Viene de "El Libro de la Selva - Cuento X - Rudyard Kipling"
Los Servidores de Su Majestad
Por quebrados podéis resolverlo,
o también por regla de tres;
pero el camino de Tweedledum,
no es el de Tweedledee.
Torced el problema, revolvedlo,
plegadlo como gustéis;
pero el camino de PillyWinky
no es el mismo que el de WínkiePop.
Copiosa lluvia había estado cayendo durante un mes entero... Había
caído sobre un campamento de treinta mil hombres, millares de camellos,
elefantes, caballos, bueyes y mulas, reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi,
para que el virrey de la India le pasara revista. éste recibía la visita del
emir de Afganistán, rey salvaje de un salvajísimo país; el emir había traído,
acompañándole, una guardia de ochocientos hombres e igual número de caballos
que nunca antes habían visto un campamento o una locomotora; hombres salvajes y
caballos salvajes también sacados de algún lugar del corazón de Asia Central.
Cada noche, un pelotón de esos caballos rompía las cuerdas que los sujetaban y
se lanzaban estrepitosamente de un lado al otro del campamento, entre el barro
y la oscuridad; o bien los camellos se desataban y corrían por allí tropezando
con las cuerdas que sostenían las tiendas; ya puede imaginarse lo agradable que
esto sería para los hombres que intentaban dormir. Mi tienda estaba situada
lejos de las filas de camellos, y por eso pensaba yo encontrarme en sitio
seguro. Pero una noche un hombre asomó la cabeza por mi tienda y gritó:
-¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaron mi tienda!
Ya sabía yo quiénes venían, por tanto, me puse las botas, me eché
encima el impermeable y salí corriendo por un lado. Mi perrita foxterrier,
Vixen, salió por el otro lado. Al cabo de un momento, se escuchaban bramidos,
gruñidos y ruidos guturales como burbujeos, y vi cómo mi tienda se hundía,
porque el palo que la sostenía había saltado en pedazos; la tienda empezó a
danzar como duende loco. Un camello que había entrado se había enredado en
ella, y aunque estaba yo todo mojado y enojado, no pude menos de reírme.
Después salí corriendo, porque no sabía cuántos camellos se habían soltado, y
poco tiempo después perdí de vista el campamento, y caminaba con dificultad por
el barro.
Caí por último sobre la cureña de un cañón, y con esto supe que me
encontraba cerca de las líneas de artillería donde las piezas son colocadas por
la noche. Como no quería seguir vagando bajo la lluvia y en medio de la
oscuridad, coloqué mi impermeable sobre la boca de uno de los cañones, formando
así una especie de choza con dos o tres atacadores que encontré, y me tendí
sobre la cureña de otro cañón, preguntándome dónde andaría Vixen y dónde me
encontraba yo.
Cuando iba a dormirme, escuché un rumor de arreos y algo como un
gruñido, y un mulo pasó a mi lado sacudiendo las mojadas orejas. Pertenecía a
una batería de cañones atornillables o de montaña, porque podía yo oír el ruido
de las correas, anillas, cadenas y demás pegando sobre el basto. Estos cañones
son pequeños; se componen de dos piezas que se unen en el momento en que van a
usarse. Se llevan con facilidad por las montañas, en cualquier lugar donde los
mulos hallen un sendero, y son muy útiles en los países donde abundan las
rocas.
Detrás del mulo venía un camello cuyos enormes pies blandos se hundían
y resbalaban en el barro, y su cuello se balanceaba hacia acá y hacia allá,
como el de una gallina perdida. Por fortuna conocía yo bastante el lenguaje de
los animales (no el de los salvajes, por supuesto, sino el de los que se hallan
en los campamentos) por haberlo aprendido de los indígenas, y pude saber lo que
decía entonces.
Debía ser el mismo camello que entró en mi tienda, porque le gritó al
mulo:
-¿Qué haré? ¿A dónde iré? Luché contra una cosa blanca que se movía, y
ella cogió un palo y me pegó en el cuello - Se refería al palo roto de mi
tienda, y yo me alegré mucho al oírlo -. ¿Seguiremos corriendo?
-¡Ah! ¡Conque eres tú y tus amigos los que han perturbado al
campamento! -dijo el mulo-. ¡Muy bien! Ya te darán una paliza en cuanto
amanezca. De todos modos, yo te daré algo a cuenta.
Oí el ruido que hacían los arreos al retroceder el mulo y al soltarle
al camello dos coces en las costillas que resonaron como un tambor.
-Otra vez -dijo el mulo, lo pensarás mejor antes de correr por entre
una batería, de noche, gritando: ¡a ése! o ¡fuego! Échate y no sigas moviendo
ese estúpido cuello tuyo.
Se dobló el camello como suelen hacerlo ellos, como una escuadra, y se
echó dando gemidos. Se oyó en la oscuridad un acompasado ruido de cascos, y un
gran caballo del ejército se acercó galopando con la misma regularidad que si
estuviera en un desfile, saltó por encima de una cureña y se paró junto al
mulo.
-¡Es una vergüenza! -dijo, resoplando. ¡De nuevo metieron bulla por
nuestras filas esos camellos...! Es la tercera vez en la semana. ¿Cómo
mantendrá su buen estado un caballo si no se le permite dormir? ¿Quién anda por
allí?
-Soy el mulo que porta la cureña del cañón número dos de la primera
batería de montaña -explicó el mulo-, y aquel es uno de vuestros amigos. A mí
también me despertó. ¿Quién es usted?
