Viene de "Los niños del agua - Capítulo IV - Charles Kingsley"
Capítulo V
¡Severo Legislador! Si bien te arropas
con la gracia más benigna del gran Dios;
y no conocemos nada más hermoso
que la sonrisa que en tu rostro asoma;
las flores se ríen ante ti en sus lechos
y la fragancia reina en tu palacio;
tú proteges del mal a las estrellas;
por ti el antiguo cielo es fresco y fuerte.
WORDSWORTH
Pero, ¿qué fue del pequeño Tom?
Se escabulló entre las rocas hacia el agua, como he dicho antes. Pero no podía evitar pensar en la pequeña Ellie. No se acordaba de quién era, pero sabía que era una niñita, aunque fuera cien veces más grande que él. Eso no es sorprendente: el tamaño no tiene nada que ver con el parentesco. Una hierba minúscula puede ser prima hermana de un gran árbol y una perrita como Vick sabe que Lioness también es una perra, aunque sea veinte veces mayor que ella. Así que Tom sabía que Ellie era una niñita y estuvo pensando en ella durante todo ese día. Deseaba que hubiera estado allí para jugar juntos; sin embargo, muy pronto tuvo que pensar en otra cosa. Ahora viene la explicación de lo que le sucedió, tal como se publicó a la mañana siguiente en la Gaceta a Prueba de Agua, que se imprime sobre el mejor papel mojado para la señora Quehagancontigocomohagas, una gran hada que cada mañana lee las noticias con mucha atención, sobre todo los casos de la policía, como vas a descubrir muy pronto.
Tom iba por las rocas, a tres brazas bajo el agua, mirando cómo los bacalaos cazaban langostinos y los lábridos mordisqueaban a los percebes y los desenganchaban de las rocas, cuando vio una jaula redonda hecha con juncos verdes y, dentro, con cara de avergonzada, estaba sentada su amiga la langosta con las antenas cruzadas, en vez de los brazos cruzados.
—¿Cómo? ¿Has sido mala y te han encerrado en el calabozo? —preguntó Tom.
La langosta se sintió un poco indignada ante una idea como aquélla, pero tenía los ánimos demasiado bajos para discutir, así que sólo dijo: «No puedo salir».
—¿Por qué te has metido ahí?
—Iba detrás de ese asqueroso pez muerto.
Cuando estaba fuera pensó que tenía muy buen aspecto y que olía muy bien, y, para una langosta, así era. Pero ahora cambió completamente de opinión y lo insultó porque estaba enfadada consigo misma.
—¿Por dónde has entrado?
— Por ese agujero redondo de ahí arriba.
—Entonces, ¿por qué no sales por ahí?
—Porque no puedo —y la langosta hizo girar sus antenas con más fiereza que nunca, pero se vio forzada a confesarlo—: He saltado hacia arriba, hacia abajo, hacia atrás y hacia los lados al menos cuatro mil veces, y no puedo salir. Cada vez que subo hasta ahí arriba no encuentro el agujero.
Tom echó un vistazo a la trampa y, con más tino que la langosta, vio claramente cuál era el problema, como tú bien lo verías si echaras un vistazo a una.
—Estáte quieta —dijo Tom—. Gira la cola hacia mí, yo tiraré de ti por detrás y así no te engancharás en las púas.
Pero la langosta era tan boba y torpe que no acertaba con el agujero. Aunque podía ser muy avispada, siempre y cuando estuviera en su propio territorio, igual que muchísimos cazadores de zorros que, cuando salen de su territorio pierden la calma. De esa forma, la langosta, por así decirlo, perdió la cola.
Tom se abrió paso agarrándose por el agujero hasta que la sujetó; luego, como era de esperar, la torpe langosta tiró de él por la cabeza.
—¡Bueno! ¡Vaya lío! —exclamó Tom—. Ahora utiliza las garras, rompe las puntas de las púas y entonces saldremos los dos tranquilamente.
—Caramba, eso no se me había ocurrido —confesó la langosta—, ¡y con tanta experiencia como he tenido en la vida!
Verás, la experiencia sirve de muy poco a menos que un hombre, o una langosta, tenga bastante sensatez para utilizarla. Hay un montón de gente, como el viejo Polonio (1), que ha visto el mundo entero y, a pesar de todo, continúa siendo poco más que un niño.
Pero todavía no se habían deshecho de la mitad de las púas cuando descubrieron una gran nube oscura por encima de ellos; y, mira por dónde, era la nutria que sonrió a Tom de oreja a oreja. «¡Ja!», le dijo. «¡Ya te tengo, pequeño sinvergüenza entrometido! ¡Te voy a dar tu merecido por decirle a los salmones dónde estaba!». Y se puso a dar vueltas alrededor de la trampa para entrar.
Tom se sintió terriblemente asustado y todavía más cuando la nutria encontró el agujero de arriba y se embutió por él: era toda ojos y dientes. Pero antes de que introdujera la cabeza, la valiente señora langosta la agarró por la nariz y la sujetó.
Y allí estaban los tres, dentro de la trampa, dando vueltas y vueltas, apretujados. La langosta arañó a la nutria, la nutria arañó a la langosta y las dos estrujaron y aplastaron al pobre Tom hasta dejarlo sin aliento. No sé lo que habría ocurrido si no hubiera trepado por la espalda de la nutria y atravesado el agujero. Al escapar, se puso muy contento. Pero no iba a abandonar a la amiga que lo había salvado. Así que, tan pronto como vio que la cola de la langosta apuntaba hacia arriba, la sujetó y tiró de ella con todas sus fuerzas. Pero la langosta no se soltaba.
—Ven —dijo Tom—. ¿No ves que está muerta?
Y así era; estaba ahogada y muerta. Ése fue el fin de la malvada nutria. Pero la langosta seguía sin soltarse.
Y era verdad, pues Tom notó que alguien allí arriba empezaba a recoger la trampa.
Aún así, la langosta no se soltaba. Tom observó cómo se la llevaban hasta la embarcación y pensó que estaba perdida. Pero cuando la señora langosta vio al pescador, dio un coletazo tan furioso y tremendo que se escabulló de sus manos, se escapó de la trampa y se metió en el mar a buen recaudo. No obstante, se dejó allí su pinza nudosa, pues, a pesar de todo, era tan cabeza dura que ni siquiera en ese momento se le ocurrió soltarse. De modo que, como método más sencillo, al sacudirse soltó la pinza. Eso era absurdo, pero debes tener en cuenta que la langosta era una langosta irlandesa y que se crió en la isla Magee, en la boca de la Bahía de Belfast.
Tom preguntó a la langosta por qué no se le había ocurrido soltarse. Y ella contestó con determinación que entre las langostas era una cuestión de honor. Y así es, como comprobó una vez el alcalde de Plymouth a un alto precio (hace ochocientos o novecientos años, claro, pues si hubiera sucedido recientemente se hubiese considerado un asunto privado).
Un día, el alcalde se cansó de estar siempre sentado en una silla dura, de llevar una gran toga de piel con una cadena de oro alrededor del cuello, escuchando a un policía tras otro venir y canturrear: «¿Qué quiere que hagamos con el marinero bebido tan temprano, a estas horas de la mañana?»; y contestándoles exactamente de la misma manera: «A estas horas de la mañana, metedlo en el calabozo hasta que esté sobrio». Un día, cuando terminó su jornada, dio un brinco y se puso a jugar a saltar al potro con el secretario del ayuntamiento hasta que le estallaron los botones. Luego comió hasta que le estallaron algunos botones más y entonces anunció: «Hoy hay marea baja de primavera; esta tarde saldré por alcaparras».
Bueno, no se refería a esas alcaparras que se comen con cordero asado, porque el comandante de artillería de Valetta, que disfrutaba recogiéndolas, colgó una viso sobre uno de los bastiones que decía: «Aquí nadie puede recoger alcaparras salvo yo». Lo cual edificó sobremanera a los guardiamarinas del puerto y a los malteses de las escaleras de Nix Mangiare (2). Pero lo único que el alcalde quería decir era que pasaría la tarde divirtiéndose como cualquier niño y pescando langostas con un gancho de acero.
De modo que se fue a Mewstone a coger langostas y, cuando estuvo delante de una determinada grieta en las rocas, se sintió tan excitado que, en lugar de meter el gancho, metió la mano. La señora langosta estaba en casa, así que le pilló el dedo y lo sujetó.
—¡Ay! —gritó el alcalde, y tiró tan fuerte como pudo. Pero cuanto más tiraba, la langosta más lo pellizcaba, de modo que se vio forzado a quedarse quieto.
Entonces trató de meter el gancho con la otra mano, pero el agujero era demasiado estrecho.
Luego volvió a tirar, pero no podía soportar el dolor.
Después gritó y se desgañitó para pedir ayuda, pero no había nadie más cerca que los buques de guerra en la parte de dentro del rompeolas.
A continuación empezó a ponerse un poco pálido, pues la marea subía y la langosta seguía sujetándolo.
Luego se puso blanco, pues la marea le llegaba hasta las rodillas y la langosta seguía sujetándolo.
Entonces pensó en cortarse el dedo, pero necesitaba dos cosas para hacerlo: coraje y un cuchillo, y no tenía ninguna de las dos cosas.
Inmediatamente se puso amarillo, pues la marea le llegaba hasta la cintura y la langosta seguía sujetándolo.
Seguidamente pensó en todas las cosas malas que había hecho: toda la arena que había puesto en la azucarera, las hojas de endrino en el té, el agua en la melaza y la sal en el tabaco (porque su hermano era cervecero y un hombre tiene que ayudar a sus parientes).
Luego se puso azul, pues la marea le llegaba hasta el pecho y la langosta seguía sujetándolo.
Después, no lo dudo, se arrepintió totalmente de todas las cosas malas que había hecho y que ya he mencionado, y prometió enmendar su vida, como hacen demasiadas personas cuando ya no les queda vida que enmendar y por eso creen negociar un trato muy barato. Pero para desengañarlos rápidamente ahí está la vieja hada de la varita de abedul.
