó casi tan delicadamente ajustada como la aguja de una brújula, y
entonces, en vez de escuchar, miraron atentamente. La delgada varilla tembló un
poco, de una manera casi imperceptible; después vibró más firmemente durante
algunos segundos... se detuvo... y vibró de nuevo señalando en esta ocasión
hacia otro punto de aquella especie de brújula.
-¡Demasiado pronto! -dijo Kotuko-. Una gran porción de hielo flotante
se ha resquebrajado, lejos, allá afuera.
La muchacha señaló la varilla y sacudió la cabeza.
-Se quiebra todo -dijo-. Escucha el ruido en el suelo. Suenan golpes.
Al arrodillarse en esta ocasión, escucharon los más curiosos y sordos
rumores, como un golpetear que resonara bajo sus pies. Algunas veces parecía
que algún cachorrillo chillaba colocado sobre la luz de la lámpara; otras, que
alguien quebrantaba una piedra sobre el duro hielo; y otras, que tocaban en un
tambor tapado con algo. Y todo esto sonaba en tonos muy prolongados y
disminuidos, como si vibraran, pasando al través de un pequeño cuerno, durante
una larga y fatigosa distancia.
-No iremos a Sedna echados dijo Kotuko-. Es el gran deshielo. La tornaq
nos ha engañado. Moriremos.
Todo esto puede parecer muy absurdo, pero ambos se encaraban a un
peligro muy real. Los tres días de viento habían barrido hacia el Sur el agua
de la bahía de Baffin, amontonándola contra el extremo de la gran extensión de
hielo que iba desde la isla Bylot hacia el Oeste. Además, la fuerte corriente
que va hacia el Este desde el estrecho de Lancáster llevaba durante algunas
millas lo que llaman hielo en pacas (hielo tosco y áspero que aún no se ha
convertido en superficie llana), y estas pacas caían como bombas sobre la masa
de hielos flotantes, al mismo tiempo que el flujo y el reflujo del tormentoso
mar la minaba y la hacía cada vez más débil, Lo que Kotuko y la muchacha habían
oído, eran los débiles ecos de aquella lucha que ocurría a ocho o diez leguas
de distancia, y la reveladora varilla vibraba al choque del continuo batallar.
Ahora bien, como dicen los ínuit, cuando el hielo se despierta de su
largo sueño de invierno, no puede saberse lo que ocurrirá, porque, aunque
sólido, cambia de forma casi tan rápidamente como una nube. El vendaval era,
sin duda, un vendaval de primavera que había venido fuera de tiempo, y
cualquier cosa era posible.
Sin embargo, la pareja ss sentía algo más animada que antes. Si el
hielo se hundiera, ya no habría más esperar ni más sufrimiento. Los espíritus,
los duendes y los demás habitantes del mundo de los encantamientos, andaban
sueltos por el movedizo conjunto, y podría ocurrirles entrar en el mundo de
Sedna junto con toda clase de seres extraordinarios llenos aún de loca
exaltación.
Cuando abandonaron la choza después de la tormenta, el ruido en el
horizonte crecía más y más, y la dura masa de hielo gemía y zumbaba en derredor
de ellos.
-Todavía está esperando -dijo Kotuko.
En la cima de un gran montón de hielo estaba sentada o acurrucada
aquella cosa de ocho patas que habían visto tres días antes... y aullaba
horriblemente.
-Sigámoslo -dijo la muchacha-. Quizá conozca algún camino que nos
conduzca a Sedna.
Pero sintió que desfallecía cuando cogió la cuerda del trineo.