-Número 15, Escuadrón E, del Noveno de Lanceros... Soy el caballo de
Dick Cunliffe. Échate un poco allá; así.
-¡Mil perdones! dijo el mulo. Todavía hay demasiada oscuridad para
poder ver bien. ¡Vaya si estos camellos arman una bulla tremenda por nada! Yo
me fui de mis líneas para ver si aquí puedo tener algo de paz y tranquilidad.
-Señores míos -dijo el camello humildemente-, tuvimos pesadillas esta
noche y nos asustamos mucho. Yo no soy más que uno de los camellos de carga del
39 de la infantería indígena, y no soy tan valiente como ustedes, señores míos.
-Entonces, ¿por qué diablos no te estás quieto en tu sitio y llevas el
bagaje del 39 de infantería indígena, en vez de correr por todo el campamento?
-rezongó la mula.
-¡Es que las pesadillas fueron tan horribles!. .. -repuso el camello.
Siento mucho lo ocurrido. Pero,
¡escuchen! ¿Qué es eso? ¿Echamos a correr de nuevo?
-¡Échate! dijo el mulo. Si no, te romperás esas largas piernas entre
los cañones. -Enderezó una oreja y escuchó-. ¡Bueyes! -exclamó-. Los bueyes que
arrastran los cañones. ¡Por vida de...! Tú y tus amigos despertaron a todo el
campamento. Se requiere mucho alboroto, para hacer que uno de los bueyes de las
baterías se levante.
Oí yo una cadena que se arrastraba por el suelo, y llegó uno de los
pares de enormes y tercos bueyes blancos que arrastran los pesados cañones de
sitio cuando los elefantes ya no se atreven a acercarse más al fuego del
enemigo; llegó, y cada uno empujaba el hombro contra el otro. Y casi pisando la
cadena venía también un mulo de las baterías, llamando a grandes voces a Billy.
-Es uno de nuestros reclutas -dijo el mulo viejo al caballo. Me llama.
¡Aquí estoy, muchacho, Basta de chillar! La oscuridad nunca hizo daño a nadie.
Los bueyes estaban echados juntos y empezaron a rumiar; pero el mulo
joven se puso junto a Billy.
-¡Qué cosas! -dijo-. ¡Espantables y terribles cosas, Billy! Se echaron
sobre nuestras filas mientras estábamos durmiendo. ¿Crees que nos matarán?
-¡Me dan ganas de darte una coz de padre y señor mío! -respondió
Billy-, ¡A un mulo de tu estampa, tan bien entrenado, deshonrar a la batería
ante estos caballeros!.
-¡Poco a poco! -dijo el caballo. Recuerden que así son todos siempre al
principio. La primera vez que yo vi a un hombre (esto fue en Australia, cuando
yo tenía tres años), corrí durante medio día, y si hubiera visto a un camello,
todavía estaría corriendo.
Casi todos los caballos de la caballería inglesa se llevan a la India
desde Australia, y los mismos soldados son los que los doman.
-¡Muy cierto! -afirmó Billy-. Ya no tiembles, muchacho. La primera vez
que me enjaezaron por completo, con todas las cadenas a mi espalda, me paré en
dos pies y rompí todo a coces. No había aprendido aún la verdadera ciencia de
cocear, pero todos los de la batería dijeron que nunca habían visto cosa igual.
-Pero no era ruido de arreos ni retintín alguno lo que ahora se oía
dijo el mulo joven-. Ya sabes que esto ya no me importa, Billy. Eran cosas
parecidas a árboles, y caían entre las filas con rumores de burbujeos; y mi
cabestro se rompió, y no pude hallar al que me cuida, ni te pude hallar a ti,
Billy; por tanto me escapé con... con estos caballeros.
-¡Je, je! -exclamó Billy-. Tan pronto como oí que los camellos se
habían soltado, me fui por mi cuenta, muy quietecito. Cuando un mulo de
batería... de una batería de cañones de montaña...
llama caballeros a los bueyes que arrastran cañones de otra clase, debe
estar terriblemente emocionado. ¿Quiénes son ustedes, buena gente, que están
allí echados?
Los bueyes dejaron de rumiar por un momento y respondieron a la vez:
-El séptimo par del primer cañón de la batería de los grandes.
Estábamos durmiendo cuando llegaron los camellos, pero, cuando sentimos que nos
pisoteaban, nos levantamos y unos fuimos. Es mejor tenderse en paz en el barro,
que ser molestado sobre un buen lecho. Le dijimos a tu amigo aquí presente que
no había por qué asustarse, pero sabe tanto que pensó lo contrario. ¡Bah!
Y continuaron rumiando.
-Eso pasa cuando se tiene miedo. Hasta los bueyes que arrastran los
cañones se burlan de ti. Ya puedes estar satisfecho, muchacho.
El muleto rechinó los dientes, y oí algo que decía sobre el poco miedo
que le daban todos los cochinos bueyes de este mundo, todos esos montones de
carne; pero los bueyes sólo entrechocaron sus cuernos y siguieron rumiando.
-Ahora no te incomodes después de haber tenido miedo; ésa es la peor
clase de cobardía dijo el caballo.
