Viene de "
El Libro de la Selva - Cuento XIV - Rudyard Kipling"
Toomai de los elefantes
Quiero pensar en lo que fui
y olvidar cadenas y lazos;
recordar tiempos idos
y del bosque cuanto vi.
Venderme no quiero al hombre
por un montón de cañas,
sino huir hacia los míos
y entre los míos perderme.
Quiero vagar en el alba
sentir el viento que corre
y recibir el beso de las aguas.
Olvidar quiero mis cadenas
pesadas y mi dolor todo;
revivir mis viejos amores,
y ver a mis camaradas.
Kala Nag, que quiere decir "serpiente negra", sirvió al
gobierno de la India de todos los modos posibles en que puede hacerlo un
elefante, durante cuarenta y siete años, y como tenía veinte bien cumplidos
cuando lo cazaron, el total da cerca de setenta ....... la edad madura de un
elefante.
Se acordaba de haber tirado, con un cojín de cuero en la frente, de un
cañón atascado en el barro, y esto sucedió antes de la guerra del Afganistán,
en 1842, cuando aún no había adquirido todo su desarrollo. Su madre, Radha
Pyari (Radha, la niña mimada), que fue cogida en la misma cacería junto con
Kala Nag, le dijo, antes de que mudara sus colmillos de leche, que los
elefantes que tienen miedo, siempre terminan por hacerse daño; Kala Nag sabía
que este consejo era correcto, porque la primera vez que vio estallar una
bomba, retrocedió dando gritos hasta un lugar donde había rifles que formaban
un pabellón, y las bayonetas se le clavaron en las partes más blandas del
cuerpo. Por tanto, antes de cumplir los veinticinco años, ya no tenía miedo, y
por ello era el elefante más querido y mejor cuidado de todos los que servían
el Gobierno de la India. Había llevado a cuestas tiendas, mil doscientas libras
de peso de tiendas, en la marcha al través de la India septentrional; había
sido izado a un barco, al extremo de una grúa de vapor, llevándolo a
continuación durante muchos días por mar, y obligándolo a transportar un
mortero sobre su espalda en un país extraño y lleno de rocas, muy lejos de la
India; vio al emperador Teodoro tendido muerto en Magdala, y había vuelto en el
barco, con méritos suficientes, decían los soldados, para ganarse la medalla de
la guerra de Abisinia. Vio a otros elefantes, compañeros suyos morir de frío,
de epilepsia, de hambre o de insolación en un lugar llamado Ali Musjid, diez
años después; luego, lo habían enviado a centenares de leguas hacia el sur para
acarrear y apilar enormes vigas de madera de teca en los almacenes de Moulmein.
Ahí dejó medio muerto a un elefante joven que se insubordinó resistiéndose al
trabajo.
Después de eso lo separaron de la ocupación de acarrear madera, y lo
emplearon, junto con unos cuantos elefantes más ya entrenados en el oficio, a
ayudar en la caza de elefantes salvajes, en las colinas de Garo. El Gobierno de
la India cuida mucho de todo lo que concierne a los elefantes. Hay un
departamento completo que no hace más que cazarlos, cogerlos y domarlos, y
mandarlos de un lado a otro del país, según se necesiten para el trabajo.
Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tres buenos metros, sus colmillos
habían sido cortados hasta dejarlos como de metro y medio de largo, y, para que
no se rajaran, iban cubiertos en el extremo con tiras de cobre; pero podía
hacer más con aquellos trozos que cualquier elefante no adiestrado con sus
colmillos enteros.
Cuando, después de semanas y semanas de vigilante labor acorralando a
los elefantes por las montañas, los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes
eran dirigidos hacia la última empalizada, y la enorme puerta de troncos de
árbol unidos, después de levantada, caía con estrépito detrás de ellos, Kala
Nag, a una voz de mando, entraba en aquel movedizo y bramador pandemónium
(generalmente de noche cuando la vacilante luz de las antorchas dificultaba
juzgar bien las distancias), y, cogiendo por su cuenta al mayor y más salvaje
de los elefantes, y de más largos colmillos, lo golpeaba y acosaba hasta
reducirlo al silencio y a la quietud, mientras los hombres, montados en otros
elefantes, lanzaban cuerdas y ataban a los más pequeños.
Nada ignoraba, en cuestión de luchas, Kala Nag, la vieja y avisada
serpiente negra, porque en sus viejos tiempos más de una vez había resistido la
embestida del tigre herido, y, enroscando la suave trornpa para resguardarla de
peligro, había lanzado al aire a la fiera en el momento en que ésta saltaba,
haciendo todo esto con un rápido movimiento de cabeza, parecido al que hace una
hoz, e inventado por él mismo; la había revolcado por el suelo y luego se le
arrodillaba encima y allí mantenía sus enormes rodillas hasta que la vida
abandonaba el cuerpo con un suspiro y un rugido, y dejando sólo sobre la tierra
una masa fofa y rayada que luego arrastraba Kala Nag asiéndola de la cola.
-Sí -dijo Toomai el mayor, su cornaca, hijo de Toomai el Negro que lo
había llevado a Abisinia, y nieto de Toomai el de los elefantes que lo había
visto coger-; nada hay que asuste a Serpiente Negra, excepto yo. Ha visto a
tres generaciones de nuestra familia alimentarlo y cuidarlo y vivirá hasta ver
la cuarta.
-También a mí me teme -dijo Toomai el chico, poniéndose en pie en toda
su estatura de poco más de un metro, con sólo un trapo liado al cuerpo. El hijo
primogénito de Toomai el mayor tenía diez años de edad, y, de acuerdo con la
costumbre, tomaría el lugar de su padre en el cuello de Kala Nag, cuando fuera
mayor, y empuñaría el pesado ankus de hierro, la aguijada para elefantes, cuya
punta ya su padre había desgastado por el uso, como la habían desgastado
también su abuelo y su bisabuelo. Sabía el muchacho lo que decía; había nacido
a la sombra de Kala Nag, había jugado con el extremo de su trompa antes de
empezar a andar; cuando ya pudo andar, lo condujo al abrevadero, y Kala Nag
jamás hubiera pensado en desobedecer sus chillonas voces de mando, como no
había pensado tampoco en matarle aquel día en que Toomai el mayor puso al
recién nacido y moreno niño bajo los colmillos de Kala Nag, y le dijo a éste
que saludara a su futuro amo.
