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jueves, 21 de marzo de 2013

Los niños del agua - Capítulo VIII - Final y Moraleja - Charles Kingsley



CAPÍTULO VIII

y final...


 ¡Venid, oh niños, acercaos!
 Oigo vuestras voces jugando;
 y las cuestiones que me tenían desconcertado
 del todo se desvanececieron.

 Habéis abierto las ventanas
del Este, que miran al sol,
donde pensar es un gorjeo de aves,
donde fluyen las fuentes del albor.

 Pues, ¿de que valen nuestra agudeza
y la ciencia de nuestros libros
comparado con las caricias
y el gozo de vuestras miradas?

 Las baladas y las canciones
son inferiores a vosotros:
vosotros sois poemas vivos,
y ellas son sólo letra muerta.
 LONGFELLOW

Aquí comienza la narración que no-se-debe-analizar-más-de-la-cuenta, de la noningentésima nonagésima novena parte de las cosas maravillosas que Tom vio en su viaje al Otrofindeningunaparte. Todos los niños buenos tienen que leerla para que, en el caso de que algún día vayan a Otrofindeningunaparte, como muy posiblemente harán, no suelten una carcajada, ni traten de huir, ni hagan ninguna otra vulgar tontería que pueda ofender a la señora Quehagancontigocomohagas.

Nada más dejar el Lagodepaz, Tom fue a parar al blanco regazo de la gran madre del mar —a diez mil brazas de profundidad—, donde ésta se pasa todo el día preparando la masa del mundo para que los gigantes del vapor la amasen y los gigantes del fuego la cuezan hasta que se levante y se endurezca formando panes de montaña y pasteles de isla.

Tom estuvo a punto de ser amasado en la masa del mundo y de ser convertido en un niño del agua fósil, lo cual habría asombrado a la Sociedad Geológica de Nueva Zelanda al cabo de unos cuantos cientos de miles de años.

Cuando iba andando por el suave y blanco fondo del océano, en el silencio del crepúsculo del mar, oyó un silbido, un rugido, un golpeteo y un bombeo, como si estuvieran juntas todas las máquinas a vapor del mundo. Cuando se acercó, el agua empezó a hervir, aunque no le hizo el menor daño; lo que pasa es que también era fétida como las gachas y a cada momento se tropezaba con conchas, peces, tiburones, focas y ballenas, todos muertos debido a la alta temperatura del agua.

Finalmente, se topó con la gran serpiente de mar en persona, que yacía muerta en el fondo. Como era demasiado gruesa para pasar por encima, Tom tuvo que rodearla durante más de un kilómetro, lo cual lamentablemente lo desvió de su camino y, después de hacer todo el rodeo, llegó a un lugar llamado Pare. Allí se paró, justo a tiempo.

Se encontraba en el borde de un vasto agujero en el fondo del mar, del cual surgía, claro y rugiente, suficiente vapor como para hacer funcionar todas las máquinas del mundo a la vez. El vapor era tan claro que por momentos se hacía transparente y Tom podía alcanzar con la vista casi hasta la superficie del agua, allá arriba, y hacia abajo podía ver dentro del hoyo hasta quién sabe dónde.

Pero al asomar la cabeza por el borde recibió tal apedreada de guijarros en la nariz que dio un salto hacia atrás. El vapor, al salir disparado hacia la superficie, desmoronaba los costados del agujero, lanzándolo todo mar arriba en medio de un chorro de lodo, gravilla y cenizas; después se esparcía por todas partes y volvía a caer, dejando a los peces muertos tan enterrados que en menos de cinco minutos Tom quedó cubierto por el cieno hasta los tobillos y empezó a tener miedo de acabar enterrado vivo.

Y quizás hubiera acabado así, pero, mientras pensaba en cómo salir, el pedazo de tierra que pisaba se resquebrajó con fuerza y salió despedido hacia arriba, arrojándolo casi dos kilómetros mar adentro. Tom se preguntó qué sucedería a continuación.

Finalmente se detuvo —¡patapum!— y se quedó agarrado a las patas del espectro más maravilloso que jamás hubiera visto.

Tenía no sé cuántas alas que, como las aspas de un molino de viento, eran grandes y sobresalían en forma de anillo. Gracias a ellas se elevaba por encima del vapor, igual que una pelota que se mantiene sostenida encima del chorro de una fuente. Por cada ala en la parte de arriba tenía una pata en la parte de abajo, con una zarpa en forma de peine en la punta y un orificio nasal en la raíz; en el medio, no tenía barriga, sino un ojo; y en cuanto a la boca, la tenía apartada hacia un lado, igual que un tubérculo en forma de estrella de mar. Es cierto, era una bestia muy rara, pero no más que unas cuantas docenas que puede que te encuentres.

 —¿Qué quieres —gritó muy malhumorada—, por qué te cruzas en mi camino? —Entonces trató de deshacerse de Tom. Pero éste, pensando que lo más seguro era no moverse, se quedó agarrado a las zarpas.

Tom le dijo quién era y hacia dónde se dirigía. Acto seguido, aquella cosa parpadeó con su único ojo y afirmó con desdén:

 —Soy demasiado viejo como para que me tomen el pelo así. Has venido a buscar oro, lo sé.
 —¡Oro! ¿Qué es el oro?

Realmente, Tom no lo sabía, pero el desconfiado espectro no le creyó.

