Capítulo II
¿Nos protegen los cielos? ¿Hay amor allá arriba,
entre los celestiales espíritus, que pueda
mover a compasión a criaturas tan viles?
Sí, lo hay, y lo habría incluso si los hombres
fuesen peores que bestias. ¡Qué gracia extraordinaria
la del buen Dios, quien ama tanto a sus criaturas
que envía aquí y allá a sus benditos ángeles
a velar por el hombre perverso y enemigo.
SPENSER
Alrededor de un kilómetro y medio después y unos miles de metros más abajo... ¡Por fin!, Tom consiguió llegar. Ahora sí parecía que la espalda de la mujer vestida con la falda roja que desmalezaba el jardín o incluso las rocas de más allá estaban a tiro de piedra, pues el valle tenía la anchura de un campo y, al otro lado, bajaba el arroyo. Por encima de éste, el peñasco gris, el cerro gris, la escalera gris y el páramo gris se elevaban como un muro hacia el cielo.
Era un lugar tranquilo, silencioso, rico y feliz; una grieta angosta tallada en las profundidades de la tierra, tan honda y tan apartada que los demonios malvados apenas pueden hallarla. El lugar se llama Vendale. Si quieres verlo tú mismo, tendrás que ir hasta High Craven y buscarlo desde el bosque de Bolland hacia el norte, pasando por Ingleborough, en dirección a Nine Standards y el páramo de Cross. Si no lo encuentras, tendrás que dirigirte hacia el sur y buscar la sierra de las Montañas de los Lagos, bajando hacia el páramo de Scaw y el mar. Y si tampoco lo encuentras, tendrás que volver hacia el norte pasando por Carlisle —tierra vivaz— y buscar los Cheviots por todas partes, desde Annan Water hasta Berwick Law. Entonces, tanto si encuentras Vendale como si no, habrás topado con un país y una gente que deberían hacerte sentir orgulloso de ser británico.
Tom continuó descendiendo por unos noventa metros de brezal empinado, mezclado con piedras sueltas de pedernal tan ásperas como una lima, algo bastante desagradable para sus ya maltrechos talones. Iba dando tumbos, brincos, pasos firmes y aún pensaba que, si tiraba una piedra, podría colarla por el jardín.
Luego atravesó treinta metros de terrazas de piedra caliza, situadas una debajo de la otra, tan rectas como si un carpintero las hubiera trazado con la regla y luego las hubiera cortado con el cincel. Allí no había brezal, sino una pequeña cuesta con hierba, cubierta con las flores más hermosas, como jara y saxífraga, tomillo y albahaca, y todo tipo de plantas de dulce aroma.
Después apareció un escalón de caliza tan empinado como el tejado por el que había tenido deslizar su pobre rabadilla, más tarde otro con hierba y flores y luego otro más y, acto seguido, cincuenta metros otra vez de hierba y flores.
Luego encontró otro escalón de piedra, de tres metros y pico. Allí tuvo que detenerse y arrastrarse por el borde para encontrar una grieta, pues si hubiera saltado, habría ido a parar justo al jardín de la anciana y le habría dado un susto de muerte. Encontró una una grieta oscura y estrecha, repleta de helechos de tallo verde —como el que cuelga de la cesta del salón—, y se introdujo utilizando codos y rodillas, igual que cuando se metía por las chimeneas. Prosiguió y a continuación halló otra cuesta con hierba y otro escalón, y así sucesivamente, hasta... ¡Dios mío, ojalá acabe ya todo esto! Tom también lo deseaba. ¡Y eso que todo estaba a tiro de piedra!
Finalmente llegó a un talud con unos arbustos muy hermosos: el mostellar —con sus grandes hojas de reverso plateado—, el serbal y el roble. Abajo había un acantilado y un peñasco con grandes bancales de helechos y juncias silvestres; además, a través de los arbustos, podía ver centellear el arroyo y oír su murmullo sobre los blancos guijarros. No sabía que estaba a cien metros de desnivel.
Tú quizá sentirías vértigo al mirar hacia abajo, pero Tom no lo sintió. Él era un deshollinador muy valiente y, cuando se encontró en la cima de un acantilado alto, cansado como nunca antes en su vida, en lugar de sentarse y llorar por su mamá (aunque nunca tuvo una mamá por quien llorar), se dijo: «¡Perfecto, esto está hecho a mi medida!». Bajó por troncos y por piedras, por juncias y por salientes, por matas y por juncos, como si fuera un simpático monito negro de nacimiento, con cuatro manos en lugar de dos. Y en ningún momento advirtió que la mujer irlandesa seguía sus pasos.
Se sentía terriblemente cansado, el sol abrasador del páramo lo había agotado y aún más el calor húmedo de los peñascos boscosos. Sudaba tanto por la punta de los dedos de las manos y de los pies que se quedó más limpio de lo que había estado en todo un año. Pero claro, al bajar, lo iba ensuciando todo terriblemente. Desde entonces hay un gran tiznajo negro a lo largo del peñasco. Y nunca antes había habido tantos escarabajos negros en Vendale como a partir de aquel día. Es evidente que la causa fue que Tom ennegreció al papá original justo en el momento en que iba a casarse, vestido con una chaqueta azul cielo y leotardos escarlata; igual de elegante que el perro de un jardinero llevando una prímula en la boca.
Finalmente llegó, pero, mira por dónde, no estaba abajo del todo —tal y como normalmente se encuentra la gente cuando baja una montaña-, pues al pie del peñasco había montones y montones de piedra caliza despeñada de todos los tamaños, algunos de la medida de tu cabeza y otros grandes como una diligencia. Entre ellas había huecos llenos de dulce helecho del páramo y, antes de que Tom acabara de pasarlos, volvió a encontrarse a plena luz del sol. Entonces sintió, de una vez por todas y de repente —como le ocurre generalmente a la gente— que estaba completamente rendido.
Debes tener en cuenta, chiquitín, que vas a estar rendido unas cuantas veces en tu vida, si llevas una vida como la que debe llevar un hombre, aunque seas muy fuerte y sano. Y cuando lo estés, te parecerá una sensación muy fea. Espero que ese día tengas a un amigo firme y tenaz a tu lado que no esté rendido; porque si no lo tienes, es mejor que te quedes donde estés y esperes a que lleguen mejores tiempos, como hizo el pobre Tom.
