1
Robbie
--Noventa y ocho... noventa y nueve... ¡cien! -Gloria
retiró su mórbido antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento
parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez,
avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se
apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos
matorrales que había a la derecha y se alejó unos pasos para tener mejor punto
de vista.
La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los
insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.
--Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho
mil veces que esto no es leal -se quejó.
Avanzando los labios con un mohín y arrugando el
entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro
lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido
del claro "clump-clump" de los pies metálicos de Robbie. Se volvió
rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a
correr hacia el árbol a toda velocidad.
Gloria chilló, desalentada.
--¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste
no salir hasta que te hubiese encontrado! -Sus diminutos pies no podían seguir
las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso
de Robbie se redujo a un mero arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final
por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol la
primera.
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más
baja ingratitud, le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para
correr.
--¡Robbie no puede correr! -gritaba con toda la fuerza
de su voz de ocho años-. ¡Le gano cada día! ¡Le gano cada día! -cantaban las
palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego... con palabras. Echó a
correr, esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de alcanzarlo,
obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los brazos
extendidos azotando el aire.
--¡Robbie... estate quieto! -gritaba. Y su risa salía
estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró,
haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que durante un momento para ella
el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban del suelo
hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al
lado de la pierna de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente
de arreglar su alborotado cabello con un gesto de vaga imitación de su madre y
miró si su vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
--¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las
manos, de manera que ella tuvo que añadir: --¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré!
Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y me
prometiste no correr hasta que te encontrase.
Robbie asintió con la cabeza -pequeño paralelepípedo de
bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que
servía de torso, por medio de un corto cuello flexible- y obedientemente se
puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos
relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado tic-tac.
--Y ahora no mires, ni te saltes ningún número -le
advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron transcurriendo los
segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos colorados de
Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de
tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se
convenció de que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta,
avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no
pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó
con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió,
contrariada.
--¡Has mirado! -exclamó con neta deslealtad-. Además,
estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y,
sentándose cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adoptando una gentil zalamería.
--Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mirases.
Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró
fijamente al cielo y siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
--¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! -Rodeó su cuello
con sus rosados brazos y estrechó su presa. Después cambiando repentinamente de
humor, se apartó de él-. Si no me das un paseo, voy a llorar. -Y su rostro hizo
una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible
posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por tercera vez.
Gloria consideró necesario jugar su última carta.
--Si no me llevas -exclamó amenazadora- no te contaré
más historias. ¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y
movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó
cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros. Las
amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con
deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante
gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el ruido
metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba mayor
encanto a la situación.
--Eres un caza del aire, Robbie, eres un gran caza de
plata del aire. Tiende los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres
ser un caza del aire!
Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se
convirtieron en alas, que cogían las corrientes de aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinándose
hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía
"Brrrr", y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos.
Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.
--¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!... -gritaba-. ¡Más
aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!
Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y
Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda
celeste con la máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se
detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la dejó
caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba,
lanzando intermitentes exclamaciones.
--¡Oh, qué bueno!...
Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces
le tiró suavemente de un mechón de pelo.
--¿Quieres algo? -dijo Gloria con una expresión de
inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su
voluminosa "niñera".
Robbie le tiró del pelo con más fuerza.
--¡Ah, ya sé!... Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
--¿Cuál? Robbie describió un semicírculo en el aire con
un dedo.
--¿"Otra vez"? -protestó la chiquilla-. Te he
explicado la Cenicienta un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para
niños! Bien, bien -añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del
cuento (con sus modificaciones propias, que eran varias) y empezó: --¿Estás a
punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía
una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y...
Gloria había llegado al momento crítico del cuento:
"Daba medianoche en el reloj y sus andrajos se convertían..."; y
Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la
interrupción.
--¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una,
sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la ansiedad
convierte en impaciencia.
--Mamá me llama -dijo Gloria, contrariada-. Será mejor
que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más
valía cumplir las órdenes de la Sra. Weston sin la menor vacilación. El padre
de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a excepción de los domingos
-hoy, por ejemplo-, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre más afable y
comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para
Robbie, que sentía siempre el deseo de alejarse de su presencia.
La Sra. Weston los vio en el momento en que aparecían
por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a
esperarlos.
--Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria -dijo
severamente-. ¿Dónde estabas?
--Estaba con Robbie -balbució Gloria-. Le estaba
contando la Cenicienta y he olvidado que era hora de comer.
--Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado
también. -Y como si de repente recordase la presencia del robot, se volvió rápidamente
hacia él-. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que
te llame -añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al
oír a Gloria salir en su defensa.
--¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he
acabado de contarle la Cenicienta. Le he prometido contarle la Cenicienta y no
he terminado.
--¡Gloria!
--De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera
cuenta de que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni
una palabra...; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada
cabeza.
--Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a
Robbie en una semana.
La chiquilla bajó los ojos.
--Bueno..., pero la Cenicienta es su cuento favorito y
no lo había terminado... ¡Y le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con paso vacilante y
Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se encontraba a gusto... Tenía la
inveterada costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena
digestión de la sabrosa comida; una vieja y muelle "chaise longue"
para tumbarse; un número del "Times"; las zapatillas en los pies, el
torso sin camisa...
¿Cómo podía uno no encontrarse a gusto? No experimentó
ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez
años de matrimonio era todavía lo suficientemente estúpido para seguir
enamorado de ella, y tenía siempre mucho gusto en verla; pero las tardes de los
domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera comodidad era poder pasar
tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró su atención en las
últimas noticias de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de
la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla.
La Sra. Weston esperó pacientemente dos minutos,
después, impaciente, dos más, y finalmente rompió el silencio.
--George...
--¿Ejem?
--¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y
mirarme?
El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió
el rostro contrariado hacia su mujer.
--¿Qué ocurre, querida?
--Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esta terrible máquina.
--¿Qué terrible máquina?
--No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria
llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.
--¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber... Y en
todo caso, no es ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que se puede
comprar con dinero y estoy seguro de que me hace economizar medio año de renta.
Es más inteligente que muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su
mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.
--Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija
confiada a una máquina, por inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo
que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser guardada por una
"cosa" de metal.
--¿Y cuándo has tomado esta decisión? -preguntó el Sr.
Weston frunciendo el ceño-. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te
preocupases hasta ahora.
--Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó
un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no sé... los vecinos...
--¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un
robot es muchísimo más digno de confianza que una nodriza humana. Robbie fue
construido en realidad con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo.
Su "mentalidad" entera ha sido creada con este propósito. Tiene
forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, "hecha
así". Es más de lo que puede decirse de los humanos.
--Pero puede ocurrir algo. Puede... puede - La Sra.
Weston tenía unas ideas muy vagas del contenido interior de un robot-, no sé,
si algo de dentro se estropease y...
No podía decidirse a completar su claro y espantoso
pensamiento.
--Tonterías... -negó Weston con un involuntario
estremecimiento nervioso-. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie
tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que
un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes de que algo pudiese
alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una
imposibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la
U.S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos
probabilidades de que se estropee algo en Robbie, de que uno de nosotros se
vuelva repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a
quitar a Gloria?
Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el
periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.
--Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con nadie
más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad,
pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es
imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás
que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad... supongo.
--Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagínate
que Robbie es un perro. He visto centenares de chiquillos que querían más a su
perro que a su padre.
--Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos
de este terrible instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he
preguntado y es posible.
--¿Que lo has... "preguntado"? Mira, Grace,
escucha, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que
Gloria sea mayor, y no se hable más de este enojoso asunto.
Y con estas palabras, salió de la habitación dando un
bufido.
Dos días después, la Sra. Weston encontró a su marido en
la puerta.
--Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala
voluntad por el pueblo.
--¿Acerca de qué? -preguntó el Sr. Weston entrando en el
cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.
La Sra. Weston esperó a que cesara. Después dijo:
--Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el
rostro colorado y colérico.
--¿Qué diablos estás diciendo?
--La cosa se ha ido formando y formando... He tratado de
cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más.
Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan
acercarse aquí a los chiquillos.
--Nosotros le confiamos "nuestra" hija.
--La gente no razona, ante estas cosas.
--¡Pues que se vayan al diablo!
--Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que
comprar allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando
se habla de robots. Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que los
robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.
--Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en
nuestra casa, Grace. Esto es una de tus campañas. La conozco. Pero la respuesta
es la misma. ¡No! Seguiremos teniendo a Robbie.
Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor
aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más que un
hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que el sexo
más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a temer. Diez
veces durante la semana que siguió, tuvo ocasión de gritar: "¡Robbie se queda...
y se acabó!", y cada vez lo decía con menos fuerza y acompañado de un gruñido
más plañidero.
Llegó finalmente el día en que Weston se acercó
tímidamente a su hija y le propuso una sesión de visivoz en el pueblo.
--¿Puede venir Robbie?
--No, querida -dijo él estremeciéndose al sonido de su voz-,
no admiten robots en el visivoz, pero podrás contárselo todo cuando volvamos a
casa. -Dijo las últimas palabras balbuceando y miró a lo lejos.
Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo,
porque el visivoz era realmente un espectáculo magnífico.
Esperó a que su padre metiese el coche a reacción en el
garaje subterráneo y dijo:
--Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera
gustado mucho. Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y
tropezó con uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que huir. -Se rió de nuevo-.
Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?
--Probablemente, no -dijo Weston distraído-. Es sólo
fantasía.
No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que
afrontar la situación. Gloria echó a correr por el césped.
--¡Robbie! ¡Robbie!
De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor
que la miraba con ojos dulces, moviendo la cola.
--¡Oh, que perro más bonito! -dijo Gloria subiendo los
escalones del porche y acariciándolo cautelosamente-. ¿Es para mí, papá?
--Sí, es para ti, Gloria -dijo su madre, que acababa de
aparecer junto a ellos-. Es muy bonito, y muy bueno. Le gustan las niñas.
--¿Y sabe jugar?
--¡Claro! Sabe hacer la mar de trucos. ¿Quieres ver
algunos?
--En seguida. Quiero que lo vea Robbie también.
¡"Robbie"!... -Se detuvo, vacilante, y frunció el ceño-
Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado
conmigo porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A
mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.
Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella
apartaba la vista.
Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones
del sótano al tiempo que gritaba: --¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído
papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!
Al cabo de un instante, había regresado asustada.
--Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está?
-No hubo respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente interesado
por una nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La voz de Gloria
estaba preñada de l+agrimas-. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La Sra. Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija
hacia ella.
--No te importe, Gloria. Robbie se ha marchado, me
parece.
--¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá?
--Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos
buscado y buscado por todas partes, pero no lo encontramos.
--¿Quieres decir que no va a volver nunca más? -sus ojos
se redondeaban por el horror.
--Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo.
Y entretanto puedes jugar con el perrito. ¡Míralo! Se llama "Relámpago"
y sabe...
Pero Gloria tenía los párpados bañados en lágrimas.
--¡No quiero el perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quiero que
me encuentres a Robbie!
Su desconsuelo era demasiado hondo para expresarlo con
palabras, y prorrumpió en un ruidoso llanto. La Sra. Weston pidió auxilio a su
marido con la mirada, pero él seguía balanceando rítmicamente los pies y no
apartaba su ardiente mirada del cielo, de manera que tuvo que inclinarse para
consolar a su hija.
--¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más que una
máquina, una máquina fea... No tenía vida.
--¡No era una máquina! -gritó Gloria con fuego-. Era una
persona como tú y como yo y además era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá,
quiero que vuelva...!
La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con
su dolor.
--Déjala que llore a su gusto -le dijo a su marido-; el
dolor de los chiquillos no es nunca duradero. Dentro de unos días habrá
olvidado que aquel espantoso robot haya existido.
Pero el tiempo demostró que la Sra. Weston había sido
demasiado optimista. Desde luego, Gloria dejó de llorar, pero dejó de sonreír y
cada día se mostraba más triste y silenciosa. Gradualmente, su actitud de
pasiva infelicidad fue minando a Sra. Weston y lo único que la retenía de
ceder, era su incapacidad de confesar la derrota a su marido.
Hasta que una noche, entró en el "living", se
sentó y se cruzó de brazos, desalentada. Su marido estiró el cuello para verla
por encima del periódico.
--¿Qué te pasa, Grace?
--Es esta chiquilla, George. He tenido que devolver el perro
hoy. Gloria me dijo que no podía soportar verlo. Hará que tenga un ataque de
nervios.
Weston dejó el periódico a un lado y un destello de
esperanza apareció en sus ojos.
--Quizá ..., quizá tendríamos que volver a pedir a
Robbie. Es posible, sabes... Puedo hablar con...
--¡No! -respondió ella secamente-. No quiero oír hablar
de él. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un
robot, aunque necesite años para quitárselo de la cabeza.
Weston volvió a tomar el periódico con aire
decepcionado.
--Un año así y tendré el cabello prematuramente gris.
--No eres de gran ayuda, George -fue la glacial
contestación-. Lo que Gloria necesita es un cambio de ambiente. Aquí no puede
olvidar a Robbie, desde luego. ¿Cómo puede olvidarlo si cada árbol y cada roca
se lo recuerda? Es realmente la situación más tonta de que he oído hablar.
¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!
--Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de ambiente
que planeas?
--Vamos a llevarla a Nueva York.
--¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que representa Nueva York
en agosto? ¡Es insoportable!
--Hay millones que lo soportan.
