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martes, 19 de marzo de 2013

Los niños del agua - Capítulo VII - Charles Kingsley

Viene de "Los niños del agua - Capítulo VI - Charles Kingsley"


 Capítulo VII

Y la vieja nodriza Naturaleza
dijo, tomando al niño entre sus brazos:
"Tengo aquí este libro de cuentos
que tu padre ha escrito para ti.

Ve, acompáñame a vagar 
por regiones inexploradas
y lee lo que aun nadie ha leído
en los manuscritos de Dios"

Y el niño vagó y vagó más lejos
con la vieja nodriza Naturaleza,
que le cantaba día y noche
las canciones del universo

LONGFELLOW



—Ahora estoy listo para marcharme —se dijo Tom—, aunque sea hasta el fin del mundo.
—¡Ah! —exclamó el hada—, ése es un chico valiente y bueno. Pero si quieres encontrar al señor Grimes, tendrás que ir más lejos que al fin del mundo porque está en Elotrofindeningunaparte. Tendrás que ir al Muro Brillante y pasar la Puerta Blanca jamás abierta; luego llegarás al Lagodepaz y al Refugio de la Madre Carey, donde van las buenas ballenas cuando mueren. Allí, la Madre Carey te enseñará cómo se va a Elotrofindeningunaparte, donde encontrarás al señor Grimes.
—¡Ay, Dios mío! —se lamentó Tom—. Pero no sé cómo se va al Muro Brillante, ni dónde está.
—Los niños tienen que molestarse en descubrir las cosas por sí mismos; si no, no se harán hombres. Así que tienes que preguntarlo a todas las bestias del mar y a los pájaros del aire y, si eres bueno con ellos, algunos te dirán cómo se llega al Muro Brillante.
—Bueno —dijo Tom—, va a ser un largo viaje, de modo que lo mejor sería marcharme ahora mismo. Adiós, señorita Ellie, ya sabes que me estoy haciendo mayor y que tengo que irme a ver el mundo.
—Ya sé que tienes que hacerlo —respondió Ellie—, pero no me olvides, Tom. Te esperaré aquí hasta que regreses.

Le tomó de las manos y le dijo adiós. Tom volvió a desear besarla, pero pensó que no sería respetuoso, teniendo en cuenta que era una dama de nacimiento; de modo que prometió que no la olvidaría. Sin embargo, el pequeño remolino que tenía por cabeza estaba tan obsesionado en irse a ver el mundo que en cinco minutos se olvidó de ella. No obstante, aunque su cabeza la olvidara, me complace decir que su corazón no.

Así pues, preguntó a todas las bestias del mar y a todos los pájaros del aire, pero ninguno sabía cómo se iba al Muro Brillante. ¿Y por qué? Aún estaba demasiado al sur.

Entonces encontró un barco mucho más grande de lo que jamás había visto —un galante buque de vapor, con una gran nube de humo coleando por detrás—, y se preguntó cómo podía avanzar sin velas y se acercó nadando para echarle una ojeada. Un grupo de delfines estaba haciendo carreras dando más y más vueltas alrededor del barco, tres veces más rápido que él, y Tom les preguntó cómo se iba al Muro Brillante. Pero no lo sabían. Luego intentó averiguar cómo se movía el barco y, finalmente, descubrió la hélice, que lo embelesó tanto que se pasó el día jugando debajo de la aleta, hasta que casi se quedó sin nariz por culpa de las aspas, así que decidió que ya era hora de irse. Cuando se marchaba, contempló a los marineros en cubierta y a las damas con sombreros y parasoles. Ellos, sin embargo, no pudieron verlo, porque no tenían los ojos bien abiertos, como les sucede a tantos.

De repende, una dama muy bonita salió a la galería, vestida con ropa de luto de viuda de un color negro profundo y con un bebé en brazos. Se apoyó encarada a la galería y miró más y más al fondo, en dirección a la alejada Inglaterra. Y mientras miraba, cantó:

I
Suave viento que vienes del Sur, sopla las nubes
de plata que se ciernen sobre el mar estival.
Finas hebras de bruma con dedos de rocío,
tejed un velo que nos de sombra a mí y a mi niño.
II
Levántate, hondo Amor que en tu abismo descansas,
ven por tierra, mar y aire. Corazones cansados
que en el templo del Amor os escondéis, guardadnos
de deshonor, pecado y pena a mí y a mi niño.

Su voz era tan suave y tenue, y la música del aire tan dulce, que Tom podría haberse pasado el día escuchándola. Entonces, mientras cogía al bebé apoyada en la barandilla de la galería para enseñarle cómo saltaban los delfines y cómo borboteaba el agua en la estela del barco, mira por dónde, el bebé vio a Tom.

Tom estaba seguro de ello, pues, cuando sus ojos se encontraron, el bebé sonrió y levantó las manos, y Tom también sonrió y levantó las suyas. Entonces, el bebé pataleó y se impulsó, como si quisiera saltar por la borda para acercarse a Tom.

—¿Qué has visto, cariño? —preguntó la dama, y sus ojos siguieron a los del bebé hasta que descubrió a Tom, nadando allá en el fondo, sobre las burbujas de la espuma.

Dio un chillido y un respingo; pero luego dijo en voz baja: «¿Niños en el mar? Bueno, quizá sea el lugar más feliz para ellos». Saludó a Tom con la mano y gritó: «Espera un poco, cariño, sólo un poco, puede que vengamos contigo y descansemos en paz».

En ese instante, una vieja niñera, vestida toda de negro, salió, habló con ella y se la llevó adentro. Tom partió hacia el norte, triste y pensativo. Contempló cómo el gran barco de vapor se desvanecía en el anochecer, cómo las luces del barco se asomaban, una a una, y volvían a perecer y cómo la larga estela de humo se esfumaba hacia la bruma nocturna, hasta que todo se perdió de vista.

Entonces volvió a nadar hacia el norte, día tras día, hasta que por fin se encontró al Rey de los Arenques, a quien por la nariz le crecía una almohaza y en la boca, como puro, tenía un espadín. Tom le preguntó cómo se llegaba al Muro Brillante. El arenque engulló el espadín por la cabeza y respondió:

—Yo que tú, joven caballero, iría a la Rocasola y se lo preguntaría a la última de las alcas. Forma parte de un clan muy antiguo, casi tan antiguo como el mío, y sabe muchas cosas que estos advenedizos modernos no saben, como muy posiblemente ocurre con las damas de las casas antiguas.