No podía seguir. El sol abrasaba y, no obstante, se sentía totalmente gélido. Estaba hambriento y, sin embargo, se creía muy enfermo. Distaban tan sólo doscientos metros de suaves pastos entre él y la casa de campo pero, a pesar de ello, no podía andar hasta allí. Oía el murmullo del arroyo sólo un campo más allá y, sin embargo, le parecía como si estuviera a miles de kilómetros.
Se echó sobre la hierba hasta que los escarabajos se le subieron encima y las moscas se posaron sobre su nariz. No sé cómo habría podido levantarse, de no ser porque los mosquitos se compadecieron de él. Unos cuantos tocaron sus trompetas tan alto en sus oídos y otros le mordisquearon tanto las manos y la cara —allí donde podían hallar un espacio libre de hollín— que finalmente se despertó y cayó, dando trompicones, sobre un pequeño muro que daba a un camino estrecho que terminaba en la puerta de la cabaña.
¡Vaya si era una cabaña bonita y cuidada con un jardín rodeado de setos de tejo muy bien podados! Los del interior tenían aspecto de pavo real, de tetera, de trompeta y de toda clase de formas raras. De la puerta abierta llegaba un ruido como el de las ranas de la Gran A (1), cuando barruntan un día de calor sofocante que vaya usted a saber cómo lo saben.
La puerta estaba abierta y adornada con clemátides y rosas. Tom ligeramente temeroso, se acercó con cautela a echar un vistazo.
Junto al hogar vacío, repleto con un jarro de hierbas de dulce aroma, estaba sentada la anciana más hermosa que se haya visto jamás, vestida con una falda roja, un camisón corto de algodón y un gorro blanco y limpio cubierto con un pañuelo de seda negra anudado a la barbilla. A sus pies estaba echado el abuelo de todos los gatos y frente a ella se encontraban, sentados en dos bancos, doce o catorce chiquillos limpios, sonrosados y rechonchos, que aprendían el abecedario y armaban un buen barullo.
¡Qué cabañita más agradable! El suelo de piedra estaba reluciente y limpio. Había unos grabados antiguos muy curiosos en las paredes, un viejo aparador negro, de roble, lleno de brillantes platos de peltre y de bronce, y un reloj cucú en la esquina que empezó a sonar cuando Tom apareció. No es que Tom lo hubiera asustado, tan sólo anunciaba las once en punto.
Todos los niños se sobresaltaron al ver la figura negra y sucia de Tom: las niñas empezaron a llorar y los niños empezaron a reír, y todos lo señalaron muy groseramente, aunque Tom estaba demasiado cansado para que eso le importara.
—¡¿Quién eres y qué quieres?! —gritó la anciana—. ¡Un deshollinador! ¡Fuera de aquí! No tengo hollín que limpiar.
Tom, que estaba bastante débil, imploró:
—¡Agua!.
—¿Agua? Hay toda la que quieras en el arroyo —dijo ella, muy áspera.
—Pero no puedo llegar hasta allí, estoy muerto de hambre y de sed.
En ese momento se desplomó en la entrada, dejando la cabeza apoyada sobre el buzón. La ancianita lo miró a través de sus antiparras durante un minuto... dos... tres y dijo: ¡Está enfermo! Y es un crío, un crío, deshollinador o no.
—Agua —imploró Tom.
—¡Dios me perdone! —y guardó las gafas, se levantó y se acercó al muchacho—. El agua no te va a hacer bien; te daré leche.
Se fue a la habitación contigua arrastrando los pies, y trajo un vaso de leche y un trocito de pan. Tom se bebió la leche de un trago y luego levantó la vista, reanimado.
—¿De dónde vienes? —inquirió la anciana.
—Del páramo, ahí arriba —dijo Tom, y apuntó hacia el cielo.
—¿De Harthover? ¿Y has bajado por el peñasco de Lewthwaite? ¿Estás seguro de que no mientes?
—¿Por qué tendría que mentir? —respondió Tom, y apoyó la cabeza sobre el poste.
—¿Y cómo llegaste hasta allí?
—Venía de la Villa —Tom estaba tan cansado y desesperado que no tuvo ni los ánimos ni el tiempo para inventarse una historia, de modo que contó toda la verdad en unas cuantas palabras.
—¡Bendito seas! ¿Y no has robado nada, entonces?
—No.
—¡Bendito seas!, no lo dudo. ¡Ángela María, Dios ha guiado al niño porque era inocente! ¡Se ha ido de la Villa, ha atravesado el páramo de Harthover y ha bajado por el peñasco de Lewthwaite! ¿Cómo sería posible algo así, si Dios no lo hubiera guiado? ¿Por qué no te comes el pan?
—No puedo.
—Está bueno, lo he hecho yo misma.
—No puedo —aseguró Tom, y apoyó la cabeza sobre las rodillas y luego preguntó—: ¿Es domingo?
—Pues no. ¿Por qué tendría que serlo?
—Porque oigo repicar las campanas de la iglesia, como en domingo.
—¡Bendito sea el cielo! El niño está enfermo. Ven conmigo, que te instalaré en alguna parte. Si estuvieras un poco más limpio, te pondría en mi cama, por el amor de Dios. Ven, ven por aquí.
Pero cuando Tom intentó levantarse, estaba tan cansado y mareado que ella tuvo que ayudarlo y llevarlo. Lo instaló en una cabaña anexa, sobre la suave y dulce paja y sobre una alfombra vieja; le pidió que descansara de su caminata, que se durmiera; y le explicó que volvería para verlo cuando terminara la escuela en una hora.
Así pues, volvió dentro, esperando que Tom se durmiera profundamente y al instante.
Pero no fue así.