Y finalmente se puso de todos los colores a la vez y los ojos se le quedaron en blanco, pues el agua le llegaba hasta la barbilla y la langosta seguía sujetándolo. Entonces apareció el bote de un buque de guerra por detrás de Mewstone y sus tripulantes se fijaron en la cabeza que sobresalía por encima del agua. Uno dijo que era un barril de brandy; otro, que era un coco; el tercero, que era una boya suelta y el último, que era un buzo negro, por lo que estaba decidido a dispararle, y esto no habría sido muy agradable para el alcalde. Sin embargo, justo en ese momento les llegó tal alarido procedente del agujero que había allí en medio y el primer guardiamarina comprendió lo que era y ordenó que se acercaran tan rápido como pudiesen. Así que, de un modo u otro, los marineros sacaron a la langosta, liberaron al alcalde y lo llevaron hasta la costa en la barbacana. Tras este episodio, nunca volvió a pescar langostas y esperemos que no pusiera más sal en el tabaco, ni siquiera para vender mejor la cerveza de su hermano.
Ésta es la historia del alcalde de Plymouth, que tiene dos ventajas: la primera, que es totalmente cierta; y la segunda, que no tiene moraleja (como dice la gente que debería ocurrir con todas las buenas historias). De hecho, ninguna parte de este libro tiene moraleja porque, verás, es un cuento de hadas.
Entonces, a Tom le sucedió una cosa maravillosa, ya que no habían pasado ni cinco minutos desde que dejó a la langosta, cuando se encontró con un niño del agua. Un niño del agua vivaz y real, sentado en la arena blanca, muy atareado, junto al borde de una roca. Cuando vio a Tom, levantó la mirada un instante y luego gritó: «Anda, tú no eres uno de los nuestros. ¡Eres nuevo! ¡Oh, qué maravilla!». Y corrió hacia Tom y Tom corrió hacia él, y se abrazaron y se besaron durante mucho rato sin saber por qué. Bajo el agua no se necesitan más protocolos. Finalmente, Tom preguntó:
—¿Dónde habéis estado todo este tiempo? ¡Os he estado buscando durante tantos días y me he sentido tan solo!
—Hemos estado aquí días y días. Hay cientos de nosotros en las rocas. ¿Cómo es que no nos has visto u oído cuando cantamos y retozamos todas las noches antes de irnos a casa?
Tom volvió a mirar al niño y entonces afirmó:
—¡Pero qué maravilla! He visto seres exactamente iguales que tú una y otra vez, pero creía que eran conchas o criaturas de mar. Nunca pensé que erais niños del agua como yo.
—Venga —propuso el niño—, ven a echarme una mano. Si no, no habré terminado antes de que mis hermanos y hermanas lleguen, y ya es hora de irse a casa.
—¿Cómo quieres que te ayude?
—Se trata de esta pobre roca pequeñita y querida. Una gran piedra tosca cayó dando tumbos en la última tormenta, se le desprendió la punta entera y se le desenclavijaron todas las flores. Ahora tengo que volver a plantarle algas, coralina y anémonas, y la voy a convertir en el jardincillo de roca más hermoso de toda la costa.
Aún así, la langosta no se soltaba. Tom observó cómo se la llevaban hasta la embarcación y pensó que estaba perdida. Pero cuando la señora langosta vio al pescador, dio un coletazo tan furioso y tremendo que se escabulló de sus manos, se escapó de la trampa y se metió en el mar a buen recaudo. No obstante, se dejó allí su pinza nudosa, pues, a pesar de todo, era tan cabeza dura que ni siquiera en ese momento se le ocurrió soltarse. De modo que, como método más sencillo, al sacudirse soltó la pinza. Eso era absurdo, pero debes tener en cuenta que la langosta era una langosta irlandesa y que se crió en la isla Magee, en la boca de la Bahía de Belfast.
Tom preguntó a la langosta por qué no se le había ocurrido soltarse. Y ella contestó con determinación que entre las langostas era una cuestión de honor. Y así es, como comprobó una vez el alcalde de Plymouth a un alto precio (hace ochocientos o novecientos años, claro, pues si hubiera sucedido recientemente se hubiese considerado un asunto privado).
Un día, el alcalde se cansó de estar siempre sentado en una silla dura, de llevar una gran toga de piel con una cadena de oro alrededor del cuello, escuchando a un policía tras otro venir y canturrear: «¿Qué quiere que hagamos con el marinero bebido tan temprano, a estas horas de la mañana?»; y contestándoles exactamente de la misma manera: «A estas horas de la mañana, metedlo en el calabozo hasta que esté sobrio». Un día, cuando terminó su jornada, dio un brinco y se puso a jugar a saltar al potro con el secretario del ayuntamiento hasta que le estallaron los botones. Luego comió hasta que le estallaron algunos botones más y entonces anunció: «Hoy hay marea baja de primavera; esta tarde saldré por alcaparras».
Bueno, no se refería a esas alcaparras que se comen con cordero asado, porque el comandante de artillería de Valetta, que disfrutaba recogiéndolas, colgó una viso sobre uno de los bastiones que decía: «Aquí nadie puede recoger alcaparras salvo yo». Lo cual edificó sobremanera a los guardiamarinas del puerto y a los malteses de las escaleras de Nix Mangiare (2). Pero lo único que el alcalde quería decir era que pasaría la tarde divirtiéndose como cualquier niño y pescando langostas con un gancho de acero.
De modo que se fue a Mewstone a coger langostas y, cuando estuvo delante de una determinada grieta en las rocas, se sintió tan excitado que, en lugar de meter el gancho, metió la mano. La señora langosta estaba en casa, así que le pilló el dedo y lo sujetó.
—¡Ay! —gritó el alcalde, y tiró tan fuerte como pudo. Pero cuanto más tiraba, la langosta más lo pellizcaba, de modo que se vio forzado a quedarse quieto.
Entonces trató de meter el gancho con la otra mano, pero el agujero era demasiado estrecho.
Luego volvió a tirar, pero no podía soportar el dolor.
Después gritó y se desgañitó para pedir ayuda, pero no había nadie más cerca que los buques de guerra en la parte de dentro del rompeolas.
A continuación empezó a ponerse un poco pálido, pues la marea subía y la langosta seguía sujetándolo.
Luego se puso blanco, pues la marea le llegaba hasta las rodillas y la langosta seguía sujetándolo.
Entonces pensó en cortarse el dedo, pero necesitaba dos cosas para hacerlo: coraje y un cuchillo, y no tenía ninguna de las dos cosas.
Inmediatamente se puso amarillo, pues la marea le llegaba hasta la cintura y la langosta seguía sujetándolo.
Seguidamente pensó en todas las cosas malas que había hecho: toda la arena que había puesto en la azucarera, las hojas de endrino en el té, el agua en la melaza y la sal en el tabaco (porque su hermano era cervecero y un hombre tiene que ayudar a sus parientes).
Luego se puso azul, pues la marea le llegaba hasta el pecho y la langosta seguía sujetándolo.
Después, no lo dudo, se arrepintió totalmente de todas las cosas malas que había hecho y que ya he mencionado, y prometió enmendar su vida, como hacen demasiadas personas cuando ya no les queda vida que enmendar y por eso creen negociar un trato muy barato. Pero para desengañarlos rápidamente ahí está la vieja hada de la varita de abedul.
Y finalmente se puso de todos los colores a la vez y los ojos se le quedaron en blanco, pues el agua le llegaba hasta la barbilla y la langosta seguía sujetándolo. Entonces apareció el bote de un buque de guerra por detrás de Mewstone y sus tripulantes se fijaron en la cabeza que sobresalía por encima del agua. Uno dijo que era un barril de brandy; otro, que era un coco; el tercero, que era una boya suelta y el último, que era un buzo negro, por lo que estaba decidido a dispararle, y esto no habría sido muy agradable para el alcalde. Sin embargo, justo en ese momento les llegó tal alarido procedente del agujero que había allí en medio y el primer guardiamarina comprendió lo que era y ordenó que se acercaran tan rápido como pudiesen. Así que, de un modo u otro, los marineros sacaron a la langosta, liberaron al alcalde y lo llevaron hasta la costa en la barbacana. Tras este episodio, nunca volvió a pescar langostas y esperemos que no pusiera más sal en el tabaco, ni siquiera para vender mejor la cerveza de su hermano.
Ésta es la historia del alcalde de Plymouth, que tiene dos ventajas: la primera, que es totalmente cierta; y la segunda, que no tiene moraleja (como dice la gente que debería ocurrir con todas las buenas historias). De hecho, ninguna parte de este libro tiene moraleja porque, verás, es un cuento de hadas.
Entonces, a Tom le sucedió una cosa maravillosa, ya que no habían pasado ni cinco minutos desde que dejó a la langosta, cuando se encontró con un niño del agua. Un niño del agua vivaz y real, sentado en la arena blanca, muy atareado, junto al borde de una roca. Cuando vio a Tom, levantó la mirada un instante y luego gritó: «Anda, tú no eres uno de los nuestros. ¡Eres nuevo! ¡Oh, qué maravilla!». Y corrió hacia Tom y Tom corrió hacia él, y se abrazaron y se besaron durante mucho rato sin saber por qué. Bajo el agua no se necesitan más protocolos. Finalmente, Tom preguntó:
—¿Dónde habéis estado todo este tiempo? ¡Os he estado buscando durante tantos días y me he sentido tan solo!
—Hemos estado aquí días y días. Hay cientos de nosotros en las rocas. ¿Cómo es que no nos has visto u oído cuando cantamos y retozamos todas las noches antes de irnos a casa?
Tom volvió a mirar al niño y entonces afirmó:
—¡Pero qué maravilla! He visto seres exactamente iguales que tú una y otra vez, pero creía que eran conchas o criaturas de mar. Nunca pensé que erais niños del agua como yo.
—Venga —propuso el niño—, ven a echarme una mano. Si no, no habré terminado antes de que mis hermanos y hermanas lleguen, y ya es hora de irse a casa.
—¿Cómo quieres que te ayude?