Al cabo de un rato, Tom empezó a comprenderlo un poco. Cuando los vapores subían por el agujero, el espectro los olía con sus orificios y los examinaba y los separaba con sus peines. Luego, mientras seguían subiendo, pasando por en medio de los peines y chocando contra las alas, se transformaban en chorros e hilos de metal. De un ala caía oro molido; de otra, plata; de otra, cobre; de otra, hojalata; de otra, plomo y así sucesivamente, depositándose en el suave lodo, entre las venas y las grietas y solidificándose. Por eso las rocas están llenas de metales.
Entonces, de repente, alguien allí abajo cortó el vapor, y el agujero se vació en un instante y el agua empezó a bajar formando tal remolino que el espectro dio vueltas y más vueltas a la velocidad de una peonza. Allí acabó su jornada de trabajo, tranquilamente, igual que el bonito parto de una perra, así que todo lo que hizo fue decirle a Tom:
 —Joven, si te lo has tomado en serio, que no lo creo, ahora es tu oportunidad para bajar.
 —Te lo voy a demostrar muy pronto —aseguró Tom, y se lanzó, con la misma valentía que el Barón Munchausen (1), arrojándose por la precipitada catarata como un salmón de Ballisodare.
Cuando llegó al fondo, nadó y fue arrastrado hasta la costa, a buen recaudo, en el Otrofinaldeningunaparte. Como le ocurre a la mayoría, y para sorpresa suya, le pareció más bien Estefindealgunaparte, algo muy distinto de lo que se esperaba.
Primero, pasó por el país de Papeldesperdiciado, donde se amontonan cuesta arriba y cuesta abajo todos los libros estúpidos como las hojas de un bosque invernal. Vio a gente hurgando y escarbando para hacer libros aún peores que los malos y separando la broza para aprovechar el polvo. Así hacían un buen negocio, sobre todo con los niños.
Luego anduvo junto al mar de las sensiblerías, por la montaña de los desastres y por el territorio de las golosinas, donde el suelo era muy empalagoso, pues estaba todo hecho de toffee malo (no como el toffee de Everton, claro) y estaba lleno de grietas y agujeros profundos, rellenos hasta reventar de fruta caída a causa del viento y de frutas confitadas, endrinas, manzanas acidas, arándanos, escaramujos, marzoletas y todas las porquerías que los niños, si las encuentran, se comen. Pero en ese país, las hadas se esfuerzan al máximo para esconderlas, lo cual resulta un trabajo muy duro y sumamente inútil. Pues tan pronto como esconden los desechos viejos, la gente estúpida y malvada produce nuevos desechos llenos de cal y de pinturas venenosas. De hecho, roban recetas del gran libro de la vieja Madame Ciencia, inventan venenos para los niños y los venden en las verbenas, en las ferias y en las tiendas de golosinas. Perfecto. Que sigan así. El doctor Letheby y el doctor Hassal (2) no los podrán pillar, aunque se pasen todo el día poniéndoles trampas. Sin embargo, el hada de la vara de abedul los pillará a todos a tiempo, los pondrá en sus tiendas, en una esquina, y les hará comer todas las golosinas que hay hasta la otra esquina. Y cuando acaben, tendrán un dolor de barriga tan fuerte que los curará de las ganas de envenenar a los niños.
Después vio a toda la gente pequeña del mundo, escribiendo todos los libros pequeños del mundo acerca de todas las demás personas pequeñas del mundo, seguramente porque no tenían ninguna gran persona sobre la cual escribir. Y cuando los libros no se llamaban Squeeky, The Pumplighter, The Narrow Narrow World, The Hills of the Chattermuch o The Children's Twaddeday (3), tenían otros títulos. Las demás personas pequeñas del mundo leían estos libros y todas se creían igual de buenas que el presidente. Puede que tuvieran razón, porque allá cada cual con lo suyo. Sin embargo, Tom prefería un buen cuento de hadas alegre, sobre Jack el Matagigantes (4) o La bella y la bestia (5), ya que aprendía cosas que todavía no sabía.
Después se acercó al núcleo de la creación (el centro, lo llaman allí), que se encuentra a 42,21 grados de latitud y a 108,56 grados de longitud.
Allí se encontró a todos los hombres sabios que, mientras sus casas ardían delante de sus narices, instruían a la humanidad en la ciencia del espiritismo. Cuando Tom los avisó de que había fuego, inmediatamente organizaron una reunión de indignación y decidieron unánimemente que había que colgar al perro de Tom por haber venido a su país con pólvora en la boca. Tom no pudo evitar decir que, aunque ellos creían que doscientos años antes se habían llevado toda la inteligencia de Lincolnshire, en el caso de que hubiera habido tan sólo un noble de Lincolnshire entre ellos, como el gran Lord Yarborough, éste habría llamado a los bomberos antes de colgar al perro de los demás. Sin embargo, no le sirvió de nada y al fin el perro fue ahorcado. Ni siquiera permitieron que Tom se quedara con el cuerpo muerto, pues en aquel país estaba prohibido, por temor a que, cuando los truhanes eran ajusticiados, los hombres honestos reclamaran lo que éstos les habían robado. En ese caso se habrían salido con la suya sin ningún problema, como hacen siempre; lo que pasa es que (como hacen siempre) se equivocaron en un pequeño detalle, a saber: que el perro no podía morir porque era un perro del agua. Es más, les mordió los dedos tan abominablemente que se vieron forzados a dejarlo libre, y a Tom también, como subditos británicos. Luego reanudaron la sesión de espiritismo para llamar a los espíritus de sus padres. Cuando los espíritus aparecieron, se quedaron atónitos al ver como se habían degenerado sus descendientes, de acuerdo a las leyes de la señora Quehagancontigocomohagas, a causa del modo de vida que llevaban.
Entonces, Tom fue a la isla de la Indiscreción (que algunos llaman el Puerto de los Granujas, pues estos están en medio de los Árboles de Bramshill (6) y, hace ya mucho tiempo la policía del condado los podó). Allí, todo el mundo está más al corriente de los asuntos de sus vecinos que de los suyos. Además, es un lugar muy ruidoso, como era de esperar, teniendo en cuenta que todos los habitantes están ex oficio en el lado equivocado de la cámara del «Parlamento del Hombre y la Federación del Mundo» y que siempre ponen mala cara y gritan que las uvas de las hadas son agrias.
Tom vio arados tirando de caballos, clavos clavando martillos, nidos de pájaros robando niños, libros escribiendo autores, elefantes haciendo de dependientes de cristalerías, monos esquilando a gatos, perros muertos adiestrando a leones vivos, generales de brigada ciegos y arrinconados fungiendo como rectores de las universidades, actores en absoluto arrinconados fungiendo como predicadores populares y, en resumen, a todos los que se ponen a hacer algo que no han aprendido, ya que han fracasado en lo que sí han aprendido o han pretendido aprender.
Allí se encuentra el Panteón de los Grandes Fracasados, desde los constructores de la Torre de Babel a los de las Fuentes de Trafalgar. En este panteón, los políticos hacen discursos sobre las constituciones que tendrían que haber progresado; los conspiradores, sobre las revoluciones que tendrían que haber triunfado; los economistas, sobre los planes que tendrían que haber hecho que todos ganáramos una fortuna, y los profetas, sobre los descubrimientos que tendrían que haber incendiado el Támesis. Los zapateros hacen discursos sobre la ortopedia (sea lo que sea eso) porque no venden zapatos, y los poetas sobre la estética (sea lo que sea eso) porque no pueden vender su poesía. Los filósofos demuestran que si Inglaterra volviera a ser papista, sería el país más libre y rico del mundo; los gacetilleros insultan al Times porque no son suficientemente listos como para formar parte de su plantilla y las damas jóvenes pasean con relicarios que llevan el caballo de Carlos I (o de otra persona, cuando se acabe el linaje genuino de los judíos (7)), grabados con la bonita y apropiada leyenda —que realmente es muy popular en ese país y que espero que, en el debido tiempo, aprendas a traducirla y a reflexionar sobre ella— que dice así:

 Victrix causa diis placuit, sed victa puellis. (8)

Cuando Tom entró en la ciudad, todos se abalanzaron de golpe sobre él para mostrarle por dónde tenía que ir. O, más bien, para demostrarle que no sabía por dónde tenía que ir, pues a ninguno de ellos se le ocurrió preguntarle qué camino quería tomar.

Uno tiró de él hacia allí, otro lo empujó hacia allá y un tercero gritó:

 —Te digo que no debes ir hacia el oeste. Si fueras hacia el oeste, sería tu destrucción.
 —Pero no voy hacia el oeste, como puedes ver —replicó Tom.

 Y otro: «El este es por aquí, cariño. Te aseguro que el este es por aquí».

 —Pero yo no quiero ir hacia el este —dijo Tom. 
—Pues vale, pero, en todo caso, vayas donde vayas, te has equivocado de camino —gritaron todos al unísono, lo cual fue lo único en lo que coincidieron. Entonces, todos apuntaron a la vez a las treinta y dos direcciones de la brújula, hasta tal punto que Tom creyó que se habían juntado todas las señales de Inglaterra y habían empezado a pelearse.
Resulta difícil saber si Tom habría podido escapar de la ciudad, de no haber sido porque el perro se dio cuenta de que iban a despedazar a su dueño y a atajarlo tan bruscamente por el músculo de gastrocnemio que al final les dio algo con qué entretenerse. Mientras se restregaban sus pantorrillas mordidas, Tom y el perro se pusieron a buen recaudo.
En la frontera de la isla descubrió la ciudad de Gotham (9), habitada por sabios, los mismos que dragaron la charca porque la luna había caído dentro y que plantaron un seto alrededor del cuco para que fuera primavera durante todo el año. Se los encontró tapiando la puerta de la ciudad porque era tan ancha que los tipos pequeños no podían pasar. Cuando les preguntó por qué, le dijeron que estaban ampliando su liturgia. Entonces prosiguió, pues no era asunto suyo; sólo que no pudo evitar decir que en su país, si la gatita no podía entrar en el mismo agujero que el gato, solía quedarse fuera y maullar.
Pero a esos tipos no los volvió a ver más cuando llegó a la isla de los Asnos de Oro, donde lo único que crece son cardos (10). Todos sus habitantes fueron convertidos en burros, con unas orejas de casi un metro, por meterse en asuntos que no comprendían, como hizo Lucio en la historia. Tal como le ocurrió a él, tendrán que seguir siendo burros hasta que, gracias a las leyes del desarrollo, los cardos se transformen en rosas. Hasta entonces, deberán consolarse con la idea de que cuanto más largas tengan las orejas, más grueso será su pellejo, de modo que es difícil que les duela un buen azote.
Después, Tom llegó al gran país de Oirdecir, donde existen ni más ni menos que treinta y tantos reyes, además de media docena de repúblicas (y quizás haya más con la próxima entrega del correo).

Allí se encontró con una profunda, oscura, mortífera y destructiva guerra, librada por los príncipes y los potentados de ese país, tanto religiosos como laicos. ¿Y contra qué crees que luchaban? De una cosa estoy seguro, y es de que si yo no te lo contara no serías capaz de adivinarlo en toda tu vida, igual que tampoco descubrirías cómo luchaban, pues toda su estrategia y arte militar consistía en un método tan seguro como sencillo: taparse los oídos, gritar «¡Ay, no me lo digas!», y luego salir corriendo.
Así que, cuando Tom llegó a ese país, se los encontró a todos —los de clase alta y los de clase baja, hombres, mujeres y niños— corriendo sin parar, noche y día, para salvar la vida y suplicando que no les dijeran nada. Lo que pasa es que, como el país era una isla y tenían aversión al agua (la mayoría eran unos aburridos), daban vueltas y más vueltas a la costa, lo cual (teniendo en cuenta que la circunferencia de la isla era exactamente igual a la del planeta en el que tenemos el honor de vivir) era una ardua tarea, sobre todo para los que tenían negocios por los que preocuparse. Delante de todos, como director de banda y líder, corría un señor esquilando un cerdo, cuyos melódicos gruñidos los conducían eternamente, si no a la conquista, a la fuga. Y la idea de que al menos tendrían la lana del cerdo como compensación a sus esfuerzos alentaba enormemente sus ánimos.
Detrás de ellos, los perseguía noche y día un pobre gigante enjuto, miserable, desgastado y viejo, que merecía que lo mimasen un poco, que le diesen de cenar, que le encontraran una mujer y que le dejasen jugar con los niños. Entonces, a pesar de todo, habría sido un tipejo muy presentable, pues tenía un buen corazón, aunque demasiado contaminado por la inteligencia.
Principalmente, estaba hecho de espinas de pez y pergamino, unidos con cable y resina de Canadá, y desprendía un olor fuerte a licor, aunque nunca bebía nada que no fuera agua; pero, de algún modo, seguro que hacía algo con licores, eso era innegable. Llevaba unas grandes gafas en la nariz, un cazamariposas en una mano y un martillo geológico en la otra. Además, le colgaban bolsillos por todas partes, llenos de cajitas para recoger muestras, y también de frascos, microscopios, telescopios, barómetros, mapas cartográficos, escalpelos, fórceps, cámaras fotográficas y todos los demás avíos para averiguarlo todo sobre todo y aún más. Lo más raro era que no corría hacia delante, sino de espaldas, tan rápido como podía. 