En lugar de eso, no paró de dar vueltas a uno y otro lado y de dar patadas de una forma rarísima. Sentía tanto calor por todo el cuerpo que tuvo el deseo de meterse en el río y refrescarse. Entonces se medio durmió y soñó que oía a la pequeña dama de blanco gritándole: «¡Uy, qué sucio estás! ¡Ve a lavarte!». Después, que oía a la mujer irlandesa diciendo: «Los que quieran estar limpios, limpios estarán». Luego oyó las campanas de la iglesia repicar tan fuerte y tan cerca que se convenció de que tenía que ser domingo, a pesar de lo que la anciana había dicho. Iría a la iglesia a ver cómo es una iglesia por dentro, pues el pobrecillo no había entrado en ninguna en toda su vida. Nadie lo dejaría entrar si estaba lleno de hollín y suciedad, pensó. Antes tendría que ir al río a lavarse. Y decía en voz alta una y otra vez, aunque al estar medio dormido no se daba cuenta:
—Tengo que estar limpio, tengo que estar limpio.
De pronto, se encontró no sobre la paja en la cabaña anexa, sino en medio de un prado, sobre el camino, con el arroyo justo enfrente, diciendo continuamente: «Tengo que estar limpio, tengo que estar limpio». Había llegado hasta allí con sus propias piernas, medio dormido y medio despierto, como hacen a menudo los niños que salen de la cama y dan vueltas por la habitación cuando no se encuentran muy bien. No obstante, no estaba nada sorprendido y continuó hasta la orilla del arroyo, se echó sobre la hierba y miró dentro del agua de piedra caliza, transparente, muy transparente, con todos los guijarros en el fondo, brillantes y limpios, mientras las pequeñas truchas plateadas salían disparadas del susto al ver su negra cara. Tom se mojó la mano y encontró el agua fría, fría, fría, y se dijo: «Voy a ser un pez, voy a nadar en el agua, tengo que estar limpio, tengo que estar limpio».
Así que se quitó toda la ropa con tanto apremio que rasgó alguna pieza (lo cual era muy fácil con esos harapos viejos). Sumergió sus pobres pies doloridos en el agua, y luego las piernas, y cuanto más se adentraba, más repicaban las campanas de la iglesia en su cabeza.
«Uy —se dijo Tom—, tengo que ir rápido y lavarme; ahora las campanas repican muy alto y pronto van a parar, y entonces van a cerrar la puerta y seguro que no voy a poder entrar.»
Tom se equivocaba, porque en Inglaterra las puertas de las iglesias se dejan abiertas durante toda la misa para todo aquel que quiera entrar ya sea feligrés anglicano o disidente: turco o pagano. Y si alguien osa echarlo —siempre y cuando se comporte educadamente— la gran ley inglesa castigaría merecidamente a ese hombre por haber expulsado a una persona apacible de la casa de Dios, que pertenece a todos por igual. Pero Tom no lo sabía, como tampoco sabía muchas otras cosas que la gente debería saber.
Y en ningún momento advirtió la presencia de la mujer irlandesa, que esta vez no estaba detrás suyo, sino enfrente.
Porque justo antes de acercarse a la orilla del río, ella se había metido en el agua fría y transparente; entonces, su chal y su falda se fueron flotando corriente abajo, mientras las verdes plantas acuáticas flotaban a su alrededor y los nenúfares blancos rodeaban su cabeza. De pronto, las hadas del arroyo surgieron del fondo y se la llevaron en brazos, pues era la reina de todas ellas y quizá de muchas más.
—¿Dónde has estado? —le preguntaron las hadas.
—He estado aliviando la almohada de personas enfermas y murmurando dulces sueños a sus oídos; y abriendo las ventanas de las casas de campo, para dejar salir el aire sofocante; y llevándome a los chiquillos de las cloacas y de las charcas sucias, donde se reproducen las epidemias; y alejando a las mujeres de las puertas de las tabernas y también frenando las manos de los hombres que pegan a sus mujeres; y haciendo todo lo posible para controlar a los que no se controlan. Y aunque eso es poco, es una tarea cansada para mí. Pero os he traído a un nuevo hermanito, lo he protegido durante todo el camino hasta aquí.
Entonces, al descubrir que había llegado un nuevo hermanito, todas las hadas rieron de alegría.
—Pero cuidado, doncellas, no os debe ver ni debe saber que estáis aquí. Ahora no es más que un incivilizado, como las bestias que sucumben, y de las bestias que sucumben debe aprender. Así que no debéis jugar con él, ni hablar con él, ni dejar que os vea; sólo aseguraos de que no sufra ningún daño.
Entonces las hadas se pusieron tristes porque no podían jugar con su nuevo hermanito; sin embargo, siempre hacían lo que les mandaban.
Acto seguido, su reina se alejó flotando por el río hacia el lugar de donde había venido. Pero claro, todo esto Tom ni lo vio ni lo oyó; y quizá, si lo hubiera visto u oído, nada de esta historia habría cambiado, pues tenía tanto calor y sed, y deseaba tanto estar limpio de una vez, que se zambulló tan rápido como pudo en el arroyo frío y transparente.
Dos minutos después de entrar en el agua, se durmió profundamente y tuvo el sueño más tranquilo, alegre y apacible de toda su vida. Soñó con los prados verdes por los que había andado esa mañana, los altos olmos, las vacas durmiendo y, después de eso, ya no soñó nada de nada.
La razón por la que cayó en un sueño tan delicioso es muy simple y, sin embargo, casi nadie la ha averiguado: las hadas simplemente se lo llevaron.
