Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 13 de julio de 2013

Los superjuguetes duran todo el verano - Brian W. Aldiss

Día atrás, cuando publiqué un cuento de Philip K. Dick, mencioné algunas de las películas que fueron inspiradas en sus relatos o novelas, y casi-casi menciono a "Inteligencia Artificial" pero dudé. Sabía que estaba basada en un cuento pero ¿era de Philip K. Dick? Así que busqué información al respecto y mi duda había sido acertada: se basó en un cuento de ciencia ficción, si, - además de en "Las aventuras de Pinocho", novela de Carlo Collodi - pero no en uno de Philip K. Dick sino de Brian W. Aldiss.  
Brian Wilson Aldiss es un escritor de ciencia ficción, inglés de nacimiento, que tuvo varias subidas y bajadas durante su carrera. Su cuento "Los superjuguetes duran todo el verano" (Supertoys Last All Summer Long), publicado en 1969, fascinó al director de cine Stanley Kubrick (2001: odisea espacial, La naranja mecánica y El resplandor, por nombrar algunas de sus películas). Se trabajó sobre el guión pero el proyecto quedó trunco al fallecer Kubrick. Finalmente, Inteligencia artificial nos llegó de la mano de Steven Spielberg en el 2001.
"Los superjuguetes duran todo el verano" es un cuento corto, sensible y profundo, y tal vez a los amantes del film les sorprenda un tanto el mundo que ha inspirado, sin embargo, vale la pena leerlo.


 Los superjuguetes duran todo el verano  


En el jardín de la señora Swinton siempre era verano. Estaba rodeado de hermosos almendros, perpetuamente en flor. Monica Swinton cortó una rosa color azafrán, y la enseñó a David.

—¿A que es bonita? - David la miró y sonrió sin contestar. Se apoderó de la flor, atravesó corriendo el jardín y desapareció tras la perrera donde acechaba el robosegador, preparado para cortar, barrer o rodar cuando llegara el momento. Monica se había quedado sola en el impecable sendero de grava plastificada.

Cuando tomó la decisión de seguir al niño, le encontró en el patio, y la rosa flotaba en el estanque. David se había metido en el agua, todavía calzado con las sandalias.

—David, cariño, ¿por qué has de portarte tan mal? Ve enseguida a cambiarte los zapatos y los calcetines.
 
El niño entró en la casa sin protestar, su cabeza morena oscilando a la altura de la cintura de su madre. A la edad de tres años, no mostró el menor temor al secador ultrasónico de la cocina. Sin embargo, antes de que su madre pudiera localizar un par de zapatillas, se zafó de ella y desapareció en el silencio de la casa.
 
Estaría buscando a Teddy. Monica Swinton, veintinueve años, de figura grácil y ojos centelleantes, fue a sentarse en la sala de estar y acomodó sus miembros con elegancia. Empezó por sentarse y pensar. Al cabo de poco, sólo estaba sentada. El tiempo se le reclinaba en el hombro con la pereza maníaca reservada a los niños, los locos y las esposas cuyos maridos están lejos de casa, mejorando el mundo. Casi por reflejo, extendió la mano y cambió la longitud de onda de las ventanas. El jardín se desvaneció. En su lugar, apareció el centro de la ciudad junto a su mano izquierda, abarrotado de gente, botes neumáticos y edificios, pero mantuvo el sonido al mínimo. Continuó sola. Un mundo superpoblado es el lugar ideal para estar solo.

Los directores de Synthank estaban disfrutando de un gran banquete para celebrar el lanzamiento de su nuevo producto. Algunos utilizaban máscaras faciales de plástico, muy populares en aquel momento. Todos eran elegantemente delgados, pese a la abundante comida y bebida que estaban trasegando. Todas sus esposas eran elegantemente delgadas, pese a la abundante comida y bebida que también estaban trasegando. Una generación anterior y menos sofisticada les habría considerado gente hermosa, aparte de sus ojos.

