El "Ankus" del Rey
Ankus: aguijada, aijada
Jacala: cocodrilo
Thuu: tocón podrido
Cuatro insaciables cosas tiene el mundo,
la boca de Jacala es lo primero
el buche del milano, lo segundo,
las manos de los monos, lo tercero
y, como nunca logra verse harto,
el ojo humano siempre fue lo cuarto.
Adagio de la selva
Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peña había mudado su piel quizás
por ducentésima vez desde su nacimiento, y Mowgli, que nunca olvidó que le
debía la vida a Kaa por aquella noche en que ella trabajó tanto en las moradas
frías -como acaso recordarán ustedes-, fue a felicitarla. La muda de la piel
siempre hace que una serpiente se sienta irritable y deprimida, lo que dura
hasta que la piel nueva empieza a mostrarse hermosa y brillante. Ya no volvió
Kaa a burlarse de Mowgli, sino que lo aceptó, como lo hacían los demás pueblos
de la selva, como amo y señor de ésta, y le traía cuantas noticias podía
naturalmente escuchar una serpiente pitón de su tamaño. Lo que Kaa no sabía
acerca de la selva media, como la llamaban -la vida que se desliza por encima o
por debajo de la tierra entre piedras, madrigueras y troncos de árbol-, podría
ser escrito en la más pequeña de sus escamas.
Aquella tarde Mowgli estaba sentado en el círculo que formaban los
grandes repliegues del cuerpo de Kaa, manoseando la escamosa y rota piel vieja
que estaba entre las rocas formando eses y enroscada, tal como Kaa la había
dejado. Kaa, con mucha cortesía, se había hecho un ovillo bajo los anchos y
desnudos hombros de Mowgli, de tal manera que el muchacho descansara en un
sillón viviente.
-Es perfecta hasta las escamas de los ojos -dijo Mowgli entre dientes,
jugando con la piel vieja-.
¡Qué extraño es ver uno mismo, a sus pies, la cubierta de su propia
cabeza!
-Sí, pero yo no tengo pies -respondió Kaa-; y como es esta la costumbre
de toda mi gente, no lo encuentro extraño. ¿No se te vuelve la piel vieja y
áspera?
-Entonces, voy y me lavo, Cabeza Chata; pero es cierto: en los grandes
calores he deseado poder mudar la piel sin dolor, y correr luego sin ella.
-Pues yo me lavo y además me quito la piel. ¿Qué te parece mi abrigo
nuevo?
Mowgli pasó su mano sobre la labor diagonal de taracea de aquel inmenso
dorso.
-La tortuga tiene la espalda más dura, pero es de colores menos alegres
-dijo sentenciosamente-; la rana, mi tocaya, los tiene más alegres, pero no es
tan dura. Su aspecto es muy hermoso.., como las manchas que hay en el interior
de los lirios.
-Necesita agua. Una nueva piel nunca adquiere su verdadero color antes
del primer baño. Vamos a bañarnos.
-Yo te llevaré -dijo Mowgli; se agachó, riendo, para levantar por el
centro el enorme cuerpo, precisamente por donde era más grueso. Un hombre
hubiera podido de igual manera intentar levantar un largo y ancho tubo de los
drenajes; Kaa permaneció tendida muy quieta, soplando tranquilamente, muy
regocijada. Empezó entonces el acostumbrado juego de todas las tardes (el
muchacho con todo su vigor que era mucho, y la serpiente pitón con su magnífica
piel nueva, uno frente al otro para luchar).., juego para ejercitar tanto el
ojo como las fuerzas. Por supuesto, Kaa hubiera podido pulverizar a una docena
de Mowglis si hubiese querido; pero jugaba con mucho cuidado y nunca empleaba
ni la décima parte de su fuerza. En cuanto a Mowgli, tenía suficiente para
resistir la rudeza de aquel juego. Kaa se lo había enseñado, y con ello ganaron
sus miembros en elasticidad mejor que con cualquier otra cosa.
Algunas veces, Mowgli permanecía de pie, envuelto casi hasta el cuello
por los movedizos anillos de Kaa, y se esforzaba en sacar un brazo y cogerla
por la garganta. Entonces Kaa se deslizaba suavemente, y Mowgli, con sus dos
pies de movilidad extrema, intentaba detener todo movimiento de la enorme cola
que retrocedía buscando una roca o el pie de un árbol. Balanceábanse también,
cabeza con cabeza, cada uno esperando un momento para atacar, hasta que el
hermoso grupo, parecido a una estatua, se deshacía en torbellinos de negros y
amarillentos anillos y en piernas y brazos que luchaban una y otra vez por
levantarse.
-¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! -decía Kaa, dirigiendo fintas con su cabeza, que
ni siquiera la rapidísima mano de Mowgli lograba desviar-. ¡Mira! ¡Ahora te
toco aquí, hermanito! ¡Y aquí, y aquí! ¿Tienes las manos entumecidas? ¡Te toqué
de nuevo!
Terminaba siempre del mismo modo el juego: Con un golpe en línea recta,
de la cabeza de Kaa, que echaba a rodar al muchacho por el suelo. Mowgli nunca
pudo aprender el modo de ponerse en guardia contra aquella estocada rápida como
el rayo, y, como Kaa decía, era completamente inútil que lo intentara.
-¡Buena caza! -gruñó por último Kaa; y Mowgli, como siempre, cayó
disparado a cinco metros de distancia, sin aliento y riéndose. Se levantó con
las manos llenas de hierba y siguió a Kaa hacia el bañadero preferido de la
serpiente: una profunda laguna negra rodeada de rocas, a la que tornaban
atractiva algunos hundidos troncos de árbol. Hundióse el muchacho en el agua,
al estilo de la selva, sin ruido, y la cruzó buceando; salió a la superficie,
también en silencio, y se tendió de espaldas con los brazos detrás de la
cabeza, mirando levantarse a la luna sobre las rocas, y quebrando con los dedos
de sus pies el reflejo de ella en el agua. La cabeza de Kaa, en forma de
diamante, cortó la líquida superficie como una navaja y fue a descansar sobre
el hombro de Mowgli. Quedáronse quietos, embebidos voluptuosamente en la
agradable impresión del agua fría.