A cualquiera puede perdonársele que haya sentido miedo por la noche,
así lo creo, si ve cosas que le parecen incomprensibles. Nosotros, los
cuatrocientos cincuenta que somos, hemos roto una y otra vez y muchas veces las
ataduras que nos sujetaban a las estacas, tan sólo porque a algún recluta se le
ocurría venir a contarnos cuentos de látigos que se volvían serpientes, allá en
Australia, su tierra; y después que los oíamos nos asustaban horriblemente
hasta los colgantes cabos de los cabestros.
-Todo está muy bien en el campamento -dijo Billy-. A veces me han dado
ganas de salir escapado, por el puro gusto de hacerlo, cuando no he salido a
campo abierto durante uno o dos días. Pero,
¿qué hacen ustedes cuando están en servicio activo?
-¡Ah! Eso es harina de otro costal -dijo el caballo-. Entonces Dick
Cunliffe cabalga sobre mí y me aprieta las rodillas en los costados, y todo lo
que tengo que hacer, es mirar dónde pongo los pies, conservar las patas
traseras dobladas bajo el cuerpo y obedecer al freno.
-¡Qué significa obedecer al freno? -preguntó el muleto.
-¿Vaya pregunta! ¡Por los huesos de mi padre!... -relinchó el caballo-.
¿Quieres decir que no te enseñan eso en el oficio que desempeñas? ¿Cómo puedes
hacer nada, si no puedes volverte en redondo rápidamente, cuando te aprietan la
rienda sobre el cuello? Para el hombre que te cabalga, es cuestión de vida o
muerte, y por supuesto también lo es para ti. Da la vuelta sobre las patas
traseras bien recogidas, cuando sientas la rienda sobre tu cuello. Si no tienes
suficiente sitio para revolverte, levanta las manos y gira sobre los cuartos
traseros. Esto es lo que se llama obedecer al freno.
-A nosotros no se nos enseña así -dijo Billy, el mulo, friamente-. Se
nos enseña a obedecer las órdenes del hombre que nos guía: dar un paso hacia
acá o hacia allá, como él lo mande. Pero creo que todo es más o menos lo mismo.
Pero con toda esa fantasía y tanto empinarse -cosa muy mala para vuestros
corvejones-, ¿qué es lo que hacéis en realidad?
-Eso es según las circunstancias -dijo el caballo-. Generalmente tengo
que ir entre un montón de hombres desgreñados que gritan y llevan cuchillos,
largos y brillantes y peores que los del albéitar, y debo atender a que la bota
de Dick toque con precisión la del hombre que va a su lado, pero sin apretarla.
Veo la lanza de Dick a la derecha de mi ojo derecho, y entonces sé que no hay
de qué preocuparse. No quisiera estar en el pellejo del hombre o del caballo
que se nos pusiera por delante a Dick y a mí cuando tenemos prisa.
-¿Y no hacen daño los cuchillos? -preguntó el muleto.
-Bueno.., a mí me hirieron una vez en el pecho, pero esto no fue por
culpa de Dick.
-¡Qué me importaría a mí de quién era la culpa si me hirieran! -exclamó
el muleto.
-Pues debe importarte -prosiguió el caballo. Si no tienes confianza en
tu hombre, puedes huir de una vez. Esto es lo que hacen algunos de nuestros
caballos, y no los culpo. Como iba diciendo, no fue culpa de Dick. Había un
hombre tendido en el suelo, y yo me alargué cuanto pude para no pisarlo, y
entonces él me tiró un tajo. La próxima vez que tenga que pasar sobre un
hombre, pisaré sobre él, . . apretando de firme.
-¡Je, je! -dijo Billy-. Todo eso son tonterías. Los cuchillos son
siempre una cosa muy fea, Lo bonito es trepar por un monte, bien ensillado,
agarrándose fuerte con las cuatro patas y hasta con las orejas, y serpentear,
arrastrarse, moverse de todas las maneras posibles, hasta que se llega a varias
docenas de metros por encima de cualquiera otro, sobre un reborde del terreno
en que sólo hay sitio para poner los cascos. Entonces te paras y te estás
quieto -nunca le pidas a un hombre que te tenga del cabestro, muchacho-, te
mantienes muy quieto mientras ponen en orden los cañones, y luego miras las
bombas, como cachos de adormideras, caer entre las copas de los árboles, allá
abajo, muy lejos.
-¿Y nunca tropezáis? -preguntó el caballo.
-Dicen que cuando un mulo dé un paso en falso, se le rasgará la oreja a
una gallina -respondió B¡lly-. De cuando en cuando quizás, por culpa de un
basto mal puesto, puede caerse un mulo; pero ocurre muy raras veces. Quisiera
enseñaros cómo trabajamos. Es algo muy hermoso. ¡Con decir que tardé tres años
en adivinar qué querían de nosotros los hombres que nos conducían!.. La ciencia
de todo esto consiste en que el cuerpo no destaque contra el cielo, porque, si
esto sucediera, serviría uno de blanco. Acuérdate de esto, muchacho. Escóndete
siempre todo lo que puedas, aun cuando tengas que desviarte un cuarto de legua
de tu camino. Yo soy el que dirijo la batería cuando hay que hacer una de esas
ascensiones.
-¡Tirarle a uno sin darle siquiera la posibilidad de arrojarse contra
quien le dispara! -dijo el caballo, muy pensativo-. No puedo soportar eso! ¡Me
moriría de ganas de atacar, junto con Dick!
