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domingo, 11 de septiembre de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - En mares de oro - Final

Viene de Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El león de comarre


EN MARES DE ORO

No estoy seguro de si esto debería considerarse un cuento corto o un artículo inventado. Le otorgaré el beneficio de la duda y así podré utilizarlo para terminar esta antología.
Lo escribí como reacción a las montañas de literatura que había leído sobre la Iniciativa de Defensa Estratégica (como, para pesar de George Lucas, La guerra de las galaxias) desde que el presidente Reagan la anunció en su famoso discurso de marzo de 1983. 
Cuanto más estudiaba este tema increíblemente complejo (y deprimente), tanto más confuso me sentía, hasta que al fin decidí que sólo había una manera de tratarlo: la que utilizo En mares de oro.
Fue también una respuesta a un discurso ulterior del presidente Reagan en el que, para mi regocijo algo mortificado, fui utilizado en favor de su proyecto predilecto al atribuirme este dicho: «Cada nueva idea pasa por tres fases. Primera: Es una locura; no me haga perder el tiempo. Segunda: Es posible, pero no vale la pena. Tercera: ¡Ya dije desde el principio que era una buena idea!»* (Sé quién dio esta munición al presidente: siga leyendo...)
En mares de oro, que en principio había titulado «Iniciativa de defensa del presupuesto: una breve historia», tuvo un récord de publicación increíble. Apareció por primera vez en un periódico de circulación un tanto minoritario, el número de agosto de 1986 de Newsletter, de la Junta de Ciencia de Defensa del Pentágono, que seguramente no encontrarán ustedes en la librería de su barrio.
La persona responsable de esta pieza de desinformación de alto nivel fue, en 1943, un joven graduado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts que trabajaba en el Ground Control Approach Team (véase mi única novela que no es de ciencia ficción, Clide Path, pero que habría sido de ciencia ficción si se hubiese publicado veinte años antes). Mi colega durante la guerra, Vert Fowler, había ascendido, convirtiéndose en el doctor Charles A. Fowler, vicepresidente de la Mitre Corporation y presidente de la Defense Science Board. A pesar de estas responsabilidades, no había perdido el sentido del humor. Cuando le envié mi pequeña sátira, pensó que alegraría las grises vidas de los muchachos de la Iniciativa de Defensa Estratégica, hasta entonces sólo interrumpidas por ocasionales rayos láser y por explosiones de pocos megatones. En todo caso, dio resultado.
El año siguiente, en el número de mayo de 1987, la revista OMNI presentó la obra a un público bastante numeroso, y el consejero de ciencias de la Casa Blanca, doctor George (Jay) A. Keyworth II, fue bombardeado con copias por todos sus amigos, los cuales, por alguna oscura razón, pensaron que podía interesarle...
Por fin nos conocimos en el mes de julio de 1988 en el Johns Hopkins Medical Center, de Baltimore, en el que Jay, para mi profunda gratitud, había patrocinado mi admisión. 
También debo mi agradecimiento al doctor Daniel Drachman, director de la unidad neuromuscular de la Johns Hopkins School of Medicine y a sus valiosos colegas por animarme con la noticia de que mi problema no era la enfermedad de Lou Gehrig, sino el bastante menos amenazador síndrome de pospolio. Todavía espero llegar al 2001 en buena forma.
¿Que si volveré a escribir más cuentos reales? Pues realmente no lo sé; no he tenido deseos de hacerlo durante más de una década y considero que Encuentro con Medusa es un canto del cisne bastante bueno. Lo seguro es que voy a estar ocupado durante los próximos años con una trilogía Rama muy ambiciosa, con mi colaborador en Cuna, Gentry Lee, y con una novela propia, cuyo título actual es The Ghost of the Grand Banks. 
En todo caso, todavía no me creo merecedor del descarado comentario que apareció recientemente en un ensayo, deplorando el triste estado de la moderna ciencia ficción, de «esos famosos no-muertos, Clarke y Asimov».
Inútil decir que envié esto de buen grado a mi amigo transilvano, con este comentario: «Bueno, esto es mucho mejor que la alternativa.» 
Tengo la seguridad de que el Buen Doctor estará de acuerdo.