Todos huían de él excepto Tom, que consiguió esquivarlo plantándose firmemente frente a él. Cuando el gigante pasó junto a Tom, miró hacia abajo y, como si estuviera muy complacido y aliviado, gritó:
 —¿Cómo? ¿Tú quién eres? ¿Tú no huyes como los demás?
 Tom se dio cuenta de que tuvo que quitarse las gafas para verlo con claridad.
Luego le contó quién era y, al instante, el gigante sacó un frasco y un corcho para cogerlo como muestra.
Sin embargo, Tom era demasiado sagaz como para que lo pillasen y se escabulló entre sus piernas poniéndose enfrente de él. Así, el gigante no lo podía ver.
—¡No, no, no! —gritó Tom—. No he ido por el mundo, a través del mundo y hasta el puerto de la Madre Carey, además de ser capturado en una red y ser llamado holotúrido y cefalópodo, para acabar siendo embotellado por un viejo gigante como tú.

Cuando el gigante comprendió que Tom había sido un gran viajero, declaró una tregua enseguida, y se quedó tan entusiasmado de encontrar a alguien que le contara lo que aún no sabía, aunque lo que en verdad habría deseado era obligarlo a quedarse allí para siempre y extraerle toda su inteligencia.

 —¡Ay, qué afortunado eres! —dijo él, finalmente, con gran simplicidad (pues era un gigante al estilo de Dominie Sampson (11); el más simple, agradable, sincero y amable que haya girado, sin querer, el mundo al revés)—. ¡Ay, qué afortunado eres! ¡Ojalá yo hubiera estado en los sitios en los que tú has estado para ver lo que tú has visto!
 —Bueno —le explicó Tom—, si eso es lo que quieres hacer, tendrás que sumergir la cabeza bajo el agua durante unas cuantas horas, como hice yo, y convertirte en un niño del agua, o algún otro tipo de niño, y entonces puede que tengas una oportunidad.
 —Convertirme en un niño, ¿no? Si pudiera hacer eso y saber lo que me ocurriría durante una hora, entonces lo sabría todo y me quedaría tranquilo. Pero no puedo, no puedo volver a ser un niño y supongo que, si pudiera, sería inútil, porque entonces no sabría nada acerca de todo lo que me ocurriría. ¡Ay, qué afortunado eres! —insistió el pobre gigante.
 —Pero, ¿por qué persigues a toda esta pobre gente? —preguntó Tom, con quien el gigante simpatizaba mucho.
 —Querido, son ellos los que me han estado persiguiendo a mí, padres e hijos, durante cientos y cientos de años, lanzándome piedras hasta romperme las gafas cincuenta veces y diciendo que era un turco maligno y con turbante (12), que había dado una paliza a un veneciano y calumniado al Estado (Dios sabrá lo que quieren decir, porque yo nunca leo poesía). Han estado acechándome una y otra vez, aunque nunca han podido pillarme, porque cada vez que piso el mismo terreno, voy más rápido y me hago más grande. En cambio, lo único que yo quiero es ser amigo suyo y decirles algo que les interesa, como hizo el señor Joseph Ady (13). Lo raro es que, no sé por qué, oír eso los asusta. Supongo que no soy un hombre de mundo y que no tengo tacto.
 —Pero, ¿por qué no te giras y se lo dices?
 —Porque no puedo. Verás, yo soy uno de los hijos de Epimeteo (14) y, si quiero avanzar, tengo que ir de espaldas.
 —Pero, ¿por qué no te paras y dejas que se te acerquen?
 —No, querido, piensa un poco. Si lo hiciera, todas las mariposas y pajaritos pasarían volando por mi lado y entonces no podría atrapar más especies, me oxidaría, me quedaría anticuado y moriría. Y ésa no es mi intención, querido, pues dicen que yo tengo un destino ante mí. Aunque no tengo ni idea de cuál es, ni me importa.
 —¿No te importa? —dijo Tom.
 —No. Mi lema es: cumple con tu obligación más inmediata y agarra el primer escarabajo que te encuentres. Éste es el lema con el que he prosperado durante unos cuantos cientos de años. Ahora tengo que continuar. Dios mío, mientras he estado hablando contigo se me han escapado al menos nueve especies nuevas.
Entonces el gigante prosiguió, de espaldas, como un elefante en una cristalería, hasta que chocó contra la torre del gran templo de los ídolos (pues en esos países son todos idólatras, por supuesto; si no, no tendrían miedo de los gigantes), la derrumbó entera, de la mitad hacia arriba, y se hizo daño en la región lumbar.
 Pero no le importaba, pues tan pronto como tuvo esparcidas las ruinas de la torre entre sus piernas, fue apartando las piedras, echó un vistazo, se quitó las gafas, agarró la lente de aumento de bolsillo y gritó:
—¡Esto es un Oniscus totalmente nuevo y tres extrañas Podurellae! Además, hay una polilla que M. le Roi des Papillons (a pesar de que él, como todos los franceses, es propenso a las inducciones precipitadas) dice que se restringe a los límites de la Corriente Glacial. ¡Esto es importantísimo!
Entonces se sentó en la nave del templo (no siendo un hombre de mundo) para examinar sus Podurellae, por lo que (como era de esperar) el techo se derrumbó entero, aplastó a los ídolos y arrojó a los sacerdotes, que salieron despedidos por las puertas y las ventanas como cuando un hurón entra en una madriguera y los conejos se escapan corriendo.
 Sin embargo, ni se inmutó, pues del polvo salió un murciélago y el gigante lo cazó en un periquete.

—¡Dios mío! ¡Esto es aún más importante! Aquí hay una especie afín a la que Macgilliwaukie Brown afirma que sólo se encuentra en los templos budistas del Pequeño Tibet. No obstante, ahora que lo observo, ¡puede que sólo sea una variedad producida por una diferencia en el clima!
De esta manera, después de haber guardado el murciélago en una bolsa, se levantó y prosiguió. Entonces, todo el mundo empezó a correr, aunque con un mal humor terrible, ya que su templo había quedado en ruinas; y todo por tres extrañas especies de Podurellce y un murciélago budista.
«Bueno —pensó Tom—, menuda pelea se ha armado; ambas partes tienen mucho que decirse. Pero esto no es asunto mío.»
Tenía razón, ya que él era un niño del agua y le habían inculcado que sólo tenía que hacer caso a lo que le atañía, virtud que tú nunca tendrás a menos que seas un niño del agua, de tierra o del aire, no importa,  e en el caso de que puedas seguir siendo un niño constantemente.

Así pues, el gigante se puso a perseguir a la gente, la gente se puso a perseguir al gigante y, que yo sepa, o que no sepa, en el día de hoy todavía corren. Y seguirán corriendo hasta que él, ellos o todos se conviertan en niños pequeños. Entonces, como dice Shakespeare (y, por lo tanto, tiene que ser verdad):

 Jack tendrá a Gill.
 Nada irá mal.
 El hombre recuperará a su yegua y todo irá bien.

Después, Tom llegó a una isla muy famosa, que, en los días del gran viajero, el Capitán Gulliver, se llamaba isla de Laputa (16). Sin embargo, la señora Quehagancontigocomohagas le ha cambiado el nombre por el de isla de los Tepoterpos, todo cabeza y nada de cuerpo.
Cuando Tom se acercó, oyó tales gruñidos, refunfuños, rezongos, aullidos, gemidos y quejidos, que creyó que estaban anillando a los cochinillos, cortándoles las orejas a los perritos o ahogando a los gatitos. Sin embargo, cuando se acercó todavía un poco más, empezó a oír palabras entre el ruido. Era la canción de los Tepoterpos, que siempre cantan cada mañana, cada tarde y también toda la noche a su gran ídolo, Examinador:
 «No me he aprendido la lección. ¡Y  Examinador está a punto de llegar!»
Ésa era la única canción que sabían.
Cuando Tom llegó a la costa, lo primero que vio fue un gran pilar y en uno de sus lados había una inscripción que decía: «Aquí los juegos están prohibidos». Al leer eso, Tom se quedó tan estupefacto que no se paró a ver lo que había escrito en el otro lado. Entonces dio una vuelta por allí para averiguar quién había en la isla. Sin embargo, en lugar de hombres, mujeres y niños, lo único que encontró fueron nabos, rábanos, remolachas azucareras y remolachas forrajeras sin una sola hoja verde. Además, la mitad estaban rotos, podridos y llenos de hongos. Los que quedaban se pusieron a gritar a Tom en media docena de lenguas distintas a la vez y todas mal habladas: «No me he aprendido la lección. ¡Ven, échame una mano!». 