--No tienen un sitio como éste donde estar. Si no
tuviesen que quedarse en Nueva York, no se quedarían.
--Pues nosotros tendremos que quedarnos también. Vamos a
salir en seguida, en cuanto hayamos hecho los preparativos. En Nueva York,
Gloria encontrará suficientes distracciones y suficientes amigos para hacerle
olvidar esta máquina.
--¡Oh, Dios mío!... -gruñó el infeliz marido-. ¡Aquellos
pavimentos abrasadores!
--Tenemos que ir -fue la implacable respuesta-. Gloria
ha perdido dos kilos este mes y la salud de mi hijita es más importante para mí
que tu comodidad.
--Es una lástima que no hayas pensado en la salud de tu
hijita antes de privarla de su querido robot -murmuró él..., para sí mismo.
Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto
oyó hablar del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo
hacía era siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de nuevo a sonreír y a comer con
su precedente apetito.
La Sra. Weston no cabía en sí de júbilo y no perdía
ocasión de demostrar su triunfo sobre su todavía escéptico marido.
--¿Lo ves, George? Ayuda a hacer el equipaje como un
angelito y charla como si no hubiese tenido un disgusto en su vida. Es lo que
te dije, lo que necesitaba era fijar su interés en otra cosa.
--¡Ejem!... -respondió el marido, escéptico-. Esperemos
que así sea.
Los preliminares se hicieron rápidamente. Se tomaron las
disposiciones para el alojamiento en la ciudad y un matrimonio quedó encargado
del cuidado de la casa de campo. Cuando finalmente llegó el día de la marcha,
Gloria había vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión de Robbie
pasó por sus labios.
Con el mejor humor, la familia tomó un taxigiro hasta el
aeropuerto (Weston hubiera preferido ir en su autogiro, pero era sólo un dos
plazas y no había sitio para el equipaje) y entraron en el avión que esperaba
para salir.
--Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado de la
ventana para que veas el paisaje.
Gloria ocupó el sitio indicado, aplastó su naricilla
contra el grueso vidrio y miró con un interés que aumentó al comenzar a rugir
los motores. Era demasiado pequeña para asustarse cuando la tierra empezó a
alejarse a sus pies y sintió aumentar el doble de su peso. Sólo cuando la
tierra hubo cambiado de aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros de
colores, apartó la nariz del vidrio y se volvió hacia su madre.
--¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? -preguntó
rascándose la nariz helada y observando cómo se desvanecía la mancha opaca que
su aliento había dejado en la ventana.
--Dentro de media hora, hija mía. ¿No estás contenta de
que vayamos? -añadió con sólo un leve tono de ansiedad en la voz-. ¿No vas a
ser muy feliz en la ciudad, con los edificios y la gente y tantas cosas que
ver? Iremos al visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y...
--Sí, mamá -fue la respuesta sin entusiasmo de la
chiquilla. La nave pasaba en aquel momento sobre un mar de nubes y Gloria quedó
en el acto absorbida en la contemplación de aquella masa que tenía a sus pies.
Después volvieron a encontrarse en medio de un cielo azul y se volvió hacia su
madre con un súbito aire misterioso de secreto.
--Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
--¿Sí, hija mía? -dijo Sra. Weston intrigada-. ¿Y por
qué?
--No me lo has dicho porque querías darme una sorpresa,
pero lo sé.
-Quedó un momento sumida en la admiración de su aguda
perspicacia y después se echó a reír alegremente-. Vamos a Nueva York porque
allí podremos encontrar a Robbie, ¿no es verdad? Con detectives.
La suposición pilló a George Weston en el momento de
beber un vaso de agua, con desastrosos resultados. Hubo una especie de
ronquido, un géiser de agua y una tos de alguien que se ahoga. Cuando todo hubo
terminado, ofreció el aspecto de una persona profundamente contrariada, tenía
el rostro colorado y estaba mojado de pies a cabeza.
La Sra. Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria
hubo repetido su pregunta con el ansia redoblada en la voz, su mal humor
triunfó.
--Quizá -repitió secamente-. Y ahora siéntate y estate
quieta, por el amor de Dios.
Nueva York, en 1998, era para el visitante un paraíso
superior a lo que había sido siempre. Los padres de Gloria se dieron cuenta de
ello y sacaron el mejor partido posible.
Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado las
disposiciones necesarias para que sus negocios marchasen solos por algún
tiempo, a fin de estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él llamaba
"salvar a Gloria del borde del abismo". Como era costumbre en Weston,
lo hizo de aquella forma precisa, minuciosa y eficiente que era propia de él.