Tom le preguntó dónde podría localizarla y el Rey de los Arenques se lo dijo con mucha amabilidad, pues era un buen caballero cortés de la vieja escuela a pesar de ser horriblemente feo e ir emperejilado de un modo muy extraño, como los dandis viejos que holgazanean en las ventanas de los clubs.

Justo cuando Tom se marchaba, tras darle las gracias por las indicaciones, le gritó:

—¡Eh! Oye, ¿sabes volar?
—Nunca lo he intentado —respondió Tom—. ¿Por qué?
—Porque, si sabes, te aconsejo que no le digas nada a la vieja dama sobre ello. Supongo que captas la indirecta. ¡Adiós!

Tom avanzó durante siete días y siete noches en dirección noroeste, hasta que tropezó con un gran cardumen de bacalaos; algo que no había visto jamás. Abajo, decenas de miles de grandes bacalaos se pasaban el día tragando marisco y, por encima merodeaban cientos de tiburones azules que se los zampaban cuando subían. Así que se comieron, se comieron y se comieron los unos a los otros, como habían hecho desde la creación del mundo, pues aún no había venido ningún hombre a pescarlos y a averiguar cuan rica es la vieja Madre Carey.

Allí Tom encontró a la última de las alcas, sola y de pie sobre las Rocasolas. Era una gran dama, vieja, de un metro de alta y muy erguida, como una antigua jefa de un clan de las Highlands. Llevaba un vestido negro de terciopelo, una toca y un delantal blancos, y su nariz tenía un caballete muy salido (que es una marca clara de una raza elevada). Encima sobresalían unas grandes gafas blancas que le daban un aspecto muy singular; no obstante, era la antigua costumbre de su casa.

En lugar de alas, tenía dos bracitos con plumas con los que se abanicaba. Continuamente se quejaba del calor espantoso. Además, no dejaba de cantar para sus adentros, con una voz suave, una vieja canción que aprendió cuando era una pequeña bebé-pajarito, hace mucho tiempo:

Había dos pajaritos posados en una roca,
uno se marchó nadando, no quedó allí más que uno,
con un tralara-tralara-dama

El otro se fue nadando también, ya no había nadie,
y la roca ¡pobrecita!, se quedó sola, muy sola,
con una tralara-tralara-dama.

Lo correcto sería: se fue «volando» y no «nadando», pero, como no podía volar, tenía derecho a cambiarla. Sin embargo, era una canción muy adecuada, porque ella era una dama.

Tom se le acercó con una actitud muy humilde y le hizo una reverencia, y lo primero que ella le dijo fue:

—¿Tienes alas? ¿Puedes volar?
—Dios mío, no, señora; no pienso en cosas así—contestó el astuto Tom.
—Entonces será un gran placer hablar contigo, querido. Hoy en día, ver criaturas sin alas resulta muy alentador. Ciertamente, ahora todos los nuevos pájaros advenedizos tienen que tener alas y vuelan. ¿Para qué les servirá volar y elevarse por encima de la posición que les corresponde en la vida? En los tiempos de mis antepasados no había ningún pájaro que pensara en tener alas y se las arreglaban muy bien sin ellas. Ahora todos se ríen de mí porque me mantengo fiel a la antigua usanza. Caramba, incluso los frailecillos y las tórtolas disponen de alas, los muy vulgares, y son diminutos, los pobres; y mis propias primas, las alcas comunes, que son gente de buena familia, también las tienen, y tendrían que saber que no deberían imitar a los que son inferiores a ellas. 

Y seguía y seguía mientras Tom trataba de introducir alguna palabra de lado. Y al final, cuando la vieja dama se quedó sin aliento y volvió a abanicarse, lo consiguió. Le preguntó si sabía cómo se iba al Muro Brillante.

—¿Al Muro Brillante? ¿Quién, sino yo, podría saberlo mejor? Todos vinimos del Muro Brillante hace miles de años, cuando hacía un frío decente y el clima era adecuado para la gente de buena familia. Sin embargo, menudo calor hace ahora y qué criaturas voladoras más vulgares, que vuelan arriba y abajo y se lo comen todo, de manera que se echa a perder la caza de la gente de buena familia, y uno no puede ni ganarse la vida o ni siquiera aventurarse a alejarse de la roca por miedo a que una criatura que hace mil años no se habría atrevido a acercarse a menos de un kilómetro choque contra ti... ¿De qué hablaba? Vaya si hemos ido cada vez a menos, querido, y no nos queda nada más que el honor. Yo soy la última de mi familia. Cuando éramos jóvenes, un amigo mío y yo vinimos y nos instalamos en esta roca para apartarnos de la gente baja. Antaño fuimos una gran nación y nos extendimos por todas las islas del Norte. Pero los hombres nos dispararon mucho, nos golpearon mucho en la cabeza y nos cogieron los huevos. Caray, si no te lo crees, dicen que en la costa de Labrador los marineros solían poner un tablón desde la roca a la cubierta de una cosa que llamaban barco y nos hacían pasar por el tablón a cientos, hasta que caíamos desplomados en el centro del barco. ¡Luego, supongo que se nos comían, los muy asquerosos! Bueno, pero, ¿de qué hablaba? Al final ya no quedó ninguno, salvo en el viejo Alcaskerry (1), tocando la costa de Islandia, donde no podía subir ningún hombre. Incluso allí no estuvimos en paz, pues un día, cuando yo era una muchacha muy joven, la tierra se tambaleó, el mar hirvió, el cielo se oscureció, todo el aire se llenó de humo y polvo, y el viejo Alcaskerry se precipitó dentro del mar. Evidentemente, todos los araos aliblancos y los frailecillos se fueron volando, pero nosotras éramos demasiado orgullosas para hacer eso. Algunas se hicieron añicos, otras se ahogaron y las que quedaron vivas se fueron a Eldey. Las tórtolas me han dicho que ahora ya están todas muertas y que, del mar, ha surgido otro Alcaskerry cerca del viejo, pero es un lugar tan pobre y llano que no es seguro, así que aquí estoy, sola.

Ésta fue la historia del alca que, aunque pueda parecer extraña, es verdadera.

—¡Ojalá hubierais tenido alas! —dijo Tom—. Así, también habríais podido escapar volando.

—Sí, jovencito. Y si las personas no se comportan como caballeros y damas y se olvidan de que los nobles deben actuar con nobleza, vivir en este mundo les parecerá tan fácil como a los que no les importa lo que hagan. Caray, si no me hubiera acordado de que los nobles deben actuar con nobleza, ahora no estaría sola. —Y la pobre dama suspiró.