En contra de lo que opinan muchos de los llamados expertos, hoy es incuestionable que la controvertida Iniciativa de Defensa del Presupuesto de la presidenta Kennedy fue una idea enteramente suya, y su famoso discurso «Cruz del Bien» sorprendió tanto al OMB y al secretario del Tesoro como a todos los demás. El asesor científico presidencial, doctor George Keystone («Cops» para los amigos) fue el primero en enterarse de ello. La señora Kennedy, gran lectora de ficción histórica, del pasado o del futuro, tropezó con una oscura novela sobre el Quinto Centenario, en la que se decía que el agua de mar contiene considerables cantidades de oro. Con intuición femenina (así dijeron más tarde sus enemigos), la presidenta vio al instante la solución a uno de los problemas más apremiantes de su administración.

Era la última de una larga lista de jefes del ejecutivo que se habían horrorizado por el progresivo e inexorable déficit presupuestario, y dos noticias recientes habían exacerbado su preocupación. La primera era el anuncio de que en el año 2010 cada ciudadano de Estados Unidos nacería con un millón de dólares de deuda. La otra era la difundida información de que la moneda más fuerte del mundo libre era ahora el billete del metro de Nueva York.

—George —dijo la presidenta—, ¿es verdad que hay oro en el agua del mar? Y si es así, ¿podemos extraerlo?

El doctor Keystone le prometió una respuesta al cabo de una hora. Aunque nunca había conseguido que la gente se olvidase de que su tesis doctoral había versado sobre la un tanto extraña vida sexual del trivit de Patagonia (que, como se había dicho innumerables veces, sólo podía interesar a otro trivit patagón), era sumamente respetado tanto en Washington como en los medios académicos. Esta hazaña, se debía en gran parte a que era el experto en ordenadores más rápido del Este. Después de consultar durante menos de veinte minutos los bancos de datos globales, había obtenido toda la información que necesitaba la presidenta.

Ésta quedó sorprendida, y hasta un poco mortificada, al descubrir que su idea no era original. Ya en 1925, el gran científico alemán Fritz Haber había intentado pagar las enormes reparaciones de guerra impuestas a Alemania, extrayendo oro del agua del mar. El proyecto había fracasado, pero, como señaló el doctor Keystone, la tecnología química había progresado en proporción geométrica desde los tiempos de Haber. Y si Estados Unidos podían ir a la Luna, ¿por qué no iban a poder extraer oro del mar...?

El anuncio de la presidenta de que había fundado la Organización para la Iniciativa de Defensa del Presupuesto (OIDP) provocó inmediatamente una enorme cantidad de alabanzas y de críticas.

A pesar de numerosos requerimientos desde la finca de lan Fleming, los medios de difusión apodaron inmediatamente doctor Goldfinger al consejero de ciencias de la presidenta, y Shirley Bassey salió de su retiro con una nueva versión de su canción más famosa.

Las reacciones a la Iniciativa de Defensa del Presupuesto se dividieron en tres categorías principales, que a su vez dividieron a la comunidad científica en grupos terriblemente belicosos. Primero estaban los entusiastas, seguros de que la idea era maravillosa. Después los escépticos, que argüían que era técnicamente imposible o, al menos, tan difícil que el costo superaría el rendimiento. Y por último los que creían que era realmente posible pero que sería una mala idea.

Tal vez el más conocido de los entusiastas era el famoso doctor Raven, del Laboratorio Nevermore, fuerza impulsora detrás del Proyecto EXCELSIOR. Aunque los detalles eran absolutamente secretos, se sabía que la tecnología incluía la utilización de bombas de hidrógeno para evaporar grandes cantidades de océano, dejando todo el mineral (incluido el oro) listo para su ulterior proceso.

Inútil decir que muchos criticaban duramente el proyecto, pero el doctor Raven podía defenderlo desde detrás de la cortina de humo del secreto. A los que se lamentaban «¿No será el oro radiactivo?», les respondía alegremente: «¿Y qué? ¡Así será más difícil robarlo! Además estará enterrado en las cámaras acorazadas de los bancos, así que poco importará que sea radiactivo.»