-¡Qué bien estamos así! -dijo finalmente Mowgli, soñoliento-. En la
manada de los hombres, a esta misma hora, según recuerdo, se tienden ellos
sobre pedazos de madera muy duros, en el interior de una trampa de barro, y,
después de cerrar para que no entre el aire puro de fuera, se echan encima de
la atontada cabeza una tela sucia, y entonan unas canciones nasales muy feas.
Estamos mucho mejor en la selva.
Una cobra se deslizó rápidamente por encima de una roca, bebió, dio el
grito de "¡buena suerte!", y desapareció.
-¡Ssss! -silbó Kaa como si de pronto se acordara de algo-. Así pues,
¿la selva te proporciona todo lo que siempre deseaste, hermanito?
-No todo -respondió Mowgli, riendo-; para ello sería preciso que a cada
cambio de luna hubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que matar. Ahora le podría
matar con mis propias manos, sin pedirles ayuda a los búfalos. Además, he
deseado a veces que el sol brille en medio de las lluvias, y que las lluvias
cubran al sol en lo más ardiente del verano. Además, nunca me sentí con el
estómago vacío sin desear haber matado una cabra; y nunca maté una cabra sin
desear que fuese un gamo; o un gamo, sin haber deseado que fuese un nilghai.
Pero esto nos ocurre a todos.
-¿No tienes ninguno otro deseo? -preguntó la enorme serpiente.
-¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a la selva, y en ella se me considera!
¿Hay acaso algo más en cualquier parte, entre la salida y la puesta del sol?
-Pero, la cobra dijo... -empezó Kaa.
-¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no dijo nada. Estaba cazando.
-Fue otra.
-¿Tratas mucho a los del pueblo venenoso? Yo les dejo libre el camino.
Llevan a la muerte en sus dientes delanteros y eso es mala cosa... porque son
muy pequeñas. Pero, ¿qué cobra es esa con quien hablaste?
Se revolvió Kaa despaciosamente en el agua, como un barco de vapor
batido de través por las olas.
-Hace tres o cuatro lunas -dijo- que cacé en las moradas frías, lugar
que no has olvidado. Lo que yo cazaba se escapó chillando más allá de las
cisternas, hacia aquella casa, uno de cuyos lados hice pedazos por culpa tuya,
y se hundió en el suelo.
-Pero la gente de las moradas frías no vive en madrigueras.
Mowgli sabía que Kaa hablaba de los monos.
-Lo que yo cazaba no vivía allí; fue allí para conservar la vida
-respondió Kaa, moviendo rápidamente la lengua-. Se metió en una madriguera muy
profunda. Yo la seguí, y, habiéndola matado, me dormí. Cuando desperté, me
interné más.
-¿Bajo tierra?
-Así es. Me encontré allí, por último con una Capucha Blanca (una cobra
blanca) que habló de cosas superiores a mis conocimientos, y que me mostró
muchas cosas que yo jamás había visto antes.
-¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para cazar? -y al decir esto, Mowgli se
volvió hacia ella rápidamente.
-No eran piezas de caza, y me hubieran roto todos los dientes. Pero
Capucha Blanca me dijo que cualquier hombre (y hablaba como quien conoce muy
bien la especie) hubiera dado con gusto la vida nada más por ver todo aquello.
-Veremos todo eso -dijo Mowgil-. Recuerdo ahora que hubo un tiempo en
que fui hombre.
-¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo que mató a la serpiente amarilla que
se comió al sol. Hablamos ambas bajo tierra, y hablé de ti, diciendo que eras
un hombre. Dijo entonces la capucha blanca (y por cierto que es tan vieja como
la selva):
"-Hace mucho que no he visto a un hombre. Que venga y que vea
todas estas cosas, por la más insignificante de las cuales muchos hombres se
dejarían matar."
-Eso ha de ser algún género nuevo de caza. Y sin embargo, el pueblo
venenoso no nos dice dónde hay alguna pieza de que apoderarse. Son gente
enemiga.
-No es ninguna pieza de caza. Es... es... no puedo decir qué es.
-Iremos allá. Nunca he visto una capucha blanca y también deseo ver las
otras cosas. ¿Las mató ella?
-Son cosas muertas. Dice que es la guardiana de todas.
-¡Ah...! Como el lobo que vigila la carne que se ha llevado a su cubil.
Vamos.
Nadó Mowgli hacia la orilla y se revolcó en la hierba para secarse, y
ambos partieron para las moradas frías, la desierta ciudad de la cual ya habéis
oído hablar. Ya no sentía entonces Mowgli el menor temor del pueblo de los
monos, pero en cambio éste sentía por él vivísimo horror. Sus tribus, no
obstante, corrían por la selva entonces, de manera que las moradas frías
estaban vacías y silenciosas a la luz de la luna. Kaa iba guiando, y,
dirigiéndose hacia las ruinas del pabellón de la reina que estaba en la terraza,
se deslizó por encima de los escombros y se hundió en la casi enterrada
escalera subterránea que descendía del centro del pabellón. Mowgli lanzó el
grito que servía para las serpientes -"Tú y yo somos de la misma
sangre"-, y siguió adelante sobre sus manos y rodillas. Así se arrastraron
durante largo espacio por un pasadizo inclinado que formaba innumerables
vueltas y revueltas, y por último llegaron a un lugar donde la raíz de un gran
árbol, que crecía a más de nueve metros sobre sus cabezas, había arrancado una
de las pesadas piedras de la pared. Se metieron por el hueco y se hallaron en
una gran caverna cuyo techo abovedado también estaba roto en algunos puntos por
las raíces de los árboles, de tal manera que algunos rayos de luz se filtraban
en la oscuridad.
