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sábado, 25 de mayo de 2013

El Libro de la Selva - Cuento XI - Rudyard Kipling

Viene de "El Libro de la Selva - Cuento X - Rudyard Kipling"

 


Los Servidores de Su Majestad


Por quebrados podéis resolverlo,
o también por regla de tres;
pero el camino de Tweedledum,
no es el de Tweedledee.

Torced el problema, revolvedlo,
plegadlo como gustéis;
pero el camino de PillyWinky
no es el mismo que el de WínkiePop.

Copiosa lluvia había estado cayendo durante un mes entero... Había caído sobre un campamento de treinta mil hombres, millares de camellos, elefantes, caballos, bueyes y mulas, reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi, para que el virrey de la India le pasara revista. éste recibía la visita del emir de Afganistán, rey salvaje de un salvajísimo país; el emir había traído, acompañándole, una guardia de ochocientos hombres e igual número de caballos que nunca antes habían visto un campamento o una locomotora; hombres salvajes y caballos salvajes también sacados de algún lugar del corazón de Asia Central. Cada noche, un pelotón de esos caballos rompía las cuerdas que los sujetaban y se lanzaban estrepitosamente de un lado al otro del campamento, entre el barro y la oscuridad; o bien los camellos se desataban y corrían por allí tropezando con las cuerdas que sostenían las tiendas; ya puede imaginarse lo agradable que esto sería para los hombres que intentaban dormir. Mi tienda estaba situada lejos de las filas de camellos, y por eso pensaba yo encontrarme en sitio seguro. Pero una noche un hombre asomó la cabeza por mi tienda y gritó:

-¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaron mi tienda!

Ya sabía yo quiénes venían, por tanto, me puse las botas, me eché encima el impermeable y salí corriendo por un lado. Mi perrita foxterrier, Vixen, salió por el otro lado. Al cabo de un momento, se escuchaban bramidos, gruñidos y ruidos guturales como burbujeos, y vi cómo mi tienda se hundía, porque el palo que la sostenía había saltado en pedazos; la tienda empezó a danzar como duende loco. Un camello que había entrado se había enredado en ella, y aunque estaba yo todo mojado y enojado, no pude menos de reírme. Después salí corriendo, porque no sabía cuántos camellos se habían soltado, y poco tiempo después perdí de vista el campamento, y caminaba con dificultad por el barro.

Caí por último sobre la cureña de un cañón, y con esto supe que me encontraba cerca de las líneas de artillería donde las piezas son colocadas por la noche. Como no quería seguir vagando bajo la lluvia y en medio de la oscuridad, coloqué mi impermeable sobre la boca de uno de los cañones, formando así una especie de choza con dos o tres atacadores que encontré, y me tendí sobre la cureña de otro cañón, preguntándome dónde andaría Vixen y dónde me encontraba yo.

Cuando iba a dormirme, escuché un rumor de arreos y algo como un gruñido, y un mulo pasó a mi lado sacudiendo las mojadas orejas. Pertenecía a una batería de cañones atornillables o de montaña, porque podía yo oír el ruido de las correas, anillas, cadenas y demás pegando sobre el basto. Estos cañones son pequeños; se componen de dos piezas que se unen en el momento en que van a usarse. Se llevan con facilidad por las montañas, en cualquier lugar donde los mulos hallen un sendero, y son muy útiles en los países donde abundan las rocas.

Detrás del mulo venía un camello cuyos enormes pies blandos se hundían y resbalaban en el barro, y su cuello se balanceaba hacia acá y hacia allá, como el de una gallina perdida. Por fortuna conocía yo bastante el lenguaje de los animales (no el de los salvajes, por supuesto, sino el de los que se hallan en los campamentos) por haberlo aprendido de los indígenas, y pude saber lo que decía entonces.

Debía ser el mismo camello que entró en mi tienda, porque le gritó al mulo:

-¿Qué haré? ¿A dónde iré? Luché contra una cosa blanca que se movía, y ella cogió un palo y me pegó en el cuello - Se refería al palo roto de mi tienda, y yo me alegré mucho al oírlo -. ¿Seguiremos corriendo?
-¡Ah! ¡Conque eres tú y tus amigos los que han perturbado al campamento! -dijo el mulo-. ¡Muy bien! Ya te darán una paliza en cuanto amanezca. De todos modos, yo te daré algo a cuenta.

Oí el ruido que hacían los arreos al retroceder el mulo y al soltarle al camello dos coces en las costillas que resonaron como un tambor.

-Otra vez -dijo el mulo, lo pensarás mejor antes de correr por entre una batería, de noche, gritando: ¡a ése! o ¡fuego! Échate y no sigas moviendo ese estúpido cuello tuyo.

Se dobló el camello como suelen hacerlo ellos, como una escuadra, y se echó dando gemidos. Se oyó en la oscuridad un acompasado ruido de cascos, y un gran caballo del ejército se acercó galopando con la misma regularidad que si estuviera en un desfile, saltó por encima de una cureña y se paró junto al mulo.