Hay quien cree que las hadas no existen. Eso es lo que el Primo Cramchild (1)dice a los chiquillos en sus conferencias. Bueno, quizá no existan... en Boston, Estados Unidos, donde él creció. Allí sólo hay una pandilla de espíritus torpes, incapaces de hacer que las personas escuchen sin pegar un puñetazo en la mesa: pero se ganan la vida así y supongo que no quieren nada más que eso. La Tía Agitate, en sus Conversaciones sobre Economía Política (2), también afirma que no existen. Bueno, quizá no existan... en su economía política. Pero éste es un mundo muy grande, muchacho —gracias a Dios, pues si no, entre miriñaques y teorías, a algunos de nosotros nos aplastarían—, y hay mucho sitio para las hadas, aunque la gente no las vea; a menos que, claro, miren en el lugar adecuado. Verás, las cosas más maravillosas y poderosas del mundo son precisamente las cosas que nadie puede ver. Hay vida en ti, y esa vida en ti es lo que te hace crecer y moverte y pensar; y, sin embargo, no la puedes ver. Hay vapor en una máquina de vapor, y eso es lo que la hace moverse; y no obstante no lo puedes ver. Así que puede que haya hadas en el mundo y puede que sean ellas justamente las que hacen que el mundo gire al compás de la vieja melodía de:
C'est l'amour, l'amour, l'amour
Qui fait le monde a la ronde
(Es el amor, el amor, el amor, lo que hace girar al mundo)
Qui fait le monde a la ronde
(Es el amor, el amor, el amor, lo que hace girar al mundo)
Y, sin embargo, nadie puede verlas, salvo aquellos cuyos corazones giren al compás de la misma melodía. En cualquier caso, insistiremos en que las hadas existen y no será la primera ni la última vez que lo hagamos. No obstante, después de todo,no hay ninguna necesidad de negar su existencia. ¡Debe haber hadas puesto que éste es un cuento de hadas! ¿Cómo se podría contar un cuento de hadas si las hadas no existieran? ¿No crees que es un sinsentido? Puede que no. Si así fuera, por favor, no intentes ver la lógica en este tipo de razonamientos, porque vas a tener la oportunidad de escucharlos hasta que la barba se te llene de canas.
La amable anciana volvió para ver a Tom a las doce, al finalizar la escuela ; pero allí ya no había ningún Tom. Echó un vistazo para ver si encontraba sus huellas, pero el suelo era tan duro que no había ni rastro, como dicen en mi querido North Devon. Y si, cuando crezcas, te conviertes en un hombre valiente y sano, puede que algún día sepas lo que significa «ni rastro» y puede que también sepas —espero— lo que un rastro te quiere decir. Un rastro ancho, de zarpas robustas, que hace que, al verlo, un hombre apague el puro, apriete los dientes y ciña la cincha. Espero que sepas lo que significa «cuernas», si el bicho en cuestión las tiene, y que identifiques las primarias, las secundarias, las terciarias y las puntas; y que veas algo que valga la pena ver entre el bosque de Haddon y el acantilado de Countisbury, junto al señor Palk Collyns (4) para que te marque el camino y te cure los huesos tan pronto como te los hayas hecho añicos. Sólo que, cuando ese alegre día llegue, por favor, no te rompas el pescuezo empantanándote en un lodazal en el que confío no vas a meterte, pues eres hombre de brezal, tanto de crianza como de nacimiento.
La anciana, decíamos, no logró encontrar a Tom, así que se metió en su casa bastante enfurruñada pensando que el pequeño la había engañado con una historia falsa y había fingido estar enfermo pra continuar la huida.
Pero al día siguiente cambió de opinión. Sir John y el resto de la partida de caza habían perseguido a Tom hasta perder el aliento y, al no encontrarlo, regresaron a Harthover con cara de bobos.
Y más se les acentuó la cara de tontos cuando Sir John supo la historia completa de parte de la niñera; y aún más cuando la señorita Ellie, la pequeña dama de blanco, les contó lo ocurrido. Todo lo que había visto era a un pobrecillo deshollinador, todo negro, que llorando y sollozando volvía hacia la chimenea. Por supuesto, se asustó enormemente (y no me extraña). Pero eso fue todo. El chico no se había llevado nada de la habitación; de acuerdo con las huellas dejadas por sus piececillos cubiertos de hollín, nunca había pasado de la alfombra que había junto al hogar de la chimenea, donde la niñera lo sujetó. Todo había sido un error.
Así que Sir John le dijo a Grimes que se fuera a casa y le prometió cinco chelines si le traía al chico pacíficamente, sin pegarle, para poder estar seguro de cuál era la verdad. Porque daba por sentado, y Grimes también, que Tom se había ido a casa.
Pero esa noche Tom no volvió a casa del señor Grimes, así que éste fue a la comisaría de policía para decirles que buscaran al chico. Aunque allí no se sabía nada de ningún Tom. En cuanto a barajar la posibilidad de que se hubiera adentrado por los grandes páramos en dirección a Vendale, a nadie se le ocurrió, pues era igual que pensar que se había marchado a la Luna.
De modo que al día siguiente el señor Grimes se dirigió a Harthover con una cara muy agria; pero cuando llegó allí, Sir John no estaba. Se había ido al monte, muy lejos, así que Grimes tuvo que permanecer todo el día sentado en la sala de los criados y beber cerveza fuerte para ahogar sus penas que quedaron bien ahogadas antes de que Sir John regresara, pues el bueno del Señor de Harthover había pasado mala noche y le dijo a su esposa:
—Querida, el chico debe haber huido hacia los páramos de los urogallos y debe haberse perdido; el pobrecillo me pesa mucho en la conciencia. Ya sé lo que haré.
A la mañana siguiente se levantó a las cinco y se metió en la bañera, se enfundó en su chaqueta de caza y en sus polainas, y entró en el patio de las cuadras, como un buen caballero inglés tradicional, con la cara roja como una rosa, la mano dura como una mesa y la espalda ancha como la de un buey. Ordenó que le trajeran su poni de caza y que el guardián también montara en el suyo, igual que el cazador, el perrero y el ayudante del perrero; y que el ayudante del guardián trajera al sabueso bien traillado - un perro enorme, tan alto como un becerro, del color del pavimento, con orejas y nariz de tono caoba y un gaznate como la campana de una iglesia-. Lo llevaron hasta el lugar donde Tom se había adentrado en el bosque y, allí, el perro levantó su poderosa voz y les dijo todo lo que sabía.
Los condujo hasta el punto por donde Tom había empezado a trepar el muro; lo derribaron y pasaron todos.
Luego, el espabilado perro los llevó hasta el brezal y el páramo paso a paso, muy despacio, pues verás, el rastro del día anterior era muy tenue a causa del calor y la sequedad. Era esta circunstancia la que, precisamente, había llevado a Sir John a levantarse a las cinco de la mañana.
Finalmente, el perro llegó a la cima del peñasco de Lewthwaite, aulló y los miró a la cara como diciendo: «¡Os digo que ha bajado por aquí!».
