Viene de Yo, Robot - Isaac Asimov - 7 La Fuga
8
La prueba
--Pero tampoco era esto -dijo Susan Calvin,
pensativa-. ¡Oh!, por último, la nave y otras similares pasaron a ser propiedad
del Gobierno; el Salto a través del hiperespacio fue perfeccionado, y ahora
tenemos colonias humanas en los planetas de estrellas cercanas, pero no es
esto.
Yo había terminado de comer y la miraba a través
del humo de mi cigarrillo.
--Lo que realmente cuenta es lo que le ha ocurrido
a la gente de la Tierra durante los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, mi
joven amigo, acabábamos de salir de la última Guerra Mundial. Era un punto
insignificante en la historia, pero fue el final del nacionalismo. La Tierra
era demasiado pequeña para las naciones y empezaron a agruparse en Regiones. Tomó
bastante tiempo. Cuando yo nací, los Estados Unidos de América eran todavía una
nación y no una mera parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la
corporación sigue siendo "United States Robots"... Y el cambio de
naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que
equivale a la Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue
obra también de nuestros robots.
--¿Se refiere usted a las Máquinas? -pregunté-. El
Cerebro de que habla usted fue la primera de las Máquinas, ¿no?
--Sí, pero
no eran las Máquinas en lo que estaba pensando. Era más bien en un hombre.
Murió el año pasado. -Su voz adquirió súbitamente un tono profundo de dolor-. O
por lo menos se arregló para morir, porque sabía que no lo necesitábamos ya.
Stephen Byerley.
--Sí, era quien yo suponía.
--Entró por primera vez en funciones en 2032. Usted
no era más que un chiquillo, entonces, de manera que no puede usted recordar lo
extraño que era. Su campaña para alcanzar la Alcaldía fue ciertamente la más
extraña de la historia...
***
Francis Quinn era un político de la nueva escuela.
Esto, desde luego, es una expresión sin sentido, como todas las expresiones de
esta naturaleza. La mayoría de las "nuevas escuelas" que tenemos eran
duplicadas de la vida social de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más
sobre ellas, de la vida social de la antigua Sumeria y de las habitaciones
lacustres de la Suiza prehistórica.
Pero, para salir de lo que promete ser un enojoso y
complicado principio, es mejor dejar bien sentado que Quinn ni anduvo detrás de
empleos ni mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas. Como Napoleón no
apretó jamás un gatillo en Austerlitz.
Y como la política crea extrañas amistades, Alfred
Lanning estaba sentado en el otro lado de la mesa con su feroz mirada y las
blancas cejas fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica impaciencia.
Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le
hubiera desagradado profundamente. Su voz era amistosa, quizá profesiomal,
incluso.
--Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor
Lanning.
--He oído hablar de él. Como mucha gente.
--Sí, yo también. ?Piensa usted quizá votar por él
en las próximas elecciones?
--No podría decirlo -respondió con una
inconfundible acidez en el tono-. No he seguido la política, de manera que no
estoy enterado de que aspire a ningún puesto.
--Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde luego,
de momento no es más que un abogado, pero...
--Sí, ya he oído la frase otras veces -interrumpió
Lanning-. Pero me pregunto si no podríamos tratar de los asuntos que nos
ocupan.
--Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning
-dijo Quinn en tono de perfecta corrección-. Tengo interés en Mr. Byerley siga
en su cargo de "district attorney", y nada más, y es su interés
ayudarme a conseguirlo.
--¿"Mi" interés? ¡Vamos!
--Bien, digamos el interés de la U.S. Robots /
Mechanical Men Corporation. Me dirijo a usted como Director Honorario de
Investigaciones, porque sé que su relación con las sociedades es, digamos, la
de "estadista veterano". Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su
relación con ellos no es lo íntima que era ni dispone usted de una considerable
libertad de acción; aunque esta acción sea en cierto modo heterodoxa.
El doctor Lanning permaneció algunos momentos
silencioso, como si estuviese dando vueltas a sus pensamientos. Más suavemente,
dijo:
--No le sigo a usted en absoluto, Mr. Quinn.
--No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy
sencillo. ¿Me permite?... - Quinn encendió un delgado cigarrillo con un elegante
encendedor y su demacrado rostro adquirió una cierta expresión de ironía-. Hemos
hablado de Mr. Byerley, extraño e incoloro personaje. Hace tres años era un desconocido.
Ahora es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente el fiscal más
inteligente que hemos conocido. Desgraciadamente no es amigo mío...
--Comprendo -dijo Lanning mecánicamente, mirándose
las uñas.
--El año pasado tuve ocasión -prosiguió Quinn
pausadamente- de hacer investigaciones agotadoras, acerca de Mr. Byerley. Es
siempre útil, comprende usted, someter la vida pasada de los reformadores
políticos a una minuciosa investigación. Su supiese usted cuán frecuentemente
esto ayuda a... -Hizo una pausa para mirar sonriente esto ayuda a... -Hizo una
pausa para mirar sonriente el fuego de su cigarrillo-. Pero el pasado de Byerley
es insignificante. Una vida tranquila en un pueblecito, una educación
universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de auto con una lenta
convalecencia, su traslado a la metrópoli y su nombramiento de
"attorney".
Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:
--Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable! ¡Nuestro
"district attorney" no come!
--¿Cómo dice? -saltó Lanning con la viva sorpresa
pintada en sus ojos, metidos por la edad.
--Nuestro "district attorney" no come
-repitió marcando las sílabas-. Modificaré ligeramente mis palabras. No le han
visto nunca comiendo ni bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el significado de la
palabra? ¡No raramente... "nunca"!
--Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en
sus investigadores?
--Puedo confiar en mis investigadores y no lo
considero en absoluto increíble. Más aún, nuestro "attorney" no ha
sido nunca visto bebiendo, en el sentido acuático de la palabra, como en el
alcohólico... ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo mi deber precisar.
Lanning se echó atrás en su asiento y entre los dos
hombres reinó un silencio preñado de amenazas. Finalmente, el robotista movió
la cabeza:
--No -dijo-. Acoplando sus declaraciones, sólo hay
una posibilidad a la que podría usted hacer
referencia... y ésta es imposible.
--¡Pero el hombre es completamente inhumano, doctor
Lanning!
--Si me dijese usted que es Satanás enmascarado
tendría usted una remota probabilidad de que le creyese.