-Sí -dijo Toomai el chico-, me teme. -Dio largos pasos hacia Kala Nag
llamándole "cerdo cebado" y le hizo levantar las patas una tras otra.
-¡Vaya! -dijo-. Eres un elefante enorme.
Movió su desgreñada cabeza y repitió las palabras de su padre:
-Puede el Gobierno pagar por los elefantes; pero pertenecen a nosotros,
los mahouts. Cuando seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajah rico y te comprará al
gobierno, por tu tamaño y por lo bien educado que estás, y entonces ya no
tendrás que hacer nada, como no sea llevar anillos de oro en las orejas, un
pabellón de oro sobre la espalda y una tela roja a los lados, también cubierta
de oro, y abrirás así la marcha en las procesiones del rey. Entonces me sentaré
en tu cuello, Kala Nag, llevando un ankus de plata, y algunos hombres portando bastones
dorados correrán delante de nosotros y gritarán: "¡Paso al elefante del
rey!" Bueno será eso, Kala Nag, pero no tan bueno como nuestras cacerías
por las selvas.
-¡Psch! -dijo Toomai el mayor-. Eres un chiquillo y tan salvaje como un
búfalo joven. Ese correr por entre las montañas no es el mejor servicio que
prestamos al gobierno. Yo me vuelvo viejo, y no me gustan los elefantes
salvajes. Que me den establos de ladrillo, con un compartimiento para cada elefante;
gruesas estacas para amarrarlos fuertemente; y caminos llanos y anchos para
hacerlos maniobrar, en vez de ese ir y venir, acampando hoy aquí y mañana en
otro lado. ¡Ah!, ¡Vaya que eran buenos los cuarteles de Cawnpore! Había cerca de
ellos un bazar, y sólo trabajábamos tres horas cada día.
Toomai el chico se acordó de los locales para elefantes de Cawnpore, y
no dijo nada. Prefería con mucho la vida del campamento, y odiaba aquellos
caminos llanos, anchos; la diaria obligación de ir a forrajear en los lugares
destinados para ellos; las largas horas en que no había nada que hacer, excepto
mirar a Kaha Nag moviéndose impaciente, atado a sus estacas, Lo que le gustaba
a Toornai el chico era subir por veredas difíciles que sólo un elefante podía
seguir; hundirse en el valle, allá abajo; entrever a lo lejos a los elefantes
salvajes, paciendo a pocas leguas de distancia; la huida del jabalí asustado o
del pavo real, casi a los pies de Kala Nag; las lluvias calientes y cegadoras,
cuando humean montes y valles; las hermosas mañanas llenas de niebla en que
nadie sabía aún dónde se acamparía aquella noche; la constante y cautelosa
persecución de los elefantes salvajes, y la loca carrera y el ruido y las
llamaradas de la última noche de caza, cuando los elefantes son empujados hacia
la empalizada corno peñas desprendidas en algún hundimiento de terreno, y,
viendo que no podían salir de allí, se arrojaban contra los pesados troncos, y
no se apartaban de ellos sino a fuerza de gritos, de blandir llameantes
antorchas y de disparar cartuchos de salva.
Hasta un chiquillo podía ser útil allí, y Toomai lo era como tres.
Empuñaba su antorcha y la agitaba y gritaba como el que más. Pero lo mejor de
todo era cuando empezaban a sacarse fuera los elefantes, y la keddah (esto es,
la empalizada), parecía un cuadro del fin del mundo, y los hombres tenían que
entenderse por signos porque no podían escucharse ni a sí mismos. Entonces
Toomai el chico trepaba hasta el extremo de uno de los vacilantes troncos de la
empalizada, con el pelo castaño sobre los hombros, aquel pelo requemado,
desteñido por el sol hasta hacerlo blanquear, y el rapaz parecía un duende
iluminado por las llamas de las teas; cuando se calmaba algo de tumulto, se
oían entonces las chillonas voces con que animaba a Kala Nag, dominando
bramidos, crujidos, chasquear de cuerdas y gruñir de los atados elefantes.
-¡Maîl, Maîl, Kala Nag! (¡Sigue, sigue, Serpiente Negra!) ¡Dant do!
(¡Dale con el colmillo!) ¡Somalo!
¡Somalo! (¡Cuidado! ¡Cuidado!) ¡Maro! ¡Maro! (iDuro! ¡Duro con él!)
¡Cuidado con el poste! ¡Arre!
¡Arre! ¡Hai! ¡Yai! ¡Kya-a-ah! -gritaba el muchacho, y la gran lucha
entre Kala Nag y el elefante salvaje era sostenida ya en un lado, ya en otro,
dentro de la empalizada; los cazadores de elefantes se enjugaban el sudor que
les escurría por el rostro, y no se olvidaban de dirigir un saludo de
aprobación a Toomai el chico, el cual bailaba de alegría en el extremo de los
troncos.
Pero hizo algo más que bailar. Una noche se dejó resbalar del tronco en
que estaba y se mezcló entre los elefantes, y arrojó el cabo de una cuerda, que
estaba allí en el suelo, a uno de los cazadores que trataban de lanzarla a la
pata de uno de los elefantes más jóvenes, en tanto que éste coceaba (los
pequeños siempre dan más trabajo que los ya crecidos). Kala Nag lo vio, lo
cogió con la trompa y se lo pasó a Toomai el mayor; éste le dio unos pescozones
y lo colocó de nuevo sobre el tronco.
A la mañana siguiente lo regañó diciéndole:
-¿Acaso no es suficiente para ti tener buenos establos de ladrillo para
los elefantes y acarrear tiendas de un lado al otro, ya que ahora necesitas
ponerte a coger elefantes por tu propia cuenta, como un perdido? Sabe esto: los
cazadores, esos locos, que ganan menos salario que yo, le hablaron ya del asunto
a Petersen Sahib.
Toomai el chico sintió miedo. Conocía poco acerca de los hombres
blancos, pero Petersen Sahib era el más grande hombre blanco del mundo para él.
Era el jefe de las operaciones de la keddah: el hombre que cogía todos los
elefantes para el Gobierno de la India, y el que conocía mejor que nadie sus
costumbres.
-¿Qué... qué sucederá? -dijo Toomai el chico.
