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sábado, 9 de marzo de 2013

Los niños del agua - Capítulo III - Charles Kingsley

Viene de "Los niños del agua - Capítulo II - Charles Kingsley"
 

 Capítulo III

Bien reza quien bien ama
a hombres, aves y bestias.
Reza mejor quien ama
todo, grande o pequeño,
pues Dios, que nos creó,
ama todas las cosas
COLERIDGE

Ahora Tom era un anfibio. ¿No sabes lo que eso significa? Entonces, será mejor que se lo preguntes al alumno-maestro del Gobierno (1) que tengas más cerca, el cual posiblemente te responderá, con bastante agudeza, lo siguiente:

"Anfibio: Adjetivo derivado de dos palabras griegas: amphi (2), un pez; y bios, una bestia. Un animal que nuestros ignorantes antecesores creían que estaba compuesto por un pez y una bestia, y que, por consiguiente, como el hipopótamo, no puede vivir en la tierra y en el agua se muere".

De un modo u otro, Tom era un anfibio. Y lo que es aún mejor, estaba limpio. Por primera vez en su vida, sentía lo cómodo que era no tener nada encima aparte de sí mismo. Pero sólo lo disfrutaba: no lo sabía, ni pensaba en ello, del mismo modo que tú disfrutas de la vida y de la salud y, sin embargo, nunca piensas en que estás vivo y sano. ¡Y ojalá pase mucho tiempo antes de que tengas que pensar en eso!

No recordaba haber estado sucio alguna vez. De hecho, no recordaba ninguno de sus viejos problemas: estar cansado, tener sed, que le pegasen o que lo mandaran trepar por las oscuras chimeneas. Desde que tuvo aquel dulce sueño lo había olvidado todo acerca de su patrón, la Villa Harthover, la blanca niñita y, en pocas palabras, todo lo que le había ocurrido en su vida anterior. Lo mejor era que había olvidado todas las palabrotas que había aprendido de Grimes y de los chicos maleducados con los que solía jugar.

Eso no es nada raro, pues, verás, cuando llegaste a este mundo y te convertiste en un niño de la tierra, no te acordabas de nada. Así que, ¿por qué tendría que hacerlo él cuando se convirtió en un niño del agua?

En ese caso, ¿crees que hemos vivido anteriormente?

Ay, mi niño, ¿quién sabe? Sólo lo intuimos al recordar algo que ocurrió allá donde vivíamos antes. Pero como no recordamos nada, no sabemos nada al respecto; y no hay ningún libro ni ningún hombre que nos lo pueda asegurar.

Una vez hubo un hombre sabio, muy sabio y muy bueno, que escribió un poema sobre los sentimientos que tienen algunos niños respecto a haber vivido anteriormente. Esto es lo que dijo:

Nuestro nacer no es más que un sueño y un olvido;
el alma que surge con nosotros, la estrella de nuestra vida,
en otro lugar ha nacido,
proviene de la lejanía:
no en una absoluta desmemoria, ni totalmente desnuda,
sino que venimos por nubes de gloria, de Dios, nuestra morada.

Ya está, esto es todo lo que podrás saber. Si yo fuera tú, me lo creería, porque la gran hada Ciencia, que es probablemente la reina de todas las hadas desde tiempos inmemoriales, sólo puede hacerte el bien, nunca te hará daño. En lugar de coincidir con la mayoría de la gente en que tu cuerpo constituye tu alma, como si una máquina de vapor pudiera producir carbón, o en que tu alma es algo independiente de tu cuerpo que se ha quedado atascada en él como un alfiler en un alfiletero que se cae con sólo sacudirlo una vez, deberás creer en la única y verdadera doctrina:
ortodoxa,                inductiva,
                racional,                deductiva,               
filosófica,                seductora,
 lógica,                     productiva,
irrefutable,                saludable,
nominalista,           cómoda,
realista
y que debe ser aceptada 

para poder llegar a comprender algunos conceptos de este maravilloso cuento de hadas. Esta doctrina afirma que tu alma conforma tu cuerpo igual que un caracol fabrica su propia concha.
Por lo demás, nos basta con saber con certeza que, tanto si hemos vivido anteriormente como si no, volveremos a vivir (aunque, espero, no como el pobrecillo y pagano Tom, ya que se hundió dentro del agua). Nosotros, en cambio, espero que subamos a un lugar muy distinto.

