Días atrás un contacto del facebook me sugirió este cuento. No conocía ni el cuento ni el autor - nunca fui muy lectora de ciencia ficción -. Así que decidí leerlo y de paso compartirlo con ustedes.
"¡Miren! El pájaro" tiene por nombre original "And Lo! the bird" y fue publicado por primera vez en 1950 en la revista "The Blue Book Magazine". Fue escrito por Nelson S. Bond (1908-2006).
Pájaro de Fuego de Constanza Cohen |
MIREN! EL PÁJARO
El Ave del Tiempo apenas tiene luz para el vuelo y
—¡mira!— ya sus alas está tendiendo al cielo.
Fitzgerald-Rubáiyát
Fitzgerald-Rubáiyát
No sé por qué me molesto en escribir esto. Es
indudable que es el texto más inútil que he escrito en el curso de mi carrera,
dedicada a inundar resmas de pulcras cuartillas con torrentes de frases
altisonantes. Pero tengo que hacer algo para mantener mi espíritu ocupado y,
puesto que he vivido estos sucesos desde el principio, no estará de más que los
registre tal como los recuerdo.
Desde luego, el hecho que ahora deje
constancia de aquellos primeros días no tiene importancia alguna. Aunque,
después de todo, en este momento nada importa. No sé por qué lo hago. Ya no
estoy seguro de nada. A no ser que es absurdo que escriba esta historia tan
poco importante. Sin embargo, sé que tengo que hacerlo...
Como he dicho antes, viví estos sucesos desde
el principio. ¡Valiente afirmación! Su principio es algo que queda para el
campo de las conjeturas. Depende de cómo se mida el tiempo. Para algunos
comenzó hace cuatro mil años... Los que piensan así son fundamentalistas y
partidarios de la cronología de un arzobispo. Quizás principió hace tres mil
millones de años, afirman los que poseen aquello que, hasta hace unas pocas
semanas, se solía denominar jactanciosamente «un espíritu científico».
Desconozco la verdad sobre ello, como la
desconocen todos pero, en lo que a mí se refiere, todo comenzó hace un mes.
Aquella noche nuestro Director Urbano, Smitty, me llamó a su despacho para
espetarme una pregunta:
—¿Sabe algo de astronomía? —me preguntó con
algo de petulancia.
—Desde luego —le respondí—. Mercurio, Venus,
Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y alguno más.
—¿Cómo? —dijo Smitty, frunciendo el ceño.
—Y Plutón —recordé por fin—. La familia solar.
Los planetas según su distancia al Sol. Me pasé un semestre contemplando las
estrellas en la escuela. Aunque lo he olvidado en parte.
—Muy bien —respondió el Dire—. Se ha ganado un
encargo. ¿Conoce al doctor Abramson? —¿Quién no lo conoce? Es el jefe del
observatorio de la Universidad.
—Exactamente. Irá a verlo. Según dice, tiene
algo muy gordo que comunicarnos.
—¿En coche? —pregunté esperanzado. —Tome un
ómnibus.
—Hablando desde el punto de vista astronómico
—indiqué—, un notición podría significar muchas cosas: un cometa que va a
chocar con la Tierra, el calor del Sol que desaparece y nos mata a todos de
frío...
—El horno no está para bollos —rezongó
Smitty—. Hasta medianoche, los ómnibuses suburbanos pasan cada veinte minutos.
—Por otra parte —musité—, quizás haya
descubierto algún trastorno meteorológico causado por los experimentos atómicos.
Si todos se dedican a jugar con bombas de hidrógeno...
—Bueno, en coche —suspiró Smitty—. Vaya.
Abramson era un hombrecillo flaco y cetrino,
de ojos oscuros y hundidos. Después de estrecharme la mano me indicó una butaca
frente a su mesa de roble amarillo, bajó una lámpara de pie para que su luz no
nos molestase y luego cruzó sus dedos blancos y finos, mientras decía:
—Le agradezco que haya venido con tal
prontitud, señor... —Flaherty —le aclaré.
—Pues bien, señor Flaherty, la cosa sucedió
así. En nuestra profesión no es costumbre divulgar las noticias a través de la
prensa. Lo corriente es que publiquemos nuestras observaciones en revistas
técnicas que sólo están al alcance de los especialistas. Pero esta vez, este
sistema no me parece adecuado. Tal vez no sería lo bastante rápido. He visto
algo en el cielo..., que no me gusta nada.
