Los Perros Jaros
¡Por nuestras claras, límpidas noches,
en que libres corremos y cazamos!
¡Por el aroma matinal del aire
que humedece el rocío no secado!
¡Por el placer de ir tras las piezas
que locas con terror incauto huyen!
¡Por los gritos de nuestros compañeros
cuando al derrotado sambhur han cercado!
¡Por los riesgos de los excesos de la noche!
¡Por el grato y dulce dormir de día a la entrada del cubil!
¡Por todo esto vamos a la lucha!
¡Muerte, guerra a muerte juramos!
Fue después de la invasión verificada por la selva cuando empezó para
Mowgli la parte más placentera de su vida. Sentía aquella buena conciencia que
proviene de haber pagado sus deudas; todos los habitantes de la selva eran sus
amigos y ellos sentían un cierto temor de él. Las cosas que llevó a cabo, que
vio y que oyó cuando vagaba solo o en unión de sus cuatro compañeros, daría
origen a muchos, muchos cuentos, tan largo cada uno de ellos como el presente.
Así pues, no os referiré su encuentro con el elefante loco de Mandla que mató veintidós
bueyes que conducían once carros de plata acuñada que pertenecía al tesoro
nacional, esparciendo por el polvo las brillantes rupias; tampoco os narraré su
lucha con Jacala, el cocodrilo, durante toda una noche en los pantanos del
Norte y cómo rompió su cuchillo de desollador en las placas de la espalda del
animal; ni tampoco cómo encontró otro cuchillo más largo que pendía del cuello
de un hombre que había sido muerto por un oso, y cómo siguió las huellas de
este oso y lo mató, como justo precio por aquel cuchillo; ni cómo quedó cogido
en una ocasión, durante la Gran Hambruna, entre los rebaños de ciervos que
emigraban y fue casi aplastado por ellos; ni cómo salvó a Hathi el Silencioso
de caer por segunda vez en una trampa que tenía un palo afilado en el fondo, y
cómo, al día siguiente, cayó él mismo en otra de las que ponen para coger
leopardos, y cómo entonces Hathi hizo pedazos los gruesos barrotes de madera
que la formaban; ni cómo ordeñó a hembras de búfalos salvales en los pantanos;
ni como...
Pero hay que narrar los cuentos uno a uno.
Papá Lobo y mamá Loba murieron, y Mowgli rodó una gran piedra contra la
boca de la cueva, y entonó allí la Canción de la Muerte; Baloo era muy viejo y
apenas podía moverse, y hasta Bagheera, cuyos nervios eran de acero y sus
músculos de hierro, era un poco menos ágil que antes cuando quería matar una
pieza. Akela, de gris que era, tornóse blanco como la leche; tenía saliente el
costillar y caminaba como si estuviera hecho de madera y Mowgli tenía que cazar
para él. Pero los lobos jóvenes, los hilos de la deshecha manada de Seeonee,
crecían y se multiplicaban, y cuando hubo unos cuarenta de ellos, de cinco
años, sin jefe, con buenos pulmones y ágiles pies, Akela les dijo que debían
juntarse, obedecer la ley, y estar bajo la dirección de uno, como correspondía
a los del Pueblo Libre.
No se metió Mowgli en toda esta cuestión, porque, como él dijo, ya
había comido frutas agrias y sabía en qué árboles se cogían. Pero cuando Fao,
hijo de Faona (cuyo padre era el indicador de pistas en los tiempos de la
jefatura de Akela) ganó en buena lid el derecho de dirigir la manada, según la
ley de la selva, y cuando los antiguos gritos y canciones resonaron una vez más
bajo las estrellas, Mowgli se presentó de nuevo en el Consejo de la Peña, como
en memoria de los tiempos idos. Cuando se le antojaba hablar, la manada
esperaba hasta que hubiera terminado y se sentaba en la Peña al lado de Akela,
más arriba de Fao. Eran, aquellos, días en que se cazaba y se dormía bien.
Ningún forastero se atrevía a entrar en las selvas que pertenecían al pueblo de
Mowgli, como llamaban a la manada; los lobos jóvenes crecían fuertes y gordos,
y había muchos lobatos en la inspección que se les hacía cuando eran llevados a
la Peña. Siempre iba Mowgli a estas reuniones, acordándose de aquella noche,
cuando una pantera negra compró a la manada la vida de un chiquillo moreno y
desnudo, y el largo grito de: "¡Mirad, mirad bien, lobos!", hacía
estremecer su corazón. Si no estaba allí, se internaba en la selva con sus
cuatro hermanos, y probaba, tocaba y veía toda suerte de cosas nuevas.
Un día, a la hora del crepúsculo, mientras caminaba distraídamente por
los bosques llevando para Akela la mitad de un gamo que había cazado, y
mientras los cuatro se empujaban, como gruñendo y revolcándose por juego,
escuchó un grito que nunca se había vuelto a oír desde los malos días de Shere
Khan. Era lo que llaman en la selva el feeal,
una especie de horroroso chillido que da el chacal cuando caza siguiendo a un
tigre, o cuando tiene a la vista piezas de caza mayor. Si pueden imaginarse una
mezcla de odio, de triunfo, de miedo y de desesperación, en un sólo grito
desgarrador, tendrán una leve idea del feeal
que se elevó, descendió y vibró en el aire, a lo lejos, del otro lado del
Waingunga. Los cuatro lobos dejaron de jugar en el acto, con los pelos erizados
y gruñendo. La mano de Mowgli se dirigió hacia el cuchillo, y se detuvo,
congestionado el rostro y fruncido el ceño.
-No hay por aquí ningún rayado que se atreva a matar... -dijo.
-No es ése el grito del explorador -observó el Hermano Gris-. Eso es
una gran cacería. ¡Escucha!
Resonó de nuevo el grito, medio sollozo, medio risa, como si el chacal
tuviera flexibles labios humanos. Respiró entonces Mowgli profundamente y echó
a correr hacia la Peña del Consejo, adelantándose en el camino a los lobos de
la manada que también se apresuraban. Fao y Akela estaban juntos sobre la Peña,
y más abajo de ellos veíanse a los demás, con los nervios en tensión.
Las madres y sus lobatos corrían hacia sus cubiles, porque cuando
resuena el feeal conviene que los débiles se recojan.
Nada oían sino el rumor del Waingunga que corría en la oscuridad y las
brisas del atardecer entre las copas de los árboles, cuando de pronto, al otro
lado del río, aulló un lobo. No era un lobo de la manada, porque éstos se
hallaban alrededor de la Peña. El aullido fue adquiriendo un tono de
desesperación.
¡Dhole! -decía-. ¡Dhole! ¡Dho!e!
Oyeron pasos cansados entre las rocas, y un demacrado lobo, con los
flancos llenos de rojas estrías, destrozada una de sus patas delanteras y el
hocico lleno de espuma, se lanzó en medio del círculo y, jadeante, se echó a
los pies de Mowgli.
-iBuena suerte! ¿Quién es tu jefe? -dijo Fao gravemente.
-iBuena suerte! Soy Won-tolla
-respondió el recién llegado.
Quería decir con esto que era un lobo solitario que atendía a su propia
defensa, a la de su compañera y a la de sus hijos en algún aislado cubil, como
lo hacen muchos lobos en la parte sur del país. Won-tolla quiere decir uno que
vive separado de los demás, que no forma parte de ninguna manada. Jadeaba y su
corazón latía con tal fuerza, que se sacudía todo su cuerpo.
-¿Quién anda por allí? -prosiguió Fao, porque esto es lo que todos los
habitantes de la selva se preguntan cuándo se oye el feeal.
-¡Los dholes, los dholes del Dekkan.., los perros de rojiza pelambre,
los asesinos! Vinieron al norte desde el sur diciendo que en el Dekkan no había
nada y exterminando todo a su paso. Cuando esta luna era luna nueva, tenía yo
cuatro de los míos: mi compañera y tres lobatos. Ella les enseñaba a cazar en
las llanuras cubiertas de yerba, escondiéndose para correr después los gamos,
como lo hacemos los que cazamos en campo abierto. A medianoche los oí pasar
juntos, dando grandes aullidos, siguiendo un rastro. Al soplar la brisa
matutina, hallé a los míos yertos sobre la yerba... a los cuatro, Pueblo Libre,
a los cuatro, cuando estábamos en luna nueva. Hice entonces uso del derecho de
la sangre y me fui en busca de los dholes.