-¡Es una vergüenza! -dijo, resoplando. ¡De nuevo metieron bulla por nuestras filas esos camellos...! Es la tercera vez en la semana. ¿Cómo mantendrá su buen estado un caballo si no se le permite dormir? ¿Quién anda por allí?
-Soy el mulo que porta la cureña del cañón número dos de la primera batería de montaña -explicó el mulo-, y aquel es uno de vuestros amigos. A mí también me despertó. ¿Quién es usted?
-Número 15, Escuadrón E, del Noveno de Lanceros... Soy el caballo de Dick Cunliffe. Échate un poco allá; así.
-¡Mil perdones! dijo el mulo. Todavía hay demasiada oscuridad para poder ver bien. ¡Vaya si estos camellos arman una bulla tremenda por nada! Yo me fui de mis líneas para ver si aquí puedo tener algo de paz y tranquilidad.
-Señores míos -dijo el camello humildemente-, tuvimos pesadillas esta noche y nos asustamos mucho. Yo no soy más que uno de los camellos de carga del 39 de la infantería indígena, y no soy tan valiente como ustedes, señores míos.
-Entonces, ¿por qué diablos no te estás quieto en tu sitio y llevas el bagaje del 39 de infantería indígena, en vez de correr por todo el campamento? -rezongó la mula.
-¡Es que las pesadillas fueron tan horribles!. .. -repuso el camello. Siento mucho lo ocurrido. Pero,
¡escuchen! ¿Qué es eso? ¿Echamos a correr de nuevo?
-¡Échate! dijo el mulo. Si no, te romperás esas largas piernas entre los cañones. -Enderezó una oreja y escuchó-. ¡Bueyes! -exclamó-. Los bueyes que arrastran los cañones. ¡Por vida de...! Tú y tus amigos despertaron a todo el campamento. Se requiere mucho alboroto, para hacer que uno de los bueyes de las baterías se levante.

Oí yo una cadena que se arrastraba por el suelo, y llegó uno de los pares de enormes y tercos bueyes blancos que arrastran los pesados cañones de sitio cuando los elefantes ya no se atreven a acercarse más al fuego del enemigo; llegó, y cada uno empujaba el hombro contra el otro. Y casi pisando la cadena venía también un mulo de las baterías, llamando a grandes voces a Billy.

-Es uno de nuestros reclutas -dijo el mulo viejo al caballo. Me llama. ¡Aquí estoy, muchacho, Basta de chillar! La oscuridad nunca hizo daño a nadie.

Los bueyes estaban echados juntos y empezaron a rumiar; pero el mulo joven se puso junto a Billy.

-¡Qué cosas! -dijo-. ¡Espantables y terribles cosas, Billy! Se echaron sobre nuestras filas mientras estábamos durmiendo. ¿Crees que nos matarán?
-¡Me dan ganas de darte una coz de padre y señor mío! -respondió Billy-, ¡A un mulo de tu estampa, tan bien entrenado, deshonrar a la batería ante estos caballeros!.
-¡Poco a poco! -dijo el caballo. Recuerden que así son todos siempre al principio. La primera vez que yo vi a un hombre (esto fue en Australia, cuando yo tenía tres años), corrí durante medio día, y si hubiera visto a un camello, todavía estaría corriendo.

Casi todos los caballos de la caballería inglesa se llevan a la India desde Australia, y los mismos soldados son los que los doman.

-¡Muy cierto! -afirmó Billy-. Ya no tiembles, muchacho. La primera vez que me enjaezaron por completo, con todas las cadenas a mi espalda, me paré en dos pies y rompí todo a coces. No había aprendido aún la verdadera ciencia de cocear, pero todos los de la batería dijeron que nunca habían visto cosa igual.
-Pero no era ruido de arreos ni retintín alguno lo que ahora se oía dijo el mulo joven-. Ya sabes que esto ya no me importa, Billy. Eran cosas parecidas a árboles, y caían entre las filas con rumores de burbujeos; y mi cabestro se rompió, y no pude hallar al que me cuida, ni te pude hallar a ti, Billy; por tanto me escapé con... con estos caballeros.
-¡Je, je! -exclamó Billy-. Tan pronto como oí que los camellos se habían soltado, me fui por mi cuenta, muy quietecito. Cuando un mulo de batería... de una batería de cañones de montaña...
llama caballeros a los bueyes que arrastran cañones de otra clase, debe estar terriblemente emocionado. ¿Quiénes son ustedes, buena gente, que están allí echados?

Los bueyes dejaron de rumiar por un momento y respondieron a la vez:

-El séptimo par del primer cañón de la batería de los grandes. Estábamos durmiendo cuando llegaron los camellos, pero, cuando sentimos que nos pisoteaban, nos levantamos y unos fuimos. Es mejor tenderse en paz en el barro, que ser molestado sobre un buen lecho. Le dijimos a tu amigo aquí presente que no había por qué asustarse, pero sabe tanto que pensó lo contrario. ¡Bah!

Y continuaron rumiando.

-Eso pasa cuando se tiene miedo. Hasta los bueyes que arrastran los cañones se burlan de ti. Ya puedes estar satisfecho, muchacho.

El muleto rechinó los dientes, y oí algo que decía sobre el poco miedo que le daban todos los cochinos bueyes de este mundo, todos esos montones de carne; pero los bueyes sólo entrechocaron sus cuernos y siguieron rumiando.