Henry Swinton, director gerente de Synthank, estaba a punto de pronunciar un discurso.
 
—Siento que tu mujer no haya podido venir para oírte —dijo su vecino.
—Monica prefiere quedarse en casa, absorta en hermosos pensamientos —contestó Swinton sin abandonar su sonrisa.
—No cabe duda de que una mujer tan hermosa ha de alumbrar hermosos pensamientos —dijo el vecino.
 
Aleja tu mente de mi esposa, bastardo, pensó Swinton, siempre sonriente.
 
Se levantó entre aplausos para pronunciar el discurso. Después de un par de bromas, dijo: —El día de hoy representa un auténtico avance para la empresa. Han pasado casi diez años desde que lanzamos al mercado nuestras primeras formas de vida sintética. Todos sabéis el éxito que han alcanzado, en particular los dinosaurios en miniatura. Pero ninguna de ellas poseía inteligencia.
 
»Parece una paradoja que en este momento de la historia seamos capaces de crear vida pero no inteligencia. Nuestra primera línea de venta, la Cinta CrossweIl, es la más vendida, y la más estúpida.
 
Todo el mundo rió.
 
–Aunque las tres cuartas partes de nuestro mundo superpoblado mueren de hambre, nosotros somos afortunados de tener más que nadie, gracias al control de natalidad. Nuestro problema es la obesidad, no la malnutrición. Supongo que no hay nadie en esta mesa que no tenga una Crosswell en el intestino delgado, un parásito cibernético perfectamente inofensivo que permite a su anfitrión comer hasta un cincuenta por ciento más, y sin embargo mantener la figura. ¿No es así?
 
Asentimientos generales.
 
–Nuestros dinosaurios en miniatura son casi igualmente estúpidos. Hoy lanzamos una forma de vida sintética inteligente: un criado de tamaño natural. No sólo posee inteligencia, sino una cantidad controlada de inteligencia. Creemos que la gente tendría miedo de un ser con cerebro humano. Nuestro criado lleva un pequeño ordenador en el cerebro.
 
»Se han lanzado al mercado seres mecánicos con miniordenadores en lugar de cerebro, objetos de plástico sin vida, superjuguetes…, pero por fin hemos descubierto una forma de insertar circuitos informáticos en carne sintética.
 
David estaba sentado junto a la larga ventana de su cuarto, forcejeando con lápiz y papel. Por fin, dejó de escribir e hizo rodar el lápiz arriba y abajo por el sobre inclinado del escritorio.
 
—¡Teddy! —dijo. El oso saltó de la cama, se acercó con paso rígido y agarró la pierna del niño. David lo levantó y sentó sobre el escritorio.
—¡Teddy, no sé qué decir!
—¿Qué has dicho hasta el momento?
—He dicho… —Cogió su carta y la miró fijamente—. He dicho: «Querida mamá, espero que te encuentres bien. Te quiero…»
 
Se hizo un largo silencio, hasta que el oso dijo:
 
—Suena bien. Baja y dásela.
 
Otro largo silencio.
 
—No acaba de convencerme. Ella no lo entenderá.
 
Dentro del oso, un pequeño ordenador activó su programa de posibilidades.
 
—¿Por qué no lo repites a lápiz?
 
David estaba mirando por la ventana.
 
—¿Sabes lo que estaba pensando, Teddy? ¿Cómo diferencias las cosas reales de las que no lo son?
 
El oso repasó sus alternativas.
 
—Las cosas reales son buenas.
—Me pregunto si el tiempo es bueno. Creo que a mamá no le gusta mucho el tiempo. El otro día, hace muchísimos días, dijo que el tiempo se le escapaba. ¿El tiempo es real, Teddy?
—Los relojes miden el tiempo. Los relojes son reales. Mamá tiene relojes, de modo que deben gustarle. Lleva un reloj en la muñeca, junto con el dial.
 
David había empezado a dibujar un jumbo en el reverso de su carta.
 
