"El sabueso de los Baskerville" (The hound of the Baskervilles, 1901-1902) es la tercera novela de la saga de Sherlock Holmes. En la dedicatoria el autor agradece a Fletcher Robinson por su ayuda en los detalles de ambientación y línea argumental, un joven periodista que conocía una leyenda: La leyenda de Richard Cabell... Se creía que dicho personaje había vendido el alma al diablo y que un espectro con forma de perro de caza rondaba su tumba. Se me ponen los pelos de punta al pensar que este libro tiene cierta cercanía a un relato "real". Las leyendas urbanas son deliciosas :D
La novela tiene varias versiones fílmicas. Vi la filmada en 1959 hace un par de años, fue la primera en realizarse en color, pero hay películas anteriores y posteriores, para cine, para TV, inglesas y no inglesas... Más de 20 adaptaciones en total. Entre ellas una realizada en 1939 con Basil Rathbone como Holmes, actor al que, me sopla mi hermano, es considerado el mejor Holmes hasta ahora (Y por si alguien pregunta, si, esto incluye a Robert Downey Jr. y su interpretación de un Holmes disfrutable pero alejado de los libros de Sir Arthur Conan Doyle).
"El sabueso de los Baskerville" tiene 15 capítulos. Subiré un capítulo por post del blog y lo haré día por medio para dar un tiempo de lectura. Para ilustrar tomé algunos de los dibujos originales realizados por Sydney Paget. Leí en versión resumida para estudiantes de inglés cuando era adolescente así que ¡estoy ansiosa por leerla completa!
CAPÍTULO UNO
EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES
El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se
levantaba muy tarde, excepto en las ocasiones nada infrecuentes en que no se
acostaba en toda la noche, estaba desayunando. Yo, que me hallaba de pie junto
a la chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado por nuestro visitante
de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con un abultamiento
a modo de empuñadura, era del tipo que se conoce como «abogado de Penang» (1). Inmediatamente debajo de la protuberancia el bastón llevaba una ancha tira de
plata, de más de dos centímetros, en la que estaba grabado «A James Mortimer,
M.R.C.S. (2), de sus amigos de C.C.H.», y el año, « 1884». Era exactamente la
clase de bastón que solían llevar los médicos de cabecera a la antigua usanza:
digno, sólido y que inspiraba confianza.
-Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones llega?
Holmes me daba la espalda, y yo no le había dicho en qué me ocupaba.
-¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a creer
que tiene usted ojos en el cogote.
-Lo que tengo, más bien, es una reluciente
cafetera con baño de plata delante de mí -me respondió-. Vamos, Watson, dígame
qué opina del bastón de nuestro visitante. Puesto que hemos tenido la desgracia
de no coincidir con él e ignoramos qué era lo que quería, este recuerdo
fortuito adquiere importancia. Descríbame al propietario con los datos que le
haya proporcionado el examen del bastón.
-Me parece -dije, siguiendo hasta donde me era
posible los métodos de mi compañero- que el doctor Mortimer es un médico
entrado en años y prestigioso que disfruta de general estimación, puesto que
quienes lo conocen le han dado esta muestra de su aprecio.
-¡Bien! -dijo Holmes-. ¡Excelente!
-También me parece muy probable que sea médico
rural y que haga a pie muchas de sus visitas.
-¿Por qué dice eso?
-Porque este bastón, pese a su excelente
calidad, está tan baqueteado que difícilmente imagino a un médico de ciudad
llevándolo. El grueso regatón de hierro está muy gastado, por lo que es
evidente que su propietario ha caminado mucho con él.
-¡Un razonamiento perfecto! -dijo Holmes.
-Y además no hay que olvidarse de los «amigos
de C.C.H.». Imagino que se trata de una asociación local de cazadores (3), a cuyos
miembros es posible que haya atendido profesionalmente y que le han ofrecido en
recompensa este pequeño obsequio.
-A decir verdad se ha superado usted a sí
mismo -dijo Holmes, apartando la silla de la mesa del desayuno y encendiendo un
cigarrillo-. Me veo obligado a confesar que, de ordinario, en los relatos con
los que ha tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos, siempre ha
subestimado su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero
sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen
un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy
en deuda con usted.
Hasta entonces Holmes no se había mostrado
nunca tan elogioso, y debo reconocer que sus palabras me produjeron una
satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que recibía mi admiración
y mis intentos de dar publicidad a sus métodos me había herido en muchas
ocasiones.
También me enorgullecía pensar que había
llegado a dominar su sistema lo bastante como para aplicarlo de una forma capaz
de merecer su aprobación. Acto seguido Holmes se apoderó del bastón y lo
examinó durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera despertado
especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el bastón junto
a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente convexa.