-Ahora no te incomodes después de haber tenido miedo; ésa es la peor clase de cobardía dijo el caballo.
A cualquiera puede perdonársele que haya sentido miedo por la noche, así lo creo, si ve cosas que le parecen incomprensibles. Nosotros, los cuatrocientos cincuenta que somos, hemos roto una y otra vez y muchas veces las ataduras que nos sujetaban a las estacas, tan sólo porque a algún recluta se le ocurría venir a contarnos cuentos de látigos que se volvían serpientes, allá en Australia, su tierra; y después que los oíamos nos asustaban horriblemente hasta los colgantes cabos de los cabestros.
-Todo está muy bien en el campamento -dijo Billy-. A veces me han dado ganas de salir escapado, por el puro gusto de hacerlo, cuando no he salido a campo abierto durante uno o dos días. Pero,
¿qué hacen ustedes cuando están en servicio activo?
-¡Ah! Eso es harina de otro costal -dijo el caballo-. Entonces Dick Cunliffe cabalga sobre mí y me aprieta las rodillas en los costados, y todo lo que tengo que hacer, es mirar dónde pongo los pies, conservar las patas traseras dobladas bajo el cuerpo y obedecer al freno.
-¡Qué significa obedecer al freno? -preguntó el muleto.
-¿Vaya pregunta! ¡Por los huesos de mi padre!... -relinchó el caballo-. ¿Quieres decir que no te enseñan eso en el oficio que desempeñas? ¿Cómo puedes hacer nada, si no puedes volverte en redondo rápidamente, cuando te aprietan la rienda sobre el cuello? Para el hombre que te cabalga, es cuestión de vida o muerte, y por supuesto también lo es para ti. Da la vuelta sobre las patas traseras bien recogidas, cuando sientas la rienda sobre tu cuello. Si no tienes suficiente sitio para revolverte, levanta las manos y gira sobre los cuartos traseros. Esto es lo que se llama obedecer al freno.
-A nosotros no se nos enseña así -dijo Billy, el mulo, friamente-. Se nos enseña a obedecer las órdenes del hombre que nos guía: dar un paso hacia acá o hacia allá, como él lo mande. Pero creo que todo es más o menos lo mismo. Pero con toda esa fantasía y tanto empinarse -cosa muy mala para vuestros corvejones-, ¿qué es lo que hacéis en realidad?
-Eso es según las circunstancias -dijo el caballo-. Generalmente tengo que ir entre un montón de hombres desgreñados que gritan y llevan cuchillos, largos y brillantes y peores que los del albéitar, y debo atender a que la bota de Dick toque con precisión la del hombre que va a su lado, pero sin apretarla. Veo la lanza de Dick a la derecha de mi ojo derecho, y entonces sé que no hay de qué preocuparse. No quisiera estar en el pellejo del hombre o del caballo que se nos pusiera por delante a Dick y a mí cuando tenemos prisa.
-¿Y no hacen daño los cuchillos? -preguntó el muleto.
-Bueno.., a mí me hirieron una vez en el pecho, pero esto no fue por culpa de Dick.
-¡Qué me importaría a mí de quién era la culpa si me hirieran! -exclamó el muleto.
-Pues debe importarte -prosiguió el caballo. Si no tienes confianza en tu hombre, puedes huir de una vez. Esto es lo que hacen algunos de nuestros caballos, y no los culpo. Como iba diciendo, no fue culpa de Dick. Había un hombre tendido en el suelo, y yo me alargué cuanto pude para no pisarlo, y entonces él me tiró un tajo. La próxima vez que tenga que pasar sobre un hombre, pisaré sobre él, . . apretando de firme.
-¡Je, je! -dijo Billy-. Todo eso son tonterías. Los cuchillos son siempre una cosa muy fea, Lo bonito es trepar por un monte, bien ensillado, agarrándose fuerte con las cuatro patas y hasta con las orejas, y serpentear, arrastrarse, moverse de todas las maneras posibles, hasta que se llega a varias docenas de metros por encima de cualquiera otro, sobre un reborde del terreno en que sólo hay sitio para poner los cascos. Entonces te paras y te estás quieto -nunca le pidas a un hombre que te tenga del cabestro, muchacho-, te mantienes muy quieto mientras ponen en orden los cañones, y luego miras las bombas, como cachos de adormideras, caer entre las copas de los árboles, allá abajo, muy lejos.
-¿Y nunca tropezáis? -preguntó el caballo.
-Dicen que cuando un mulo dé un paso en falso, se le rasgará la oreja a una gallina -respondió B¡lly-. De cuando en cuando quizás, por culpa de un basto mal puesto, puede caerse un mulo; pero ocurre muy raras veces. Quisiera enseñaros cómo trabajamos. Es algo muy hermoso. ¡Con decir que tardé tres años en adivinar qué querían de nosotros los hombres que nos conducían!.. La ciencia de todo esto consiste en que el cuerpo no destaque contra el cielo, porque, si esto sucediera, serviría uno de blanco. Acuérdate de esto, muchacho. Escóndete siempre todo lo que puedas, aun cuando tengas que desviarte un cuarto de legua de tu camino. Yo soy el que dirijo la batería cuando hay que hacer una de esas ascensiones.
-¡Tirarle a uno sin darle siquiera la posibilidad de arrojarse contra quien le dispara! -dijo el caballo, muy pensativo-. No puedo soportar eso! ¡Me moriría de ganas de atacar, junto con Dick!
-¡Oh! ¡No lo creas! Sabemos que, en cuanto están los cañones en posición, ellos son los que se encargan del ataque. Esto es científico y elegante; pero los cuchillos...¡puf!