-¡Oh! ¡No lo creas! Sabemos que, en cuanto están los cañones en
posición, ellos son los que se encargan del ataque. Esto es científico y
elegante; pero los cuchillos...¡puf!
El camello había estado balanceando la cabeza hacía rato con muchas
ganas de entremeterse en la conversación. Por último le oí decir, carraspeando
nerviosamente:
-Yo... yo..... he estado también en una que otra batalla; pero no
trepando ni corriendo.
-¡Claro! Y ahora que hablas de ello, creo que no fuiste hecho ni para
trepar ni para correr mucho.
En fin, ¿cómo fue eso, costal de paja?
-Fue... como debe ser -respondió el camello-. Nos echamos todos...
-¡Por mi pretal y mi grupera! -dijo entre dientes el caballo. ¿Se echaron?...
-Nos echamos... y éramos cien... -siguió diciendo el camello. Formamos
un gran cuadro, y luego los hombres amontonaron nuestros fardos y sillas, fuera
del cuadro, y empezaron a disparar por encima de nosotros, desde los cuatro
lados a la vez.
-¿Qué clase de hombres? ¿Los primeros que se presentaron? -dijo el
caballo, A nosotros nos enseñan en la escuela de equitación a tendernos y dejar
que nuestros amos disparen por encima de nosotros; pero sólo confiaría yo en
Dick Cunliffe para que hiciera eso. Me molesta haciéndome cosquillas junto a la
cincha, y además, con la cabeza en el suelo no se puede ver nada.
-¿Qué importa quién dispara por encima de uno? -dijo el camello.
Muchísimos hombres y camellos están al lado de uno y además muchísimas nubes de
humo. Entonces no tengo miedo. Permanezco quieto y espero.
-Y sin embargo tienes pesadillas en la noche y alborotas todo el
campamento -repuso Billy-. ¡Vaya!
¡Vaya! Antes que tenderme y permitirle a ningún hombre disparar por
encima de mí, creo que mis patas y su cabeza trabarían conocimiento. ¿Cuándo se
escuchó cosa tan terrible como ésa?
Se hizo un largo silencio, y a continuación uno de los bueyes levantó
su enorme cabeza y dijo:
-Todo eso es pura tontería. Sólo hay una manera de entrar en la lucha.
-¡Ah! ¡Sigue, sigue! -respondió Billy-. No te fijes en que yo estoy
delante. Supongo que ustedes, buena gente, pelean sosteniéndose sobre el rabo.
-No hay sino una manera -repitieron ambos a la vez. (Seguramente eran
gemelos)-. Y ésta es la manera: uncimos, los veinte pares que somos nosotros,
al cañón grande, en cuanto empieza a trompetear el de las dos colas. (Se le
llama "el de las dos colas" en el lenguaje del campamento, al
elefante.)
-¿Y por qué suena él la trompa? -preguntó el muleto.
-Para mostrar que no quiere acercarse más al humo que hay de aquel
lado. El de las dos colas es un grandísimo cobarde. Luego empujamos todos
juntos el cañón grande... ¡Heya! ¡Hullah! ¡Heeyah! ¡Hullah!... Nosotros no nos
encaramamos como gatos ni corremos como terneros. Atravesamos la llanura,
veinte pares de frente, hasta que nos desuncen de nuevo, y entonces, a pacer,
mientras los grandes cañones le dirigen la palabra al través del llano a alguna
ciudad de paredes de tapia, las que caen en grandes pedazos, y nubes de polvo
se elevan en el aire como si regresaran a casa innumerables rebaños.
-¡Oh! ¿Y ustedes aprovechan ese momento para pacer? -dijo el muleto.
-Ése o cualquiera otro. Siempre es agradable comer. Nosotros esperamos
hasta que nos uncen de nuevo y arrastramos el cañón hasta donde está
esperándolo el de las dos colas. En algunas ocasiones en la ciudad hay cañones
grandes que contestan a los nuestros y matan a algunos de nosotros, y así, es
más abundante el pasto para los que quedan. Cosas del destino... sólo del destino.
Sea como fuere, el de las dos colas es un grandísimo cobarde. Éste es el
verdadero modo de combatir. Nosotros somos dos hermanos, hijos de Hapur.
Nuestro padre era uno de los toros sagrados de Siva. Hemos dicho.
-¡Bueno! A la verdad, algo he aprendido esta noche dijo el caballo-. Y
ustedes, caballeros de la batería de cañones de montaña, ¿también sienten ganas
de comer cuando los cañones disparan contra ustedes y a retaguardia permanece
el de las dos colas?
-Tan poco, como son pocas las ganas que sentimos de echarnos y permitir
que los hombres se tiendan sobre nosotros, o lánzarnos entre personas que
esgrimen cuchillos. Nunca oí tales simplezas. El borde de un precipicio, una
carga bien equilibrada, un arriero de quien pueda uno estar seguro que lo dejará
escoger su camino.., con eso que me den, cuenten conmigo: pero lo demás... ¡no!
dijo Billy pegando una patada en el suelo.
-Por supuesto dijo el caballo-, no todos somos de la misma madera, y
veo bien que su familia, por la línea paterna, a duras penas entendería ciertas
cosas.
-Deje en paz a mí familia y a su línea paterna dijo Billy enojado
(porque a todo mulo le disgusta que le recuerden que su padre era un asno)-. Mi
padre fue un caballero del Sur, y podía derribar, morder, y convertir en
piltrafas a coces, a cualquier caballo que cruzara su camino. ¡Acuérdate de
esto, gran Brumby!