—¿Y por qué sucedió así, señora?

—Verás, querido, un caballero vino aquí conmigo y, después de estar aquí durante algún tiempo, quiso casarse conmigo; de hecho, me pidió la mano. Bueno, no lo culpo, entonces yo era joven y muy guapa, no lo niego, pero, mira, no quería ni oír hablar de eso porque era el marido de mi hermana fallecida, ¿entiendes?

—Claro, señora —aseguró Tom, aunque era evidente que no sabía nada de eso—. Supongo que estuvo muy enferma.

— Querido, creo que no me entiendes. Lo que quiero decir es que, siendo una dama y teniendo unos sentimientos correctos y honorables, como siempre ha tenido nuestra casa, consideré que mi deber era desairarlo, empujarlo y darle picotazos continuamente para mantenerlo a la distancia adecuada. A decir verdad, una vez le di un picotazo demasiado fuerte al pobre, se cayó de espaldas desde la roca y, realmente, tuvo muy mala suerte, pero no fue culpa mía. Un tiburón que pasaba por allí lo vio y se lo zampó. Desde entonces he vivido sola... Con una tra-la-ra-la-dama. Y muy pronto desapareceré, queridito mío, y nadie me echará de menos. Entonces, la pobre roca se quedará sola.

—Pero, por favor, ¿cómo se va al Muro Brillante? —preguntó Tom.

—Uy, cariño, tienes que irte, tienes que irte. Déjame ver... estoy segura... que es... de verdad, mi pobre cabecita vieja está muy confundida. ¿Sabes qué, querido? Me temo que si quieres saberlo, tendrás que preguntárselo a cualquiera de esos pájaros vulgares, porque se me ha olvidado.

Entonces, la pobre alca empezó a llorar con unas lágrimas de aceite puro. Tom sintió mucha lástima por ella y también por sí mismo, pues ya no sabía a quién preguntar.

No obstante, apareció por allí una bandada de petreles, que son los pajaritos de la Madre Carey. Tom pensó que eran mucho más hermosos que la dama alca, y puede que así fuera, pues la Madre Carey había adquirido muchísima experiencia entre la época en que inventó el alca y la época en que inventó a los petreles. Iban revoloteando como una bandada de golondrinas negras y daban brincos y saltitos, levantando sus piececitos hacia atrás con tanta delicadeza y silbándose los unos a los otros con tanta ternura que Tom se enamoró de ellos instantáneamente y los llamó para averiguar cómo se iba al Muro Brillante.

—¿Al Muro Brillante? ¿Quieres ir al Muro Brillante? Pues ven con nosotros y te enseñaremos el camino. Somos los pajaritos de la Madre Carey, y nos manda por todos los mares para que enseñemos a los buenos pájaros cómo se vuelve a casa.

Tom se mostró encantado y, después de hacer una reverencia al alca, nadó hacia ellos. Sin embargo, el alca no le devolvió la reverencia, sino que se quedó erguida y lloró con lágrimas de aceite puro mientras cantaba:

Y la roca, ¡pobrecita!, se quedó sola, muy sola,
con una tralara-tralara-dama

Pero en eso se equivocaba, pues la roca no se quedó sola: la próxima vez que Tom pase por allí verá algo que valdrá mucho la pena.

La vieja alca ya ha desaparecido; sin embargo, cosas mejores han ocupado su lugar. Cuando Tom vuelva, verá que hay cientos de barcas de pesca ancladas, de Escocia, de Irlanda, de las islas Oreadas, de las islas Shetland y de todos los puertos del norte, llenas de niños de los viejos vikingos nórdicos, que son los señores del mar. Los hombres recogerán grandes bacalaos, a miles, hasta que les salgan heridas en las manos debido a los cordeles; luego elaborarán aceite y guano con el hígado de bacalao y curarán el pescado con sal. Habrá un buque de guerra de vapor para protegerlos y un faro para mostrarles el camino. Quizás algún día tú y yo iremos a la Rocasola, a la gran feria marina del verano, recogeremos extrañas criaturas que el hombre jamás ha visto y oiremos a los marineros fanfarroneando de que no es la peor joya de la corona de la reina Victoria, pues hay ciento veinte kilómetros de cardúmenes de bacalao y comida para todos los pobres del país. Eso es lo que Tom verá, y puede que tú y yo también lo veamos. Entonces no deberemos sentir pena porque no podamos encontrar ningún alca para disecar, y aún menos porque no podamos encontrar suficientes alcas para llevarlas a las cercas de piedra y matarlas, como hacían los antiguos nórdicos, o porque no podamos conducirlas a cubierta por un tablón hasta que el barco esté bien avituallado, como solían hacer los antiguos trotamundos ingleses y franceses, de los que habla el querido Hakluyt (2). Sin embargo, hay que recordar lo que dice el señor Tennyson (3):


El viejo orden cambia; dando lugar al nuevo,
son muchas las maneras en que Dios se realiza.


Ahora Tom estaba muy ansioso por llegar al Muro Brillante, pero los petreles dijeron que no. Tenían que ir al Paraje de Todaslasaves y asistir a la gran reunión de todos los pájaros de mar, antes de partir hacia los lugares de cría del verano, muy lejos, en las islas del Norte. Estaban seguros de que allí encontrarían a algunos pájaros que irían al Muro Brillante; pero Tom tenía que prometer que nunca contaría a nadie dónde se encuentra el Paraje de Todaslasaves para que los hombres no pudieran ir a disparar contra los pájaros, ni disecarlos y ponerlos en estúpidos museos, en lugar de dejar que jugaran, criaran y trabajaran en el jardín de agua de la Madre Carey, donde debían estar.

Así pues, nadie debe saber dónde se encuentra el Paraje de Todaslasaves y todo lo que puede decirse es que Tom estuvo esperando allí muchos días. Mientras esperaba, vio algo muy curioso: en las madrigueras de los conejos que había en la costa se reunieron cientos y cientos de cornejas cenicientas, como las que se ven en Cambridgeshire. Hacían tanto ruido que Tom fue a la costa para ver qué ocurría.

Estaba teniendo lugar su gran comité, que organizan cada año en el Norte. Todos los oradores públicos pronunciaban sus discursos y, a modo de tribuna, el orador se ponía encima de la calavera de una oveja vieja.