El camello había estado balanceando la cabeza hacía rato con muchas ganas de entremeterse en la conversación. Por último le oí decir, carraspeando nerviosamente:

-Yo... yo..... he estado también en una que otra batalla; pero no trepando ni corriendo.
-¡Claro! Y ahora que hablas de ello, creo que no fuiste hecho ni para trepar ni para correr mucho.
En fin, ¿cómo fue eso, costal de paja?
-Fue... como debe ser -respondió el camello-. Nos echamos todos...
-¡Por mi pretal y mi grupera! -dijo entre dientes el caballo. ¿Se echaron?...
-Nos echamos... y éramos cien... -siguió diciendo el camello. Formamos un gran cuadro, y luego los hombres amontonaron nuestros fardos y sillas, fuera del cuadro, y empezaron a disparar por encima de nosotros, desde los cuatro lados a la vez.
-¿Qué clase de hombres? ¿Los primeros que se presentaron? -dijo el caballo, A nosotros nos enseñan en la escuela de equitación a tendernos y dejar que nuestros amos disparen por encima de nosotros; pero sólo confiaría yo en Dick Cunliffe para que hiciera eso. Me molesta haciéndome cosquillas junto a la cincha, y además, con la cabeza en el suelo no se puede ver nada.
-¿Qué importa quién dispara por encima de uno? -dijo el camello. Muchísimos hombres y camellos están al lado de uno y además muchísimas nubes de humo. Entonces no tengo miedo. Permanezco quieto y espero.
-Y sin embargo tienes pesadillas en la noche y alborotas todo el campamento -repuso Billy-. ¡Vaya!
¡Vaya! Antes que tenderme y permitirle a ningún hombre disparar por encima de mí, creo que mis patas y su cabeza trabarían conocimiento. ¿Cuándo se escuchó cosa tan terrible como ésa?

Se hizo un largo silencio, y a continuación uno de los bueyes levantó su enorme cabeza y dijo:

-Todo eso es pura tontería. Sólo hay una manera de entrar en la lucha.
-¡Ah! ¡Sigue, sigue! -respondió Billy-. No te fijes en que yo estoy delante. Supongo que ustedes, buena gente, pelean sosteniéndose sobre el rabo.
-No hay sino una manera -repitieron ambos a la vez. (Seguramente eran gemelos)-. Y ésta es la manera: uncimos, los veinte pares que somos nosotros, al cañón grande, en cuanto empieza a trompetear el de las dos colas. (Se le llama "el de las dos colas" en el lenguaje del campamento, al elefante.)
-¿Y por qué suena él la trompa? -preguntó el muleto.
-Para mostrar que no quiere acercarse más al humo que hay de aquel lado. El de las dos colas es un grandísimo cobarde. Luego empujamos todos juntos el cañón grande... ¡Heya! ¡Hullah! ¡Heeyah! ¡Hullah!... Nosotros no nos encaramamos como gatos ni corremos como terneros. Atravesamos la llanura, veinte pares de frente, hasta que nos desuncen de nuevo, y entonces, a pacer, mientras los grandes cañones le dirigen la palabra al través del llano a alguna ciudad de paredes de tapia, las que caen en grandes pedazos, y nubes de polvo se elevan en el aire como si regresaran a casa innumerables rebaños.
-¡Oh! ¿Y ustedes aprovechan ese momento para pacer? -dijo el muleto.
-Ése o cualquiera otro. Siempre es agradable comer. Nosotros esperamos hasta que nos uncen de nuevo y arrastramos el cañón hasta donde está esperándolo el de las dos colas. En algunas ocasiones en la ciudad hay cañones grandes que contestan a los nuestros y matan a algunos de nosotros, y así, es más abundante el pasto para los que quedan. Cosas del destino... sólo del destino. Sea como fuere, el de las dos colas es un grandísimo cobarde. Éste es el verdadero modo de combatir. Nosotros somos dos hermanos, hijos de Hapur. Nuestro padre era uno de los toros sagrados de Siva. Hemos dicho.
-¡Bueno! A la verdad, algo he aprendido esta noche dijo el caballo-. Y ustedes, caballeros de la batería de cañones de montaña, ¿también sienten ganas de comer cuando los cañones disparan contra ustedes y a retaguardia permanece el de las dos colas?
-Tan poco, como son pocas las ganas que sentimos de echarnos y permitir que los hombres se tiendan sobre nosotros, o lánzarnos entre personas que esgrimen cuchillos. Nunca oí tales simplezas. El borde de un precipicio, una carga bien equilibrada, un arriero de quien pueda uno estar seguro que lo dejará escoger su camino.., con eso que me den, cuenten conmigo: pero lo demás... ¡no! dijo Billy pegando una patada en el suelo.
-Por supuesto dijo el caballo-, no todos somos de la misma madera, y veo bien que su familia, por la línea paterna, a duras penas entendería ciertas cosas.
-Deje en paz a mí familia y a su línea paterna dijo Billy enojado (porque a todo mulo le disgusta que le recuerden que su padre era un asno)-. Mi padre fue un caballero del Sur, y podía derribar, morder, y convertir en piltrafas a coces, a cualquier caballo que cruzara su camino. ¡Acuérdate de esto, gran Brumby!

