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sábado, 20 de febrero de 2016

Yo, Robot - Isaac Asimov - 8 La prueba




8
La prueba

--Pero tampoco era esto -dijo Susan Calvin, pensativa-. ¡Oh!, por último, la nave y otras similares pasaron a ser propiedad del Gobierno; el Salto a través del hiperespacio fue perfeccionado, y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de estrellas cercanas, pero no es esto.

Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo de mi cigarrillo.

--Lo que realmente cuenta es lo que le ha ocurrido a la gente de la Tierra durante los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, mi joven amigo, acabábamos de salir de la última Guerra Mundial. Era un punto insignificante en la historia, pero fue el final del nacionalismo. La Tierra era demasiado pequeña para las naciones y empezaron a agruparse en Regiones. Tomó bastante tiempo. Cuando yo nací, los Estados Unidos de América eran todavía una nación y no una mera parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la corporación sigue siendo "United States Robots"... Y el cambio de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que equivale a la Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue obra también de nuestros robots.
--¿Se refiere usted a las Máquinas? -pregunté-. El Cerebro de que habla usted fue la primera de las Máquinas, ¿no?
 --Sí, pero no eran las Máquinas en lo que estaba pensando. Era más bien en un hombre. Murió el año pasado. -Su voz adquirió súbitamente un tono profundo de dolor-. O por lo menos se arregló para morir, porque sabía que no lo necesitábamos ya. Stephen Byerley.
--Sí, era quien yo suponía.
--Entró por primera vez en funciones en 2032. Usted no era más que un chiquillo, entonces, de manera que no puede usted recordar lo extraño que era. Su campaña para alcanzar la Alcaldía fue ciertamente la más extraña de la historia...

***

Francis Quinn era un político de la nueva escuela. Esto, desde luego, es una expresión sin sentido, como todas las expresiones de esta naturaleza. La mayoría de las "nuevas escuelas" que tenemos eran duplicadas de la vida social de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más sobre ellas, de la vida social de la antigua Sumeria y de las habitaciones lacustres de la Suiza prehistórica.

Pero, para salir de lo que promete ser un enojoso y complicado principio, es mejor dejar bien sentado que Quinn ni anduvo detrás de empleos ni mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas. Como Napoleón no apretó jamás un gatillo en Austerlitz.

Y como la política crea extrañas amistades, Alfred Lanning estaba sentado en el otro lado de la mesa con su feroz mirada y las blancas cejas fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica impaciencia.

Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le hubiera desagradado profundamente. Su voz era amistosa, quizá profesiomal, incluso.

--Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.
--He oído hablar de él. Como mucha gente.
--Sí, yo también. ?Piensa usted quizá votar por él en las próximas elecciones?
--No podría decirlo -respondió con una inconfundible acidez en el tono-. No he seguido la política, de manera que no estoy enterado de que aspire a ningún puesto.
--Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde luego, de momento no es más que un abogado, pero...
--Sí, ya he oído la frase otras veces -interrumpió Lanning-. Pero me pregunto si no podríamos tratar de los asuntos que nos ocupan.
--Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning -dijo Quinn en tono de perfecta corrección-. Tengo interés en Mr. Byerley siga en su cargo de "district attorney", y nada más, y es su interés ayudarme a conseguirlo.
--¿"Mi" interés? ¡Vamos!
--Bien, digamos el interés de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation. Me dirijo a usted como Director Honorario de Investigaciones, porque sé que su relación con las sociedades es, digamos, la de "estadista veterano". Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su relación con ellos no es lo íntima que era ni dispone usted de una considerable libertad de acción; aunque esta acción sea en cierto modo heterodoxa.

El doctor Lanning permaneció algunos momentos silencioso, como si estuviese dando vueltas a sus pensamientos. Más suavemente, dijo:
--No le sigo a usted en absoluto, Mr. Quinn.
--No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Me permite?... - Quinn encendió un delgado cigarrillo con un elegante encendedor y su demacrado rostro adquirió una cierta expresión de ironía-. Hemos hablado de Mr. Byerley, extraño e incoloro personaje. Hace tres años era un desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente el fiscal más inteligente que hemos conocido. Desgraciadamente no es amigo mío...
--Comprendo -dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.
--El año pasado tuve ocasión -prosiguió Quinn pausadamente- de hacer investigaciones agotadoras, acerca de Mr. Byerley. Es siempre útil, comprende usted, someter la vida pasada de los reformadores políticos a una minuciosa investigación. Su supiese usted cuán frecuentemente esto ayuda a... -Hizo una pausa para mirar sonriente esto ayuda a... -Hizo una pausa para mirar sonriente el fuego de su cigarrillo-. Pero el pasado de Byerley es insignificante. Una vida tranquila en un pueblecito, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de auto con una lenta convalecencia, su traslado a la metrópoli y su nombramiento de "attorney".

Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:

--Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable! ¡Nuestro "district attorney" no come!
--¿Cómo dice? -saltó Lanning con la viva sorpresa pintada en sus ojos, metidos por la edad.
--Nuestro "district attorney" no come -repitió marcando las sílabas-. Modificaré ligeramente mis palabras. No le han visto nunca comiendo ni bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el significado de la palabra? ¡No raramente... "nunca"!
--Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?
--Puedo confiar en mis investigadores y no lo considero en absoluto increíble. Más aún, nuestro "attorney" no ha sido nunca visto bebiendo, en el sentido acuático de la palabra, como en el alcohólico... ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo mi deber precisar.