Graznaban y graznaban, y fanfarroneaban de todas las cosas inteligentes que habían hecho; los muchos ojos de cordero que habían picoteado, los muchos bueyes muertos que se habían comido, los muchos urogallos jóvenes que se habían tragado enteros, los muchos huevos de urogallo que habían robado llevándoselos en la punta del pico mientras iban volando (lo cual es la hazaña más inteligente de la corneja cenicienta; se enorgullece tanto de ella como un gitano de ser un gran trolero, de lo cual yo no te voy a hablar).

Finalmente, hicieron salir a la dama cuervo más hermosa, fina y joven jamás vista. La pusieron en el centro y todos empezaron a insultarla, vilipendiarla, acusarla e intimidarla porque no había robado ningún huevo de urogallo y, de hecho, se había atrevido a decir que no pensaba robar ninguno. Así pues, había que juzgarla públicamente según sus leyes (pues las cornejas siempre juzgan a unos cuantos delincuentes en su gran parlamento anual). Allí estaba ella, en el centro, con un vestido negro y una capucha gris, con un aspecto dócil y pulcro como el de una cuáquera, y todos se pusieron a gritar contra ella a la vez (mientras ella suplicaba clemencia en vano):

Que no le gustaban los huevos de urogallo.
Que podía arreglárselas muy bien sin ellos.
Que temía comérselos por miedo a los guardianes de la caza.
Que no tenía agallas para comérselos porque 
los urogallos eran unos pájaros tan bonitos, amables y joviales... 
Y una docena de razones más.

Los demás cuervos se abalanzaron sobre la dama y en un instante la picotearon hasta matarla antes de que Tom pudiera acercarse a ayudarla. Luego se fueron volando, muy orgullosos de lo que habían hecho.

Y bien, ¿no fue eso un procedimiento escandaloso?

Sin embargo, estas cornejas son verdaderas republicanas; cada una hace lo que le apetece y que las demás hagan lo mismo, de modo que, teniendo en cuenta la libertad de expresión, pensamiento o acción que se permiten, podrían pasar perfectamente por ciudadanas americanas de la nueva escuela.

Entonces, las hadas cogieron a la buena cuerva, le dieron nueve juegos de plumas nuevos, uno tras otro, y finalmente la convirtieron en el pájaro más hermoso del paraíso, con un vestido verde de terciopelo y una larga cola, y la mandaron a comer fruta a las islas Molucas, donde crece el clavero y la mirística.

Después, la señora Quehagancontigocomohagas ajustó las cuentas con las malvadas cornejas. Cuando se fueron volando, ¿qué iban a encontrarse, sino un asqueroso perro muerto, con el cual se pusieron manos a la obra, mirándose de reojo, engullendo, graznando y forcejeando a sus anchas? Sin embargo, al cabo de un instante, todas levantaron sus picos y dieron un único chillido; luego cayeron hacia atrás, patas arriba, y se quedaron tiesas, ciento veintitrés a la vez. ¿Por qué? El hada le había dicho en sueños al guardián de la caza que llenara al perro muerto con estricnina, y así lo hizo.

Al cabo de un tiempo, los pájaros empezaron a reunirse en el Paraje de Todaslasaves, a miles y a cientos de miles, ennegreciendo todo el aire. Cisnes y barnaclas, patos arlequín y eiders, cercetas carretonas, mergos y somorgujos, colimbos, castañeros y tótolas, alcas y alcas comunes, alcatraces y petreles, págalos y golondrinas de mar, e innombrables e incontables gaviotas. Chapoteaban, se lavaban, salpicaban, se revolcaban y se restregaban en la arena, hasta que la costa quedaba emblanquecida de plumas, y cuando hablaban de las cosas con los amigos y decidían adonde iban a ir a criar en verano, graznaban, cloqueaban, cotorreaban, chachareaban, chillaban y berreaban, hasta tal punto que se les podía oír a quince kilómetros. Tenían suerte de que no había nadie que los oyera, salvo el viejo guardián que vivía solo en el río Ness, en una cabana de turba cubierta con brezo y bordeada con pedruscos colgados por todo el tejado con cuerdas, para que los vendavales de invierno no se llevaran la cabana entera.

Sin embargo, los pájaros no le interesaban ni les hacía daño porque no era temporada de caza. Efectivamente, sólo había dos cosas en el mundo que le importasen, su Biblia y sus urogallos, ya que era un escocés como Dios manda, que tejía calcetines en las noches de invierno. Cuando todos los pájaros partían, lo único que hacía era salir, saludarlos quitándose el sombrero y desearles que tuvieran un feliz viaje y un retorno seguro. Luego recogía todas las plumas que habían dejado y las limpiaba para venderlas, allá en el sur, para que hiciesen camas de plumas y la gente rechoncha pudiera tumbarse.

Entonces, los petreles preguntaron a los pájaros si podían llevar a Tom al Muro Brillante: pero un grupo iba a Sutherland; otro, a las islas Shetland; otro, a Noruega; otro, a las islas Spitsbergen; otro, a Islandia y otro, a Groenlandia. Ninguno iba al Muro Brillante. Así pues, los buenos de los petreles dijeron que le mostrarían parte del camino, aunque sólo llegarían hasta la tierra de Jan Mayen (isla de Noruega); después tendría que arreglárselas solo.

Seguidamente, todos los pájaros se elevaron y se fueron alejando —formando unas largas líneas negras— hacia el norte, el noreste y el noroeste, surcando el cielo de verano, reluciente y azul. Su griterío era como el de diez mil jaurías y diez mil campanas repicando. Los únicos que se quedaron atrás fueron los frailecillos, que mataron a los conejos y pusieron sus huevos en las madrigueras de éstos, lo cual, ciertamente, era una práctica burda (pero un hombre debe cuidar de su familia).

A medida que Tom y los petreles avanzaban hacia el noreste, el viento empezó a soplar con mucha fuerza, pues al anciano vestido con el sobretodo gris, que vigila el gran caldero de cobre del Golfo de México, se le había atrasado el trabajo, de modo que la Madre Carey le envió un mensaje eléctrico para que pusiera más vapor y ahora había más vapor en una hora del que tendría que haber en una semana. Soplaba, rugía, silbaba y se arremolinaba hasta tal punto que no se podía distinguir dónde terminaba el cielo y empezaba el mar. Sin embargo, a Tom y a los petreles no les importaba, porque el vendaval venía por detrás y ellos avanzaban por encima de las crestas de las olas, alegres como muchos peces voladores.