-¿Cuántos eran? -preguntó rápidamente Mowgli, y la manada gruñía
rabiosamente.
-No sé. Tres de ellos ya no matarán más, pero al fin me persiguieron
como a un gamo; me hicieron correr con sólo las tres patas que me quedan.
¡Mira, Pueblo Libre!
Adelantó su destrozada pata, toda ennegrecida por la sangre seca. Tenía
junto a los ijares crueles mordiscos y el cuello herido y desgarrado.
-iCome! -le dijo Akela, levantándose de encima de la carne que Mowgli
le había traído; inmediatamente, lanzóse sobre ella el solitario.
-No será pérdida esto que me dáis -dijo humildemente cuando hubo
satisfecho un poco su hambre-. Préstame fuerzas, pueblo Libre, y también yo mataré
luego. Está vacío mi cubil antes lleno, cuando era luna nueva, y aún no está
pagada del todo la deuda de sangre.
Fao oyó cómo crujían sus dientes sobre un hueso y gruñó con aire de
aprobación.
-Necesitaremos de tus quijadas -dijo-. ¿Iban cachorros con los dholes?
-No, no. Todos eran cazadores rojos; cazadores de manada grandes y
fuertes, aunque toda su comida consiste, allá en el Dekkan, en lagartos.
Lo que había dicho Won-tolla significaba que los dholes, los rojos
perros cazadores del Dekkan, iban de paso buscando algo que matar, y la manada
sabía que incluso un tigre le cederá su presa a los dholes. Cazan éstos corriendo
en línea recta por la selva, se lanzan sobre cuanto encuentran y lo destrozan.
Aunque no tienen ni el tamaño ni la mitad de astucia que un lobo, son muy
fuertes y numerosos. Los dholes no empiezan a considerarse manada sino hasta
que se reúne un centenar de ellos, en tanto que con cuarenta lobos basta para
lo mismo. Las errabundas caminatas de Mowgli lo habían llevado hasta los
confines de los grandes prados del Dekkan, y había visto a los fieros dholes
durmiendo, jugando y rascándose en los agujeros y matojos que usan como
cubiles.
Él los despreciaba y los odiaba porque no olían como el Pueblo Libre,
porque no vivían en cavernas, y, sobre todo, porque les crecía pelo entre los
dedos de las patas, en tanto que a él y a sus amigos no les sucedía esto. Pero
sabía, por habérselo dicho Hathi, lo terrible que es una manada de dholes
cuando va de caza. Hasta Hathi les deja el paso libre, y ellos siguen adelante
hasta que los matan o cuando ya escasea la caza.
Algo sabía también Akela sobre los dholes, pues le dijo en voz baja a
Mowgli:
-Más vale morir entre todos los de la manada, que sin guía y solo, esta
será una cacería magnífica y... la última en que tomaré parte. Pero, según los
años que viven los hombres, a ti te quedan aún muchos días y muchas noches de
vida, hermanito. Vete hacia el norte y échate allí a dormir, y si alguien queda
vivo después del paso de los dholes, te llevará noticias del resultado de la
lucha.
-¡Ah! -dijo Mowgli con toda gravedad-. ¿Debo ir acaso a coger
pececillos en las lagunas y a dormir en un árbol, o acaso debo pedirles ayuda a
los de Bandar-log para que me ayuden a cascar nueces mientras la manada lucha
allá abajo?
-A muerte será la lucha -respondió Akela-. Tú nunca te has enfrentado
con los dholes... con los asesinos rojos. Hasta el Rayado...
-¡Aowa! ¡Aowa! -exclamó Mowgli de mal humor-. Yo maté a un mono rayado,
y estoy seguro que Shere Khan hubiera dejado a su misma compañera para que se
la comieran los dholes si el viento le hubiese llevado el olor de una manada al
través de grandes extensiones de pastura. Escucha ahora: hubo una vez un lobo,
mi padre, y una loba, mi madre, y un lobo viejo y gris (no muy discreto a
veces; ahora está blanco) que era para mí como mi padre y mi madre juntos. Por
tanto, yo... -levantó más la voz-. Digo que cuando vengan los dholes, si
vienen, Mowgli y el Pueblo Libre lucharán como iguales contra ellos. Y afirmo,
por el toro que me rescató (por aquel toro que Bagheera pagó por mí en tiempos
que ya no recordáis los de la manada), digo, y que lo tengan presente los
árboles y el río que me oyen, si yo lo olvido.., que este cuchillo será para la
manada como un colmillo más, y no creo que su filo esté muy embotado. Esta es
la palabra que tenía que decir y que empeño.
-No conoces a los dholes, hombre que hablas como los lobos -dijo
Won-tolla-. Tan sólo quiero pagar la deuda de sangre que tengo con ellos, antes
que me destrocen. Avanzan despacio, matando a medida que se alejan, pero en dos
días habré recobrado ya algo de mis fuerzas, con lo que podré volver a la
lucha. En cuanto a vosotros, Pueblo Libre, opino que debéis ir hacia el norte y
que comáis poco durante un tiempo, durante el tiempo que tarden en pasar los
dholes. No habrá de produciros carne esta cacería.
-iOigan al Solitario! -dijo Mowgli dando una risotada-. ¡Pueblo Libre!
¡Hemos de huir hacia el norte y dedicarnos a coger lagartos y ratas por miedo
de tropezar con los dholes! Hay que dejar que maten todo lo que quieran en
nuestros cazaderos, en tanto que nosotros nos escondemos en el norte, hasta que
ellos quieran devolvernos lo que es nuestro. No son más que unos perros (mejor
dicho, cachorros de perros), rojos, de vientre amarillo y sin cubiles, y con
pelos entre los dedos de las patas. Sus camadas constan de seis u ocho
pequeñuelos, como las de Chikai, el diminuto ratoncillo saltador. ¡Sin duda
hemos de huir, Pueblo Libre, y pedir como un favor a los del norte que nos
dejen comer alguna res muerta. Ya conocéis el dicho: "En el norte,
miseria; en el sur, piojos; en cuanto a nosotros, somos la selva."
Escoged, escoged. ¡Será una buena cacería! ¡Por la manada, por toda la manada;
por los cubiles y las camadas; por lo que se mata fuera y dentro de aquéllos;
por la compañera que persigue al gamo; por los cachorrillos que están en las
cavernas... ¡juremos la lucha... juremos.. juremos...!
Respondió la manada con un profundo aullido que resonó en la noche como
el estruendo de un enorme árbol que cae.
-¡Lo juramos! -gritaron.
-Permanezcan con ellos -ordenó Mowgli a los cuatro-. Todo colmillo hará
falta. Qué Fao y Akela preparen todo para la batalla. Yo iré a contar los
perros.
-¡Eso significa la muerte! -exclamó Won-tolla levantándose a medias-.
¿Qué puede hacer ése, que ni pelo tiene, contra los rojizos perros? Acuérdense
de que hasta el Rayado...
-En verdad que eres un solitario -interrumpió Mowgli-. Pero hablaremos
de esto cuando hayan muerto los dholes. ¡Buena suerte para todos!
Echó a correr, hundiéndose entre las sombras, y era presa de tal
agitación que apenas miraba dónde pisaba; consecuencia de ello fue caerse cuan
largo era entre los grandes anillos de Kaa, la serpiente pitón, donde ésta
estaba al acecho, cerca del río, frente a un sendero frecuentado por los
ciervos.
-iKscha! -silbó Kaa
malhumorada-. ¿Es esto actuar según el estilo de la selva, venir haciendo tal
ruido con los pies, caminando tan torpemente para estropearle a uno el trabajo
de toda una noche.., y precisamente cuando se presentaba tan bien la caza?
-¡Es mi culpa! -dijo Mowgli levantándose-. En realidad, a ti te
buscaba, Cabeza Chata; pero cada vez que nos encontramos, estás más gruesa y
más grande; lo menos has crecido un trozo como este brazo. No hay nadie como tú
en la selva, discreta, vieja, fuerte, y hermosísima, Kaa.