—Tú y yo somos reales, ¿verdad, Teddy?
 
Los ojos del oso contemplaron al niño sin pestañear.
 
—Tú y yo somos reales, David.
 
Estaba especializado en dar consuelo.
 
Monica paseaba sin prisas por la casa. Ya faltaba poco para sintonizar el correo de la tarde. Marcó el número de la central de correos en el dial de la muñeca, pero no apareció nada. Unos minutos más.
 
Podía proseguir su cuadro. O llamar a sus amigas. O esperar a que Henry llegara a casa. O subir a jugar con David…
 
Salió al vestíbulo y se acercó al pie de la escalera.
 
—¡David!
 
No hubo respuesta. Llamó otra vez, y una tercera.
 
—¡Teddy! —llamó, en un tono más perentorio.
—Sí, mamá.
 
Al cabo de un momento, la cabeza de pelaje dorado de Teddy apareció en el rellano de la escalera.
 
—¿Está David en su habitación, Teddy?
—David ha salido al jardín, mamá.
—¡Baja, Teddy!
 
Monica permaneció inmóvil, contemplando bajar peldaño a peldaño a la figurita peluda sobre sus extremidades achaparradas. Cuando llegó al vestíbulo, lo cogió y transportó hasta la sala de estar. Yacía quieto en sus brazos, con la mirada fija en ella. Apenas notaba la vibración del motor.
 
—Quédate ahí, Teddy. Quiero hablar contigo.
 
Lo dejó sobre la mesa, y el osito obedeció, con los brazos extendidos en el gesto eterno del abrazo.
 
—Teddy, ¿te ordenó David decirme que había salido al jardín?
 
Los circuitos del cerebro del oso eran demasiado sencillos para cualquier artificio.
 
—Sí, mamá.
—Luego me has mentido.
—Sí, mamá.
—¡Deja de llamarme mamá! ¿Por qué me esquiva David? No tendrá miedo de mí, ¿verdad?
—No. Él te quiere.
—¿Por qué no podemos comunicarnos?
—David está arriba.
 
La respuesta la dejó sin habla. ¿Para qué perder el tiempo hablando con esa máquina? ¿Por qué no subir, tomar a David en sus brazos y hablar con él, como haría cualquier madre con su hijo adorado? Oyó el peso del silencio que reinaba en la casa, pero pesaba de un modo diferente en cada habitación. En el rellano del primer piso, algo se movía con sigilo: David, que intentaba huir de ella…
 
Se acercaba el final del discurso. Los invitados estaban atentos, y también la prensa, alineada a lo largo de dos paredes del salón de banquetes, grabando las palabras de Henry y fotografiándole de vez en cuando.

—Nuestro criado será, en muchos sentidos, un producto de ordenador. Sin ordenadores, jamás habríamos podido dominar las complejidades bioquímicas de la carne sintética. Este criado será también una extensión del ordenador, pues contendrá un ordenador en la cabeza, un ordenador microminiaturizado capaz de afrontar casi cualquier situación que pueda surgir en el hogar. Con reservas, por supuesto.
 
Risas. Muchos de los presentes conocían el acalorado debate que había tenido lugar en el seno de la junta de Synthank, antes de que se hubiera tomado la decisión de que el criado, bajo el impecable uniforme, fuera un ser neutro.
 
—Entre todos los triunfos de nuestra civilización, sí, y entre los espantosos problemas de superpoblación, es triste recordar a los muchos millones de personas que sufren cada día más de soledad y aislamiento. Nuestro criado será de gran ayuda para ellas. Siempre contestará, y no puede aburrirle ni la conversación más insípida.

»Para el futuro, proyectaremos más modelos, masculinos y femeninos, algunos sin las limitaciones de éste, os lo prometo, de un diseño más avanzado, verdaderos seres bioeléctricos.
 