-¿Qué sucederá? Sucederá lo peor. Petersen Sahib es un loco. Si no lo
fuera, ¿crees tú que iría a caza de esos diablos? Inclusive puede pedirte que
seas un cazador de elefantes, y que te haga dormir en cualquier parte de esas
selvas llenas de fiebres, para que finalmente te pateen hasta matarte en la keddah.
Bueno es que todas esas bromas terminen ahora, sin accidentes. La semana
próxima se acaba la cacería, y nosotros, la gente del llano, seremos enviados
de nuevo a nuestros puestos. Entonces podremos andar por buenos caminos y
olvidarnos de todas estas cacerías. Pero, hijo mío, me duele que te mezcles en
un asunto que pertenece a esas sucias personas de la selva que se llaman
asameses. Kala Nag sólo me obedece a mí, y por tanto debo ir con él a la
keddah; pero él no es más que un elefante de combate, y no ayuda a atar a los
demás. Por eso permanezco yo sentado con toda comodidad, como conviene a un
mahout (no a un mero cazador); a un mahout, digo, a un hombre que podrá
disfrutar de una pensión cuando termine el servicio. ¿Acaso la familia de
Toomai el de los elefantes merece que la pisoteen en el polvo de una keddah?
¡Mal hijo! ¡Pillo! ¡Perdido! Ve y lava a Kala Nag, límpiale las orejas, y ve
que no tenga espinas en las patas; de lo contrario, Petersen Sahib te cogerá y
hará de ti un cazador medio salvaje... un ojeador de elefantes, de los que
siguen sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh! ¡Qué vergüenza! ¡Vete!
Toomai el chico se alejó sin decir palabra, pero le contó a Kala Nag
todas sus penas mientras le examinaba las patas.
-No importa -dijo el muchacho, levantándole la punta de la pesada oreja
derecha-. Le dijeron mi nombre a Petersen Sahib, y quizás...... quizás..,
quizás... ¿quién sabe? ¡Ah! ¡Mira qué espina tan grande te arranco!
Los siguientes días se emplearon en reunir a los elefantes; en obligar
a caminar a los salvajes, que acababan de ser capturados, entre otros dos ya
domesticados, para que luego no dieran tanto trabajo al emprender la marcha
descendente hacia los llanos; y por último en recoger mantas, cuerdas y otras
cosas que habían quedado estropeadas o se habían perdido en el bosque.
Petersen Sahib llegó en una diestra elefante hembra llamada Pudmini. Ya
había visitado otros de los campamentos ubicados entre los montes, porque la
estación terminaba, y debía verificar los pagos; bajo un árbol, sentado a una
mesa, estaba un empleado suyo, indígena, que les entregaba a los cazadores, uno
a uno, su salario. Una vez que había cobrado, volvíase cada hombre al lado de
su elefante y se unía a la fila que estaba próxima a partir. Los ojeadores,
cazadores y domadores, los hombres empleados siempre en la keddah, que pasan un
año de cada dos en la selva, iban sentados sobre los elefantes que formaban
parte de las fuerzas permanentes de Petersen Sahib, o bien se recostaban contra
los árboles teniendo el fusil al brazo, haciendo burla de los cornacas que se
iban y riéndose cuando los elefantes recién cazados rompían filas y echaban a
correr.
Toornai el mayor se acercó al empleado de las cuentas llevando tras él
a Toomai el chico, y Machua Appa, el jefe de los ojeadores, le dijo en voz baja
a uno de sus amigos:
-¡Ahí va uno que mucho sirve para cazar elefantes! ¡Es una lástima que
a ese gallito de la selva lo manden a mudar de pluma a los llanos!
Ahora bien, Petersen Sahib tenía excelente oído, como un hombre avezado
a escuchar al más silencioso de todos los seres: el elefante salvaje. Dióse
media vuelta sobre el lomo de Pudmini, donde estaba echado, y preguntó:
-¿Qué dices? No sabía que entre los cornacas del llano hubiera siquiera
uno lo suficientemente listo como para atar a un elefante muerto.
-No mencionamos a un hombre, sino a un niño. Se metió en la keddah
durante la última cacería y le arrojó la cuerda a Barmao cuando queríamos
separar de la madre a aquel joven elefante que tiene una pústula en el hombro.
Machua Appa señaló a Toomai el chico, Petersen Sahib lo miró, y el
muchacho se inclinó hasta tocar el suelo.
-¿Él arrojó una cuerda? Es más pequeño que una estaca. Chiquillo, ¿cómo
te llamas? -dijo Petersen Sahib.
Toomai el chico estaba demasiado asustado para hablar, pero Kala Nag
estaba detrás de él, por lo que Toomai le hizo una seña; el elefante lo cogió
con la trompa y lo levantó a la altura de la cabeza de Pudmini, precisamente
enfrente del gran Petersen Sahib. Toomai el chico se cubrió la cara con las
manos, porque al fin era sólo un chiquillo, y, excepto para todo lo
concerniente a elefantes, era tan tímido como cualquier otro muchacho.
-¡Oh! -dijo Petersen Sahib, sonriendo bajo el mostacho-. ¿Y por qué le
has enseñado a tu elefante ese truco? ¿Para qué te ayude a robar el trigo verde
que ponen a secar en el techo de las casas?
-Trigo verde, no, protector de los pobres. . pero melones, sí
-respondió el muchacho, y todos los hombres prorrumpieron en ruidosa carcajada.
La mayor parte de ellos había enseñado a sus elefantes a hacer lo mismo. Toomai
el chico estaba colgado en el aire a unos dos metros y medio; pero hubiera
querido estar en aquel momento a igual profundidad bajo tierra.
-Es Toomai, mi hijo, Sahib -dijo Toomai el mayor, frunciendo el
entrecejo-. Es un chiquillo muy malo y acabará en presidio, Sahib.
-Lo que es eso, lo dudo -respondió Petersen Sahib-. El muchacho que a
esa edad se atreve a meterse en una keddah en pleno, no para en ningún
presidio. Mira, chiquillo, allí tienes cuatro annas para que compres dulces,
porque ya veo que bajo ese montón de greñas, hay una verdadera cabeza. Con el
tiempo, tú también puedes llegar a cazador.
Toomai el mayor frunció las cejas más que nunca.
-Pero acuérdate de que las keddahs no son para que los niños jueguen
allí -continuó Petersen Sahib.
-¿No me permitirán ir a ellas, Sahib? -preguntó Toomai el chico,
suspirando profundamente.