Yo me entretenía dibujando garabatos sobre una
hoja de papel doblada.
—¿Qué ha visto, profesor? ¿Un nuevo cometa?
—No estoy seguro de saberlo —repuso Abramson—
y aún estoy menos seguro que desee averiguarlo. Pero sea lo que sea, es por
completo desusado y lo bastante importante, creo, para autorizarme a dar este
paso. Con el fin de obtener confirmación lo antes posible de mis observaciones
y de mis temores, me creo en el deber de apelar a los servicios de prensa para
difundir esta noticia.
—Todo cuanto valga la pena divulgar y mucho
que no merece ser divulgado, ése es el género con que comerciamos —dije—. ¿Qué
es lo que ha visto, profesor?
Él me dirigió una mirada sombría que duró un
largo minuto. Luego dijo:
—Un pájaro.
Yo lo miré sin ocultar mi sorpresa.
—¿Un pájaro?
Me venían ganas de sonreír, pero la expresión
de su mirada no alentaba precisamente al júbilo.
—Un pájaro —repitió—, perdido en las
profundidades del espacio. Mi telescopio estaba dirigido hacia Plutón, el
planeta más alejado de nuestro Sistema Solar. Este cuerpo celeste gravita a más
de seis mil millones de kilómetros de la Tierra.
»Y a esta distancia —dijo con dolorosa
decisión—, a esa increíble distancia... ¡He visto un pájaro! Apercibiéndose de
mi expresión de incredulidad, abrió el cajón superior de su mesa, extrajo de él
un mazo de copias fotográficas de 18 x 24 centímetros y las extendió ante mí.
—Véalo usted mismo.
La primera fotografía nada me dijo. Mostraba
una sección de espacio cubierta de estrellas..., la típica fotografía que
aparece en los manuales de astronomía. Pero en ella se había trazado un
rectángulo de líneas blancas. La segunda foto era una ampliación de aquel
cuadrado, mostrando la zona escogida. El campo visual era mayor y más
brillante; miríadas de estrellas relucientes difundían un resplandor plateado
sobre toda la placa. Sobre aquella nebulosa radiante se destacaba con gran
precisión de líneas la negra silueta de un ser que tenía la apariencia de un
pájaro en pleno vuelo.
Aventuré una indecisa explicación racional:
—Muy interesante. Aunque, según creo, doctor Abramson, se han fotografiado
muchas zonas oscuras en el espacio. El Saco de Carbón, por ejemplo. Y la
nebulosa negra de...
—Es cierto —reconoció—. ¿Pero quiere mirar la
siguiente fotografía?
Examiné la tercera fotografía y sentí por
primera vez el frío de aquel terror helado que ya no me habría de abandonar
durante las semanas siguientes. La foto mostraba otra parte de la zona
comprendida en la segunda fotografía. Pero la silueta negra había cambiado. Lo
que aparecía sobre el fondo de estrellas seguía siendo el perfil de un
pájaro..., pero su forma era distinta. Un ala que antes estaba alzada aquí se
había abatido; las posturas del cuello, cabeza y pico habían sufrido una
alteración sutil pero definida.
—Esta fotografía —dijo Abramson con voz
desprovista de emoción— fue tomada cinco minutos después de la primera. Sin
tener en cuenta el cambio en la apariencia de la... imagen y considerando
únicamente la posición relativa del objeto en el espacio, indicada por el
paralaje, he calculado que el objeto que produce esta imagen debe viajar a una
velocidad aproximada de doscientos mil kilómetros por minuto.
—¡Cómo! —exclamé—. Eso es imposible. En la
Tierra no hay nada que pueda viajar a tal velocidad.
—En la Tierra, no —convino Abramson—. Pero los
cuerpos cósmicos sí pueden. Y aunque presente el aspecto de un ser vivo, este
objeto o lo que sea no deja de ser un cuerpo cósmico.
»Por eso —prosiguió con displicencia—, le he
pedido que viniese. Esto es lo que quiero que cuente. ¿Comprende ahora por qué
no podemos perder ni un minuto?
—Puedo escribir un artículo —dije—, pero nadie
lo creerá.
—Quizás no lo crean... por un tiempo. Sin
embargo, hay que divulgarlo. De momento, el público quizá se ría. Pero otros
observatorios comprobarán mi descubrimiento y llegarán a las mismas
conclusiones que yo. Esto es lo importante. Sin miedo a las consecuencias, sean
éstas las que sean, debemos saber la verdad. El mundo tiene derecho a saber la
amenaza que se cierne sobre él.