No obstante, Tom era muy feliz en el agua. Había sido tristemente explotado en el mundo de la tierra, de modo que, desde entonces y para compensarlo, durante mucho, mucho tiempo, todo lo que tuvo fueron unas vacaciones en el mundo del agua. Ahora no tenía nada que hacer, salvo disfrutar y observar todas las cosas bonitas que hay que ver en el fresco y transparente mundo del agua, donde el sol nunca calienta excesivamente y nunca hace demasiado frío.

 ¿Y entonces de qué se alimentaba? Pues unas veces de berros de agua, o de gachas de agua y también de leche de agua. En realidad, les sucede lo mismo a muchos niños de tierra. Aunque, como no conocemos ni una undécima parte de lo que comen las criaturas del agua, tampoco nos haremos responsables de cuáles son las costumbres de éstos.

A veces Tom se acercaba a los caminitos de suave gravilla junto al río, observando a los grillos que entraban y salían entre las piedras, igual que los conejos en la tierra, o trepaba a los salientes de las rocas y contemplaba los tubos de arena flotando a miles, cada uno de ellos con una bonita cabecita y con sus patitas asomándose; o se detenía en una esquina tranquila y miraba cómo las larvas de frigánea comían palitos, con la misma avidez con la que tú te comerías un pudín de ciruelas, y cómo construían sus casas con seda y cola. Eran unas señoritas muy caprichosas, no había día que no cambiaran de material. Una empezaba con algunos guijarros, luego pegaba un trozo de madera verde, luego encontraba una concha y también la pegaba, y la pobre concha estaba viva y no le gustaba en absoluto que se la llevaran para construir casas con ella. Pero la larva de frigánea no le dejaba opinar sobre el asunto, siendo grosera y egoísta como suele ser la gente vanidosa. Después pegaba un trozo de madera podrida, luego una piedra rosa muy elegante y así sucesivamente hasta que quedaba toda llena de parches, igual que el abrigo de un irlandés. A continuación encontraba una pajita alargada —cinco veces más larga que ella— y decía: «¡Hurra! Mi hermana tiene cola y yo también voy a tener una». Se la cargaba a sus espaldas y desfilaba con ella muy orgullosa, a pesar de que, en realidad, era muy poco práctica. Al final, las colas se pusieron muy de moda entre los cebos de larvas de frigánea de ese remanso y el pasado mayo también triunfaron en el extremo del Gran Estanque.

Todas ellas andaban tambaleándose con unas pajitas alargadas que sobresalían de su espalda, entremetiéndoseles en las patitas y cayendo unas encima de otras, haciendo tal ridículo que Tom lloró de risa, igual que nosotros. Pero, verás, tenían bastante razón, pues la gente siempre tiene que ir a la moda, aunque eso implique llevar spoon-bonnets (3).

Luego, a veces, nadaba hasta un tramo profundo y tranquilo y se ponía a observar los bosques del agua. A ti te habrían parecido sólo unos pequeños hierbajos: pero recuerda que Tom era tan pequeñito que todo le parecía cien veces más grande que él, como te pasa a ti o como le pasa a un pececillo que ve y atrapa las minúsculas criaturas del agua que tú solamente puedes ver a través del microscopio.

En el bosque del agua descubrió a los monos de agua y a las ardillas de agua que tenían seis patas (casi todo en el agua tiene seis patas salvo los tritones y los niños del agua) y, que corrían por entre las ramas con mucha agilidad. También había miles de flores acuáticas y Tom intentaba cogerlas; pero en cuanto las tocaba, se cerraban y se convertían en puñados de gelatina. Entonces, Tom advirtió que todas las cosas estaban vivas —las campanas, las estrellas, las ruedas, las flores de todas las formas y colores—, y que se movían, igual que él. Ahora se dio cuenta de que había muchísimas más cosas en el mundo de lo que le había parecido a primera vista.

También se fijó en un tipo pequeñito y maravilloso que se asomaba por la parte superior de una casa construida con ladrillos redondos. Tenía dos grandes ruedas y una pequeña cubierta con dientes que daban vueltas y más vueltas, como las ruedas de una trilladora. Tom se quedó quieto y lo miró fijamente, para ver qué iba a hacer con su maquinaria. ¿Qué crees que hacía? Fabricaba ladrillos. Con sus dos grandes ruedas barría todo el lodo que flotaba en el agua: separaba lo que era bueno, se lo metía en el estómago y se lo comía; y embutía todo el lodo en la pequeña rueda del pecho, que en realidad era un agujero redondo cubierto con dientes. Luego lo hacía girar hasta convertirlo en un ladrillo compacto, duro y redondo, y después lo cogía, lo pegaba encima del muro de su casa y se ponía a trabajar para fabricar otro. Y bien, ¿era un tipejo inteligente o no?