-Un cubil muy seguro -dijo Mowgli enderezándose-; pero demasiado lejos
para visitarlo diariamente. Y ahora, ¿qué se puede ver aquí?
-¿No soy yo nada? -dijo una voz en medio de la caverna, y Mowgil vio
algo blanco que se movía hasta que, poquito a poco se irguió ante él la más
enorme cobra que jamás habían visto sus ojos...
un animal de cerca de dos metros y medio, y descolorido, de un blanco
de viejo marfil, por estar siempre en la oscuridad. Inclusive las mismas marcas
en forma de anteojos de su extendida capucha se habían desteñido y eran ahora
de un amarillo pálido. Sus ojos eran tan rojos como rubíes y, en suma, era de
lo más sorprendente.
-¡Buena suerte! -dijo Mowgli que no abandonaba nunca ni sus buenos
modales ni su cuchillo.
-¿Qué noticias hay de la ciudad? -preguntó la blanca cobra sin
responder al saludo-. ¿Qué me cuentas de la inmensa ciudad amurallada... la
ciudad de los cien elefantes, veinte mil caballos y tantas reses que ni
siquiera pueden contarse.. . la ciudad del rey de veinte reyes? Aquí me vuelvo
sorda, y ya hace mucho tiempo que oí sus tantanes de guerra.
-Sobre nuestras cabezas sólo hay selva -respondió Mowgli-. De los
elefantes, sólo conozco a Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató a todos los
caballos de una ciudad, y... dime, ¿qué es un rey?
-Te lo dije -explicó Kaa con suavidad a la cobra- te expliqué, hace
cuatro lunas, que tu ciudad ya no existía.
-La ciudad.., la gran ciudad del bosque cuyas puertas están guardadas
por las torres del rey... no puede perecer nunca. ¡La edificaron antes que el
padre de mi padre saliera del huevo, y todavía durará cuando los hijos de mis
hijos sean tan blancos como yo! Salomdhi, hijo de Chandrabija, hijo de Viyeja,
hijo de Yegasuri, la edificó en la época de Bappa Rawal. ¿De quién es el rebaño
al que pertenecen ustedes?
-Esto es como un rastro perdido -dijo Mowgli, volviéndose a Kaa-. No
entiendo su lenguaje.
-Ni yo. Es muy vieja. Padre de las cobras, aquí no hay más que selva y
así fue desde el principio.
-Entonces, ¿quién es éste -dijo la cobra blanca- que está sentado, sin
miedo, delante de mí, que no conoce el nombre del rey, y que habla nuestro
lenguaje valiéndose de labios humanos? ¿Quién es éste armado de cuchillo que
usa lenguaje de serpiente?
-Mowgli me llaman -fue la respuesta-. Pertenezco a la selva. Los lobos
son mi gente, y Kaa, que ves aquí, es mi hermano. Padre de las cobras, ¿quién
eres tú?
-Soy el guardián del tesoro del rey. Kurrum Raja puso la piedra que
está allá arriba, en los días en que mi piel era oscura, para que les enseñara
lo que es la muerte a los que vinieran a robar. Luego bajaron el tesoro,
levantando la piedra, y escuché el canto de los bracmanes, mis amos.
-¡Huy! -pensó Mowghi-. Ya he tenido que habérmelas con un bracman en la
manada de los hombres, y... ya sé lo que sé. Aquí sucederá algo, pronto.
-Cinco veces desde que llegué aquí levantaron la piedra, pero siempre
para poner aquí algo más, nunca para sacar. No hay riquezas corno éstas: son
los tesoros de cien reyes. Pero ya hace mucho, muchísimo desde que levantaron
la piedra por última vez y creo que ya mi ciudad se olvidó de todo esto.
-La ciudad no existe ya. Mira hacia arriba. Verás allí las raíces de
los grandes árboles que separan los pedruscos. Los árboles y los hombres no
crecen juntos -dijo de nuevo Kaa.
-Dos o tres veces los hombres se abrieron paso hasta este lugar
-respondió salvajemente la cobra blanca-; pero nunca hablaron hasta que me
arrojé encima de ellos mientras tanteaban en la oscuridad, y entonces sólo
gritaron durante un breve rato. Pero ustcdes vienen con mentiras, ustedes,
hombre y serpiente, y quisieran hacerme creer que la ciudad no existe y que mi
misión ha terminado. Poco cambian los hombres en el transcurso de los años.
¡Pero yo no cambio jamás!
Hasta que levanten de nuevo la piedra y los bracmanes vengan cantando
las canciones que conozco y me alimenten con leche caliente y me saquen de
nuevo a la luz, yo... yo... yo, y nadie más, soy el guardián del tesoro del
rey. ¿Dicen ustedes que la ciudad está muerta y que allí están las raíces de
los árboles? Inclínense, pues, y cojan lo que gusten. No hay en la Tierra
tesoros como éstos. ¡Hombre de lengua de serpiente, si puedes salir vivo por el
mismo camino por el que entraste, todos los reyezuelos del país serán tus
criados!
-Se embrolló de nuevo la pista -dijo fríamente Mowghi-. ¿Acaso algún
chacal penetró en estas profundidades y mordió a la gran capucha blanca? Le
pegó la rabia, ciertamente. Padre de las cobras, nada veo yo aquí que pueda
llevarme.
-¡Por los dioses del Sol y de la Luna, el muchacho está loco de remate
-silbó la cobra-. Antes que tus ojos se cierren para siempre, te haré un favor:
Mira, contempla lo que no vio antes hombre alguno.
-En la selva no suele irles bien a quienes le hablan a Mowgli de
favores -dijo el muchacho, entre dientes; pero la oscuridad lo cambia todo, lo
sé bien. Miraré, si ello te place.