—¿Amenaza? ¿Cree usted que existe una amenaza?
Él asintió lenta y deliberadamente.
—Sí, Flaherty; sé que existe. Es esas
fotografías hay algo que usted no ha visto, pero que cualquier matemático
deduciría instantáneamente: que esa cosa..., pájaro, bestia, máquina o lo que
sea..., sigue un rumbo previsible. Y este rumbo la lleva directamente hacia...:
¡el Sol!
Mi entrevista con el sabio dejó completamente
desconcertado a Smitty. La leyó con rapidez, refunfuñó, volvió a leerla, más
despacio y con la frente arrugada. Luego cayó como una tromba sobre mi mesa.
—Vamos, Flaherty —me dijo con tono quejoso e indignado—. ¿Qué es todo esto?
¿Qué demonios significa?
—Es una noticia —le dije—. Usted me envió por
ella. Es lo que me contó Abramson. —Ya lo sé. Pero..., ¡un pájaro! ¿Qué
historia es ésa?
Yo me encogí de hombros.
—Francamente, no lo sé. El doctor Abramson la
consideró importante. ¿Y si el pobre se hubiese vuelto loco? Quizá tiene un roc
en la cabeza.
Esto último era demasiado sutil para Smitty.
Se rascó la nariz con la punta de un lápiz mientras mascullaba algo muy poco
cortés respecto a los astrónomos en general y Abramson en particular.
—Supongo que no tendremos más remedio que
publicarlo —dijo—. Pero no tengo el menor deseo de hacer el ridículo. Así es
que dele usted un tono festivo y ligero. Así estaremos a salvo si intentan
tomarnos el pelo.
Esto es lo que hicimos. Lo publicamos en una
página interior sin omitir nada y con las fotografías de Abramson, como un
artículo especial, de tono ligeramente humorístico, aunque sin burlarnos
abiertamente de él. Después de todo, era el director del Observatorio. Pero
tocamos con sordina todo el lado científico. Redacté de nuevo aquel cuento
increíble en el estilo que solemos utilizar para dar informes sobre platillos
volantes y hablar de la serpiente de mar.
Desde luego, este tono no era el más adecuado
para que se lo tomasen en serio. Mas, para ser justos con Smitty, ¿cómo podía
él saber que aquel cuento acabaría con todos los cuentos? ¿Que sería el mayor
notición periodístico de su vida o de la de cualquier otro periodista?
Que el lector piense en la primera vez que lo
leyó y sea sincero. ¿Se imaginaba, entonces, que aquello era cierto y que había
que aceptarlo como el evangelio?
Pronto comprobamos nuestro error. La reacción
producida por aquella disparatada historia fue rápida y sorprendente. Apenas
llevaba una hora el Informativo en las calles cuando nuestros teléfonos
comenzaron a sonar.
Esto, en sí, no era raro. Cualquier artículo
fuera de lo corriente destapa una docena de chiflados. Debemos descontar la
confirmación aportada por un astrónomo aficionado local que nos comunicó haber
comprobado la veracidad de la observación de Abramson. Esta información,
posiblemente seria, se vio sepultada bajo una docena de informes igualmente
sinceros, pero a los que había que prestar mucho menos crédito, procedentes de
otros tantos «testigos» visuales que también aseguraban haber visto un ave
gigantesca que cruzaba los cielos durante la noche. La mitad de estos
comunicantes describían las características del ave; uno de ellos aseguraba incluso
haber oído su llamado.
Dos antiguos localizadores de aviones
pertenecientes a la defensa civil nos llamaron para identificar el objeto como
un B-29 y un super-reactor ruso. Aunque ambas identificaciones no coincidían,
sus autores las presentaban con igual aplomo. Un miembro de la Sociedad Audubon
identificó el pájaro con una figura de color rubí que, en su opinión, alguien
había situado ante el telescopio cuando funcionó la cámara fotográfica. Un
predicador ambulante de un oscuro culto se presentó en nuestra redacción para
informarnos con gozo salvaje que aquél era el auténtico pájaro profetizado en
el Libro de las Revelaciones y que el fin del mundo sonaría de un momento a
otro.
Estos eran los chiflados. Pero lo que resulta
extraño es que las llamadas que llegaron a nuestra redacción durante las
próximas veinticuatro horas no proviniesen de desequilibrados ni fanáticos.