La "cosa" se movía despacio y torpemente por encima de los
picos de hielo, dirigiéndose siempre al Oeste y hacia tierra, y ellos siguieron
también el mismo camino, en tanto que se acercaba cada vez más el ruido
atronador que se oía en el borde de la gran masa de hielo flotante allá en el
mar. La masa de hielo estaba ya rajada en todos sentidos en el espacio de una
legua en dirección a la tierra, y capas de tres metros de grueso, que ora
medían unos pocos metros cuadrados, o bien unas ocho hectáreas, saltaban, se
hundían y chocaban unas contra otras; o, con la porción de la masa total que
aún no estaba rota, al ser cogidas y sacudidas por el oleaje revuelto que se
agitaba entre ellas. Este ariete de hielo era, por decirlo así, la avanzada del
ejército que el mar lanzaba contra sus mismos hielos flotantes. El incesante
quebrarse y chocar de los pedazos ahogaba casi el chillido de la especie de
láminas arrojadas enteras bajo la gran masa, como baraja que se esconde a toda
prisa bajo el tapete de la mesa. Donde el agua era poco profunda, estas láminas
se amontonaban las unas sobre las otras hasta que las inferiores tocaban el
fango a quince metros de profundidad, y el mar descolorido hacía de dique tras
el sucio hielo hasta que la presión creciente arrojaba todo de nuevo hacia
adelante. Además de los hielos flotantes y de las pacas de hielo, el vendaval y las corrientes hacían descender
verdaderos aludes, especie de montañas movibles arrancadas de las costas de
Groenlandia o de la playa septentrional de la bahía de Melville.
Llegaban pesadas y solemnes, rompiéndose las olas en blanca espuma en
torno suyo, y avanzaban en dirección a la gran masa como una antigua flota que
navegase a toda vela. Tal o cual alud que parecía presto para llevarse por
delante al mundo entero, fondeaba como sin fuerzas en el agua profunda,
empezaba a dar vueltas, y terminaba revolcándose en la espuma y en el fango,
envuelto en nubes de voladoras y heladas chispas, en tanto que otro mucho menor
y más bajo rajaba la aplastada masa y se metía en ella, arrojando a los lados
toneladas de hielo y abriendo una vía de más de ochocientos metros antes de que
se detuviera. Caían unas como espadas, que cortaban canales de sinuosos bordes;
otros se rompían en una lluvia de pedazos que pesaban docenas de toneladas cada
uno y se arremolinaban estruendosamente. Otros, por último, se elevaban enteros
fuera del agua, y al juntarse se retorcían como atormentados por el sufrimiento
y caían pesadamente sobre uno de sus lados, mientras el mar pasaba sobre ellos.
Toda esta labor de prensar, amontonar, doblar y retorcer el hielo en todas las
formas posibles, se verificaba a tanta distancia como la vista podía alcanzar a
lo largo de la línea septentrional de la masa flotante.
Desde donde se hallaban Kotuko y la muchacha, aquella confusión no
parecía sino un movimiento de ondulación y de arrastre que ocurría allá en el
horizonte; pero a cada momento se acercaba a ellos, y podían oír allá lejos,
hacia el lado de la tierra, como un fuerte bramido comparable a estruendo de
artillería que resonaba al través de la niebla. Esto indicaba que la gran mole
de hielo flotante que había sobre el mar era empujada contra los férreos
acantilados de la costa de la isla de Bylot, la tierra que se hallaba hacia el
Sur, a sus espaldas.
-Esto no se ha visto nunca -dijo Kotuko mirando con aire estupefacto.
No es la época en que ocurre. ¿Cómo es que el hielo se quiebra ahora?