Antes de que hubiese transcurrido un mes, nada de lo que podía hacerse había
dejado de ser hecho.
Gloria fue llevada al último piso del Roosevelt
Building, que medía casi un kilómetro de altura, y desde donde se gozaba del
abigarrado panorama de los edificios que se extendían hasta los campos de Long
Island y las tierras llanas de Nueva Jersey.
Visitaron los jardines zoológicos, donde Gloria
contempló con emocionado temor un "verdadero león vivo" (con la
consiguiente decepción de ver que los guardianes lo alimentaban con trozos de
carne cruda y no con seres humanos, como ella esperaba), y pidió con
insistencia y de manera perentoria ver "la ballena".
Los diversos museos contribuyeron también a llamar su
atención, así como parques, playas y el acuario.
Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson en un
barco especialmente decorado, que evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó
por la estratosfera en una salida de exhibición y vio el cielo ponerse de color
de púrpura, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar
bajo ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes
transparentes le hizo visitar las aguas de Long Island y vio aquel mundo verde
y tembloroso, y los monstruos marinos acercarse a ella y huir después
atemorizados.
En un terreno más prosaico, la Sra. Weston la llevó a
los grandes almacenes, donde pudo soñar de nuevo a su antojo.
En resumen, cuando el mes hubo casi transcurrido, los
Weston estaban convencidos de haber hecho cuanto era humanamente posible para
quitarle de la cabeza al desaparecido Robbie, pero no estaban muy seguros de
haberlo conseguido.
El hecho cierto era que dondequiera que llevasen a
Gloria, desplegaba el más vivo interés por todos los robots que se le ponían
delante. Por muy interesante que fuese el espectáculo a que asistía, por nuevo
que fuese a sus ojos infantiles, su mirada se fijaba implacablemente en cualquier
parte donde viese un movimiento metálico.
La situación alcanzó su apogeo con el episodio del Museo
de Ciencia y de Industria. El Museo había anunciado un "programa
infantil" especial donde tenían que hacerse demostraciones de magia
científica reducidas a la escala de la mentalidad infantil. Los Weston, desde
luego, pusieron el espectáculo en la lista de "indispensables".
Los Weston estaban completamente absorbidos por los
experimentos de un potente electroimán cuando la Sra. Weston se dio súbitamente
cuenta de que Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial se convirtió en
metódica decisión y con la ayuda de tres empleados se comenzó una minuciosa
búsqueda.
Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que
rondan al azar. Para su edad, era inusitadamente decidida, saturada de
idiosincrasia maternal, a este respecto. En el tercer piso había visto un gran
cartel con una flecha y la indicación "Al Robot Parlante", y después
de haberlo deletreado sola y observando
que sus padres no parecían decididos a avanzar en
aquella dirección, hizo lo que consideró indicado. Esperando un momento de
distracción paterna, dio media vuelta y siguió la flecha.
El Robot Parlante era verdaderamente un "tour de
force"; pero un artefacto totalmente inútil, sin más valor que el
publicitario. Cada hora, un grupo de visitantes escoltados por un empleado se
detenía delante del robot y hacía preguntas al ingeniero encargado del robot,
con discretos susurros. Las que el ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas
por los circuitos del robot, le eran transmitidas. Era una tontería. Puede ser
muy interesante saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que
la temperatura en este momento es de 28° centígrados, que la presión del aire
acusa 750mm de mercurio, y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto,
en realidad, no se necesita un robot. No se necesita, en especial, una enorme
masa inmóvil de alambres y espirales que ocupa veinticinco metros cuadrados.
Pocos eran los que hacían una segunda experiencia, pero
una chiquilla de unos diez años estaba tranquilamente sentada en un banco
esperando la tercera exhibición. Era la única persona que había en la sala
cuando Gloria entró, pero no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser
humano era un ejemplar completamente despreciable. Consagraba su atención a
aquel objeto lleno de ruedas dentadas
De momento, vaciló con cierto desaliento. Aquello no se
parecía a ninguno de los robots que ella había visto. Cautelosamente,
vacilando, levantó su débil voz.
--Por favor, Sr. Robot, perdone, ¿es usted el Robot
Parlante?
No estaba muy segura de ello, pero le parecía que un
robot que hablaba merecía toda clase de consideraciones (Por el delgado rostro
de la muchacha de diez años pasó una mirada de intensa concentración. Sacó un
carnet de notas del bolsillo y comenzó a escribir rápidamente).
Se oyó un girar de mecanismos bien engrasados y una voz
metálica lanzó unas palabras que carecían de acento y entonación.
--Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró contrariada. "Hablaba", pero el
sonido venía de dentro. No había rostro al cual hablar.
--¿Puede usted ayudarme, Sr. robot? -dijo.
El Robot Parlante estaba construido para contestar
preguntas, pero sólo las preguntas que se podían hacer. Confiado en su
capacidad, sin embargo, respondió:
--Puedo-ayudarle.
--Gracias, Sr. Robot. ¿Ha visto usted a Robbie?
--¿Quién-es-Robbie?
--Un robot, Sr. Robot, señor -se puso de puntillas-. Es
así de alto, pero más alto, y muy bueno. Tiene cabeza, sabe... Bueno, usted no
tiene, pero él sí.
--¿Un robot?... -preguntó el Robot Parlante un poco
perplejo.
--Sí, señor Robot. Un robot como usted, salvo que,
naturalmente, no sabe hablar y que..., parece una persona de veras.
--¿Un-robot-como-yo?
--Sí, señor Robot.
A lo cual el robot parlante sólo contestó con un ruido
de engranajes y un sonido incoherente. Trató de ponerse lealmente a la altura
de su misión y se fundieron media docena de bobinas. Zumbaron algunas señales
de alarma.
(En aquel momento la muchacha de diez años se marchó.
Tenía bastante para su primer artículo sobre "Aspectos Prácticos del
Robotismo". Era el primero de los varios que tenía que escribir Susan
Calvin sobre este tema).
Gloria permanecía de pie con mal disimulada impaciencia,
esperando la respuesta del robot, cuando oyó un grito detrás de ella.
--¡Allí está! -Y en el acto reconoció la voz de su
madre-. ¿Qué estás haciendo aquí, mala muchacha? -exclamó, su ansiedad
transformándose en el acto en cólera-. ¿No sabes el miedo que has hecho pasar a
papá y mamá? ¿Por qué te has escapado?
El ingeniero del robot había aparecido también, mesándose
los cabellos y preguntando quién diablos había estropeado la máquina.
--¿Es que no saben ustedes leer? ¿No saben que no tienen
derecho a estar aquí sin ir acompañados?
Gloria levantó su ofendida voz.
--He venido sólo a ver el Robot Parlante, mamá. Pensé
que quizá sabría dónde estaba Robbie, puesto que los dos son robots. -Y al
aparecer en su mente el recuerdo de Robbie, estalló en una tempestad de lágrimas-.
¡Tengo que encontrar a Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!
--¡Ah, Dios mío, esto es más de lo que soy capaz de
soportar! -exclamó la Sra. Weston ahogando un grito-. ¡Volvamos a casa, George!
Aquella tarde, George se ausentó durante algunas horas y
a la mañana siguiente se acercó a su mujer en una actitud sospechosamente
complaciente.
--He tenido una idea, Grace.
--¿Sobre qué? -preguntó ella con soberana indiferencia.
--Sobre Gloria.
--¿No vas a proponer devolverle el robot?
--No, desde luego que no.
--Entonces, sigue. No tengo inconveniente en escucharte.
Nada de lo que hemos hecho parece haber servido de nada.
--Muy bien. He aquí lo que he estado pensando. El gran
mal de Gloria es que piensa en Robbie como persona y no como máquina.
Naturalmente, no puede olvidarlo. Ahora bien, si conseguimos convencer a Gloria
de que su Robbie no era más que un amasijo de acero y cobre en forma de
planchas y que el jugo de su vida no era más que hilos y electricidad, ¿cuánto
tiempo duraría su anhelo? Es la forma psicológica de ataque, si entiendes lo
que quiero decir.
--¿Y cómo pretendes conseguirlo? --Simplemente, ¿dónde
imaginas que fui, anoche? He persuadido a Robertson, de la U. S. Robots &
MechanicáMen Inc., que nos permita realizar mañana una visita completa de sus
talleres. Iremos los tres y una vez hayamos terminado la visita, Gloria estará
convencida de que un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la Sra. Weston habían ido agrandándose
progresivamente, delatando una súbita y profunda admiración.
--¡Pero.. George..., esto es una excelente idea!
Los botones de la chaqueta de George Weston tiraron con
fuerza.
--Es de las que tengo yo... -dijo.
El señor Struthers era un director general concienzudo y
naturalmente inclinado a ser un poco locuaz. Esta combinación dio por resultado
una visita que fue totalmente, quizá con exceso, explicada en todas sus fases.