Algunas eran de gran importancia, no sólo para sus instigadores, sino para el
mundo científico y la Humanidad en general.
Habíamos enviado un extracto de la noticia a
la Associated Press. Con gran asombro por nuestra parte, esa agencia nos
solicitó inmediatamente más material informativo, incluyendo copias de las
fotografías de Abramson. Las grandes revistas nacionales se mostraban aún más
ansiosas. Enviaron por avión a sus redactores a la capital y habían pedido a
Abramson una segunda versión de su relato, antes que nosotros pudiésemos darnos
cuenta que habíamos lanzado la noticia más sensacional del año.
Entretanto, y lo que es aún más importante,
los astrónomos esparcidos por todo el mundo enfocaron sus telescopios a la zona
donde el Doctor Abramson había localizado el extraño objeto. Y antes de
veinticuatro horas, para gran consternación de aquellos que, como Smitty y yo,
habíamos considerado aquello como una broma descomunal, empezaron a llegar
confirmaciones de todos los observatorios que gozaban de buenas condiciones
para la observación. Por si aún fuese poco, los matemáticos comprobaron los
cálculos de Abramson acerca de la velocidad y trayectoria del objeto. El
pájaro, cuyo tamaño, según los cálculos, era mayor que el de cualquier planeta
del Sistema Solar, se hallaba en la proximidades de Plutón..., y se acercaba al
Sol a una velocidad de más de doscientos millones de kilómetros por día.
A fines de la primera semana, el pájaro era
visible a través de un telescopio mediano. La historia fue creciendo como una
bola de nieve que al rodar se llevaba todo cuanto encontraba a su paso. Un
sujeto que se presentó como miembro de la Sociedad Forteana se presentó a
nuestra redacción blandiendo un mamotreto en el que nos señaló una docena de
párrafos que, según él, demostraban que objetos similares se habían visto en el
cielo sobre diversos lugares del mundo, en un período que abarcaba varios centenares
de años.
El Comité central de la P.T.A. publicó un
quejumbroso manifiesto en el que lamentaba la existencia del periodismo
sensacionalista y su funesto efecto sobre la juventud de nuestra patria. Las
Hijas de la Revolución Americana aprobaron una resolución según la cual se
calificaba a la extraña imagen como una nueva arma secreta de los dirigentes
del Kremlin, pidiendo que se tomasen medidas inmediatas — indefinidas pero
drásticas— por parte de las autoridades. Una junta especial de la Asociación
local de Clérigos nos visitó para advertirnos que la patraña que habíamos
puesto en circulación minaba la fe religiosa de la comunidad; nos pidieron que
publicásemos una retractación completa en nuestro próximo número.
A aquellas alturas, esto constituía ya una
completa imposibilidad. Antes de terminar la segunda semana, bastaban unos
gemelos para ver aquella mancha negra en el cielo. A medianoche de la tercera
semana se la podía distinguir a simple vista. En las calles se formaron
compactos grupos cuando esto se supo y, los que estaban dotados de una vista de
lince, aseguraban distinguir el rítmico batir de aquellas tremendas alas, que
entonces eran ya familiares a todos debido a las docenas de fotografías que se
habían publicado en todos los periódicos y revistas de alguna importancia.
El cadencioso batir de aquellas alas
monstruosas era uno más de los misterios inexplicables —o inexplicables por el
momento— que rodeaban a aquel ser del más allá. Por más que se esforzaban los
físicos por asegurar que de nada sirven las alas en el vacío y que el vuelo
alado sólo es posible donde existen corrientes aéreas sustentadoras, el hecho
es que el pájaro volaba. Si aquellas alas colosales se agitaban, como algunos
creían, en una atmósfera interestelar desconocida para la ciencia terrestre, o
si batían sobre rayos de luz o haces de cuantos, como otros pretendían, esto no
eran más que bagatelas ante aquel único hecho firme e incontrovertible: el
pájaro volaba.
Al comenzar la cuarta semana, el ave del
espacio alcanzó Júpiter y lo empequeñeció... Era un siniestro intruso negro,
igual en tamaño a cualquiera de los vecinos cósmicos que el hombre conocía.
Abramson y yo estábamos a solas en su
despacho. El astrónomo estaba fatigado y me pareció que algo enfermo. Su
sonrisa era precaria y sus palabras habían perdido su viveza y animación.