Y uno gritó: «¿Me puedes enseñar cómo sacar esta raíz cuadrada?».

Y otro: «¿Me puedes decir qué distancia hay entre Lyrae y Camelopardis?».

Y otro: «¿Cuál es la latitud y la longitud de Snooksville, en el Condado de Noman, Oregón, Estados Unidos?».

Y otro: «¿Cómo se llamaba el gato de la criada de la abuela del primo decimotercero de Mutius Scaevola?».

Y otro: «¿Cuánto tiempo necesita un inspector de escuela que realiza una actividad media para ir desde Londres a York haciendo volteretas?».

Y otro: «¿Sabrías decirme el nombre del lugar del que nunca nadie ha oído hablar, donde nunca nada ha ocurrido, de un país que aún no ha sido descubierto?».

Y otro: «¿Puedes enseñarme a corregir este pasaje corrupto e insalvable de Graidiocolosyrtus Tabenniticus sobre la causa de que los cocodrilos no tengan lengua?».

Y así más y más y más, hasta que uno habría creído que estaban tratando de presentarse para el puesto de oficiales de aduanas portuarias o para cometistas de la infantería montada de armas pesadas.
 —¿Y qué bien os haría si os contestara? —preguntó Tom. Pues bien, eso no lo sabían; lo único que sabían era que Examinador estaba a punto de llegar.
Entonces, Tom se tropezó con el nabo más ágil de mente, inmenso y suave que hayas visto nunca ocupando un agujero de un campo de nabos suecos, y con un grito inquirió: «¿Podrías contarme cualquier cosa sobre cualquier cosa que te apetezca?».
 —¿Sobre qué? —preguntó Tom.
 —Sobre cualquier cosa que te apetezca, pues tan pronto como aprendo cosas vuelvo a olvidarlas. Mi mamá dice que mi intelecto no se adapta a la ciencia metódica; dice que tengo que dedicarme a la información general.
Tom le explicó que no sabía información general y que tampoco conocía a ningún oficial del ejército; solamente conocía a un amigo que tuvo que se presentó para tambor. Sin embargo, lo que sí podía hacer era contarle un montón de cosas extrañas sobre lo que había visto en sus viajes.

Se lo contó con mucha gracia mientras el pobre nabo escuchaba con gran atención; y cuanto más escuchaba, más olvidaba y más agua le salía.

Tom creyó que estaba llorando, pero sólo era su pobre cerebro que se le salía de tanto trabajar. A medida que Tom hablaba, el infeliz nabo desprendía jugo; entonces se abrió y se encogió, hasta que lo único que quedó de él fue el pellejo y agua. Al ver eso, Tom se fue corriendo, muerto de miedo, ya que pensó que podían llevárselo por haber matado al nabo.
Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: los padres del nabo se mostraron enormemente satisfechos, lo consideraron un santo y un mártir, y pusieron una larga inscripción en su lápida sobre sus maravillosos talentos, su desarrollo prematuro y su precocidad sin parangón. ¿No te parece que eran una pareja de locos? No obstante, junto a ellos había una pareja todavía más loca que pegaba a un miserable rabanito —no más grande que mi pulgar— por su malhumor, su obstinación y su estupidez deliberada, sin saber que la causa de que no pudiera aprender, o incluso apenas hablar, era que tenía un gran gusano dentro comiéndole el cerebro. Y éstos están menos locos que unos dos mil papas y mamas que recurren a la vara, en vez de recurrir a un juguete nuevo, y que mandan a los niños al cuarto oscuro en vez de llevarlos al médico.
Tom se quedó tan perplejo y atemorizado con todo lo que vio que tuvo el deseo de preguntar cuál era su significado. Finalmente, se tropezó con un bastón viejo y respetable que estaba en el suelo, medio cubierto con tierra. Sin embargo, era un bastón muy firme y honorable, pues antiguamente perteneció al bueno de Roger Ascham (17) y, en el puño, tenía esculpida la figura del rey Eduardo VI con una Biblia en la mano.
—Verás —dijo el bastón— hubo un tiempo en que había tantos niños bonitos como hubieras deseado ver y todavía habrían podido seguir siéndolo si por lo menos los hubieran dejado crecer como seres humanos y luego me los hubieran dado a mí. Pero sus estúpidos padres y madres, en lugar de dejar que cogieran flores, robaran nidos de pájaros y bailaran alrededor del grosellero espinoso (como deben hacer los niños), los obligaban a acudir siempre a las clases, trabajando, trabajando, trabajando, aprendiendo las lecciones de los días de cada día todos los días, las lecciones de los domingos cada domingo, haciendo exámenes semanales cada sábado, exámenes mensuales cada mes y exámenes anuales cada año, y todo siete veces, como si con una vez no bastara ni llenara como un banquete... Hasta que el cerebro se les agrandó, el cuerpo se les empequeñeció y todos se convirtieron en nabos, con nada más que agua dentro. Y sus estúpidos padres, además, les sacan las hojas que les crecen para que no tengan nada verde.
—¡Ay! —suspiró Tom—, si la querida señora Hazcomoquierasquehagancontigo se enterara, les mandaría peonzas, pelotas, canicas y bolos, y les haría estar como unas pascuas.
—No serviría de nada —respondió el bastón—. Ahora, aunque lo intentasen, ya no sabrían jugar. ¿No ves que las piernas se les han convertido en raíces y que han crecido suelo adentro por culpa de no hacer nunca ejercicio, salvo debilitarse y desanimarse, quedándose siempre en el mismo lugar? Cuidado, que viene el Examinador-de-Examinadores. Será mejor que te vayas, te lo advierto, u os examinará a ti y a tu perro en un mismo saco y hará que él examine a los demás perros y tú a los demás niños del agua. No hay posibilidad de escaparse de sus manos porque su nariz mide catorce mil quinientos kilómetros y puede bajar por chimeneas, meterse en los ojos de las cerradura, subir escalera arriba, descender escalera abajo, entrar en la habitación de la señora y examinar a todos los niños y también a todos sus tutores. Pero cuando le den una buena paliza (así me lo prometió la señora Quehagancontigocomohagas) yo seré quien se la dé; y si no me hago cargo con empeño, será una lástima.
Entonces, Tom se marchó, aunque muy lentamente y con firmeza pues deseaba enfrentarse al Examinador-de-Examinadores, que llegó andando entre los pobres nabos, atando cargas pesadas y difíciles de llevar, y poniéndolas sobre las espaldas de los niños (como hacían antiguamente los escribas y los fariseos), sin tocarlos con los dedos, ya que tenía mucho dinero, una bonita casa en la que vivir, etc., lo cual era más de lo que tenían los pobrecillos nabos.
Sin embargo, cuando se acercó a él, le pareció tan grande, corpulento y dictatorial, y profirió un grito tan fuerte, diciéndole que se acercara para que pudiera examinarlo, que Tom salió pitando y el perro también. Se fueron justo a tiempo, ya que los pobres nabos, acuciados y aterrorizados, se pusieron a empollar tan rápidamente para estar preparados ante el examinador, que estallaron y reventaron a su alrededor, hasta tal punto que aquello parecía Aldershot en un día de maniobras. Tom creyó que iba a volar por los aires con el perro y todo.
Cuando bajaba hacia la costa, pasó por la nueva tumba del pobre nabo. Sin embargo, la señora Quehagancontigocomohagas había quitado el epitafio sobre los talentos, la precocidad y el desarrollo, y había puesto uno propio que a Tom le pareció mucho más sensible:

 «Resistí largo tiempo la herida de la educación,
 y empollar era en vano;
 hasta que el cielo alivió mi aflicción
 llenándome de agua el cerebro.»

 Entonces, Tom se zambulló en el mar y siguió su camino, cantando:

 «Adiós, Tepoterpos; doy gracias por mi buena estrella,
 porque nada de lo que sé (salvo las tres cosas básicas:
 leer, escribir y la aritmética)
 me será útil para sobrevivir en los malos y buenos tiempos.»