--Le digo a usted que es un robot, doctor Lanning.
--Y yo le digo a usted que es la suposición más
absurda que he oído jamás.
--De todos modos -dijo Quinn, apagando su
cigarrillo con minucioso cuidado-, tendrá usted que investigar esta
imposibilidad con todos los recursos de que dispone la Corporación
--Me es imposible emprender esta tarea, Quinn. No
va usted a sugerir que la Corporación tome parte en estas intrigas políticas...
--No tiene usted elección posible. Suponga que
diese publicidad a los hechos sin pruebas. Las apariencias son suficientemente
probatorias.
--Si le conviene así...
--No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y
no le conviene a usted, tampoco, porque la publicidad sería muy perjudicial
para su compañía. Está usted perfectamente enterado, supongo, de la estricta
prohibición del empleo de robots en los mundos habitados...
--¡Ciertamente! -exclamó con brusquedad.
--Ya sabe usted que la U.S. Robots / Mechanical Men
Corporation es la única manufactura de robots positónicos. También sabe usted
que los robots positónicos son arrendados, pero no vendidos; que la Corporación
sigue siendo dueña y empresaria de cada robot, y es por ello responsable de
todas sus acciones.
--Es una cosa muy fácil, Mr. Quinn, probar que la
Corporación no ha fabricado jamás un robot de tipo humanoide.
--¿Puede hacerse? Es discutir meramente las
posibilidades.
--Sí, puede hacerse.
--¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin examinar
sus libros?
--El cerebro positónico, no. Hay demasiados
factores afectados, y es susceptible de una minuciosa investigación
gubernamental.
--Sí, pero los robots se desgastan, se estropean,
quedan inútiles..., y son desguazados.
--Y los cerebros positónicos, empleados nuevamente
o destruidos...
--¿De veras? -dijo Francis Quinn, permitiéndose una
punta de sarcasmo-. ¿Y si uno de ellos no fuese, accidentalmente, desde luego,
destruido..., y hubiese casualmente una estructura humanoide esperándolo...?
--¡Imposible!
--Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al
público, de manera que no me lo pruebe usted ahora a mí.
--Pero... ¿cuál podría ser nuestro propósito?
-preguntó Lanning, exasperado-. ¿Qué motivo podemos tener? Concédanos por lo
menos un mínimo de sentido común...
--Mi querido doctor, escuche. La Corporación se
consideraría muy feliz de tener el permiso de varias Regiones de usar el robot
humanoide en los mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero el
perjuicio causado al público por semejante práctica es demasiado grande.
Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos, tenemos
un eminente abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No compraría usted
nuestros mayordomos robots?
--Completamente fantástico. De un humorismo que
frisa con el ridículo.
--Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O prefiere
usted probarlo en público?
La luz del despacho iba menguando, pero no había
menguado lo suficiente en el rostro de Alfred Lanning. El dedo del robotista
apretó lentamente un botón y la luz de las paredes iluminó la habitación, dándole
nueva vida.
--Bien, entonces... -gruñó-, veamos.
El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir.
Tenía unos cuarenta años según la partida de nacimiento y cuarenta por su
aspecto sano y bien nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de sinceridad
y ahora se estaba riendo. Se reía fuertemente y continuamente, su risa se
desvanecía por un instante..., y volvía a empezar.
Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y
amarga reprobación. Hizo un leve gesto a la doctora sentada a su lado, pero
ésta se limitó a avanzar ligeramente los labios. Byerley parecía irse calmando.
--Realmente, doctor Lanning..., realmente... ¡Yo...,
un robot!
--No es una declaración mía -dijo Lanning,
secamente-. Estoy encantado de considerarlo un miembro de la Humanidad. No
habiéndolo confeccionado jamás nuestra Corporación, estoy convencido de que lo
es usted..., en el sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista de
que la afirmación de que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un
hombre de un cierta solvencia moral...
--No pronuncie usted su nombre, si tiene que hacer
desprender un grano de arena de su ética de granito, pero supongamos, por pura
conveniencia de la discusión, que fuese Mr. Francis Quinn, y prosigamos.
Lanning produjo una especie de ronquido de
ferocidad ante la interrupción e hizo una larga pausa antes de continuar.
--... Por un hombre de una cierta solvencia moral,
sobre cuya identidad no me interesa hacer conjeturas, me veo obligado a rogarle
que nos ayude a demostrar lo contrario. El mero hecho de que una tal
declaración pudiera ser adelantada y publicada por los medios de que este hombre
dispone, sería ya un mal golpe para la compañía que represento..., aunque la
acusación no fuese jamás probada. ¿Me comprende¡
--¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La
acusación es en sí ridícula. La posición en que usted se encuentra, no. Le pido
perdón si mi risa lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía, no de lo
segundo. ¿En qué forma puedo ayudarlo?
--Muy sencillamente. Basta con que se siente usted
en un restaurante en presencia de testigos, coma y le saquen una fotografía.
-Lanning se echó atrás en su silla; lo peor de la conversación había pasado ya.
La doctora observaba a Byerley con expresión aparentemente absorta, pero no
intervino para nada en la conversación.
Stephen Byerley captó su mirada y se volvió hacia
Lanning. Durante algunos instantes jugueteó con el pisapapeles, que era el
único objeto de su mesa.
--No creo poder complacerlos -dijo pausadamente-.
Pero, espere, doctor Lanning -añadió, levantando una mano-. Me hago
perfectamente cargo de que todo esto es sumamente desagradable para usted, de
que ha sido inducido a ello contra su voluntad, y de que se da usted cuenta de
que está desempeñando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este
asunto está todavía más íntimamente ligado conmigo, de manera que sea tolerante.
En primer lugar, ¿qué le hace a usted creer que Quinn..., ese hombre de una
cierta responsabilidad moral, sabe usted..., no le ha engañado a fin de
inducirle a hacer lo que está usted precisamente haciendo?
--Me parece muy improbable que una persona de
reputación se pusiese en peligro de una forma tan ridícula, si no estuviese
convencida de que pisaba terreno firme.
En los ojos de Byerley asomó un destello de humor.
--No conoce a Quinn. Conseguiría pisar terreno
firme en la cresta de una montaña, donde no se aguantaría ni una cabra. Supongo
que le mostró a usted los detalles de la investigación que dice haber hecho
sobre mí.