-Sí -respondió Petersen Sahib sonriendo de nuevo-. Cuando hayas visto
el baile de los elefantes.
Entonces será el momento oportuno. Ven a verme cuando hayas visto
bailar a los elefantes, y te dejaré entrar en todas las keddahs.
Hubo entonces otra explosión de carcajadas, porque esto es un viejo
chiste entre los cazadores de elefantes, y ello equivale a decir nunca. Existen
grandes y llanos claros escondidos en los bosques a los cuales dan el nombre de
salones de baile de los elefantes; pero incluso el hallarlos es pura casualidad,
y no hay hombre que haya visto nunca bailar allí a los elefantes. Cuando un
cornaca alaba mucho su habilidad y valor, le dicen los otros:
-¿Cuándo viste bailar a los elefantes?
Kala Nag puso a Toomai el chico en el suelo y éste de nuevo saludó
profundamente y se marchó con su padre, y le regaló a su madre la moneda de
cuatro annas; ella estaba criando a un hermanito del muchacho; subieron todos
sobre el lomo de Kala Nag, y la fila de elefantes, gruñendo y profiriendo
agudos gritos, bajó hacia la llanura por un atajo de la montaña. La marcha fue
muy animada, porque los elefantes nuevos suscitaban grandes dificultades a cada
vado, y necesitaban que los acariciaran o les pegaran continuamente.
Toomai el mayor aguijoneaba a Kala Nag con aire de despecho, pues
estaba de muy mal humor; pero Toomai el chico estaba demasiado feliz para
hablar. Petersen Sahib se había fijado en él, y le había dado dinero, por tanto
se sentía como un soldado raso a quien hubieran hecho salir de filas para
recibir elogios del general en jefe.
-¿Qué quería decir Petersen Sahib con aquello del baile de los
elefantes? -dijo por último en voz baja dirigiéndose a su madre.
Lo oyó Toomai el mayor y refunfuñó:
-Que no has de ser nunca uno de esos búfalos montañeses que se llaman
ojeadores. Eso es lo que quiso decir. ¡Eh, los de adelante! ¿Qué es lo que nos
cierra el paso?
Un cornaca asamés se volvió en redondo de mal humor; iba a la distancia
de dos o tres elefantes delante de él, y gritó:
-Trae a Kala Nag y haz que este elefante mío obedezca. No sé por qué
Petersen Sahib me escogió a mí para acompañaros a vosotros, burros de los
arrozales. Pon tu animal de lado, Toomai y déjalo que empuje con los colmillos.
¡Por los dioses de las montañas! ¡Esos elefantes tienen los diablos en el
cuerpo u olfatean a sus compañeros en la selva!
Kala Nag le pegó en las costillas al elefante nuevo hasta sacarle el
aire, mientras Toomai el mayor decía:
-Limpiamos de elefantes salvajes todas las montañas en la última
cacería. Pero ustedes conducen muy mal. ¡Tendré que mantener yo el orden en
toda la fila!
-¡Escuchen lo que dice! -respondió el otro cornaca-. ¡Limpiamos las
montañas!... Son ustedes muy sabios, hombres del llano. Cualquiera que no sea
una de esas cabezas huecas que no ha visto nunca la selva, sabe que ellos ya
saben que ha terminado la temporada actual. Por tanto, todos los elefantes
salvajes, esta noche... Pero, ¿por qué desperdicio mi sabiduría con una tortuga
de río?
-¿Qué harán los elefantes esta noche? -gritó Toomai el chico.
-¡Hola, muchacho! ¿Estás allí? Bueno; a ti te lo diré, pues tienes bien
asentada la cabeza. Bailarán esta noche, y más valiera que tu padre, que limpió
de elefantes todas las montañas, doblara el número de cadenas que se atan a las
estacas.
-¿De qué están allí charlando? -dijo Toomai el grande-. Durante
cuarenta años mi padre y yo hemos cuidado elefantes, y nunca hemos oído que sea
verdad que bailen.
-Sí; pero un hombre del llano, que vive en una barraca, sólo conoce las
cuatro paredes de su barraca. ¡Bueno! Deja libres a tus elefantes esta noche, y
verás lo que sucede. En cuanto al baile, yo he visto el lugar donde...
¡Bapree-Bap! ¿Cuántos recodos más tiene este río Dihang? Aquí hay otro vado, y
tendremos que hacer nadar a los pequeños. ¡Párense, los que vienen detrás!
Y de esta manera, charlando, disputando y chapoteando en el río, se
llevó a cabo la primera marcha hasta una especie de campamento para los
elefantes nuevos; pero los conductores habían perdido la paciencia cien veces
mucho antes de que llegasen allí.
Luego se sujetó a los elefantes por las patas traseras con cadenas
fijas a las estacas, y a los nuevos se les añadió además un refuerzo de
cuerdas; se les puso delante un montón de forraje y los cornacas montañeses
regresaron para unirse a Petersen Sahib, aprovechando las últimas luces de la
tarde, no sin antes decirles a los cornacas del llano que tuvieran más cuidado
aquella noche, riéndose cuando éstos les preguntaron el motivo.
Toomai el chico cuidó de la comida de Kala Nag, y cuando empezó a
oscurecer vagó por el campamento, indeciblemente feliz y buscando un tantán.
Cuando el corazón de un muchacho indio está lleno de felicidad, no corretea sin
ton ni son ni hace ruido de un modo irregular. Se sienta solo y goza a solas de
su felicidad. ¡Y a Toomai el chico le había hablado nada menos que Petersen
Sahib! Si no hubiera podido hallar lo que buscaba, hubiera estallado, como
dicen. Pero el vendedor de dulces del campamento le prestó un pequeño tantán,
especie de tamboril que se tocaba con la mano, y se sentó, cruzadas las
piernas, frente a Kala Nag, mientras en el cielo iban apareciendo las
estrellas, y con el tantán en las rodillas estuvo toca que toca, y cuanto más
pensaba en el honor que se le había hecho, más tocaba, solo, completamente
solo, entre el forraje de los elefantes. No había ni melodía ni palabras en su
música, pero lo hacía feliz tocar el tamboril.
Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas y daban gritos y bramidos
de cuando en cuando, y a ratos podía él oír también a su madre, en la barraca
del campamento, adormeciendo a su hermanito, cantándole una antigua, muy
antigua canción sobre el gran dios Siva, que una vez les había indicado a todos
los animales lo que habían de comer. Es una canción de cuna muy tierna; sus
primeros versos dicen:
Siva, que da al hombre las cosechas
y hace que soplen los vientos,
sentado en el umbral de un claro día,
mucho, mucho tiempo hace,
diole a cada uno su porción
de pan, trabajos y duelos,
desde al Rey que en el guddee se apoya
hasta al mísero pordiosero.
Todo hizo Siva, Siva el Protector;
sí, todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Espino al camello, forraje al buey,
y a ti, niño mío, de tu madre el corazón.
Toomai el chico acompañó con alegre tamborileo el final de cada
estrofa, hasta que sintió sueño y se tendió sobre el forraje, junto a Kala Nag.
Por último los elefantes empezaron a echarse uno a uno, según su
costumbre, hasta que sólo Kala Nag quedó en pie a la derecha de la fila;
entonces se balanceó suavemente con las orejas hacia adelante para escuchar los
rumores del viento de la noche mientras soplaba blandamente en las montañas. El
aire estaba lleno de todos aquellos ruidos nocturnos que, juntos, producen un
gran silencio: el chocar de un bambú contra otro; el correr de algún ser
viviente entre los matorrales; el arañar y los chillidos del pájaro medio
despierto (los pájaros se despiertan de noche mucho más frecuentemente de lo
que imaginamos); y el caer del agua lejos, muy lejos. Toomai el chico durmió
durante algún tiempo, y cuando despertó, la luna brillaba plenamente, y Kala
Nag aún estaba en pie con las orejas hacia adelante. Volvióse Toomai el chico,
acompañado del crujir del forraje, y observó la curva del enorme lomo
proyectándose contra la mitad de las estrellas del cielo; y mientras esto
observaba, oyó, tan lejos que parecía sólo un puntito de ruido atravesando
aquel gran silencio, el huut-tuut de un elefante salvaje.
Todos los elefantes que formaban las filas saltaron como si les
hubieran disparado un tiro, y sus gruñidos terminaron por despertar a los
mahouts, los cuales, saliendo, empezaron a martillar con enormes mazos las
estacas, apretaron más las cuerdas e hicieron nudos en otras, hasta que todo
volvió a la tranquilidad. Uno de los elefantes nuevos había casi arrancado su
estaca, y entonces Toomai el mayor le quitó a Kala Nag la cadena que le
sujetaba la pata, y con ella ató las patas posteriores del otro elefante a las
anteriores; pero a Kala Nag le pasó, en el lugar donde había estado la cadena,
un lazo de fibras retorcidas, y le dijo que se acordara de que quedaba bien
atado. Cientos de veces habían hecho lo mismo él, su padre y su abuelo. Kala
Nag no respondió a aquello con su glu-glu habitual. Siguió de pie, mirando a lo
lejos, a la luz clarísima de la luna, levantada un tanto la cabeza y extendidas
las orejas como abanicos abiertos en dirección de los grandes repliegues de las
montañas de Garo.
-Ve si aumenta su intranquilidad, más entrada la noche -dijo Toomai el
mayor al chico, y luego se dirigió a su choza a dormir. Toomai el chico estaba
también a punto de dormirse, cuando oyó que se rompía la cuerda de fibra de
coco, produciendo un leve, casi metálico ruido; y Kala Nag se movió avanzando,
desde donde estaban las estacas, tan despaciosa y silenciosamente como una nube
que se desliza fuera de la embocadura del valle. Toomai el chico corrió detrás
de él, descalzo, por aquel camino al que la luz de la luna bañaba y diciéndole
muy bajo: -¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo, Kala Nag!
El elefante se volvió sin hacer ruido, dio tres pasos hacia el muchacho
a la luz de la luna, con la trompa se lo subió al cuello y casi antes de que el
muchacho se hubiera sentado bien, se deslizó hacia el bosque.
Hubo tina ráfaga de furiosos bramidos de las filas de los elefantes y
luego el silencio cayó sobre todas las cosas y Kala Nag avanzó hacia adelante.
Algunas veces un montón de altas hierbas le acariciaba los costados como la ola
acaricia los de un barco; otras, un colgante racimo de pimienta silvestre le
rozaba el lomo, o un bambú se quebraba por el sitio donde él lo tocaba con el
hombro; pero mientras tanto, marchaba sin hacer el menor ruido, resbalando como
el humo al través del cerrado bosque de Garo. Marchaba monte arriba, pero,
aunque Toomai el chico veía las estrellas por entre los árboles, no sabría
decir en qué dirección.
Entonces Kala Nag llegó a la cima de la pendiente y se detuvo por un
momento, y el muchacho pudo ver las copas de los árboles como manchas, o como
grandes pieles tendidas a la luz de la luna, en un espacio de muchísimas leguas
de terreno, y la niebla, de color blanco azulado, que flotaba sobre el río, en
la hondonada. Se echó Toomai hacia adelante y, casi recostado, miró, sintiendo
que todo el bosque velaba allá lejos, que todo él velaba y vivía, y estaba
habitado por multitud de seres. Pasó rozándole una oreja uno de esos enormes y
pardos murciélagos que se alimentan de frutos; en la espesura se oyo el choque
de las púas de un puerco espín; y allá en la oscuridad, entre los troncos de
los árboles, oyó a un jabalí hozando en la tierra húmeda y tibia, resoplando al
hacerlo.
Luego se cerraron de nuevo las ramas sobre su cabeza, y Kala Nag empezó
a bajar hacia el valle, pero ya no suavemente, como antes, sino de una sola
embestida, como cañón que se soltara por un empinado terraplén. Los enormes
músculos se movían con rapidez de pistones, abarcando a cada paso una distancia
de dos metros y medio, y su arrugada piel de la espaldilla crujía sobre las
puntas de los huesos. La maleza, a cada lado del animal, se abría
violentamente, haciendo un ruido como de rajado cañamazo, y luego los retoños
que apartaba a derecha e izquierda con los hombros saltaban de nuevo hacia él y
le pegaban en los costados, en tanto que grandes colgajos de enredaderas, todas
mezcladas, pendían de sus colmillos al mover él la cabeza a uno y otro lado,
abriéndose paso.