No podían creer que Tom hubiera llegado tan lejos y, cuando miraron abajo por ese espantoso acantilado, no daban crédito a que el muchacho se hubiera atrevido a enfrentarse a él. Pero si el perro decía que sí, tenía que ser verdad.
—¡Dios nos perdone! —dijo Sir John—. Si lo encontramos, estará tendido en el fondo. —Se dio un golpe con su manaza en su gran muslo y preguntó—: ¿Quién bajará por el peñasco de Lewthwaite para ver si ese muchacho está vivo? ¡Ojalá fuera veinte años más joven, porque iría yo mismo!- Y así lo habría hecho tan bien como cualquier deshollinador del condado. Luego anunció: - ¡Daré veinte libras al hombre que me traiga vivo a ese chico! —Y tal como era habitual en él, tenía la intención de cumplir lo que ofrecía.
Pues bien, entre ellos había un pequeño mozo de cuadra. Era realmente un mozo de cuadra muy pequeño, el mismo que había ido hasta la plazoleta y le había dicho a Tom que vinieran al Hall, y ahora replicó:
—Nada de veinte libras. Si es por el pobre muchacho, yo bajo por el peñasco de Lewthwaite, pues nunca ha habido un deshollinador tan educado como él.
Y empezó a bajar por el peñasco de Lewthwaite: en la cima era un mozo de cuadra muy elegante, pero al llegar abajo se había transformado en uno muy estropeado, pues se rasgó las polainas, se desgarró los bombachos, se hizo jirones la chaqueta, se rompió los tirantes, se estropeó las botas, extravió el sombrero y, lo peor de todo, perdió el alfiler de la camisa, que apreciaba muchísimo, porque era de oro y lo había ganado en una rifa en Malton. En la parte superior del alfiler se distinguía una figura de la vieja y noble yegua Beeswing (5), real como la vida misma, así que fue una pérdida realmente grande. Y, a pesar de todo, el mozo nunca llegó a ver a Tom.
Mientras tanto, Sir John y los demás dieron un rodeo de casi cinco kilómetros hacia la derecha y retrocedieron otra vez para entrar en Vendale y acercarse al pie del peñasco.
Cuando llegaron a la escuela de la anciana, todos los niños salieron para ver qué pasaba. La anciana también salió y, cuando vio a Sir John, se inclinó mucho para hacerle una reverencia pues era arrendataria suya.
—¿Cómo está la señora? —inquirió Sir John.
—Dios lo bendiga tanto como la anchura que tiene su espalda, Harthover —le respondió ella. No lo llamaba Sir John, sino tan sólo Harthover, pues ésa es la costumbre en el norte de Inglaterra—. Bienvenido a Vendale. Pero, ¿no estará cazando zorros en esta época del año, verdad?
—Estoy cazando y además se trata de un venado muy extraño —dijo Sir John.
—Que Dios le bendiga el corazón. ¿Y qué es lo que hace que tenga una cara tan triste esta mañana?
—Estoy buscando a un niño que se ha perdido; es un deshollinador que se ha escapado.
—Ay, Harthover, Harthover —dijo ella—, siempre ha sido un hombre justo y compasivo. No hará daño al pobre muchachito si le doy noticias sobre él, ¿verdad?
—Claro que no, señora. Me temo que lo hemos perseguido desde la casa por un miserable error. El perro lo ha seguido hasta la cima del peñasco de Lewthwaite y...
Al decir eso, la anciana rompió a llorar, sin dejarle acabar la historia.
—¡Así que, después de todo, me contó la verdad! ¡Pobrecito mío! Ay, los primeros pensamientos son los que valen y, de escucharlos, el corazón los guiará por el buen camino. — Y entonces se lo contó todo a Sir John.
—Traedme aquí al perro para que siga la pista —dijo Sir John, sin añadir nada más, y apretó los dientes con fuerza.
El perro arrancó a correr al instante, fue hasta la parte trasera de la casa, cruzó el camino, el prado y un bosquecillo de alisos; allí, sobre la cepa de un aliso, vieron tendida la ropa de Tom. Entonces supieron todo lo que había que saber. ¿Y Tom?
¡Ah! Ahora viene la parte más maravillosa de esta fantástica historia. Cuando Tom se despertó, pues evidentemente se despertó —los niños siempre se despiertan después de haber dormido exactamente el tiempo que les conviene—, se encontró nadando en el arroyo midiendo diez centímetros de estatura (o, para ser más preciso, 9,9035108 cm) y alrededor de la región parótida de sus fauces descubrió un conjunto de branquias externas (espero que entiendas todas las palabras rimbombantes) como las de un tritón lechal. Las confundió con un volante de encaje hasta que les dio un tirón y vio que se hacía daño, por eso llegó a la conclusión de que formaban parte de su cuerpo y de que sería mejor no tocarlas.
De hecho, las hadas lo habían convertido en un niño del agua. ¿Un niño del agua? Tal vez nunca hayas oído hablar de un niño del agua. Justamente por eso se escribió esta historia. Hay muchísimas cosas en el mundo de las que nunca has oído hablar y muchísimas más de las que nunca nadie ha oído hablar, y también innumerables cosas de las que nunca nadie va a oír hablar, al menos hasta que lleguen las Cocqcigrues (6), cuando el hombre sea la medida de todas las cosas.
Pero los niños del agua no existen, dirás.
Y ¿cómo lo sabes? ¿Has estado allí para verlo? Y aunque hubieras estado allí para verlo y no hubieras visto a ninguno, eso no probaría que no existen. Si el señor Garth no encuentra algún zorro en el bosque de Eversley —tal como la gente teme que pasará—, eso no quiere decir que allí no haya zorros. Así como el bosque de Eversley es a todos los bosques de Inglaterra, las aguas que conocemos son a todas las aguas del mundo. Y nadie tiene derecho a afirmar que los niños del agua no existen hasta que haya visto que los niños del agua no existen, lo cual es muy distinto, fíjate bien, a no haber visto a ningún niño del agua. Además, es algo que nadie ha visto o, quizá, que nunca verá.