—Bueno; ya tengo lo que quería, Flaherty
—admitió—. Quería una acción pronta e inmediata..., y ya la tengo. Aunque no
puedo imaginar para qué nos servirá. El mundo reconoce el peligro en que se
halla, pero se ve impotente para conjurarlo.
—Ha atravesado el cinturón de asteroides
—dije— y ahora se aproxima a Marte, sin dejar de avanzar hacia el Sol. Todos se
preguntan por qué su presencia en el interior del Sistema Solar no altera las
leyes de la mecánica celeste. Según dichas leyes, debiera haber producido un
verdadero cataclismo. Un ser de ese tamaño, con su fuerza de atracción...
—Desecha los viejos conceptos, muchacho. Ahora
nos enfrentamos con algo nuevo y extraño. ¿Quién conoce las leyes que gobiernan
al Pájaro del Tiempo?
—¿El Pájaro del Tiempo? Me parece recordar esa
frase.
—Claro. — Con voz lúgubre citó—: «El Ave del
Tiempo apenas tiene luz para el vuelo y, ¡mira!..., ya sus alas está tendiendo
al cielo».
—Eso es de los versos del Rubáiyát —dije,
acordándome de pronto.
—Sí. Como usted sabe, Omar era astrónomo
además de poeta. Debió de saber, o conjeturar, algo de esto. — Abramson indicó
el cielo con un gesto—. A decir verdad, muchos antiguos parecían saber algo
sobre esto. Durante estas últimas semanas he realizado muchas averiguaciones,
Flaherty. Es sorprendente el número de referencias que se hallan en antiguos
textos acerca de una enorme ave del espacio..., referencias que hasta hace poco
no parecían tener mucha importancia, pero ahora encierran un significado muy
grave.
—¿Puede citarme algunas?
—Son principalmente mitos y leyendas.
Existieron en un centenar de razas desaparecidas. El mito maya de la golondrina
del espacio, el Quetzalcoalt tolteca, el pájaro de fuego ruso, el fénix de los
griegos.
—Aún no sabemos si es un pájaro —argüí.
Él se encogió de hombros.
—Poco importa que sea un pájaro, un mamífero
gigante, un pterodáctilo o cualquier otro ser semejante construido a escala
cósmica. Quizá sea una forma biológica ajena a todo cuanto conocemos, algo que
sólo podemos intentar describir en términos terrestres mediante analogías
conocidas. Los antiguos lo llamaron pájaro. Los fenicios rendían culto «al
pájaro que era y volverá a ser». Los persas se refirieron al fabuloso roc.
Existe una leyenda aramea sobre el ave gigantesca que gobierna y engendra
mundos.
—¿Engendra a los mundos?
—¿Qué otra cosa podría motivar su venida?
—inquirió el sabio—. ¿Es qué no le dice nada su enorme tamaño? —Me dirigió una
pensativa mirada antes de añadir—. ¿Flaherty, qué es la Tierra?
La extraña pregunta me sorprendió.
—Pues el mundo en que vivimos. Un planeta.
—Sí. Pero, ¿qué es un planeta?
—Una unidad del Sistema Solar. Un miembro de
la familia del Sol.
—¿Está usted seguro? ¿O se limita a repetir de
memoria lo que le enseñaron en la escuela?
—Sí, repito lo que me enseñaron.
¿Pero qué otra cosa podría ser?
—Nuestro globo —me respondió él a
regañadientes— pudiera no formar parte de la familia solar. Se han esbozado
muchas teorías, Flaherty, para explicar la existencia de la Tierra en este
minúsculo segmento del universo que llamamos Sistema Solar. Ninguna de ellas
puede demostrarse que sea falsa. Mas por otra parte, tampoco puede demostrarse
que sean ciertas.
»Para empezar, tenemos la hipótesis nebular;
la teoría según la cual la Tierra y sus planetas hermanos nacieron al
contraerse el Sol. En realidad, eran pequeños glóbulos de materia solar que se
enfriaron en órbitas abandonadas por su progenitor, que al condensarse se
contraían. Un último retoque de esta teoría nos convierte en el producto de
materiales procedentes de un sol gemelo al nuestro.
»Las teorías planetesimales y de las mareas
están basadas en la presunción que, en tiempos remotísimos, otro sol pasó
rozando al nuestro y que los planetas sólo son los retoños de aquel antiguo y
ardiente encuentro en el espacio.
