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lunes, 10 de marzo de 2014

La reina de las nieves - Hans Christian Andersen - Capítulo III

Viene de La reina de las nieves - Hans Christian Andersen - Capítulo II


TERCER EPISODIO
El Jardín de la mujer que tenía un poder mágico



¿Qué fue de la pequeña Gerda cuando Kay desapareció? ¿Y dónde estaba éste? Nadie sabía nada, nadie supo dar noticias suyas. Lo único que sus amigos pudieron decir era que lo habían visto enganchar su pequeño trineo a otro, grande y magnífico, y que internándose por las calles habían salido de la ciudad.

Nadie sabía dónde podía encontrarse y todos los que lo conocían quedaron profundamente afectados por su desaparición, en especial la pequeña Gerda, que lloró y lloró durante mucho tiempo; poco después, se empezó a decir que Kay había muerto, que se había ahogado en el río que pasaba junto a los muros de la
ciudad. ¡Oh, qué largos y sombríos fueron aquellos días de invierno!

Por fin llegó la primavera y con ella los cálidos rayos del sol.

-Kay ha muerto y ya nunca volverá - decía la pequeña Gerda.
-No lo creo- dijo el sol
-Ha muerto y ya nunca volverá - les dijo a las golondrinas.
- No lo creemos -respondieron ellas; al final, también Gerda terminó por creer que Kay no había muerto.
- Me pondré mis zapatos nuevos - dijo una mañana -, los rojos, que Kay nunca llegó a conocer, me acercaré al río y le preguntaré por él.

Salió muy temprano de su casa, dio un beso a la abuela, que dormía todavía y, calzada con sus zapatitos rojos, salió sola de la ciudad dirigiéndose hacia el río.

- ¿Es cierto que te has llevado a mi amigo? Te regalaré mis zapatos rojos si me lo devuelves.

Le pareció que las aguas le hacían una señal extraña; cogió entonces sus zapatos, lo que para ella era más querido, y los arrojó al río; cayeron muy cerca de la orilla y las aguas los llevaron de nuevo hacia tierra, el lugar en que Gerda se encontraba; parecía que el río, no teniendo al pequeño Kay, no quería aceptar la ofrenda que la niña le ofrecía; como pensó que no los había tirado suficientemente lejos, se subió a una barca que había entre las cañas y desde allí los arrojó de nuevo. Pero la barca no estaba bien amarrada y los movimientos de Gerda la hicieron apartarse de la orilla. Cuando se dio cuenta de lo que ocurría, quiso volver atrás, pero ya era demasiado tarde: la barca se encontraba a varios metros de la orilla y se deslizaba río abajo impulsada por la corriente.

La niña se asustó y echó a llorar; sólo los gorriones podían escucharla, mas no les era posible llevarla de nueva a tierra; los pajarillos volaron a su alrededor y trataban de consolarla cantando: "¡Aquí estamos! ¡Aquí estamos!"

La barca seguía avanzando, empujada por la corriente; la pequeña Gerda se quedó inmóvil con sus pies descalzos; sus zapatitos rojos flotaban tras ella, fuera de su alcance, pues la barca navegaba más deprisa.

A ambos lados del río el paisaje era bellísimo: llamativas flores y viejísimos árboles se destacaban sobre un fondo de colines donde pastaban ovejas y vacas; pero ni un solo ser humano se veía en parte alguna. "Quizás el río me conduzca hasta el pequeño Kay", se dijo a sí misma, y ese pensamiento la puso de mejor humor; se levantó y durante varias horas contempló las verdes y encantadoras riberas; llegó así junto a un gran huerto de cerezos en el que se alzaba una casita con un tejado de paja y extrañas ventanas pintadas de rojo y de azul; ante la casa, dos soldados de madera presentaban armas a quienes pasaban por el río.

Gerda les llamó, creyendo que eran soldados de verdad, pero, naturalmente, sin recibir respuesta; llegó muy cerca de donde ellos se encontraban, pues el río impulsaba directamente la barca hacia la orilla.

Gerda gritó entonces con más fuerza y una mujer apareció en la puerta: era una vieja que se apoyaba en un bastón y se cubría la cabeza con un sombrero de alas anchas pintado con bellísimas flores. 