Tom pensaba que sí; pero, cuando quiso hablar con él, el ladrillero estaba demasiado ocupado y orgulloso de su trabajo como para hacerle caso.

Pues bien, tienes que saber que todos los seres que viven debajo del agua hablan, sólo que no el mismo idioma que nosotros, aunque sí el mismo con el que los caballos, los perros, las vacas y los pájaros charlan entre ellos. Tom pronto aprendió a entenderlos y a hablar con ellos, así que habría disfrutado de una compañía muy agradable sólo con ser un buen chico. Pero siento tener que decir que él también era como otros chiquillos a quienes les gusta mucho cazar y atormentar a las criaturas simplemente por diversión. Hay quien dice que los chicos no lo pueden evitar, que es su naturaleza y que únicamente es la prueba de que todos descendemos originalmente de los animales de rapiña. Pero tanto si es su naturaleza como si no, los chiquillos sí que lo pueden evitar y deben hacerlo. Pues si, por naturaleza, sufren unas tendencias pícaras, bajas y maliciosas, ésa no es razón para que tengan que ceder ante esa conducta típica de los monos, que no saben hacerlo mejor. Por lo tanto, no deben atormentar a las criaturas bobas, porque, si lo hacen, seguro que vendrá cierta anciana y les dará exactamente lo que se merecen.

Sin embargo, eso no lo sabía Tom y, lamentablemente, picoteó y enterró a los pobres animalitos del agua hasta que todos le tuvieron miedo y empezaron a apartarse de él o a arrastrarse hasta sus conchas. Así pues, Tom no tenía a nadie con quien hablar ni jugar.

Claro, a las hadas del agua les dio mucha lástima verlo tan triste y desearon cogerlo, decirle lo malo que era, enseñarle a ser bueno y también a jugar y retozar con él; pero lo tenían prohibido. Tom debía aprender la lección con la única ayuda de la sana y aguda experiencia, como muchos seres que, pese a ser bobos, ocultan un corazón bondadoso que anhela enseñarles lo que sólo pueden aprender por sí mismos..

Finalmente, un día encontró la casa de una larva de frigánea y quiso que ésta se asomara; pero la puerta estaba cerrada. Nunca había visto una larva de frigánea con la puerta de su casa cerrada. Así, ¿qué esperabas que hiciera un chiquillo entrometido como él sino abrirla para ver lo que la pobre dama hacía dentro? ¡Qué desgracia! ¿Qué te parecería si alguien irrumpiera en tu dormitorio para comprobar qué aspecto tienes cuando estás en la cama? De modo que el pobre Tom dejó hecha añicos la puerta, que era una pequeña rejilla de seda hermosísima, cubierta con brillantes pedazos de cristal, y cuando miró dentro, la larva de frigánea sacó la cabeza, que había tomado ni más ni menos que la forma de la cabeza de un pájaro. Pero cuando Tom le habló, no pudo contestar, pues su boca y su cara estaban bien encerradas en un nuevo gorro de dormir de una fantástica piel de color rosa. Sin embargo, si bien ella no contestó, las demás larvas de frigánea sí lo hicieron, ya que asomaron sus manitas y chillaron como los gatos de Struwwelpeter (4): «¡Eh, tú, mocoso inmundo y horrible, otra vez haciendo de las tuyas! Ella se había metido en la cama para dormir quince días y luego habría salido con unas alas muy bonitas, se habría echado a volar y ¡menudos huevos habría puesto! Y ahora le has roto la puerta y ya no la podrá arreglar, porque su boca estará cerrada durante quince días, y se morirá. ¿Quién te ha mandado venir aquí para que nos hagas la vida imposible?».

Así que Tom se fue nadando. Estaba muy avergonzado de sí mismo y se sentía fatal, como los chiquillos que han hecho algo malo y no lo reconocen.

Entonces llegó a un pequeño remanso lleno de truchas y empezó a atormentarlas y a tratar de pescarlas, pero se le resbalaban entre los dedos y salían saltando sin dejar rastro, aterrorizadas. Al perseguirlas, fue a parar a una gran roca oscura bajo la raíz de un aliso, y una inmensa y vieja trucha marrón (con un tamaño diez veces mayor que el suyo) salió disparada directamente hacia él, salpicándolo todo, y lo dejó sin aliento. No sé cuál de los dos se asustó más.