Brumby significa un caballo salvaje, sin crianza. Imaginad lo que sentiría el noble bruto, vencedor en las carreras, si oyera que lo llamaba acémila uno que arrastrara un carro, y así podréis imaginaros lo que sentiría el caballo australiano en aquel momento. Vi cómo le brillaba en la sombra el blanco de los ojos.

-Mira, hijo de un garañón importado de Málaga -dijo, apretando los dientes-, tendré que enseñarte que, por línea materna, desciendo de Carbine, ganadora de la Copa de Melbourne; y que en mi tierra no estamos acostumbrados a dejarnos pisotear por un mulo, charlatán como loro, y con sesos de cerdo, y que sólo pertenece a una batería de cerbatanas para juegos de niños. ¡En guardia!
-¡Y tú sobre tus patas traseras! -chilló Billy.

Así lo hicieron, frente a frente, y ya esperaba yo una furiosa lucha, cuando, de en medio de la oscuridad, hacia la derecha, se oyó una voz gutural, profunda, que decía:

-Niños, ¿por qué se pelean? Estense quietos.

Ambas bestias dejaron caer las patas con un ronquido de disgusto, pues no hay caballo ni mulo que pueda soportar la voz del elefante.

-Es el de las dos colas -dijo el caballo-. ¡No puedo soportarlo! ¡Tener una cola en cada extremo no es jugar limpio!
-Yo pienso exactamente lo mismo -respondió Billy, y se apretó contra el caballo para sentirse acompañado-. En algunas cosas, nos parecemos mucho.
-Supongo que las heredamos de nuestras madres -observó el caballo. No vale la pena pelear por eso. ¡Eh! ¡Dos colas! ¿Estás atado?
-Sí -respondió éste, con una risita que parecía subirle trompa arriba-. Estoy atado para toda la noche. Ya oí, amigos, lo que han estado hablando. Pero no teman; no me acercaré.

Los bueyes y el camello dijeron casi en voz alta:

-¡Sentir miedo por el de las dos colas!... ¡Qué tontería!

Y los bueyes prosiguieron:

-Sentimos que lo hayas oído pero es cierto. Dos colas: ¿por qué le tienes miedo a los cañones cuando disparan?
-Pues... -empezó el de las dos colas, frotando una de sus patas traseras contra la otra, tal y como lo hace un chiquillo cuando declama versos-, no estoy muy seguro si me entenderán ustedes.
-No entenderemos, pero la cosa es que tenemos que arrastrar los cañones dijeron los bueyes.
-Sí; lo sé. También sé que ustedes son mucho más valientes de lo que creen. Pero no sucede lo mismo conmigo. El capitán de mi batería me llamó el otro día "anacronismo paquidermatoso".
-¿Una nueva manera de combatir, supongo? dijo Billy, que empezaba a recobrar el uso de sus facultades.
-Por supuesto, tú no sabes lo que eso significa, pero yo sí. Significa algo que está entre dos aguas, entre dos luces, y así estoy yo. Veo dentro de mi cabeza lo que ocurrirá cuando estalle una bomba; ustedes, bueyes, no pueden verlo.
-Pero yo sí -dijo el caballo. En parte, a lo menos. Pero hago por no pensar en ello.
-Yo lo veo mejor que tú, y pienso en ello... Sé que tengo un enorme corpachón que hay que cuidar, y sé que nadie sabe cómo curarme cuando estoy enfermo. Lo único que pueden hacer es no pagarle a mi cornaca hasta que me alivio, y no puedo fiarme de él.
-¡Ah! -interrumpió el caballo. Eso lo explica todo. Yo puedo fiarme de Dick.
-Podrías ponerme encima todo un regimiento de Dicks sin que me sintiera mucho mejor. Sé lo suficiente para sentirme a disgusto, y no lo suficiente para seguir adelante a pesar de todo.
-No entendemos dijeron los bueyes.
-Ya sé que no lo entienden. Pero no les estoy hablando a ustedes. Ustedes no saben lo que es sangre.
-¡Lo sabemos! -respondieron los bueyes-. Es una cosa roja que la tierra chupa y que huele.
El caballo tiró una coz, dio un salto y relinchó.
-¡No hablen de eso! dijo. Me parece olerla ahora, con sólo imaginármela. Me dan ganas de correr...
cuando no llevo a Dick sobre mí.
-¡Pero si aquí no la hay! -dijeron el camello y los bueyes-. ¡ Vaya que eres tonto!
-Es vil cosa dijo Billy-. A mí no me dan ganas de correr, pero no quiero hablar de ella.
-¡Ahí tienen ustedes! dijo el de las dos colas, moviendo la suya para explicarse mejor.
-Ciertamente. Y aquí nos hemos tenido durante toda la noche -dijeron los bueyes.

El de las dos colas pateó en el suelo hasta que su anillo de hierro resonó.