Brumby significa un caballo salvaje, sin crianza. Imaginad lo que
sentiría el noble bruto, vencedor en las carreras, si oyera que lo llamaba
acémila uno que arrastrara un carro, y así podréis imaginaros lo que sentiría
el caballo australiano en aquel momento. Vi cómo le brillaba en la sombra el
blanco de los ojos.
-Mira, hijo de un garañón importado de Málaga -dijo, apretando los
dientes-, tendré que enseñarte que, por línea materna, desciendo de Carbine,
ganadora de la Copa de Melbourne; y que en mi tierra no estamos acostumbrados a
dejarnos pisotear por un mulo, charlatán como loro, y con sesos de cerdo, y que
sólo pertenece a una batería de cerbatanas para juegos de niños. ¡En guardia!
-¡Y tú sobre tus patas traseras! -chilló Billy.
Así lo hicieron, frente a frente, y ya esperaba yo una furiosa lucha,
cuando, de en medio de la oscuridad, hacia la derecha, se oyó una voz gutural,
profunda, que decía:
-Niños, ¿por qué se pelean? Estense quietos.
Ambas bestias dejaron caer las patas con un ronquido de disgusto, pues
no hay caballo ni mulo que pueda soportar la voz del elefante.
-Es el de las dos colas -dijo el caballo-. ¡No puedo soportarlo! ¡Tener
una cola en cada extremo no es jugar limpio!
-Yo pienso exactamente lo mismo -respondió Billy, y se apretó contra el
caballo para sentirse acompañado-. En algunas cosas, nos parecemos mucho.
-Supongo que las heredamos de nuestras madres -observó el caballo. No
vale la pena pelear por eso. ¡Eh! ¡Dos colas! ¿Estás atado?
-Sí -respondió éste, con una risita que parecía subirle trompa arriba-.
Estoy atado para toda la noche. Ya oí, amigos, lo que han estado hablando. Pero
no teman; no me acercaré.
Los bueyes y el camello dijeron casi en voz alta:
-¡Sentir miedo por el de las dos colas!... ¡Qué tontería!
Y los bueyes prosiguieron:
-Sentimos que lo hayas oído pero es cierto. Dos colas: ¿por qué le
tienes miedo a los cañones cuando disparan?
-Pues... -empezó el de las dos colas, frotando una de sus patas
traseras contra la otra, tal y como lo hace un chiquillo cuando declama
versos-, no estoy muy seguro si me entenderán ustedes.
-No entenderemos, pero la cosa es que tenemos que arrastrar los cañones
dijeron los bueyes.
-Sí; lo sé. También sé que ustedes son mucho más valientes de lo que
creen. Pero no sucede lo mismo conmigo. El capitán de mi batería me llamó el
otro día "anacronismo paquidermatoso".
-¿Una nueva manera de combatir, supongo? dijo Billy, que empezaba a
recobrar el uso de sus facultades.
-Por supuesto, tú no sabes lo que eso significa, pero yo sí. Significa
algo que está entre dos aguas, entre dos luces, y así estoy yo. Veo dentro de
mi cabeza lo que ocurrirá cuando estalle una bomba; ustedes, bueyes, no pueden
verlo.
-Pero yo sí -dijo el caballo. En parte, a lo menos. Pero hago por no
pensar en ello.
-Yo lo veo mejor que tú, y pienso en ello... Sé que tengo un enorme
corpachón que hay que cuidar, y sé que nadie sabe cómo curarme cuando estoy
enfermo. Lo único que pueden hacer es no pagarle a mi cornaca hasta que me
alivio, y no puedo fiarme de él.
-¡Ah! -interrumpió el caballo. Eso lo explica todo. Yo puedo fiarme de
Dick.
-Podrías ponerme encima todo un regimiento de Dicks sin que me sintiera
mucho mejor. Sé lo suficiente para sentirme a disgusto, y no lo suficiente para
seguir adelante a pesar de todo.
-No entendemos dijeron los bueyes.
-Ya sé que no lo entienden. Pero no les estoy hablando a ustedes.
Ustedes no saben lo que es sangre.
-¡Lo sabemos! -respondieron los bueyes-. Es una cosa roja que la tierra
chupa y que huele.
El caballo tiró una coz, dio un salto y relinchó.
-¡No hablen de eso! dijo. Me parece olerla ahora, con sólo
imaginármela. Me dan ganas de correr...
cuando no llevo a Dick sobre mí.
-¡Pero si aquí no la hay! -dijeron el camello y los bueyes-. ¡ Vaya que
eres tonto!
-Es vil cosa dijo Billy-. A mí no me dan ganas de correr, pero no
quiero hablar de ella.
-¡Ahí tienen ustedes! dijo el de las dos colas, moviendo la suya para
explicarse mejor.
-Ciertamente. Y aquí nos hemos tenido durante toda la noche -dijeron
los bueyes.
El de las dos colas pateó en el suelo hasta que su anillo de hierro resonó.
-No les hablo a ustedes. Ustedes no pueden ver lo que sucede dentro de
su cabeza.
-Claro que no. Sólo vemos lo que pasa afuera de nuestros cuatro ojos.
Sólo vemos lo que está delante de nosotros.