Después Tom prosiguió, enfurruñado y solo, tal como se merecía, y en un bajío descubrió a una criatura sucia y muy fea. Estaba quieta, tenía más o menos la mitad de su tamaño y también contaba con seis patas, una gran barriga y una cabeza muy ridícula, con dos ojos grandes y cara de mono.

—¡Oh! —dijo Tom—, mira que eres feo! —Y empezó a hacerle muecas, acercó mucho la nariz y lo saludó, como los chicos maleducados.

Y entonces... ¡sorpresa! La cara de asno del animalito salió al instante, alargó un brazo que tenía un par de pinzas en la punta y agarró a Tom por la nariz. A éste no le dolió demasiado, aunque lo sujetaba con fuerza.

—¡Uy, uy, uy! ¡Ay, déjame! —gritó Tom.
—Pues entonces, déjame tú a mí —dijo la criatura—. Quiero estar tranquilo. Quiero salir.

Tom le prometió dejarlo en paz y lo soltó.

—¿Por qué quieres salir? —preguntó Tom.
—Porque todos mis hermanos y hermanas han salido y se han convertido en unas criaturas aladas preciosas. Y por eso yo también quiero salir. No hables conmigo. Estoy seguro de que voy a salir. ¡Voy a salir!

Tom se quedó quieto y lo observó. Se hinchó, se abultó, se estiró con rigidez y, finalmente —crac, paf, bang— se le abrió la espalda hasta abajo del todo y luego hasta la punta de la cabeza.

Del interior surgió una criatura esbelta, elegante y suave, igual de suave y tersa que Tom, pero muy pálida y débil, como un niño que ha estado enfermo durante mucho tiempo en una habitación oscura. Movió las patas muy débilmente y miró a su alrededor, medio avergonzado, como una niña que entra por primera vez en un salón de baile. Luego empezó a subir lentamente por el tallo de una hierba hasta la superficie del agua.

Tom se asombró tanto que no pronunció ni una palabra, sino que se quedó mirando con los ojos muy abiertos, y también subió a la superficie del agua para ver lo que iba a pasar.

Cuando la criatura se sentó bajo un sol cálido y brillante, súbitamente experimentó un cambio maravilloso. Se hizo fuerte y firme, y empezaron a aparecerle por el cuerpo los colores y las formas más hermosos: azules, amarillos y negros; manchas, rayas y anillos. De la espalda le salieron cuatro grandes alas de gasa brillante y marrón, y los ojos se le engrandecieron tanto que le abarcaron toda la cabeza y relucían como diez mil diamantes.

—¡Oh, qué criatura más bonita eres! —exclamó Tom, y alargó la mano para cogerla.

Pero el animalito se elevó en el aire —las alas le zumbaban—, se quedó suspendido un instante y luego descendió hacia Tom, sin miedo.

—¡No! —dijo—, no me puedes pillar. Ahora soy una libélula, la reina de las moscas, y bailaré al sol, planearé sobre el río, cazaré mosquitos y tendré una mujer tan hermosa como yo. Ya sé lo que haré. ¡Hurra! —Y se alejó volando por los aires y empezó a cazar mosquitos.
—¡Eh, tú, criatura hermosa, vuelve, vuelve! —gritó Tom—. No tengo a nadie con quien jugar y aquí estoy muy solo. Si vuelves, no voy a intentar atraparte.
—Me da lo mismo tanto si lo haces como si no —respondió la libélula—, porque ya no puedes. Pero cuando haya cenado y haya echado una ojeada a este bonito lugar, volveré y charlaré contigo sobre todo lo que haya visto en mis viajes. ¡Caray, qué árbol más grande y qué hojas más grandes tiene!

No era más que una gran acedera; pero, verás, la libélula no había visto más que árboles del agua pequeñitos, ámelos, ranúnculos acuáticos y cosas así, de modo que le pareció muy grande. Además, era muy miope, igual que todas las libélulas, y no veía a más de un metro de su nariz, como muchísimos otros que no son ni la mitad de guapos.