-Sigue aquello -gritó la muchacha señalando a la fantástica aparición
que, medio cojeando y medio corriendo se alejaba locamente de ellos. La
siguieron, tirando con toda su fuerza del trineo, oyendo cada vez más cerca el
ruidoso avance del hielo. Se rajaron finalmente los llanos que se extendían en
torno suyo en todas direcciones, y las hendeduras se abrían con chasquidos
semejantes al castañeteo de los dientes del lobo. Pero en donde se apoyaba la
cosa fantástica, una especie de baluarte de unos quince metros de altura, no se
notaba ningún movimiento. Kotuko saltó hacia adelante impetuosamente, llevando
tras sí a su compañera y subió hasta el pie del baluarte. La voz del hielo
crecía y crecía en torno suyo, pero aquella fortaleza permanecía firme, y, como
la muchacha mirara a su compañero, éste levantó el codo derecho apartándolo al
mismo tiempo del cuerpo, haciendo la señal que usa el ínuit para indicar que ha
visto tierra y que ésta tiene forma de isla. Y ciertamente a tierra los había
llevado aquella fantástica aparición de ocho patas que andaba cojeando: hacia
un islote de base granítica y de arenosa playa, cubierto, enfundado y como enmascarado
por el hielo, hasta tal punto, que no había hombre capaz de distinguirlo entre
la helada y enorme mole que flotaba sobre el mar; pero por debajo era tierra
sólida y no hielo movible. Cuando se rompían y rebotaban los pedazos flotantes
al chocar con el islote, marcaba las orillas de éste, y arrancaba de él un
protector banco de arena en dirección al Norte, desviando así la acometida de
los más pesados bloques de hielo, ni más ni menos que como la reja de arado
aparta los trozos de marga. Existía el peligro, por supuesto, de que alguna
gran extensión de hielo, por alguna tremenda presión, remontara la playa e
hiciera desaparecer completamente la parte alta del islote; pero tal idea no
les preocupó ni a Kotuko ni a la muchacha mientras construían su casa de nieve
y empezaban a comer, oyendo cómo las moles congeladas golpeaban en la playa y
rodaban por ella. La cosa fantástica había desaparecido, y Kotuko hablaba
excitado de su poder sobre los espíritus en tanto que se acurrucaba junto a la
lámpara. En medio de sus insensatas afirmaciones, la muchacha empezó a reír
balanceando el cuerpo hacia adelante y hacia atrás.
A sus espaldas, avanzando cautelosamente dentro de la choza, se veían
dos cabezas, una amarilla y la otra negra, que pertenecían a los dos más avergonzados
y tristes perros que jamás se hayan visto. Uno era Kotuko, el perro, y el otro,
el que había dirigido el trineo. Ambos estaban ahora gordos, de buen aspecto, y
completamente curados de su locura; pero iban unidos el uno al otro de la
manera más extraña. Recordaréis que cuando huyó el perro negro, llevaba
colgando los arreos. Debió encontrarse con Kotuko, el perro, y jugar o pelear
con él, porque el lazo que le pasaba por las espaldillas se enganchó en los
alambres de cuero retorcido que llevaba Kotuko en su collar, y se habían
enredado de tal modo y tan fuertemente, que ninguno de los dos pudo coger la
correa con los dientes para separarla, siendo así cada uno atraído por su
vecino. Esto, junto con la libertad de cazar por su cuenta, les ayudó a curarse
de su locura. Estaban ya en su sano juicio.
La muchacha empujó a los avergonzados animales hacia Kotuko, y muerta
de risa, gritó:
-Aquí tienes a Quíquern, que nos llevó a tierra firme. Mira las ocho
patas y las dos cabezas.
Kotuko los dejó en libertad, cortando la correa, y ambos se echaron en
sus brazos, ambos al mismo tiempo, tratando de explicarle cómo habían recobrado
la razón. Kotuko palpó los costados de los animales y vio que los tenían bien
llenos y el pelo reluciente.
-Encontraron comida -dijo, sonriendo-. Cneo que siempre no iremos a
Sedna tan pronto. Mi tornaq los envió. Se han curado de su enfermedad.
En cuanto hubieron acariciado a Kotuko, los dos animales, que se habían
visto obligados a dormir y comer y cazar juntos durante las últimas semanas, se
lanzaron el uno contra el otro, y hubo una gran batalla en la casa de nieve.
-Los perros no se pelean cuando tienen hambre -dijo Kotuko-.
Encontraron alguna foca. Durmamos ahora. Encontraremos comida.
Cuando despertaron, el agua del mar había quedado ya libre en la playa
septentrional del islote, y todo el hielo suelto había sido lanzado hacia la
tierra. Para un ínuit siempre son encantadores los primeros rumores de la marea
alta, ya que le advierten que se acerca la primavera. Kotuko y la muchacha se
tomaron de las manos y sonrieron, porque el ruido claro y fuerte que producía
el mar entre el hielo les recordaba el tiempo de la pesca del salmón, de la
caza del reno, y el olor de los sauces rastreros cuando están en flor. Mientras
miraban, el mar empezó a espesarse, casi congelado, entre los flotantes
témpanos del hielo: tan intenso era el frío. Pero en el horizonte veíase una
ancha y roja claridad que era la luz del hundido sol. Era aquello como un
bostezo en mitad del sueño, más que un verdadero despertar para levantarse, y
sólo duró unos minutos la claridad, pero, con todo, marcaba la mejor estación
del año. Nada, pensaron, podía cambiar ese curso de las cosas.