Miró con los ojos entrecerrados en torno de la caverna, y luego levantó
del suelo un puñado de algo que brillaba.
-¡Oh! -exclamó-. Esto es como aquello con que juegan en la manada de
los hombres; pero esto es amarillo, y aquello de color oscuro.
Dejó caer las monedas de oro, y siguió adelante. El suelo de la caverna
estaba cubierto por una capa de oro y plata acuñados de un espesor de metro y
medio que había salido de los cazos, al reventar éstos, que originalmente lo
contenían, y, en el transcurso de los años, el oro y la plata se fueron
apretando y sentando como la arena durante el reflujo. Encima, dentro y
surgiendo de aquella masa, como restos de naufragio que se levantan en la
arena, había enjoyados pabellones de elefantes, pabellones que asimismo estaban
incrustados de plata, con planchas de oro batido y adornados de rubíes y
turquesas. Veíanse palanquines y literas para transportar reinas, de bordes y
correas plateados y esmaltados, las varas con cabos de jade y anillas de ámbar
para las cortinas; había candelabros de oro, en cuyos brazos temblaban agujeradas
esmeraldas colgantes; adornadas imágenes de olvidados dioses, de metro y medio
de alto, de plata y con piedras preciosas en vez de ojos; cotas de malla con
incrustaciones de oro sobre el acero y guarnecidas de aljófar, cubiertas ya de
moho y ennegrecidas; había yelmos con cimeras de sartas de rubíes de color
sangre de pichón; escudos de laca, de concha y de piel de rinoceronte, con
tiras y tachones de oro rojo y esmeraldas en los bordes; haces de espadas,
dagas y cuchillos de caza con los mangos cuajados de diamantes; vasos y
recipientes de oro para los sacrificios y altares portátiles, de una forma que
jamás se ve hoy en día; tazas y brazaletes de jade; incensarios, peines y
recipientes para perfumes, afeites y polvos, todo en oro repujado; anillos para
la nariz, brazales, diademas, anillos para los dedos y ceñidores, en número
imposible de contar; cinturones de siete dedos de ancho con rubíes y diamantes
encuadrados, y cajas de madera, con triples grapas de hierro, en los que las
tablas se habían reducido ya a polvo, mostrando en el interior montones de
zafiros orientales y comunes, ópalos, ágatas, rubíes, diamantes, esmeraldas y
granates, todo sin tallar.
La cobra blanca tenía razón: no había dinero suficiente para empezar a
pagar el valor de aquel tesoro, producto escogido de siglos de guerra, saqueo,
comercio y tributos. Las monedas solas eran inestimable valor, sin contar las
piedras preciosas; y el peso bruto del oro y la plata únicamente podría ser de
doscientas o trescientas toneladas. Cada uno de los gobernantes indígenas en la
India, aunque pobre, tiene hoy en día un tesoro escondido al cual siempre está
añadiendo algo; y aunque alguna vez, en el espacio de muchos años, tal o cual
príncipe instruido, mande cuarenta o cincuenta carretas de bueyes cargadas de
plata para cambiarlas por títulos de la deuda, la mayor parte de ellos guarda
su tesoro y el secreto de esto exclusivamente para sí mismo.
Pero Mowgli, naturalmente, no entendió el significado de todo aquello.
Le interesaron un poco los cuchillos, pero no eran tan manejables como el suyo
propio, y por tanto pronto los soltó. Por último dio con algo realmente
fascinante que yacía frente a un pabellón de los que portan los elefantes,
medio enterrado entre las monedas. Era un ankus de casi un metro de largo, una
aguijada de las que se emplean para los elefantes, algo que parecía un bichero
pequeño. Formaba su extremo superior un redondo y brillante rubí, debajo del
cual se veían ocho pulgadas de astil cuajado de turquesas en bruto, puestas una
al lado de la otra, lo que ofrecía segurisimo asidero. Más abajo había un cerco
de jade con un dibujo de flores que lo adornaba.., pero las hojas eran
esmeraldas, y los botones eran rubíes hundidos en la fría y verde piedra. El
resto del mango de la vara era purísimo marfil, en tanto que la punta, el
aguijón y el gancho, era de acero con incrustaciones de oro, y sus dibujos
atrajeron la atención de Mowgli, pues representaban escenas de la caza del
elefante; los dibujos, según vio el muchacho, tenían más o menos relación con
Hathi el Silencioso.
La cobra blanca lo había estado siguiendo muy de cerca.
-¿No vale esto la pena de morir con tal de contemplarlo? -dijo-. ¿No te
he hecho un gran favor?
-No comprendo -dijo Mowgli-. Estas cosas son duras y frías y de ninguna
manera son buenas para comer. Pero esto -y levantó el ankus- quiero llevármelo,
para poder contemplarlo a la luz del sol.
¿Dijiste que todo esto es tuyo? ¿Me quieres dar sólo esto, y yo en cambio
te traeré ranas para que comas?
La cobra blanca se estremeció con malvado júbilo.
-Ciertamente te lo daré -respondió. Te daré todo lo que está aquí...
hasta el momento de irte.
-Pero si me voy ahora. Este lugar es oscuro y frío, y quiero llevarme a
la selva esto que tiene una punta como espina.
-¡Mira lo que está a tus pies! ¿Qué hay allí?
Mowgli recogió algo blanco y liso.
-Es el cráneo de un hombre -dijo tranquilamente-. Y aquí hay dos más.
-Vinieron para llevarse el tesoro, hace muchos años. Yo les hablé en la
oscuridad y se quedaron inmóviles para siempre.
-¿Pero para qué quiero yo eso que llaman tesoro? Si me quieres dar el
ankus, ya habré cazado cuanto deseo. Si no, es igual. Yo no lucho con el pueblo
venenoso, y me enseñaron además la palabra mágica para los de tu tribu.