Sin embargo, Sra. Weston no se aburría. Al contrario,
más de una vez se detuvo e insistió en que explicase detalladamente algo en un
lenguaje suficientemente claro para que Gloria lo entendiese. Bajo la
influencia de esta apreciación de sus facultades narrativas, el señor Struthers
se sintió comunicativo y se extendió con mayor genialidad todavía, si cabe. Incluso
George Weston demostraba una creciente impaciencia.
--Perdóneme, Struthers -dijo, interrumpiendo una
conferencia sobre la célula fotoeléctrica-; ¿no tienen ustedes una sección
donde sólo se emplee mano de obra robot?
--¡Oh, sí; sí, desde luego! -dijo sonriendo a Sra.
Weston-. Un círculo vicioso, en cierto modo; robots creando robots. Desde
luego, no hacemos una práctica general de ello. En primer lugar, porque los
sindicatos no nos lo permitirían. Pero conseguimos poder utilizar algunos
robots como mano de obra robot, únicamente como una especie de experimento
científico Comprenda... -prosiguió golpeándose la palma de la mano con sus
lentes para dar paso a su argumentación-, lo que los sindicatos no comprenden
-y lo dice un hombre que ha simpatizado siempre con la obra sindical en
general- es que el
advenimiento del robot, aun cuando aportando al empezar
alguna dislocación en el trabajo, tendrá inevitablemente que...
--Si, Struthers -dijo Weston-, pero esta sección de que
habla usted, ¿podemos verla? Debe de ser muy interesante, estoy seguro.
--¡Sí, sí, desde luego! - el Sr. Struthers se puso los
lentes con un movimiento convulsivo y soltó una tosecita de desaliento.
Síganme, por favor.
Mientras siguieron un largo corredor y bajaron un tramo
de escaleras, Struthers, precediendo a los demás, estuvo relativamente
tranquilo. Después, una vez hubieron entrado en una vasta habitación
intensamente iluminada donde reinaba el zumbido de una mecánica actividad, se
abrieron las compuertas y desbordó el chorro de sus explicaciones.
--Aquí lo tiene usted -dijo con el orgullo impreso en su
voz-. ¡Sólo robots! Cinco hombres actúan como inspectores y no tienen siquiera
que estar en esta habitación. En cinco años, es decir, desde que inauguramos
este sistema, no ha ocurrido un solo accidente. Desde luego, los robots aquí
reunidos son relativamente sencillos, pero...
La voz del director general se había convertido hacía
tiempo ya en un murmullo tranquilizador a los oídos de Gloria. Toda aquella
visita le parecía aburrida e inútil, a pesar de que hubiese muchos robots a la
vista. Ninguno de ellos era ni remotamente como Robbie, y los contemplaba con manifiesto
desdén. Vio que en aquella habitación no había ser viviente. Entonces sus ojos
se fijaron en seis o siete robots que trabajaban activamente en una mesa
redonda en el centro de la sala, y se apartaron con una sorpresa de
incredulidad. La sala era espaciosa.
Gloria no podía verlo bien, pero uno de los robots
parecía... parecía... ¡"era"!
--¡Robbie! -El grito rasgó el aire y uno de los robots
se estremeció y dejó caer la herramienta que manejaba.
Gloria estaba como loca de alegría.
Metiéndose por debajo de la barandilla antes de que sus
padres pudiesen impedirlo, saltó al suelo, situado algunos palmos más abajo y
corrió hacia Robbie, con los brazos abiertos y el cabello flotando. Y en aquel
momento, las tres personas mayores vieron horrorizadas, al tiempo que quedaban
paralizadas de espanto, lo que la chiquilla no vio: un enorme tractor que avanzaba
a ciegas, siguiendo el camino que tenía trazado.
Weston necesitó una fracción de segundo para volver en
sí, pero aquella fracción de segundo lo representó todo porque Gloria ya no
podía ser salvada, todo era claramente inútil.
Struthers hizo una rápida seña a los inspectores para
que detuviesen el tractor, pero los inspectores no eran más que seres humanos y
necesitaron tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie quien actuó rápidamente y con precisión.
Devorando con sus piernas de metal el espacio que lo
separaba de su amita, se lanzó hacia ella viniendo de la dirección opuesta.
Todo ocurrió en un instante. Extendiendo el brazo, Robbie agarró a Gloria sin
moderar su marcha en lo más mínimo y dejándola, por consiguiente, sin aire en
los pulmones. Weston, sin comprender muy bien lo que ocurría, sintió, más que
vio, a Robbie pasar por su lado como un alud y detenerse en seco. El tractor
cortó el camino donde había estado Gloria, medio segundo después de que Robbie
la hubo arrastrado tres metros, y se detuvo con un chirrido metálico y
prolongado.