-¿A dónde vas a parar por ese camino? - dijo Kaa con voz más suavizada-.
No cambió aun la luna desde que un hombrecito armado de un cuchillo me tiraba
piedras a la cabeza y me llenaba de insultos porque dormía al raso.
-¡Ya lo creo! Y a todos los ciervos que perseguía Mowgli, los
espantabas, y esa Cabeza Chata era tan sorda, que no percibía mis silbidos para
que dejara libre el camino de los ciervos -respondió Mowgli con mucha calma,
sentándose entre los pintados anillos de la serpiente.
-Pero ahora, ese mismo hombrecito trae en los labios palabras suaves y
halagadoras, y le dice a aquella misma Cabeza Chata que es discreta, fuerte,
hermosa, y ella se deja persuadir y le hace sitio... asi... al que le tiraba
piedras, y... ¿Estás cómodo ahora? ¿Podría Bagheera ofrecerte tan cómodo lugar
de descanso?
Como de costumbre, Kaa había convertido su cuerpo en una suerte de
blanda hamaca, bajo el peso del cuerpo de Mowgli. Se tendió el muchacho en
medio de la oscuridad, y se enroscó en aquel cuello flexible que parecía un
cable, hasta que la cabeza de Kaa descansó sobre su hombro, y luego le refirió
cuanto había ocurrido en la selva aquella noche.
-Puedo ser lista -dijo Kaa cuando él terminó-, pero sorda ciertamente
lo soy. De otra manera, hubiera oído el
feeal. Ya no me extraña que los que comen hierba estén tan inquietos.
¿Cuántos serán los dholes?
-Aún no los he visto. Vine corriendo a verte. Tú eres más vieja que
Hathi. Pero, Kaa... -y al decir esto temblaba de gusto-: ¡Qué magnífica cacería
será! Pocos de nosotros viviremos cuando cambie la luna.
-¿También tú tomarás parte en esto? Acuérdate de que eres hombre y de
cuál fue la manada que te arrojó de ella. Que el lobo salde sus cuentas con el
perro. Tú eres un hombre.
-Las nueces de antaño, son hogaño tierra negra -replicó Mowgli-. Es
cierto que soy un hombre, pero me parece haber dicho esta noche que soy un
lobo. El río y los árboles son mis testigos. Pertenezco al Pueblo Libre, Kaa,
hasta que los dholes hayan pasado.
-¡Pueblo Libre! -murmuro Kaa-. ¡Pandilla suelta de ladrones! ¿Y tú te
ligaste a ellos en un nudo de muerte, sólo por la memoria de los lobos muertos?
Eso no es buena caza.
-Di mi palabra. Lo saben los árboles, y también el río. No quedaré
libre de compromiso sino hasta que hayan pasado los dholes.
-¡Ngssh! Así la cosa cambia
por completo. Había pensado llevarte conmigo a los pantanos del norte, pero
palabra es palabra, aunque ésta sea la de un hombrecito desnudo y sin pelo como
tú. Ahora, pues, yo, Kaa, digo que...
-Piénsalo bien. Cabeza Chata; no vayas a ligarte tú también en un nudo
de muerte. No necesito que me des tu palabra, pues bien sé que...
-Así sea, pues- dijo Kaa-. No daré palabra alguna. ¿Pero qué piensas
hacer cuando vengan los dholes?
-Habrán de pasar a nado el Waingunga. Ahora bien: yo pensaba salirles
al encuentro cuando crucen algún sitio poco profundo, con mi cuchillo en la
mano, llevando detrás de mí a la manada para que, a cuchilladas y atacados por
los míos, retrocedieran algo río abajo o fueran a refrescarse el gaznate.
-No retrocederán los dholes, y su gaznate hierve siempre -respondió
Kaa-. Una vez terminada esta cacería, no quedará ni hombrecito ni lobato;
únicamente quedarán huesos.
-¡Alala! Si hemos de morir,
moriremos. Será una magnífica cacería. Pero soy joven y no he visto muchas
lluvias. No sé mucho y no soy fuerte. ¿Tienes un plan mejor, Kaa?
-Yo ya he visto cientos y cientos de lluvias. Antes que Hathi hubiera
mudado sus colmillos de leche, era ya enorme el rastro que yo dejaba en el
polvo, al pasar. Por el primer huevo que hubo en el mundo, te juro que soy más
vieja que muchos árboles, y he sido testigo de todo lo que ha acontecido en la
selva.
-Pero esto es un caso nuevo dijo Mowgli-. Nunca antes se habían cruzado
los dholes por nuestro camino.
-Lo que es ahora, ha sido también antes. Lo que será, no es más que un
año olvidado que hiere al mirar hacia atrás. Manténte quieto mientras cuento
los años que tengo.
Durante más de una hora estuvo Mowgli echado sobre los anillos de la
serpiente, en tanto que Kaa, con la cabeza inmóvil sobre el suelo, pensaba en
todo lo que había visto y conocido desde que salió del huevo. Parecía
extinguirse la luz de sus ojos, los que parecían viejos ópalos, mientras que,
de cuando en cuando, daba una especie de torpes estocadas con la cabeza a
derecha e izquierda, como si estuviera cazando en sueños. Mowgli dormitaba,
porque sabía que nada hay como el sueño antes de la caza, y estaba acostumbrado
a hacerlo a cualquiera hora del día o de la noche.
Después Sintió que el cuerpo de Kaa crecía y se ensanchaba debajo del
suyo mientras la enorme serpiente pitón soplaba, silbando con el ruido de una
espada que se sacara de su vaina de acero.
-He visto todas las estaciones que ya pasaron -dijo al fin Kaa-; los
árboles enormes, los viejos elefantes, las rocas desnudas y ásperas cuando
todavía no las vestía el musgo. ¿Estás todavía vivo, hombrecito?
-Acaba de desaparecer la luna en el horizonte -respondió Mowgli-. No
entiendo...
-¡Hssh! Vuelvo a ser Kaa.
Sabía que no hacía de ello sino un momento. Iremos ahora al río para enseñarte
cómo deberás proceder contra los dholes.
Volvióse y se dirigió, recta como una flecha, hacia el lugar donde la
corriente del Waíngunga es mayor, y se hundió en el agua un poco más arriba de
la laguna que oculta la Roca de la Paz, y llevaba a Mowgli a su lado.
-No; no nades. Me deslizaré rápidamente. Te llevo a cuestas, hermanito.
Con su brazo izquierdo Mowgli se asió bien del cuello de Kaa, dejó caer
el derecho, pegado al cuerpo y puso los pies en punta. Kaa embistió entonces
contra la corriente como sólo ella era capaz de hacerlo; la ondulación del agua
formaba como una gorguera en torno del cuello de Mowgli y sus pies se balanceaban
en el remolino que se veía a cada lado de la serpiente. Un kilómetro o dos
arriba de la Roca de la Paz, se estrecha el Waingunga cuando pasa por una
garganta que forman unas rocas de mármol de veinticinco o treinta metros de
altura, y entonces la corriente se desliza como por un canal de molino entre
toda suerte de pedruscos. Mowgli, empero, no hizo caso del agua; poca habría en
el mundo capaz de amedrentarlo ni por un momento. Miraba a uno y otro lado de
aquella estrecha garganta y resoplaba como si estuviera incómodo, pues
percibíase en el aire un olor agridulce, muy parecido al de un gran hormiguero
en un día caluroso, Instintivamente hundióse todo en el agua, levantando sólo
de cuando en cuando la cabeza para respirar, hasta que Kaa, al fin, por medio
de una doble torsión de su cola, ancló en torno de una roca hundida,
manteniendo a Mowgli en el hueco que formaban sus anillos, en tanto que el agua
seguía su curso.
-Esta es la Morada de la Muerte dijo el muchacho-. ¿Por qué venimos
aquí?