Finalmente, vieron algo muy feo: el costado negro de un gran barco anegado en el seno del mar. La chimenea y los mástiles estaban en el agua, y se balanceaban y ondeaban por debajo del lado de sotavento; las cubiertas estaban limpias como el suelo de un establo y no había ni un alma.

Los petreles volaron hacia el barco y se pusieron a gimotear a su alrededor, pues estaban realmente muy apenados; además, esperaban encontrar algún tocino. Tom recorrió toda la cubierta y buscó, asustado y triste.

Y allí, en una cunita bien amarrada debajo del macarrón, había un bebé profundamente dormido. Tom se dio cuenta al instante de que era el mismo bebé que había visto en brazos de la dama que cantaba.

Se acercó a él y quiso despertarlo, pero, mira por dónde, de debajo de la cuna saltó un pequeño terrier de color canela y negro, que empezó a ladrar y a dar mordiscos en el aire impidiendo que Tom tocara la cuna.

Tom sabía que los dientes del perro no podían hacerle daño, pero al menos lo obligaba a retirarse y lo conseguía. Entonces, él y el perro pelearon y lucharon, pues Tom deseaba ayudar al bebé y no quería tirar al pobre perro por la borda. Pero mientras luchaban, se precipitó un golpe de mar, alto y verde, que entró por el costado de barlovento y los arrolló a todos llevándolos hacia las olas.

—¡Eh, el bebé, el bebé! —chilló Tom. Pero al cabo de un instante dejó de chillar, pues vio cómo la cuna se quedaba quieta en medio del agua verde, con el bebé dentro, sonriente y profundamente dormido. Luego contempló cómo las hadas subían desde las profundidades: cogieron al bebé, lo sacaron suavemente y se lo llevaron. Tom sabía que todo estaba en orden y que habría un nuevo niño del agua en la isla de San Brandan.

¿Y el pobre perrito?

Bueno, después de toser y dar unas cuantas patadas, estornudó tan fuerte que se salió de su piel y se convirtió en un perro del agua; brincó y bailó alrededor de Tom, corrió por encima de las crestas de las olas, mordisqueó a las medusas y las caballas, y siguió a Tom a lo largo de todo el camino hasta Otrofinaldeningunaparte.

De este modo prosiguieron la marcha, hasta que empezaron a ver el pico de la tierra de Jan Mayen: era como un pan de azúcar blanco, sobresaliendo casi cuatro kilómetros por encima de las nubes. Entonces tropezaron con una bandada entera de fulmares que se estaba comiendo una ballena muerta.

—Éstos son los tipos que te enseñarán cómo se va —dijeron los pájaros de la Madre Carey—. Nosotros no podemos ir más hacia el norte. No nos gusta meternos entre las placas flotantes de hielo por miedo a que nos pellizquen los dedos de los pies; sin embargo, los fulmares se atreven a volar por donde sea.

Así pues, los petreles llamaron a los fulmares. Pero estaban tan ocupados y eran tan avariciosos, engullendo, mirándose de reojo, resoplando y peleándose por el esperma de la ballena que no les hicieron ni caso.

—Venid, venid —gritaron los petreles—. ¡Mira que sois palurdos, holgazanes y avariciosos! Este joven caballero va a ver a la Madre Carey y, si no lo atendéis, no conseguiréis que os deje libres, ¿sabéis?

—Seremos avariciosos —replicó un fulmar rechoncho—, pero holgazanes ni ahi. Y en cuanto a palurdos, no lo somos más que vosotros. Echemos un vistazo al chico.

Batió las alas hasta ponerse justo delante de la cara de Tom; lo miró fijamente de una forma muy insolente (pues los fulmares son unos tipos muy audaces, como saben todos los balleneros) y le preguntó de dónde provenía y qué tierra había visto por última vez.

Cuando Tom se lo contó, pareció complacido y aseguró que era muy valiente por haber llegado tan lejos.

—Venid, chicos —llamó a los demás—, y llevad a este mozo por las placas de hielo; hacedlo por la Madre Carey. Hoy ya hemos comido bastante esperma y, si lo ayudamos, incluso nos reducirá la condena.

De modo que los fulmares se pusieron a Tom en la espalda y se lo llevaron volando, riendo y bromeando. ¡Y cómo olían a aceite de tren!

—¿Quiénes sois, alegres pájaros? —preguntó Tom.
—Somos los espíritus de los viejos capitanes de barco de Groenlandia (como bien saben todos los marineros), que cazaban ballenas francas y morsas por estas aguas hace muchísimos años. Pero como éramos descarados y avariciosos, fuimos convertidos en fulmares, destinados a comer esperma de ballena durante el resto de nuestros días. Sin embargo, no somos palurdos y ahora mismo podríamos gobernar un barco en contra de la voluntad de cualquier hombre de los mares del norte, aunque no aprobamos este vapor moderno. Es una vergüenza que esos diablillos negros de petreles nos llamen palurdos. Pero, como son los animales de compañía de su Excelencia, piensan que pueden decir lo que les apetezca.

—Y tú, ¿quién eres? —le preguntó Tom, pues vio que era el rey de todos los pájaros.

—Me llamo Hendrick Hudson, fui un gran capitán y, a pesar de todo el mal que hice, mi nombre perdurará hasta el fin del mundo. Porque yo descubrí el río Hudson y puse nombre a la bahía de Hudson; y hubo muchos hombres que siguieron mi estela y, sin embargo, no se atrevieron a mostrarme el camino. Pero yo era un hombre duro, ésa es la verdad: me llevé a los pobres indios de la costa de Maine y los vendí como esclavos en el sur, en el estado de Virginia. Al final, fui tan cruel con mis marineros, precisamente en estos mares, que me dejaron en un bote descubierto, a la deriva, y nunca se oyó hablar más de mí. Así que ahora soy el rey de todos los fulmares hasta que haya cumplido mi condena.

Entonces llegaron al borde de la placas y, más allá, pudieron ver el Muro Brillante elevándose, majestuoso, por entre la bruma, la nieve y la tormenta. Pero las placas retumbaron de un modo horrible por encima del oleaje y los gigantes de hielo se pelearon y rugieron, saltando por encima de unos y otros y triturándose entre sí hasta convertirse en polvo, de manera que Tom no se atrevió a pasar entre ellos, por miedo a que también lo trituraran hasta convertirlo en polvo. Y aún se asustó más cuando descubrió los escombros de muchos barcos imponentes, algunos con los mástiles y las vergas en pie; otros, con los marineros dentro, totalmente congelados. ¡Ay, pobres! Tenían unos corazones genuinamente ingleses y llegaron a su fin como buenos caballeros andantes, en busca de la puerta blanca jamás abierta.