- ¡Pobre niñita! - exclamó la vieja- ¿Cómo has venido por este río de tan fuerte corriente? ¿Cómo has recorrido tan largo camino a través del ancho mundo?

La vieja se adentró en el agua, enganchó la barca con su bastón, tiró de él y llevó a Gerda hasta la orilla.
La niña se sintió feliz de estar otra vez en tierra firme, aunque tenía un cierto miedo de la vieja desconocida. Ésta le dijo : - Ven a contarme quién eres y cómo has llegado hasta aquí.

Gerda se lo contó y la vieja, moviendo de vez en cuando la cabeza, decía:

"Humm... Humm!". Una vez le hubo relatado todo, le preguntó si había visto pasar por allí al pequeño Kay; la mujer respondió que no, que Kay no había pasado ante su casa, pero que sin duda vendría y que no debía preocuparse! ahora lo que tenia que hacer era comer sus cerezas y contemplar sus flores, mucho más bellas que las que aparecen en los libros; además, cada una de ellas sabía contar un cuento. La vieja cogió a Gerda de la mano, entró con ella en la casa y cerró la puerta.

Las ventanas estaban muy altas, los cristales eran rojos, azules y amarillos y, en el interior, la luz adquiría tonalidades extrañas; había sobre la mesa un plato de riquísimas cerezas y Gerda comió tantas como quiso, pues para eso no le faltaba valor. Mientras comía, la vieja la peinaba con un peine de oro; sus hermosos cabellos rubios caían rizados y brillantes enmarcado su linda carita de rosa.

- Siempre tuve deseos de tener una niña como tú - dijo la vieja - Ya verás qué bien nos llevamos las dos.

A medida que le peinaba los cabellos, más y más la pequeña Gerda se olvidaba de Kay, su compañero de juegos, pues la vieja, aunque no era malvada, sabía de magia; en realidad, sólo ponía en práctica sus artes mágicas para distraerse y, por el momento, lo único que pretendía era retener a su lado a la pequeña Gerda. Con este propósito, la anciana salió al jardín, extendió su cayado hacia los rosales, que estaban cargados de bellísimas rosas, y al instante todos ellos desaparecieron, hundiéndose bajo la tierra negra; no quedó ni el menor rastro de ellos. La vieja temía que si Gerda veía las rosas se acordaría del pequeño Kay y querría marcharse a proseguir su búsqueda.

Luego, condujo a Gerda al jardín de las flores ... ¡Oh, qué fragancia y qué esplendor! Había allí flores de todas las estaciones del año; en ningún libro de láminas podría encontrarse tanta belleza y variedad. La niña daba saltos de alegría y disfrutó del jardín hasta que el sol se ocultó por detrás de los cerezos; por la noche, durmió en un magnífico lecho con mantas de seda roja bordadas con violetas azules y tuvo unos sueños tan hermosos como los de una reina en el día de su boda.

A la mañana siguiente, estuvo de nuevo en el jardín, jugando con las flores bajo los cálidos ratos del sol... así pasaron muchos días. Gerda conocía todas y cada una de las flores y, a pesar de todas las que había, tenía la sensación que allí faltaba alguna, aunque le resultara imposible decir cuál. Un buen día, mientras
estaba sentada en el jardín, se fijó en el gran sombrero de la vieja, lleno de flores pintadas, y observó que las más bella era justamente una rosa. La vieja se había olvidado de quitarla del sombrero cuando hizo desaparecer a las otras bajo tierra. 

¡No se puede estar en todo! "¡Cómo! - se dijo Gerda - ¡No hay ninguna rosa en el jardín!" Corrió hacia los macizos de flores, buscó y rebuscó, pero no consiguió encontrar ningún rosal; muy triste, se sentó en el suelo y se puso a llorar; sus lágrimas fueron a caer precisamente sobre el lugar en que antes crecía un hermoso rosal y del suelo regado con sus lágrimas surgió de repente un arbusto, tan florido como en el momento en que la vieja lo había enterrado; la niña lo rodeó con sus brazos, besó las rosas y se acordó de las que tenía en el jardín de su buhardilla y, al mismo tiempo, de su amigo Kay.