-Duermen -dijo Kaa-. Hathi no desvía su camino ante el Rayado. Pero
Hathi y el mismo Rayado se apartan cuando vienen los dholes, y éstos, según se
dice, no cambian su rumbo por nada. Y sin embargo, ¿ante quién retrocede el
diminuto pueblo de las Rocas? Dime, amo de la selva, ¿quién es el verdadero amo
de la selva?
-Esas -murmuré Mowgli-. Aquí mora la muerte. Vámonos.
-No. Mira bien, porque ahora están durmiendo. Todo está como cuando yo
aún no tenía el largo de tu brazo.
Las rajadas y carcomidas rocas de aquella garganta del Waingunga habían
sido usadas desde el principio de la selva por el diminuto pueblo de las Rocas:
las laboriosas, feroces, salvajes y negras abejas de la India; como Mowgli lo
sabía muy bien, todo rastro de animal torcía hacia un lado u otro, más de
ochocientos metros antes de llegar a aquel sitio. Durante siglos había tenido
allí sus enjambres el pueblo diminuto y había pululado de grieta en grieta,
agrupándose una y otra vez, manchando el blanco mármol con miel seca, y
fabricando panales altos y profundos en la oscuridad de las cavernas
interiores, en donde ni los animales, ni el fuego ni el agua pudieran llegar
nunca.
La garganta parecía adornada en toda su longitud con negros cortinajes
de terciopelo que brillaban débilmente; Mowgli sintióse desfallecer al verlo,
pues aquella especie de cortinas eran los millones de abejas amontonadas que
allí dormían. Notábanse también otras protuberancias, adornos y cosas que
parecían carcomidos troncos de árboles prendidos en la superficie de las rocas:
restos viejos, abandonados, o acaso nuevas ciudades levantadas al abrigo de
aquella garganta que estaba resguardada del viento. Enormes y esponjosos
panales, ya podridos, habían rodado desde lo alto, pegándose en los árboles y
enredaderas que parecían asirse a la superficie de las rocas. Al escuchar
atentamente el muchacho, más de una vez oyó el ruido que al deslizarse
producían los panales llenos de miel al caer allá adentro, en las oscuras
galerías; después, rumor de alas que batían furiosamente y el pausado gotear de
la miel derramada que corría hasta llegar al borde de alguna abertura al aire
libre, chorreando desde allí lentamente sobre hojas y ramas. A un lado del río
había una especie de playa pequeñísima de menos de metro y medio de ancho,
llena de desechos acumulados allí durante innumerables años. Abejas muertas,
basura, panales viejos, alas de pequeñas mariposas merodeadoras que se habían
perdido en aquel lugar buscando miel; todo estaba amontonado formando un
finísimo polvo negro. Sólo el olor penetrante de aquel conjunto bastaba para
asustar a cualquier ser viviente que no tuviera alas y supiese lo que era el
pueblo Diminuto.
De nuevo se movió Kaa corriente arriba hasta llegar a un banco de arena
que se encontraba en el extremo de aquella garganta.
-Aquí está lo que mataron en esta estación -dijo-. ¡Mira!
Sobre el banco yacían los esqueletos de un par de ciervos y el de un
búfalo. Mowgli pudo cerciorarse de que ni lobos ni chacales habían tocado los
huesos, que estaban en posición natural sobre el suelo.
-Traspasaron el lindero; no conocían la ley -murmuró Mowgli-, y el
pueblo Diminuto los mató.
Vámonos antes de que despierten.
-No despiertan sino hasta el alba -dijo Kaa-. Te contaré ahora esto:
Venía un gamo perseguido desde el sur, hacia este sitio, hace muchas, muchas
lluvias; no conocía la selva, y en pos de él iba toda una perrada. Ciego de
miedo, saltó desde lo alto; la manada lo seguía guiándose con la vista, pues
corría desatinadamente tras él, ciega para todo rastro. Ya el sol estaba alto,
y el pueblo Diminuto era numeroso y estaba muy enfurecido. Muchos fueron los
perros que saltaron al Waingunga, pero, cuando llegaban al agua, ya estaban
muertos. Los que no saltaron, fueron muertos también sobre las rocas. Pero el
gamo quedó vivo.
-¿Cómo fue eso?
-Porque llegó él primero, corriendo para salvar la vida, y saltó antes
que el pueblo Diminuto estuviera alerta, ya estaba en el río cuando se juntaron
para matarlo. Pero la manada que venía detrás se perdió por completo bajo el
peso de aquéllas.
-¿Y vivió el gamo? -repitió pausadamente Mowgli.
-Por lo menos no murió entonces, aunque no contara con nadie que, al
caer, lo esperara para recibirlo sobre un cuerpo fuerte que lo protegiera del
agua, como cierta gruesa, sorda y amarilla Cabeza Chata esperará a un
hombrecito... sí; aunque detrás de él fueran todos los dholes del Dekkan
siguiéndole el rastro. ¿Qué opinas de eso?
La cabeza de Kaa estaba cerca del oído de Mowgli; pasó un poco de tiempo
antes de que el muchacho contestara.
-Es jugar con la muerte, pero... Kaa, a la verdad tú eres quien sabe
más en toda la selva.
-Muchos han dicho eso. Ahora, presta atención: si los dholes te
siguen...
-Como me seguirán con toda seguridad. ¡Ah! ¡Ah! Mi lengua les lanzará
agudísimas espinas que les escocerán la piel.
-Si te siguen furiosos y ciegos, sin mirar a ningún lado y mirándote
sólo a ti, los que no mueran arriba caerán al agua aquí o más abajo, porque el
pueblo Diminuto levantará el vuelo y los cubrirá a todos. Ahora bien, las aguas
del Waingunga siempre tienen hambre, y ellos no contarán con ninguna Kaa que
los sostenga cuando caigan; por eso, los que vivan, serán arrastrados por la corriente
hasta los bajíos, allá por los cubiles de Seeonee, y alli podrá tu manada
salirles al encuentro y arrojarse sobre sus gargantas.
-¡Ahai! ¡Eowawa! Mejor que esto, no lo es ni la lluvia que cae a tiempo
en la estación seca. Sólo queda ahora la pequeña cuestión de la carrera y del
salto. Haré que me conozcan los dholes, para que me persigan muy de cerca.
-¿Has visto la roca que se yergue sobre ti? ¿La has Visto desde la
tierra?
-No, ciertamente. No se me había ocurrido eso.
-Ve a verla. La tierra está podrida, llena de grietas y agujeros. Si
pones en falso uno de tus torpes pies, la cacería habrá terminado. Mira, te
dejaré aquí, y por el cariño que te tengo haré una cosa: iré a referirle a la
manada lo que hemos platicado para que sepan dónde podrán encontrar a los
dholes. En cuanto a mí, yo nada tengo que ver con ningún lobo.
Cuando a Kaa no le gustaba una amistad, lo demostraba con más rudeza
que cualquier otro habitante de la selva, excepto quizás Bagheera.
Nadó río abajo y al llegar a la Peña topóse con Fao y con Akela que
escuchaban los ruidos nocturnos.
-iHssh! ¡Perros! -dijo
alegremente-. Los dholes bajarán por el río. Si no tenéis miedo, podréis
matarlos en los bajíos.
-¿Cuándo llegarán? dijo Fao.
-¿Y dónde está mi hombre-cachorro? -preguntó Akela.
-Vendrán cuando hayan de venir -respondió Kaa-. Espéralos y verás. En
cuanto a tu hombrecachorro, al cual le hiciste empeñar su palabra y que has
conducido así a la muerte, tu hombrecachorro, digo, está conmigo, y si no está
ya muerto ahora mismo no tienes tú la culpa, ¡perro blanqueado! Espera aquí a
los dholes, y alégrate de que el hombrecachorro y yo peleemos a tu lado.
Tornó Kaa a remontar con rapidez la corriente y dio fondo en mitad de
la estrecha garganta, mirando hacia arriba, hacia el borde de los cantiles. Vio
de pronto la cabeza de Mowgli que se proyectaba contra las estrellas, luego
oyóse un rumor, como un silbido en el aire y el agudo schloop de un cuerpo que
caía de pie, y al minuto siguiente ya encontrábase el muchacho descansando de
nuevo sobre los anillos de Kaa.