Después, la libélula regresó y se puso a charlar animadamente con Tom. Era un poco engreída por sus hermosos colores y sus grandes alas. Pero, verás, había sido una pobre criatura sucia y fea toda su vida, así que tenía buenas excusas con las que justificarse. Le encantaba hablar de las cosas maravillosas que había visto en los árboles y los prados, y a Tom le gustaba escucharla, pues lo había olvidado todo acerca de ellos. De modo que, en poco tiempo, se hicieron buenos amigos.

Estoy muy contento de poder decir que aquel día Tom aprendió tan bien la lección que durante mucho tiempo ya no atormentó a las criaturas. En adelante, las larvas de frigánea se volvieron bastante dóciles y solían contarle historias extrañas sobre cómo construían sus casas y cómo mudaban la piel y al final se convertían en moscas aladas, hasta que Tom empezó a desear mudar la piel algún día y tener alas, igual que ellas.

Y las truchas y él se reconciliaron (pues las truchas muy pronto se olvidan de que las han asustado y les han hecho daño). De manera que Tom solía jugar con ellas al ratón y el gato, y se lo pasaban en grande. Intentaba saltar desde el agua, boca arriba, como hacían ellas, antes de que cayera un chaparrón; pero no sé por qué, nunca le salía bien. No obstante, lo que más lo divertía era observarlas aproximarse a las moscas que daban vueltas y vueltas bajo la sombra del gran roble, donde los escarabajos caían pesadamente sobre el agua y las orugas verdes se deslizaban sin motivo desde las ramas por cuerdas de seda. Una vez abajo decidían, también sin motivo, subir de nuevo al árbol, enrollándose en la cuerda de seda para crear una especie de bola entre sus patitas. Se trataba de un número propio de un funambulista tan hábil que, ni Blodin ni Léotard (5) podrían ejecutar. Sin embargo, es difícil entender la razón de que las orugas lo hagan todo tan complicado si, de todas formas, tampoco pueden ganarse la vida como ellos, tratando de no romperse la crisma sobre una cuerda.

Muy a menudo, Tom las asía justo cuando iban a tocar el agua. También cazaba las moscas siálidas, frigáneas, moscas de pesca y cachipollas adultas de cola levantada, amarillas, marrones, granates y grises, y se las ofrecía a sus amigas las truchas. Puede que no fuera muy amable con las moscas, pero uno tiene que hacer un buen favor a sus amigos siempre que pueda.

Al final, incluso dejó de cazar moscas, pues conoció a una por casualidad y le pareció una criaturita muy alegre. Así fue cómo ocurrió, es la pura verdad.

Un caluroso día de junio, Tom se deleitaba en la superficie del agua cazando moscas de pesca y dando de comer a las truchas, cuando se fijó en una nueva especie, una criaturita de color gris oscuro con una cabeza marrón. Realmente, era una criatura muy pequeñita, pero se esforzó al máximo, como debería hacer la gente. Ladeó la cabeza hacia arriba, levantó las alas, la cola, elevó los dos plumeros de la punta de la cola y pronto tuvo el aspecto del hombrecillo más gallito de todos los hombrecillos. Y así lo demostró, ya que en vez de alejarse brincó sobre el dedo de Tom, se quedó allí sentado tan atrevido como nueve sastres juntos y dio un grito con la vocecita más minúscula, estridente y chillona que hayas oído nunca:

—Te lo agradezco mucho, de verdad, pero todavía no la quiero.
—¿Querer qué? —dijo Tom, muy desconcertado por su insolencia.
—Tu pierna, ya que eres lo bastante amable como para extenderla y que yo me pueda sentar. Tengo que ir a vigilar a mi mujer durante unos minutos. ¡Dios mío, qué empresa más pesada es una familia! - A pesar de que el muy granuja y holgazán no hacía nada de nada y dejaba a su pobre mujer poner sola todos los huevos - Cuando vuelva, te agradecería que tuvieras la bondad de dejar extendida la pierna justo como está ahora.

Y salió volando.

Tom pensó que era un tipo muy frío y aún más cuando regresó en cinco minutos y dijo: «Uy, ¿te has cansado de esperar? Bueno, la otra pierna también me servirá».

Y de un salto se puso sobre la rodilla de Tom y empezó a charlar animadamente con su voz chirriante.