»Cada una de estas teorías tiene sus partidarios
y sus detractores; cada una tiene sus comprobantes y sus dificultades. Ninguna
de ellas puede demostrarse o refutarse totalmente.
»Pero... —y se agitó inquieto— existe otra
posibilidad que, por cuanto he podido saber, nunca ha sido abordada, pese a que
es tan válida como una cualquiera de las que he mencionado. Y a la luz de lo
que ahora sabemos, me parece más probable que cualquier otra.
»Según esta teoría, ni la Tierra ni los
restantes planetas tendrían algo que ver con el Sol. Ni forman ni han formado
parte jamás de su familia. El Sol no sería más que una comodidad puesta en el
espacio.
—¿Una comodidad? —pregunté con el ceño fruncido—. ¿Una comodidad para
quién?
—Para el pájaro —respondió Abramson sin la
menor alegría—. Para el gran pájaro que es nuestro progenitor. Imagínese usted,
Flaherty, que el Sol no es más que una incubadora cósmica. Y que el mundo sobre
el que vivimos no es más que... un huevo.
Lo miré de hito a hito.
—¿Un huevo? ¡Qué cosa tan fantástica!
—¿Le parece fantástica? Pues mire esas
fotografías, lea los artículos de los periódicos, vea con sus propios ojos cómo
se aproxima el pájaro y después de esto diga: ¿puede existir algo más increíble
aún que lo que nos está sucediendo?
—¡Pero un huevo! Los huevos tienen una forma
característica, ovoide.
—Los huevos de algunos pájaros, sí. Pero los
del chorlito tienen forma de pera, los de la ganga son cilíndricos y los del
somormujo son bicónicos. Hay huevos en forma de huso y de lanza. Los huevos de
los búhos y de los mamíferos son generalmente esferoides. Como lo es la Tierra.
—¡Pero los huevos tienen cáscara!
—La Tierra también. La corteza terrestre sólo
tiene un espesor de sesenta y cinco kilómetros..., grosor que, para un cuerpo
de su tamaño, es comparable totalmente al que tiene el cascarón de un huevo.
Además, es un cascarón liso. La mayor altura terrestre está constituida por el
Monte Everest, con ocho mil metros y algo más; su mayor profundidad es la fosa
de las Carolinas en el Pacífico, con cerca de once mil. Una variación máxima de
menos de veinte kilómetros. Para notar estas irregularidades en un modelo a
escala reducida de la Tierra se requeriría el tacto delicadísimo de un ciego,
pues ni la mayor altura ni la mayor profundidad serían apenas perceptibles.
—Sin embargo —dije con desesperación— no es
posible que tenga usted razón. Ha pasado por alto el hecho más importante. ¡Los
huevos contienen vida! Los huevos albergan los embriones del ser que los
engendró. Los huevos se resquebrajan y...
Me interrumpí súbitamente. Abramson asintió,
balanceándose en su vieja y crujiente silla giratoria, que crujía al compás de
su monótono ademán de asentimiento. Había tristeza en su mirada y en su voz
cuando dijo cansadamente:
—Aun así. Aun así...
Así fue como lancé mi segundo artículo
sensacional. Aún fui lo bastante estúpido como para tratar de quitarle
importancia; ahora no lo hubiera hecho. Aunque ahora todo me parece distinto.
Creo que el lector me comprenderá. La llegada del pájaro fue algo tan
extraordinario, tan descomunal, que empequeñeció e hizo parecer insignificante
todo lo que antes nos parecía grande, importante y capaz de hacer temblar al
mundo.
¡Capaz de hacer temblar al mundo!
Seré breve. Ya sé que relatar esta historia es
perder el tiempo. Sin embargo, es posible que en ella existan algunos hechos
aislados que el lector no conozca. Y, además, tengo que hacer algo, lo que sea,
para dejar de pensar.
El lector recordará aquella fúnebre cuarta
semana y la manera como el pájaro se iba acercando inexorablemente. Entonces
fue cuando se resolvió llamarlo pájaro. Nadie estaba seguro de si era un ave u
otro tipo de animal alado, pero los hombres están acostumbrados a dar nombres
familiares a las cosas. Y aquella esbelta forma negra de tremendas alas, patas
provistas de espolones y un pico largo, cruel y encorvado, parecía más un
pájaro que otro animal cualquiera.