-Este salto, de noche, no es nada dijo Mowgli suavemente-. He saltado
de doble altura sólo por divertirme; pero allá arriba sí que es mal sitio:
puros arbustos bajos y zanjas profundas, todos llenos del pueblo Diminuto.
Coloqué grandes piedras superpuestas en el borde de las tres zanjas.
Al correr, les daré con el píe y las lanzaré abajo, y así todo el
pueblo Diminuto se levantará detrás de mí, furioso.
-Eso es habladurías y astucias de hombre -dijo Kaa-. Eres listo, pero
ese pueblo está enfurecido siempre.
-No; al anochecer todas las alas descansan un rato, las que están cerca
y las que están lejos. Me entretendré con los dholes a esa hora, porque ellos
cazan mejor de día. Ahora siguen el rastro de sangre que dejó Won-tolla.
-Ni Chil abandona nunca un buey muerto, ni los dholes un rastro de
sangre -sentencié Kaa.
-Entonces les daré un rastro nuevo, hecho con su propia sangre, si
puedo, y les haré morder el polvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hasta que regrese
con mis dholes?
-Sí. Pero, ¿qué sucederá si te matan en la selva, o si el pueblo
Diminuto te mata antes que puedas saltar al río?
-Cuando llegue mañana, cazaremos lo de mañana -respondió Mowgli citando
un dicho de la selva; y prosiguió-: Cuando esté muerto, que me canten la
Canción de la Muerte. ¡Buena suerte, Kaa!
Apartó su brazo del cuello de la serpiente y descendió por la garganta
como si fuera un madero arrastrado por la avenida, chapoteando en dirección de
la lejana orilla donde el agua formaba un remanso, y riéndose a carcajadas de
puro gozo. A Mowgli nada le gustaba más que jugar con la muerte y mostrarle a
toda la selva que él era allí el amo y su archi-amo. Con frecuencia había
robado, ayudado de Baloo, colmenas que las abejas fabricaban en árboles
aislados; gracias a ello, sabía que el pueblo Diminuto no puede sufrir el olor
del ajo silvestre. Por tanto, recogió un haz de esas plantas, lo ató con una
tira de corteza, y luego empezó a seguir el rastro de sangre de Won-tolla,
hacia el sur y a partir de los cubiles, por espacio de más de una legua,
mirando los árboles con la cabeza inclinada a un lado, y riendo como loco al
mirar.
-He sido Mowgli, la Rana -se decía a sí mismo-; y he dicho que soy
Mowgli, el Lobo. Ahora me toca ser Mowgli, el Mono, antes de ser Mowgli, el
Gamo. Al fin acabaré por ser Mowgli, el Hombre. ¡Oh!
Y al decir esto pasó el pulgar por la hoja de su cuchillo, de dieciocho
pulgadas de largo.
El rastro de Won-tolla, todo él formado de oscuras manchas de sangre,
se deslizaba bajo un bosque de copudos árboles muy agrupados que se extendía
hacia el noroeste, y que clareaba gradualmente desde la distancia de media
legua antes de llegar a las Rocas de las Abejas. Desde el último árbol, hasta
llegar a la broza baja de esas rocas, era ya campo abierto en donde apenas
habría encontrado refugio un lobo. Corrió Mowgli por debajo de los árboles,
calculando las distancias entre rama y rama, encaramándose de cuando en cuando
en un tronco, y saltando por vía de ensayo de un árbol a otro, hasta que llegó
al campo abierto, al que estudió cuidadosamente durante una hora. Regresó
entonces y tomó de nuevo el rastro de Won-tolla donde lo había dejado, se
acomodó en un árbol que mostraba una rama saliente a unos dos metros y medio
del suelo, y allí permaneció sentado tranquilamente, afilando su cuchillo en la
planta del pie y cantando.
Poco antes del mediodía, cuando el calor era extremoso, escuchó ruido
de pasos y percibió el abominable olor de la manada de dholes que seguían, con
aire feroz, el rastro de Won-tolla. Vistos desde arriba los rojizos dholes no
parecían tener ni la mitad del tamaño de un lobo; pero Mowgli sabía cuán
fuertes eran sus pies y sus quijadas. Observó la cabeza puntiaguda y de color
bayo del que los dirigía, el cual olfateaba la pista, y le gritó:
-iBuena caza!
La fiera miró hacia arriba y sus compañeros se pararon detrás de él,
docenas y docenas de rojizos perros, de largas y colgantes colas, sólidas
espaldas, débiles patas traseras y ensangrentadas bocas. Por lo general, los
dholes son muy silenciosos y no guardan buenas formas incluso con los de su
manada. Eran unos doscientos los que se hallaban reunidos debajo de Mowgli,
pero éste vio que los delanteros olfateaban con aire de hambrientos el rastro
de Won-tolla, e intentaban que toda la manada siguiera adelante. Pero esto no
le convenía, porque entonces llegarían a los cubiles en pleno día; la intención
de Mowgli era entretenerlos allí, bajo el árbol, hasta el anochecer.
-¿Con qué permiso venís aquí? -les dijo.
-Todas las selvas son nuestras -fue la respuesta, y el dhole que se la
dio le mostró los blancos dientes.
Mowgli miró hacia abajo sonriendo, e imitó perfectamente el agudo
chillido y la especie de charla de Chikai, el ratón saltador del Dekkan, dando
a entender con esto que tenía en tan poco a los dho!es como al mismo Chikai. Se
agrupó entonces la perrada alrededor del tronco, y el que la dirigía ladró
furiosamente llamándole a Mowgli mono. Por toda respuesta, alargó el muchacho
una de sus desnudas piernas y movió los dedos del pie, precisamente sobre la
cabeza del perro. Esto fue suficiente, demasiado suficiente para poner fuera de
sí a toda la manada. Los que tienen pelo entre los dedos, no gustan de que
nadie se lo recuerde. Apartó Mowgli su pie cuando el jefe saltó para
mordérselo, y le dijo suavemente:
-¡Perro, perro rojizo! ¡Vuélvete al Dekkan a comer lagartos! ¡Vete con
Chikai, tu hermano... perro... perro rojizo, rojizo! ¡Tienes pelo entre los
dedos! -y movió sus propios dedos por segunda vez.
-iBaja de allí antes que te sitiemos por hambre, mono pelón! -aulló la
manada, y eso era precisamente lo que Mowgli quería.
Acostóse a lo largo de la rama, apoyada una mejilla contra la corteza,
libre su brazo derecho, y en esta posición le dijo a la manada lo que pensaba y
sabía de ella, sus maneras, sus costumbres, compañeros y pequeñuelos. No hay en
el mundo lenguaje tan rencoroso y ofensivo como el que usa el pueblo de la
selva para mostrar su superioridad y su desprecio. Si piensan ustedes durante
un momento, verán cómo esto tiene que ser así. Como le había dicho Mowgli a
Kaa, tenía en la lengua espinas muy punzantes, y poco a poco, y asimismo
deliberadamente, llevó a los dholes desde el silencio a los gruñidos, de éstos
a los aullidos, y de los aullidos a la más sorda e imponente rabia. Intentaron
contestar sus improperios, pero lo mismo hubiera intentado hacerlo un cachorro
al que hubiese enfurecido con su lenguaje Kaa; durante todo este tiempo, la
mano derecha (de Mowgli estuvo siempre junto al costado, encogida y pronta para
la acción, mientras sus pies se cruzaban en torno de la rama. El enorme jefe
bayo había saltado muchas veces en el aire, pero Mowgli no quiso arriesgarse a
dar un golpe en falso. Por último, enfurecido hasta lo indecible, saltó el
animal a más de dos metros desde el nivel del suelo. Entonces la mano del
muchacho lanzóse hacia aquél como si fuera la cabeza de una de las serpientes
que viven en los árboles y lo aferró por la piel del pescuezo; la rama se
sacudió de tal modo cuando echó hacia atrás todo el peso de su cuerpo, que casi
arrojó a Mowgli al suelo. Pero no soltó a su presa, y, pulgada a pulgada,
levantó a la bestia que colgaba de su mano como un chacal ahogado. Con la mano
izquierda asió su cuchillo y cortó la roja y peluda cola y arrojó después al
suelo al dhole. No necesitaba hacer más. La manada ya no seguiría el rastro de
Won-tolla, hasta que mataran a Mowgli o Mowgli los matara a ellos. Vio que se
sentaban formando círculos y con un temblorcillo en las ancas, lo que
significaba que allí permanecerían; por tanto, encaramóse a un sitio más alto
donde se cruzaban dos ramas, apoyó allí la espalda con toda comodidad y se
quedó dormido.