-Si yo pudiera hacer eso y sólo eso, a ustedes no los necesitarían
absolutamente para arrastrar los grandes cañones. Si yo fuera como mi capitán
-él puede ver las cosas dentro de su cabeza antes de que empiece el fuego, y
tiembla todo él, pero sabe demasiado como para que se eche a correr-, si yo
fuera como él, podría arrastrar los cañones. Pero si yo fuera así de sabio,
ciertamente no estaría aquí. Sería un rey en la selva, como lo fui antaño,
durmiendo la mitad del día y bañándome cuando se me antojara. Hace un mes que
no tomo un buen baño.
-Todo eso está muy bien dijo Billy-; pero darles a las cosas nombres
rimbombantes no las mejora.
-¡Chitón! dijo el caballo. Creo que entiendo lo que quiere decir Dos
colas.
-Dentro de un momento lo entenderás mejor -dijo éste de mal humor-.
¿Quisieras sólo explicarme por qué a ti no te gusta esto?
Empezó a hacer resonar furiosamente su trompa.
-¡Basta, basta! dijeron Billy y el caballo al mismo tiempo. Y oí cómo
pateaban y temblaban. El trompeteo de un elefante es siempre desagradable,
sobre todo de noche.
-¡No quiero callar! dijo el de las dos colas-. ¿Me quieren hacer el
favor de explicarme esto?
¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah! Luego detúvose de pronto y escuché
un quejido en la oscuridad, y supe que al fin Vixen había dado conmigo. Sabía
ella tan bien como yo que hay algo en el mundo que asusta al elefante más que
nada, y es el ladrido de un perro; por eso se paró, para molestar al de las dos
colas, en el lugar donde estaba atado, y allí ladró entre sus enormes pies. Dos
colas se agitó y empezó a chillar.
-¡Vete, perro! -dijo. No me huelas los zancajos o te pateo. ¡Perrito bueno...
perrito mono! ¡Lárgate a tu casa, bestezuela que no paras de ladrar! ¿Por qué
alguien no lo aparta de allí? En un momento más me morderá.
-Me parece -le dijo Billy al caballo- que nuestro amigo Dos colas tiene
miedo a un montón de cosas. Si a mí me hubieran dado un buen pienso por cada
perro que he lanzado de una coz al otro lado del campo de maniobras, estaría
tan gordo como Dos colas.
Silbé y Vixen vino corriendo hacia mí, toda llena de lodo, me lamió la
nariz, y me narró un larguísimo cuento de sus aventuras en el campamento
mientras iba en mi busca. Nunca le había dicho que yo entendía el lenguaje de
los animales, porque se hubiera tomado toda clase de libertades conmigo. La
puse, pues, sobre mi pecho, abotonando por encima de ella mi sobretodo, y Dos
colas se movió cuanto quiso, y pateó y gruñó, solo ya.
-¡Extraordinario! ¡ Extraordinario! -dijo-. Esto viene ya de familia.
¡A ver! ¿Dónde se metería ahora aquel diablo de animalejo?
Le oí que tanteaba acá y allá con la trompa.
-Todos parecemos tener un punto flaco -prosiguió, soplando para
limpiarse la nariz-. Ustedes, señores, me parece que se alarmaron un poco
cuando me oyeron trompetear.
-Precisamente alarmamos, no, dijo el caballo. Pero sentí como que me
picaban algunos tábanos donde suelo llevar la silla. No empieces de nuevo.
-A mí me asusta un perrillo, y a ese camello le asustan las pesadillas
que tiene de noche.
-Es una suerte que no todos tengamos que combatir de la misma manera
dijo el caballo.
-Lo que yo quisiera saber -dijo el mulo que había estado callado
durante largo rato-, lo que yo quisiera saber es por qué tenemos que combatir,
del modo que fuere.
-Porque así nos lo mandan dijo el caballo con un ronquido de desprecio.
-¡Órdenes! dijo Billy el mulo. Y sus dientes rechinaron.
-¡Hukm hai! (es una orden) -dijo el camello con un ruido gutural; y Dos
colas y los bueyes repitieron: ¡Hukm hai!
-Sí, pero, ¿quién da las órdenes? dijo el muleto, el recluta.
-El hombre que va a tu lado... o que se te sienta encima.., o que
sostiene la cuerda que atan a tu nariz... o que te retuerce la cola...
-dijeron, uno después de otro, B¡lly, el caballo, el camello y los bueyes.
-Pero, ¿quién les da a ellos las órdenes?
-Joven, quieres saber demasiado -dijo Billy-, y eso es exponerse a
recibir una coz. Todo lo que tienes que hacer, es obedecer al hombre que te
guía, y no preguntar nada.
-Tiene razón dijo el de las dos colas-. Yo no Siempre puedo obedecer,
porque estoy como entre la espada y la pared; pero Billy tiene razón. Obedece
al hombre que está a tu lado y que te da la orden; de lo contrario, toda la
batería tendrá que detenerse por tu culpa, y esto, sin contar la paliza que te
darán.
Los bueyes se levantaron para marcharse.
-La mañana se acerca -dijeron-. Regresamos a nuestros puestos. Es
cierto que nosotros sólo vemos con nuestros ojos y que no somos muy listos;
pero, así y todo, somos los únicos que esta noche no hemos sentido miedo.
¡Buenas noches, valientes!
Nadie contestó, y entonces el caballo dijo, para cambiar de
conversación:
-¿Dónde está el perrito aquel? Un perro siempre significa que el hombre
no anda lejos.