--Lo suficiente para convencerme de lo molesto que
sería ver a la corporación refutarlos, cuando puede usted hacerlo tan fácilmente.
--¿Entonces le cree usted cuando le dice que no
como. ¿Es usted un científico, doctor Lanning? Piense con la lógica necesaria.
No me han visto nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso? ¡Al fin y al
cabo es eso!
--Está usted empleando argucias de abogado para
hacer confusa la que en realidad es una situación muy clara.
--Al contrario, estoy tratando de poner en claro lo
que entre Quinn y usted han complicado extraordinariamente. Duermo poco, ¿comprende
usted?, y desde luego, no duermo en público. No me gusta comer con los demás,
una idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica, pero que no hace
daño a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor Lanning.
Supongamos que tenemos un político interesado en derrotar a un candidato
reformista a toda costa y mientras
investiga su vida privada se encuentra además que a
fin de anular efectivamente esta candidatura, acude a su compañía como agente
ideal. ¿Espera usted que vaya y le diga: "Fulano es un robot porque no
come nunca con nadie ni le hemos visto dar cabezadas en medio de una causa y
una vez que me asomé a su ventana, seguía allí sentado con un libro en la mano
a altas horas de la noche, y miré su nevera y no había nada de comer en
ella"¿ Si le hubiese dicho a usted esto hubiera mandado a por la camisa de
fuerza. Pero en su lugar, le dice: "Nunca duerme nunca, no come nunca".
Y lo impresionante de esta declaración lo ciega a usted hasta el punto de que
no ve la vedad, es imposible de probar. Está jugando con usted, en sus manos, propalando
el rumor.
--Prescindiendo ahora -empezó Lanning con
amenazadora obstinación- de que considere usted este asunto serio o no,
bastaría sólo la comida a que he hecho referencia para darlo por terminado.
Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que
seguía mirándole inexpresivamente.
--Perdómene, no sé si he entendido bien su
nombre... ¿Es Susan Calvin, verdad?
--Sí, Mr. Byerley.
--Es usted la psicóloga de la U.S. Robots, ¿verdad?
--"Robopsicóloga", por favor.
--¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots
del hombre?
--Son mundos diferente. Los robots son
esencialmente honrados -dijo con una sonrisa helada.
--Esto es un golpe fuerte -dijo el abogado con un
poco de sorna-. Pero lo que quería decir era lo siguiente. Puesto que es usted
psicólo... robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho usted algo
en lo que el doctor Lanning no ha pensado.
--¡Ah!, ¿y qué es?
--Llevar algo de comer en el bolso
Un rápido destello apareció en los astutos ojos de
Susan.
--Es usted sorprendente, Mr. Byerley -dijo.
Y abriendo su bolso, sacó una manzana.
Pausadamente, se la tendió. Después de la primera impresión de sorpresa,
Lanning observaba cuidadosamente los gestos de las dos manos. Pausadamente,
Stephen Byerley mordió la manzana y se tragó el pedazo
--¿Lo ve usted, doctor Lanning?
Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus
cejas parecieron llenas de benevolencia. Un alivio que sólo sobrevivió un frágil
segundo.
--Tenía curiosidad de ver si era capaz de comérsela
-dijo Susan Calvin-, pero, desde luego, este caso no prueba nada.
--¿No? -preguntó Byerley con una mueca.
--Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning, que
si este hombre fuese un robot humanoide, sería perfecta imitación. Es casi
demasiado humano para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y
observando seres humanos toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que
estuviese más cerca de nosotros. Tenía que ser perfecto. Observe la contextura
de la piel, la calidad del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un
robot, quisiera que lo hubiese fabricado la U.S.
Robots, porque es un buen trabajo. ¿Supone usted,
pues, que quien es capaz de prestar atención a tales minucias descuidará
algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer, dormir y eliminar? Para
casos de urgencia solamente, quizá; como, por ejemplo, la situación que se está
presentando aquí. De manera que una comida no prueba en realidad nada.
--Espere, espere -saltó Lanning-. No soy tan
imbécil como parecen ustedes creer. No me interesa el problema de la humanidad
o inhumanidad de Mr. Byerley. Me interesa sacar a la corporación del aprieto.
Una comida en público terminaría el asunto y lo mantendría terminado dijese lo
que dijese Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y
robopsicólogos.
--Pero, doctor Lanning -dijo Byerley-, olvida usted
el cariz político de la situación. Tengo tanto interés en ser elegido como Quinn
de impedírmelo. A propósito, ¿se ha dado cuenta de que ha pronunciado su nombre?
Ha sido un truco inocente mío; sabía que ocurriría así antes de que hubiésemos
terminado.
--¿Qué tiene que ver con esto la elección?
-preguntó Lanning, sonrojándose.
--La publicidad surte efecto en los dos sentidos.
Si Quinn quiere llamarme robot y tiene la desfachatez de hacerlo yo tengo la
desfachatez de jugar el juego de esta forma.
--¿Quiere usted decir que...?
--Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo
seguir adelante, elegir la cuerda, probar su resistencia, cortar la medida,
hacer el nudo, meter la cabeza en él y hacer una mueca. Yo puedo hacer lo poco
que falta.
--Muy confiado me parece usted...
--Dejémoslo, Alfred -dijo Susan Calvin poniéndose
de pie-. No conseguiremos hacerle cambiar de manera de pensar sobre este punto.
--¿Lo ve usted? -dijo Byerley con una amable
sonrisa-. También es usted una psicóloga humana...
Pero quizá notaba la confianza que el doctor
Lanning había podido observar subsistía aún aquella noche cuando el auto de
Byerley se colocó en la pista automática que llevaba al garaje subterráneo y
cuando después atravesó la calle para dirigirse a su casa.
***
Una persona sentada en un sillón de ruedas levantó
la vista y sonrió al oírlo entrar. El rostro de Byerley se iluminó, afectuoso.
Se acercó a ella. La voz del inválido era un susurro estridente que salía de
una boca torcida a un lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.
--Vienes tarde, Steve.
--Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una
perturbación peculiar e interesante, hoy.
--¿Sí? -Ni el rostro destrozado ni la voz ronca
podían tener expresión, pero en los ojos claros se pintaba la ansiedad-. ¿Nada
que no puedas solucionar?