Lanning se echó atrás en su asiento y entre los dos hombres reinó un silencio preñado de amenazas. Finalmente, el robotista movió la cabeza:

--No -dijo-. Acoplando sus declaraciones, sólo hay una posibilidad a la que podría usted hacer
referencia... y ésta es imposible.
--¡Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning!
--Si me dijese usted que es Satanás enmascarado tendría usted una remota probabilidad de que le creyese.
--Le digo a usted que es un robot, doctor Lanning.
--Y yo le digo a usted que es la suposición más absurda que he oído jamás.
--De todos modos -dijo Quinn, apagando su cigarrillo con minucioso cuidado-, tendrá usted que investigar esta imposibilidad con todos los recursos de que dispone la Corporación
--Me es imposible emprender esta tarea, Quinn. No va usted a sugerir que la Corporación tome parte en estas intrigas políticas...
--No tiene usted elección posible. Suponga que diese publicidad a los hechos sin pruebas. Las apariencias son suficientemente probatorias.
--Si le conviene así...
--No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y no le conviene a usted, tampoco, porque la publicidad sería muy perjudicial para su compañía. Está usted perfectamente enterado, supongo, de la estricta prohibición del empleo de robots en los mundos habitados...
--¡Ciertamente! -exclamó con brusquedad.
--Ya sabe usted que la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation es la única manufactura de robots positónicos. También sabe usted que los robots positónicos son arrendados, pero no vendidos; que la Corporación sigue siendo dueña y empresaria de cada robot, y es por ello responsable de todas sus acciones.
--Es una cosa muy fácil, Mr. Quinn, probar que la Corporación no ha fabricado jamás un robot de tipo humanoide.
--¿Puede hacerse? Es discutir meramente las posibilidades.
--Sí, puede hacerse.
--¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin examinar sus libros?
--El cerebro positónico, no. Hay demasiados factores afectados, y es susceptible de una minuciosa investigación gubernamental.
--Sí, pero los robots se desgastan, se estropean, quedan inútiles..., y son desguazados.
--Y los cerebros positónicos, empleados nuevamente o destruidos...
--¿De veras? -dijo Francis Quinn, permitiéndose una punta de sarcasmo-. ¿Y si uno de ellos no fuese, accidentalmente, desde luego, destruido..., y hubiese casualmente una estructura humanoide esperándolo...?
--¡Imposible!
--Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al público, de manera que no me lo pruebe usted ahora a mí.
--Pero... ¿cuál podría ser nuestro propósito? -preguntó Lanning, exasperado-. ¿Qué motivo podemos tener? Concédanos por lo menos un mínimo de sentido común...
--Mi querido doctor, escuche. La Corporación se consideraría muy feliz de tener el permiso de varias Regiones de usar el robot humanoide en los mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero el perjuicio causado al público por semejante práctica es demasiado grande. Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos, tenemos un eminente abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No compraría usted nuestros mayordomos robots?
--Completamente fantástico. De un humorismo que frisa con el ridículo.
--Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O prefiere usted probarlo en público?

La luz del despacho iba menguando, pero no había menguado lo suficiente en el rostro de Alfred Lanning. El dedo del robotista apretó lentamente un botón y la luz de las paredes iluminó la habitación, dándole nueva vida.

--Bien, entonces... -gruñó-, veamos.

El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía unos cuarenta años según la partida de nacimiento y cuarenta por su aspecto sano y bien nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de sinceridad y ahora se estaba riendo. Se reía fuertemente y continuamente, su risa se desvanecía por un instante..., y volvía a empezar.

Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y amarga reprobación. Hizo un leve gesto a la doctora sentada a su lado, pero ésta se limitó a avanzar ligeramente los labios. Byerley parecía irse calmando.

--Realmente, doctor Lanning..., realmente... ¡Yo..., un robot!
--No es una declaración mía -dijo Lanning, secamente-. Estoy encantado de considerarlo un miembro de la Humanidad. No habiéndolo confeccionado jamás nuestra Corporación, estoy convencido de que lo es usted..., en el sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista de que la afirmación de que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un hombre de un cierta solvencia moral...
--No pronuncie usted su nombre, si tiene que hacer desprender un grano de arena de su ética de granito, pero supongamos, por pura conveniencia de la discusión, que fuese Mr. Francis Quinn, y prosigamos.

Lanning produjo una especie de ronquido de ferocidad ante la interrupción e hizo una larga pausa antes de continuar.

--... Por un hombre de una cierta solvencia moral, sobre cuya identidad no me interesa hacer conjeturas, me veo obligado a rogarle que nos ayude a demostrar lo contrario. El mero hecho de que una tal declaración pudiera ser adelantada y publicada por los medios de que este hombre dispone, sería ya un mal golpe para la compañía que represento..., aunque la acusación no fuese jamás probada. ¿Me comprende¡
--¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La acusación es en sí ridícula. La posición en que usted se encuentra, no. Le pido perdón si mi risa lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía, no de lo segundo. ¿En qué forma puedo ayudarlo?
--Muy sencillamente. Basta con que se siente usted en un restaurante en presencia de testigos, coma y le saquen una fotografía. -Lanning se echó atrás en su silla; lo peor de la conversación había pasado ya. La doctora observaba a Byerley con expresión aparentemente absorta, pero no intervino para nada en la conversación.

Stephen Byerley captó su mirada y se volvió hacia Lanning. Durante algunos instantes jugueteó con el pisapapeles, que era el único objeto de su mesa.

--No creo poder complacerlos -dijo pausadamente-. Pero, espere, doctor Lanning -añadió, levantando una mano-. Me hago perfectamente cargo de que todo esto es sumamente desagradable para usted, de que ha sido inducido a ello contra su voluntad, y de que se da usted cuenta de que está desempeñando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este asunto está todavía más íntimamente ligado conmigo, de manera que sea tolerante. En primer lugar, ¿qué le hace a usted creer que Quinn..., ese hombre de una cierta responsabilidad moral, sabe usted..., no le ha engañado a fin de inducirle a hacer lo que está usted precisamente haciendo?
--Me parece muy improbable que una persona de reputación se pusiese en peligro de una forma tan ridícula, si no estuviese convencida de que pisaba terreno firme.

En los ojos de Byerley asomó un destello de humor.