No obstante, los fulmares se pusieron a Tom y a su perro en la espalda, los llevaron volando sin peligro por encima de las placas y de los rugientes gigantes de hielo, y los dejaron al pie del Muro Brillante.

—¿Y dónde está la puerta? —preguntó Tom.

—No hay ninguna puerta —contestaron los fulmares.

—¿No la hay? —gritó Tom, estupefacto.

—No, nunca ha habido ni una grieta. Ése es el secreto, tal como tipos mejores que tú se han visto obligados a averiguar. Si la hubiera habido, a estas alturas ya habrían matado a todas y cada una de las ballenas francas que nadan por el mar.

—Entonces, ¿qué hago?

—Bueno, pues bucear por debajo del témpano de hielo, si tienes coraje.

—No he llegado hasta tan lejos para dar la vuelta —dijo Tom—, así que ¡a bucear se ha dicho!

—Que tengas suerte en tu viaje, amigo —se despidieron los fulmares—. Sabíamos que eras de los buenos. Adiós.

—¿Por qué no venís? —preguntó Tom.

Pero los fulmares sólo gimotearon con tristeza: «Aún no podemos ir, aún no», y se alejaron volando por encima de las placas.

Así pues, Tom buceó por debajo de la gran puerta blanca jamás abierta y siguió adentrándose en la negra oscuridad de las profundidades del mar durante siete días y siete noches. Sin embargo, no estaba asustado en lo más mínimo. ¿Por qué debería estarlo? Era un inglés valiente, cuyo deber consistía en salir a ver el mundo.

Finalmente, vio la luz; y allí, por encima de él, el agua era muy, muy transparente. Subió mil brazas entre nubes de polillas de mar que revoloteaban alrededor de su cabeza. Había polillas con la cabeza y las alas de color rosa y el cuerpo de ópalo que braceaban por allí lentamente; polillas con las alas marrones que braceaban por allí rápidamente; gambas amarillas que daban unos saltos y brincos rapidísimos y medusas de todos los colores del mundo que ni daban saltos ni brincos, sino que sólo haraganeaban, bostezaban y no se apartaban para dejarlo pasar. El perro hacía como si las mordiera, hasta que sus mandíbulas se cansaban; en cambio, a Tom apenas lo molestaban. ¡Estaba tan ansioso de llegar a la superficie del agua y ver el lago adonde van las buenas ballenas!

Era un lago muy grande, de kilómetros y kilómetros de longitud y el aire era tan nítido que parecía que los acantilados de hielo del otro lado estuvieran al alcance de la mano. A su alrededor se elevaban los acantilados de hielo, formando muros, chapiteles y almenas, cuevas y puentes, pisos y galerías, donde viven las hadas del hielo que alejan a las tormentas y las nubes para que el lago de la Madre Carey esté tranquilo de fin de año a fin de año. El sol hacía de policía, paseando cada día por el exterior, observando justo por encima del muro de hielo para cerciorarse de que todo funcionaba bien. De vez en cuando, hacía trucos de magia o daba exhibiciones de fuegos artificiales para divertir a las hadas del hielo. Se desdoblaba en cuatro y cinco soles a la vez o pintaba el cielo con anillos, cruces y medias lunas de fuego blanco, y se metía justo en el medio y guiñaba el ojo a las hadas.

Yo diría que las divertía mucho, ya que en el campo cualquier cosa es divertida.

Allí, en el mar tranquilo y manchado de aceite, estaban las buenas ballenas, que son unas bestias felices y soñolientas. Tienes que saber que todas eran ballenas francas, yubartas, rorcuales, cachalotes y unicornios de mar con manchas y con unos cuernos largos de marfil. Sin embargo, las ballenas con esperma son tan bravas, furiosas, rugientes y ruidosas que, si la Madre Carey las dejara entrar, en el Lagodepaz no habría paz. Así que las manda a un gran lago especial para ellas en el Polo Sur, a cuatrocientos veinticinco kilómetros al sur-sureste del Monte Erebus, el gran volcán del hielo. Allí se dan golpes mutuamente con sus feas narices, día y noche, de fin de año a fin de año.

En cambio, aquí sólo había unas bestias buenas y tranquilas, vagando como los cascos negros de los balandros y soltando de vez en cuando chorros de vapor blanco o pululando con sus inmensas bocas abiertas para que las polillas de mar nadaran hacia las profundidades de sus gargantas. No había zorros de mar que pudieran trillar sus pobrecitas espaldas, ni peces espada que pudieran atravesarles el estómago, ni peces sierra que pudieran destriparlas, ni oreas que pudieran llevarse pedazos de sus costados de un mordisco, ni balleneros que pudieran arponearlas y clavarles lanzas. Allí eran muy felices y estaban en lugar seguro, y todo lo que tenían que hacer era esperar tranquilamente en el Lagodepaz hasta que la Madre Carey las llamara para convertir a las bestias viejas en bestias nuevas.

Tom nadó hasta la ballena más cercana y le preguntó dónde podía encontrar a la Madre Carey.

—Está allí, sentada, allí en medio —le indicó la ballena.

Tom echó un vistazo, pero en medio del lago no vio nada, salvo un iceberg puntiagudo, y se lo dijo.

—Eso es la Madre Carey —aclaró la ballena—, ya lo verás cuando te acerques. Está allí, sentada, convirtiendo bestias viejas en nuevas durante todo el año.

—¿Cómo lo hace?

—Eso es asunto suyo, no mío —contestó la vieja ballena, y bostezó con la boca tan abierta (pues era muy grande) que le entraron novecientas cuarenta y tres polillas de mar, trece mil ochocientas cuarenta y seis medusas no mayores que una cabeza de alfiler, una cadena de salpas de ocho metros y cuarenta y tres cangrejos pequeños que se dieron todos, unos a otros, un pellizco de despedida, se pusieron las patas debajo del estómago y decidieron morir decentemente, como Julio César.

—Supongo —dijo Tom— que corta a una ballena grande como tú y hace un banco entero de marsopas, ¿no?