-Aquí estoy -ladró Vixen-, bajo la cureña, con mi amo. ¡Tú, camello,
gran bestia, echaste abajo nuestra tienda! Mi amo está muy enojado contigo.
-¡Psché! dijeron los bueyes-. ¡Debe ser un blanco!
-Por supuesto dijo Vixen-. ¿Creen que a mí me cuida algún boyero negro?
-¡Huah! ¡Ouach! ¡Ugh! -dijeron los bueyes-. Vámonos pronto. Se lanzaron
entre el barro, y sin saber cómo, metieron por el yugo que llevaban la lanza de
un carro de municiones, y allí se quedaron cogidos.
-¡Se lucieron! dijo calmosamente Billy-. Nada de forcejear. Aquí
tendrán que quedarse hasta que se haga de día. ¿Qué diablos les pasa ahora?
Los bueyes lanzaron aquellos largos y silbantes ronquidos que da el
ganado de la India, y se empujaron chocando el uno contra el otro, y dieron
vueltas, patearon, resbalaron y casi se cayeron en el barro, gruñendo salvajemente.
-Yan a romperse el pescuezo! -dijo el caballo-. ¿Qué tienen contra el
hombre blanco? Yo vivo entre hombres blancos.
-Ellos, los blancos... ¡nos comen! ¡Tira! ¡Tira! -respondió el buey que
estaba más cerca. El yugo saltó en pedazos, y se marcharon juntos, andando
pesadamente.
Nunca había sabido yo antes por qué el ganado indio le teme tanto a los
ingleses. Nosotros comemos buey -cosa a la que nunca toca allí un boyero-, y,
por supuesto, al ganado no le gusta eso.
-¡Que me azoten con las mismas cadenas de mi basto! ¿Quién hubiera
creído que dos enormes pedazos de carne como ésos perderían de tal modo la
cabeza? dijo Billy.
-No importa. Voy a ver a ese hombre. Creo que la mayor parte de los
hombres blancos llevan cosas en los bolsillos -dijo el caballo.
-Pues entonces, te dejo. No soy muy aficionado a ellos. Además, hombres
blancos que no tienen un lugar dónde dormir, son probablemente ladrones, y yo
llevo sobre mis espaldas una parte bastante regular de propiedad del gobierno.
Ven, muchacho, regresemos a nuestros puestos. ¡Buenas noches, Australia! Creo
que nos veremos mañana en la parada. ¡Buenas noches, costal de paja, y controla
tus sentimientos, ¿eh? ¡Buenas noches, Dos colas! Si nos vemos mañana eh el
campo de maniobras, no hagas sonar tu trompa. Desbaratarías la formación.
Se marchó Billy el mulo renqueando un poco y balanceándose con el aire
de un veterano, en tanto que la cabeza del caballo venía a oliscar en mi pecho.
Le di bizcochos, mientras Vixen, que es una perrita muy vanidosa, le contó
muchas mentiras acerca de las docenas de caballos que entre ella y yo
poseíamos.
-Mañana iré a ver la parada en mi dog-cart -dijo-. ¿Dónde estarán
ustedes?
-A la izquierda del segundo escuadrón. Yo marco el paso para toda la
compañía, damisela -dijo él cortésmente-. Pero tengo que regresar a donde está
Dick. Mi cola está toda llena de barro, y él necesitará trabajar duro durante
dos horas para ponerme en disposición de ir a la parada.
La gran parada de treinta mil hombres tuvo lugar aquella tarde, y Vixen
y yo tuvimos un excelente lugar junto al virrey y el emir de Afganistán que
llevaba su grande y alto gorro negro de astracán con la gran estrella de
diamantes en el centro. La primera parte de la revista fue todo sol. Los
regimientos desfilaban como oleadas de piernas que se movieran todas a la vez,
y como multitud de fusiles puestos en línea, hasta que nuestros ojos se nos
iban ya al mirarlos. Llegó entonces la caballería, al compás de la bella música
para medio galope llamada Bonnie Dundee, y Vixen enderezó una de sus orejas en
el lugar del dog-cart en que estaba sentada. El segundo escuadrón de lanceros
pasó rápidamente, y allí estaba nuestro caballo, luciendo la cola como seda
acabada de hilar; la cabeza inclinada sobre el pecho, una oreja hacia adelante
y la otra hacia atrás, moviendo el compás para todo el escuadrón, moviendo las
patas con tanta suavidad como las notas de un vals. Luego vinieron los cañones
de grandes dimensiones, y vi a Dos colas y a dos elefantes más, enganchados en
fila a un cañón de sitio de los de cuarenta, en tanto que veinte pares de
bueyes caminaban detrás. El séptimo par llevaba un yugo nuevo, y parecía
cansado y se movía con cierta dificultad. Por último venían los cañones de
montaña, y Billy el mulo marchaba como si él fuera quien tuviese el mando de
todas las tropas, y sus arreos eran limpios y relucientes, gracias a una capa
de aceite, y parecían despedir luz. En mi interior vitoreé a Billy el mulo;
pero él ni siquiera miró ni a derecha ni a izquierda.
Empezó a llover de nuevo, y durante un tiempo la neblina no permitió
ver lo que las tropas hacían.
Habían formado un gran semicírculo en la llanura, y luego se
desplegaron en línea recta. Esa línea creció, creció y creció hasta que tuvo
una longitud de un cuarto de legua de una a otra de las alas, y formó como un
sólido muro de hombres, caballos y cañones. Se dirigió entonces hacia el virrey
y el emir, y, conforme se acercaba, la tierra empezó a trepidar como la
cubierta de un vapor que marcha a toda máquina.