Despertó al cabo de tres o cuatro horas y contó los perros de la
manada. Todos estaban allí, silenciosos, hoscos, secas las fauces y los ojos
fríos como el acero. El sol empezaba a ponerse.
Dentro de media hora, el pueblo Diminuto de las rocas terminaría su
labor, y, como ya se dijo, los dholes no pelean tan bien a la hora del
oscurecer.
-No necesitaba tan buenos vigilantes -dijo cortésmente, poniéndose en
pie en la rama-; pero ya me acordaré de esto. Son ustedes verdaderos dholes,
pero, en mi opinión, demuestran demasiado celo. Por eso no le entregaré su cola
al comedor de lagartos. ¿No estás contento, perro rojizo?
-Yo mismo te sacaré las tripas -aulló el jefe de la manada, arañando el
pie del árbol.
-No harás tal. En vez de eso, piensa un poco, sabia rata del Dekkan.
Verás cuántas camadas nacerán de perrillos rojos sin cola; eso es, con
muñoncitos rojos en carne viva que les escocerán cuando la arena arda,
calentada por el sol. Vuélvete a tu casa, perro rojizo. y publica que un mono
te ha hecho eso. ¿No te irás? Entonces, ven conmigo y yo te enseñaré a ser
discreto.
Saltó entonces Mowgli, al estilo de los Bandar-log, al árbol más
próximo; de éste, al siguiente, y luego al otro y al de más allá, y le seguían
siempre los perros, levantada la cabeza, hambrientos.
De cuando en cuando fingía caerse, y los de la manada se atropellaban
los unos a los otros en su prisa por ser los primeros en matarlo. Era un
espectáculo curioso: el muchacho saltando por las ramas más altas de los
árboles, brillando su cuchillo a la luz del sol que ya estaba bajo, y la
silenciosa manada rojiza que parecía de fuego apiñándose y siguiéndolo desde
abajo. Cuando llegó al último árbol, cogió los ajos que llevaba y se frotó con
ellos el cuerpo todo cuidadosamente, y los dholes aullaron despectivamente.
-Mono con lengua de lobo, ¿crees que así nos harás perder tu rastro?
-dijeron-. Te seguiremos hasta matarte.
-Toma tu cola -respondió Mowgli, arrojando hacia atrás la que había
cortado, y la manada, instintivamente, se precipitó sobre ella-. Y ahora,
síganme, hasta la muerte.
Se había deslizado por el tronco de un árbol, y corría, desnudos los
pies y ligero como el viento hacia las Rocas de las Abejas, antes de que los
dholes comprendieran lo que iba a hacer.
Lanzaron éstos un profundo aullido, y empezaron a correr con aquel
largo y pesado galope que acaba por rendir al fin a cuanto sea capaz de correr.
Sabía Mowgli que, juntos en manada, su velocidad era muy inferior a la de los
lobos; de lo contrario, nunca se hubiera arriesgado a aquella carrera de media
legua en campo abierto. Ellos estaban seguros de que por último se apoderarían
del muchacho, y él lo estaba también de que podía jugar con ellos como
quisiera. Toda su labor consistía en mantenerlos suficientemente excitados tras
él para evitar que se volvieran antes de tiempo. Corría metódicamente, con paso
igual y gran elasticidad, y el jefe sin cola iba a cinco metros detrás de él y
lo seguían los demás en un espacio de terreno que podría medir unos
cuatrocientos metros, locos, ciegos de coraje todos los dholes, y ansiosos de
matar. Así mantuvo el muchacho su distancia, sirviéndose del oído para
calcularla, reservando su último esfuerzo para cuando se lanzara entre las
Rocas de las Abejas.
El pueblo Diminuto se había entregado al sueño al empezar el ocaso,
porque no era aquella la estación en que se abren tarde las flores. Pero cuando
sonaron los primeros pasos de Mowgli en el suelo hueco, oyó tal ruido que no
parecía otra cosa sino que la tierra entera rezumbara. Entonces corrió como
nunca antes había corrido en su vida, y dio un puntapié a uno, a dos, a tres de
los montones de piedras, arrojándolas en las oscuras grietas que exhalaban un
olor dulzón. Oyó una especie de bramido, parecido al del mar cuando invade una
caverna; miró con el rabillo del ojo y vio que el aire se oscurecía a su
espalda. Vio también la corriente del Waingunga allá abajo, y sobre el agua una
cabeza chata de forma parecida a un diamante. Saltó al vacío con toda su
fuerza, oyendo cómo se cerraban las quijadas del dhole sin cola, cuando iba por
el aire, y cayó en el río, de pie, salvo ya, sin aliento y triunfante. Ni una
picadura tenía en el cuerpo porque el olor del ajo había mantenido a distancia
al pueblo Diminuto durante los breves segundos que estuvo entre las abejas.
Cuando surgió a la superficie del agua, lo sostenían los anillos de
Kaa, y multitud de cosas saltaban desde el borde del acantilado; grandes
montones, según parecía, de abejas apiñadas que descendían como plomos de
sondas; pero antes de que cualquiera de ellos tocara el agua, volaban las
abejas hacia arriba y el cuerpo de un dhole daba volteretas en la corriente,
que lo arrastraba.
Mowgli y su compañera oían allá, sobre su cabeza, furiosos y breves
aullidos, pronto ahogados por una especie de bramido como cuando rompe el mar
contra los escollos: el enorme rumor de las alas del pueblo Diminuto de las
Rocas.
Asimismo algunos de los dholes habían caído en las grietas que
comunicaban con las cavernas subterráneas, en donde, ahogándose, peleaban y
mordían entre los panales desprendidos, y al cabo eran levantados, aun cuando
ya estuvieran muertos, por las ascendentes oleadas de abejas que había debajo
de ellos, y arrojados a algún agujero frente al río y de allí lanzados a los
negros montones de basura. Otros dholes saltaron sobre los árboles de los
acantilados, y las abejas cubrían sus cuerpos hasta borrar sus contornos; pero
la inmensa mayoría de ellos, locos por las picaduras, se habían arrojado al
río, y, como Kaa lo había dicho, el Waingunga está siempre hambriento.
Kaa sostuvo a Mowgli fuertemente hasta que recuperó el aliento el
muchacho.
-Es preferible no permanecer aquí -dijo-. El pueblo Diminuto está
alborotado en verdad. ¡Ven!
Nadando tan aplastado contra el agua cuanto le era posible y
zambulléndose con frecuencia, Mowgli descendió por el río, cuchillo, en mano.
-iDespacio! ¡Despacio! -decía Kaa-. Un solo diente no matará a
centenares, a menos que sea un diente de cobra, y muchos dholes se arrojaron de
inmediato al agua cuando vieron al pueblo Diminuto.
-Así tendrá más trabajo mi cuchillo, entonces. ¡Fai! ¡Cómo nos siguen
las abejas!
Mowglí se zambulló de nuevo. La superficie del agua estaba cubierta de
abejas que zumbaban irritadas y picaban cuanto hallaban a su paso.
-Nada se ha perdido nunca con guardar silencio -dijo Kaa; ningún
aguijón podía atravesar sus escamas-, y tienes toda la noche para tu cacería.
¿Oyes cómo aúllan?
Casi la mitad de la manada había visto la trampa en que habían caído
sus compañeros, y volviéndose rápidamente a un lado se habían arro,jado al agua
donde la garganta formaba ribazos.