-Interesante, aunque elemental -dijo, mientras
regresaba a su sitio preferido en el sofá-. Hay sin duda una o dos
indicaciones en el bastón que sirven de base para varias deducciones.
-¿Se me ha escapado algo? -pregunté con cierta
presunción-. Confío en no haber olvidado nada importante.
-Mucho me
temo, mi querido Watson, que casi todas sus conclusiones son falsas. Cuando
he dicho que me ha servido usted de estímulo me refería, si he de ser
sincero, a que sus equivocaciones me han llevado en ocasiones a la verdad.
Aunque tampoco es cierto que se haya equivocado usted por completo en este
caso. Se trata sin duda de un médico rural que camina mucho.
-Entonces tenía yo razón.
-Hasta ahí, sí.
-Pero sólo hasta ahí.
-Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso
no es todo, ni mucho menos. Yo consideraría más probable, por
ejemplo, que un regalo a un médico proceda de un hospital y no de una asociación
de cazadores, y que cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital,
se nos ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.
-Quizá tenga usted razón.
-Las probabilidades se orientan en ese
sentido. Y si adoptamos esto como hipótesis de trabajo, disponemos de un nuevo
punto de partida desde donde dar forma a nuestro desconocido visitante.
-De acuerdo; supongamos que «CCH» significa
«Hospital de Charing Cross»; ¿qué otras conclusiones se pueden sacar de ahí?
-¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted
conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!
-Sólo se me ocurre la conclusión evidente de
que nuestro hombre ha ejercido su profesión en Londres antes de marchar al
campo.
-Creo que podemos aventurarnos un poco más.
Véalo desde esta perspectiva. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciera un
regalo de esas características? ¿Cuándo se habrán puesto de acuerdo sus amigos
para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el doctor
Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia consulta. Sabemos
que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido un cambio y que el doctor
Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad a una consulta en el campo.
¿Piensa que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si decimos
que el regalo se hizo con motivo de ese cambio?
-Parece probable, desde luego.
-Observará usted, además, que no podía formar
parte del personal permanente del hospital, ya que tan sólo se nombra para esos
puestos a profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres, y
un médico de esas características no se marcharía después a un pueblo. ¿Qué
era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse incorporado al
personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico interno: poco más que
estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha está en el
bastón. De manera que su médico de cabecera, persona seria y de mediana edad,
se esfuma, mi querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido
aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el
que siente gran afecto y que describiré aproximadamente como más grande que un
terrier pero más pequeño que un mastín.
Yo me eché a reír con incredulidad mientras
Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y enviaba hacia el techo temblorosos
anillos de humo.
-En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco
de medios para rebatirlas -dije-, pero al menos no nos será difícil encontrar
algunos datos sobre la edad y trayectoria profesional de nuestro hombre.
Del modesto estante donde guardaba los libros
relacionados con la medicina saqué el directorio médico y, al buscar por el
apellido, encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con
nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota biográfica.
«Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884 cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del premio Jackson de patología comparada, gracias al trabajo titulado "¿Es la enfermedad una regresión?". Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de "Algunos fenómenos de atavismo" (Lancet, 1882), "¿Estamos progresando?"(Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow».
-No se menciona ninguna asociación de
cazadores -comentó Holmes con una sonrisa maliciosa-; pero sí que nuestro
visitante es médico rural, como usted dedujo atinadamente. Creo que mis
deducciones están justificadas. Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si
no recuerdo mal, afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo
un hombre afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin ambiciones
abandona una carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo una persona
distraída deja el bastón en lugar de la tarjeta de visita después de esperar
una hora.
-¿Y el perro?
-Está acostumbrado a llevarle el bastón a su
amo. Como es un objeto pesado, tiene que sujetarlo con fuerza por el centro, y
las señales de sus dientes son perfectamente visibles. La mandíbula del animal,
como pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi opinión,
demasiado ancha para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser...,
sí, claro que sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.
Holmes se había puesto en pie y paseaba por la
habitación mientras hablaba. Finalmente se detuvo junto al hueco
de la ventana. Había un tono tal de convicción en su voz que levanté
la vista sorprendido.
-¿Cómo puede estar tan seguro de eso?
-Por la sencilla razón de que estoy viendo al
perro delante de nuestra casa, y acabamos de oír cómo su dueño ha
llamado a la puerta. No se mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus
hermanos de profesión, y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste
es el momento dramático del destino, Watson: se oyen en la escalera
los pasos de alguien que se dispone a entrar en nuestra vida y no sabemos
si será para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer,
el científico, desea de Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!