—Se trata de esta pobre roca pequeñita y querida. Una gran piedra tosca cayó dando tumbos en la última tormenta, se le desprendió la punta entera y se le desenclavijaron todas las flores. Ahora tengo que volver a plantarle algas, coralina y anémonas, y la voy a convertir en el jardincillo de roca más hermoso de toda la costa.
Así que no pararon de
trabajar en la roca: la sembraron, allanaron la arena a su alrededor y
se lo pasaron en grande hasta que la marea empezó a subir. Entonces, Tom
oyó que los demás niños se acercaban riendo, cantando, gritando y
desgañitándose. El ruido que hacían era igual que el murmullo del agua
y, entonces, se dio cuenta de que había estado viendo y oyendo a los
niños durante todo el tiempo, sólo que no los había reconocido porque
sus ojos y oídos no estaban abiertos.
Vinieron docenas y docenas, algunos más grandes que Tom y otros más pequeños. Todos llevaban unos vestiditos de baño blancos preciosos. Cuando supieron que era nuevo, lo abrazaron y lo besaron; luego lo pusieron en el medio y bailaron a su alrededor, sobre la arena. Nunca nadie se ha sentido tan feliz como el pobrecillo Tom en aquel momento.
—Buena—gritaron todos a la vez—, tenemos que irnos a casa; si no, la marea nos dejará secos. Ya hemos remendado todas las algas rotas, hemos arreglado todos los remansos rocosos, hemos vuelto a plantar todas las conchas en la arena y nadie sabrá por dónde pasó la tormenta la semana pasada, arrollándolo todo.
Por este motivo los remansos rocosos siempre están tan bonitos y limpios, porque los niños del agua vienen desde la costa después de cada tormenta para ordenarlos, desenmarañarlos y volverlos a dejar como les corresponde.
Sólo donde los hombres lo tiran todo, puesto que son muy sucios y permiten que las cloacas vayan a parar al mar en lugar de poner los desechos en los campos como pequeñas almas prudentes y razonables; o donde tiran las cabezas de los arenques, las lijas muertas o cualquier otro residuo; o donde, de alguna manera, dejan la limpia costa hecha un desastre... allí los niños del agua no van, a veces durante cientos de años (pues no pueden soportar en absoluto que el aire apeste o sea desagradable), y dejan que las anémonas y los cangrejos lo limpien todo hasta que el pulcro mar cubra la suciedad con suave lodo y arena limpia. Entonces los niños del agua empiezan a plantar neguillas, buccinos y pepinos de mar, y vuelven a hacer un jardín bonito y vivaz, siempre y cuando la suciedad del hombre haya sido eliminada. Ésta, imagino, es la razón por la que no hay niños del agua en ninguno de los abrevaderos que has visto.
¿Y dónde está la casa de los niños del agua? En la isla de hadas de San Brandan (3).
¿No has oído nunca hablar del bendito San Brandan, que predicaba a los salvajes irlandeses en la muy y muy salvaje costa de Kerry? Lo hacían él y cinco ermitaños más, hasta que se cansaron y quisieron reposar. Pues los salvajes irlandeses no los escuchaban, ni se confesaban, ni acudían a misa, sino que preferían destilar whisky ilegalmente, bailar pater o´pee, golpearse unos a otros en la cabeza con cachiporras, dispararse desde detrás de los diques de turba, robarse el ganado y quemar las casas de otros. Por eso San Brandan y sus amigos se cansaron de ellos, no aprendían de ningún modo a ser unos cristianos pacíficos.
Así que San Brandán fue hasta la punta del Viejo Dunmore (cabo de Dunmore) y miró por encima del canal de mareas, que rugía alrededor de las Blasquets, en los confines del mundo, más allá del océano, y suspiró: «¡Ay, si tuviera alas como una paloma!». Y a lo lejos, delante del sol poniente, vislumbró un mar azul de hadas y unas islas doradas, y dijo: «Ésas son las islas de los benditos». Entonces, él y sus amigos zarparon en una balandra de pesca y se fueron navegando y navegando hacia el oeste, y ya nunca se supo nada de ellos. Sin embargo, las personas que no lo escucharon se transformaron en gorilas, y gorilas son hasta el día de hoy.
Cuando San Brandan y los ermitaños llegaron a la isla de las hadas, se la encontraron enmalezada con cedros y repleta de pájaros preciosos. Entonces, el santo se sentó debajo de los cedros y empezó a hablar a todos los pájaros del aire. A éstos les gustaron tanto sus sermones que se lo contaron a los peces del mar, que vinieron para oír hablar a San Brandan. Los peces se lo contaron a los niños del agua, que viven en las cuevas que hay debajo de las islas, y cada domingo venían a cientos, de modo que San Brandan creó una pequeña escuela muy maja de catequesis para los domingos. Allí enseñó a los niños del agua durante cientos de años, hasta que los ojos le empezaron a fallar y la barba le creció tanto que no se atrevía a andar por miedo a pisársela y caerse. Al final, él y los cinco ermitaños se durmieron profundamente bajo la sombra de los cedros y allí siguen durmiendo por el momento. Entonces, las hadas acogieron a los niños del agua y ellas mismas les dieron las lecciones.
Hay quien dice que San Brandan se despertará y empezará a enseñar a los niños de nuevo; pero hay quien cree que continuará durmiendo, para bien o para mal, hasta que lleguen las Cocqcigrues. Sin embargo, en las noches de verano tranquilas y claras, cuando el sol se hunde dentro del mar entre los cabos e islas dorados que forman las nubes, y entre rías y estuarios de un cielo de azur, los marineros imaginan ver, hacia el oeste, la isla de hadas de San Brandan.
No obstante, tanto si los hombres pueden verla como si no, hubo un tiempo en que la isla de San Brandan estuvo allí. Era una gran tierra en medio del océano, que fue hundiéndose más y más bajo las olas. El viejo Platón la llamó Atlantis y contó extrañas historias sobre los sabios que allí vivían y sobre las guerras que tuvieron lugar en los tiempos antiguos. De esa isla llegaron flores extrañas que todavía existen en esta tierra: el brezo de Cornualles, la hierba de la moneda de Cornualles, el delicado culantrillo, la saxífraga que cubre las montañas de Kerry, la pequeña grasilla de Devon, la gran grasilla azul de Irlanda, el brezo de Connemara, el helecho de la cascada de Turk y muchas otras plantas singulares. Todas son obsequios que las hadas de la isla de San Brandan han dejado a los sabios y a los niños buenos.
Pues bien, cuando Tom llegó allí, descubrió que la isla se sostenía sobre pilares y que sus bases estaban llenas de cuevas. Había pilares de basalto negro, como en Staffa; pilares de serpentina verde y carmín, como en Kynance; y pilares con franjas de arenisca roja, blanca y amarilla, como en Livermead. Había grutas azules, como las de Capri, y grutas blancas, como las de Adelsberg, todas con cortinas y pliegues hechos con algas de color violeta y carmín, verde y marrón, y con arena suave y blanca esparcida, donde dormían todas las noches los niños del agua.
Vinieron docenas y docenas, algunos más grandes que Tom y otros más pequeños. Todos llevaban unos vestiditos de baño blancos preciosos. Cuando supieron que era nuevo, lo abrazaron y lo besaron; luego lo pusieron en el medio y bailaron a su alrededor, sobre la arena. Nunca nadie se ha sentido tan feliz como el pobrecillo Tom en aquel momento.
—Buena—gritaron todos a la vez—, tenemos que irnos a casa; si no, la marea nos dejará secos. Ya hemos remendado todas las algas rotas, hemos arreglado todos los remansos rocosos, hemos vuelto a plantar todas las conchas en la arena y nadie sabrá por dónde pasó la tormenta la semana pasada, arrollándolo todo.
Por este motivo los remansos rocosos siempre están tan bonitos y limpios, porque los niños del agua vienen desde la costa después de cada tormenta para ordenarlos, desenmarañarlos y volverlos a dejar como les corresponde.
Sólo donde los hombres lo tiran todo, puesto que son muy sucios y permiten que las cloacas vayan a parar al mar en lugar de poner los desechos en los campos como pequeñas almas prudentes y razonables; o donde tiran las cabezas de los arenques, las lijas muertas o cualquier otro residuo; o donde, de alguna manera, dejan la limpia costa hecha un desastre... allí los niños del agua no van, a veces durante cientos de años (pues no pueden soportar en absoluto que el aire apeste o sea desagradable), y dejan que las anémonas y los cangrejos lo limpien todo hasta que el pulcro mar cubra la suciedad con suave lodo y arena limpia. Entonces los niños del agua empiezan a plantar neguillas, buccinos y pepinos de mar, y vuelven a hacer un jardín bonito y vivaz, siempre y cuando la suciedad del hombre haya sido eliminada. Ésta, imagino, es la razón por la que no hay niños del agua en ninguno de los abrevaderos que has visto.
¿Y dónde está la casa de los niños del agua? En la isla de hadas de San Brandan (3).
¿No has oído nunca hablar del bendito San Brandan, que predicaba a los salvajes irlandeses en la muy y muy salvaje costa de Kerry? Lo hacían él y cinco ermitaños más, hasta que se cansaron y quisieron reposar. Pues los salvajes irlandeses no los escuchaban, ni se confesaban, ni acudían a misa, sino que preferían destilar whisky ilegalmente, bailar pater o´pee, golpearse unos a otros en la cabeza con cachiporras, dispararse desde detrás de los diques de turba, robarse el ganado y quemar las casas de otros. Por eso San Brandan y sus amigos se cansaron de ellos, no aprendían de ningún modo a ser unos cristianos pacíficos.
Así que San Brandán fue hasta la punta del Viejo Dunmore (cabo de Dunmore) y miró por encima del canal de mareas, que rugía alrededor de las Blasquets, en los confines del mundo, más allá del océano, y suspiró: «¡Ay, si tuviera alas como una paloma!». Y a lo lejos, delante del sol poniente, vislumbró un mar azul de hadas y unas islas doradas, y dijo: «Ésas son las islas de los benditos». Entonces, él y sus amigos zarparon en una balandra de pesca y se fueron navegando y navegando hacia el oeste, y ya nunca se supo nada de ellos. Sin embargo, las personas que no lo escucharon se transformaron en gorilas, y gorilas son hasta el día de hoy.