Sus gritos de rabia y sus amenazas contra el "mono de los
bosques" que los había engañado tan vergonzosamente, se confundían con los
aullidos y el gruñir de los que habían sido atormentados por las picaduras del
pueblo Diminuto. Quedarse en la ribera, era la muerte segura, y bien lo sabía
cada uno de los dholes. Su manada iba río abajo dirigiéndose a los profundos
remansos de la Laguna de la Paz, pero incluso hasta allí los seguía el pueblo
Diminuto y los obligaba a volver al centro de la corriente. Podía escuchar
Mowgli la voz del jefe sin cola animando a los suyos y diciéndoles que mataran
a todos los lobos de Seeonee; pero no perdió su tiempo escuchándola.
-iAlguien mata en la oscuridad, detrás de nosotros! -ladró uno de los
dholes-. El agua está teñida de sangre.
Mowgli se había zambullido y nadaba como si fuera una nutria, arrojó a
uno de los dholes bajo el agua antes que tuviera tiempo de abrir el hocico, y
surgieron a la superficie unos círculos oscuros al aparecer el cuerpo que se
volvía de lado. Los dholes intentaron retroceder pero la corriente se lo
impidió, y el pueblo Diminuto continuaba picándolos en la cabeza y en las
orejas; podían oír, además, el reto de la manada de Seeonee que se escuchaba
cada vez más fuerte y profundo en la oscuridad creciente.
Nuevamente se zambulló Mowgli, y otro dhole fue a parar bajo el agua, y
luego surgió, muerto, y estalló de nuevo el clamor entre los rezagados de la
manada, aullando algunos que debían ganar la orilla, en tanto que otros
llamaban a su jefe y le pedían que los volviera al Dekkan, y otros, por último,
desafiaban a Mowgli a que se presentara para matarlo.
-Ésos vienen a la pelea con pensamientos diferentes y muchas voces
-dijo Kaa-. Lo que falta hacer corresponde a los tuyos allá abajo. El pueblo
Diminuto regresa a dormir; ya se alejaron mucho persiguiéndonos. Ahora yo
también me regreso porque no soy de la misma clase que los lobos.
¡Buena caza, hermanito, y recuerda que los dholes dirigen abajo sus
mordiscos!
Llegó un lobo corriendo en tres patas por la ribera del río, ora
saltando, ora ladeando y aplastando la cabeza contra el suelo, ya encorvando la
espalda, ya saltando a tanta altura como le era posible, como si estuviese
jugando con sus cachorros. Era Won-tolla, el Solitario; no decía palabra, sino
que continuaba su horrible juego persiguiendo a los dholes. Éstos hacía ya rato
que estaban en el agua y les pesaba el mojado pelo y las gruesas colas que les colgaban
como esponjas, tan rendidos que también ellos callaban, mirando aquel par de
ojos llameantes que se movían frente a ellos.
-¡Esto no es cazar según las reglas! -dijo uno, jadeando.
-¡Buena suerte! -dijo Mowgli surgiendo completamente del agua al lado
de la fiera, clavándole su largo cuchillo junto a la espaldilla y apretando
todo lo que pudo para evitar la dentellada del agonizante.
-¿Estás allí, hombre-cachorro? -gritó Won-tolla desde la orilla.
-Pregúntaselo a los muertos, Solitario -respondió Mowgli-. ¿No has
visto bajar a ninguno por el río? ¡Les hice morder el polvo a esos perros! Les
jugué una mala pasada a plena luz del día y a su jefe le corté la cola; pero
todavía quedan allí algunos para ti. ¿Hacia dónde quieres que los obligue a ir?
-Esperaré -dijo Won-tolla-. Me queda aún toda la noche.
Cada vez se oían más cerca los aullidos de los lobos de Seeonee.
-iPor la manada! ¡Por la manada en pleno, lo que hemos jurado!
Y un recodo del río arrojó a los dholes entre la arena y los bajíos que
había frente a los cubiles.
Y entonces se dieron cuenta de su error. Debieron haber saltado a
tierra unos ochocientos metros más arriba y atacar a los lobos en terreno seco.
Pero ahora ya era demasiado tarde. En la orilla se veía una línea de ojos que
parecían de fuego, y excepto el horrible feeal no interrumpido desde la puesta
del sol, no se percibía ningún ruido en la selva. Parecía como si Won-tolla los
hubiera atraído para que tomaran tierra allí.
-¡Den la vuelta y ataquen! -dijo el jefe de los dholes.
La manada entera se lanzó a la playa, chapoteando en los bajíos, hasta
que toda la superficie del río se agitó y cubrió de blanca espuma, formando
círculos que iban de un lado a otro del río como los de un barco. Mowgli siguió
la embestida, acuchillando y rebanando mientras los dholes corrían apiñados por
la orilla como una ola.
Entonces empezó la gran lucha, levantándose, agarrándose, aplanándose,
haciéndose pedazos los unos a los otros, agrupados o diseminados, a lo largo de
la roja, húmeda arena, por encima o entre las enredadas raíces de los árboles,
al través o en medio de los matorrales, entrando y saliendo por lugares
cubiertos de yerba, pues aun entonces la proporción entre dholes y lobos era de
dos a uno.
Pero los lobos luchaban por cuanto constituía la razón de ser de su
manada, y no eran ya sólo los flacos y altos cazadores de otras veces, de
pechos hundidos y blancos colmillos, sino que a ellos se juntaban las lahinis
de mirada ansiosa (las lobas de cubil, como se las llama), que luchaban por sus
camadas y que intercalaban entre ellas de cuando en cuando a algún lobo de un
año, de piel lanosa aun, que iba a su lado tirando y agarrándose a su madre. Un
lobo, como sabéis, ataca arrojándose a la garganta o mordiendo en los costados,
en tanto que un dhole generalmente procura morder en el vientre; así, cuando
peleaban fuera del agua y tenían que levantar la cabeza, los lobos llevaban
ventaja. En la tierra, en cambio, se hallaban en condiciones de inferioridad.
Pero, ya en el agua, ya en tierra, el cuchillo de Mowgli no descansaba ni un
segundo. Los cuatro, finalmente, se habían abierto paso hasta llegar a su lado.
El Hermano Gris, agachado entre las rodillas del muchacho, le protegía el
vientre, en tanto que los demás le cuidaban la espalda y los costados, o lo
cubrían con su cuerpo cuando la sacudida y el aullido de un salto de uno de los
dholes, contra la resistente hoja del cuchillo, lo hacía caer de espaldas. Los
demás que combatían, formaban una masa desordenada y confusa, una apretada y
ondulante multitud, que se movía de derecha a izquierda y de izquierda a
derecha a lo largo de la ribera; o que giraba pausadamente una y otra vez en
derredor de su propio centro. Y aquí se elevaba como una trinchera, se hinchaba
como burbuja de agua en un torbellino; la burbuja se rompía y lanzaba a cuatro
o cinco perros heridos, cada uno de los cuales luchaba por volver al centro.
Allá podía verse a un lobo solo, derribado por dos o tres dholes a los que
arrastraba penosamente, desfalleciendo con el esfuerzo. Más allá, un cachorro
de un año era elevado en el aire por la presión de los que lo rodeaban, aunque
ya hacía rato que estaba muerto, en tanto que su madre, enloquecida de rabia,
pasaba y volvía a pasar, mordiendo siempre; y en medio de la pelea, sucedía
acaso que un lobo y un dhole, olvidados de todos los demás, se preparaban para
un combate singular queriendo cada uno ser el primero en morder, hasta que
repentinamente, un torbellino de furiosos combatientes los arrastraba a
entrambos. En una ocasión Mowgli pasó junto a Akela que llevaba a un dhole en
cada flanco y apretaba sus quijadas, casi ya sin dientes, sobre los ijares de
un tercero. Otra vez vio a Fao con los dientes clavados en la garganta de un
dhole, arrastrándolo hacia adelante para que los lobos de un año acabaran con
él.
Pero lo principal de la lucha no era sino ciega confusión y un ahogarse
en la oscuridad; dar golpes, pernear, caerse, ladrar, gruñir, mucho morder y
desgarrar en torno suyo, debajo de él y por encima de él. Conforme avanzaba la
noche, el rápido e insoportable movimiento giratorio aumentó.