Toomai el chico tendióse, bien apretado contra el ancho cuello para que
no lo arrojara al suelo alguna de las ramas que se balanceaban, y en su
interior se dijo que ojalá estuviera mejor de vuelta en donde se hallaban los
otros elefantes.
La hierba empezó a estar húmeda; las patas de Kala Nag se hundían al
pisar, y la neblina de la noche helaba a Toomai el chico.
Se oyó un chapoteo y luego un ruido de agua corriente, y Kala Nag entró
dando zancadas en el lecho de un río, tanteando a cada paso el camino.
Dominando el rumor del agua que se arremolinaba entre las patas del elefante,
podía oír Toomai el chico, más chapoteos y algunos bramidos a uno y otro
extremo del río, grandes gruñidos y ronquidos de cólera; y toda la neblina que
flotaba parecía estar llena de móvibles y ondulantes sombras.
-¡Ah! -dijo a media voz y dando diente con diente-. Todos los elefantes
se han echado fuera esta noche. Esto es, pues, el baile.
Kala Nag salió del río con estrépito; hizo sonar su trompa para
limpiarla del agua, y empezó una nueva ascensión. Pero esta vez no estaba solo
ni tenía que abrirse camino. Ya había uno hecho, por el que debieron pasar,
pocos minutos antes, innumerables elefantes. Toomai el chico miró hacia atrás,
y a su espalda, uno salvaje de enormes colmillos, con ojillos de cerdo
brillándole como ascuas, salía en ese momento entre la neblina del río. Luego
se cerró de nuevo el ramaje de los árboles, y siguieron adelante subiendo,
entre bramidos frecuentes y el estallido de ramas que se rompían a su paso.
Kala Nag paróse al fin entre dos troncos de árboles en la misma cumbre
de la montaña. Formaban aquéllos parte de un círculo de árboles que crecían
alrededor de un espacio irregular de unas ciento cincuenta áreas, y en todo ese
espacio pudo ver Toomai el chico que la tierra había sido apisonada hasta que
estuvo dura como un ladrillo. Algunos árboles crecían en el centro de aquel
claro, pero su corteza había desaparecido por algún roce, y la madera blanca al
descubierto aparecía brillante y como pulimentada a trechos por la luz de la
luna. Colgaban, de las ramas más altas, enredaderas cuyas flores, como
campanillas, grandes, blancas como de cera, y parecidas a clemátides, colgaban
también, profundamente dormidas; pero dentro de los límites de aquel claro no
crecía ni un solo tallo de hierba; sólo había la tierra apisonada.
La luna daba a ésta un color gris de hierro, excepto donde algunos
elefantes permanecían de pie, y su sombra era negra como tinta, Toomai el chico
miró, conteniendo el aliento, con ojos que querían salírsele de las órbitas, y
mientras miraba, más y más elefantes salían balanceándose de entre los árboles
y entraban en el espacio abierto. Toomai el chico no sabía contar sino hasta el
número diez, y contó una y otra vez con sus dedos, hasta que perdió la cuenta
de tantos dieces y la cabeza parecía darle vueltas.
Fuera del claro oía el chasquido de la maleza al romperse cuando
pasaban los elefantes, subiendo por la montaña; pero, una vez que entraban en
el círculo formado por los troncos de los árboles, se movían como si sólo
fueran sombras.
Había allí muchos salvajes de blancos colmillos, con hojas, frutos y
ramitas que se les habían quedado en las arrugas del pescuezo o en los pliegues
de las orejas; gruesas hembras de pesado andar, con inquietos pequeñuelos de un
color negro un poco rosado, que no median más que un metro aproximadamente de
altura que correteaban por debajo del vientre de sus madres; jóvenes elefantes cuyos
colmillos apenas les empezaban a salir, y que se sentían muy orgullosos de
tenerlos; hembras flacas, demacradas, que habían quedado solteronas, de caras
ansiosas y hundidas, y trompas que semejaban ásperas cortezas; elefantes
luchadores, viejos y salvajes, llenos de cicatrices desde la paletilla hasta el
costado, con grandes verdugones y heridas mal cerradas de las pasadas luchas, y
el barro de sus solitarios baños colgando, endurecido, de cada lado de los
hombros; y por último había uno con un colmillo roto y las señales, el terrible
vaciado, que deja la garra del tigre en la piel.
Estaban todos de pie frente a frente, o caminaban de un lado a otro en
aquel pedazo de terreno, de dos en dos, o se mecían solitasios... docenas y más
docenas de elefantes.
Toomai sabía que, mientras permaneciera acostado y quieto sobre el
cuello de Kala Nag, nada le ocurriría; porque, hasta en las embestidas y luchas
de una keddah, ningún elefante salvaje coge con la trompa a un hombre para
desmontarlo del cuello del elefante domesticado; por lo demás, aquéllos ni
siquiera se acordaban de los hombres en tal noche. Por un momento se
mantuvieron quietos y alerta con las orejas hacia adelante, al oír sonar unos
hierros en el bosque; pero se trataba de Pudmini, el elefante mimado de
Petersen Sahib, que había arrancado por completo su cadena y llegaba gruñendo,
resoplando, montaña arriba. Debió haber roto sus estacas y dirigídose
derechamente hacia aquel sitio, desde el campamento de Petersen Sahib. Toomai
el chico vio también otro elefante que no conocía, con profundas desolladuras
en los lomos y en el pecho producidas por cuerdas. Probablemente se había
escapado de algún campamento situado en las montañas.
Por fin ya no se oyeron en el bosque más ruidos de elefantes, y Kala
Nag avanzó, desde su lugar entre los árboles, hasta el centro del grupo,
produciendo una especie de raro cloqueo acompañado de guturales susurros, y
después de esto todos los elefantes empezaron a moverse y a hablar en su
lenguaje.
Echado como estaba, Toomai el chico vio centenares de anchos dorsos,
orejas que se balanceaban, trompas que se movían y ojillos que rodaban en sus
cuencas. Oyó el golpear de colmillos al chocar casualmente unos contra otros;
el seco rozar de las trompas enlazadas; el de los enormes costados y
espaldillas en medio de aquella muchedumbre y el chasquido o zumbido de las
enormes colas.
