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lunes, 17 de marzo de 2014

La reina de las nieves - Hans Christian Andersen - Capítulo VII - FINAL

Viene de "La reina de las nieves - Hans Christian Andersen - Capítulo VI"


SÉPTIMO EPISODIO
El castillo de la Reina de las Nieves y de lo que sucedió allí

Los muros del palacio estaban formados de polvo de nieve y las ventanas y puertas, de vientos glaciales; había más de cien salones, formados por remolinos de nieve, el mayor de los cuales medía varias leguas de largo; estaban iluminados por auroras boreales y eran inmensos, vacíos, gélidos y luminosos.

Nunca se celebró allí fiesta alguna, ni siquiera un sencillo baile en el que los osos pudieran danzar sobre sus patas traseras, haciendo gala de sus maneras distinguidas, al son de la música de los tempestuosos vientos polares; jamás tuvo lugar ninguna reunión en la que poder jugar y divertirse, ni siquiera una simple velada en la que las señoritas zorras blancas charlaran en torno a unas tazas de café, Los salones de la Reina de las Nieves eran desolados, grandes y fríos. Las auroras boreales aparecían y desaparecían con tanta exactitud que se podía preveer el momento en que su luz sería más intensa y aquel en que sería más tenue. En medio del inmenso y desnudo salón central había un lago helado; el hielo estaba roto en mil pedazos, pero cada uno de ellos era idéntico a los otros: una verdadera maravilla; en el centro del lago se sentaba la Reina de las Nieves cuando permanecía en palacio; pretendía reinar sobre el espejo de la razón, el mejor, el único de este mundo.

El pequeño Kay estaba amoratado por el frío, casi negro, aunque él no se daba cuenta de ello, pues el beso que le diera la Reina de las Nieves lo había insensibilizado para el frío y su corazón estaba, innecesario decirlo, igual que un témpano. Iba de un lado para otro cogiendo trozos de hielo planos y afilados que disponía de todas las formas posibles, con un propósito determinado; hacía lo mismo que nosotros cuando con pequeñas piezas de madera recortadas intentamos componer figuras. Kay también formaba figuras, y sumamente complicadas: era "el juego del hielo de la razón"; a sus ojos, estas figuras eran magníficas y su actividad tenía una enorme importancia; el fragmento de cristal que tenía en el ojo era la causa de todo; construía palabras con trozos de hielo, pero nunca conseguía formar la palara que hubiera deseado, la palabra Eternidad.

La Reina de las nieves le había dicho:

- Cuando logres formar esa palabra, serás tu propio dueño; te daré el mundo entero y un par de patines nuevos.

Pero, por más que lo intentaba, nunca lo conseguía.

- Voy a emprender un vuelo hacia los países cálidos - le dijo un dia la Reina de las Nieves - Echaré un vistazo a las marmitas negras - así llamaba ella a las montañas que escupen fuego, como el Etna y el Vesubio-. Las blanquearé un poco, eso le sentará bien a los limoneros y a las viñas.

La Reina de las Nieves emprendió el viaje y Kay quedó solo en aquel gélido y vacío salón de muchas leguas de largo; contemplaba los trozos de hielo, reflexionaba profundamente concentrándose al máximo en su juego; permanecía tan inmóvil y rígido que daba la impresión que hubiera muerto de frío.

Fue entonces cuando la pequeña Gerda entró en el palacio por su puerta principal, construida con vientos glaciales; pero Gerda recitó su oración de la tarde y los vientos se apaciguaron como si hubiesen querido dormir; se adentró por los grandes salones vacíos... y vio a Kay. Lo reconoció, le saltó al cuello, lo estrechó entre sus brazos y gritó:

- ¡Kay! ¡Mi querido Kay! ¡Por fin te encontré!

Pero Kay permaneció inmóvil, rígido y frío... y Gerda lloró y sus lágrimas cálidas cayeron sobre el pecho del muchacho llegando hasta su corazón y fundieron el bloque de hielo e hicieron salir de él el pedacito de cristal que allí se había alojado!

Kay la miró y ella cantó:

Las rosas en el valle crecen, el Niño Jesús les habla y ellas al viento se mecen.

Entonces también las lágrimas afloraron a los ojos de Kay y lloró tanto que el polvo de cristal que tenía en el ojo salió junto con las lágrimas; reconoció a Gerda y, lleno de alegría, exclamó:

- ¡Gerda! !Mi pequeña y dulce Gerda... ! ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? ¿y dónde he estado yo?

Y mirando a su alrededor dijo:

- ¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande y vacío está esto!