A no verlo allí mismo, no puede uno imaginarse el pavoroso efecto que
causa este sostenido avance de tropas hacia los espectadores, aunque saben
éstos que sólo se trata de una parada. Miré al emir. Hasta entonces no había mostrado
el menor asombro, ni nada; pero en aquel momento sus ojos empezaron a
agrandarse cada vez más, y echó mano a las riendas de su caballo y miró hacia
atrás. Durante un minuto pareció que desenvainaría su espada y que se abriría
paso entre los ingleses e inglesas que estaban en los carruajes situados detrás
de él. Luego el avance paró repentinamente, la tierra permaneció quieta y la
línea entera saludó, y treinta bandas de música empezaron a tocar. Esto era el
final de la revista, y los regimientos regresaron a sus campos, bajo la lluvia,
mientras la banda de infantería tocaba:
De dos en dos los animales
¡Hurra!
de dos en dos iban marchando,
los elefantes lo mismo las mulas.
¡Y se metieron en el arca
para guarecerse de la lluvia!
Entonces escuché a un jefe asiático de larga y entrecana cabellera, que
había venido junto con el emir, hacerle algunas preguntas a un oficial
indígena.
-Ahora -dijo-, decidme ¿cómo ha podido llevarse a cabo cosa tan
maravillosa?
Y el oficial respondió:
-Se dio una orden, y ellos obedecieron.
-Pero, ¿saben tanto las bestias como los hombres? dijo el jefe.
-Ellas obedecen, como obedecen los hombres. El mulo, el caballo, el
elefante, el buey, obedecen al que los guía, y el guía a su sargento, y el
sargento al teniente, y el teniente al capitán, y el capitán al mayor, y el
mayor al coronel, y el coronel al brigadier, el cual manda a tres regimientos;
y el brigadier al general, el cual obedece al virrey, que es servidor de la
emperatriz. Así es como se hace esto.
-¡Ojalá así sucediera en Afganistán! -dijo el jefe-, porque allí cada
quien obedece sólo a su propia voluntad.
-Y por esta razón dijo el oficial indígena retorciéndose el bigote-,
vuestro emir, al cual no obedecéis, tiene que venir aquí y recibir órdenes de
nuestro virrey.
CANCIÓN DE LOS ANIMALES DEL CAMPAMENTO CON MOTIVO DE LA GRAN PARADA
Los elefantes que arrastran los cañones
Dímosle a Alejandro la fortaleza de Hércules,
la sabiduría de nuestras frentes, la fuerza de nuestras rodillas.
Al yugo sometimos nuestros cuellos;
nunca más levantamos, libre, nuestra cabeza.
¡Abrid paso! ¡Paso a los cañones,
a los grandes cañones de cuarenta!
Los bueyes
Esos héroes de vistosos arreos le huyen a la bala de cañón.
Cuando huelen la pólvora se les revuelve el estómago a todos.
Nosotros entramos en acción y empujamos los cañones de nuevo.
¡Paso! ¡Paso para las diez yuntas
de los grandes cañones de cuarenta!
Los caballos
Por la señal que nos dejó el hierro,
la mejor marcha es la nuestra:
la de los lanceros, húsares y dragones;
que tan bien suena.
Venga el pienso, y luego domadnos y pulidnos,
dadnos buenos jinetes y ancha tierra,
y cantadnos "Bonnie Dundee", y nos veréis volando
formando escuadrones en hileras.
Los mulos de las baterías de montaña
Mientras montaña arriba subíamos yo y mis compañeros,
mucho forcejeamos por el atajo de piedras, pero avanzamos.
Podemos subir y trepar, compañeros, y volvernos hacia donde queramos.
Nuestra delicia es a la montaña trepar, que nos sobran piernas.
Bendición, pues, a todo sargento que nuestro camino nos deja escoger.
¡Malhadado el torpe que no supo nuestra carga atar!
Podemos subir y trepar, compañeros, y volvernos hacia donde queramos, y
nuestra delicia es a la montaña trepar, que nos sobran piernas.
Los camellos
No tenemos nosotros una canción propia
que nos ayude a aligerar la marcha;
pero nuestros cuellos son como trompas...
(Ra, ta, ta... ¡qué bien suenan!)
Esta es nuestra canción de marcha:
¡Sí! ¡No! ¡No quiero! ¡No puedo!
¡Que lo repita toda la línea con fuerza!
A alguien se le cayó la carga de la espalda, ¡ojalá fuera la mía!
La carga de alguien cayó a la vera del camino...
Parémonos gritando ¡Urrr! ¡Yarrh! ¡Grr! ¡Arrh!
¡A alguien están golpeando!
Todos los animales juntos
Somos los hijos del campamento,
sirviendo cada quien en su grado;
los que llevan yugo, basto, arreos;
mirad, en la llanura, nuestra fila
que parece maniota doblada
barriendo el suelo en que rueda.
Entre tanto, polvorientos van los hombres
a nuestro lado, silenciosos, pesados;
nadie puede decir por qué marchamos
y sufrimos un día tras otro.
Somos los hijos del campamento,
sirviendo cada quien en su grado;
los que llevan yugo, basto, arreos,
los que ante la aijada tiemblan.
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