Ya ves que Tom no era poeta; como tampoco lo era John Bunyan (18), aunque fue el hombre más sabio que te puedas encontrar en muchísimos años.
A continuación, Tom llegó a FabulandiadeEsposasviejas, donde eran todos paganos y rendían culto a un mono aullador. Encontró a un chiquillo sentado en medio del camino, llorando con amargura.
 —¿Por qué lloras? —le preguntó Tom.
 —Porque no estoy tan asustado como querría.
 —¿No estás asustado? Mira que eres raro. Pero si lo que quieres es estar asustado, toma: ¡Uuu!
 —Ay —exclamó el chiquillo—, muy amable de tu parte, pero no siento que me haya causado ninguna impresión.
Tom le propuso tumbarlo, pegarle un puñetazo, aplastarlo, golpearle la cabeza con un ladrillo o cualquier otra cosa que pudiera consolarlo en lo más mínimo.
Pero él sólo se lo agradeció muy educadamente, con unas ampulosas y largas palabras que había oído decir a la gente y que, por lo tanto, consideró adecuadas y apropiadas para usarlas también. Luego se puso a gritar hasta que acudieron su papá y su mamá, que mandaron que viniera el hechicero de inmediato. A pesar de que eran paganos, se trataba de un caballero y una dama muy buenos; hablaron con Tom afablemente sobre sus viajes hasta que vino el hechicero con su caja de truenos debajo del brazo.
Era el señor mejor alimentado y peor agraciado que haya servido a Su Majestad en Portland. Al principio, Tom se asustó mucho, ya que creyó que se trataba de Grimes. Pero muy pronto se percató de su error, pues Grimes siempre miraba a la cara y este tipo no. Además, cuando hablaba despedía fuego y humo; cuando estornudaba, petardos y tracas; y cuando gritaba (lo cual hacía cuando le venía en gana), brea hirviendo, y seguro que parte de ella se pegaba.
—¡Ya estamos otra vez! —gritó, como un payaso en una pantomima—. Así que no puedes asustarte, ¿eh? Voy a hacerlo por ti. ¡Voy a hacer que te quedes impresionado! ¡Ah! ¡Uuu! ¡Aauuu! ¡Halabaluuu!
Entonces sacudió, golpeó, blandió su caja y chilló, vociferó, bramó, rugió, dio pisotones y bailó el corrobory como hacen los aborígenes australianos. Luego tocó un muelle de la caja y aparecieron nabos fantasma, linternas mágicas, espectros de cartón y muñecos de cajas de sorpresas organizando tal estrépito, traquido, chacoloteo, retumbo, traqueteo y rugido, que el niño puso los ojos en blanco y se desmayó al instante.
 Al ver eso, sus pobres y paganos papás se quedaron tan contentos como si hubieran encontrado una mina de oro. Cayeron arrodillados delante del hechicero, le regalaron un palanquín con una vara de plata sólida y cortinas de tela de oro, y lo llevaron a pasear sobre sus espaldas. Sin embargo, tan pronto como lo levantaron, la vara se les enganchó en el hombro y ya no pudieron volver a bajarlo. Así pues, les gustara o no, tuvieron que llevarlo a todas partes, como Simbad llevó al hombre de mar.
Era muy penoso de ver, pues el padre era un oficial muy valiente y llevaba dos espadas y un distintivo azul, y la madre era la mujer más bonita que se haya visto nunca con los pies estrujados como una china. Pero, verás, se habían inclinado por hacer estupideces demasiadas veces, así que, de acuerdo con las leyes de la señora Quehagancontigocomohagas, tuvieron que seguir haciéndolo, tanto si querían como si no, hasta que llegaran las Cocqcigrues.
¡Ay! ¿No te encantaría que alguien fuera allí, convirtiera a esos pobres paganos y les enseñara a no asustar a sus niños hasta el punto de cogerles un soponcio?

 —Y bien —dijo el hechicero a Tom—, ¿no te gustaría que te asustase, cariñito mío? Puedo ver claramente que eres un niño muy malvado, travieso, desvergonzado y depravado.
 —Y tú también —replicó Tom con decisión.
Y cuando el hombre se abalanzó sobre él y gritó «¡Uuu!», Tom hizo lo mismo: le gritó «¡Uuu!» a la cara y le lanzó al perro, que fue a parar contra sus piernas.
Con lo cual, créetelo, el tipo puso pies en polvorosa, con la caja de truenos y todo, profiriendo un «¡Grrfff!» como el de una cerda del pasto comunal, y salió pitando mientras chillaba: «¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Asesinato! ¡Fuego! ¡Me va a matar! ¡Me ha destrozado la vida! Me quiere asesinar y quiere romper, quemar y destruir mi preciosa e inestimable caja de truenos, y entonces en este país dejarán de caer chaparrones y truenos. ¡Socorro!, ¡socorro!, ¡socorro!».
Después de esto, el papá, la mamá y toda la gente de FabulandiadeEsposasviejas se lanzaron sobre Tom, vociferando: «Oh, este niño es un malvado, un insolente, un despiadado y un desvergonzado! ¡Pegadle, pateadlo, pegadle un tiro, ahogadlo, colgadlo, quemadlo!», y así sucesivamente. Sin embargo, por fortuna no tenían nada con qué dispararle, colgarlo o quemarlo, pues las hadas habían escondido todos los avíos de matar un ratito antes, de modo que sólo pudieron apedrearlo. Algunas de las piedras lo traspasaron y le salieron por el otro lado. Pero no le importaba, pues los agujeros se volvían a cerrar justo después de abrirse porque era un niño del agua. No obstante, cuando salió del país se alegró mucho, pues el ruido lo había dejado casi sordo.
Entonces llegó a un lugar muy tranquilo, llamado Dejaalcielonpaz. El sol cogía agua del mar para hacer hebras de vapor y el viento las entrelazaba para hacer estampados de nubes, hasta que, entre los dos, lograron confeccionar un velo nupcial de encaje de Chantilly hermosísimo y lo colgaron en su Palacio de Cristal para que lo comprara aquel que se lo pudiera permitir. Mientras tanto, el buen mar nunca se quejó, ya que sabía que, honestamente, lo recompensarían. Así pues, el sol hilaba, el viento tejía y el gran telar de vapor funcionaba de maravilla, lo cual es perfectamente creíble teniendo en cuenta... y teniendo en cuenta... y teniendo en cuenta... bla, bla, bla.
Finalmente, después de innumerables aventuras, cada una más maravillosa que la anterior, Tom se encontró ante un edificio inmenso, mucho más grande y —lo que es más sorprendente— un poco más feo que cierto manicomio nuevo (19), aunque no estaba construido con los mismos materiales. Ni un pedazo del edificio, cuando menos (o, de hecho, por lo que yo he visto, absolutamente ninguna parte de cualquier otro edificio), estaba revestido —ni en el interior ni en el exterior— de ladrillos de veintitrés centímetros, ni las paredes estaban rellenadas con escombros para que cualquier señor que esté encarcelado a discreción de Su Majestad pueda ser puesto en libertad a discreción propia y dar un paseo por el parque que hay al lado (y así poder animarse después de los sanos y ligeros esfuerzos que ha realizado durante una hora con el tenedor de la cena o una de las patas de su cama de acero). No. Las paredes de este edificio estaban construidas según un principio totalmente distinto, que no será necesario describir ya que todavía no ha sido descubierto.
Tom se acercó andando al gran edificio, preguntándose qué era, con el extraño pensamiento de que dentro iba a encontrarse al señor Grimes, hasta que vio a cuatro o cinco personas corriendo hacia él y gritando: «¡Detente!». A medida que se aproximaban descubrió que no eran nada más que unas porras de policía, avanzando sin piernas ni brazos.
Tom no se asombró. Eso lo había superado sobradamente. Además, había visto cien veces a las navículas en el agua sin que nadie sepa hacia dónde iban, sin brazos, ni piernas, ni nada que les sea útil. Tampoco se asustó porque no había hecho ningún mal.
De modo que se detuvo y, cuando la porra que estaba más adelantada llegó donde estaba él y le preguntó qué intenciones tenía, le mostró el pasaporte de la Madre Carey. La porra le echó un vistazo de un modo rarísimo, pues tenía un ojo en medio de su parte superior. Por eso, cuando echaba un vistazo, como estaba muy agarrotada, tenía que inclinarse y asomarse, hasta tal punto que era un milagro que no se cayera. Sin embargo, como estaba henchida del espíritu de la justicia (como deberían estarlo todos los policías y sus porras), siempre se mantenía en una posición de equilibrio estable, se pusiera como se pusiera.
—Conforme, puedes seguir —sentenció finalmente. Entonces añadió—: Mejor que vaya contigo, joven.

Tom no puso ninguna objeción, pues una compañía así era respetable y segura. La porra enrolló su correa hábilmente alrededor del mango para evitar tropezarse con ella, pues con las carreras se había aflojado, y prosiguió la marcha al lado de Tom.