Y ahora te preguntarás: ¿Pero si existen los niños del agua, seguro que alguien habrá capturado alguno?
Pues bien, ¿cómo sabes que nadie ha encontrado ninguno?
Pues porque lo habrían puesto en alcohol o habría salido en el Illustrated News (7) o quizá lo habrían partido en dos, al pobrecillo, y habrían mandado una mitad al profesor Owen y la otra al profesor Huxley para ver qué diría cada uno de ellos.
¡Ay, pequeño! Pero no necesariamente se deduce eso, tal como verás antes de que esta historia termine.
«Es que un niño del agua va contra natura».
Bien, chiquitín, cuando seas mayor tienes que aprender a decir esas cosas de un modo muy distinto. No debes decir «no existe» ni «imposible» cuando hables de este maravilloso mundo que te rodea, del cual hasta el más sabio de los hombres solamente conoce la esquina más diminuta y, como dijo el de la caza local, la cual adoptó su nombre en 1842, el gran Sir Isaac Newton, no es más que un niño cogiendo guijarros a la orilla de un océano ilimitado.
No debes decir que tal cosa no existe o que tal otra va en contra de la naturaleza. No sabes qué es la naturaleza, ni de lo que es capaz, ni nadie lo sabe, ni siquiera Sir Roderick Murchison, el profesor Owen, el profesor Sedgwick, el profesor Huxley, el señor Darwin, el profesor Faraday, el señor Grove (8), ni ninguno de los grandes hombres a quienes a los buenos chicos se les enseña que han de respetar. Son hombres muy sabios y debes escuchar respetuosamente todo lo que digan. Incluso si dijeran, lo cual estoy seguro que nunca harían, que «es imposible que tal cosa exista, que va en contra de la naturaleza», debes esperar un poco y pensarlo, pues puede que hasta ellos se equivoquen. Los únicos que hablan de «es imposible que exista» o «va en contra de la naturaleza» son los niños que leen las Conversaciones de la Tía Agitate o las del Primo Cramchild, o los tipos que van a conferencias populares y atienden a un hombre que señala unos cuantos dibujos feos sobre la pared o huele con muy mal gusto botellitas y chorlitos durante una hora o dos, cualificando eso de anatomía o química. A los hombres sabios les asusta afirmar que exista algo que vaya en contra de la naturaleza, salvo si se opone a una verdad matemática, pues dos más dos no pueden ser cinco, dos líneas rectas no se pueden cruzar dos veces y una parte no puede ser igual de grande que el todo, y así sucesivamente (al menos, de momento así lo parece). Sin embargo, cuanto más sabios son los hombres, menos hablan de «imposible». Ese «imposible» es una palabra muy arriesgada y peligrosa, y si las personas la usan demasiado a menudo, la reina de todas las hadas, la que hace que las nubes truenen y las pulgas piquen y que se esmera para que lo hagan, es capaz de asombrarlas repentinamente con sólo demostrarles que, aunque digan que no son capaces, sí que lo son. Es más, lo hará les guste o no.
De ello se desprende que habríamos asegurado que hay docenas y cientos de cosas en el mundo que van en contra de la naturaleza, si no las hubiéramos visto acontecer ante nuestros ojos a lo largo del día. Si la gente no hubiera visto nunca cómo las pequeñas semillas crecen hasta convertirse en grandes plantas y árboles, con una configuración muy distinta de aquéllas, y cómo estos árboles vuelven a producir semillas frescas, para, a su vez, crecer y convertirse en árboles frescos, habrían dicho: «Es algo imposible, va en contra de la naturaleza». Y habrían tenido tanta razón diciendo eso como diciendo que casi todas las demás cosas son imposibles.
Supón de nuevo que fueras un viajero y hubieras llegado, como M. du Chaillu (9), de lugares desconocidos, y que ningún ser humano nunca hubiera visto ni oído hablar de un elefante. Supón que lo describieras a la gente y dijeras: «Ésta es la configuración, el esquema y la anatomía del animal, y de sus patas, de su trompa, de sus muelas, y de sus colmillos, aunque no son colmillos en absoluto, sino dos muelas delanteras que se han vuelto locas; y ésta es la sección de su cráneo, más parecido a una seta que a un cráneo razonable de un animal racional o irracional, etc. Y aunque el animal (al que te aseguro que he visto y he disparado) sea primo directo del conejito peludo de las Escrituras (10), primo segundo de un cerdo y (lo sospecho) decimotercero o decimocuarto primo de un conejo, es, sin embargo, el más sabio de todos los animales y puede hacer de todo salvo leer, escribir y contar». Seguro que la gente habría dicho: «Bobadas, tu elefante va en contra de la naturaleza», y habría pensado que estabas contando cuentos chinos (como pensaron los franceses de Le Vaillant (11), cuando regresó a París y dijo que había disparado a una jirafa; o como creyó el rey de las Islas Caníbal cuando un marinero inglés le contó que en su país el agua se convertía en mármol y llovían plumas). Cuanto más sepa de ciencia, cualquiera te dirá que tu elefante es un monstruo imposible, contrario a las leyes de anatomía comparativa conocidas hasta el momento. Y cuanto más pensarás en ello, más te costará responder.
¿Acaso hasta hace escasos veinticinco años no defendían los eruditos que los dragones voladores no existían? Y ¿no sabemos ahora que se han encontrado cientos de ellos en estado fósil a lo largo y ancho del mundo? La gente los llama pterodáctilos, pero sólo porque les da vergüenza llamarlos dragones voladores después de afirmar durante tanto tiempo que los dragones voladores no podían existir.
La verdad es que este erre que erre sobre lo que no existe o es imposible se debe a que niegan lo que no han visto. Lo que es de tanta importancia como lo que piensa un salvaje sobre la existencia de las locomotoras, ya que nunca se ha encontrado con una a toda máquina adentrándose en el bosque. Los hombres sabios saben que su trabajo consiste en examinar lo que existe y no en determinar lo que no existe. Saben que los elefantes existen, saben que los dragones voladores han existido y cuanto más sabios sean, menos se inclinarán a afirmar que los niños del agua no existen.