--No conoce a Quinn. Conseguiría pisar terreno firme en la cresta de una montaña, donde no se aguantaría ni una cabra. Supongo que le mostró a usted los detalles de la investigación que dice haber hecho sobre mí.
--Lo suficiente para convencerme de lo molesto que sería ver a la corporación refutarlos, cuando puede usted hacerlo tan fácilmente.
--¿Entonces le cree usted cuando le dice que no como. ¿Es usted un científico, doctor Lanning? Piense con la lógica necesaria. No me han visto nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso? ¡Al fin y al cabo es eso!
--Está usted empleando argucias de abogado para hacer confusa la que en realidad es una situación muy clara.
--Al contrario, estoy tratando de poner en claro lo que entre Quinn y usted han complicado extraordinariamente. Duermo poco, ¿comprende usted?, y desde luego, no duermo en público. No me gusta comer con los demás, una idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica, pero que no hace daño a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor Lanning. Supongamos que tenemos un político interesado en derrotar a un candidato reformista a toda costa y mientras
investiga su vida privada se encuentra además que a fin de anular efectivamente esta candidatura, acude a su compañía como agente ideal. ¿Espera usted que vaya y le diga: "Fulano es un robot porque no come nunca con nadie ni le hemos visto dar cabezadas en medio de una causa y una vez que me asomé a su ventana, seguía allí sentado con un libro en la mano a altas horas de la noche, y miré su nevera y no había nada de comer en ella"¿ Si le hubiese dicho a usted esto hubiera mandado a por la camisa de fuerza. Pero en su lugar, le dice: "Nunca duerme nunca, no come nunca". Y lo impresionante de esta declaración lo ciega a usted hasta el punto de que no ve la vedad, es imposible de probar. Está jugando con usted, en sus manos, propalando el rumor.
--Prescindiendo ahora -empezó Lanning con amenazadora obstinación- de que considere usted este asunto serio o no, bastaría sólo la comida a que he hecho referencia para darlo por terminado.

Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que seguía mirándole inexpresivamente.

--Perdómene, no sé si he entendido bien su nombre... ¿Es Susan Calvin, verdad?
--Sí, Mr. Byerley.
--Es usted la psicóloga de la U.S. Robots, ¿verdad?
--"Robopsicóloga", por favor.
--¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots del hombre?
--Son mundos diferente. Los robots son esencialmente honrados -dijo con una sonrisa helada.
--Esto es un golpe fuerte -dijo el abogado con un poco de sorna-. Pero lo que quería decir era lo siguiente. Puesto que es usted psicólo... robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho usted algo en lo que el doctor Lanning no ha pensado.
--¡Ah!, ¿y qué es?
--Llevar algo de comer en el bolso

Un rápido destello apareció en los astutos ojos de Susan.

--Es usted sorprendente, Mr. Byerley -dijo.

Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Pausadamente, se la tendió. Después de la primera impresión de sorpresa, Lanning observaba cuidadosamente los gestos de las dos manos. Pausadamente, Stephen Byerley mordió la manzana y se tragó el pedazo

--¿Lo ve usted, doctor Lanning?

Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus cejas parecieron llenas de benevolencia. Un alivio que sólo sobrevivió un frágil segundo.

--Tenía curiosidad de ver si era capaz de comérsela -dijo Susan Calvin-, pero, desde luego, este caso no prueba nada.
--¿No? -preguntó Byerley con una mueca.
--Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuese un robot humanoide, sería perfecta imitación. Es casi demasiado humano para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y observando seres humanos toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que estuviese más cerca de nosotros. Tenía que ser perfecto. Observe la contextura de la piel, la calidad del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un robot, quisiera que lo hubiese fabricado la U.S.
Robots, porque es un buen trabajo. ¿Supone usted, pues, que quien es capaz de prestar atención a tales minucias descuidará algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer, dormir y eliminar? Para casos de urgencia solamente, quizá; como, por ejemplo, la situación que se está presentando aquí. De manera que una comida no prueba en realidad nada.
--Espere, espere -saltó Lanning-. No soy tan imbécil como parecen ustedes creer. No me interesa el problema de la humanidad o inhumanidad de Mr. Byerley. Me interesa sacar a la corporación del aprieto. Una comida en público terminaría el asunto y lo mantendría terminado dijese lo que dijese Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y robopsicólogos.
--Pero, doctor Lanning -dijo Byerley-, olvida usted el cariz político de la situación. Tengo tanto interés en ser elegido como Quinn de impedírmelo. A propósito, ¿se ha dado cuenta de que ha pronunciado su nombre? Ha sido un truco inocente mío; sabía que ocurriría así antes de que hubiésemos terminado.
--¿Qué tiene que ver con esto la elección? -preguntó Lanning, sonrojándose.
--La publicidad surte efecto en los dos sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene la desfachatez de hacerlo yo tengo la desfachatez de jugar el juego de esta forma.
--¿Quiere usted decir que...?
--Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo seguir adelante, elegir la cuerda, probar su resistencia, cortar la medida, hacer el nudo, meter la cabeza en él y hacer una mueca. Yo puedo hacer lo poco que falta.
--Muy confiado me parece usted...
--Dejémoslo, Alfred -dijo Susan Calvin poniéndose de pie-. No conseguiremos hacerle cambiar de manera de pensar sobre este punto.
--¿Lo ve usted? -dijo Byerley con una amable sonrisa-. También es usted una psicóloga humana...

Pero quizá notaba la confianza que el doctor Lanning había podido observar subsistía aún aquella noche cuando el auto de Byerley se colocó en la pista automática que llevaba al garaje subterráneo y cuando después atravesó la calle para dirigirse a su casa.

***

Una persona sentada en un sillón de ruedas levantó la vista y sonrió al oírlo entrar. El rostro de Byerley se iluminó, afectuoso. Se acercó a ella. La voz del inválido era un susurro estridente que salía de una boca torcida a un lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.

--Vienes tarde, Steve.
--Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una perturbación peculiar e interesante, hoy.
--¿Sí? -Ni el rostro destrozado ni la voz ronca podían tener expresión, pero en los ojos claros se pintaba la ansiedad-. ¿Nada que no puedas solucionar?
--No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu ayuda. Eres el más brillante de la familia. ¿Quieres
que te lleve fuera, al jardín? Hace una noche magnífica.