Cuando San Brandan y los ermitaños llegaron a la isla de las hadas, se la encontraron enmalezada con cedros y repleta de pájaros preciosos. Entonces, el santo se sentó debajo de los cedros y empezó a hablar a todos los pájaros del aire. A éstos les gustaron tanto sus sermones que se lo contaron a los peces del mar, que vinieron para oír hablar a San Brandan. Los peces se lo contaron a los niños del agua, que viven en las cuevas que hay debajo de las islas, y cada domingo venían a cientos, de modo que San Brandan creó una pequeña escuela muy maja de catequesis para los domingos. Allí enseñó a los niños del agua durante cientos de años, hasta que los ojos le empezaron a fallar y la barba le creció tanto que no se atrevía a andar por miedo a pisársela y caerse. Al final, él y los cinco ermitaños se durmieron profundamente bajo la sombra de los cedros y allí siguen durmiendo por el momento. Entonces, las hadas acogieron a los niños del agua y ellas mismas les dieron las lecciones.
Hay quien dice que San Brandan se despertará y empezará a enseñar a los niños de nuevo; pero hay quien cree que continuará durmiendo, para bien o para mal, hasta que lleguen las Cocqcigrues. Sin embargo, en las noches de verano tranquilas y claras, cuando el sol se hunde dentro del mar entre los cabos e islas dorados que forman las nubes, y entre rías y estuarios de un cielo de azur, los marineros imaginan ver, hacia el oeste, la isla de hadas de San Brandan.
No obstante, tanto si los hombres pueden verla como si no, hubo un tiempo en que la isla de San Brandan estuvo allí. Era una gran tierra en medio del océano, que fue hundiéndose más y más bajo las olas. El viejo Platón la llamó Atlantis y contó extrañas historias sobre los sabios que allí vivían y sobre las guerras que tuvieron lugar en los tiempos antiguos. De esa isla llegaron flores extrañas que todavía existen en esta tierra: el brezo de Cornualles, la hierba de la moneda de Cornualles, el delicado culantrillo, la saxífraga que cubre las montañas de Kerry, la pequeña grasilla de Devon, la gran grasilla azul de Irlanda, el brezo de Connemara, el helecho de la cascada de Turk y muchas otras plantas singulares. Todas son obsequios que las hadas de la isla de San Brandan han dejado a los sabios y a los niños buenos.
Pues bien, cuando Tom llegó allí, descubrió que la isla se sostenía sobre pilares y que sus bases estaban llenas de cuevas. Había pilares de basalto negro, como en Staffa; pilares de serpentina verde y carmín, como en Kynance; y pilares con franjas de arenisca roja, blanca y amarilla, como en Livermead. Había grutas azules, como las de Capri, y grutas blancas, como las de Adelsberg, todas con cortinas y pliegues hechos con algas de color violeta y carmín, verde y marrón, y con arena suave y blanca esparcida, donde dormían todas las noches los niños del agua.
Para tenerlo todo limpio y
agradable, los cangrejos recogían las sobras del suelo y se las comían, igual que hacen los monos. Las rocas estaban cubiertas por diez mil
anémonas, corales y madréporas, que se pasaban el día hurgando en el
agua y la dejaban nítida y pura. Sin embargo, para compensarlos por
tener que hacer un trabajo tan desagradable, no los dejaban a todos
negros y sucios, como ocurre con los pobres deshollinadores y basureros.
No, las hadas son más consideradas y justas, y los han vestido a todos
con los colores y las formas más hermosas, hasta parecer vastos macizos de alegres flores. Si piensas que estoy diciendo bobadas, sólo puedo
decirte que es la verdad y que un anciano llamado Fourier (4) solía decir
que deberíamos hacer lo mismo con los deshollinadores y los basureros:
honrarlos en lugar de despreciarlos. Era un caballero muy listo. Pero,
desafortunadamente para él y para el mundo, estaba más loco que una
cabra.
En vez de vigilantes y policías que por la noche protegieran a las criaturas de las cosas malas, había miles y miles de serpientes de agua, que son unos seres maravillosos. Se llamaban como las Nereidas, las hadas del mar que cuidaban de ellas: Eunice y Polinoe, Filodoce y Sámate, y como las demás preciosidades que nadan alrededor de su reina Anfitrite y su carruaje de concha de camafeo. Vestían con terciopelo verde, terciopelo negro y terciopelo violeta, y estaban todas articuladas con anillos. Algunas tenían trescientos cerebros, de modo que eran unos detectives inusualmente sagaces. Algunas tenían ojos en la cola y otras tenían ojos en cada articulación, y mantenían una vigilancia muy atenta. Cuando querían tener un hijito, sólo desarrollaban uno en la punta de la cola y, cuando era capaz de cuidar de sí mismo, se soltaba; así que criaban a sus familias de un modo muy barato. Pero si cualquier cosa mala se acercaba, se abalanzaban sobre ella, entonces, cada uno de sus cientos de pies se convertía en la tienda de un cuchillero:
En vez de vigilantes y policías que por la noche protegieran a las criaturas de las cosas malas, había miles y miles de serpientes de agua, que son unos seres maravillosos. Se llamaban como las Nereidas, las hadas del mar que cuidaban de ellas: Eunice y Polinoe, Filodoce y Sámate, y como las demás preciosidades que nadan alrededor de su reina Anfitrite y su carruaje de concha de camafeo. Vestían con terciopelo verde, terciopelo negro y terciopelo violeta, y estaban todas articuladas con anillos. Algunas tenían trescientos cerebros, de modo que eran unos detectives inusualmente sagaces. Algunas tenían ojos en la cola y otras tenían ojos en cada articulación, y mantenían una vigilancia muy atenta. Cuando querían tener un hijito, sólo desarrollaban uno en la punta de la cola y, cuando era capaz de cuidar de sí mismo, se soltaba; así que criaban a sus familias de un modo muy barato. Pero si cualquier cosa mala se acercaba, se abalanzaban sobre ella, entonces, cada uno de sus cientos de pies se convertía en la tienda de un cuchillero:
guadañas, jabalinas,
podaderas, lanzas,
picos, alabardas,
horcas, hachas de guerra,
navajas, hachas,
estoques, anzuelos,
sables, punzones,
yataganes, barrenas,
crises,
tirabuzones,
espadas de Ghurka, clavos,
espadines, agujas,
y así sucesivamente...
con los
cuales apuñalaban, acribillaban, golpeaban, pinchaban, arañaban,
desgarraban, perforaban y cortaban a esas malas bestias de una forma tan
terrible que tenían que salir por pies, porque, si no, las habrían
picado a pedacitos y después se las habrían comido. Y si todo esto, cada
una de estas palabras, no fuese cierta, entonces no podríamos confiar
en los microscopios, y la Sociedad Linneana habría llegado a su fin.
Y allí estaban los niños del agua, a miles, más de los que Tom —y tú también— podría contar. Todos los niñitos que las hadas buenas acogen, porque sus crueles madres y padres no lo hacen; todos los que no reciben educación y son criados como paganos; todos los que se malogran por malos tratos, ignorancia o negligencia; todos los niñitos que mueren ahogados porque los aplastan, o porque les dan ginebra cuando son muy pequeños, o porque les dejan beber de teteras calientes o caer en el fuego. Todos los que viven en callejones, plazoletas y casas en ruinas, que mueren debido a la fiebre, el cólera, el sarampión, la escarlatina y otras dolencias desagradables que nadie debería sufrir (y que algún día nadie sufrirá, cuando la gente tenga sentido común). Todos los niñitos que han sido asesinados por patrones crueles y soldados malvados. Todos estaban allí, exceptuando, evidentemente, a los niños de Belén que fueron asesinados por el malvado rey Herodes, porque subieron al cielo hace mucho tiempo, como sabe todo el mundo, y los llamamos los Santos Inocentes.
Sin embargo, ojalá Tom hubiera dejado de hacer diabluras. Ahora que tenía un montón de compañeros de juego con quienes divertirse, ojalá hubiera dejado de atormentar a los animales bobos. En lugar de eso —siento decirlo—, seguía metiéndose con las criaturitas, con todas menos con las serpientes de agua, pues ellas no estaban dispuestas a aguantar tonterías. Así que hacía cosquillas a las madréporas para que se cerraran, asustaba a los cangrejos para que se escondieran en la arena y se asomaran para mirarlo con el rabillo del ojo, y metía piedras en la boca de las anémonas para que creyeran que era la cena.
Los demás niños lo avisaban y le decían: «Cuidado con lo que haces. La señora Quehagancontigocomohagas está a punto de venir». Pero Tom no les hacía caso. Estaba descontrolado, se sentía muy animado y tenía suerte. Hasta que un viernes por la mañana, muy temprano, la señora Quehagancontigocomohagas efectivamente llegó.
Era una dama tremenda y cuando los niños la veían se ponían todos en fila, muy rígidos, se alisaban los vestidos de baño y colocaban las manos detrás, igual que si el inspector fuera a examinarlos.
Iba con un sombrero negro, un chai negro y sin miriñaque. Llevaba unas gafas grandes y verdes, y tenía una gran nariz aguileña tan ganchuda que el caballete le sobresalía por encima de las cejas. Debajo del brazo guardaba una gran vara de abedul. Era realmente tan fea que Tom estuvo tentado de hacerle muecas; pero no lo hizo, pues no sentía ninguna admiración por el aspecto de la vara de abedul debajo del brazo.
La dama miró a los niños uno por uno. Parecía muy complacida con ellos y nunca les hacía ni una sola pregunta acerca de cómo se estaban portando. Entonces empezó a darles todo tipo de cosas del mar muy bonitas: pasteles de mar, manzanas de mar, naranjas de mar, caramelos de mar, toffees de mar y, a los más buenos, helados de mar hechos con nata de vacas de mar, que bajo el agua no se derriten.