--No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu
ayuda. Eres el más brillante de la familia. ¿Quieres
que te lleve fuera, al jardín? Hace una noche
magnífica.
Dos potentes brazos levantaron a John del sillón de
ruedas. Gentilmente, casi como una caricia, los brazos de Byerley sostenían al
paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas. Cuidadosa y
lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa construida ex
profeso para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa
--¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve? Es
una tontería.
--Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que
objetar? Ya sabes que estás tan contento de salir de este chisme mecanizado por
algún tiempo como yo de llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? -añadió
depositando a John con infinito cuidado sobre la hierba fresca.
--¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocurrido!
--La campaña de Quinn se basará en su pretensión de
que soy un robot.
--¿Cómo lo sabe? -exclamó John abriendo los ojos-.
¡Es imposible! ¡No puedo creerlo!
--Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos ases
científicos de la U.S. Robots / Mechanical Men Corporation a discutir conmigo a
mi despacho.
Las torpes manos de John arrancaban la hierba.
--Comprendo, comprendo...
--Pero no podemos permitir que elija su terreno
-dijo Byerley-. Tengo una idea. Escúchame y dime si podemos llevarla a cabo...
***
La escena, tal como aparecía aquella noche en el
despacho de Lanning, era una colección de miradas. Francis Quinn miraba
meditabundo a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba furiosamente fija en
Susan Calvin, quien, a su vez, miraba impasible a Quinn. Haciendo un esfuerzo
por parecer tranquilo, Quinn dijo:
--Va inventándolo todo a medida que lo hace.
--¿Va usted a jugar sobre esto, Mr. Quinn?
-preguntó Susan indiferente.
--Pues... es su juego, en realidad
--Mire -dijo Lanning pretendiendo ocultar su
pesimismo con la jactancia-, hemos hecho lo nos ha dicho. Hemos visto al hombre
comer. Es ridículo pretender que sea un robot.
--¿Lo cree usted así? -lanzó Quinn en dirección a
Susan-. Lanning ha dicho que era usted la técnica de la sociedad.
--Veamos, Susan... -dijo Lanning en tono casi
amenazador.
--¿Por qué no la deja hablar, hombre? -interrumpió
Quinn-. Lleva aquí media hora muda como un poste.
Lanning estaba positivamente extenuado. De lo que
entonces sentía a un estado paranoico no había más que un paso.
--Muy bien, lo que tenga que decir, Susan -dijo-. No
la interrumpimos.
Susan le dirigió una mirada inexpresiva y después
fijó sus ojos en Quinn.
--Para probar definitivamente que Mr. Byerley es un
robot no hay más que dos caminos. Hasta ahora sólo aportan ustedes indicios circunstanciales
con los cuales pueden acusar, pero no probar..., y creo que Byerley es
suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase de material. Probablemente
piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no estarían aquí. Los dos métodos de
prueba son el físico y el psicológico. Físicamente, se le puede disecar o
utilizar los rayos X. Como conseguirlo, sería su problema. Psicológicamente, su
conducta puede ser estudiada, porque si es un robot positónico tiene que
conformarse a las tres Leyes de la Robótica. Un cerebro
positónico no puede ser construido sin ella. ¿Conoce
usted las Leyes, señor Quinn?
Las citó lenta y cuidadosamente, destacando palabra
por palabra el famoso y ostentoso título de la página primera del Manual de
Robótica.
--He oído hablar de ellas. -dijo Quinn.
--Entonces, el caso es fácil. Si Mr. Byerley comete
una infracción a una de estas leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este
procedimiento tiene sólo una dirección. Si se amolda a las leyes, el hecho no
probaría ni una cosa ni otra.
--¿Por qué no, doctor? -preguntó Quinn.
--Porque, si se detiene usted a estudiarlas, verá
que las tres Leyes de Robótica no son más que los principios esenciales de una
gran cantidad de sistemas éticos del mundo. Todo ser humano se supone dotado de
un instinto de conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo ser humano
"bueno", siendo la consecuencia social del sentido de
responsabilidad, deberá someterse a la autoridad constituida; obedecer a su
doctor, a su Gobierno, a su psiquiatra, a su compañero; incluso si son un obstáculo
a su comodidad y seguridad. Es la Segunda Ley del Robotismo. Todo ser humano
"bueno", debe, además, amar a su prójimo como a sí mismo, arriesgar su
vida para salvar a los demás. Esta es la Primera Ley de la Robótica. Para
exponerlo claramente, si Byerley observa todas las reglas de robotismos, puede
ser un robot, pero puede también ser simplemente una buena persona.
--Entonces -dijo Quinn- me está usted diciendo que
no podrá jamás probar que sea un robot.
--Puedo quizá probar que "no" es un
robot.
--No es ésta la prueba que quiero.
--Tendrá usted la prueba tal como exista. Es usted
el único responsable de sus propios deseos.
La mente de Lanning se aferró en aquel momento a
una idea.
--¿No se le ha ocurrido a nadie -gruñó- que la
profesión de "district attorney" es una ocupación bastante extraña
para un robot? Acusar a seres humanos... sentenciarlos a muerte..., irrogarles
un daño considerable...
--No, no se saldrá usted nunca de esto por este
camino -saltó Quinn impaciente-. El ser "district attorney" no lo
hace humano. ¿No conoce usted su hoja de servicios? ¿No sabe usted que se jacta
de no haber acusado nunca un inocente, de que hay cantidad de hombres que no
han sido procesados porque las pruebas contra ellos no lo convencían, pese a
que hubiera probablemente podido convencer al jurado de su culpabilidad y
condenarlos a ser atomizados? Pues es así.
--No, Quinn, no -dijo Lanning temblándole las
mejillas-. No hay en las Leyes Robóticas nada que permita juzgar de la
culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar si un ser humano merece o no la
muerte. No es él quien debe decidir. "No puede hacer daño a un ser
humano", ya sea de la variedad granuja, o de la variedad ángel.
--Alfred -intervino Susan Calvin, visiblemente
cansada-, no diga tonterías. ¿Qué ocurre si un robot ve un loco que va a
pegarle fuego a una casa llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?
--Desde luego.
--¿Y si la única manera de detenerlo fuese
matarlo...?
Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue todo.
--La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le
fuese posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot necesitaría un
tratamiento psicoterápico porque podría fácilmente volverse loco ante el
conflicto que se le había presentado: infringir la Primera Ley para observar la
Primera Ley en un sentido del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un
robot que lo habría matado.