Kotuko encontró a los perros peleándose sobre el cuerpo de una foca
recién muerta, la cual había seguido a los peces que una tormenta hace siempre
cambiar de lugar. Fue la primera de unas veinte o treinta que llegaron a la
isla en el transcurso del día, y hasta que el mar se heló fuertemente fueron
por centenares las vivas cabezas negras que se vieron, disfrutando del agua
libre, poco profunda, y flotando entre los témpanos de hielo.
Era un gusto poder comer de nuevo hígado de foca; llenar las lámparas
de grasa sin miedo de que escaseara, y ver cómo la llama se elevaba a un metro
de altura; pero tan pronto como apareció el hielo nuevo en el mar, Kotuko y su
compañera cargaron el trineo de mano e hicieron tirar de él a los dos perros
como nunca en la vida habían tirado, porque temían lo que hubiera podido
ocurrir en la aldea. El tiempo seguía tan implacable como de costumbre, pero es
mucho más fácil arrastrar un trineo cargado de víveres que cazar muriéndose de
hambre. Dejaron los cuerpos de veinticinco focas enterrados en el hielo de la
playa y listos para ser aprovechados, y luego se apresuraron a regresar con los
suyos. Los perros les enseñaron el camino tan pronto como comprendieron lo que
Kotuko deseaba que hicieran, y, aunque no había ninguna señal de la ruta que
debían seguir, en dos días se hallaban ya dando voces en la misma entrada de la
casa de Kadlu. Sólo tres perros les contestaron; los otros habían sido comidos
y las casas estaban sumidas en la oscuridad. Pero cuando Kotuko gritó:
"¡Ojo!" (que quiere decir "carne hervida"), le respondieron
unas cuantas voces débiles, y cuando llamó a los habitantes de la aldea por sus
nombres y con voz muy clara, no hubo nadie que faltase.
Una hora después brillaban las lámparas en casa de Kadlu; el agua de
nieve derretida se calentaba al fuego; hervían los botes de hojalata, y el
hielo goteaba desde el techo, en tanto que Amoraq cocinaba comida para toda la
aldea. El chiquitín, metido en su capucha de pieles, mascaba un pedazo de grasa
que tenía sabor de nueces, y los cazadores se atiborraban metódica y
pausadamente de carne de foca. Kotuko y la muchacha narraron sus aventuras. Los
dos perros se sentaron entre ellos, y cada vez que oían pronunciar su nombre en
el relato, paraban una oreja y parecían tan avergonzados de sí mismos cuanto
pensarse pueda. El perro que haya enloquecido una vez y que luego se haya
curado, dicen los ínuit, queda curado para siempre.
-Así pues, la tornaq no se olvidó de nosotros -dijo Kotuko-. Sopló la
tempestad, se rompió el hielo y las focas llegaron tras los peces asustados por
el temporal. Ahora los nuevos agujeros que las focas han hecho, están de aquí a
dos días de distancia. Que los buenos cazadores vayan mañana y traigan las
focas que he matado: veinticinco, y están enterradas en el hielo. Cuando las
hayamos comido, iremos todos a cazar a las otras.
-Y ustedes, ¿qué harán ahora? -preguntó el hechicero a Kadlu, en el
tono que usaba para hablar con él, porque era el más rico de los tununírmiut.
Kadlu miró a la muchacha, a la hija del Norte, y dijo calmosamente:
-Nosotros vamos a construir una casa.
Y señaló hacia el noroeste de la casa de Kadlu, porque en ese lado es
donde suelen vivir el hijo o la hija casados.
La muchacha levantó sus brazos con las palmas de las manos vueltas
hacia arriba, y sacudió la cabeza, incrédulamente. Era una extranjera, dijo, a
la que habían recogido hambrienta y nada podía traer a la casa como dote.
Saltó Amoraq del banco en que estaba sentada y empezó a arrojar cosas
en la falda de la muchacha: lámparas de piedra, raederas de hierro para las
pieles, cafeteras de hojalata, pieles de reno con bordados hechos de dientes de
buey almizclado y verdaderas agujas capoteras de las que usan los marineros
para coser las velas... la mejor dote que jamás había sido dada en los confines
del Círculo Polar Ártico, y, al recibirlo, la muchacha del Norte inclinaba la
cabeza hasta el suelo.