- ¡Oh, cuánto tiempo he perdido! - exclamó la niña- Debo encontrar a Kay ¿Sabéis donde está?- preguntó a las rosas - ¿Creéis que ha muerto?
- No, no ha muerto - respondieron las rosas- Nosotras hemos estado bajo tierra, donde están todos los muertos, y Kay no estaba allí.
- ¡Gracias! - dijo la pequeña

Fue a ver a otras flores y mirando en sus cálices les preguntó:

- ¿Sabéis donde está Kay?

Pero cada flor, vuelta hacia el sol, soñaba su propio cuento o imaginaba su propia historia; Gerda escuchó muchos de estos cuentos, pero ninguna flor sabía nada sobre Kay.

¿Qué le dijo el lirio rojo?

- Escucha el tambor : ¡Bum! ¡Bum! No da más que dos notas, siempre igual: ¡Bum! ¡Bum! ¡Escucha el canto fúnebre de las mujeres! ¡Escucha la llamada de los sacerdotes! 
Vestida con su larga túnica roja, la mujer del hindú está de pie sobre la pira; se alzan las llamas, rodándola a ella y a su marido muerto; pero la mujer piensa en el hombre que está vivo entre la multitud que la circunda y cuyos ojos arden, más brillantes que las llamas; el fuego de sus ojos abrasa el corazón de la mujer antes de ser tocada por las llamas que convertirán en cenizas su cuerpo. ¿Podrá la llama del corazón morir entre las llamas de la pira?

- No comprendo nada en absoluta - dijo la pequeña Gerda.
- Es mi cuento - respondió el lirio rojo.

¿ Qué le dijo la enredadera ?

- Al final del estrecho sendero que discurre por la montaña, se levanta una antigua mansión; una hiedra tupida crece por sus muros desgastados y rojizos, hasta el balcón al que se asoma una bellísima joven; se inclina sobre el balaustrada y dirige su mirada hacia el camino. Más lozana que la más bella de las rosas, más ligera que una flor de manzano llevada por el viento, al moverse, los pliegues de su vestido de seda parecen susurrar: ¿Cuándo llegará?
- ¿Te refieres a Kay? - Preguntó Gerda.
- Sólo te he contado mi sueño ... un cuento - respondió la enredadera.

¿ Que le dijo el narciso de las nieves ?

- Entre los árboles, colgada de una rama, hay una tabla suspendida de dos cuerdas y dos niñas se están columpiando en ella; sus vestidos son blancos como la nieve y de sus sombreros cuelgan cintas de seda verde que ondean al viento; el hermano mayor, de pie sobre el columpio, rodea las cuerdas con sus brazos para no caerse; en una mano sostiene una copa, en la otra, una caña para hacer pompas de jabón; el columpio se balancea y las pompas se elevan por el aire con bonitos colores irisados; la última está todavía en el extremo del tubo y se mece con el viento; el columpio se balancea. Un perrillo negro, ligero como las pompas, se levanta sobre sus patas traseras, queriendo subirse al columpio; se alza, cae, ladra, se enfada; las risas de unos niños, unas pompas que estallan en el aire... el balanceo de un columpio, una espuma que se rompe ... ¡Esta es mi canción!
- Es bonito lo que cuentas, pero tu tono es triste y para nada me hablas de Kay 
¿ Que le dijeron los jacintos ?

- Había una vez tres hermanas encantadoras, menudas y delicadas; el vestido de la primera era rojo, el de la segunda, azul, y el de la tercera, blanco; cogidas de la mano, bailaban a la luz de la luna junto al lago apacible. El ambiente estaba perfumado, las tres hermanas desaparecieron en el bosque, aumentó la fragancia del aire ... Tres féretros, en los que yacían las tres niñas, salieron de la espesura y se deslizaron por el lago rodeados de luciérnagas que volaban a su alrededor como pequeñas luciérnagas que volaban a su alrededor como pequeñas lamparillas aladas. ¿Duermen las bailarinas? ¿O acaso están muertas? El perfume de las flores nos cuenta que están muertas. La campana de la tarde repica por los muertos...
- Me pones muy triste - dijo la pequeña Gerda - Tu aroma es intenso. ¡Me haces pensar en las niñas muertas! ¡Ay! ¿Habrá muerto mi amigo Kay? Las rosas han estado bajo tierra y me aseguran que no.
- ¡Din! ¡Dan! - tañeron las campanas del recinto - No tocamos por el pequeño Kay, pues no lo conocemos. Sólo cantamos nuestra canción, la única que sabemos.