—¿Por qué no tienes a un policía que te lleve? —preguntó Tom al cabo de un rato.
—Porque nosotras no somos como esas porras del mundo de la tierra hechas con torpeza, que no saben vivir sin que un hombre las saque a pasear. Nosotras hacemos nuestra tarea solas, y la hacemos muy bien, aunque no soy yo quien debería decirlo.
 —Entonces, ¿por qué hay una correa en tu mango? —quiso saber Tom.
 —Para podernos colgar cuando no estamos de guardia, por supuesto.
Tom obtuvo su respuesta y no se le ocurrió nada más que decir. Finalmente llegaron a la gran puerta de acero de la prisión. La porra llamó dos veces con su propia cabeza. Se abrió una ventanilla en la puerta y se asomó un tremendo y viejo trabuco de latón cargado de balas hasta las trancas; era el portero. Al verlo, Tom se retiró un poco.
—¿De qué caso se trata? —preguntó con una voz profunda que salía de su ancha boca acampanada.
—Si me lo permite, señor, no se trata de ningún caso; tan sólo un joven caballero que viene de parte de la señora y que quiere ver a Grimes, el patrón deshollinador.
—¿Grimes? —dijo el trabuco. Entonces levantó la boca, quizá para echar un vistazo a las listas de la prisión—. Grimes está en la chimenea número 345 —afirmó desde dentro—. Así que es mejor que el joven caballero vaya por el tejado.

Tom levantó la mirada y se fijó en el enorme muro, que parecía tener ciento cuarenta y cinco kilómetros de altura, y se preguntó cómo iba a poder subir. Sin embargo, cuando se lo insinuó a la porra, ésta arregló el problema en un instante: empezó a rodar y le dio tal empujón por detrás que lo mandó hasta el techo en un periquete, con su perrito debajo del brazo.
Entonces anduvo por el emplomado hasta que se encontró a otra porra y le contó cuál era su cometido.

—Muy bien —le dijo—. Ven conmigo, aunque no servirá de nada. Es el tipo menos arrepentido y más despiadado y malhablado que tengo bajo mi cargo, y no piensa en nada más que en la cerveza y la pipa que, evidentemente, aquí no están permitidas.

Así pues, anduvieron por el emplomado, que estaba muy tiznado, por lo que Tom pensó que a las chimeneas les debía hacer mucha falta que las deshollinaran. Pero se sorprendió al ver que el hollín no se le pegaba a los pies, ni los ensuciaba en lo más mínimo. Las brasas candentes, que estaban esparcidas en abundancia, tampoco le quemaban, pues, como era un niño del agua, sus humores radicales eran húmedos y fríos, como puedes leer en profundidad en Lemnius, Cardan, Van Helmont (20) y otros caballeros que llegaron a saber tanto como estuvo a su alcance y no hay ningún hombre en el mundo que pueda llegar a saber más.

Finalmente, se acercaron a la chimenea número 345. Por la punta, con la cabeza y los hombros sobresaliendo, estaba atascado el pobre señor Grimes, tan tiznado, enturbiado y feo que Tom apenas podía soportar mirarlo. Tenía una pipa en la boca, pero no estaba encendida, aunque le daba caladas con todas sus fuerzas.

—Atención, señor Grimes —anunció la porra—. Ha venido a visitarlo un caballero.
Pero el señor Grimes se limitó a decir palabrotas y siguió refunfuñando: «La pipa no tira. La pipa no tira».
—¡Habla con educación y atiende! —le gritó la porra, y, de un salto, igual que Polichinela, atizó con todo su cuerpo tal golpe en la cabeza de Grimes que el cerebro le resonó como una nuez seca dentro de su cascara. Trató de sacar las manos e intentó sacudirlas, pero no pudo porque las tenía totalmente atascadas dentro de la chimenea. De modo que tenía que atender por fuerza.
—¡Eh! —gritó—. ¡Pero bueno, si es Tom! Supongo que habrás venido para reírte de mí, ¿eh, renacuajo rencoroso?
Tom le aseguró que no, que quería ayudarlo.

—Lo único que quiero es cerveza, y no puedo tenerla y una cerilla para esta pipa que no deja de darme la lata, y eso tampoco puedo tenerlo.
—Encontraré una —dijo Tom. Entonces, cogió una brasa candente (había un montón esparcidas por allí) y la acercó a la pipa de Grimes, pero la cerilla se le apagó en un instante.
—Es inútil —explicó la porra, apoyada sobre la chimenea y echando un vistazo—. Te digo que es inútil. Su corazón está tan frío que hiela todo lo que se le acerca. Lo vas a comprobar en un momento.
—Oh, sí, claro, es culpa mía. Todo es siempre culpa mía —se quejó Grimes—. Y no vayas a pegarme, ¿eh? La porra se había incorporado y tenía un aspecto muy malvado. Oye, si tuviera los brazos libres, te aseguro que no te atreverías a golpearme.

La porra volvió a apoyarse contra la chimenea y no hizo caso del insulto personal, como el policía bien entrenado que era, aunque estaba lista para vengarse de cualquier transgresión contra la moralidad o el orden.

—Pero, ¿no hay otra forma de ayudarte? ¿No puedo ayudarte a salir de la chimenea? —preguntó Tom.
—No —interrumpió la porra—; está en el punto en que uno debe ayudarse a sí mismo y espero que se dé cuenta de ello antes de que haya acabado conmigo.
—Oh, sí —dijo Grimes—, claro, soy yo. ¿Pedí yo que me trajeran a esta prisión? ¿Pedí yo que me pusieran a deshollinar vuestras sucias chimeneas? ¿Pedí yo que me pusieran paja encendida debajo para obligarme a subir? ¿Pedí yo que me quedara totalmente atascado en la primera chimenea porque estaba vergonzosamente obstruida por el hollín? ¿Pedí yo quedarme aquí, no sé cuánto tiempo, cien años, creo, y no poder tener nunca mi pipa, ni mi cerveza, ni nada digno de una bestia, no digamos ya de un hombre?
—No —respondió una voz solemne por detrás—. Y Tom tampoco cuando tú lo trataste igual.

Era la señora Quehagancontigocomohagas. Cuando la porra la vio, se incorporó, se irguió: «¡Atención!», e hizo una reverencia inclinándose tanto que, si no hubiera estado henchida por el espíritu de la justicia, se habría caído de cabeza y seguramente se habría hecho daño en su único ojo.

Tom también hizo una reverencia.
—No, señora —replicó—, no se preocupe por mí. Todo eso es agua pasada; los buenos tiempos, los malos tiempos, todos los tiempos pasan. ¿Y no puedo ayudar al pobre señor Grimes? ¿No puedo tratar de sacar unos cuantos ladrillos, para que pueda mover los brazos?
—Claro que puedes —respondió ella.

Así que Tom tiró de los ladrillos, pero no pudo mover ninguno. Entonces intentó limpiarle la cara al señor Grimes, pero el hollín no salía.

—¡Madre mía! —exclamó—. He hecho todo este camino, he pasado por todos estos sitios terribles para ayudarte y ahora no sirvo de nada.
—Será mejor que me dejes en paz —le advirtió Grimes—. Eres un mozo bueno e indulgente, la verdad, pero es mejor que te vayas. Está a punto de caer granizo y cae con tanta fuerza que se te van a salir los ojos de la cabecita.
—¿Qué granizo?
—¿Cómo? Aquí cada noche cae granizo. Antes de llegar hasta mí es como lluvia caliente; pero cuando pasa sobre mi cabeza, se convierte en granizo y me acribilla como un montón de perdigones.
—Ese granizo ya no volverá a caer —anunció la extraña dama—. Ya te he dicho antes lo que era. Eran las lágrimas de tu madre, las que derramó cuando rezó por ti junto a su cama; pero tu frío corazón las congeló y las convirtió en granizo. No obstante, ella ahora está en el cielo y ya no llorará más por su desvergonzado hijo.
Entonces, Grimes se quedó un rato callado y luego adoptó un aspecto muy triste.

—¡Así pues, mi madre se ha ido y yo nunca estuve allí para hablar con ella! ¡Ay! Era una buena mujer y habría podido ser feliz, en su pequeña escuela de Vendale, si no hubiera sido por mí y mis malas maneras.
¿Era la maestra de la escuela de Vendale? —preguntó Tom. Luego le contó a Grimes toda la historia de cuando fue a su casa, de cuando ella no pudo soportar ver a un deshollinador, de cuando fue tan amable con él y de cuando se convirtió en un niño del agua.
 —¡Ay! —se lamentó Grimes—. Tenía una buena razón para no querer ver a un deshollinador. Yo me fui de casa, me uní a los deshollinadores, nunca le dije dónde estaba, ni le envié un penique para ayudarla, y ahora ya es demasiado tarde... ¡Demasiado tarde! —repitió el señor Grimes.
Entonces rompió súbitamente a llorar y a sollozar como un niño grande, hasta que se le cayó la pipa de la boca y se hizo pedazos.