Luego, pasó una nube por delante de la luna, y se quedó él en la más
completa oscuridad; pero siguió del mismo modo el silencioso rozar, empujar y
producir sordos ruidos guturales. Sabía el muchacho que había elefantes en
torno de Kala Nag y que no había la menor probabilidad de sacarlo de aquella
reunión; por tanto, apretó los dientes y se echó a temblar. Por lo menos en una
keddah había luz de antorchas y gritería; pero aquí estaba completamente solo y
a oscuras, y hubo un momento en que sintió, junto a su rodilla, el roce de una
trompa.
Después bramó un elefante y todos lo imitaron durante cinco o diez
terribles segundos. El rocío cayó desde los árboles como lluvia sobre las
invisibles espaldas, y empezó a escucharse un ruido sordo, muy bajo al
principio, y Toomai el chico no adivinaba de dónde provenía o qué significaba;
pero fue creciendo y creciendo, y Kala Nag levantó una pata delantera y luego
la otra y las dejó caer en el suelo -¡una, dos! ¡una, dos!-, con tal fuerza,
como si fuesen grandes martillos de herrería. Ahora los elefantes pateaban
todos a la vez, y aquello resonaba como tambor de guerra que alguien tocara a
la boca de una caverna. El rocio cayó de los árboles hasta que ya no hubo más;
el estruendo continuaba, la tierra retemblaba y Toomai el chico se tapó los
oídos con las manos para amortiguar el ruido. Pero era tan gigantesco,
desapacible y repetido aquel golpear de centenares de pesadas patas sobre la
tierra desnuda, que le pareció que su cuerpo vibraba todo entero. Una o dos
veces sintió cómo Kala Nag y los otros se adelantaban algunos pasos, y el pisar
ruidoso se convertía en rumor de cosas verdes, tiernas y jugosas, que eran
aplastadas; pero, un minuto o dos después, empezaba de nuevo aquel violento
moverse de las patas sobre la dura tierra. A poca distancia de él crujía y
parecía quejarse un árbol. Alargó el brazo y tocó la corteza; pero siguió
adelante Kala Nag, pateando aún, y no pudo darse cuenta del lugar donde se
encontraba. Los elefantes no producían ninguno dc sus acostumbrados sonidos,
excepto una vez, cuando dos o tres de los más jóvenes chillaron al mismo
tiempo. Luego escuchó un pesado golpe; después un rumor de confusión y desorden
y siguió aquel patear. Debió durar dos horas bien cumplidas, y a Toomai el
chico le dolía cada fibra del cuerpo; pero ahora, por el olor característico
del aire de la noche, adivinaba que la mañana se aproximaba.
Despuntó el alba tendiendo un manto de amarillo claro por detrás de las
montañas, y, al primer rayo de luz, se detuvo el estruendo como a una orden de
mando. Antes de que a Toomai el chico hubieran cesado de zumbarle los oídos;
antes aún de que hubiera tenido tiempo de cambiar de posición, no quedó ningún
elefante a la vista, excepto Kala Nag, Pudmini y el de las desolladuras
producidas por las cuerdas; y no había ni el más leve signo, ni roce ni
murmullo en las vertientes de los montes que indicara a dónde habían ido los
demás elefantes.
Toomai el chico miró fijamente una y otra vez. El claro aquel, según
recordaba, había aumentado durante la noche. Había más árboles en el centro,
pero la maleza y la hierba de los lados había retrocedido. Miró de nuevo el
muchacho atentamente. Ahora comprendía el apisonar. Los elefantes habían
agrandado el sitio pateándolo todo: la hierba espesa y los jugosos juncos de
Indias habían sido convertidos, primero, en una masa inmunda; después, la masa
en tiras; las tiras en fibras delgadísimas y las fibras, por último, en dura
tierra.
-¡Ah! -dijo Toomai el chico, y sentía que sus ojos se cerraban-. Kala
Nag, señor mío, juntémonos con Pudmini y vamos al campamento de Petersen Sahib,
o de lo contrario, me caeré de tu cuello al suelo.
El tercer elefante miró marcharse juntos a los otros dos; resopló, dio
media vuelta, y tomó su propio camino. Debía de pertenecer a alguno de los
reyezuelos indígenas que estaría a diez, veinte o treinta leguas de distancia.
Dos horas más tarde, mientras Peterscn Sahib desayunaba, los elefantes,
que habían sido atados con doble cadena aquella noche, empezaron a dar
bramidos, y Pudmini, llena de barro hasta los hombros, junto con Kala Nag, que
tenía las patas muy doloridas, entraron bamboleándose en el campamento.
La cara de Toomai el chico estaba pálida y hundida, y tenía el muchacho
el pelo lleno de hojas y empapado de rocío; pero hizo un esfuerzo y saludó a
Petersen Sahib, gritando con voz apagada:
-¡El baile!... ¡El baile de los elefantes!... ¡Lo he visto... y... me
estoy muriendo!... Y al echarse Kala Nag, él resbaló del cuello, presa de
mortal desmayo.
Pero, como los niños indígenas no tienen nervios de los que valga la
pena hablar, al cabo de dos horas ya estaba acostado muy contento en la hamaca
de Petersen Sahib, con el capote de caza de éste bajo la cabeza, y en el
estómago un vaso de leche caliente, un poco de brandy, una pequeña dosis de
quinina; y mientras los viejos cazadores de las selvas, velludos y cubiertos de
cicatrices, estaban sentados de tres en fondo delante de él, mirándolo como si
vieran a un fantasma, contó el muchacho lo que tenía que contar, en breves
palabras, como hacen los niños, y terminó así:
-Ahora, si creen que dije mentiras, manden hombres para que lo vean, y
verán que el pueblo de los elefantes apisoné un espacio mucho mayor que el de
un salón de baile, y hallarán también diez... diez... y muchas veces diez,
pistas que llevan a ese salón. Ensancharon el sitio con las patas. Yo lo vi.
Kala Nag me llevó, y yo lo vi. Kala Nag también tiene muy cansadas las piernas.
Toomai el chico se tendió y durmió durante toda la tarde hasta el
anochecer, y mientras dormía Petersen Sahib y Machua Appa siguieron la pista de
los dos elefantes, al través de los montes, durante cuatro leguas. Dieciocho
años había pasado Petersen Sahib cazando elefantes, y sólo un salón de baile
como aquél había visto con anterioridad.
Machua Appa no tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de lo que
habían hecho allí, y sólo necesitó arañar una vez con el dedo del pie en la
tierra compacta, apretada.