Si no me crees, piensa esto: ¿qué es más barato y abundante que las rocas de mar? Entonces, ¿por qué no tendría que haber también toffees de mar? Todo el mundo puede encontrar limones de mar (también preparados y cortados en trozos) si los busca con la marea baja y, a veces, también uvas de mar colgando en racimos. Si vas a Niza, verás que el mercado de pescado está lleno de frutos de mar, que ellos llaman frutti di mare. Aunque supongo que ahora las llaman fruits de mer, por consideración a ese exitoso —y por lo tanto inmaculado— potentado que, al parecer, está deseoso de heredar la bendición otorgada a aquellos que acaban con los mojones de sus vecinos (5). Quizás ésta sea la razón por la que ese lugar se llama Niza (6), porque allí hay muchas cosas bonitas en el mar. Y si no es así, debería serlo.
Pues bien, Tom estuvo mirando cómo les regalaba todas estas cosas hasta que se le hizo la boca agua y sus ojos se hicieron redondos como los de un búho, ya que esperaba que le llegara su turno, y así fue. La dama lo llamó, estiró los dedos con algo entre ellos y se lo metió en la boca. Y, mira por dónde, era un guijarro asqueroso, frío y duro.
—Es usted una mujer muy cruel —se quejó Tom, y se puso a gimotear.
—¡Y tú eres un niño muy cruel que mete guijarros en la boca de las anémonas para que se las traguen y crean que han encontrado una buena cena! Eso es lo que hiciste, de modo que tengo que hacer lo mismo contigo.
—¿Quién le ha contado eso? —le preguntó Tom.
—Has sido tú, ahora mismo.
Tom no había abierto los labios, así que realmente se quedó desconcertado.
—Sí, cada uno me cuenta exactamente lo que ha hecho mal sin saberlo. Así que es inútil intentar ocultarme nada. Ahora ve, sé un niño bueno y no te meteré más guijarros en la boca si tú no metes ninguno en la de otras criaturas.
Y allí estaban los niños del agua, a miles, más de los que Tom —y tú también— podría contar. Todos los niñitos que las hadas buenas acogen, porque sus crueles madres y padres no lo hacen; todos los que no reciben educación y son criados como paganos; todos los que se malogran por malos tratos, ignorancia o negligencia; todos los niñitos que mueren ahogados porque los aplastan, o porque les dan ginebra cuando son muy pequeños, o porque les dejan beber de teteras calientes o caer en el fuego. Todos los que viven en callejones, plazoletas y casas en ruinas, que mueren debido a la fiebre, el cólera, el sarampión, la escarlatina y otras dolencias desagradables que nadie debería sufrir (y que algún día nadie sufrirá, cuando la gente tenga sentido común). Todos los niñitos que han sido asesinados por patrones crueles y soldados malvados. Todos estaban allí, exceptuando, evidentemente, a los niños de Belén que fueron asesinados por el malvado rey Herodes, porque subieron al cielo hace mucho tiempo, como sabe todo el mundo, y los llamamos los Santos Inocentes.
Sin embargo, ojalá Tom hubiera dejado de hacer diabluras. Ahora que tenía un montón de compañeros de juego con quienes divertirse, ojalá hubiera dejado de atormentar a los animales bobos. En lugar de eso —siento decirlo—, seguía metiéndose con las criaturitas, con todas menos con las serpientes de agua, pues ellas no estaban dispuestas a aguantar tonterías. Así que hacía cosquillas a las madréporas para que se cerraran, asustaba a los cangrejos para que se escondieran en la arena y se asomaran para mirarlo con el rabillo del ojo, y metía piedras en la boca de las anémonas para que creyeran que era la cena.
Los demás niños lo avisaban y le decían: «Cuidado con lo que haces. La señora Quehagancontigocomohagas está a punto de venir». Pero Tom no les hacía caso. Estaba descontrolado, se sentía muy animado y tenía suerte. Hasta que un viernes por la mañana, muy temprano, la señora Quehagancontigocomohagas efectivamente llegó.
Era una dama tremenda y cuando los niños la veían se ponían todos en fila, muy rígidos, se alisaban los vestidos de baño y colocaban las manos detrás, igual que si el inspector fuera a examinarlos.
Iba con un sombrero negro, un chai negro y sin miriñaque. Llevaba unas gafas grandes y verdes, y tenía una gran nariz aguileña tan ganchuda que el caballete le sobresalía por encima de las cejas. Debajo del brazo guardaba una gran vara de abedul. Era realmente tan fea que Tom estuvo tentado de hacerle muecas; pero no lo hizo, pues no sentía ninguna admiración por el aspecto de la vara de abedul debajo del brazo.
La dama miró a los niños uno por uno. Parecía muy complacida con ellos y nunca les hacía ni una sola pregunta acerca de cómo se estaban portando. Entonces empezó a darles todo tipo de cosas del mar muy bonitas: pasteles de mar, manzanas de mar, naranjas de mar, caramelos de mar, toffees de mar y, a los más buenos, helados de mar hechos con nata de vacas de mar, que bajo el agua no se derriten.
Si no me crees, piensa esto: ¿qué es más barato y abundante que las rocas de mar? Entonces, ¿por qué no tendría que haber también toffees de mar? Todo el mundo puede encontrar limones de mar (también preparados y cortados en trozos) si los busca con la marea baja y, a veces, también uvas de mar colgando en racimos. Si vas a Niza, verás que el mercado de pescado está lleno de frutos de mar, que ellos llaman frutti di mare. Aunque supongo que ahora las llaman fruits de mer, por consideración a ese exitoso —y por lo tanto inmaculado— potentado que, al parecer, está deseoso de heredar la bendición otorgada a aquellos que acaban con los mojones de sus vecinos (5). Quizás ésta sea la razón por la que ese lugar se llama Niza (6), porque allí hay muchas cosas bonitas en el mar. Y si no es así, debería serlo.
Pues bien, Tom estuvo mirando cómo les regalaba todas estas cosas hasta que se le hizo la boca agua y sus ojos se hicieron redondos como los de un búho, ya que esperaba que le llegara su turno, y así fue. La dama lo llamó, estiró los dedos con algo entre ellos y se lo metió en la boca. Y, mira por dónde, era un guijarro asqueroso, frío y duro.
—Es usted una mujer muy cruel —se quejó Tom, y se puso a gimotear.
—¡Y tú eres un niño muy cruel que mete guijarros en la boca de las anémonas para que se las traguen y crean que han encontrado una buena cena! Eso es lo que hiciste, de modo que tengo que hacer lo mismo contigo.
—¿Quién le ha contado eso? —le preguntó Tom.
—Has sido tú, ahora mismo.
Tom no había abierto los labios, así que realmente se quedó desconcertado.
—Sí, cada uno me cuenta exactamente lo que ha hecho mal sin saberlo. Así que es inútil intentar ocultarme nada. Ahora ve, sé un niño bueno y no te meteré más guijarros en la boca si tú no metes ninguno en la de otras criaturas.
—No sabía que hacía mal —se disculpó Tom.
—Pues ahora
ya lo sabes. La gente continuamente me dice eso, pero yo les respondo:
si no sabes que el fuego quema, no es razón para que no te queme; si no
sabes que la suciedad provoca fiebre, no es razón para que las fiebres
no te Cben matando. La langosta no sabía que hacía mal en meterse en la trampa,
pero aún así quedó atrapada.
«¡Dios mío —pensó Tom—, lo sabe todo!» Y, efectivamente, así era.
—De modo que si no sabes que las cosas están mal, no es razón para que no seas castigado por ellas. Sin embargo, no con tanta dureza, no con tanta dureza, hombrecito mío - a pesar de todo, la dama parecía muy amable-, como en el caso de que sí lo supieras.
—Bien, pero usted está siendo un poco dura con este pobre chico - repuso Tom.
—Para nada. Soy la mejor amiga que has tenido en tu vida. Aunque te advierto una cosa: no puedo evitar castigar a las personas cuando hacen algo malo. A mí me gusta tan poco como a ellas. A menudo me sabe muy, muy mal, pobres criaturas, pero no lo puedo evitar. Si intentara no hacerlo, igualmente lo haría. Porque yo trabajo por medio de un mecanismo, como un motor. Estoy llena de engranajes y muelles por dentro, y me han dado mucha cuerda, de manera que no puedo dejar de funcionar.
—¿Ha pasado mucho tiempo desde que le dieron cuerda? —preguntó Tom. Pues el muy listillo pensó: «Algún día dejará de funcionar o puede que se olviden de darle cuerda, igual que el viejo Grimes solía olvidarse de dar cuerda a su reloj cuando venía de la taberna. Entonces estaré a salvo».
—Me dieron cuerda de una vez por todas hace ya tanto tiempo que no me acuerdo.
—¡Dios mío —exclamó Tom—, debieron de crearla hace mucho tiempo!
—Yo nunca fui creada, hijo mío, y seguiré viviendo por siempre jamás, pues soy vieja como la Eternidad y, sin embargo, joven como el Tiempo.
Entonces, la dama cambió de expresión y puso una cara muy curiosa (muy solemne, muy triste y, al mismo tiempo, muy dulce). Levantó la vista y miró a la lejanía, como si traspasara el mar, el cielo, y contemplara algo muy, muy lejano. En ese momento su cara sonrió de un modo tan apacible, tierno, paciente y esperanzado que, por un instante, Tom pensó que no era fea en absoluto. Y estaba en lo cierto, pues era como tantísimas personas que no tienen ni una facción bonita en la cara y que, no obstante, resultan preciosas e inmediatamente atraen a los corazones de los niñitos porque, aunque la casa sea fea, desde las ventanas un espíritu hermoso y bueno mira hacia fuera.
Tom le sonrió; en ese instante ella parecía amabilísima. La extraña hada también sonrió y dijo:
—Sí. Acabas de pensar que soy fea, ¿verdad?
Tom se quedó cabizbajo y se le sonrojaron las orejas.