¿De verdad que los niños del agua no existen? Bueno, los hombres sabios de la antigüedad decían que todo lo que hay en tierra tenía su doble en el agua. Y ya puedes ver que eso es, si no verdad, al menos tan verdad como la mayoría de las demás teorías que seguramente oirás durante mucho tiempo. Si hay niños en la tierra... ¿por qué no puede haber niños del agua? ¿Acaso no hay ratas de agua, moscas acuáticas, grillos de agua, tortugas de agua, escorpiones de agua, escarabajos de agua, cangrejos de mar, puercos espines marinos, gatos marinos y perros de mar, leones marinos y osos marinos, caballitos de mar y elefantes marinos, ratones de mar y erizos de mar, navajas de mar y plumas de mar, peines de mar y abanicos de mar? Y en cuanto a las plantas, ¿acaso no hay hierbas de agua y ranúnculos acuáticos sin fin?
«Pero todos estos nombres son sólo apodos, sobrenombres. Las cosas del agua no son realmente equivalentes a las cosas de la tierra.»
Eso no siempre es verdad. En millones de casos no sólo son de la misma familia sino que, de hecho, son las mismas criaturas. Incluso tú sabes que la cachipolla, la mosca siálida y la libélula viven bajo el agua hasta que mudan su piel, igual que Tom mudó la suya, ¿no? Y si un animal de agua puede convertirse en cualquier momento en un animal de tierra, ¿por qué un animal de tierra no puede convertirse a veces en un animal de agua? No te dejes amedrentar por ninguno de los razonamientos del Primo Cramchild; hazle frente como un hombre y respóndele (con todo el respeto, por supuesto) lo siguiente:
Si Primo Cramchild dice que si hubiera niños del agua, al crecer deberían transformarse en hombres de agua, pregúntale cómo sabe que no sucede así. Y luego, cuestiónale si tiene la misma certeza sobre ello que la que defiende acerca del proteo de las cavernas de Adelsberg (12) que, según él, completa su crecimiento hasta convertirse en un tritón.
Si dice que es una transformación demasiado extraña el que un niño de la tierra se convierta en un niño del agua, pregúntale si no ha oído hablar nunca de la transformación del Syllis o los distomas (13), de la cual M. Quatrefages (14) dice de manera excelente: «¿Quién niega que ha sucedido un milagro si ve a un reptil salir del huevo que ha estado empollando una gallina en su corral, y a ese reptil procrear un número indefinido de peces y pájaros? Pues bien, la historia de la medusa es igual de increíble». Anda, pregúntale si conoce todo esto; y, si no lo conoce, dile que se acerque y lo compruebe por sí mismo, y aconséjale (con todo el respeto, por supuesto) que deje ya de establecer qué cosas extrañas son imposibles, hasta que haya comprobado todo lo anómalo que ocurre a diario.
Si dice que las cosas no pueden degradarse, o sea, que vayan a menos y se transformen en formas inferiores, pregúntale quién le dijo que los niños del agua son inferiores a los niños de la tierra. Y aunque lo fueran, ¿conoce la extraña degradación del percebe común que se encuentra incrustado en el fondo de los barcos, o la aún más extraña degradación de algunos primos suyos, de la que apenas gusta hablar por lo espeluznante y feo que resulta?
Por último, si dice (como hará con toda seguridad) que estas transformaciones sólo tienen lugar en los animales inferiores y no en los superiores, dile que eso, a los chiquillos y a algunos mayores, les parece una idea muy extraña. Pues si los cambios de los animales inferiores son tan maravillosos y tan difíciles de descubrir, ¿por qué los animales superiores no tendrían que sufrir cambios mucho más maravillosos y mucho más difíciles de descubrir? ¿No es posible que el hombre, flor y nata de todas las cosas, experimente algún cambio mucho más maravilloso que todas las demás especies, de la misma manera que la Gran Exposición (15) es más maravillosa que una conejera? A ver qué contesta a eso. Y si dice (como hará) que, no habiendo visto tal cambio en su experiencia, no está en posición de creerlo, pregúntale con todo respeto dónde ha estado metido su microscopio. ¿No es verdad que cada uno de nosotros, al llegar a este mundo, pasamos por una transformación igual de maravillosa que la de un erizo de mar o una mariposa? Y ¿no nos dicen la razón y la analogía, como también las Sagradas Escrituras, que esa transformación no es la última y que, aunque no sepamos en lo que nos vamos a convertir, estamos aquí, igual que la oruga reptante y la mosca perfecta? Los antiguos griegos, que eran paganos, lo sabían hace dos mil años, así que poco me importa si Primo Cramchild sabe menos que ellos. Y continúa ofreciéndole razonamientos de esta índole hasta que se enfade de verdad. Dile entonces que si no existen los niños del agua, deberían existir. A eso, como mínimo, no podrá responder.
Mientras tanto, pequeño, hasta que no sepas sobre la naturaleza muchísimo más que el profesor Owen y el profesor Huxley juntos, no me hables de lo que es imposible, ni creas que hay cosas demasiado maravillosas para ser verdad. «Formidables, maravillosas son tus obras», dijo el viejo David (16). Así somos, y todo lo que nos rodea, incluso la mesa de madera. Sí, la mesa. Tal como es - un trozo de madera muerta - resulta mucho más formidable que si los espíritus hicieran que te hablara o bailara con sólo darle golpes.
¿Que si lo digo en serio? ¡Oh no, válgame Dios! ¿No sabes que esto es un cuento de hadas y que todo es para divertirse y fingir, que no tienes que creer ni una sola palabra, ni siquiera aunque sea verdad?