Dos potentes brazos levantaron a John del sillón de ruedas. Gentilmente, casi como una caricia, los brazos de Byerley sostenían al paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas. Cuidadosa y lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa construida ex profeso para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa

--¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve? Es una tontería.
--Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que objetar? Ya sabes que estás tan contento de salir de este chisme mecanizado por algún tiempo como yo de llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? -añadió depositando a John con infinito cuidado sobre la hierba fresca.
--¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocurrido!
--La campaña de Quinn se basará en su pretensión de que soy un robot.
--¿Cómo lo sabe? -exclamó John abriendo los ojos-. ¡Es imposible! ¡No puedo creerlo!
--Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos ases científicos de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation a discutir conmigo a mi despacho.

Las torpes manos de John arrancaban la hierba.

--Comprendo, comprendo...
--Pero no podemos permitir que elija su terreno -dijo Byerley-. Tengo una idea. Escúchame y dime si podemos llevarla a cabo...

***

La escena, tal como aparecía aquella noche en el despacho de Lanning, era una colección de miradas. Francis Quinn miraba meditabundo a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba furiosamente fija en Susan Calvin, quien, a su vez, miraba impasible a Quinn. Haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo, Quinn dijo:

--Va inventándolo todo a medida que lo hace.
--¿Va usted a jugar sobre esto, Mr. Quinn? -preguntó Susan indiferente.
--Pues... es su juego, en realidad
--Mire -dijo Lanning pretendiendo ocultar su pesimismo con la jactancia-, hemos hecho lo nos ha dicho. Hemos visto al hombre comer. Es ridículo pretender que sea un robot.
--¿Lo cree usted así? -lanzó Quinn en dirección a Susan-. Lanning ha dicho que era usted la técnica de la sociedad.
--Veamos, Susan... -dijo Lanning en tono casi amenazador.
--¿Por qué no la deja hablar, hombre? -interrumpió Quinn-. Lleva aquí media hora muda como un poste.

Lanning estaba positivamente extenuado. De lo que entonces sentía a un estado paranoico no había más que un paso.

--Muy bien, lo que tenga que decir, Susan -dijo-. No la interrumpimos.

Susan le dirigió una mirada inexpresiva y después fijó sus ojos en Quinn.

--Para probar definitivamente que Mr. Byerley es un robot no hay más que dos caminos. Hasta ahora sólo aportan ustedes indicios circunstanciales con los cuales pueden acusar, pero no probar..., y creo que Byerley es suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase de material. Probablemente piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no estarían aquí. Los dos métodos de prueba son el físico y el psicológico. Físicamente, se le puede disecar o utilizar los rayos X. Como conseguirlo, sería su problema. Psicológicamente, su conducta puede ser estudiada, porque si es un robot positónico tiene que conformarse a las tres Leyes de la Robótica. Un cerebro
positónico no puede ser construido sin ella. ¿Conoce usted las Leyes, señor Quinn?

Las citó lenta y cuidadosamente, destacando palabra por palabra el famoso y ostentoso título de la página primera del Manual de Robótica.

--He oído hablar de ellas. -dijo Quinn.
--Entonces, el caso es fácil. Si Mr. Byerley comete una infracción a una de estas leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento tiene sólo una dirección. Si se amolda a las leyes, el hecho no probaría ni una cosa ni otra.
--¿Por qué no, doctor? -preguntó Quinn.
--Porque, si se detiene usted a estudiarlas, verá que las tres Leyes de Robótica no son más que los principios esenciales de una gran cantidad de sistemas éticos del mundo. Todo ser humano se supone dotado de un instinto de conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo ser humano "bueno", siendo la consecuencia social del sentido de responsabilidad, deberá someterse a la autoridad constituida; obedecer a su doctor, a su Gobierno, a su psiquiatra, a su compañero; incluso si son un obstáculo a su comodidad y seguridad. Es la Segunda Ley del Robotismo. Todo ser humano "bueno", debe, además, amar a su prójimo como a sí mismo, arriesgar su vida para salvar a los demás. Esta es la Primera Ley de la Robótica. Para exponerlo claramente, si Byerley observa todas las reglas de robotismos, puede ser un robot, pero puede también ser simplemente una buena persona.
--Entonces -dijo Quinn- me está usted diciendo que no podrá jamás probar que sea un robot.
--Puedo quizá probar que "no" es un robot.
--No es ésta la prueba que quiero.
--Tendrá usted la prueba tal como exista. Es usted el único responsable de sus propios deseos.

La mente de Lanning se aferró en aquel momento a una idea.

--¿No se le ha ocurrido a nadie -gruñó- que la profesión de "district attorney" es una ocupación bastante extraña para un robot? Acusar a seres humanos... sentenciarlos a muerte..., irrogarles un daño considerable...
--No, no se saldrá usted nunca de esto por este camino -saltó Quinn impaciente-. El ser "district attorney" no lo hace humano. ¿No conoce usted su hoja de servicios? ¿No sabe usted que se jacta de no haber acusado nunca un inocente, de que hay cantidad de hombres que no han sido procesados porque las pruebas contra ellos no lo convencían, pese a que hubiera probablemente podido convencer al jurado de su culpabilidad y condenarlos a ser atomizados? Pues es así.
--No, Quinn, no -dijo Lanning temblándole las mejillas-. No hay en las Leyes Robóticas nada que permita juzgar de la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien debe decidir. "No puede hacer daño a un ser humano", ya sea de la variedad granuja, o de la variedad ángel.
--Alfred -intervino Susan Calvin, visiblemente cansada-, no diga tonterías. ¿Qué ocurre si un robot ve un loco que va a pegarle fuego a una casa llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?
--Desde luego.
--¿Y si la única manera de detenerlo fuese matarlo...?

Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue todo.