—Soy muy fea. Soy el hada más fea del mundo y seguiré siéndolo hasta que la gente se comporte como debería. Entonces me volveré tan guapa como mi hermana, que es el hada más encantadora del mundo; se llama señora Hazcomotegustariaquetehicierancontigo. Ella empieza donde yo termino y yo empiezo donde ella termina, y los que no la escuchan me escuchan a mí, como ya tendrás ocasión de comprobar. Ahora, todos vosotros ya podéis iros, excepto Tom. Él puede quedarse para ver lo que voy a hacer. Para empezar, será una buena advertencia antes de que vaya a la escuela. Tom, todos los viernes vengo aquí, llamo a los que han maltratado a los niñitos y los trato tal como ellos han hecho con los demás.
Al oír eso, Tom se asustó y corrió a esconderse debajo de una piedra, lo cual hizo enfadar mucho a los dos cangrejos que vivían allí y dio un susto de muerte a su amiga, la salpa. Pero lo por eso se movió de su escondite.
«¡Dios mío —pensó Tom—, lo sabe todo!» Y, efectivamente, así era.
—De modo que si no sabes que las cosas están mal, no es razón para que no seas castigado por ellas. Sin embargo, no con tanta dureza, no con tanta dureza, hombrecito mío - a pesar de todo, la dama parecía muy amable-, como en el caso de que sí lo supieras.
—Bien, pero usted está siendo un poco dura con este pobre chico - repuso Tom.
—Para nada. Soy la mejor amiga que has tenido en tu vida. Aunque te advierto una cosa: no puedo evitar castigar a las personas cuando hacen algo malo. A mí me gusta tan poco como a ellas. A menudo me sabe muy, muy mal, pobres criaturas, pero no lo puedo evitar. Si intentara no hacerlo, igualmente lo haría. Porque yo trabajo por medio de un mecanismo, como un motor. Estoy llena de engranajes y muelles por dentro, y me han dado mucha cuerda, de manera que no puedo dejar de funcionar.
—¿Ha pasado mucho tiempo desde que le dieron cuerda? —preguntó Tom. Pues el muy listillo pensó: «Algún día dejará de funcionar o puede que se olviden de darle cuerda, igual que el viejo Grimes solía olvidarse de dar cuerda a su reloj cuando venía de la taberna. Entonces estaré a salvo».
—Me dieron cuerda de una vez por todas hace ya tanto tiempo que no me acuerdo.
—¡Dios mío —exclamó Tom—, debieron de crearla hace mucho tiempo!
—Yo nunca fui creada, hijo mío, y seguiré viviendo por siempre jamás, pues soy vieja como la Eternidad y, sin embargo, joven como el Tiempo.
Entonces, la dama cambió de expresión y puso una cara muy curiosa (muy solemne, muy triste y, al mismo tiempo, muy dulce). Levantó la vista y miró a la lejanía, como si traspasara el mar, el cielo, y contemplara algo muy, muy lejano. En ese momento su cara sonrió de un modo tan apacible, tierno, paciente y esperanzado que, por un instante, Tom pensó que no era fea en absoluto. Y estaba en lo cierto, pues era como tantísimas personas que no tienen ni una facción bonita en la cara y que, no obstante, resultan preciosas e inmediatamente atraen a los corazones de los niñitos porque, aunque la casa sea fea, desde las ventanas un espíritu hermoso y bueno mira hacia fuera.
Tom le sonrió; en ese instante ella parecía amabilísima. La extraña hada también sonrió y dijo:
—Sí. Acabas de pensar que soy fea, ¿verdad?
Tom se quedó cabizbajo y se le sonrojaron las orejas.
—Soy muy fea. Soy el hada más fea del mundo y seguiré siéndolo hasta que la gente se comporte como debería. Entonces me volveré tan guapa como mi hermana, que es el hada más encantadora del mundo; se llama señora Hazcomotegustariaquetehicierancontigo. Ella empieza donde yo termino y yo empiezo donde ella termina, y los que no la escuchan me escuchan a mí, como ya tendrás ocasión de comprobar. Ahora, todos vosotros ya podéis iros, excepto Tom. Él puede quedarse para ver lo que voy a hacer. Para empezar, será una buena advertencia antes de que vaya a la escuela. Tom, todos los viernes vengo aquí, llamo a los que han maltratado a los niñitos y los trato tal como ellos han hecho con los demás.
Al oír eso, Tom se asustó y corrió a esconderse debajo de una piedra, lo cual hizo enfadar mucho a los dos cangrejos que vivían allí y dio un susto de muerte a su amiga, la salpa. Pero lo por eso se movió de su escondite.
Lo primero que hizo el hada fue llamar a
todos los médicos que dan tantos medicamentos a los niños pequeños (la
mayoría eran viejos, pues los jóvenes ya han aprendido, todos excepto
unos cuantos cirujanos militares que aún creen que el estómago de un
niño es muy parecido al de un granadero escocés) y los hizo ponerse en
fila. Parecían muy compungidos, pues ya sabían lo que les esperaba.
Primero, les arrancó todos los dientes y luego les hizo una sangría; después, les dio unas dosis de calomelanos, jalapa, sulfato de magnesia y diasén, azufre y melaza, y pusieron unas caras horribles. A continuación les ofreció un gran vomitivo de mostaza y agua. Y así se pasó toda la mañana. También llamó a un tropel de señoritas estúpidas que estrujan la cintura y los dedos de los pies de sus niñas. Las acordonó con ceñidos corsés y éstas se ahogaban y se ponían enfermas, la nariz se les enrojecía y las manos y los pies se les hinchaban. Luego embutió sus pobres pies en unas botas espantosamente ceñidas y las hizo bailar, lo cual hicieron con gran torpeza. Entonces les preguntó si les gustaba y, cuando dijeron que para nada, las dejó libres. Porque sólo lo habían hecho por la estúpida moda, creyendo que era por el bien de sus niñas como si la cintura de avispa y los dedos de cerdo pudiesen ser bonitos, sanos o útiles para alguien.
Más tarde llamó a las niñeras poco cuidadosas, las pinchó por todas partes y las paseó en cochecitos con correas ceñidas alrededor de sus barrigas, con las cabezas y los brazos colgando por los lados, hasta que se pusieron muy enfermas y se sintieron estúpidas. Podían haber cogido una insolación, sólo que, bajo el agua, únicamente podían haber cogido una insolación de agua, lo cual te aseguro que es casi igual de malo, como comprobarás si intentas ponerte debajo de la rueda de un molino. Recuérdalo: cuando oigas un ruido sordo en el fondo del mar, los marineros te dirán que es marejada de fondo; sin embargo, ahora ya sabes de que se trata: es la vieja dama paseando a las niñeras en cochecito.
Por entonces se sintió tan cansada que tuvo que irse a almorzar. Después del almuerzo, volvió a ponerse manos a la obra y llamó a todos los maestros crueles: regimientos y brigadas enteras. Cuando el hada los vio, frunció el ceño de un modo terrible y empezó a trabajar en serio, como si la mejor parte de la tarea diaria aún tuviese que llegar. Más de la mitad de los maestros eran monjes viejos asquerosos, sucios, desaliñados, mugrientos y malolientes que, en vez de atreverse a golpear a un hombre de su talla, se divertían pegando a los niños pequeños, tal como puedes ver en el cuadro del viejo Papa Gregorio (aunque fuera un hombre justo cuando se inmiscuía en cosas que podía entender), enseñando a unos niños a cantar el do-re-mi-fa con un azote de nueve ramales debajo de su silla. Como no tenían hijos, se les metió en la cabeza (como todavía ocurre con algunos) que eran las únicas personas del mundo que sabían manejar a los niños: fueron los primeros que importaron a Inglaterra, en los antiguos tiempos anglosajones, la moda de tratar a los niñosy niñas descarados, peor de lo que a un perro o a un caballo. Pero la señora Quehagancontigocomohagas se ocupó de ellos hace ya mucho tiempo y les hizo probar sus propias varas (y puede que les sentara muy bien).
Les dio unos buenos cachetes, los golpeó en la coronilla con reglas, les pegó con la palmeta en las manos y los acusó de contar mentiras y de ser tal o cual suerte de gente. Y cuanto más se indignaban, juraban por su honor y aseguraban que decían la verdad, más afirmaba ella que no, que sólo contaban mentiras. Finalmente, los azotó a todos de forma contundente con su gran vara de abedul e impuso a cada uno el castigo de aprenderse de memoria trescientas mil líneas de hebreo antes del viernes siguiente. Al oírlo, todos gritaron y aullaron tanto que sus bocanadas subieron mar arriba como las burbujas del agua con gas. Y eso explica que haya burbujas en el mar. Existen otras razones, pero ésa es la que principalmente concierne a los chiquillos.
Para entonces, el hada estaba tan cansada que se alegró de dejar de trabajar, puesto que ese día había hecho una buena tarea.
A Tom, la vieja dama no le disgustaba del todo. Pero no podía evitar pensar que era un poco rencorosa (y no me extraña que lo sea, la pobrecilla, pues si para volverse guapa tiene que esperar a que las personas hagan como quisieran que les hicieran a ellas, tendrá que pasar muchísimo tiempo).
¡Pobre señora Quehagancontigocomohagas! Le aguarda un trabajo muy duro y en abundancia. Todo habría ido mejor si hubiera sido lavandera de nacimiento y pasara el día sobre un baldea; pero, mira, la gente no siempre puede escoger la profesión que quiere.
Sin embargo, Tom deseaba hacerle una pregunta. A pesar de todo, cuando ella lo miraba, no parecía en absoluto enojada. De vez en cuando, se le dibujaba una sonrisa divertida en la cara y se reía entre dientes de una forma que dio coraje a Tom hasta que preguntó:
—Usted perdone, señorita, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Pues claro, cielo.
—¿Por qué no trae aquí a todos los patronos malos y les da también su merecido? Los intermediarios que dan palizas a los pobres niños mineros, los de las fábricas de clavos que liman la nariz a los chiquillos y les dan martillazos en los dedos y todos los patronos deshollinadores, como mi patrón, Grimes. Lo vi caer en el agua hace mucho tiempo, así que estaba seguro de que estaría aquí. Estoy convencido de que fue lo bastante malo conmigo.