Al oír eso, la vieja ballena se carcajeó tan violentamente que tosió y expulsó a todas las criaturas, que se fueron nadando muy agradecidas por haber escapado de esa red de ballena, de cuyos confines ningún viajero regresa. Entonces, Tom se acercó al iceberg, pensativo.

A medida que se aproximaba el iceberg tomó la forma de la dama más grande que jamás había visto: una dama blanca de mármol, sentada en un trono blanco de mármol. Del pie del trono salían nadando, adentrándose más y más en el mar, millones de criaturas acabadas de nacer, de más formas y colores de los que un hombre haya podido soñar. Eran los hijos de la Madre Carey, que crea a partir del agua del mar durante todo el día.

Evidentemente, Tom —como algunos mayores que ya deberían saberlo— esperaba encontrársela tijereteando, remendando, encajando, bordando, arreglando, hilvanando, limando, alisando, martilleando, torneando, puliendo, moldeando, midiendo, cincelando, recortando, etc., como hacen los hombres cuando van al trabajo a hacer cualquier cosa. Sin embargo, en lugar de eso, estaba sentada tranquilamente, con la barbilla apoyada en la mano, mirando hacia el mar, allá abajo, con dos grandes ojos azules, tan azules como el mar. Tenía el cabello blanco como la nieve, pues era muy, muy vieja; de hecho, era tan vieja como cualquier cosa que te puedas encontrar, salvo la diferencia entre el bien y el mal.

Cuando vio a Tom, lo miró con mucha ternura.

—¿Qué quieres, chiquitín? Hacía mucho tiempo que no veía a un niño del agua por aquí.

Tom le contó cuál era su cometido y le preguntó cómo se iba a Otrofinaldeningunaparte.

—Ya deberías saberlo, pues has estado allí.

—¿De verdad, señora? Estoy seguro de que lo he olvidado.

—Entonces, mírame.

Cuando Tom miró dentro de sus grandes ojos azules, recordó el camino perfectamente. ¿No te parece raro?

—Gracias, señora —dijo Tom—. Ya no molestaré más a la señora, he oído decir que está muy ocupada.

—Nunca he estado tan ocupada como ahora —comentó ella sin mover un dedo.

—He oído decir, señora, que siempre está creando nuevas bestias a partir de las viejas.

—Eso es lo que la gente cree. Pero no voy a molestarme en crear cosas. Me siento aquí y hago que se creen ellas mismas.

«Realmente, es un hada muy lista», pensó Tom. Es un gran truco, y una gran respuesta, que la buena de la Madre Carey ha tenido la oportunidad de hacer en varias ocasiones a la gente impertinente.

Por ejemplo, una vez hubo un hada tan lista que descubrió cómo hacer mariposas. No me refiero a las falsas, no, sino a las que están vivas y son de verdad, que vuelan, comen, ponen huevos y hacen todo lo que deben hacer. Esta hada estaba tan orgullosa de su habilidad que inmediatamente se fue volando hasta el Polo Norte para fanfarronear delante de la Madre Carey de cómo hacía mariposas. Pero la Madre Carey se rió.

—Tienes que saber, hija mía —le dijo—, que cualquiera puede hacer cosas con sólo tomarse tiempo y dedicarle esfuerzo; sin embargo, no todo el mundo puede, como yo, hacer que las cosas se creen por sí solas.

No obstante, la gente todavía no cree que no haya nadie más listo que la Madre Carey y tampoco lo creerá hasta que no haga el viaje a Otrofinaldeningunaparte.

—Y bien, pequeño —dijo la Madre Carey—, ¿estás seguro de que sabes cómo se va a Otrofinaldeningunaparte?

Tom pensó y, mira por dónde, se le había olvidado completamente.

—Eso es porque has apartado los ojos de mí.

Tom volvió a mirarla y lo recordó. Luego apartó la vista y, al cabo de un instante, volvió a olvidarlo.

—Pero, ¿qué tengo que hacer, señora? No podré mirarla cuando esté en otra parte.

—Tienes que arreglártelas sin mí, como tiene que hacer la mayoría de la gente durante novecientas noventa y nueve milésimas partes de sus vidas. En vez de mirarme a mí, mira al perro, pues él conoce bien el camino y no se le olvidará. Además, quizás allí te encuentres a algunas personas con un carácter muy extraño que no te dejarán pasar sin este pasaporte. Debes colgártelo del cuello y cuidarlo bien. Y, evidentemente, como el perro irá siempre detrás de ti, tienes que ir de espaldas durante todo el camino.

—¡De espaldas! —gritó Tom—. Pero así no podré ver por dónde voy.

—Todo lo contrario, si miras hacia delante no vas a poder distinguir ni un paso y seguro que te desviarás. En cambio, si miras hacia atrás, observas con atención todo lo que dejas y no pierdes de vista al perro, que actúa por instinto y por lo tanto no se puede desviar, entonces sabrás todo lo que viene con la misma claridad que si lo vieras en un espejo.

Tom se quedó perplejo pero la obedeció, pues había aprendido a creer siempre en lo que las hadas le decían.

—Así es, hijo mío —sentenció la Madre Carey—, y voy a contarte un cuento que te demostrará que tengo toda la razón, como es costumbre en mí. Érase una vez dos hermanos. Uno se llamaba Prometeo (4), porque siempre miraba hacia delante y fanfarroneaba de que sabía las cosas de antemano. El otro se llamaba Epimeteo, porque siempre miraba hacia atrás y no fanfarroneaba nada, sino que decía humildemente, como los irlandeses, que prefería hacer profecías después de los acontecimientos.

»Pues bien, Prometeo era un tipo muy listo, por supuesto, e inventaba toda clase de cosas maravillosas. Pero, por desgracia, cuando se ponían a funcionar, precisamente lo que no hacían era ponerse en marcha: de modo que han servido de bien poco y bien poco ha quedado de ellas. Ahora nadie sabe qué eran, salvo unos cuantos ancianos arqueólogos que escarban en esquinas raras y encuentran pocas cosas aparte de Ptinum Furem, Blaptem Mortisgam, Acarum Horridum y Tineam Laciniarum.

»Sin embargo, Epimeteo era realmente un tipo muy lento y la gente lo tomaba por zopenco, por chapucero, por gallina, por tardón, por un cualquiera, por inútil, etcétera. Y durante muchos años hizo bien poco: sin embargo, lo que hacía una vez ya no tenía que volver a hacerlo.