-No les hablo a ustedes. Ustedes no pueden ver lo que sucede dentro de su cabeza.
-Claro que no. Sólo vemos lo que pasa afuera de nuestros cuatro ojos. Sólo vemos lo que está delante de nosotros.
-Si yo pudiera hacer eso y sólo eso, a ustedes no los necesitarían absolutamente para arrastrar los grandes cañones. Si yo fuera como mi capitán -él puede ver las cosas dentro de su cabeza antes de que empiece el fuego, y tiembla todo él, pero sabe demasiado como para que se eche a correr-, si yo fuera como él, podría arrastrar los cañones. Pero si yo fuera así de sabio, ciertamente no estaría aquí. Sería un rey en la selva, como lo fui antaño, durmiendo la mitad del día y bañándome cuando se me antojara. Hace un mes que no tomo un buen baño.
-Todo eso está muy bien dijo Billy-; pero darles a las cosas nombres rimbombantes no las mejora.
-¡Chitón! dijo el caballo. Creo que entiendo lo que quiere decir Dos colas.
-Dentro de un momento lo entenderás mejor -dijo éste de mal humor-. ¿Quisieras sólo explicarme por qué a ti no te gusta esto?

Empezó a hacer resonar furiosamente su trompa.

-¡Basta, basta! dijeron Billy y el caballo al mismo tiempo. Y oí cómo pateaban y temblaban. El trompeteo de un elefante es siempre desagradable, sobre todo de noche.
-¡No quiero callar! dijo el de las dos colas-. ¿Me quieren hacer el favor de explicarme esto?
¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah! Luego detúvose de pronto y escuché un quejido en la oscuridad, y supe que al fin Vixen había dado conmigo. Sabía ella tan bien como yo que hay algo en el mundo que asusta al elefante más que nada, y es el ladrido de un perro; por eso se paró, para molestar al de las dos colas, en el lugar donde estaba atado, y allí ladró entre sus enormes pies. Dos colas se agitó y empezó a chillar.
-¡Vete, perro! -dijo. No me huelas los zancajos o te pateo. ¡Perrito bueno... perrito mono! ¡Lárgate a tu casa, bestezuela que no paras de ladrar! ¿Por qué alguien no lo aparta de allí? En un momento más me morderá.
-Me parece -le dijo Billy al caballo- que nuestro amigo Dos colas tiene miedo a un montón de cosas. Si a mí me hubieran dado un buen pienso por cada perro que he lanzado de una coz al otro lado del campo de maniobras, estaría tan gordo como Dos colas.

Silbé y Vixen vino corriendo hacia mí, toda llena de lodo, me lamió la nariz, y me narró un larguísimo cuento de sus aventuras en el campamento mientras iba en mi busca. Nunca le había dicho que yo entendía el lenguaje de los animales, porque se hubiera tomado toda clase de libertades conmigo. La puse, pues, sobre mi pecho, abotonando por encima de ella mi sobretodo, y Dos colas se movió cuanto quiso, y pateó y gruñó, solo ya.

-¡Extraordinario! ¡ Extraordinario! -dijo-. Esto viene ya de familia. ¡A ver! ¿Dónde se metería ahora aquel diablo de animalejo?

Le oí que tanteaba acá y allá con la trompa.

-Todos parecemos tener un punto flaco -prosiguió, soplando para limpiarse la nariz-. Ustedes, señores, me parece que se alarmaron un poco cuando me oyeron trompetear.
-Precisamente alarmamos, no, dijo el caballo. Pero sentí como que me picaban algunos tábanos donde suelo llevar la silla. No empieces de nuevo.
-A mí me asusta un perrillo, y a ese camello le asustan las pesadillas que tiene de noche.
-Es una suerte que no todos tengamos que combatir de la misma manera dijo el caballo.
-Lo que yo quisiera saber -dijo el mulo que había estado callado durante largo rato-, lo que yo quisiera saber es por qué tenemos que combatir, del modo que fuere.
-Porque así nos lo mandan dijo el caballo con un ronquido de desprecio.
-¡Órdenes! dijo Billy el mulo. Y sus dientes rechinaron.
-¡Hukm hai! (es una orden) -dijo el camello con un ruido gutural; y Dos colas y los bueyes repitieron: ¡Hukm hai!
-Sí, pero, ¿quién da las órdenes? dijo el muleto, el recluta.
-El hombre que va a tu lado... o que se te sienta encima.., o que sostiene la cuerda que atan a tu nariz... o que te retuerce la cola... -dijeron, uno después de otro, B¡lly, el caballo, el camello y los bueyes.
-Pero, ¿quién les da a ellos las órdenes?
-Joven, quieres saber demasiado -dijo Billy-, y eso es exponerse a recibir una coz. Todo lo que tienes que hacer, es obedecer al hombre que te guía, y no preguntar nada.
-Tiene razón dijo el de las dos colas-. Yo no Siempre puedo obedecer, porque estoy como entre la espada y la pared; pero Billy tiene razón. Obedece al hombre que está a tu lado y que te da la orden; de lo contrario, toda la batería tendrá que detenerse por tu culpa, y esto, sin contar la paliza que te darán.

Los bueyes se levantaron para marcharse.

-La mañana se acerca -dijeron-. Regresamos a nuestros puestos. Es cierto que nosotros sólo vemos con nuestros ojos y que no somos muy listos; pero, así y todo, somos los únicos que esta noche no hemos sentido miedo. ¡Buenas noches, valientes!