Los dholes se sentían acobardados y temerosos para atacar a los lobos
más fuertes, pero aún no se atrevían a huir. Mowgli adivinó que la pelea tocaba
a su fin, y contentóse ya nada más con herir y dejar inutilizadas a sus
víctimas. Los lobos de un año tornábanse más atrevidos; ya era posible de
cuando en cuando tomar un respiro, hablar con el compañero que estaba al lado,
y el brillo del cuchillo hacía que retrocediera alguno de los perros.
-Ya casi no queda sino el hueso por roer -gritó el Hermano Gris que
manaba sangre por veinte heridas.
-Pero hay que roerlo -respondió Mowgli-. ¡Eowawa! ¡Así se hacen las
cosas en la selva!
La roja hoja del cuchillo, corriendo como llamarada, se hundió en los
ijares de un dhole cuyos cuartos traseros quedaban ocultos por un lobo que lo
tenía agarrado.
-iEs mi presa! -gruñó el lobo arrugando la nariz-. ¡Déjamelo!
-¿Tienes aun vacío el vientre, Solitario? -dijo Mowgli.
Won-tolla había sido terriblemente herido; pero mantenía paralizado al
dhole que no podía volverse para morderlo.
-¡Por el toro que me rescató! -exclamó Mowgli con amarga sonrisa-. ¡Si
es el rabón!
En efecto, era el perro de color bayo que dirigía la manada.
-No es discreto matar cachorros y lahinis -prosiguió Mowgli
filosóficamente, limpiándose la sangre que le cubría los ojos-; a no ser que
haya matado también al Solitario, y me parece que ahora Won-tolla te matará a
ti.
Acudió un dhole en ayuda de su jefe; pero antes de que clavara sus
dientes en el costado de Won-tolla, el cuchillo de Mowgli se clavó en la
garganta del perro y el Hermano Gris se encargó de rematarlo.
-¡Así se hacen las cosas en la selva! -dijo de nuevo Mowgli.
Won-tolla nada dijo; tan sólo sus quijadas fueron cerrándose cada vez
más sobre el espinazo del dhole al paso que su propia vida se extinguía. Se
estremeció el dhole, cayó su cabeza y quedó inmóvil, mientras que el mismo
Won-tolla caía también sobre su cuerpo.
-iHuh! La deuda de sangre está pagada dijo Mowgli-. Canta la canción,
Won-tolla.
-No cazará ya más dijo el Hermano Gris-. Y Akela también guarda
sllencio desde hace mucho rato.
-iRoímos ya el hueso! -tronó Fao, el hijo de Faona-. ¡Huyen! ¡
Mátenlos! ¡ Extermínenlos, cazadores del Pueblo Libre!
Uno tras otro se rétiraban los dholes de aquella oscura y ensangrentada
arena hacia el río, hacia la espesa selva, río arriba o río abajo, según donde
veían despejado el camino.
-iLa deuda! ¡La deuda! -gritó Mowgli-. ¡Que paguen la deuda!
¡Asesinaron al Lobo Solitario! ¡Que no escape con vida ni uno solo!
Volaba hacia el río, con el cuchillo en la mano, para detener a
cualquier perro que intentara arrojarse al agua, cuando, bajo un montón de
nueve cadáveres, vio surgir la cabeza y los cuartos anteriores de Akela. Mowgli
cayó de rodillas al lado del Lobo Solitario.
-¿No te dije que ésta sería mi última pelea? -dijo Akela, jadeando-. Ha
sido una buena caza... ¿Y
tú, hermanito?
-Estoy vivo, y he matado a muchos.
-¡Muy bien! Yo me muero, y quisiera... quisiera morir a tu lado,
hermanito.
Mowgli apoyó en sus rodillas la cabeza llena de horrorosas heridas y
puso sus brazos en torno del cuello, desgarrado también.
-Ha pasado ya mucho tiempo desde aquellos días en que vivía Shere Khan
y en que un hombrecachorro se revolcaba desnudo en el polvo.
-¡No! ¡No! ¡Yo soy un lobo! ¡Yo soy de la misma raza que el Pueblo
Libre! -dijo Mowgli llorando. ¡Yo no tengo la culpa de ser un hombre!
-Eres un hombre, hermanito, lobato a quien he vigilado. Eres un hombre;
de la contrario, la manada hubiera huido frente a los dholes. Yo te debo la
vida, y hoy le salvaste la vida a la manada, como yo te salvé a ti. ¿Lo
olvidaste? Todas las deudas están ya pagadas. Vete con tu propia gente. Te lo
repito, luz de mis pupilas: la cacería ha terminado. Vete con tu propia gente.
-No iré nunca. Cazaré solo en la selva. Ya lo he dicho.
-Tras el verano vienen las lluvias, y después de las lluvias, la
primavera. Vete, antes de que te veas obligado a hacerlo.
-¿Quién me obligará?
-Mowgli mismo obligará a Mowgli. Vuelve con tu gente. Vuelve con los
hombres.
-Pues me iré cuando Mowgli sea quien obligue a Mowgli a marcharse
-respondió el muchacho.
-Nada más tengo que decirte, dijo Akela. Hermanito, ¿podrías levantarme
y ponerme en pie?
También yo fui jefe del Pueblo Libre.
Muy cuidadosa y suavemente, Mowgli apartó los cuerpos amontonados y
puso en pie a Akela, abrazándolo, y el Lobo Solitario resolló con fuerza y
empezó a cantar la Canción de la Muerte que todo jefe de manada debe cantar al
morir. Adquiría mayor fuerza por momentos, elevándose, resonando al través del
río, hasta llegar al grito final de: "¡Buena caza!" Entonces se
arrancó Akela de los brazos de Mowgli por un instante, y, saltando en el aire,
cayó de espaldas, muerto, sobre la última y terrible matanza.
Se sentó Mowgli con la cabeza entre las rodillas, sin atender a cosa
alguna, en tanto que los rezagados dholes que huían eran perseguidos y
destrozados por las implacables lahinis. Poco a poco cesaron los gritos, y los
lobos regresaron renqueando, porque sus heridas los molestaban más y más, para
recontar las pérdidas que habían sufrido. Quince de los de la manada y media
docena de lahinis quedaron muertos junto al río, y ninguno de los otros había
salido indemne. Y Mowgli permaneció allí sentado hasta el alba, cuando sintió
en su mano el hocico enrojecido y húmedo de Fao, y entonces Mowgli se apartó y
le mostró el demacrado cuerpo de Akela.
-¡Buena suerte! -dijo Fao, como si Akela estuviese todavía vivo, y
luego, hablando a los otros por encima de su ensangrentada espaldilla, gritó.-:
¡Aullad, perros! ¡Esta noche ha muerto un lobo!
Pero de toda la manada de doscientos luchadores dholes, que pregonaban
ser amos de todas las selvas, y que no había ser viviente que pudiera batirse
con ellos, ni uno solo volvió al Dekkan para repetir las palabras de Fao.
La Canción de Chil
(Esta es la canción que entonó Chil cuando los milanos descendieron uno
tras otro al cauce del río, una vez terminada la gran batalla. Chil es amigo de
todo el mundo, pero es una criatura que tiene corazón de hielo, porque sabe que
casi todos en la selva irán a parar a él un día u otro.)
Mis compañeros eran; frente a mí corrían por la noche,
(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!).
Pero ahora silbo sobre sus cuerpos,
pues todo ha terminado.
(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).
Palabra me dieron: me avisarían donde botín hubiera;
palabra les di: mostrarles yo también al gamo en la llanura.
Aquí termina toda huella; enmudecieron por siempre.
Los viejos guías de la manada
(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)
Los que al sambhur acorralaban o se apoderaban de él cuando pasaba...
(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).
Aquellos que explorar solían, los que se adelantaban,
los rezagados... No seguirán más pistas,
no cazarán ya juntos.
Eran mis compañeros. ¡Piedad siento por su muerte!
(¡Frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)
Ahora mi canción se eleva por ellos, por ellos
a quienes conocí orgullosos.
(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!)
Flancos rotos, ojos hundidos, hocicos abiertos y rojos,
entrelazados, descarnados y solos yacen, muertos sobre muertos.
Todo rastro aquí termina...
¡Los míos quedarán hartos con tanta carne!
Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento VII - Rudyard Kipling"
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