—¡Ay, Dios mío, si pudiera volver a ser un chiquillo e ir a Vendale para ver el arroyo transparente, el manzanar y el seto del tejo, haría las cosas de un modo tan distinto! Pero ahora es demasiado tarde. Así que tú a lo tuyo, amable mocete, no te quedes parado mirando cómo llora un hombre que es lo bastante viejo como para ser tu padre y que nunca ha tenido miedo de la cara de ningún hombre, ni de nada peor. Ahora estoy rendido y me lo merezco. He hecho la cama y tengo que tumbarme en ella. Yo quería estar sucio y sucio estoy, como me dijo una vez una mujer irlandesa; y le hice muy poco caso. Todo es culpa mía, pero ya es demasiado tarde. —Y se puso a llorar con tanta amargura que Tom también rompió a llorar.
—Nunca es demasiado tarde —aseguró el hada con una voz tan extraña, suave y nueva que Tom levantó la mirada hacia ella.

En aquel instante parecía tan hermosa que Tom casi creyó que era su hermana.

No era demasiado tarde. Porque mientras el pobre Grimes seguía llorando y sollozando, sus lágrimas hicieron lo que las lágrimas de su madre no pudieron hacer, ni las de Tom, ni las de nadie en el mundo, pues le limpiaron el hollín de la cara y de la ropa, y luego deshicieron el mortero de los ladrillos. Entonces, la chimenea se desmoronó y Grimes pudo salir.

La porra dio un salto y estuvo a punto de azotarle un porrazo tremendo en la coronilla para volver a meterlo dentro, como un corcho en una botella. Pero la extraña dama la apartó.

—¿Me obedecerás si te doy una oportunidad?
—Como desee, señora. Usted es más fuerte que yo, eso lo sé demasiado bien; y más sabia que yo, también lo sé demasiado bien. En cuanto a ser mi propio patrón, hasta ahora he salido muy mal parado. Así que haré lo que la señora desee ordenarme porque estoy rendido, la verdad.
—Así sea. Puedes salir. Pero recuerda: si vuelves a desobedecerme te destinaré a un lugar aún peor.
—Discúlpeme, señora, pero, que yo sepa, nunca la he desobedecido. Nunca tuve el honor de verla hasta que vine a este cuartel.
—¿Que nunca me has visto? ¿Quién te dijo: «Los que quieran estar sucios, sucios quedarán»?

Grimes levantó la mirada y Tom también, pues era la voz de la mujer irlandesa que los acompañó el día que salieron juntos hacia Harthover.

—Entonces ya te lo advertí, aunque, de hecho, tú ya te dabas cuenta, tanto antes de ese día como a partir de entonces. Con cada palabrota que decías, con cada cosa cruel y malvada que hacías, cada vez que te emborrachabas, cada día que ibas sucio, me estabas desobedeciendo, tanto si lo sabías como si no.
—Ojalá lo hubiera sabido, señora...
—Sabías perfectamente que estabas desobedeciendo algo, aunque no supieses que se trataba de mí. Venga, sal y aprovecha tu oportunidad. Quizá sea la última.

De modo que Grimes salió de la chimenea y, de verdad, a pesar de las cicatrices en la cara, su aspecto era limpio y respetable, como debe ser el de un patrón deshollinador.

—Llévatelo —ordenó el hada a la porra—, y libértalo.
—¿Y qué tiene que hacer, señora?
—Que desholline el cráter del Etna. Allí encontrará a unos hombres muy firmes cumpliendo su condena que le enseñarán lo que tiene que hacer. Pero, cuidado, si el cráter vuelve a atascarse y como consecuencia se produce un terremoto, tráemelos e investigaré el caso con mucha dureza.

Entonces, la porra se llevó a Grimes, que tenía un aspecto tan dócil como el de un gusano ahogado.

Y que yo sepa, o aunque no lo supiera, en el día de hoy aún está deshollinando el cráter del Etna.

—Y bien —anunció el hada a Tom—, tu tarea aquí ha terminado. Ya puedes volver.
—Me encantaría —dijo Tom—, pero, ¿cómo voy a volver a subir por ese gran agujero, ahora que ya no hay vapor?
—Te llevaré a la escalera secreta, pero primero tengo que vendarte los ojos, pues nunca dejo que nadie la vea.
—Le aseguro, señora, que, si me lo pide, no voy a hablar a nadie sobre ella.
—¡Aja! Eso es lo que crees, ¿eh, chiquitín? Sin embargo, pronto olvidarías tu promesa si volvieras al mundo de la tierra. Pues si la gente descubriera que has estado en mi escalera secreta, tendrías a todas las damas bellas arrodillándose ante ti, a los hombres ricos vaciando sus bolsillos ante ti, a los hombres de Estado ofreciéndote poder y un cargo, y a jóvenes y viejos, ricos y pobres, gritando: «Únicamente dinos dónde está el escondite de la escalera secreta y seremos tus esclavos, te haremos señor, rey, emperador, obispo, arzobispo o papa si quieres. Lo único que tienes que hacer es decirnos dónde está el escondite de la escalera secreta. Durante miles de años hemos estado pagando, mimando, obedeciendo y rindiendo culto a los charlatanes que nos decían que tenían la llave de la escalera secreta y que podían llevarnos hasta ella a hurtadillas. Aunque nos llevemos una decepción, te honraremos, te glorificaremos, te adoraremos, te beatificaremos, te trasladaremos de sede y te exaltaremos, porque tendremos la esperanza de que sepas algo sobre la escalera secreta, de modo que quizá podamos ir hasta ella en peregrinación. Y, aunque no podamos subirla, nos quedaremos a sus pies y gritaremos: 

¡Oh, escaleras secretas, 
escaleras preciosas,              escaleras cómodas,
escaleras inapreciables,         escaleras humanas, 
escaleras requeridas,               escaleras razonables,
escaleras necesarias,                escaleras ansiadas, 
escaleras bondadosas,                escaleras codiciadas, 
escaleras cosmopolitas,                 escaleras aristocráticas, 
escaleras extensas,                 escaleras respetables,
escaleras complacientes,                       escaleras propias de un caballero,
escaleras bien educadas,                       escaleras propias de una dama,
escaleras comerciales,                      escaleras ortodoxas,
escaleras económicas,                 escaleras probables,
escaleras prácticas,                   escaleras creíbles,
escaleras lógicas,                    escaleras demostrables,
escaleras deductivas,                      escaleras irrefutables,
escaleras potentes,
escaleras casi omnipotentes
etc. 
 
¡Sálvanos de las consecuencias de nuestras acciones y de la cruel hada, la señora Quehagancontigocomohagas!». Si te dijeran esto, ¿no crees que estarías bastante tentado a contar todo lo que sabes, chiquitín?
Ciertamente, Tom pensaba lo mismo. «Pero, ¿por qué quieren saber eso acerca de las escaleras secretas?», preguntó, un poco asustado por las largas palabras, sin entenderlas en lo más mínimo. De hecho, no estaba preparado para ello, ni tú tampoco.

—Eso no te lo voy a decir. Nunca meto cosas en la cabeza de los chiquillos que es del todo probable que lleguen a averiguar solos. Venga, ven, ahora tengo que vendarte los ojos.

Le puso un vendaje en los ojos con una mano y con la otra se lo quitó.

—Bueno —le anunció—, ya has subido la escalera y estás a buen recaudo.

Tom abrió mucho los ojos y también la boca, pues creía que no había dado ni un solo paso. Sin embargo, cuando miró a su alrededor no le cupo duda de que estaba a buen recaudo al final de la escalera, sea como sea, lo cual nadie va a contarte por la sencilla razón de que nadie lo sabe.
Lo primero que Tom divisó fueron los cedros negros, altos y afilados ante el amanecer rosáceo, y la isla de San Brandan reflejada en el sosegado, amplio y plateado mar. El viento cantaba suavemente entre los cedros y el agua cantaba en la orilla; los pájaros de mar cantaban mientras avanzaban hacia el océano y los pájaros de la tierra, mientras construían sus nidos entre las ramas. El aire estaba tan lleno de canto que despertó a San Brandan y a sus ermitaños, que dormían en la sombra. Movieron sus labios y cantaron su himno matinal entre sueños. Sin embargo, de entre todas las canciones había una que traspasaba el agua con más dulzura y transparencia que las demás, pues provenía de la voz de una joven.
¿Y qué canción cantaba? Ay, pequeño, yo soy demasiado viejo para cantarla y tú demasiado joven para entenderla. Pero ten paciencia, sé justo cuando mires, sé honrado y algún día aprenderás a cantarla solo, sin que haga falta que nadie te la enseñe.
Cuando Tom se acercó a la isla, en la roca descubrió a la criatura más encantadora que se haya visto jamás, con la mirada baja, la barbilla apoyada en la mano y chapoteando con los pies en el agua. Entonces levantó la vista y, mira por dónde, era Ellie.
—¡Oh, señorita Ellie —exclamó él—, cómo has crecido!
—¡Oh, Tom —respondió ella—, y tú también, cómo has crecido!

No te extrañe, los dos habían crecido mucho: él ya era un hombre alto y ella, una hermosa mujer.