Nadie contestó, y entonces el caballo dijo, para cambiar de conversación:

-¿Dónde está el perrito aquel? Un perro siempre significa que el hombre no anda lejos.
-Aquí estoy -ladró Vixen-, bajo la cureña, con mi amo. ¡Tú, camello, gran bestia, echaste abajo nuestra tienda! Mi amo está muy enojado contigo.
-¡Psché! dijeron los bueyes-. ¡Debe ser un blanco!
-Por supuesto dijo Vixen-. ¿Creen que a mí me cuida algún boyero negro?
-¡Huah! ¡Ouach! ¡Ugh! -dijeron los bueyes-. Vámonos pronto. Se lanzaron entre el barro, y sin saber cómo, metieron por el yugo que llevaban la lanza de un carro de municiones, y allí se quedaron cogidos.
-¡Se lucieron! dijo calmosamente Billy-. Nada de forcejear. Aquí tendrán que quedarse hasta que se haga de día. ¿Qué diablos les pasa ahora?

Los bueyes lanzaron aquellos largos y silbantes ronquidos que da el ganado de la India, y se empujaron chocando el uno contra el otro, y dieron vueltas, patearon, resbalaron y casi se cayeron en el barro, gruñendo salvajemente.

-Yan a romperse el pescuezo! -dijo el caballo-. ¿Qué tienen contra el hombre blanco? Yo vivo entre hombres blancos.
-Ellos, los blancos... ¡nos comen! ¡Tira! ¡Tira! -respondió el buey que estaba más cerca. El yugo saltó en pedazos, y se marcharon juntos, andando pesadamente.
Nunca había sabido yo antes por qué el ganado indio le teme tanto a los ingleses. Nosotros comemos buey -cosa a la que nunca toca allí un boyero-, y, por supuesto, al ganado no le gusta eso.
-¡Que me azoten con las mismas cadenas de mi basto! ¿Quién hubiera creído que dos enormes pedazos de carne como ésos perderían de tal modo la cabeza? dijo Billy.
-No importa. Voy a ver a ese hombre. Creo que la mayor parte de los hombres blancos llevan cosas en los bolsillos -dijo el caballo.
-Pues entonces, te dejo. No soy muy aficionado a ellos. Además, hombres blancos que no tienen un lugar dónde dormir, son probablemente ladrones, y yo llevo sobre mis espaldas una parte bastante regular de propiedad del gobierno. Ven, muchacho, regresemos a nuestros puestos. ¡Buenas noches, Australia! Creo que nos veremos mañana en la parada. ¡Buenas noches, costal de paja, y controla tus sentimientos, ¿eh? ¡Buenas noches, Dos colas! Si nos vemos mañana eh el campo de maniobras, no hagas sonar tu trompa. Desbaratarías la formación.

Se marchó Billy el mulo renqueando un poco y balanceándose con el aire de un veterano, en tanto que la cabeza del caballo venía a oliscar en mi pecho. Le di bizcochos, mientras Vixen, que es una perrita muy vanidosa, le contó muchas mentiras acerca de las docenas de caballos que entre ella y yo poseíamos.

-Mañana iré a ver la parada en mi dog-cart -dijo-. ¿Dónde estarán ustedes?
-A la izquierda del segundo escuadrón. Yo marco el paso para toda la compañía, damisela -dijo él cortésmente-. Pero tengo que regresar a donde está Dick. Mi cola está toda llena de barro, y él necesitará trabajar duro durante dos horas para ponerme en disposición de ir a la parada.

La gran parada de treinta mil hombres tuvo lugar aquella tarde, y Vixen y yo tuvimos un excelente lugar junto al virrey y el emir de Afganistán que llevaba su grande y alto gorro negro de astracán con la gran estrella de diamantes en el centro. La primera parte de la revista fue todo sol. Los regimientos desfilaban como oleadas de piernas que se movieran todas a la vez, y como multitud de fusiles puestos en línea, hasta que nuestros ojos se nos iban ya al mirarlos. Llegó entonces la caballería, al compás de la bella música para medio galope llamada Bonnie Dundee, y Vixen enderezó una de sus orejas en el lugar del dog-cart en que estaba sentada. El segundo escuadrón de lanceros pasó rápidamente, y allí estaba nuestro caballo, luciendo la cola como seda acabada de hilar; la cabeza inclinada sobre el pecho, una oreja hacia adelante y la otra hacia atrás, moviendo el compás para todo el escuadrón, moviendo las patas con tanta suavidad como las notas de un vals. Luego vinieron los cañones de grandes dimensiones, y vi a Dos colas y a dos elefantes más, enganchados en fila a un cañón de sitio de los de cuarenta, en tanto que veinte pares de bueyes caminaban detrás. El séptimo par llevaba un yugo nuevo, y parecía cansado y se movía con cierta dificultad. Por último venían los cañones de montaña, y Billy el mulo marchaba como si él fuera quien tuviese el mando de todas las tropas, y sus arreos eran limpios y relucientes, gracias a una capa de aceite, y parecían despedir luz. En mi interior vitoreé a Billy el mulo; pero él ni siquiera miró ni a derecha ni a izquierda.

Empezó a llover de nuevo, y durante un tiempo la neblina no permitió ver lo que las tropas hacían.
Habían formado un gran semicírculo en la llanura, y luego se desplegaron en línea recta. Esa línea creció, creció y creció hasta que tuvo una longitud de un cuarto de legua de una a otra de las alas, y formó como un sólido muro de hombres, caballos y cañones. Se dirigió entonces hacia el virrey y el emir, y, conforme se acercaba, la tierra empezó a trepidar como la cubierta de un vapor que marcha a toda máquina.

