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lunes, 27 de junio de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Campaña de Publicidad

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - Odio




CAMPAÑA DE PUBLICIDAD

Escribí este cuento en marzo de 1953. Después de aparecer rápidamente en el Evening News de Londres, tardó tres años en cruzar el Atlántico; fue publicado en el primer número de Satellite Science Fiction (octubre de 1956). Según la Science Fiction Encyclopaedia, en cada uno de los cinco primeros volúmenes apareció un cuento mío; me avergüenza confesar que había olvidado incluso la existencia de aquella revista...

Aunque las referencias del relato son un tanto anticuadas, las cuestiones que suscita no lo son. Y por una curiosa coincidencia, lo releí la misma semana en que los medios de comunicación estaban celebrando tristemente el quincuagésimo aniversario de la famosa radiación de La guerra de los mundos, de Orson Welles (Mercury Theatre of tbe Air de CBS, 31 de octubre de 1938).

Durante las primeras décadas —después de que los marcianos hiciesen bajar el valor de los bienes inmuebles en Nueva Jersey—, los alienígenas buenos fueron pocos y estuvieron muy espaciados, siendo tal vez Klatuu, de Ultimátum a la Tierra, el ejemplo más notable. Sin embargo, hoy en día, gracias sobre todo a E. T. (El extraterrestre), los alienígenas amigos e incluso cariñosos se dan casi por supuesto. ¿Dónde está la verdad? 

En los últimos años, la total ausencia de pruebas fehacientes de vida en otros mundos ha llevado a numerosos científicos a sostener que la inteligencia es muy rara en el universo. Algunos (como Frank Tipler) han llegado a afirmar que estamos completamente solos, una proposición que nunca podrá ser probada, sino sólo desaprobada. (¿No fue Pogo quien dijo: «De todas maneras, es una idea asombrosa»?)

Desde luego, los alienígenas hostiles y malos se prestan mucho más a los cuentos apasionantes que los buenos. Además, como se ha observado muy a menudo, las Cosas con que Uno no Quería Encontrarse en los años cincuenta y sesenta, eran reflejo de la paranoia imperante en aquellos tiempos, sobre todo en Estados Unidos. Ahora que la Guerra Fría ha dado paso, afortunadamente, a la Tregua Tibia, podemos contemplar los cielos con menos aprensión.

Porque hemos conocido ya a Darth Vader... y él es nosotros.


El estampido de la última bomba atómica parecía persistir en el aire cuando se encendieron las luces. Durante un buen rato nadie se movió. Después, el productor ayudante preguntó ingenuamente:

—Bueno, R. B., ¿qué te ha parecido? R. B. se levantó de su asiento mientras sus acólitos esperaban a ver en qué dirección saltaría el gato. Entonces advirtieron que el puro de R. B. se había apagado. ¡Esto no había ocurrido ni en el avance de «G. W. T.W.»!
—¡Muchachos —exclamó, entusiasmado—, ¡aquí tenemos algo! ¿Cuánto dijiste que ha costado, Mike? —Seis millones y medio.
—Relativamente barato. Os diré una cosa: me comeré todos los rollos si el total de ingresos no supera el de Quo Vadis. —Se volvió con toda la rapidez que podía esperarse de un tipo de su corpulencia hacia un hombrecillo que seguía agazapado en su asiento en el fondo de la sala de proyecciones—. ¡Despierta, Joe! ¡La Tierra se ha salvado! Tu has visto todas las películas del espacio. ¿Cómo la situarías, en relación con las anteriores?
—No hay punto de comparación —dijo Joe—. Tiene todo el suspense de La cosa, sin aquella horrible decepción al final, cuando te enteras de que el monstruo era un ser humano. La única película que se le acerca un poco es La guerra de los mundos. Algunos efectos especiales eran casi tan buenos como los nuestros; pero, desde luego, George Pal no tenía 3D. Y esto representa una gran diferencia. Cuando se derrumbaba el puente de Golden Gate, creí que el pilar se me venía encima...
—El trozo que me ha gustado más —dijo Tony Auerbach, de Publicidad— es cuando el Empire State Building se raja por la mitad. Pero ¿no creéis que los dueños podrían demandarnos?
—¿Por qué? Nadie espera que algún edificio pueda resistir a los..., ¿cómo los llama el guión...?, demoledores de ciudades. Y a fin de cuentas, arrasarnos también todo el resto de Nueva York. ¡Uy..., aquella escena en el Holland Tunnel, cuando se derrumba el techo!

La próxima vez, cogeré el ferry.
—Sí, estuvo muy bien realizada, casi demasiado bien. Pero lo que realmente me impresionó fueron aquellas criaturas del espacio. La animación es perfecta. ¿Cómo lo hiciste, Nike?
—Secreto profesional —declaró el orgulloso productor—. Sin embargo, te lo diré.

Muchas cosas eran auténticas.

—¿Qué?
—Bueno, entiéndeme. No hemos estado en Sirio B. Pero en Cal Tech inventaron una microcámara y la empleamos para filmar arañas en acción. Insertamos las mejores tomas y creo que te costaría distinguir las que corresponden a la «micro» y las que se realizaron con el material normal del estudio. Ahora comprenderás por qué quería que los alienígenas fuesen insectos y no pulpos, como decía al principio el guión.
—Un buen tema para la publicidad —señaló Tony—. Pero hay una cosa que me preocupa. Aquella escena donde los monstruos secuestran a Gloria. ¿Crees que el censor...? Quiero decir que tal como lo hemos hecho, casi parece...
—No te preocupes. Esto es lo que se cree que pensará la gente. De todos modos, en el rollo siguiente dejamos bien claro que en realidad la quieren para un trabajo de disecación. Así que todo está bien.
—¡Será formidable! —exclamó R. B. con los ojos brillantes, como si ya estuviese viendo el alud de dólares cayendo en la caja—. ¡Vamos a invertir otro millón en publicidad! Ya me imagino los carteles, Tony. ¡OBSERVAD EL CIELO! ¡LLEGAN LOS DE SIRIO! Y haremos miles de modelos mecánicos. ¿Os los imagináis deslizándose de un lado a otro sobre sus patas peludas? Al público le encanta asustarse, y le asustaremos.