—Así que vives debajo del agua, ¿no? Es un lugar muy descuidado. Yo viví allí durante algún tiempo, y era un sitio muy dejado y sucio. Pero decidí que eso no iba a durar. Así que me hice respetable, me mudé a la superficie y me puse este traje gris. Es un traje muy profesional, ¿no crees?
—Realmente es muy elegante y discreto —aprobó Tom.
—Sí, durante un tiempo, cuando uno se convierte en hombre de familia, debe ser discreto, elegante, respetable y ese tipo de cosas. Pero a decir verdad, ya me he cansado. Considero que el trabajo que he hecho esta última semana me valdrá para toda la vida. De modo que me pondré un traje de baile, saldré, seré un hombre elegante, veré el alegre mundo y bailaré un poco. ¿Por qué no ser jovial, si se puede?
—¿Y qué será de tu mujer?
—¡Bah! En realidad es una criatura feucha y estúpida y no piensa en nada más que en los huevos. Si decide venir, pues que venga; y si no, pues me voy sin ella. Y aquí estoy.

Mientras hablaba, se puso pálido y luego muy blanco.

—¡Hala, te has puesto enfermo! —exclamó Tom.

Pero no obtuvo respuesta.

—Estás muerto —continuó Tom, mirando cómo se quedaba quieto sobre su rodilla, blanco como un fantasma.
—¡Que no! —respondió una vocecita chirriante sobre su cabeza—. Éste de aquí soy yo, con mi traje de baile, y eso es mi piel. ¡Ja, ja! ¡Tú no sabrías hacer un truco así!

Tom no sabía hacerlo, como tampoco Houdin, ni Robin, ni Frikell (6), ni ningún prestidigitador del mundo. Pues el muy granuja había abandonado su piel de un salto y la había dejado encima de la rodilla de Tom: los ojos, las alas, las patitas y la cola, exactamente como si tuvieran vida.

—¡Ja, ja! —rió, meneándose y brincando arriba y abajo, sin parar ni un instante, igual que si tuviera el baile de San Vito—. Ahora soy un tipo guapo, ¿eh?

Y tenía razón, pues su cuerpo era blanco, su cola naranja y sus ojos reflejaban todos los colores de la cola de un pavo real.

Lo más singular eran los plumeros que tenía en la punta de la cola, que habían crecido cinco veces más que antes.

—¡Ah! —dijo—, ahora voy a ver el alegre mundo. La vida no será difícil, pues no tengo boca, como ves, ni interior, de modo que nunca padeceré hambre ni me dolerá la barriga.

Y así fue. Se había hecho igual de seco, duro y vacío que una péñola, tal como se merecen los tipos bobos y frívolos como ése.

Sin embargo, en vez de avergonzarse de estar vacío, se sentía muy orgulloso, como tantos y tantos señoritos refinados, y empezó a flirtear, a dar volteretas arriba y abajo, y a cantar:

Yo cantaré y mi mujer bailará 
para que el día pase alegremente;
pues el más sabio siempre será
aquel que de las preocupaciones se aleje.(7)

Bailó aquí y allá durante tres días y tres noches, hasta que se cansó tanto que se cayó al agua y se fue flotando río abajo. Tom nunca supo qué fue de él, aunque tampoco se preocupó, pues lo oyó cantar hasta el final mientras se alejaba en la corriente:

¡Aquel que de las preocupaciones se aleejeee!

Y si él no se preocupó, los demás tampoco.

Otro día, Tom protagonizó una nueva aventura. Él y su amiga la libélula estaban sentados sobre la hoja de un nenúfar, mirando cómo bailaban los mosquitos. La libélula se había comido tantos como quiso y estaba tranquila y adormilada, pues el sol brillaba y calentaba mucho. Los mosquitos (a quienes la muerte de sus pobres hermanos les importaba un pepino) bailaban alegremente a menos de un metro sobre su cabeza y una gran mosca negra se situó a medio centímetro de sus narices, para lavarse la cara y peinarse el pelo con sus patitas. Pero la libélula ni se inmutó y continuó charlando con Tom sobre los tiempos en que vivía bajo el agua.

De repente, Tom oyó un ruido rarísimo río arriba: arrullos, gruñidos, gemidos y chillidos, como si pusieras dentro de una bolsa a dos palomas silvestres, nueve ratones, tres cobayas y un cachorro ciego, y los dejaras allí para que se pusieran cómodos e hicieran música.

Miró aguas arriba y descubrió algo que le pareció igual de raro que el ruido: una gran bola que rodaba sin parar por el arroyo, que ora parecía un suave pelaje marrón, ora vidrio reluciente. Sin embargo, no era una bola, pues a veces se partía y saltaba disparada en pedazos, y luego se volvía a juntar. Mientras tanto, el ruido se oía más y más alto.