-Dijo verdad el muchacho -observó-. Todo esto lo hicieron anoche; y
conté setenta pistas diferentes que cruzaban el río. Mirad, Sahib, aquí los
hierros de Pudmini cortaron la corteza de este árbol. Sí; también estuvo en la
reunión.
Se miraron el uno al otro, asombrados, de arriba abajo, porque las
cosas de los elefantes exceden en profundidad a todo lo que pueda imaginar un
hombre, blanco o negro.
-Hace cuarenta y cinco años dijo Machua Appa-, que sigo a los señores
elefantes: pero nunca oí que ningún ser nacido de hombre hubiera visto lo que
vio este muchacho. ¡Por todos los dioses de las montañas! Esto es... ¿cómo
podríamos llamarlo? -y sacudió la cabeza.
Cuando regresaron al campamento era ya la hora de la cena. Petersen
Sahib comió solo en su tienda; pero dio orden de que a su gente allí acampada,
se les dieran dos corderos y algunos pollos, y doble ración de harina, arroz y
sal, porque era necesario que hubiera algo de banquete.
Toomai el mayor había llegado a paso más que regular del otro
campamento, en la llanura, en busca de su hijo y de su elefante, y, cuando los
encontró, los contempló a uno y al otro de tal manera que parecía que le
causaban miedo. Hubo fiesta junto a las llameantes hogueras, ante las filas de
atados elefantes, y Toomai el chico füe el héroe de ella; y los grandes
cazadores, los ojeadores, cornacas y laceros; los hombres que conocían todos
los secretos para domar los más feroces elefantes, se lo pasaron de uno a otro,
y señalaron su frente con la sangre del pecho de un "gallo de la
selva" recién muerto, indicando con esto que era un habitante de los
bosques, un iniciado, y por tanto, libre en toda la extensión que abarcan las
selvas.
Y por último, cuando las llamas empezaban a apagarse y la luz rojiza de
los tizones hacía que los elefantes parecieran empapados en sangre, Machua
Appa, jefe de todos los cornacas de todas las keddahs; Machua Appa, el alter
ego de Petersen Sahib, que durante cuarenta años nunca vio un camino hecho por
los hombres; Machua Appa, cuya grandeza era tanta que nadie sabía que tuviera
otro nombre que el de Machua Appa, saltó sobre sus pies, y levantó en el aire,
por encima de su cabeza, a Toomai el chico, y gritó:
-Escuchad, hermanos. Escuchadme también vosotros, señores míos que
estáis allí en filas; ¡soy yo, Machua Appa, quien habla! Este pequeño ya no se
llamará en adelante Toomai el chico, sino Toomai el de los elelantes, como se
llamó su bisabuelo antes de él. Lo que jamás vio hombre alguno lo vio él
durante toda una noche... porque es el favorito del pueblo de los elefantes, y
también, de los dioses de todas las selvas, que con él están. Llegará a ser un
gran ojeador; llegará a ser más grande que yo, que yo mismo, Machua Appa. Sabrá
seguir la pista reciente, la medio borrada, y la mixta, con ojo seguro. Ningún
daño recibirá en la keddah cuando corra por debajo de los elefantes salvajes
para atarlos, y si por casualidad cayera y resbalara ante un elefante feroz, al
embestir éste, y sabiendo la fiera quién es él, no se atreverá a aplastarlo.
¡Aihai!, señores míos que estáis allí entre cadenas -y dio media vuelta hacia
las hileras de estacas-, ved aquí al pequeño que vio vuestros bailes en
escondidos lugares... ¡lo que jamás vio hombre alguno! ¡Homenaje a él, señores
míos! ¡Salaam karo, hijos míos! ¡Saludad a Toomai el de los elefantes! ¡Gunga
pershad, ahaa! ¡Hira Guj, Birchi Guj, Kuttar Guj, ahaal ¡Pudmini -tú lo viste
en el baile, y tú también, Kala Nag, perla de los elefantes-, ahaaa! Todos a la
vez; ¡a Toomai el de los elefantes! ¡Barrao!
Y al oír el último de estos salvajes gritos, la fila entera de
elefantes alzó las trompas, encorvándolas hasta tocarse con ellas las frentes,
y prorrumpió en el gran saludo, el trompetear atronador que sólo oye el virrey
de la India, el Salaamut de la keddah.
Pero todo esto se hacía sólo por Toomai el chico, que vio lo que iamás
vio antes hombre alguno: ¡el baile de los elefantes, en la noche y solo, en el
corazón de las montañas de Garo!
SIVA Y EL SALTAMONTES
(Canción que le cantaba a su hijo menor la madre de Toomai.)
Siva que regala al hombre las cosechas
y hace que el viento sople,
sentado en el umbral de un claro día
-de ello hace ya mucho tiempo-
repartió a cada ser su porción:
pan, trabajos y duelos,
desde el Rey que se reclina en el guddee
hasta el pordiosero que a la puerta de la ciudad se sienta.
Él hizo todo, Siva, el que protege
él lo hizo todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Espinos para el camello, al buey forraje,
y el corazón de la madre para él niño que duerme.
Trigo al rico, mijo al pobre;
al que va pidiendo de puerta en puerta
le dio mendrugos, a ese pobre;
reses al tigre, carroña al milano,
trapos y huesos a los lobos
que de noche rondan fieros.
A todos proveyó, a ninguno
pasó por alto, rico o pobre;
pero Parbati, su mujer,
quiso jugarle un juego,
al verlo en tantas cosas ocupado.
Robóle al dios un saltamontes;
ocultólo en su pecho con cuidado.
Esto hizo ella a Siva, el Grande,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Si hubiera sido un buey...
pero, hijo mío, sólo era un insecto.
Terminado que hubo el reparto,
díjole ella a su dueño:
"Entre un millón de bocas, ¿no quedará una sin alimento?"
Respondióle él riendo:
"Ninguna -y añadió sonriendo-:
ni siquiera la que ocultas en tu seno."
Del pecho sacó el insecto Parbati,
la ladrona, y viólo comer verde hojuela
nacida en aquel momento.
Vio ella asombrada el portento,
y a los pies de Siva cayó temblando,
y al dios rezó, al dios que, cierto,
a cuanto existe dio alimento.
Todo hizo Siva, el que protege,
todo hizo... ¡Mahadeo!
espino dio al camello, forraje al buey,
y para ti, mi niño, mi corazón
aquí en el pecho.
FIN