El aspecto de nuestro visitante fue una
sorpresa para mí, dado que esperaba al típico médico rural y me encontré
a un hombre muy alto y delgado, de nariz larga y ganchuda, disparada hacia
adelante entre unos ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban
desde detrás de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su
profesión, pero de manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y
los pantalones, raídos. Cargado de espaldas, aunque todavía joven, caminaba
echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un aire general de benevolencia
corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el bastón que Holmes tenía
entre las manos, por lo que se precipitó hacia él lanzando una exclamación de
alegría.
-¡Cuánto me alegro! -dijo-. No sabía si lo
había dejado aquí o en la agencia marítima. Sentiría mucho
perder ese bastón.
-Un regalo, por lo que veo -dijo Holmes.
-Así es.
-¿Del hospital de Charing Cross?
-De uno o dos amigos que tenía allí, con
ocasión de mi matrimonio.
-¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! -dijo Holmes,
agitando la cabeza.
-¿Cuál es la contrariedad?
-Tan sólo que ha echado usted por tierra
nuestras modestas deducciones. ¿Su matrimonio, ha dicho?
-Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con
ello toda esperanza de abrir una consulta. Necesitaba un hogar.
-Bien, bien; no estábamos
tan equivocados, después de todo -dijo Holmes-. Y ahora, doctor James Mortimer...
-No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.
-Y persona amante de la exactitud, por lo que
se ve.
-Un simple aficionado a la ciencia, señor
Holmes, coleccionista de conchas en las playas del gran océano de lo
desconocido. Imagino que estoy hablando con el señor Sherlock Holmes y no...
-No se equivoca; yo soy Sherlock Holmes y éste
es mi amigo, el doctor Watson.
-Encantado de conocerlo, doctor Watson. He
oído mencionar su nombre junto con el de su amigo. Me interesa usted mucho,
señor Holmes. No esperaba encontrarme con un cráneo tan dolicocéfalo ni con un
arco supraorbital tan pronunciado. ¿Le importaría que recorriera con el dedo su
fisura parietal? Un molde de su cráneo, señor mío, hasta que pueda disponerse
del original, sería el orgullo de cualquier museo antropológico. No es mi
intención parecer obsequioso, pero confieso que codicio su cráneo.
Sherlock Holmes hizo un gesto con la mano para
invitar a nuestro extraño visitante a que tomara asiento.
-Veo que se
entusiasma usted tanto con sus ideas como yo con las mías -dijo-. Y observo por
su dedo índice que se hace usted mismo los cigarrillos. No dude en encender uno
si así lo desea.
El doctor Mortimer sacó papel y tabaco y lió
un pitillo con sorprendente destreza. Sus dedos, largos y temblorosos, eran tan
ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.
Holmes guardó silencio, pero la intensidad de
su atención me demostraba el interés que despertaba en él nuestro curioso
visitante.
-Supongo -dijo finalmente-, que no debemos el
honor de su visita de anoche y ésta de hoy exclusivamente a su deseo de
examinar mi cráneo.
-No, claro está; aunque también me alegro de
haber tenido la oportunidad de hacerlo, he acudido a usted, señor Holmes,
porque no se me oculta que soy una persona poco práctica y porque me enfrento
de repente con un problema tan grave como singular. Y reconociendo, como yo lo
reconozco, que es usted el segundo experto europeo mejor cualificado...
-Ah. ¿Puedo preguntarle a quién corresponde el
honor de ser el primero? -le interrumpió Holmes con alguna aspereza.
-Para una persona amante de la exactitud y de
la ciencia, el trabajo de Monsieur Bertillon tendrá siempre un poderoso
atractivo.
-¿No sería mejor consultarle a él en ese caso?
-He hablado de personas amantes de la
exactitud y de la ciencia. Pero en cuanto a sentido práctico todo el mundo
reconoce que carece usted de rival. Espero, señor mío, no haber...
-Tan sólo un poco -dijo Holmes-. No estará de
más, doctor Mortimer, que, sin más preámbulo, tenga la amabilidad de contarme
en pocas palabras cuál es exactamente el problema para cuya resolución solicita
mi ayuda.
Continúa leyendo esta historia en "El sabueso de los Baskerville - Capítulo II - Sir Arthur Conan Doyle"
(1) Bastón de paseo de cabeza abultada que se
fabrica con el tallo de Licuala Acutifida, una palma de Asia oriental.
(2) Member of the Royal College of Surgeons
(Miembro del Real Colegio de Cirujanos).
(3) La deducción de Watson se explica porque la
inicial H sirve en inglés tanto para la palabra hunt, una de cuyas acepciones
es «asociación de cazadores», como para
«hospital».
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