-¡Aquí no hay palabra mágica que valga, y ésa es la mía!
Kaa se lanzó hacia adelante con los ojos arrojando llamas.
-¿Quién me pidió que trajera aquí al hombre? -dijo silbando.
-Yo, ciertamente -balbució la vieja cobra-. Hacía mucho tiempo que no
había visto a un hombre, y además éste conoce nuestro lenguaje.
-Pero no se habló de matar. ¿Cómo podré regresar a la selva y decir que
lo conduje hacia su muerte? -replicó Kaa.
-Yo no hablo de matar sino hasta que llega la hora. Y en cuanto a irte
o quedarte, allí está el agujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora, matadora de
monos! No tengo que hacer sino tocarte en el cuello, y la selva no volverá a
verte nunca más. Ningún hombre entró aquí que haya salido vivo después. ¡Yo soy
el guardián del tesoro de la ciudad del rey!
-¡Vaya, gusano blanco de las tinieblas, te he dicho que ya no existe ni
rey ni ciudad! ¡La selva reina en torno nuestro!
-Pero aun existe el tesoro. Ahora bien podemos hacer esto: espera un
poco, Kaa de las peñas, y verás correr al muchacho. Aquí hay suficiente lugar
para este juego. La vida es algo bueno. ¡Corre de un lado para el otro,
muchacho, y juguemos!
Mowgli, calmosamente, puso su mano sobre la cabeza de Kaa.
-Hasta ahora, esa cosa blanca no ha tratado sino con hombres que forman
parte de la manada humana. A mí no me conoce -murmuró-. Ella misma pidió esta
clase de caza; hay que dársela, pues.
Se había mantenido Mowgli de pie, sosteniendo el ankus con la punta
hacia abajo. Arrojólo lejos de sí rápidamente, y fue aquél a caer atravesado
exactamente detrás de la capucha blanca de la gran serpiente, clavándola en el
suelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo su peso sobre aquel cuerpo que se
retorcía, paralizándolo hasta la cola. Los colorados ojos de su presa parecían
arder, y las seis pulgadas de cabeza que quedaban libres golpeaban furiosamente
de derecha a izquierda.
-¡Mátala! -dijo Kaa, al mismo tiempo que Mowgli echaba mano de su
cuchillo.
-No -respondió éste al sacarlo-. Nunca mataré de nuevo, excepto por
alimento. Pero, mira, Kaa.
Cogió a la serpiente enemiga por detrás de la capucha, le abrió por
fuerza la boca con la hoja del cuchillo, y mostró los temibles colmillos
venenosos de la mandíbula superior, ya negros y consumidos en la encía. La
cobra blanca había sobrevivido a su veneno como les ocurre a las serpientes.
-Thuu (está seco) [Literalmente: tocón podrido] -dijo Mowgli. Y
haciendo señas a Kaa para que se alejara, recogió el ankus y dejó a la cobra blanca
en libertad.
-El tesoro del rey necesita un nuevo guardián -afirmó gravemente-.
Thuu, has hecho mal. ¡Corre de un lado a otro, y juguemos, Thuu!
-¡Qué vergüenza! ¡Mátame! -silbó la cobra blanca.
-Ya se habló demasiado de matar. Ahora, nos vamos. Me llevo esta cosa
de punta de espina, Thuu, porque por ella he peleado y te he vencido.
-Cuida, entonces, de que al cabo esa cosa no te mate a ti. ¡Es la
muerte! ¡Acuérdate, es la muerte!
Hay en ella bastante para matar a todos los hombres de mi ciudad. No la
tendrás en tu poder durante mucho tiempo, hombre de la selva, ni tampoco el que
la tome de ti. ¡Por ella los hombres se matarán y matarán los unos a los otros!
Mi fuerza se ha desvanecido, pero el ankus proseguirá mi tarea. ¡Es la muerte!
¡La muerte! ¡La muerte!.
Se arrastró Mowghi de nuevo por el agujero hasta el pasadizo, y lo
último que vio fue cómo la cobra blanca golpeaba furiosamente con sus
inofensivos colmillos las estólidas caras doradas de los dioses que yacían en
tierra, silbando al mismo tiempo: "iEs la muerte!"
Se alegraron de nuevo al ver la luz del día; y, cuando ya estuvieron de
regreso en su propia selva y Mowghi hizo brillar el ankus a la luz matinal, se
sintió casi tan contento como si hubiera hallado un ramo de flores nuevas para
adornarse el cabello.
-Esto es más brillante que los ojos de Bagheera -dijo alegremente
haciendo girar el rubí-. Se lo enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar a entender Thuu
cuando habló de la muerte?
-No sé. Lo que siento hasta el extremo de mi cola es que no le hicieras
probar tu cuchillo. Siempre hay algo malo en las moradas frías... sobre el
suelo o debajo de él. Pero ahora tengo hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana?
-dijo Kaa.
-No; Bagheera debe ver esto. ¡Buena suerte!
Se marchó Mowgli danzando, blandiendo el gran ankus y deteniéndose de
tiempo en tiempo para admirarlo, hasta que llegó a la parte de la selva donde
Bagheera acostumbraba estar con preferencia, y la halló bebiendo, después de
una fatigosa caza. Mowgli le contó todas sus aventuras desde el principio hasta
el fin; Bagheera olfateaba el ankus de cuando en cuando.
Cuando Mowgli le narró las últimas palabras de la cobra blanca, la
pantera ronroneó afirmativamente.
-Entonces, ¿dijo la cobra blanca lo que realmente es? -preguntó
prontamente Mowgli.
-Nací en las jaulas del rey de Oodeypore, y estoy segura de conocer
algo a los hombres. Muchos de ellos cometerían un triple asesinato en una sola
noche nada más que por apropiarse esa gran piedra roja.
-Pero esa piedra tan sólo sirve para añadir peso. Mi brillante y
pequeño cuchillo es mejor; y...