Estrechó entre sus brazos a Gerda, que reía y lloraba de alegría; su felicidad era tan grande que incluso los trozos de hielo se pusieron a bailar a su alrededor y cuando, fatigados, se detuvieron para descansar, formaron precisamente la palabra que al Reina de las Nieves había encargado a Kay que compusiera, la palabra Eternidad : era pues su propio dueño y ella debería darle el mundo entero y un par de patines nuevos.

Gerda besó las mejillas que recobraron su color rosado, lo besó en los ojos que brillaban como los suyos, besó sus manos y sus pies y se sintió fuerte y vigoroso.

La Reina de las Nieves podía venir cuando quisiera; Kay tenía su carta de libertad escrita en brillantes trozos de hielo.

Se cogieron de la mano y salieron del palacio; hablaron de la abuela y de los rosales que crecían en el tejado; los vientos habían amainado hasta desaparecer por completo y el sol brillaba en el cielo; cuando llegaron el arbusto de las bayas rojas, el reno los estaba esperando; junto a él había una joven hembra cuyas ubres estaban llenas de leche tibia que ofreció a los dos niños tras haberles dado un beso. Y los renos llevaron a Kay y a Gerda primero a casa de la finlandesa, donde se calentaron en la cabaña y proyectaron el viaje de vuelta, y después a casa de la lapona, que les había cosido trajes nuevos y les había preparado un trineo.

Los dos renos, saltando a su lado, los acompañaron hasta el límite del país, donde los tallos verdes empezaban a despuntar sobre la nieve; allí se despidieron de los renos y la mujer lapona.

- ¡Adiós! - se dijeron todos.

Se escuchaban ya los gorjeos de algunos pajarillos y el bosque comenzaba a reverdecer. De la espesura salió un magnífico caballo, al que Gerda reconoció de inmediato, pues era uno de los que había tirado de la carroza de oro; estaba montado por una jovencita con un gorro encarnado en la cabeza y que empuñaba una pistola en cada mano: era la hija del bandido, se había cansado de estar en su casa y había decidido marcharse; iría primero hacia el Norte y, si el Norte no le gustaba, continuaría más allá. Reconoció en seguida a Gerda y Gerda la reconoció a ella. Se llevaron una gran alegría.

- Es absurdo lo que has hecho - dijo a Kay la hija del bandido - Me pregunto si te mereces que te vayan buscando hasta el fin del mundo.

Gerda le golpeó cariñosamente la mejilla y le preguntó por el príncipe y la princesa.

- ¡Se han marchado al extranjero! - respondió la hija del bandido.
- ¿Y el cuervo? - preguntó Gerda.
- El cuervo murió. La esposa domesticada es ahora viuda y lleva en la pata una cinta de lana negra; gime lastimosamente ... pero todo eso son tonterías, cuéntame tu historia y como conseguiste encontrarlo.

Y Gerda y Kay relataron sus aventuras.

- ¡Y aquí acaba la historia! - dijo la hija del bandido.

Estrechó la mano de los dos niños y les prometió que si algún día pasaba por su ciudad se acercaría a visitarlos; después, partió con su caballo a recorrer el mundo y Kay y Gerda continuaron su camino, cogidos de la mano, en aquella deliciosa primavera más verde y más florida que nunca; las campanas de una iglesia repicaban a lo lejos; en seguida reconocieron las altas torres y la gran ciudad donde siempre habían vivido; se internaron por las calles y llegaron al portal de la casa de la abuela; subieron las escaleras y abrieron la puerta de la buhardilla; todo se encontraba en el mismo lugar que antes; el reloj de pared seguía pronunciando su "tic, tac" que acompañaba el girar de las agujas; en el momento de franquear la puerta, se dieron cuenta de que se habían convertido en personas mayores; los rosales, sobre el canalón, florecían tras la ventana abierta y allí estaban las dos sillitas; Kay y Gerda se sentaron cada uno en la suya, cogidos de la mano; habían olvidado, como si de un mal sueño se tratara, el vacío y gélido esplendor del palacio de la Reina de las Nieves. La abuela estaba sentada a la luz del sol de Dios y leía en voz alta un pasaje de la Biblia: "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos".

Kay y Gerda se miraron a los ojos y comprendieron de repente el antiguo salmo:

Las rosas en el valle crece, el Niño Jesús les habla y ellas al viento se mecen.

Allí estaban sentados los dos, ya mayores, pero niños al mismo tiempo, niños en su corazón. Era verano, un verano cálido y gozoso. 

FIN

 

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