--La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le fuese posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot necesitaría un tratamiento psicoterápico porque podría fácilmente volverse loco ante el conflicto que se le había presentado: infringir la Primera Ley para observar la Primera Ley en un sentido del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un robot que lo habría matado.
--Bien, y ¿está Byerley acaso loco? -preguntó Lanning con todo el sarcasmo que pudo poner en su voz.
--No, pero tampoco ha matado personalmente a nadie. Ha expuesto hechos que demostraban que un hombre podía llegar a ser peligroso para la gran masa humana que llamamos sociedad. Protege la mayoría y de esta forma observa la Primera Ley en su máxima potencialidad. Hasta aquí es donde llega él. Es el juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez el jurado ha juzgado de su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Pero Byerley no ha hecho más que decidir la verdad y ayudar a los humanos. A decir verdad, señor Quinn, he estudiado la carrera de Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He observado que no ha pedido nunca la pena de muerte en sus conclusiones ante el jurado. He descubierto también que con frecuencia ha hablado en pro de la supresión de la pena capital y ha contribuido generosamente en las instituciones de investigación consagradas a la neurofisiología criminal. Al parecer cree más en la curación que en el castigo de los criminales. Considero esto muy significativo.
--¿De veras? -dijo Quinn-. ¿Significativo de cierto olor de robotismo, quizá?
--¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas lo mismo pueden proceder de un robot que de un ser humano honorable y decente. Pero... ¿comprende, usted, que lo que pasa es que no hay manera de diferenciar un robot de un ser humano bueno?

Quinn se echó atrás en la silla. Su voz temblaba de impaciencia.

--Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplicara perfectamente un ser humano y su apariencia, verdad?

Lanning permaneció reflexionando largo rato.

--Ha sido hecho experimentalmente por la U.S. Robots -dijo a su pesar- sin el aditamento del cerebro positónico, desde luego. Empleando óvulos humanos, y control hormonal se puede desarrollar carne y piel humanas sobre un esqueleto de plásticos porosos de sílice que desafiarían todo examen externo. Los ojos, el cabello, la piel, serían realmente humanos, no humanoides. Y si le añade usted un cerebro positónico y demás dispositivos interiores que pueda desear, tiene usted un robot humanoide.
--¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricarlo?
--Si dispusiera usted de todo su equipo -dijo Lanning después de haber reflexionado-, el cerebro, el esqueleto, el óvulo, las hormonas adecuadas y las radiaciones... digamos dos meses.
--En este caso veremos qué aspecto ofrecen la entrañas del señor Byerley -dijo Quinn agitándose en su silla-. Será una publicidad para la U.S. Robots..., pero le doy esta probabilidad.

Una vez hubieron quedado solos, Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin.

--¿Por qué insiste usted en...?

Pero Susan respondió secamente y con calor:

--¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión? No voy a mentir por usted. No se vuelva cobarde...
--¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro caen ruedas dentadas y mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
--No abrirá a Byerley -dijo Susan desdeñosa-. Byerley es tan inteligente como Quinn... por lo menos.

La noticia estalló en la ciudad una semana antes de que Byerley tuviese que ser elegido. "Estalló" es una palabra mal empleada. Se arrastró, se filtró, serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn acentuaba su presión en los centros accesibles, las risas aumentaban, un elemento de vaga incertidumbre intervenía y la gente comenzaba a dudar.

La misma convención adoptaba una actitud de semental indómito. Hasta entonces no había habido rival a la vista. Una semana antes no cabía otro nombramiento que el de Byerley. Ni siquiera entonces había substituto. Tenían que nombrarlo, pero reinaba la confusión. La situación no hubiera sido tan grave si el individuo no se viese hecho jirones entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional locura, si era falsa.

Al día siguiente de la designación de Byerley como candidato, un periódico publicó el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, "la mundialmente famosa técnica en robopsicología y positones".

El efecto que produjo podría calificarse sucintamente de infernal.

Era lo que los Fundamentalistas estaban esperando. No eran un partido político; no pretendían practicar ninguna religión. Eran esencialmente los que no se habían adaptado a lo que en otro tiempo se llamó la Edad Atómica, en los días en que el tomo era una novedad. En realidad, eran hombres sencillos que aspiraban a una vida que a los que vivían no les parecía probablemente tan sencilla, y habían sido, por consiguiente, hombres sencillos a su vez.

Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo motivo para detestar los robots y los que los manufacturaban; pero un nuevo motivo, como la acusación de Quinn y el análisis de Susan Calvin, eran suficientes para exteriorizar esta aversión.

Los vastos talleres de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation eran una colmena de guardias armados. Se preparaban para la guerra.

En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba llena de policías. La campaña política, desde luego, perdió todo otro punto de vista y parecía una campaña sólo porque era algo que llenaba el intervalo entre designación y elección.

 Stephen Byerley no permitió el agitado hombrecillo que lo distrajese. Permaneció impávido entre los uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la casa, más allá de la hilera de guardias, esperaban fotógrafos y periodistas, de acuerdo con las tradiciones de su casta. Una instalación de televisión enfocaba la entrada de la modesta residencia del fiscal, mientras un sintético y excitado locutor emitía ampulosos comentarios.

El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una hoja de papel.

--Esto, Sr. Byerley, es el mandato judicial autorizándome a registrar la casa en busca de la presencia ilegal de... hombres mecánicos o robot e cualquier especie.

Byerley se incorporó y cogió la hoja de papel. La miró indiferente y la devolvió con una sonrisa.

--Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber. Señorita Hoppen -dijo, dirigiéndose a su ama de llaves que aparecía perpleja a la puerta de la habitación-, tenga la bondad de acompañarnos y ayúdenlos en lo que pueda.

El hombrecillo agitado, cuyo nombre era Harroway, vaciló, se sonrió visiblemente, fracasó en su intento de captar la mirada de Byerley y, dirigiéndose a los dos policías, murmuró:

--Vamos...

A los diez minutos regresaba.

--¿Han terminado? -preguntó Byerley en el tono la persona a quien no interesa el asunto ni le importa la contestación.

Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento por hablar con su voz de falsete y de nuevo empezó embarazado:

--Mire usted, Sr. Byerley, nuestras instrucciones eran de registrar la casa de arriba abajo.
--¿Y no lo han hecho?
--Nos han dicho exactamente lo que teníamos que buscar.
--¿Y bien?
--En una palabra, Sr. Byerley, sin querer herir sus susceptibilidades, nos han dado orden de registrarlo a usted.
--¿A mí? -preguntó el fiscal, ensanchando su sonrisa-. ¿Y cómo tiene usted intención de hacerlo?
--Tenemos un aparato Penet de penetración...
--¿Entonces, me van ustedes a hacer una fotografía en rayos X, verdad? ¿Tiene usted autorización?
--Ya ha visto usted la autorización del juez...
--¿Puedo verlo de nuevo?

Harroway, con un brillo en la frente que no era sólo de entusiasmo, se lo dio otra vez.

--Veo aquí la descripción de lo que tiene usted que registrar -dijo Byerley tranquilamente-. Leo: "La casa situada en 355 Willow Grove, Evenstron, perteneciente a Stephen Allen Byerley, así como el garage, almacén u otras construcciones y edificios de su propiedad, así como los terrenos adyacentes...", etc. En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada respecto a registrar mi interior. No formo parte del alojamiento. Puede usted registrar mis ropas, si cree que llevo un robot oculto en el bolsillo.

A Harroway no le cabía la menor duda acerca de la persona a quien debía aquella misión. No pensaba, sin embargo, quedarse atrás una vez le habían dado la ocasión de ganarse un ascenso y... una mejor paga.

--Mire, Sr. Byerley. Tengo autorización para registrar los muebles y la casa y todo lo que encuentre dentro de ella. ¿Está usted en ella, no?
--Una observación verdaderamente notable. Estoy en ellas, en efecto. Pero no soy ningún mueble. Como ciudadano en pleno uso de mis facultades -poseo el certificado del psiquiatra que lo prueba- tengo ciertos derechos que me son conferidos por los Artículos Regionales. Registrarme a mí constituiría una violación de mis derechos civiles. Este papel no es suficiente.
--Seguro, pero si es usted un robot, no tiene usted derechos civiles.
--Exacto, pero este papel no es suficiente. Me reconoce implícitamente como un ser humano.
--¿Dónde?
--Donde dice "la casa perteneciente a fulano...". Un robot no puede ser propietario. Y puede usted decirle a su jefe, Sr. Harroway, que si intenta dictar otro documento que no me reconozca implícitamente como un ser humano, se encontrará inmediatamente ante un requerimiento judicial y una demanda civil obligándole a "demostrar" que soy un robot basándose en los hechos que tiene
"actualmente" en su posesión, o bien a pagar una indemnización por haber intentado privarme ilegalmente de mis derechos regionales. ¿Se lo dirá usted, verdad?

Harroway se dirigió hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.

--Es usted un abogado astuto. -Con la mano en el bolsillo permaneció un momento de pie. Después se marchó, sonrió delante de la placa de televisión que seguía funcionando, hizo un signo a los periodistas y les gritó-: Mañana tendremos algo para vosotros, muchachos. No es broma...

Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto mecanismo que llevaba en el bolsillo y lo examinó cuidadosamente. Era la primera vez que había tomado una fotografía por rayos X de reflexión. Esperaba haberlo hecho correctamente.

Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca solos frente a frente. Pero el fonovisor se parecía mucho a ello. De hecho, aceptándolo literalmente, quizá la frase era apropiada, aun cuando para cada uno de ellos, el otro no fuese más que el dibujo luminoso y oscuro alternativamente de una superficie de fotocélulas. Era Quinn quien había hecho la llamada. Era Quinn quien habló el primero, y sin particular ceremonia.

--He pensado que le interesaría saber, Byerley, que tengo intención de dar publicidad a la noticia de que usa usted una coraza protectora contra la radiopenetración.
--¿De veras? En este caso debe usted haberlo hecho público ya. Tengo la vaga idea de que nuestros emprendedores representantes de la prensa han interceptado mis líneas telefónicas durante bastante tiempo. Sé que tienen las líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la razón por la cual he estado en casa las últimas semanas.

Byerley hablaba en tono amistoso, casi familiar.

--Esta llamada está protegida, de todos modos -dijo Quinn apretando los labios-. La hago con un cierto riesgo personal.
--Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted detrás de esta campaña: Por lo menos, nadie lo sabe oficialmente. Pero nadie deja de saberlo oficiosamente. No me importa. ¿Con que empleo una coraza protectora? Supongo que lo descubrió usted cuando el otro día su esbirro dio demasiada exposición a la fotografía de penetración Penet.
--Debe usted darse cuenta, Byerley, de que todo el mundo ve claramente que no se atreve usted a someterse a un análisis por rayos X.
--Tan claramente como que usted y sus hombres menospreciaron mis derechos civiles.
--Eso no les importa un comino.
--Es posible. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas, ¿no crees? Usted se preocupa muy poco de los derechos individuales del ciudadano. Yo me preocupo mucho. No quiero someterme a los rayos X porque quiero mantener mis derechos por una cuestión de principios. De la misma manera que mantendré los de los demás, una vez elegido.
--Eso será el principio de un interesante discurso, pero nadie le creerá. Demasiado ampuloso para ser verdad. Otra cosa... -añadió con un súbito tono crispado en la voz-, el personal de su casa no estaba completo, la otra noche.
--¿En qué sentido? --Según el informe -dijo, agitando unos papeles dentro del campo de visión de la placa visual-, faltaba una persona..., un paralítico.
--Como lo dice usted -dijo Byerley sin entonación-, un paralítico. Mi viejo profesor, que vive conmigo y está ahora en el campo... desde hace dos meses. Un "muy necesario reposo" es la frase corriente en estos casos. ¿Le da usted permiso?
--¿Su profesor? ¿Una especie de científico?
--Antiguamente abogado... antes de que fuese paralítico. Tiene el título del Gobierno de investigador biofísico, con laboratorio propio y una descripción completa del trabajo que realiza, apoyado por las más insignes autoridades y de las cuales puede darle referencia. Es un trabajo sin trascendencia, pero es una ocupación inofensiva y entretenida para un pobre... inválido. Lo ayudo tanto como puedo, ¿comprende?
--Comprendo. ¿Y qué sabe este... profesor... sobre la manufactura de los robots?
--No puedo juzgar de la profundidad de sus conocimientos en un terreno con el que no estoy familiarizado.
--¿No tendría acceso a los cerebros positónicos?
--Pregúnteselo a sus amigos de la U.S. Robots. Ellos deben saberlo.
--Vamos a hablar claro. Byerley. Su profesor inválido es el verdadero Stephen Byerley. Usted es su creación robótica. Podemos comprobarlo. Fue él quien sufrió un accidente de automóvil, no usted. Habrá maneras de comprobar los informes.
--¿De veras? ¡Hágalo, pues! ¡Mis mejores deseos!
--Y podemos registrar la casa llamada "de campo" de su así llamado profesor y ver qué encontramos en ella.
--Pues... no lo sé, Quinn. Desgraciadamente para usted, mi así llamado profesor es un inválido. Su casa de campo es su lagar de reposo. En estas circunstancias, sus derechos como ciudadano responsable son todavía más fuertes. No conseguirá usted una orden de registro de su casa sin demostrar una causa justificada. Sin embargo, seré el último en intentar impedirle que lo intente.

Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se echó adelante, haciendo desbordar los límites de su rostro de la placa de visión, de manera que las líneas de su frente aparecieron con toda claridad.

--Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No pude usted ser elegido.
--¿No?
--¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el hecho de no hacer el menor intento de probar la falsedad de la acusación de que es un robot, cuando podría hacerlo fácilmente con sólo infringir una de las tres leyes, no surte más efecto que convencer a la gente de que es usted un robot?
--Lo único que veo es que, de letrado vagamente conocido, pero siempre como un oscuro abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen agente de propaganda.
--Pero es usted un robot.
--Eso dicen, pero no lo prueban.
--Está suficientemente probado para la elección.
--Entonces descanse..., han ganado
--Buenas tardes -dijo Quinn, con el primer tono de maldad en la voz, mientras cerraba el visifono.
--Buenas tardes -respondió Byerley, imperturbable, inclinándose ante la pantalla oscura.

Byerley volvió a traer a su casa a su "profesor" la semana antes de la elección. El vehículo aéreo aterrizó rápidamente en una parte oscura de la ciudad.

--No te muevas de aquí hasta después de la elección. -le dijo Byerley-. Será mejor que estés al margen si las cosas se pusieran feas.

La ronca voz que salió pausadamente de la torcida boca de John tenía acentos de preocupación.

--¿Hay peligro de violencia?
--Los Fundamentalistas amenazan con ella, de manera que supongo la hay, en sentido teórico. Pero en realidad espero que no. No tienen un poder real. No son más que el continuo factor irritante que al cabo de cierto tiempo puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No quisiera tenerme que preocupar por ti...
--¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo irá bien?
--Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado, allí?
--Nadie.
--¿Y por tu parte, todo fue bien?
--Bastante bien. No habrá dificultades por este lado.
--Entonces, ten cuidado y observa el televisor mañana, John -añadió Byerley, estrechando la contorsionada mano que tenía en las suya.

La frente de Lenton era una colección de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco agradable cargo de agente de la campaña electoral de Byerley, una compaña que no era una campaña, por cuenta de una persona que se negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.

--¡No puedes! -Era su frase favorita. Había llegado a ser su única frase-. ¡Te digo, Steve, que no puedes!

Se detuvo delante del fiscal, que estaba entretenido hojeando el texto de su discurso.

--Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido organizada por los Fundamentalistas. No tendrás auditorio. Lo más fácil es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué dificultad hay en una grabación, una grabación visual?
--¿Quieres que gane la elección, no?
--¡Ganar la elección!¡No vas a ganar, Steve! Estoy tratando de salvarte la vida.
--¡Oh, no estoy en peligro!
--¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro! -exclamó Lenton produciendo un sonido áspero con la garganta-. ¿Vas a salir a este balcón delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles entender la razón... a un balcón, como un dictador medieval?
--Dentro de unos cinco minutos -dijo Byerley, después de haber consultado su reloj-, en cuanto estén libres las líneas de televisión.

La respuesta de Lenton no es traducible.

La muchedumbre llenaba una zona apartada de la ciudad. Los árboles y las casas parecían crecer en medio de la masa humana. Y más allá, el resto del mundo observaba. Era una elección puramente local, pero a pesar de esto, tenía un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía. Pero no había de qué sonreír, en cuanto a la muchedumbre. Había banderas y letreros, injuriando y atacando en todas las formas posibles su supuesto robotismo. La hostilidad de aquella actitud iba creciendo en la atmósfera de una manera tangible.

Desde el principio, el discurso fue un fracaso. Competía con los aullidos de la muchedumbre y los rítmicos gritos de los grupos de Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud. Byerley hablaba lentamente, sin emoción Dentro, Lenton se mesaba el cabello, gruñía... y esperaba que corriese la sangre.

Se produjo un movimiento arremolinado en las primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso, con los ojos salientes y ropas demasiado cortas para sus alargados miembros, se abría paso hacia adelante. Un policía se precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley lo apartó con un gesto.

El hombre delgado estaba debajo mismo del balcón. Sus palabras se perdían entre el ruido, sin ser oídas, Byerley se inclinó sobre la barandilla.

--¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta justificada, la contestaré. -Se volvió hacia uno de los guardias-. Haz subir a este hombre.

Hubo una gran expectación entre la muchedumbre. Gritos de: "¡Callarse!" estallaron en varios sitios y el clamor se fue desvaneciendo. El hombre delgado, de rostro escarlata, estaba delante de Byerley.