--Bien, y ¿está Byerley acaso loco? -preguntó
Lanning con todo el sarcasmo que pudo poner en su voz.
--No, pero tampoco ha matado personalmente a nadie.
Ha expuesto hechos que demostraban que un hombre podía llegar a ser peligroso
para la gran masa humana que llamamos sociedad. Protege la mayoría y de esta
forma observa la Primera Ley en su máxima potencialidad. Hasta aquí es donde
llega él. Es el juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez el
jurado ha juzgado de su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo
encierra, el verdugo quien lo mata. Pero Byerley no ha hecho más que decidir la
verdad y ayudar a los humanos. A decir verdad, señor Quinn, he estudiado la
carrera de Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He
observado que no ha pedido nunca la pena de muerte en sus conclusiones ante el
jurado. He descubierto también que con frecuencia ha hablado en pro de la
supresión de la pena capital y ha contribuido generosamente en las
instituciones de investigación consagradas a la neurofisiología criminal. Al
parecer cree más en la curación que en el castigo de los criminales. Considero
esto muy significativo.
--¿De veras? -dijo Quinn-. ¿Significativo de cierto
olor de robotismo, quizá?
--¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas lo
mismo pueden proceder de un robot que de un ser humano honorable y decente.
Pero... ¿comprende, usted, que lo que pasa es que no hay manera de diferenciar un
robot de un ser humano bueno?
Quinn se echó atrás en la silla. Su voz temblaba de
impaciencia.
--Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible crear a
un robot humanoide que duplicara perfectamente un ser humano y su apariencia, verdad?
Lanning permaneció reflexionando largo rato.
--Ha sido hecho experimentalmente por la U.S.
Robots -dijo a su pesar- sin el aditamento del cerebro positónico, desde luego.
Empleando óvulos humanos, y control hormonal se puede desarrollar carne y piel
humanas sobre un esqueleto de plásticos porosos de sílice que desafiarían todo
examen externo. Los ojos, el cabello, la piel, serían realmente humanos, no
humanoides. Y si le añade usted un cerebro positónico y demás dispositivos
interiores que pueda desear, tiene usted un robot humanoide.
--¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricarlo?
--Si dispusiera usted de todo su equipo -dijo
Lanning después de haber reflexionado-, el cerebro, el esqueleto, el óvulo, las
hormonas adecuadas y las radiaciones... digamos dos meses.
--En este caso veremos qué aspecto ofrecen la
entrañas del señor Byerley -dijo Quinn agitándose en su silla-. Será una
publicidad para la U.S. Robots..., pero le doy esta probabilidad.
Una vez hubieron quedado solos, Lanning se volvió
impaciente hacia Susan Calvin.
--¿Por qué insiste usted en...?
Pero Susan respondió secamente y con calor:
--¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión? No
voy a mentir por usted. No se vuelva cobarde...
--¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro caen
ruedas dentadas y mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
--No abrirá a Byerley -dijo Susan desdeñosa-. Byerley
es tan inteligente como Quinn... por lo menos.
La noticia estalló en la ciudad una semana antes de
que Byerley tuviese que ser elegido. "Estalló" es una palabra mal
empleada. Se arrastró, se filtró, serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn
acentuaba su presión en los centros accesibles, las risas aumentaban, un elemento
de vaga incertidumbre intervenía y la gente comenzaba a dudar.
La misma convención adoptaba una actitud de
semental indómito. Hasta entonces no había habido rival a la vista. Una semana
antes no cabía otro nombramiento que el de Byerley. Ni siquiera entonces había
substituto. Tenían que nombrarlo, pero reinaba la confusión. La situación no
hubiera sido tan grave si el individuo no se viese hecho jirones entre la
enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional locura, si era falsa.
Al día siguiente de la designación de Byerley como
candidato, un periódico publicó el resumen de una larga entrevista con la
doctora Susan Calvin, "la mundialmente famosa técnica en robopsicología y
positones".
El efecto que produjo podría calificarse sucintamente
de infernal.
Era lo que los Fundamentalistas estaban esperando.
No eran un partido político; no pretendían practicar ninguna religión. Eran
esencialmente los que no se habían adaptado a lo que en otro tiempo se llamó la
Edad Atómica, en los días en que el tomo era una novedad. En realidad, eran
hombres sencillos que aspiraban a una vida que a los que vivían no les parecía
probablemente tan sencilla, y habían sido, por consiguiente, hombres sencillos
a su vez.
Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo
motivo para detestar los robots y los que los manufacturaban; pero un nuevo
motivo, como la acusación de Quinn y el análisis de Susan Calvin, eran
suficientes para exteriorizar esta aversión.
Los vastos talleres de la U.S. Robots / Mechanical
Men Corporation eran una colmena de guardias armados. Se preparaban para la
guerra.
En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba
llena de policías. La campaña política, desde luego, perdió todo otro punto de
vista y parecía una campaña sólo porque era algo que llenaba el intervalo entre
designación y elección.
Stephen
Byerley no permitió el agitado hombrecillo que lo distrajese. Permaneció impávido
entre los uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la casa, más allá de
la hilera de guardias, esperaban fotógrafos y periodistas, de acuerdo con las
tradiciones de su casta. Una instalación de televisión enfocaba la entrada de la
modesta residencia del fiscal, mientras un sintético y excitado locutor emitía
ampulosos comentarios.
El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una hoja
de papel.
--Esto, Sr. Byerley, es el mandato judicial autorizándome
a registrar la casa en busca de la presencia ilegal de... hombres mecánicos o
robot e cualquier especie.
Byerley se incorporó y cogió la hoja de papel. La
miró indiferente y la devolvió con una sonrisa.
--Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber. Señorita
Hoppen -dijo, dirigiéndose a su ama de llaves que aparecía perpleja a la puerta
de la habitación-, tenga la bondad de acompañarnos y ayúdenlos en lo que pueda.
El hombrecillo agitado, cuyo nombre era Harroway,
vaciló, se sonrió visiblemente, fracasó en su intento de captar la mirada de Byerley
y, dirigiéndose a los dos policías, murmuró:
--Vamos...
A los diez minutos regresaba.
--¿Han terminado? -preguntó Byerley en el tono la
persona a quien no interesa el asunto ni le importa la contestación.
Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento por
hablar con su voz de falsete y de nuevo empezó embarazado:
--Mire usted, Sr. Byerley, nuestras instrucciones eran
de registrar la casa de arriba abajo.
--¿Y no lo han hecho?
--Nos han dicho exactamente lo que teníamos que
buscar.
--¿Y bien?
--En una palabra, Sr. Byerley, sin querer herir sus
susceptibilidades, nos han dado orden de registrarlo a usted.
--¿A mí? -preguntó el fiscal, ensanchando su
sonrisa-. ¿Y cómo tiene usted intención de hacerlo?
--Tenemos un aparato Penet de penetración...
--¿Entonces, me van ustedes a hacer una fotografía
en rayos X, verdad? ¿Tiene usted autorización?
--Ya ha visto usted la autorización del juez...
--¿Puedo verlo de nuevo?
Harroway, con un brillo en la frente que no era
sólo de entusiasmo, se lo dio otra vez.
--Veo aquí la descripción de lo que tiene usted que
registrar -dijo Byerley tranquilamente-. Leo: "La casa situada en 355
Willow Grove, Evenstron, perteneciente a Stephen Allen Byerley, así como el
garage, almacén u otras construcciones y edificios de su propiedad, así como
los terrenos adyacentes...", etc. En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no
dice nada respecto a registrar mi interior. No formo parte del alojamiento.
Puede usted registrar mis ropas, si cree que llevo un robot oculto en el
bolsillo.
A Harroway no le cabía la menor duda acerca de la
persona a quien debía aquella misión. No pensaba, sin embargo, quedarse atrás una
vez le habían dado la ocasión de ganarse un ascenso y... una mejor paga.
--Mire, Sr. Byerley. Tengo autorización para
registrar los muebles y la casa y todo lo que encuentre dentro de ella. ¿Está
usted en ella, no?
--Una observación verdaderamente notable. Estoy en
ellas, en efecto. Pero no soy ningún mueble. Como ciudadano en pleno uso de mis
facultades -poseo el certificado del psiquiatra que lo prueba- tengo ciertos
derechos que me son conferidos por los Artículos Regionales. Registrarme a mí
constituiría una violación de mis derechos civiles. Este papel no es
suficiente.
--Seguro, pero si es usted un robot, no tiene usted
derechos civiles.
--Exacto, pero este papel no es suficiente. Me
reconoce implícitamente como un ser humano.
--¿Dónde?
--Donde dice "la casa perteneciente a
fulano...". Un robot no puede ser propietario. Y puede usted decirle a su
jefe, Sr. Harroway, que si intenta dictar otro documento que no me reconozca
implícitamente como un ser humano, se encontrará inmediatamente ante un
requerimiento judicial y una demanda civil obligándole a "demostrar"
que soy un robot basándose en los hechos que tiene
"actualmente" en su posesión, o bien a
pagar una indemnización por haber intentado privarme ilegalmente de mis
derechos regionales. ¿Se lo dirá usted, verdad?
Harroway se dirigió hacia la puerta y al llegar a
ella se volvió.
--Es usted un abogado astuto. -Con la mano en el
bolsillo permaneció un momento de pie. Después se marchó, sonrió delante de la
placa de televisión que seguía funcionando, hizo un signo a los periodistas y
les gritó-: Mañana tendremos algo para vosotros, muchachos. No es broma...
Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto
mecanismo que llevaba en el bolsillo y lo examinó cuidadosamente. Era la
primera vez que había tomado una fotografía por rayos X de reflexión. Esperaba
haberlo hecho correctamente.
Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca solos
frente a frente. Pero el fonovisor se parecía mucho a ello. De hecho,
aceptándolo literalmente, quizá la frase era apropiada, aun cuando para cada
uno de ellos, el otro no fuese más que el dibujo luminoso y oscuro
alternativamente de una superficie de fotocélulas. Era Quinn quien había hecho
la llamada. Era Quinn quien habló el primero, y sin particular ceremonia.
--He pensado que le interesaría saber, Byerley, que
tengo intención de dar publicidad a la noticia de que usa usted una coraza
protectora contra la radiopenetración.
--¿De veras? En este caso debe usted haberlo hecho
público ya. Tengo la vaga idea de que nuestros emprendedores representantes de
la prensa han interceptado mis líneas telefónicas durante bastante tiempo. Sé
que tienen las líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la razón
por la cual he estado en casa las últimas semanas.
Byerley hablaba en tono amistoso, casi familiar.
--Esta llamada está protegida, de todos modos -dijo
Quinn apretando los labios-. La hago con un cierto riesgo personal.
--Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted detrás de
esta campaña: Por lo menos, nadie lo sabe oficialmente. Pero nadie deja de
saberlo oficiosamente. No me importa. ¿Con que empleo una coraza protectora?
Supongo que lo descubrió usted cuando el otro día su esbirro dio demasiada
exposición a la fotografía de penetración Penet.
--Debe usted darse cuenta, Byerley, de que todo el
mundo ve claramente que no se atreve usted a someterse a un análisis por rayos
X.
--Tan claramente como que usted y sus hombres menospreciaron
mis derechos civiles.
--Eso no les importa un comino.
--Es posible. Es bastante simbólico de nuestras dos
campañas, ¿no crees? Usted se preocupa muy poco de los derechos individuales
del ciudadano. Yo me preocupo mucho. No quiero someterme a los rayos X porque
quiero mantener mis derechos por una cuestión de principios. De la misma manera
que mantendré los de los demás, una vez elegido.
--Eso será el principio de un interesante discurso,
pero nadie le creerá. Demasiado ampuloso para ser verdad. Otra cosa... -añadió
con un súbito tono crispado en la voz-, el personal de su casa no estaba
completo, la otra noche.
--¿En qué sentido? --Según el informe -dijo,
agitando unos papeles dentro del campo de visión de la placa visual-, faltaba
una persona..., un paralítico.
--Como lo dice usted -dijo Byerley sin entonación-,
un paralítico. Mi viejo profesor, que vive conmigo y está ahora en el campo...
desde hace dos meses. Un "muy necesario reposo" es la frase corriente
en estos casos. ¿Le da usted permiso?
--¿Su profesor? ¿Una especie de científico?