-¡También esto! -dijo Kotuko riendo y señalando a los perros que
acercaron sus fríos hocicos a la cara de la joven.
-¡Ah! -exclamó el angekok, tosiendo con aire importante, como si todo
aquello lo hubiera él ya previsto. - En cuanto Kotuko abandonó la aldea, me fui
a la Casa del Canto y entoné canciones mágicas. Canté durante muchas noches e
invoqué al espíritu del reno. Mis cantos hicieron que soplara el vendaval que
quebró el hielo y llevó los perros a donde se hallaba Kotuko cuando por poco
muere aplastado. Mis canciones hicieron que la foca siguiera detrás del roto
hielo. Mi cuerpo permanecía inmóvil en el quaggi, pero mi espíritu vagaba lejos
de él y guiaba a Kotuko y a los perros en todo cuanto se hizo. Yo lo hice todo.
Todos los que se hallaban presentes estaban hartos de comida y
soñolientos; así pues, nadie se tomó el trabajo de contradecir tales afirmaciones,
y el angekok, en virtud de su oficio, se sirvió aun otro pedazo de carne
hervida y se acostó después con los demás en la tibia y bien iluminada casa que
olía a aceite.
Ahora bien, Kotuko, que dibujaba muy bien al estilo ínuit, grabó
ciertos cuadros de todas sus aventuras en un largo pedazo de marfil en forma de
plancha y con un agujero en uno de sus extremos. Cuando él y la muchacha fueron
hacia el Norte, a la Tierra de Ellesmere en el año del llamado "invierno
maravilioso" dejó aquella historia grabada a Kadlu, quien perdió la
tablilla entre los guijarros un verano en que se le rompió el trineo, en la
orilla del lago Netilling, en Nikosíring, hallándola allí a la primavera
siguiente uno de los habitantes del país, el cual se lo vendió, en Imigen, a un
hombre que era intérprete de un ballenero del estrecho de Cúmberland, y éste, a
su vez, se lo vendió a Hans Olsen, que posteriormente fue contramaestre de un
vapor que llevaba viajeros al cabo norte de Noruega. Cuando terminó la estación
turística para estos viajes, el vapor hizo travesías entre Londres y Australia,
haciendo escala en Ceilán; allí vendió Olsen la plancha de marfil a un joyero
cingalés por dos zafiros falsos. Por último, yo la encontré bajo un montón de
cosas inútiles en una casa de Colombo, y la descifré del principio al fin.
ANGUTIVAUN TAINA
(Esta es una traducción muy libre de la "Canción del Cazador que
Regresa", como los hombres la cantaban después de cazar focas. El ínuit repite
siempre una y mil veces lo mismo.)
Endurecidos por la sangre helada
nuestros guantes están, y por la nieve
que en montones se junta sobre el suelo
nuestros trajes de pieles.
Regresamos de cazar focas... focas
que vivir suelen en los bancos de hielo.
¡Au jana! ¡Oha! ¡Aua! ¡Haq! Veloces
los tiros de perros pasan,
y al chasquido de látigos, los perros,
ladrando al hogar vuelven.
De cazar focas regresamos... focas
que en los bancos de hielo vivir suelen.
La seguimos hasta su escondite secreto
paso a paso,
y al oír como escarban bajo tierra;
tendidos en la nieve las acechamos
Le arrojamos la lanza cuando a respirar sale,
se la arrojamos así... y así.
hiriéndola de tal manera, matándola
de tal suerte allá en los bancos de hielo.
Pegajosos están nuestros guantes de sangre helada,
pesan nuestros párpados con la nieve;
pero a la esposa y al hogar
volvemos, de allá, de los bancos de hielo.
¡Au jana! ¡Aua! ¡Oha! ¡Haq!
Los cargados trineos parecen volar;
las mujeres oyen cómo vuelven sus hombres
de allá, desde lejos, de los bancos de hielo.
Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento X - Rudyard Kipling"
No hay comentarios:
Publicar un comentario