Entonces la vieja dama adoptó un aspecto tan severo que Tom se asustó mucho y se arrepintió de haber sido tan atrevido. Pero no estaba enfadada con él. Únicamente respondió:
—Los vigilo durante toda la semana y ahora están en un lugar que es muy distinto a éste, porque sabían que estaban obrando mal.
Habló muy bajito, pero había algo en su voz que hizo que Tom sintiera un hormigueo de pies a cabeza, como si se hubiera metido en un cúmulo de ortigas de mar.
—En cambio, estas personas —prosiguió—, no sabían que estaban obrando mal. Sólo eran estúpidas e impacientes y, por lo tanto, sólo las castigo hasta que sean pacientes y aprendan a utilizar el sentido común como seres razonables. Sin embargo, en cuanto a los deshollinadores, los niños mineros y los chiquillos de las fábricas de clavos, mi hermana ha puesto a buenas personas para detener ese tipo de cosas. Y le estoy muy agradecida, pues si ella consigue evitar que los patronos crueles maltraten a los pobres niños, yo me volveré hermosa como mínimo mil años antes. Y ahora sé bueno y haz como quisieras que te hicieran a ti, lo cual ellos no hicieron, y entonces, cuando el próximo domingo venga mi hermana, Madame Hazcomotegustariaquehicierancontigo, puede que te haga caso y te enseñe cómo debes comportarte. Ella entiende de eso mejor que yo.
Y se fue.
Tom se alegró mucho de oír que no había ninguna posibilidad de volver a encontrarse con Grimes, aunque le daba un poco de lástima, teniendo en cuenta que a veces solía darle los restos de su cerveza. Así pues, Tom se propuso ser bueno durante todo el sábado. Y así fue, pues no asustó a ningún cangrejo, ni hizo cosquillas a ningún coral vivo, ni metió ninguna piedra en la boca de las anémonas para hacerles creer que era la cena. Cuando llegó el domingo por la mañana, se presentó la señora Hazcomotegustariaquehicierancontigo. Los niños pequeños empezaron a bailar y a dar palmas, y Tom también bailó con todas sus fuerzas.
En cuanto a esta hermosa dama, no sabría decirte de qué color era su pelo ni sus ojos. Y Tom tampoco, pues cuando alguien la mira, todo lo que puede pensar es que tiene la cara más dulce, amable, tierna, divertida y alegre que nunca haya deseado ver. Tom se fijó en que era una dama muy alta, igual de alta que su hermana; pero, en lugar de ser retorcida y callosa, escamosa y espinosa, era la criatura más bonita, suave, rechoncha, tersa, cariñosa, adorable y deliciosa que nunca había arrullado a un niño. Entendía muchísimo de niños, pues había muchos que eran suyos, hileras y regimientos enteros, y aún hoy sigue teniéndolos. Siempre que disponía de tiempo libre, su gran deleite era jugar con los niños, con lo cual demostraba ser una mujer con sentido común, pues los niños son la mejor compañía y los compañeros de juego más agradables del mundo; al menos, eso es lo que creen todos los sabios del planeta. Por lo tanto, cuando los niños la vieron, naturalmente fueron todos hacia ella, la estiraron hasta que se sentó sobre una piedra, se subieron en su regazo, se colgaron de su cuello y la tomaron de las manos. Entonces, todos se metieron los pulgares en la boca y empezaron a arrimarse y a ronronear como gatitos, tal como deberían haber hecho.
Mientras tanto, los que no encontraron sitio se sentaron sobre la arena y acurrucaron los pies (pues, verás, en el agua nadie lleva zapatos, salvo las vigilantes de la playa, que tienen miedo de que los niños del agua les pinchen los callos de los pies). Tom se quedó observándolos, ya que no comprendía lo que pasaba.
—Y tú, ¿quién eres, cariño mío? —preguntó la dama.
—¡Ah, ése es el nuevo! —gritaron todos, sacándose los pulgares de la boca—. Nunca ha tenido una madre. —Y todos volvieron a meterse el pulgar en la boca, pues no querían perder ni un minuto.
—Entonces yo seré su madre y tendrá el mejor sitio. Así que todos vosotros salid ahora mismo.
Levantó dos brazadas de niños —novecientos debajo de un brazo y mil trescientos debajo del otro— y los lanzó al agua, hacia la derecha y hacia la izquierda. Sin embargo, se inmutaron tan poco como los niños malos de Struwelpeter cuando Santa Claus los remojó en el tintero. Y ni siquiera se sacaron los pulgares de la boca, sino que volvieron hacia el hada chapoteando y serpenteando igual que renacuajos, hasta que llegó un momento en que no se la podía distinguir debido al enjambre de niños que la cubría de pies a cabeza.
Pero tomó a Tom en brazos y lo acomodó en el lugar más acogedor de todos; lo besó, le dio palmaditas y le habló con voz tierna y baja de cosas de las que él nunca había oído hablar en su vida. Tom la miró a los ojos y la amó, la amó hasta que se quedó profundamente dormido de puro amor.
Cuando se despertó, ella estaba contando un cuento a los demás niños. ¿Qué cuento les contaba? Les contó un cuento que comienza cada Nochebuena y que, sin embargo, no termina jamás de los jamases. Mientras hablaba, los niños se sacaron los pulgares de la boca y escucharon muy serios, aunque para nada tristes, pues nunca les contaba nada triste. Tom también escuchaba y en ningún momento se cansó de escuchar. Estuvo escuchando tanto rato que se volvió a quedar profundamente dormido y, cuando se despertó, la dama todavía estaba arrullándolo.
Primero, les arrancó todos los dientes y luego les hizo una sangría; después, les dio unas dosis de calomelanos, jalapa, sulfato de magnesia y diasén, azufre y melaza, y pusieron unas caras horribles. A continuación les ofreció un gran vomitivo de mostaza y agua. Y así se pasó toda la mañana. También llamó a un tropel de señoritas estúpidas que estrujan la cintura y los dedos de los pies de sus niñas. Las acordonó con ceñidos corsés y éstas se ahogaban y se ponían enfermas, la nariz se les enrojecía y las manos y los pies se les hinchaban. Luego embutió sus pobres pies en unas botas espantosamente ceñidas y las hizo bailar, lo cual hicieron con gran torpeza. Entonces les preguntó si les gustaba y, cuando dijeron que para nada, las dejó libres. Porque sólo lo habían hecho por la estúpida moda, creyendo que era por el bien de sus niñas como si la cintura de avispa y los dedos de cerdo pudiesen ser bonitos, sanos o útiles para alguien.
Más tarde llamó a las niñeras poco cuidadosas, las pinchó por todas partes y las paseó en cochecitos con correas ceñidas alrededor de sus barrigas, con las cabezas y los brazos colgando por los lados, hasta que se pusieron muy enfermas y se sintieron estúpidas. Podían haber cogido una insolación, sólo que, bajo el agua, únicamente podían haber cogido una insolación de agua, lo cual te aseguro que es casi igual de malo, como comprobarás si intentas ponerte debajo de la rueda de un molino. Recuérdalo: cuando oigas un ruido sordo en el fondo del mar, los marineros te dirán que es marejada de fondo; sin embargo, ahora ya sabes de que se trata: es la vieja dama paseando a las niñeras en cochecito.
Por entonces se sintió tan cansada que tuvo que irse a almorzar. Después del almuerzo, volvió a ponerse manos a la obra y llamó a todos los maestros crueles: regimientos y brigadas enteras. Cuando el hada los vio, frunció el ceño de un modo terrible y empezó a trabajar en serio, como si la mejor parte de la tarea diaria aún tuviese que llegar. Más de la mitad de los maestros eran monjes viejos asquerosos, sucios, desaliñados, mugrientos y malolientes que, en vez de atreverse a golpear a un hombre de su talla, se divertían pegando a los niños pequeños, tal como puedes ver en el cuadro del viejo Papa Gregorio (aunque fuera un hombre justo cuando se inmiscuía en cosas que podía entender), enseñando a unos niños a cantar el do-re-mi-fa con un azote de nueve ramales debajo de su silla. Como no tenían hijos, se les metió en la cabeza (como todavía ocurre con algunos) que eran las únicas personas del mundo que sabían manejar a los niños: fueron los primeros que importaron a Inglaterra, en los antiguos tiempos anglosajones, la moda de tratar a los niñosy niñas descarados, peor de lo que a un perro o a un caballo. Pero la señora Quehagancontigocomohagas se ocupó de ellos hace ya mucho tiempo y les hizo probar sus propias varas (y puede que les sentara muy bien).
Les dio unos buenos cachetes, los golpeó en la coronilla con reglas, les pegó con la palmeta en las manos y los acusó de contar mentiras y de ser tal o cual suerte de gente. Y cuanto más se indignaban, juraban por su honor y aseguraban que decían la verdad, más afirmaba ella que no, que sólo contaban mentiras. Finalmente, los azotó a todos de forma contundente con su gran vara de abedul e impuso a cada uno el castigo de aprenderse de memoria trescientas mil líneas de hebreo antes del viernes siguiente. Al oírlo, todos gritaron y aullaron tanto que sus bocanadas subieron mar arriba como las burbujas del agua con gas. Y eso explica que haya burbujas en el mar. Existen otras razones, pero ésa es la que principalmente concierne a los chiquillos.
Para entonces, el hada estaba tan cansada que se alegró de dejar de trabajar, puesto que ese día había hecho una buena tarea.
A Tom, la vieja dama no le disgustaba del todo. Pero no podía evitar pensar que era un poco rencorosa (y no me extraña que lo sea, la pobrecilla, pues si para volverse guapa tiene que esperar a que las personas hagan como quisieran que les hicieran a ellas, tendrá que pasar muchísimo tiempo).
¡Pobre señora Quehagancontigocomohagas! Le aguarda un trabajo muy duro y en abundancia. Todo habría ido mejor si hubiera sido lavandera de nacimiento y pasara el día sobre un baldea; pero, mira, la gente no siempre puede escoger la profesión que quiere.