En todo caso, eso es lo que le ocurrió a Tom. Por consiguiente, el guardián, el mozo de cuadra y Sir John cometieron un gran error y, al descubrir una cosa negra en el agua, se pusieron muy tristes (al menos Sir John), sin ninguna razón. Creyeron que era el cuerpo de Tom, que se había ahogado. Estaban absolutamente equivocados. Tom estaba muy vivo, y más limpio y más contento de lo que nunca había estado. Verás, en la rápida corriente del río las hadas lo habían lavado tan a fondo que no sólo lo habían despojado de la mugre, sino también de la cáscara y el caparazón enteros. De esta forma, el Tom hermoso, pequeño y real fue lavado y sacado de su interior, y salió nadando, como hace la larva de la frigánea cuando perfora y sale de su estuche hecho con piedras y seda, y avanza de espaldas, chapoteando hasta la orilla y allí revienta su piel y se aleja volando como frigánea, con cuatro alas de color beige y las patas y las antenas alargadas. Las frigáneas son unas criaturas muy tontas y, por la noche, si dejas la puerta abierta, chocan contra la vela. Esperemos que Tom sea más listo, ahora que se encuentra en un lugar seguro, fuera de su viejo caparazón de hollín.
No obstante, el bueno de Sir John no entendió nada de esto, ya que no era miembro de la Sociedad Linneana (17), y se le metió en la cabeza que Tom se había ahogado. Cuando echaron un vistazo en los bolsillos vacíos de su caparazón y no encontraron ninguna joya, ni dinero —nada, salvo tres canicas y un botón de latón atado a un cordón—, Sir John hizo algo así como llorar como nunca lo había hecho en su vida y se culpó con más amargura de lo que tendría que haber hecho. Así que lloró, el mozo de cuadra lloró, el cazador lloró, la anciana lloró, la niñita lloró, la lechera lloró, la vieja niñera lloró (porque de algún modo era culpa suya) y la señora lloró, pues aunque la gente lleve peluca, ésta no es razón para que no puedan tener corazón. Sin embargo, el guardián no lloró, a pesar de haber tratado tan bien a Tom la mañana anterior, porque estaba tan harto de perseguir a los cazadores furtivos que se le podían sacar tantas lágrimas como agua a las piedras. En cuanto a Grimes, tampoco lloró, pues Sir John le ofreció diez libras y se las bebió todas en una semana.
Sir John mandó buscar por todas partes al padre y a la madre de Tom, pero podría haber estado buscando hasta el día del Juicio Final, ya que uno estaba muerto y la otra se encontraba en Botany Bay (18). La niñita no jugó con sus muñecas durante una semana entera y nunca se olvidó del pobrecillo Tom. La señora pronto puso una hermosa y pequeña lápida sobre el caparazón de Tom en el pequeño cementerio de Vendale, donde todos los hombres del valle duermen unos al lado de los otros entre los peñascos de piedra caliza. Y la anciana la engalanó con guirnaldas cada domingo, hasta que envejeció tanto que dejó de salir de casa; entonces, los chiquillos la engalanaron por ella. La anciana siempre cantaba una canción muy, muy vieja cuando se sentaba y tejía lo que ella llamaba su vestido nupcial. Los pequeñines no entendían ni una palabra de la canción, pero les gustaba porque sonaba muy dulce y triste, y eso era suficiente para ellos. Decía así:
Mientras el mundo es joven, chico,
y los árboles verdes,
y las ocas son cisnes, chico,
y las muchachas reinas,
monta a caballo, vamos, chico,
y cabalga por todo el mundo;
buena es la sangre joven, chico,
y cada cosa tiene su momento.
Cuando el mundo sea viejo, chico,
y marrones los árboles,
y los placeres se marchiten, chico,
y las ruedas no rueden,
métete en casa y coge sitio
entre los consumidos y lisiados,
y Dios haga que encuentres allí el rostro
de la que amaste cuando fuiste joven.
Decía así, aunque estas palabras sólo son el cuerpo: el alma de la canción era la dulce cara y la dulce voz de la entrañable anciana, y el dulce y añejo aire que le daba al cantar. Al final estaba tan entumecida y renca que los ángeles se vieron forzados a llevársela; la ayudaron a tejer el vestido nupcial y la acompañaron hasta el páramo de Harthover y muchísimo más lejos. Después vino una nueva maestra a Vendale; esperemos que no fuera certificada.
Mientras tanto, Tom nadaba en el río, con un pequeño y precioso cuello de encaje que hacía la función de unas branquias, vivaz como una angula y limpio como un salmón acabado de pescar.
Y ahora, si no te gusta mi historia, vete a la escuela a aprender la tabla de multiplicar; a ver si así te la pasas mejor. Algunos, sin duda, lo harán, porque de todo hay en la viña del señor. Mejor para nosotros, aunque no para ellos.
Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo III - Charles Kingsley"
(1) Terreno triangular de Eversley con un sendero en el centro como la barra de la letra A
(2) Referencia a Samuel Griswold, escritor opositor a las fábulas tradicionales. Primo Chamchild es un mote que puede traducirse como "Zampaniños".
(3) Libro de Jane Marcet. Es su cruzada contra las mentes estrechas, Kingsley la trata despectivamente como Tía. En cuanto al término "agitate", se puede traducir como "nervioso, agitado" e incluso "azorado", es decir, "Tía Agitada", "Tía Nnerviosa" o "Tía Desquiciada"
(4) Conocido cazador de ciervos de la época.
(5) Famosa yegua que ganó varios trofeos entre 1835 y 1842
(6) Es lo mismo que decir "Nunca". Refiere a la expresión inventada por Rabelais en uno de los capítulos de Gargantúa y Pantagruel. Los Cocqcigrues son criaturas fantásticas.
(7) Revista fundada por Herbert Ingram y Mark Lemon en 1842
(8) Investigadores, paleontólogos, geólogos y naturistas. Todos estudiosos de la evolución del hombre, algunos seguidores y otros retractores de Darwin y su Origen de las Especies.
(9) Explorador estadounidense
(10) Roedor llamado Hyrax que en las antiguas traducciones inglesas de la Biblia confundían con un coneji.
(11) Explorador francés descubridor de especies exóticas africanas.
(12) Rara salamandra cabernícola balcánica que nunca completa su metamorfosis hasta convertirse en un tritón.
(13) Extraños tipos de parásitos raramente frecuentes en el hombre
(14) Médico y antropólogo francés que elaboró una clasificación de los fósiles humanos y desarrolló una teoría antievolucionista.
(15) Exposición celebrada en Londres en 1851
(16) Cita bíblica
(17) Sociedad científica que estudia especies animales y vegetales.
(18) Presidio en la antigua colonia australiana.
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