Además, había que tener en cuenta la teoría de
Abramson sobre el mundo-huevo. El público, al conocerla, la puso en duda con la
furiosa esperanza que fuese falsa..., pero temiendo en el fondo que fuera
cierta. Importantes personajes preguntaron qué se podía hacer. Consultaron a
Abramson y éste les dio su consejo, reconociendo que podía equivocarse. Pero si
tenía razón, sólo había una esperanza de salvación: la vida que albergaba la Tierra
en su seno debía ser extinguida.
Ante un comité especial nombrado por el
presidente para hacer frente a la situación, Abramson dijo:
—Es mi creencia que el pájaro ha venido para
buscar su cría, encerrada en el huevo que depositó Dios sabe cuántos millones
de años hace, junto a esa cálida incubadora que es nuestro Sol. Su sabiduría o
su instinto le dice que ha llegado el momento en que el polluelo debe romper el
cascarón, y ha venido para ayudar a su cría a salir de su encierro.
»Pero sabemos que las hembras de los pájaros
no rompen por sí solas el cascarón de sus huevos. Se limitan a ayudar al
polluelo a salir de su cascarón, pero ellas nunca iniciarán la acción
liberadora. Provistas de un curioso sentido, parecen saber cuáles son los
huevos que no albergan vida en su interior, para apartarse de ellos sin
tocarlos.
»Aquí, señores, reside nuestra única
esperanza. La corteza terrestre tiene un espesor de sesenta y cinco kilómetros.
Disponemos de nuestros ingenieros y técnicos; tenemos también la bomba atómica.
Si la Humanidad tiene que vivir, el huésped del que nosotros solamente somos
unos parásitos debe morir. Ésta es la solución que ofrezco. El resto os compete
a vosotros.
Los dejó enzarzados en sus discusiones en el
Capitolio de Washington y regresó a su casa. Según me dijo al día siguiente,
abrigaba pocas esperanzas en que se llegase a un acuerdo concreto con tiempo
suficiente. Creo que Abramson, por lo que pude ver, ya se había resignado a lo
inevitable, entregando la Humanidad a su suerte con una triste sonrisa. Una vez
me dijo que la burocracia había llegado a su final, sentenciándose a muerte con
su propio papeleo.
Entretanto, el pájaro seguía avanzando hacia
el Sol. Al día vigésimoctavo alcanzó su mayor proximidad con la Tierra y pasó
de largo. Ni yo sé ni los científicos pudieron explicar por qué nuestro globo
no saltó en pedazos a consecuencia de la atracción de aquella masa gigantesca.
Quizás porque la ley de Newton no pasa de ser una teoría, sin aplicación
práctica. No lo sé. Si hubiese tiempo, valdría la pena examinar de nuevo los
hechos y descubrir la verdad acerca de ésta y otras cosas. Sea como fuere, la
verdad es que sufrimos muy poco a causa de su proximidad. Hubo grandes mareas y
fortísimos vendavales; las partes de la Tierra propensas a terremotos
experimentaron algunos ligeros temblores. Y ahí terminó todo.
Entonces conseguimos una especie de tregua.
Todo el mundo se acuerda de cómo el pájaro se detuvo en su vuelo inalterable
para cernerse durante dos días enteros sobre el menor de los planetas de
nuestro sistema..., el que llamamos Mercurio. En realidad, parecía como si
buscase algo, volando en amplio círculo entre Mercurio y el Sol.
Abramson opinaba que buscaba algo, algo que no
podía encontrar porque ya no se encontraba allí. Según dijo Abramson, unos
astrónomos creían que en otros tiempos hubo un planeta que giraba entre
Mercurio y el Sol. Algunos observadores del cielo lo vieron hasta fecha tan
reciente como el siglo XVIII, llamándolo Vulcano. Este planeta había
desaparecido; quizás cayó en el Sol, según opinaba Abramson. Y ésta es también
la conclusión a que pareció llegar el pájaro, porque tras una inútil búsqueda,
se alejó del Sol para acercarse al más próximo de sus retoños que aún
permanecía intacto.
¿Debo recordar aquí lo que sucedió aquel día
espantoso? Creo que no, pues ningún hombre viviente olvidará jamás lo que vio
entonces. El pájaro se aproximó a Mercurio, deteniéndose para cernerse inmóvil
sobre un planeta que parecía una simple mota bajo la sombra de aquellas alas
gigantescas. En las calles, los hombres lo vieron. Yo lo vi con mayor detalle,
porque estaba junto a Abramson en el observatorio de la Universidad, observando
la escena con ayuda de un telescopio.