Sin embargo, Tom deseaba hacerle una pregunta. A pesar de todo, cuando ella lo miraba, no parecía en absoluto enojada. De vez en cuando, se le dibujaba una sonrisa divertida en la cara y se reía entre dientes de una forma que dio coraje a Tom hasta que preguntó:
—Usted perdone, señorita, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Pues claro, cielo.
—¿Por qué no trae aquí a todos los patronos malos y les da también su merecido? Los intermediarios que dan palizas a los pobres niños mineros, los de las fábricas de clavos que liman la nariz a los chiquillos y les dan martillazos en los dedos y todos los patronos deshollinadores, como mi patrón, Grimes. Lo vi caer en el agua hace mucho tiempo, así que estaba seguro de que estaría aquí. Estoy convencido de que fue lo bastante malo conmigo.
Entonces la vieja dama adoptó un aspecto tan severo que Tom se asustó mucho y se arrepintió de haber sido tan atrevido. Pero no estaba enfadada con él. Únicamente respondió:
—Los vigilo durante toda la semana y ahora están en un lugar que es muy distinto a éste, porque sabían que estaban obrando mal.
Habló muy bajito, pero había algo en su voz que hizo que Tom sintiera un hormigueo de pies a cabeza, como si se hubiera metido en un cúmulo de ortigas de mar.
—En cambio, estas personas —prosiguió—, no sabían que estaban obrando mal. Sólo eran estúpidas e impacientes y, por lo tanto, sólo las castigo hasta que sean pacientes y aprendan a utilizar el sentido común como seres razonables. Sin embargo, en cuanto a los deshollinadores, los niños mineros y los chiquillos de las fábricas de clavos, mi hermana ha puesto a buenas personas para detener ese tipo de cosas. Y le estoy muy agradecida, pues si ella consigue evitar que los patronos crueles maltraten a los pobres niños, yo me volveré hermosa como mínimo mil años antes. Y ahora sé bueno y haz como quisieras que te hicieran a ti, lo cual ellos no hicieron, y entonces, cuando el próximo domingo venga mi hermana, Madame Hazcomotegustariaquehicierancontigo, puede que te haga caso y te enseñe cómo debes comportarte. Ella entiende de eso mejor que yo.
Y se fue.
Tom se alegró mucho de oír que no había ninguna posibilidad de volver a encontrarse con Grimes, aunque le daba un poco de lástima, teniendo en cuenta que a veces solía darle los restos de su cerveza. Así pues, Tom se propuso ser bueno durante todo el sábado. Y así fue, pues no asustó a ningún cangrejo, ni hizo cosquillas a ningún coral vivo, ni metió ninguna piedra en la boca de las anémonas para hacerles creer que era la cena. Cuando llegó el domingo por la mañana, se presentó la señora Hazcomotegustariaquehicierancontigo. Los niños pequeños empezaron a bailar y a dar palmas, y Tom también bailó con todas sus fuerzas.
En cuanto a esta hermosa dama, no sabría decirte de qué color era su pelo ni sus ojos. Y Tom tampoco, pues cuando alguien la mira, todo lo que puede pensar es que tiene la cara más dulce, amable, tierna, divertida y alegre que nunca haya deseado ver. Tom se fijó en que era una dama muy alta, igual de alta que su hermana; pero, en lugar de ser retorcida y callosa, escamosa y espinosa, era la criatura más bonita, suave, rechoncha, tersa, cariñosa, adorable y deliciosa que nunca había arrullado a un niño. Entendía muchísimo de niños, pues había muchos que eran suyos, hileras y regimientos enteros, y aún hoy sigue teniéndolos. Siempre que disponía de tiempo libre, su gran deleite era jugar con los niños, con lo cual demostraba ser una mujer con sentido común, pues los niños son la mejor compañía y los compañeros de juego más agradables del mundo; al menos, eso es lo que creen todos los sabios del planeta. Por lo tanto, cuando los niños la vieron, naturalmente fueron todos hacia ella, la estiraron hasta que se sentó sobre una piedra, se subieron en su regazo, se colgaron de su cuello y la tomaron de las manos. Entonces, todos se metieron los pulgares en la boca y empezaron a arrimarse y a ronronear como gatitos, tal como deberían haber hecho.
Mientras tanto, los que no encontraron sitio se sentaron sobre la arena y acurrucaron los pies (pues, verás, en el agua nadie lleva zapatos, salvo las vigilantes de la playa, que tienen miedo de que los niños del agua les pinchen los callos de los pies). Tom se quedó observándolos, ya que no comprendía lo que pasaba.
—Y tú, ¿quién eres, cariño mío? —preguntó la dama.
—¡Ah, ése es el nuevo! —gritaron todos, sacándose los pulgares de la boca—. Nunca ha tenido una madre. —Y todos volvieron a meterse el pulgar en la boca, pues no querían perder ni un minuto.
—Entonces yo seré su madre y tendrá el mejor sitio. Así que todos vosotros salid ahora mismo.
Levantó dos brazadas de niños —novecientos debajo de un brazo y mil trescientos debajo del otro— y los lanzó al agua, hacia la derecha y hacia la izquierda. Sin embargo, se inmutaron tan poco como los niños malos de Struwelpeter cuando Santa Claus los remojó en el tintero. Y ni siquiera se sacaron los pulgares de la boca, sino que volvieron hacia el hada chapoteando y serpenteando igual que renacuajos, hasta que llegó un momento en que no se la podía distinguir debido al enjambre de niños que la cubría de pies a cabeza.
Pero tomó a Tom en brazos y lo acomodó en el lugar más acogedor de todos; lo besó, le dio palmaditas y le habló con voz tierna y baja de cosas de las que él nunca había oído hablar en su vida. Tom la miró a los ojos y la amó, la amó hasta que se quedó profundamente dormido de puro amor.
Cuando se despertó, ella estaba contando un cuento a los demás niños. ¿Qué cuento les contaba? Les contó un cuento que comienza cada Nochebuena y que, sin embargo, no termina jamás de los jamases. Mientras hablaba, los niños se sacaron los pulgares de la boca y escucharon muy serios, aunque para nada tristes, pues nunca les contaba nada triste. Tom también escuchaba y en ningún momento se cansó de escuchar. Estuvo escuchando tanto rato que se volvió a quedar profundamente dormido y, cuando se despertó, la dama todavía estaba arrullándolo.
—No te vayas —susurró el pequeño Tom—. Esto es muy bonito. Nunca nadie me había abrazado.
—No te vayas —repitieron todos los niños—. Aún no nos has cantado una canción.
—Bueno, sólo tengo tiempo para una. Así que, ¿cuál queréis?
—¡La muñequita que perdiste! ¡La muñequita que perdiste! —gritaron a la vez todos los niños. Entonces la extraña hada cantó:
—Bien —le dijo el hada a Tom—, hazlo por mí. ¿Vas a ser bueno y vas a dejar de atormentar a las bestias del mar hasta que vuelva?
—¿Volverás a abrazarme? —le preguntó el pobrecillo Tom.
—Por supuesto que sí, pichoncito. Me gustaría llevarte conmigo y darte abrazos durante todo el camino, sólo que no debo hacerlo.
Y entonces se marchó.
—No te vayas —repitieron todos los niños—. Aún no nos has cantado una canción.
—Bueno, sólo tengo tiempo para una. Así que, ¿cuál queréis?
—¡La muñequita que perdiste! ¡La muñequita que perdiste! —gritaron a la vez todos los niños. Entonces la extraña hada cantó:
Tuve una vez, queridos, una dulce muñeca,
la más linda del mundo.
De mejillas muy rojas y muy blancas, amigos,
y de rizos encantadores.
Perdí un día a mi pobre muñequita, queridos,
mientras jugaba entre los brezos.
Lloré por ella más de una semana, amigos,
y no pude encontrarla.
Encontré un día a mi pobre muñeca, amigos,
mientras jugaba entre los brezos.
Todos dicen que está muy cambiada, queridos,
pues se le han ido los colores,
y las vacas, de paso, le han roto un brazo, amigos,
y ya no tiene rizos en el pelo.
Pero, a pesar de todo, sigue riendo, queridos,
la más linda del mundo.
¡A qué hada se le ocurre cantar una canción tan tonta!
¡Y cuidado que son bobos los niños del agua, que parecían fascinados con ella!
Pero verás, en las profundidades del mar no tienen la ventaja de contar con las Conversaciones de la Tía Agitate.
—Bien —le dijo el hada a Tom—, hazlo por mí. ¿Vas a ser bueno y vas a dejar de atormentar a las bestias del mar hasta que vuelva?
—¿Volverás a abrazarme? —le preguntó el pobrecillo Tom.
—Por supuesto que sí, pichoncito. Me gustaría llevarte conmigo y darte abrazos durante todo el camino, sólo que no debo hacerlo.
Y entonces se marchó.
Así que Tom trató de ser bueno y, después de este episodio, mientras
vivió, dejó de atormentar a las bestias del mar. Y te aseguro que aún
está muy vivo.
¡Qué buenos serían los niños si tuvieran una mamá amable y cariñosa que los abrazara y les contara cuentos!. Y cómo les asustaría ser malos y hacer brotar lágrimas en los bonitos ojos de sus madres.
¡Qué buenos serían los niños si tuvieran una mamá amable y cariñosa que los abrazara y les contara cuentos!. Y cómo les asustaría ser malos y hacer brotar lágrimas en los bonitos ojos de sus madres.
Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo VI - Charles Kingsley"
(1) Personaje de Hamlet
(2) "Nada de comer" en italiano coloquial
(3) Brandan el navegante fue un monje evangelizador irlandés del siglo VI protagonista de relatos de viajes medievales muy conocidos dentro de la cultura celta.
(4) Filósofo francés, socialista y teórico del socialismo utópico
(5) Se refiere a la guerra franco-austríaca de 1859
(6) Niza en inglés es Nice, que en inglés significa también bonito. Es un juego de palabras
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