—Puede que haya crecido —dijo ella—. He tenido suficiente tiempo, pues he estado aquí sentada, esperándote, durante muchos cientos de años hasta que pensé que no ibas a volver.
«¿Muchos cientos de años?» —se preguntó Tom. Había visto tantas cosas en sus viajes que había dejado de asombrarse y la verdad es que sólo podía pensar en Ellie. Se puso de pie y la miró, y Ellie lo miró a él. Les gustó tanto pasar así el tiempo que se quedaron mirándose durante siete años, sin moverse ni decir una palabra.

Finalmente, oyeron al hada hablar: «Atención, niños. ¿Es que no vais a volver a mirarme?».

—La hemos estado mirando durante todo este tiempo —le contestaron. Y así lo creían.
—Entonces, miradme una vez más —ordenó ella.

La miraron y los dos gritaron a la vez: «Oh, pero entonces, ¿tú quién eres?».

—Eres nuestra querida señora Hazcomoquieresquehagancontigo.
—No, eres la buena de la señora Quehagancontigocomohagas, ¡pero ahora te has vuelto muy bonita!
—Gracias a vosotros —explicó el hada—. Pero mirad otra vez.
—Eres la Madre Carey —explicó Tom, con una voz muy bajita y solemne, pues había descubierto algo que lo había hecho muy feliz y, sin embargo, lo asustaba más que todo lo que había visto.
—Pero ahora eres muy joven.
—Gracias a vosotros —afirmó el hada—. Mirad otra vez.
—¡Eres la mujer irlandesa que estuvo conmigo el día que fui a Harthover!

 Y cuando volvieron a mirar, no era ninguna de ellas y, sin embargo, era todas a la vez.

—Tengo mi nombre escrito en los ojos, si tenéis ojos para verlo.

Entonces miraron dentro de sus ojos grandes, profundos y suaves, que reflejaron una y otra vez todos los colores, como los cambios de la luz en un diamante.

—Ahora, leed mi nombre —pidió ella finalmente.

Sus ojos centellearon durante un instante, con una luz clara, blanca y resplandeciente.

Sin embargo, los niños no pudieron leer su nombre, pues estaban deslumbrados y escondieron la cara debajo de sus manos.
—Todavía no, jovencitos, todavía no —dijo ella, con una sonrisa.

Entonces se dirigió a Ellie:

—Ahora ya puedes llevarlo contigo a casa los domingos, Ellie. Ya ha demostrado su valía en la gran batalla y está en condiciones de ir contigo y ser un hombre, porque ha hecho lo que no le apetecía.

Así pues, Tom fue a casa con Ellie los domingos y a veces también los días de cada día.

Ahora es un gran hombre de ciencia y sabe diseñar líneas de tren, máquinas de vapor, telégrafos eléctricos, armas estriadas, etc., y sabe cualquier cosa sobre cualquier cosa, salvo la razón de que un huevo de gallina no se convierta en un cocodrilo y dos o tres cositas más que nadie averiguará hasta que lleguen las Cocqcigrues.

Todo esto lo sabe porque lo aprendió cuando era un niño del agua en las profundidades del mar.

—Y Tom se casó con Ellie, claro, ¿no?
Hijo mío, ¡que idea más tonta! ¿No sabes que en un cuento de hadas nadie se casa salvo que tenga el rango de príncipe o princesa?

—¿Y el perro de Tom?

Ah, lo puedes ver cualquier noche clara de julio, pues en estos últimos tres veranos tan calurosos la vieja Canícula (21) ha quedado tan desgastada que, desde entonces, no ha habido días de canícula. Así que tuvieron que sacarla y sustituirla por el perro de Tom. Por lo tanto, como escoba nueva barre bien, este año se espera que haga un tiempo caluroso. Y aquí termina mi cuento.

 MORALEJA


Y ahora, chiquitín, ¿qué hay que aprender de esta parábola?

Hay que aprender treinta y siete o treinta y nueve cosas (22), no estoy totalmente seguro. Sin embargo, hay al menos una que sí debemos aprender, y es la siguiente: cuando veamos tritones en el estanque, no hay que tirarles nunca piedras, ni cogerlos con alfileres torcidos, ni ponerlos dentro de viveros con peces espinosos para que éstos puedan darles un mordisco en su pobre y pequeño estómago y los hagan saltar fuera del cristal y meterse en la caja de herramientas de alguien, porque puede acabar mal. Estos tritones son sólo niños del agua estúpidos y sucios. Por lo tanto (como te dirán los anatomistas comparativos dentro de cincuenta años, aunque ahora no sean lo suficientemente eruditos para decírtelo), se les achata la calavera, la mandíbula les crece hacia fuera, el cerebro se les empequeñece, la cola se les alarga, pierden todas las costillas (lo cual estoy seguro que no te gustaría), la piel se les ensucia y les salen manchas, y nunca están en los ríos transparentes, menos aún en el gran y amplio mar, sino que se quedan en los estanques sucios, viven en el lodo y comen gusanos, tal como se merecen.
Sin embargo, eso no es razón para que los maltrates; lo que deberías hacer es compadecerlos, ser amable con ellos y esperar que algún día se despierten, se avergüencen de su fea, sucia, perezosa y estúpida vida e intenten arreglarla y volver a ser alguien mejor. Ya que, si lo hacen, al cabo de 379.423 años, nueve meses, trece días, dos horas y veintiún minutos (por mucho que parezca lo contrario), si se pasan el tiempo trabajando y lavándose a conciencia, puede que les crezca el cerebro, se les empequeñezcan las mandíbulas, les salgan de nuevo las costillas, se les acorte la cola y vuelvan a ser niños del agua; y, quizá, después niños de tierra; y más adelante, puede que hombres mayores.
¿Sabes que no será así? Muy bien, diría que nadie sabe tanto como tú. Pero, verás, hay quien tiene una gran debilidad por esos pobrecillos tritones. Nunca han hecho ningún daño a nadie y, si lo han intentado, no han podido; su única culpa es que no hacen ningún bien (igual que unos cuantos miles de seres superiores a ellos). Y los patos, ¿qué? ¿Y los lucios, los peces espinosos, los escarabajos acuáticos y los niños traviesos? Tal como dicen los escoceses, sae sair hadden doun (22): son tan frágiles que es un milagro que estén vivos. Y algunas personas no pueden evitar albergar la esperanza, como el bueno del obispo Butler (23), de que haya otra oportunidad para hacer las cosas bien en algún momento, en algún lugar, de alguna manera. Mientras tanto, aprende las lecciones y da gracias a Dios porque tienes toda el agua fría que quieras para lavarte; y lávate con ella, como un verdadero inglés. Y te digo más: aunque mi historia no sea real o yo no tenga razón, da igual, tú mantente fiel al esfuerzo y al agua fría. Pero recuerda siempre, tal y como te dije al principio, que esto sólo es un cuento de hadas, pura fantasía y diversión y, por lo tanto, no has de creerte ni una sola palabra, aunque sea cierta.

FIN 

(1) Novela de Rudolf Erich Raspe
(2) Estudiosos de la alteración de la comida, fundadores de la comisión analítica y sanitaria
(3) El autor ironiza sobre los cuentos infantiles norteamericano (recordar que él es inglés) y les cambia el nombre
(4) Jack the giant killer, de Andrew Lang.
(5) La primera versión es de 1550 y fue escrita por Giovanni Francesco Straparola basandose en la mitología griega.
(6) Zona boscosa donde se ocultaban cazadores furtivos
(7) Se refiere a la familia Fugger que en 1519 financió con medio millón de florines la elección de Carlos I de España como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con lo que hipotecaron los ingresos de la corona española
(8) "La causa de los vencedores agradó a los dioses; la de los vencidos, a las muchachas"
(9) Ciudad de la tradición popular que se dice está habitada por gente ignorante.
(10) La metamorfosis o el asno de oro, de Apuleyo.
(11) Personaje de Guy Mannering, de Walter Scott.
(12) Se refiere a Otelo
(13) Impostor y falsificador irlandés
(14) Hermano de Prometeo, Atlas y Menecio. Al contrario de Prometeo que podía ver el futuro, este veía el pasado.
(15) Cita modificada de "sueño de una noche de verano" 
(16) Isla de los dotados para las matemáticas y la música
(17) Erudito del siglo XVI, tutor de Eduardo VI, cuyas ideas sobre la pedagogía estaban basadas en el rechazo al uso de la violencia.
(18) escritor y predicador cristiano inglés, autor de "El progreso del peregrino" 
(19) Referencia al manicomio de Colney Hatch, el más grande y moderno de la época.
(20) Destacados sabios  
(21) Canniculares dies. Designación romana a los aumentos de temperatura a mitad de verano. Juego de palabras con el Can y Canícula 
(22) El clero anglicano debe aceptar treinta y nueve dogmas de fe. 
(23)"Estar muy oprimido" o "estar muy perjudicado" o en desventaja
(24) Obispo anglicano de la localidad inglesa de Durham, autor sobre una gran obra sobre la analogía de la religión

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