--Antiguamente abogado... antes de que fuese
paralítico. Tiene el título del Gobierno de investigador biofísico, con
laboratorio propio y una descripción completa del trabajo que realiza, apoyado
por las más insignes autoridades y de las cuales puede darle referencia. Es un
trabajo sin trascendencia, pero es una ocupación inofensiva y entretenida para un
pobre... inválido. Lo ayudo tanto como puedo, ¿comprende?
--Comprendo. ¿Y qué sabe este... profesor... sobre
la manufactura de los robots?
--No puedo juzgar de la profundidad de sus
conocimientos en un terreno con el que no estoy familiarizado.
--¿No tendría acceso a los cerebros positónicos?
--Pregúnteselo a sus amigos de la U.S. Robots.
Ellos deben saberlo.
--Vamos a hablar claro. Byerley. Su profesor
inválido es el verdadero Stephen Byerley. Usted es su creación robótica.
Podemos comprobarlo. Fue él quien sufrió un accidente de automóvil, no usted.
Habrá maneras de comprobar los informes.
--¿De veras? ¡Hágalo, pues! ¡Mis mejores deseos!
--Y podemos registrar la casa llamada "de
campo" de su así llamado profesor y ver qué encontramos en ella.
--Pues... no lo sé, Quinn. Desgraciadamente para
usted, mi así llamado profesor es un inválido. Su casa de campo es su lagar de
reposo. En estas circunstancias, sus derechos como ciudadano responsable son
todavía más fuertes. No conseguirá usted una orden de registro de su casa sin
demostrar una causa justificada. Sin embargo, seré el último en intentar
impedirle que lo intente.
Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se echó
adelante, haciendo desbordar los límites de su rostro de la placa de visión, de
manera que las líneas de su frente aparecieron con toda claridad.
--Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No pude
usted ser elegido.
--¿No?
--¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el hecho
de no hacer el menor intento de probar la falsedad de la acusación de que es un
robot, cuando podría hacerlo fácilmente con sólo infringir una de las tres
leyes, no surte más efecto que convencer a la gente de que es usted un robot?
--Lo único que veo es que, de letrado vagamente
conocido, pero siempre como un oscuro abogado metropolitano, me he convertido
ahora en una figura mundial. Es usted un buen agente de propaganda.
--Pero es usted un robot.
--Eso dicen, pero no lo prueban.
--Está suficientemente probado para la elección.
--Entonces descanse..., han ganado
--Buenas tardes -dijo Quinn, con el primer tono de
maldad en la voz, mientras cerraba el visifono.
--Buenas tardes -respondió Byerley, imperturbable,
inclinándose ante la pantalla oscura.
Byerley volvió a traer a su casa a su
"profesor" la semana antes de la elección. El vehículo aéreo aterrizó
rápidamente en una parte oscura de la ciudad.
--No te muevas de aquí hasta después de la
elección. -le dijo Byerley-. Será mejor que estés al margen si las cosas se
pusieran feas.
La ronca voz que salió pausadamente de la torcida
boca de John tenía acentos de preocupación.
--¿Hay peligro de violencia?
--Los Fundamentalistas amenazan con ella, de manera
que supongo la hay, en sentido teórico. Pero en realidad espero que no. No tienen
un poder real. No son más que el continuo factor irritante que al cabo de cierto
tiempo puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No quisiera tenerme
que preocupar por ti...
--¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo irá
bien?
--Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado,
allí?
--Nadie.
--¿Y por tu parte, todo fue bien?
--Bastante bien. No habrá dificultades por este lado.
--Entonces, ten cuidado y observa el televisor
mañana, John -añadió Byerley, estrechando la contorsionada mano que tenía en
las suya.
La frente de Lenton era una colección de arrugas en
suspenso. Desempeñaba el poco agradable cargo de agente de la campaña electoral
de Byerley, una compaña que no era una campaña, por cuenta de una persona que
se negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.
--¡No puedes! -Era su frase favorita. Había llegado
a ser su única frase-. ¡Te digo, Steve, que no puedes!
Se detuvo delante del fiscal, que estaba
entretenido hojeando el texto de su discurso.
--Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido
organizada por los Fundamentalistas. No tendrás auditorio. Lo más fácil es que
seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué
dificultad hay en una grabación, una grabación visual?
--¿Quieres que gane la elección, no?
--¡Ganar la elección!¡No vas a ganar, Steve! Estoy
tratando de salvarte la vida.
--¡Oh, no estoy en peligro!
--¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro! -exclamó
Lenton produciendo un sonido áspero con la garganta-. ¿Vas a salir a este
balcón delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles entender la razón... a
un balcón, como un dictador medieval?
--Dentro de unos cinco minutos -dijo Byerley,
después de haber consultado su reloj-, en cuanto estén libres las líneas de
televisión.
La respuesta de Lenton no es traducible.
La muchedumbre llenaba una zona apartada de la
ciudad. Los árboles y las casas parecían crecer en medio de la masa humana. Y
más allá, el resto del mundo observaba. Era una elección puramente local, pero
a pesar de esto, tenía un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía. Pero
no había de qué sonreír, en cuanto a la muchedumbre. Había banderas y letreros,
injuriando y atacando en todas las formas posibles su supuesto robotismo. La
hostilidad de aquella actitud iba creciendo en la atmósfera de una manera tangible.
Desde el principio, el discurso fue un fracaso.
Competía con los aullidos de la muchedumbre y los rítmicos gritos de los grupos
de Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud. Byerley
hablaba lentamente, sin emoción Dentro, Lenton se mesaba el cabello, gruñía...
y esperaba que corriese la sangre.
Se produjo un movimiento arremolinado en las
primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso, con los ojos salientes y ropas
demasiado cortas para sus alargados miembros, se abría paso hacia adelante. Un
policía se precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley lo apartó
con un gesto.
El hombre delgado estaba debajo mismo del balcón.
Sus palabras se perdían entre el ruido, sin ser oídas, Byerley se inclinó sobre
la barandilla.
--¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta
justificada, la contestaré. -Se volvió hacia uno de los guardias-. Haz subir a
este hombre.
Hubo una gran expectación entre la muchedumbre.
Gritos de: "¡Callarse!" estallaron en varios sitios y el clamor se
fue desvaneciendo. El hombre delgado, de rostro escarlata, estaba delante de
Byerley.
--¿Tiene alguna pregunta que hacer?