Gerda se volvió hacia el ranúnculo amarillo, que brillaba entre el verdor reluciente de las hojas.

- Eres como un pequeño y luminoso sol - le dijo Gerda- Dime, si lo sabes, dónde puedo encontrar a mi amigo.

El ranúnculo miró a Gerda y brilló con intensidad ¿Qué canción le cantaría el ranúnculo? Probablemente él tampoco le hablaría de Kay.

- El primer día de la primavera, el sol de Nuestro Señor lucía cálido en el cielo, acariciando con sus rayos las blancas paredes de una pequeña casita; muy cerca, florecían las primeras flores amarillas, cual oro luminoso al tibio resplandor del sol; la vieja abuela, sentada en su silla junto a la casa, esperaba la visita de su nieta, pobre y linda muchachita que trabajaba de criada; al llegar, la chiquilla abrazó a la abuela. Había oro, oro del corazón, en este beso bendecido. Oro en los labios, oro en el fondo del ser, oro en la hora del alba. Esta es mi pequeña historia - dijo el ranúnculo.
-¡Mi pobre y vieja abuela! - suspiró Gerda - Sí, sin duda está inquieta y apenada por mí, tanto como por el pequeño Kay. Pero volveré pronto, llevando a Kay conmigo ... Es inútil que interrogue a las flores, sólo conocen su propia canción, ¡No me dan ninguna pista!

Se recogió su falda para correr mejor y cuando saltaba por encima del narciso, éste le dio un golpecito en la pierna; Gerda se detuvo, miró la esbelta flor amarilla y preguntó:

- ¿Sabes tú algo, quizás ... ?

Se inclinó sobre el narciso y .. ¿Qué fue lo que le dijo?

- ¡Puedo verme a mí mismo! ¡Puedo verme a mí mismo! ¡Oh, oh, oh qué bien huelo! ... Allá arriba, en la buhardilla, a medio vestir, hay una pequeña bailarina; tan pronto se sostiene sobre una pierna, como lo hace sobre las dos, todo es pura fantasía; con el pie manda a paseo a todo el mundo y vierte el agua de la tetera sobre una pieza de tela: su corsé... La limpieza es una gran cualidad; el traje blanco está colgado en la percha; también lo ha lavado con té y después lo ha puesto a secar en el tejado; la bailarina se pone su vestido y, para resaltar su blancura, rodea su cuello con una toquilla de color amarilla azafrán. ¡La pierna en alto! ¡Ahí está, erguida sobre un sólo tallo! ¡Puedo verme a mí mismo! ¡Puedo verme a mí mismo!
- Todo eso me resulta indiferente - dijo Gerda -, no significa nada para mí.

Y salió corriendo, corriendo hacia el otro extremo del jardín.

La puerta estaba cerrada y tuvo que forzar el enmohecido picaporte, que cedió; se abrió la puerta y la pequeña Gerda, con sus pies descalzos, se lanzó de nuevo al vasto mundo. Tres veces se volvió para mirar hacia atrás, pero nadie la seguía; al rato, se cansó de correr, se sentó sobre una piedra, miró a su alrededor y comprobó que el verano había quedado atrás: era otoño avanzado; no había podido darse cuenta de ello en el jardín encantado de la vieja, donde siempre brillaba el sol y habían flores de todas las estaciones.

-¡Dios mío, cuánto tiempo he perdido! - Pensó Gerda - ¡Estamos ya en otoño! ¡No puedo perder tiempo descansando!- Y se levantó, dispuesta a reemprender su búsqueda. ¡Ah, qué cansados y doloridos estaban sus pies! ¡Y qué aspecto tan frío e ingrato tenía todo a su alrededor! Los sauces estaban amarillentos y la niebla humedecía sus hojas que, una tras otra, iban cayendo sobre el suelo; sólo el ciruelo silvestre conservaba sus frutos, tan ásperos que hacían rechinar los dientes. ¡Oh que triste y hosco parecía el vasto mundo!


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