¡mira! La piedra roja no sirve para comer. Entonces, ¿por qué esas
muertes de que hablas?
-Mowgli, vete a dormir. Has vivido entre los hombres, y...
-Me acuerdo, sí. Los hombres matan aunque no estén de caza... por
ociosidad y por gusto. Despiértate, Bagheera. ¿Para qué uso destinaron esta
cosa con punta de espina?
Bagheera entreabrió los ojos -pues tenía mucho sueño-, guiñando
maliciosamente.
-La hicieron los hombres para meterla en la cabeza de los hijos de
Hathi, de modo que corriera la sangre. Yo vi una semejante en las calles de
Oodeypore, delante de nuestras jaulas. Esa cosa ha probado la sangre de muchos
como Hathi.
-¿Pero por qué la meten en la cabeza de los elefantes?
-Para enseñarles la ley del hombre. No teniendo ni garras ni dientes,
los hombres fabrican esas cosas... y otras peores.
-Siempre más y más sangre cuando me acerco a escudriñar, aun en las
cosas que hizo la manada humana -dijo Mowgli, asqueado. Empezaba a sentirse
cansado de sostener el peso del ankus-. Si hubiera sabido todo esto, no lo
hubiera traído conmigo. Primero, sangre de Messua en sus ataduras; y ahora,
sangre de Hathi. ¡No usaré esto! ¡Mira!
Lanzando chispas, voló el ankus por el aire, y se ciavó de punta a
veinticinco metros de distancia, entre los árboles.
-Así quedan limpias mis manos de toda muerte -dijo Mowgli,
frotándoselas en la fresca y húmeda tierra-. Thuu dijo que la muerte seguiría
mis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.
-Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy a dormir, herrnanito. No
puedo andar cazando toda la noche y aullando todo el día, como hacen algunas
personas.
Se dirigió Bagheera a un cubil que conocía y que usaba al ir de caza, a
dos millas de distancia.
Mowgli se encaramó en un árbol que le pareció apropiado, anudó tres o
cuatro enredaderas, y en menor tiempo del que se emplea en decirlo, se
balanceaba en una hamaca, a quince metros del suelo. Aunque no le molestara en
realidad la fuerte luz del día, Mowgli seguía la costumbre de sus amigos,
usándola lo menos posible. Al despertarse en medio del coro de las chillonas
voces de los habitantes de los árboles, era ya de nuevo la hora del crepúsculo,
y había soñado con las hermosas piedrecillas que había tirado.
-A lo menos, veré aquello una vez más -díjose; y se deslizó hasta el
suelo por una enredadera.
Bagheera estaba delante de él. En la relativa oscuridad, Mowgli podía
oírla olfatear.
-¿Dónde está la cosa que tiene punta de espina? -exclamó Mowgli.
-Un hombre se apoderó de ella. Aquí está el rastro.
-Ahora veremos si dijo la verdad Thuu. Si esa cosa puntiaguda es la
muerte, ese hombre morirá.
Sigámoslo.
-Mata primero -respondió Bagheera-. Con el estómago vacío, no hay ojo
agudo. Los hombres andan muy despacio y la selva está lo suficientemente húmeda
para conservar cualquier huella.
Mataron lo más pronto que pudieron, pero transcurrieron casi tres horas
hasta que comieron y bebieron y se prepararon para seguir la pista. Ya sabe el
pueblo de la selva que nada compensa el daño causado por la precipitación de
las comidas.
-¿Crees que la cosa puntiaguda se revolverá en las mismas manos del
hombre, y matará a éste? -
preguntó Mowgli-. La Thuu dijo que era la muerte.
-Lo veremos al llegar -fue la respuesta de Bagheera, la cual siguió al
trote con la cabeza gacha-.
Sólo hay un pie (quería decir que no había más que un hombre); el peso
de la cosa le hizo apretar fuerte el talón en el suelo.
-Así es; está claro como un relámpago de verano -confirmó Mowgli.
Ambos tomaron el cortado y rápido trote con que se sigue un rastro, ya
metiéndose en trozos de tierra iluminados por la luna, ya saliendo, y siempre
detrás de las huellas de aquellos pies desnudos.
-Ahora corre muy aprisa dijo Mowgli-. Están muy separadas las señales
de los dedos.
Pisaban sobre una tierra húmeda.
-Ahora, ¿por qué tuerce hacia un lado?
-¡Espera! dijo Bagheera, y se lanzó de frente con un salto magnífico,
tan lejos como pudo.
Lo primero que debe uno hacer cuando una pista deja de ser clara, es
seguir adelante, no dejando en el suelo las propias huellas, pues acabarían por
embrollarlo todo. Se volvió Bagheera en cuanto tocó tierra y le gritó a Mowgli:
-Aquí hay otra huella que viene a encontrarse con la primera. Es de un
pie más pequeño; los dedos de los pies se vuelven hacia adentro.
Corrió Mowgli y miró también.
-El pie de un cazador gondo -dijo-. ¡Mira! Aquí arrastró el arco sobre
la hierba; por eso torció a un lado tan rápidamente el primer rastro. Pie
grande quiso esconderse de pie pequeño.
-Es cierto -respondió Bagheera-. Ahora, para no confundir las señales
cruzando el rastro del uno con el del otro, sigamos cada quien el suyo. Yo soy
pie grande, hermanito, y tú eres pie pequeño, el gondo.
Bagheera saltó hacia atrás para tomar el primer rastro y dejó a Mowgli
agachado curiosamente sobre las estrechas huellas del salvaje habitante de los
bosques.
-Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso a paso la cadena de huellas-, yo,
pie grande, tuerzo aquí.
Luego, me escondo detrás de una roca y permanezco quieto sin atreverme
a levantar ni un pie. Di cómo es tu rastro, hermanito.