Tom preguntó a la libélula qué podía ser aquello; pero, claro, ella, con su corta vista, no podía verlo aunque no estaba ni a tres metros de distancia. Así que se tiró de cabeza al agua de un ágil saltito y se fue a echarle un vistazo. Cuando estuvo cerca, la bola resultó ser un grupo de cuatro o cinco hermosas criaturas, mucho más grandes que Tom, que estaban bañándose, rodando, zambulléndose, retorciéndose, forcejeando, abrazándose y besándose, mordiéndose y arañándose de la manera más encantadora que se había visto jamás. Si no me crees, ve al parque zoológico (pues me temo que no hay otro lugar donde lo puedas ver más de cerca, a menos que te levantes a las cinco de la mañana, vayas hasta la llanura de Cordery y eches un vistazo alrededor del flexible árbol desmochado que cuelga sobre el agua estancada, donde a veces crían las nutrias) y dime si las nutrias, cuando juegan en el agua, no son las criaturas más alegres, ágiles y graciosas que hayas visto nunca.

Sin embargo, cuando la más grande de ellas vio a Tom, se separó de las demás como una flecha y gritó en el lenguaje del agua, con un tono muy agudo: «¡Rápido, niños, aquí hay algo de comida. Y se acercó al pobre Tom mostrando un par de ojos tan malvados y unos dientes tan afilados en su boca sonriente, que éste, que pensaba que era muy bonita, se dijo a sí mismo: «Hermoso es aquel que hace cosas hermosas». Acto seguido, se escabulló entre las raíces de los nenúfares tan rápido como pudo, se giró y le hizo muecas.

—Sal de ahí —dijo la malvada nutria— o será peor para ti.

Pero Tom la miró entre dos raíces gruesas y luego las sacudió con todas sus fuerzas, haciendo unas muecas horribles todo el rato, del mismo modo que, en su vida anterior, sonreía burlonamente a las ancianas a través de las rejas. Sin duda, era un maleducado: Tom aún no había completado su educación.

—Venga, vámonos, niños —dijo la nutria, disgustada—; de hecho, no vale la pena comérnoslo. No es más que un tritón repugnante que nadie se comería, ni siquiera esos vulgares lucios del estanque.
—¡Yo no soy un tritón! —protestó Tom—. Los tritones tienen cola.
—Eres un tritón —insistió la nutria, muy segura—, veo claramente tus dos manos y sé que tienes cola.
—Te digo que no —repitió Tom—. ¡Mira esto! —Dio la vuelta a su hermoso y pequeño ser, y te aseguro que tenía tanta cola como tú.

La nutria habría podido salir de ésta diciendo que Tom era una rana; pero, igual que mucha gente, una vez que había dicho algo lo mantenía, fuera correcto o erróneo. De modo que contestó:

—Te digo que eres un tritón y, por lo tanto, así es; no eres la comida apropiada para gente de buena alcurnia como yo y mis niños. Puedes quedarte ahí hasta que los salmones te coman - Sabía que no lo harían, pero quería asustar al pobre Tom -. ¡Ja, ja! Te comerán y nosotros nos los comeremos a ellos.

Entonces la nutria soltó una carcajada terriblemente malvada y cruel, como a veces lo hacen. La primera vez que las oigas seguramente creerás que son diablos.

—¿Qué son los salmones? —preguntó Tom.
—Peces, caray de tritón, grandes peces, buenos peces para comer. Son los señores de los peces y nosotros somos los señores de los salmones —y se echó a reír de nuevo—. Los cazamos a lo largo y a lo ancho de los remansos y los conducimos hasta un rincón, pobres bobos. Son muy orgullosos e intimidan a las pequeñas truchas y a los pececitos hasta que nos ven venir. Entonces, de pronto, se vuelven muy mansos y los pillamos, aunque no nos dignamos a comérnoslos enteros; únicamente les mordemos de cuajo su suave cuello y chupamos su dulce jugo. ¡Oh, qué bueno! —y se relamió sus malvados labios—. Luego los tiramos, y vamos y cazamos otros. Van a venir pronto, niños, van a venir pronto. Ya huelo cómo se acerca la lluvia desde el mar y después... ¡un hurra por la crecida del río, por los salmones y montones de comida durante todo el día!