A no verlo allí mismo, no puede uno imaginarse el pavoroso efecto que causa este sostenido avance de tropas hacia los espectadores, aunque saben éstos que sólo se trata de una parada. Miré al emir. Hasta entonces no había mostrado el menor asombro, ni nada; pero en aquel momento sus ojos empezaron a agrandarse cada vez más, y echó mano a las riendas de su caballo y miró hacia atrás. Durante un minuto pareció que desenvainaría su espada y que se abriría paso entre los ingleses e inglesas que estaban en los carruajes situados detrás de él. Luego el avance paró repentinamente, la tierra permaneció quieta y la línea entera saludó, y treinta bandas de música empezaron a tocar. Esto era el final de la revista, y los regimientos regresaron a sus campos, bajo la lluvia, mientras la banda de infantería tocaba:

De dos en dos los animales
¡Hurra!
de dos en dos iban marchando,
los elefantes lo mismo las mulas.

¡Y se metieron en el arca
para guarecerse de la lluvia!

Entonces escuché a un jefe asiático de larga y entrecana cabellera, que había venido junto con el emir, hacerle algunas preguntas a un oficial indígena.

-Ahora -dijo-, decidme ¿cómo ha podido llevarse a cabo cosa tan maravillosa?

Y el oficial respondió:

-Se dio una orden, y ellos obedecieron.
-Pero, ¿saben tanto las bestias como los hombres? dijo el jefe.
-Ellas obedecen, como obedecen los hombres. El mulo, el caballo, el elefante, el buey, obedecen al que los guía, y el guía a su sargento, y el sargento al teniente, y el teniente al capitán, y el capitán al mayor, y el mayor al coronel, y el coronel al brigadier, el cual manda a tres regimientos; y el brigadier al general, el cual obedece al virrey, que es servidor de la emperatriz. Así es como se hace esto.
-¡Ojalá así sucediera en Afganistán! -dijo el jefe-, porque allí cada quien obedece sólo a su propia voluntad.
-Y por esta razón dijo el oficial indígena retorciéndose el bigote-, vuestro emir, al cual no obedecéis, tiene que venir aquí y recibir órdenes de nuestro virrey.


CANCIÓN DE LOS ANIMALES DEL CAMPAMENTO CON MOTIVO DE LA GRAN PARADA

Los elefantes que arrastran los cañones

Dímosle a Alejandro la fortaleza de Hércules,
la sabiduría de nuestras frentes, la fuerza de nuestras rodillas.
Al yugo sometimos nuestros cuellos;
nunca más levantamos, libre, nuestra cabeza.
¡Abrid paso! ¡Paso a los cañones,
a los grandes cañones de cuarenta!

Los bueyes

Esos héroes de vistosos arreos le huyen a la bala de cañón.
Cuando huelen la pólvora se les revuelve el estómago a todos.
Nosotros entramos en acción y empujamos los cañones de nuevo.
¡Paso! ¡Paso para las diez yuntas
de los grandes cañones de cuarenta!

Los caballos

Por la señal que nos dejó el hierro,
la mejor marcha es la nuestra:
la de los lanceros, húsares y dragones;
que tan bien suena.

Venga el pienso, y luego domadnos y pulidnos,
dadnos buenos jinetes y ancha tierra,
y cantadnos "Bonnie Dundee", y nos veréis volando
formando escuadrones en hileras.

Los mulos de las baterías de montaña

Mientras montaña arriba subíamos yo y mis compañeros,
mucho forcejeamos por el atajo de piedras, pero avanzamos.
Podemos subir y trepar, compañeros, y volvernos hacia donde queramos.
Nuestra delicia es a la montaña trepar, que nos sobran piernas.

Bendición, pues, a todo sargento que nuestro camino nos deja escoger.
¡Malhadado el torpe que no supo nuestra carga atar!
Podemos subir y trepar, compañeros, y volvernos hacia donde queramos, y nuestra delicia es a la montaña trepar, que nos sobran piernas.

Los camellos

No tenemos nosotros una canción propia
que nos ayude a aligerar la marcha;
pero nuestros cuellos son como trompas...
(Ra, ta, ta... ¡qué bien suenan!)

Esta es nuestra canción de marcha:
¡Sí! ¡No! ¡No quiero! ¡No puedo!
¡Que lo repita toda la línea con fuerza!
A alguien se le cayó la carga de la espalda, ¡ojalá fuera la mía!

La carga de alguien cayó a la vera del camino...
Parémonos gritando ¡Urrr! ¡Yarrh! ¡Grr! ¡Arrh!
¡A alguien están golpeando!

Todos los animales juntos


Somos los hijos del campamento,
sirviendo cada quien en su grado;
los que llevan yugo, basto, arreos;

mirad, en la llanura, nuestra fila
que parece maniota doblada
barriendo el suelo en que rueda.

Entre tanto, polvorientos van los hombres
a nuestro lado, silenciosos, pesados;
nadie puede decir por qué marchamos
y sufrimos un día tras otro.

Somos los hijos del campamento,
sirviendo cada quien en su grado;
los que llevan yugo, basto, arreos,
los que ante la aijada tiemblan.


Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento XII - Rudyard Kipling"

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