-Ahora, yo, pie pequeño, llego a la roca -dijo Mowgli, siguiendo su
pista-. Ahora me siento debajo de ella, apoyándome en mi mano derecha, con el
arco entre los dedos de los pies. Espero largo rato, porque mis huellas son
aquí profundas.
-Lo mismo ocurre conmigo -observó Bagheera, escondida detrás de la
roca-; espero, descansando en una piedra el extremo de la cosa que llevo y que
tiene punta de espina. Resbala: aquí está la huella sobre la piedra. Ahora, di
tú tu pista, hermanito.
-Aquí se ven rotas, una, dos ramillas y una rama grande -dijo Mowgli en
voz baja-. Ahora, ¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro! Yo, pie pequeño, me
marcho, haciendo ruido y pisando fuerte, para que pie grande pueda oírme.
Se apartó de la roca paso a paso, entre los árboles, elevando la voz,
desde lejos, conforme se acercaba a una cascada pequeña.
-Me voy.., muy lejos.., hasta donde.., el ruido.. . de la cascada...
apaga... mi propio... ruido; y aquí.., espero... Ahora dime tú tu pista,
Bagheera, pie grande.
La pantera había atisbado en todas direcciones para ver cómo se
apartaba el rastro de pie grande, de la roca. Entonces gritó:
-Salgo de detrás de la roca sobre mis rodillas, arrastrando la cosa que
tiene punta de espina. Como no veo a nadie, echo a correr. Yo, pie grande,
corro velozmente. Está claro el rastro. Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!
Siguió Bagheera la pista claramente marcada; entre tanto, Mowgli hizo
lo mismo siguiendo los pasos del gondo. Durante unos momentos se hizo silencio
en la selva.
-¿Dónde estás, pie pequeño? -gritó Bagheera.
La voz de Mowgli le respondió a cuarenta metros de distancia, hacia la
derecha.
-¡Huy! -exclamó la pantera, con una tos profunda-. Los dos corren lado
a lado, acercándose cada vez más.
Continuó la carrera durante un rato, manteniéndose los dos casi a la
misma distancia, hasta que Mowgli, cuya cabeza no quedaba tan cerca del suelo
como la de Bagheera, exclamó:
-¡Se encontraron! Fue buena la caza... ¡Mira! Aquí se paró pie pequeño
con una rodilla puesta sobre la roca... Más allá está realmente pie grande.
Frente a ellos, a unos nueve metros, tendido sobre un montón de rocas
desmenuzadas, yacía el cuerpo de un aldeano de la comarca, atravesados pecho y
espalda por un largo dardo de plumas cortas, como los que usan los gondos.
-¿Está la Thuu tan vieja y tan loca como tú decías, hermanito? -dijo
Bagheera suavemente-. Ya encontramos a lo menos un muerto.
-Sigue adelante. ¿Pero dónde está la cosa que bebe la sangre de los
elefantes... la espina del ojo colorado?
-La tiene en su poder pie pequeño... quizás. De nuevo ya no se ve sino
un solo pie.
El rastro único de un hombre muy ligero que había corrido a gran
velocidad llevando un peso sobre su hombro izquierdo, seguía en torno de una
larga y baja tira de hierba seca que tenía forma de espuela; en ella cada
pisada parecía, a los penetrantes ojos de quienes seguían la pista, como
marcada con hierro al rojo.
Ninguno habló hasta que la huella los condujo a un lugar donde se veían
cenizas de una hoguera, en el fondo de un barranco.
-¡Otra vez! -exclamó Bagheera, deteniéndose de pronto, corno
petrificada.
Ahí yacía el cuerpo pequeño y apergaminado de un gondo, con los pies en
las cenizas. Al verlo, levantó Bagheera los ojos hacia Mowgli, como si lo
interrogara.
-Le causaron la muerte con un bambú -dijo el muchacho, luego de lanzar
una ojeada-. Yo también lo usé para ir con los búfalos, cuando servía en la
manada de los hombres. El padre de las cobras -
y siento haberme burlado de él-, conocía muy bien la raza, como debería
haberla conocido yo. ¿No dije que los hombres mataban por ociosidad?
-A la verdad, mataron, y por culpa de esas piedras rojas y azules
-respondió Bagheera-. Recuerda: yo estuve en las jaulas del rey de Oodeypore.
-Uno, dos, tres, cuatro rastros -dijo Mowgli agachándose sobre las
cenizas-. Cuatro huellas de hombres con los pies calzados. No corren éstos tan
rápidamente como los gondos. ¿Pero, qué daño les había hecho ese hombrecillo de
las selvas? Mira, los cinco charlaron juntos, de pie, antes que lo mataran.
Regresemos, Bagheera. Mi estómago está lleno, y, sin embargo, lo siento
moverse; sube y baja como nido de oropéndola en la punta de una rama.
-¡No es cazar como se debe, el dejar en pie una pieza! ¡Sigue! -dijo la
pantera-. No fueron lejos esos ocho pies calzados.
No dijeron nada más durante una hora, en tanto que seguían el ancho
rastro dejado por los cuatro hombres.
Ya era de día y el sol calentaba, y Bagheera dijo:
-Percibo olor de humo.
-Siempre los hombres están más dispuestos a comer que a correr
-respondió Mowgli, corriendo por entre los arbustos bajos de la nueva selva que
exploraban. Bagheera, un poco a su izquierda, hacía un indescriptible ruido con
la garganta.
-Aquí está uno que ya no comerá más dijo aquél.
Un montón de ropas de vivos colores veíase bajo un arbusto, y alrededor
había un poco de harina esparcida.
-También esto lo hicieron con un bambú -observó Mowgli-. ¡Mira! Ese
polvo blanco es lo que comen los hombres. Le han quitado su presa -él llevaba
los comestibles de todos-, y lo convirtieron en presa de Chil, el milano.
-Éste es el tercer muerto dijo Bagheera.