Vi la primera y delgada grieta que corrió por
la superficie de Mercurio, y el curioso licor fluido que rezumaba de aquel
mundo moribundo. Observé la espeluznante eclosión de aquel ser pequeño, húmedo
y huesudo —grosero simulacro de su monstruosa madre—, del huevo en el que había
permanecido durante un período de tiempo incalculable, pues tan largo era el
período de gestación de un ser tan vasto como el espacio y tan antiguo como el
tiempo. Vi como la madre tendía su gigantesco pico para ayudar a su cría a
librarse de su cascarón, ya innecesario; me quedé horrorizado al ver salir de
él al monstruoso engendro que agitó tímidamente sus alas aún inseguras,
secándolas bajo los rayos abrasadores del astro que fue su incubadora.
Y vi como los desgarrados jirones de un mundo
caían en espiral hacia el sol, que se convirtió en su pira mortuoria.
Fue entonces cuando finalmente la Humanidad se
decidió a entrar en acción. Los que aún dudaban terminaron por convencerse, los
que ponían objeciones al plan de Abramson, so pretexto de «gastos innecesarios»
y proyectos disparatados, fueron reducidos al silencio. Quedaron olvidados
egoísmos y ambiciones, diferencias políticas y luchas internas. El mundo
condenado tembló al borde del abismo..., y una raza de parásitos decidió vender
caras sus vidas.
En las grandes llanuras desérticas de
Norteamérica se erigió frenéticamente el complicado mecanismo que debía
realizar el más grande proyecto de la Humanidad: la Operación Vida. Llegaron
hasta aquel desierto mineros, ingenieros, constructores, físicos nucleares,
técnicos en operaciones de perforación y sondeo. Todos juntos comenzaron su
tarea, trabajando noche y día con una celeridad que hasta entonces se había
considerado imposible. Allí siguen trabajando en estos momentos, en este
preciso instante, mientras yo escribo estas líneas. Luchan con desesperación
para ganar un segundo, se esfuerzan por todos sus medios y recursos para
alcanzar y destruir, antes que venga el pájaro, la vida que alberga nuestro
mundo.
Hace una semana el pájaro se trasladó a Venus.
Durante estos siete días hemos observado su progreso. No podemos ver gran cosa
a través del velo de brumas eternas que rodea a nuestro planeta hermano, así
que no sabemos en qué ha estado ocupado el pájaro durante un tiempo que nos ha
sido precioso. Sea lo que sea lo que le ha retenido, estamos contentos con su
demora. Esperamos y vigilamos. Y mientras vigilamos, no dejamos de trabajar. Y
mientras trabajamos, elevamos nuestros ruegos al Cielo...
Así es que no puedo hablar propiamente de un
fin de este relato. Como ya he dicho más arriba, no sé por qué me molesto en
escribirlo. La solución aún no está preparada. Si triunfamos en nuestro empeño,
habrá tiempo más que suficiente para referirlo todo con detalle..., el relato
completo y bien documentado de la batalla que actualmente se libra en los
cálidos arenales de Arizona. Y si fracasamos..., entonces este relato ya no
tendrá ninguna razón de ser, pues no habrá nadie para leerlo.
Lo que más inquietud nos causa no es
precisamente el pájaro. Si cuando venga desde Venus encuentra aquí un cascarón
silencioso e inanimado, pasará de largo, según creemos y esperamos, en
dirección a Marte, a Júpiter y los mundos exteriores.
Esperamos que así todo termine felizmente. Muy
pronto nuestros taladros atravesarán la corteza terrestre, para penetrar más
allá de ella y clavarse en los tegumentos del monstruo que dormita en el seno
de nuestro mundo.
Mas otra inquietud nos atormenta. ¿Y si, antes
que la madre se aproxime, su cría se despierta y trata de liberarse del
cascarón que lo aprisiona? Si tal cosa ocurriese, nos ha advertido Abramson,
nuestro trabajo debe proseguirse con la celeridad del rayo. En cuanto la cría
comience a golpear, hay que matarla..., o de lo contrario la suerte de la
Humanidad está echada.
Y he aquí la otra razón que me impele a
escribir: evitar que me asedien pensamientos que no quiero oír. Porque...
Porque a primeras horas de esta mañana se han
empezado a escuchar golpes en la tierra...
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