Gloria recobró el aliento, fue sometida a una serie de
apasionados abrazos y caricias por parte de sus padres y se volvió emocionada
hacia Robbie. Para ella no había ocurrido nada, salvo que había encontrado a su
amigo.
Pero la expresión de Sra. Weston había pasado de la
franca alegría a la de una sombría suspicacia. Se volvió hacia su marido, y,
pese a su descompuesto y alterado aspecto, consiguió adoptar una actitud
formidable.
--¿Tú..., has preparado esto, verdad...?
George Weston se secaba la abrasada frente con un
pañuelo. Su mano temblaba y sus labios sólo conseguían esbozar una sonrisa
sumamente tenue.
--Robbie no estaba construido para un trabajo de
ingeniería o construcción prosiguió la Sra. Weston siguiendo sus ideas-. No
podía serles de ninguna utilidad. Lo has hecho colocar aquí a fin de que Gloria
pudiese encontrarlo. Ya lo sabes...
--Pues, sí... -dijo Weston-. Pero ¿cómo iba a saber yo
que el encuentro tenía que ser tan violento? Y Robbie le ha salvado la vida;
esto tienes que reconocerlo. ¡No puedes volverlo a despedir!
Grace Weston reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie
y los contempló pensativa algún tiempo. Gloria había pasado sus brazos
alrededor del cuello del robot y hubiera asfixiado a cualquiera que no hubiese
sido de metal, mientras murmuraba palabras sin sentido con un frenesí casi
histérico. Los brazos de acero cromado de Robbie (capaces de convertir en un
anillo una barra de acero de cinco centímetros de diámetro) abrazaban
cariñosamente a la chiquilla y sus ojos brillaban con un rojo intenso y
profundo.
--Bien -dijo Grace Weston, finalmente-. ¡Por mí puede
quedarse hasta que se oxide!
--Desde luego, no fue así -dijo Susan Calvin,
encogiéndose de hombros-. Esto ocurría en 1998. En 2002 habíamos inventado ya
el robot móvil-parlante que, naturalmente, dejaba a todos los modelos no
parlantes anticuados, y que parecía ser el último grito en lo tocante a
elementos no-robot. Entre 2003 y 2007, la mayoría de los gobiernos desterraron
el uso del robot para todo propósito que no fuese la investigación científica.
--¿Así que Gloria tuvo que abandonar a Robbie, al final?
--Así lo temo. Imagino, sin embargo, que debió de serle
más fácil a los quince años que a los ocho. No obstante, fue una actitud
estúpida e innecesaria por parte de la humanidad. U. S. Robots alcanzó
financieramente su nivel más bajo en 2007, por los tiempos en que yo ingresé.
Al principio, creí que mi empleo podía terminar súbitamente en cuestión de
algunos meses, pero entonces empezamos a desarrollar el mercado extraterrestre.
--Y así siguió usted trabajando, desde luego.
--No del todo. Empezamos tratando de adaptar los modelos
que teníamos a mano. Los primeros modelos parlantes, por ejemplo. Los enviamos
a Mercurio para trabajar en las explotaciones mineras, pero fracasaron.
--¿Fracasaron? -pregunté yo con sorpresa-. ¡Pero si las
minas de Mercurio rinden muchos millones de dólares!
--Ahora, sí, pero fue una segunda tentativa la que
triunfó. Si quiere usted saber algo de esto, le aconsejo que se entere de lo
que le ocurrió a Gregory Powell. Él y Michael Donovan resolvieron los casos más
difíciles entre los diez y veinte. Hace años que no sé nada de Donovan, pero
Powell vive aquí, en Nueva York. Hoy es abuelo, una cosa a la cual es difícil
acostumbrarse. Yo sólo puedo recordarlo como un muchacho. Desde luego, yo era
joven también.
Traté de seguirle tirando de la lengua.
--Si quiere usted darme los hechos escuetos, doctora
Calvin -dije-, puedo hacer que Sr. Powell me los complete más tarde. (Y esto fue
exactamente lo que hice).
Extendió sus finas manos sobre la mesa y permaneció
contemplándolas.
--Hay dos o tres casos sobre los que sé alguna cosa...
-dijo.
--Empecemos por Mercurio -propuse.
--Bien; me parece que fue en 2051 cuando se organizó la
segunda expedición a Mercurio. Era una expedición exploratoria, financiada en
parte por U. S. Robots y en parte por Solar Minerals. Consistía en un nuevo
tipo de robot, todavía experimental; Gregory Powell; Michael Donovan...
Continúa esta historia en
No hay comentarios:
Publicar un comentario