El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz
estridente, dijo:
--¡Pégame!
Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo el
mentón.
--¡Pégame! Dices que no eres un robot. ¡Pruébalo! ¡No
puedes pegar a un ser humano... monstruo!
Hubo un profundo silencio de expectación. La voz de
Byerley dijo:
--No tengo ningún motivo para pegarte.
--¡No puedes pegarme! -gritó el hombre-. ¡No
quieres pegarme! ¡No eres humano! ¡Eres un monstruo! ¡Un falso hombre!
Y entonces Stephen Byerley apretando los labios,
delante de los miles de personas que lo veían personalmente y los otros miles
que lo seguían en las pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre en la
barbilla. El retador se desplomó, sin otra expresión que la de una profunda
sorpresa.
--Lo siento -dijo Byerley-. Llevároslo y ved que
sea bien tratado. Quiero hablar con él cuando haya terminado.
Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su sitio
reservado, se dirigió a su automóvil y se dispuso a arrancar, sólo un reportero
había vuelto suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras ella y
dirigirle una pregunta que no fue oída.
--¡Es humano¡ -gritó Susan Calvin volviendo la
cabeza.
Fue suficiente. El reportero dio media vuelta y
echó a correr. El resto del discurso pudo calificarse de "pronunciado ,
pero no oído". La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron a reunirse
una semana después de haber prestado el segundo juramento como alcalde. Era ya
tarde, más de
medianoche.
--No parece usted cansado -dijo la doctora.
--Puedo aguantar todavía -dijo el recién elegido-.
No se lo diga a Quinn.
--No se lo diré. Pero puesto que menciona usted su
nombre, era interesante la historia de Quinn. Es una lástima haberla
estropeado. Supongo que conoce usted su teoría...
--Parte de ella.
--Es altamente dramática. Stephen Byerley era un
joven abogado, un elocuente orador, un gran idealista... y con un cierto olfato
para la biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, Sr. Byerley?
--Sólo bajo el aspecto legal.
--Este era Stephen Byerley. Pero ocurrió un
accidente. La mujer de Byerley murió; lo que le ocurrió a él fue peor todavía.
Se quedó sin piernas, sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó
alterada. No se sometió a la cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su
carrera legal..., sólo le quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra
forma consiguió obtener un cerebro positónico, incluso uno complejo, dotado de
una gran capacidad de formular juicio sobre problemas éticos, que es la
más alta función robótica hasta ahora desarrollada.
Formó un cuerpo a su alrededor. Lo entrenó a ser todo lo que hubiera sido y no
podía ser ya. Lo mandó al mundo como Stephen Byerley, permaneciendo él como el
viejo paralítico profesor que jamás nadie ha visto...
--Desgraciadamente -dijo el electo - estropeé todo
esto por haber pegado a aquel hombre. Los periódicos dicen que el veredicto
oficial que dio usted en aquella ocasión fue el de que era humano.
--¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo ser
casual...
--No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo. Mis
hombres comenzaron a propalar la versión de que no había pegado nunca a un
hombre, que era incapaz de pegar a un hombre; de que no hacerlo bajo la
provocación sería la prueba fehaciente de que era un robot. Y entonces arreglé
aquel estúpido discurso en público, con toda clase de publicidad, y, casi
inevitablemente, hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un burdo
truco. Un truco en el que la atmósfera artificial que se ha creado lo hace
todo. Desde luego, los efectos emotivos hicieron mi elección segura, tal como
estaba previsto.
--Veo que invade usted mi campo -dijo la doctora en
robopsicología-, como corresponde a todo político, supongo. Pero siento mucho
que haya ocurrido así. Me gustan los robots. Me gustan mucho más que los seres
humanos. Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo
que haríamos un gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería incapaz de dañar
un ser humano, incapaz de tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicio. Y
una vez hubiese servido durante un periodo prudencial, dimitiría, aunque fuese
inmoral, porque sería incapaz de perjudicar a los seres
humanos haciéndoles saber que habían sido
gobernados por un robot. Sería el ideal.
--Salvo que un robot puede fallar, debido a la
inherente inadaptación de su cerebro. El cerebro positónico no tiene nunca la
complejidad del cerebro humano.
--Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano es
capaz de gobernar sin ayuda.
Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.
--¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
--Sonrió porque Quinn no pensó en todo.
--¿Quiere usted decir que esta historia hubiera
podido ir más lejos?
--Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a
la elección, aquel Stephen Byerley de que habla
señor Quinn, aquel hombre destrozado, estaba en el
campo por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo para su famoso discurso. Y
después de todo, lo que aquel viejo parlítico hizo una vez podía hacerlo dos,
particularmente siendo la segunda mucho más fácil, comparada con la primera.
--No acabo de entenderlo...
La doctora Calvin se levantó y se alisó el traje.
Se disponía, evidentemente a marcharse.
--Quiero decir que hay sólo un caso en el que un
robot puede pegar a un ser humano sin quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.
--¿Y es...?
Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente
dijo:
--Cuando el ser humano a quien debe pegar es otro
robot.
Su rostros se iluminó con una ancha sonrisa.
--Adiós, Sr. Byerley. Espero votar por usted dentro
de cinco años... como organizador.
--Tengo que responder que me parece una idea un
poco remota... -dijo él, sonriendo, mientras se cerraba la puerta detrás de
Susan Calvin.
Me quedé mirándola con una especie de horro.
--¿Es verdad eso?
--Enteramente.
--¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?
--No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo era.
Pero cuando decidió morir, se atomizó a sí mismo, de manera que no hubo nunca
la prueba legal. Por otra parte..., ¿qué mas da?
--Pues...
--Guarda usted un prejuicio contra los robots,
completamente irrazonable. Fue un excelente alcalde. Cinco años después fue
elegido Organizador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó su Federación
en 2044, fue nombrado Primer Organizador. Pero por aquel tiempo eran las
máquinas las que gobernaban al mundo...
--Sí, pero...
--¡Nada de "peros"! Las Máquinas son
robots y gobiernan al mundo. Hace sólo cinco años que descubrí toda la verdad.
Era en 2052; Byerley ejercía su segundo período como Organizador mundial...
Continúa leyendo esta historia en Yo, Robot - Isaac Asimov - 9 El conflicto inevitable (FINAL)
No hay comentarios:
Publicar un comentario