-Le llevaré ranas gordas al padre de las cobras, para engordarla -pensó
Mowgli-. Eso que bebe la sangre de los elefantes, es la muerte misma... ¡ Pero
aún no comprendo!..
-¡Sigue! -ordenó Bagheera.
Aún no habían caminado un cuarto de legua, cuando oyeron a Ko, el
cuervo, que entonaba la canción de la muerte en la punta de un tamarisco, a
cuya sombra yacían los cadáveres de tres hombres. Un fuego medio apagado se
veía en el centro del círculo; sobre el fuego había un plato de hierro con una
torta negra y quemada hecha de pan ázimo. Junto al fuego, brillando a la luz
del sol, estaba el ankus de los rubíes y turquesas.
-Esa cosa trabaja muy aprisa; todo termina aquí -comentó Bagheera-.
¿Cómo murieron éstos, Mowgli? No tienen señales visibles.
Por medio de la experiencia, un habitante de la selva llega a aprender
tanto como lo que saben muchos médicos sobre las propiedades de ciertas plantas
y frutos venenosos. Mowgli olió el humo que se levantaba de la hoguera, partió
un trozo del ennegrecido pan, lo probó y luego lo escupió.
-La manzana de la muerte -respondió-. El primero debió mezclarla en la
comida para éstos, los cuales lo mataron a él, después de haber matado al
gondo.
-¡Ciertamente ha sido buena la cacería! Las muertes se siguen muy de
cerca -dijo Bagheera.
"La manzana de la muerte" es lo que en la selva se llama
manzana espinosa o datura, el veneno más activo de toda la India.
-¿Y ahora? -preguntó la pantera-. ¿Debemos matarnos uno al otro por ese
asesino del ojo rojo?
-¿Puede hablar? -dijo Mowgli en voz baja como un susurro-. ¿Lo ofendí
al lanzarlo lejos de mí? No puede causarnos daño a nosotros dos, porque no
deseamos lo que desean los hombres. Si lo dejamos aquí, de seguro seguirá
matándolos uno tras otro, con la prisa con que caen las nueces al soplo del
huracán. No siento cariño por los hombres; pero aun así, no me gusta ver que
mueran seis en una sola noche.
-¿Qué importa? Sólo son hombres. Se mataron el uno al otro, y quedaron
tan satisfechos dijo Bagheera-. El primero, el hombrecillo de las selvas,
cazaba bien.
-No son más que cachorros, a pesar de todo; y un cachorro sería capaz
de ahogarse sólo por darle un mordisco a la luz de la luna que se refleja en el
agua. La culpa es mía -prosiguió Mowgli, que hablaba como si lo supiera todo de
todas las cosas-. Jamás traeré de nuevo a la selva cosas extrañas.. . aunque
fueran tan hermosas como las flores. Esto -y al hablar manejaba cautelosamente
el ankus- le será devuelto al padre de las cobras. Pero antes debemos dormir, y
no podemos dormir junto a durmientes como ésos. También hay que enterrarlo a
él, para que no se escape y mate a otros seis. Cava un hoyo bajo ese árbol.
-Pero, hermanito dijo Bagheeva dirigiéndose al lugar que se le
indicaba-, la culpa no la tiene ese bebedor de sangre. El mal proviene de los
hombres.
-Es lo mismo -respondió Mowgli-. Que el hoyo esté muy hondo. Cuando
despertemos, cogeré eso e iré a devolverlo.
Dos noches después, en tanto que la cobra blanca se encontraba en la
oscuridad de la caverna, desolada, solitaria y avergonzada, el ankus de las
turquesas pasó dando vueltas por el agujero de la pared y fue a clavarse con
estrépito en el suelo cubierto de monedas de oro.
-Padre de las cobras -dijo Mowgli (había tenido buen cuidado de
quedarse al otro lado de la pared)-, busca entre las de tu raza a alguien más
joven y más a propósito para que te ayude a guardar el tesoro del rey, para que
ningún otro hombre salga de aqui vivo.
-¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!... Te dije que esa cosa era la muerte.
¿Cómo es que tú estás aún vivo? -murmuró la vieja cobra, enroscándose
amorosamente en el mango del ankus.
-¡Por el toro que me rescató, te aseguro que lo ignoro! Esa cosa mató
seis veces en una sola noche. No la dejes salir jamás de aquí.
La Canción del Pequeño Cazador
Antes que Mor, el pavo real, bata sus alas,
antes que el pueblo de los monos grite,
antes que Chil, el milano, se arroje hendiendo
el inmenso y adormido espacio;
al través de la Selva vuela un susurro,
y una sombra, suavemente, huye.
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Una sombra que vigila deslizase por los claros del bosque,
poco a poco, y a ratos se para. El murmullo, entonces,
blando y lento se extiende;
se extiende, y sudores de angustia
bañan, entonces, nuestra frente.
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Antes que la luna escale la montaña,
antes que las rocas se adornen con festón de luz;
cuando los hondos y húmedos senderos están sombríos,
llega a tu espalda, cazador, un soplo
que vuela al través de la noche...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
¡Arrodíllate y prepara bien el arco!
¡Lanza ya la flecha penetrante!
Tu lanza hunde en la tiniebla;
hazlo, aunque muda de ti se burle.
Pero tus manos débiles y flojas están,
y aun de tu rostro huyó la sangre...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Cuando la tempestad corre por el aire,
y el pino herido cae en los montes;
cuando la lluvia que nos azota el rostro
y nuestros ojos ciega, desciende de los cielos,
al través de todo el estruendo, más potente
que ninguna otra, una voz ruge...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Los cauces llenos están hasta desbordar;
las peñas desprendidas se derrumban;
en las plantas, a la luz del relámpago,
hasta el último nervio de las hojas puede verse;
pero seca y cerrada está tu garganta,
y tu corazón en el costado golpea con fuerza...
¡Porque ahora sabes, ¡oh cazador!, lo que es el miedo!...
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