»¿Y qué pasó al final? A los dos hermanos se les acercó la criatura más hermosa que se hubiera visto jamás, llamada Pandora, que significa "Todos los regalos de los Dioses". Pero como llevaba una extraña caja en las manos, el Prometeo imaginativo, vaticinador, desconfiado, prudente, teórico, deductivo y profeta, que siempre estaba estableciendo lo que iba a ocurrir, no tuvo ninguna relación con la bonita Pandora.

»Sin embargo, Epimeteo la acogió, a ella y a la caja, como acogía todo lo que llegaba y se casó con ella, para bien o para mal, como deberían hacer todos los hombres, incluso cuando sólo tengan la posibilidad de conseguir una buena esposa. Entonces abrieron la caja entre los dos, por supuesto, para ver qué había dentro; si no, ¿de qué podía haberles servido?

»De la caja salieron todos los males que la carne ha heredado; todos los hijos de los cuatro grandes espíritus malignos, la Obstinación, la Ignorancia, el Temor y la Suciedad. Por ejemplo:
el sarampión,                los monjes, 
la escarlatina,              los ídolos, 
la tos ferina,                los papas, 
las guerras,               los conciliadores, 
las hambrunas,           los curanderos, 
las facturas impagadas,               los corsés ceñidos, 
las patatas,               el vino malo, 
los déspotas,               los demagogos 
y, lo peor de todo, los niños y niñas traviesos.

»Sin embargo, hubo una cosa que se quedó en el fondo de la caja, y era la Esperanza.

»Así pues, Epimeteo se metió en un buen embrollo, como hace la mayoría de los hombres. Sin embargo, salió ganando con las tres mejores cosas del mundo: una buena esposa, experiencia y esperanza. Mientras tanto, Prometeo se metió en un embrollo igual de grande, e incluso muchísimo mayor (como vas a oír), provocado por él mismo sin nada más que las imaginaciones tejidas a partir de su propio cerebro, del mismo modo que una araña teje su telaraña a partir de su estómago.

«Prometeo continuó mirando hacia delante, con la vista clavada tan a lo lejos que, cuando iba por ahí con una caja de cerillas (las únicas cosas útiles que inventó y que hacen tanto mal como bien), se pisó la propia nariz y se cayó (como le ocurre a la mayoría de filósofos deductivos), por lo que incendió el Támesis entero y las llamas todavía no han sido extinguidas. Así que tuvieron que encadenarlo en la cima de una montaña, con un buitre a su lado que le diera un picotazo cada vez que se movía, para que no pudiera girar el mundo del revés con sus profecías y sus teorías.

»Pero el bobo de Epimeteo continuó trabajando y ajetreándose, con la ayuda de su esposa Pandora, siempre mirando hacia atrás para ver lo que había ocurrido, hasta que realmente aprendió a saber de vez en cuando lo que iba a ocurrir más adelante. Comprendió muy bien dónde aprieta el zapato y aprendió a esperar a ver de qué lado caían la peras, por lo que empezó a hacer cosas que podían funcionar y que seguían funcionando. Cultivó y drenó la tierra, hizo telares, barcos, líneas de tren, arados de vapor, telégrafos eléctricos y todas las cosas que se pueden contemplar en la Gran Exposición. Previo la hambruna, el mal tiempo, el precio de las acciones y (lo más difícil de todo) el siguiente capricho del gran ídolo Whirligig (5), a quien algunos llaman Opinión Pública. Hasta que al final se hizo igual de rico que un judío e igual de gordo que un granjero, y la gente se lo pensaba dos veces antes de meterse con él (pero sólo una vez antes de pedirle ayuda, pues, como ganaba tanto dinero, también se podía permitir gastarlo).

»Sus hijos son los hombres de ciencia que hacen un trabajo que perdura en este mundo, mientras que los hijos de Prometeo son los fanáticos, los teóricos, los intolerantes, los pelmazos y la gente ruidosa y verbosa que dice a los bobos lo que ocurrirá, en lugar de mirar hacia lo que ya ha ocurrido.

Y bien, ¿no te parece que el cuento de la Madre Carey fue maravilloso? Además, me hace feliz decir que Tom creyó todas y cada una de sus palabras.

Porque a él le pasó lo mismo. Fue puesto a prueba de un modo muy duro, ya que, aunque pudiera ver muy bien hacia dónde se dirigía el perro, teniéndolo enganchado a sus talones (o, mejor dicho, a sus pies, pues debía andar de espaldas), resultaba mucho más lento ir hacia atrás que hacia delante. Sin embargo, fue todavía más duro el hecho de que antes de que hubiera tenido tiempo de salir del Lagodepaz se le abalanzaran todos los magos, adivinos, astrólogos, profetas, los vaticinadores y prestidigitadores, tantos como había en esa zona (y hay demasiados por todas partes), la Vieja Madre Shipton sobre su escoba —con Merlín—, Thomas el Rimador, Gerbertus, Rabanus Mauras, Nostradamus, Zadkiel, Raphael, Moore, el Viejo Nixon y muchísimos más, vestidos con abrigos negros y corbatas blancas, y que, teniendo en cuenta el siglo en que nacieron, no hubiesen sido más sabios. Todos le vociferaban y le gritaban: «Mira hacia delante, sólo tienes que mirar adelante, y te mostraremos lo que el hombre no ha visto jamás y te llevaremos hasta el fin del mundo».

Pero me enorgullece decir que, aunque Tom no había ido a Cambridge —pues, si hubiera ido, seguro que habría sido uno de los mejores alumnos de matemáticas—, como buen inglés, era tan obstinado, duro, áspero, y tan sincero y de confianza que no giró la cabeza ni una vez desde el Lagodepaz hasta Otrofinaldeningunaparte. Por el contrario, no perdió de vista al perro y dejó que siguiera el rastro, fuera caliente o frío, recto o lleno de curvas, mojado o seco, cuesta arriba o cuesta abajo. Lo que significa que no cometió ni un error y que vio cosas maravillosas y por ahora aún no imaginadas por ningún mortal. Cosas que me encargaré de contarte en el próximo capítulo. 


Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo VIII - Final y Moraleja - Charles Kingsley"


(1) Colonia de alcas hundida en 1830  tras una erupción volcánica. 
(2) Geógrafo e historiador británico defensor de la expansión ultramanina 
(3) Poeta inglés de la época vitoriana 
(4) Mito de Prometeo reinterpretadode una manera cómica
(5) Tortura medieval en donde se hacía girar a alguien dentro de una caja suspendida sobre el suelo para provocarle nauseas y mareos  

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