»No sólo poseerán sus propios ordenadores, capaces de programación individual: estarán conectados con la Red Mundial de Datos. De esta forma, todo el mundo podrá disfrutar del equivalente de un Einstein en sus hogares. El aislamiento personal será erradicado para siempre.
 
Se sentó, arropado por una salva de aplausos entusiastas. Hasta el criado sintético, sentado a la mesa con un traje poco ostentoso, aplaudió con fervor.
 
David rodeó con sigilo una esquina de la casa, arrastrando su bolsa. Trepó al banco ornamental situado bajo la ventana del vestíbulo y echó un vistazo al interior. Su madre estaba de pie en mitad de la sala. La miró, fascinado. Tenía el rostro inexpresivo. Tal falta de expresión lo asustó. No se movió; ella no se movió. Era como si el tiempo se hubiera detenido, tanto dentro como en el jardín. Teddy paseó la vista en torno, la vio, saltó de la mesa y se acercó a la ventana. Forcejeó con su garra y consiguió abrirla.

Ambos se miraron.
 
—No soy bueno, Teddy. ¡Huyamos!
—Eres un niño muy bueno. Tu mamá te quiere.
 
David negó lentamente con la cabeza.
 
—Si me quiere, ¿por qué no puedo hablar con ella?
—No seas tonto, David. Mamá se siente sola. Por eso te tiene a ti.
—Tiene a papá. Yo no tengo a nadie, excepto a ti, y me siento solo.
 
Teddy le dio una palmada cariñosa en la cabeza.
 
—Si tan mal te sientes, sería mejor que volvieras al psiquiatra.
—Odio a ese viejo psiquiatra. Con él tengo la sensación de no ser real.
 
Empezó a correr entre la hierba. El oso saltó de la ventana y le siguió con la máxima rapidez que le permitían sus patas achaparradas.
 
Monica Swinton estaba en el cuarto de los juguetes. Llamó a su hijo una vez y permaneció inmóvil, indecisa. Todo era silencio.
 
Lápices esparcidos sobre el escritorio. Obedeciendo a un repentino impulso, se acercó al escritorio y lo abrió. Dentro había docenas de hojas de papel. Muchas estaban escritas a lápiz con la torpe caligrafía de David, cada letra de un color distinto a la anterior. Ninguno de los mensajes estaba terminado.

MI QUERIDA MAMÁ, CÓMO ESTÁS, ME QUIERES TANTO QUERIDA MAMÁ, TE QUIERO Y TAMBIÉN A PAPÁ Y EL SOL ESTÁ BRILLANDO

QUERIDíSIMA MAMÁ, TEDDY ME ESTÁ AYUDANDO A ESCRIBIRTE. TE QUIERO Y TAMBIÉN A TEDDY

QUERIDA MAMÁ, SOY TU ÚNICO HIJO Y TE QUIERO TANTO QUE A VECES

QUERIDA MAMÁ, TÚ ERES DE VERDAD MI MAMÁ Y ODIO A TEDDY

QUERIDA MAMÁ, ADIVINA CUÁNTO TE QUIERO 

QUERIDA MAMÁ, SOY TU HIJITO NO TEDDY Y TE QUIERO PERO TEDDY

QUERIDA MAMÁ, ESTA CARTA ES SÓLO PARA TI PARA DECIRTE CUANTÍSIMO…

Monica dejó caer las hojas de papel y estalló en lágrimas. Con sus alegres e inadecuados colores, las cartas revolotearon y se posaron en el suelo.
 
Henry Swinton cogió el expreso de vuelta a casa, de muy buen humor, y de vez en cuando dirigió la palabra al criado sintético que se llevaba a casa. El criado contestaba con educación y precisión, aunque sus respuestas no siempre eran adecuadas según los criterios humanos.
 
Los Swinton vivían en uno de los barrios más lujosos de la ciudad, a medio kilómetro sobre el nivel del suelo. Encerrado entre otros apartamentos, el suyo carecía de ventanas al exterior, pues nadie quería ver el mundo exterior superpoblado. Henry abrió la puerta con el escáner retiniano y entró, seguido del criado.
 