Pero tal vez su argumento más contundente era que se lograría un producto derivado de EXCELSIOR: varios millones de toneladas de pescado hervido al instante para alimentar a las multitudes que se morían de hambre en el Tercer Mundo. 

Otro sorprendente defensor de la IDP fue el alcalde de Nueva York. Al enterarse de que se calculaba que el peso total del oro del océano era de cinco mil millones de toneladas como mínimo, el polémico Fidel Bloch proclamó: «¡Al menos nuestra gran ciudad tendrá las calles pavimentadas de oro!» Sus numerosos críticos sugirieron que empezase por las aceras, para que los desventurados neoyorquinos dejasen de desaparecer en profundidades insondables.

Las críticas más acerbas fueron las de la Unión de Economistas Preocupados, que señalaron que la IDP podía tener consecuencias desastrosas. A menos que se controlasen minuciosamente, la inyección de grandes cantidades de oro tendría efectos devastadores sobre el sistema monetario mundial. Algo parecido al pánico había ya afectado al comercio internacional de joyería: las ventas de anillos de boda habían descendido a cero después del discurso de la presidenta.

Pero las protestas más ruidosas habían procedido de Moscú. A la acusación de que la IDP era un sutil complot capitalista, había replicado el secretario del Tesoro diciendo que la URSS tenía ya la mayor parte del oro del mundo en sus cámaras acorazadas, por lo que sus objeciones eran sencillamente hipócritas. Todavía se estaba discutiendo la lógica de ésta respuesta cuando la presidenta aumentó la confusión. Sorprendió a todo el mundo al anunciar que, cuando se hubiese perfeccionado la tecnología de la IDP, Estados Unidos la compartiría de buen grado con la Unión Soviética. Nadie la creyó.

Apenas si había una organización profesional que no se hubiese inclinado en pro o en contra de la IDP. (O en algunos casos, tanto en un sentido como en otro). Los abogados de Derecho Internacional suscitaron un problema que la presidenta había pasado por alto: ¿Quién era realmente dueño del oro del océano? Cabía presumir que todos los países reclamaran como suyo el contenido del agua de mar dentro del límite de doscientas millas de la Zona Económica; pero como las corrientes marinas agitaban continuamente este enorme volumen de líquido, el oro no se quedaría quieto en un lugar.

En definitiva, una sola planta de extracción, en cualquier lugar de los océanos del mundo, podría llevárselo todo... sin tener en cuenta las reclamaciones nacionales. ¿Qué pensaba hacer Estados Unidos al respecto? Sólo brotaron unos débiles rumores de desconcierto de la Casa Blanca.

Una persona a la que no preocupaban estas críticas —ni ningunas otras— era el capacitado y ubicuo director de la OIDP. El general Isaacson había conseguido una extraordinaria y merecida fama como reparador de entuertos en el Pentágono; tal vez su hazaña más celebrada fue la desarticulación del siniestro círculo controlado por la Mafia que había intentado monopolizar uno de los productos más lucrativos de Estados Unidos: los innumerables miles de millones de rollos de papel higiénico para el servicio militar. 

Fue este general quien arengó a los medios de difusión e informó sobre el funcionamiento de la todavía incipiente tecnología de la IDP. Su ofrecimiento de sujetadores de corbata de oro —bueno, chapados de oro— a periodistas y reporteros de televisión fue un golpe genial alabado por todos. Sólo después de haber publicado sus prolijos artículos se dieron cuenta los representantes de la prensa de que el astuto general nunca había dicho que el oro procediese realmente del mar.

Pero entonces ya era demasiado tarde para rectificaciones.

En la actualidad, cuatro años después del discurso de la presidenta y todavía dentro del primer año de su segundo mandato, es imposible predecir el futuro de la IDP. El general Isaacson ha enviado al mar una gran plataforma flotante que, según informó Newsweek, parecía como si un portaaviones hubiese intentado hacer el amor a una refinería de petróleo. El doctor Keystone, alegando que había terminado con éxito su trabajo, ha dimitido para ir en busca del más grande trivit patagón. Pero la mayor amenaza, según han revelado los satélites de reconocimiento de Estados Unidos es que la Unión Soviética está construyendo enormes y perfectas tuberías en los puntos estratégicos de su costa.


FIN

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