Cuando hayamos terminado, nadie será capaz de mirar al cielo sin que se le ponga la piel de gallina. Lo dejo en vuestras manos, muchachos. ¡Esta película hará historia!

Tenía razón. Monstruos del espacio conmovió al público dos meses más tarde. Al cabo de una semana del estreno simultáneo en Londres y en Nueva York, tal vez no había nadie en el mundo occidental que no hubiese visto los carteles de ¡ALERTA, TIERRA! o que no se hubiese estremecido ante las fotografías de los monstruos peludos caminando por la desierta Quinta Avenida sobre sus delgadas patas de múltiples articulaciones.

Dirigibles hábilmente disfrazados de naves espaciales surcaban el cielo, para confusión de los pilotos que se tropezaban con ellos, y había modelos mecánicos de los alienígenas invasores que volvían locas a las ancianas.

La campaña de publicidad fue brillante y la película se habría proyectado sin duda durante meses de no haber sido por una coincidencia tan desastrosa como imprevisible.

Mientras todavía era noticia el número de personas que se desmayaban en cada representación, los cielos de la Tierra se llenaron de pronto de largas y delgadas sombras deslizándose rápidamente entre las nubes...

El príncipe Zervashni era bondadoso pero propenso a la impetuosidad, un defecto muy propio de su raza. No había motivos para suponer que su actual misión de establecer contacto pacífico con el planeta Tierra suscitase ningún problema especial. La técnica correcta de aproximación se había elaborado a fondo durante muchos miles de años,

mientras el Tercer Imperio Galáctico ampliaba lentamente sus fronteras, absorbiendo planeta tras planeta, sol tras sol. Raras veces se tropezaba con dificultades: las razas realmente inteligentes pueden colaborar siempre, una vez superada la primera impresión de saber que no están solas en el universo. 

Cierto que la humanidad había salido de su primitiva fase bélica hacía tan sólo una generación. Sin embargo, esto no preocupaba al primer consejero del príncipe Zervashni, Sigisnin II, profesor de Astropolí-tica.

—Es la típica cultura de Clase E —dijo el profesor—. Avanzada en el aspecto técnico, pero bastante atrasada moralmente. Sin embargo, ya están acostumbrados al concepto de vuelo espacial y pronto nos reconocerán. Serán suficientes las precauciones normales hasta que nos ganemos su confianza.
—Muy bien —dijo el príncipe—. Di a los enviados que partan enseguida. Fue una desgracia que las «precauciones normales» no abarcasen la campaña de publicidad de Tony Auerbach, que ahora había alcanzado nuevas alturas de xenofobia interplanetaria. Los embajadores aterrizaron en el Central Park de Nueva York el mismo día en que un eminente astrónomo en apurada situación económica, y por ende susceptible a las influencias, anunció, en una entrevista ampliamente difundida que cualquier visitante del espacio sería probablemente hostil.

Los infortunados embajadores, que se dirigían a la sede de las Naciones Unidas, habían llegado a la calle 60 cuando tropezaron con la turba. La batalla no pudo ser más desigual, y los científicos del Museo de Historia Natural lamentaron que hubiesen quedado tan pocos restos para poder examinarlos.

El príncipe Zervashni hizo otro intento, en el otro lado del planeta, pero la noticia ya había llegado hasta allí. Esta vez los embajadores iban armados y vendieron caras sus vidas antes de sucumbir bajo la superioridad numérica de sus atacantes. Aun así, el príncipe no perdió la calma y hasta que su flota fue atacada con misiles, no decidió emprender una acción drástica.

Entonces, todo terminó en veinte minutos y fue realmente indoloro. Después, el príncipe se volvió a su consejero y dijo, subestimando considerablemente la situación: 

—Parece que tenía que ser así. Y ahora, ¿puedes comunicarme exactamente qué es lo que fue mal?

Sigisnin II cruzó los doce dedos flexibles con no disimulada angustia. No era sólo el espectáculo de la Tierra totalmente desinfectada lo que le afligía, aunque para un científico la destrucción de unos bellos ejemplares es siempre una gran tragedia. Lo preocupante era también la destrucción de sus teorías, y por consiguiente, de su fama.

—¡No lo comprendo! —se lamentó—. Desde luego, las razas que se encuentran en este nivel cultural a menudo son recelosas y se muestran inquietas cuando se establece el primer contacto. Pero éstos no habían tenido nunca visitantes y, por consiguiente, no había motivo para que se mostrasen hostiles.
—¿Hostiles? ¡Eran demonios! Creo que todos estaban locos.

El príncipe se volvió a su capitán, una criatura con tres piernas que parecía un ovillo de lana sostenido por tres agujas de hacer punto.

—¿Se ha reunido la flota?
—Sí, señor.
—Entonces regresaremos a la Base a toda velocidad. Este planeta me deprime.

En la Tierra muerta y silenciosa, los carteles seguían pregonando sus avisos en mil vallas de publicidad. Las malignas formas de insectos que se representaban cayendo del cielo no se parecían en absoluto al príncipe Zervashni, que, aparte de sus cuatro ojos, hubiese podido confundirse con un panda de piel púrpura, y que además habían venido de Rigel, no de Sirio.

Pero ahora era ya demasiado tarde para fijarse en estas cosas.


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Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El otro tigre

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