--¿Tiene alguna pregunta que hacer?

El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz estridente, dijo:

--¡Pégame!

Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo el mentón.

--¡Pégame! Dices que no eres un robot. ¡Pruébalo! ¡No puedes pegar a un ser humano... monstruo!

Hubo un profundo silencio de expectación. La voz de Byerley dijo:

--No tengo ningún motivo para pegarte.
--¡No puedes pegarme! -gritó el hombre-. ¡No quieres pegarme! ¡No eres humano! ¡Eres un monstruo! ¡Un falso hombre!

Y entonces Stephen Byerley apretando los labios, delante de los miles de personas que lo veían personalmente y los otros miles que lo seguían en las pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre en la barbilla. El retador se desplomó, sin otra expresión que la de una profunda sorpresa.

--Lo siento -dijo Byerley-. Llevároslo y ved que sea bien tratado. Quiero hablar con él cuando haya terminado.

Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su sitio reservado, se dirigió a su automóvil y se dispuso a arrancar, sólo un reportero había vuelto suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras ella y
dirigirle una pregunta que no fue oída.

--¡Es humano¡ -gritó Susan Calvin volviendo la cabeza.

Fue suficiente. El reportero dio media vuelta y echó a correr. El resto del discurso pudo calificarse de "pronunciado , pero no oído". La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron a reunirse una semana después de haber prestado el segundo juramento como alcalde. Era ya tarde, más de
medianoche.

--No parece usted cansado -dijo la doctora.
--Puedo aguantar todavía -dijo el recién elegido-. No se lo diga a Quinn.
--No se lo diré. Pero puesto que menciona usted su nombre, era interesante la historia de Quinn. Es una lástima haberla estropeado. Supongo que conoce usted su teoría...
--Parte de ella.
--Es altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un elocuente orador, un gran idealista... y con un cierto olfato para la biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, Sr. Byerley?
--Sólo bajo el aspecto legal.
--Este era Stephen Byerley. Pero ocurrió un accidente. La mujer de Byerley murió; lo que le ocurrió a él fue peor todavía. Se quedó sin piernas, sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó alterada. No se sometió a la cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su carrera legal..., sólo le quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra forma consiguió obtener un cerebro positónico, incluso uno complejo, dotado de una gran capacidad de formular juicio sobre problemas éticos, que es la
más alta función robótica hasta ahora desarrollada. Formó un cuerpo a su alrededor. Lo entrenó a ser todo lo que hubiera sido y no podía ser ya. Lo mandó al mundo como Stephen Byerley, permaneciendo él como el viejo paralítico profesor que jamás nadie ha visto...
--Desgraciadamente -dijo el electo - estropeé todo esto por haber pegado a aquel hombre. Los periódicos dicen que el veredicto oficial que dio usted en aquella ocasión fue el de que era humano.
--¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo ser casual...
--No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo. Mis hombres comenzaron a propalar la versión de que no había pegado nunca a un hombre, que era incapaz de pegar a un hombre; de que no hacerlo bajo la provocación sería la prueba fehaciente de que era un robot. Y entonces arreglé aquel estúpido discurso en público, con toda clase de publicidad, y, casi inevitablemente, hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un burdo truco. Un truco en el que la atmósfera artificial que se ha creado lo hace todo. Desde luego, los efectos emotivos hicieron mi elección segura, tal como
estaba previsto.
--Veo que invade usted mi campo -dijo la doctora en robopsicología-, como corresponde a todo político, supongo. Pero siento mucho que haya ocurrido así. Me gustan los robots. Me gustan mucho más que los seres humanos. Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo que haríamos un gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería incapaz de dañar un ser humano, incapaz de tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicio. Y una vez hubiese servido durante un periodo prudencial, dimitiría, aunque fuese inmoral, porque sería incapaz de perjudicar a los seres
humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados por un robot. Sería el ideal.
--Salvo que un robot puede fallar, debido a la inherente inadaptación de su cerebro. El cerebro positónico no tiene nunca la complejidad del cerebro humano.
--Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.

Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.

--¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
--Sonrió porque Quinn no pensó en todo.
--¿Quiere usted decir que esta historia hubiera podido ir más lejos?
--Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, aquel Stephen Byerley de que habla
señor Quinn, aquel hombre destrozado, estaba en el campo por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo para su famoso discurso. Y después de todo, lo que aquel viejo parlítico hizo una vez podía hacerlo dos, particularmente siendo la segunda mucho más fácil, comparada con la primera.
--No acabo de entenderlo...

La doctora Calvin se levantó y se alisó el traje. Se disponía, evidentemente a marcharse.

--Quiero decir que hay sólo un caso en el que un robot puede pegar a un ser humano sin quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.
--¿Y es...?

Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente dijo:

--Cuando el ser humano a quien debe pegar es otro robot.

Su rostros se iluminó con una ancha sonrisa.

--Adiós, Sr. Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años... como organizador.
--Tengo que responder que me parece una idea un poco remota... -dijo él, sonriendo, mientras se cerraba la puerta detrás de Susan Calvin.


Me quedé mirándola con una especie de horro.

--¿Es verdad eso?
--Enteramente.
--¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?
--No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo era. Pero cuando decidió morir, se atomizó a sí mismo, de manera que no hubo nunca la prueba legal. Por otra parte..., ¿qué mas da?
--Pues...
--Guarda usted un prejuicio contra los robots, completamente irrazonable. Fue un excelente alcalde. Cinco años después fue elegido Organizador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó su Federación en 2044, fue nombrado Primer Organizador. Pero por aquel tiempo eran las máquinas las que gobernaban al mundo...
--Sí, pero...
--¡Nada de "peros"! Las Máquinas son robots y gobiernan al mundo. Hace sólo cinco años que descubrí toda la verdad. Era en 2052; Byerley ejercía su segundo período como Organizador mundial...




Continúa leyendo esta historia en Yo, Robot - Isaac Asimov - 9 El conflicto inevitable (FINAL)





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