Al instante, Henry se encontró rodeado por la confortadora ilusión de jardines sumergidos en un verano eterno. Era asombroso lo que Todograma podía hacer para crear inmensos espejismos en un espacio reducido. Detrás de las rosas y las glicinas se alzaba su casa. El engaño era completo: una mansión georgiana parecía darle la bienvenida.
 
—¿Te gusta? —preguntó al criado.
—Las rosas tienen parásitos a veces.
—Estas rosas están garantizadas contra toda imperfección.
—Siempre es aconsejable comprar productos garantizados, aunque sean un poco más caros.
—Gracias por la información —dijo Henry con sequedad. Las formas de vida sintéticas tenían menos de diez años, y los antiguos androides mecánicos menos de dieciséis. Aún estaban eliminando los fallos de sus sistemas, año tras año.
 
Abrió la puerta y llamó a Monica. Su esposa salió de la sala de estar al instante y le echó los brazos al cuello, le besó con pasión en las mejillas y los labios. Henry se quedó asombrado.
 
Apartó la cabeza para mirarle la cara y vio que parecía irradiar luz y belleza. Hacía meses que no la veía tan entusiasmada. La abrazó con más fuerza.
 
—¿Qué ha pasado, cariño?
—Henry, Henry… Oh, querido. Estaba tan desesperada… Pero sintonicé el correo de la tarde y… ¡No te lo vas a creer! ¡Es maravilloso!
—Por el amor de Dios, mujer, ¿qué es maravilloso?
 
Vislumbró el encabezamiento de la fotostática que ella sujetaba, recién salida del receptor mural y todavía húmeda: Ministerio de la Población. Sintió que el color abandonaba su semblante a causa de la sorpresa y la esperanza.
 
—Monica… Oh… ¡No me digas que ha salido nuestro número!
—Sí, querido, hemos ganado la lotería de paternidad de esta semana. ¡Podemos concebir un hijo ahora mismo!
 
Henry lanzó un grito de júbilo. Bailaron por la sala. La presión demográfica era tan enorme que la reproducción era controlada estrictamente. Se requería un permiso del gobierno para tener hijos. Habían esperado cuatro años a que llegara aquel momento. Proclamaron a los cuatro vientos su alegria.
 
Pararon por fin, jadeantes, y se quedaron en el centro de la sala, riendo de la mutua felicidad. Cuando había bajado del cuarto de los juguetes, Monica había desoscurecido las ventanas, de modo que ahora exhibían la perspectiva del jardín. El sol artificial teñía de oro el césped… y David y Teddy los estaban mirando a través de la ventana.

Al ver sus caras, Henry y su mujer se pusieron serios.

—¿Qué haremos con ellos? —preguntó Henry.
—Teddy no causa problemas. Funciona bien.
—¿David funciona mal?
—Su centro de comunicación verbal todavía le causa problemas. Creo que tendrá que volver a la fábrica.
—De acuerdo. Veremos cómo funciona antes de que nazca el niño. Lo cual me recuerda… Tengo una sorpresa para ti. ¡Ayuda en el momento necesario! Ven al vestíbulo, te enseñaré lo que he traído.

Mientras los dos adultos desaparecían de la sala, el niño y el oso se sentaron bajo las rosas.

—Teddy… Supongo que papá y mamá son reales, ¿verdad?
—Haces unas preguntas muy tontas, David —contestó Teddy—. Nadie sabe lo que significa «real». Entremos.
—Antes voy a coger otra rosa.

Arrancó una flor brillante y se la llevó a la casa. Podría dejarla sobre la almohada cuando fuera a dormir. Su belleza y suavidad le recordaban a mamá.

3 comentarios:

  1. que maravilloso cuento, no lo conocía aunque si v i la película y es de mis favoritas ¡gracias por compartir estos fantásticos relatos! que genial blog tienes!!! xoxo Abril

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