La nutria se enorgulleció tanto que dio un par de volteretas y luego se quedó erguida con medio cuerpo fuera del agua, y con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Y de dónde vienen? —preguntó Tom, muy encogido, pues estaba considerablemente asustado.
—Del mar, caray de tritón, del grande y ancho mar, donde se podrían quedar y estar seguros, si quisieran. Pero los muy bobos suben desde allí abajo, por el gran río, y nosotras venimos para vigilarlos; y cuando vuelven a bajar los seguimos. Allí pescamos lubinas y bacalaos, pasamos unos días muydivertidos en la costa, nos revolcamos en las olas y dormimos calentitas en las rocas cálidas y secas. Ay, eso sería buena vida, niños, si no fuera por los horribles hombres.
—¿Qué son los hombres? —preguntó Tom, aunque de algún modo parecía que ya lo sabía antes de preguntarlo.
—Seres bípedos, tritón. Y, ahora que me acerco para mirarte, de hecho son algo parecidos a ti, si no tuvieras cola - se había empeñado en que Tom debía tener cola -, sólo que muchísimo más grandes, lo cual es peor para nosotros. Pescan los peces con anzuelos y sedales, que a veces se nos meten entre los pies, y colocan trampas en las rocas para coger langostas. Arponearon a mi querido marido, el pobre, cuando salió a buscar algo de comida para mí. Entonces yo estaba tumbada en las rocas: pasábamos una mala época, pues el mar estaba tan bravo que los peces no podían acercarse a la costa. Pero al pobrecillo lo arponearon y vi cómo se lo llevaban sobre una vara. En fin, mi pobre amado perdió su vida por vosotros, hijos míos, por lo obediente que era.

La nutria se puso tan sentimental (porque las nutrias pueden ponerse muy sentimentales cuando quieren, como muchísimas personas crueles y avariciosas que no hacen ningún bien a nadie) que se fue navegando solemnemente arroyo abajo y, por esta vez, Tom no la volvió a ver. Tuvo suerte al irse, porque justo en ese momento bajaron por la orilla siete pequeños y bravos terriers, olisqueando y ladrando, escarbando y chapoteando a gritos, persiguiendo a la nutria. Tom se escondió entre los nenúfares hasta que se fueron, ya que no se dio cuenta de que en realidad eran las hadas del agua que habían venido a ayudarlo.

Pero no podía evitar pensar en lo que había dicho la nutria sobre el gran río y el amplio mar. Mientras pensaba en ello, le entraron ganas de ir a verlos. No sabía por qué, pero cuanto más lo pensaba, más descontento se sentía respecto al estrecho y pequeño arroyo donde vivía y a todos los compañeros que tenía. Quería salir al ancho mundo y disfrutar de todas las maravillosas vistas de las que estaba seguro había a montones.

Un día, partió riachuelo abajo. Pero era un riachuelo muy poco profundo y cuando llegó al bajío no pudo seguir nadando debajo del agua, pues ya no quedaba agua debajo de la cual poder nadar. De modo que el sol le quemó la espalda y enfermó; por eso dio media vuelta y se quedó inmóvil en el remanso durante una semana entera.

En cierta ocasión, al anochecer de un día muy caluroso, vio algo.

Había tenido un día muy tonto y las truchas también, pues no se movieron ni un centímetro para cazar una mosca, aunque había miles en el agua, sino que se quedaron dormitando en el fondo, a la sombra de las piedras. Tom también se durmió; le gustaba abrazarse a sus costados suaves y frescos porque el agua estaba muy caliente y le resultaba muy desagradable.

Sin embargo, cuando empezaba a anochecer, oscureció de golpe. Tom levantó la mirada y vio que un manto de nubes negras se extendía a lo largo del valle sobre su cabeza, posándose sobre los peñascos a derecha e izquierda. No sintió miedo, pero se quedó quieto; todo se quedó quieto. No se oía ni el susurro del viento ni el gorjeo de un pájaro y, a continuación, plof, unos cuantos goterones de lluvia cayeron en el agua. Uno le dio a Tom en la nariz y lo obligó a bajar la cabeza al instante.

Luego, los truenos rugieron y los relámpagos se encendieron por todo Vendale. Estallaban una y otra vez de nube en nube, de acantilado en acantilado, de tal modo que incluso las rocas del arroyo parecían temblar. Tom miró hacia arriba desde dentro del agua y pensó que era la cosa más prodigiosa que había visto en su vida.

Pero no se atrevió a sacar la cabeza fuera, pues la lluvia caía a cántaros y el granizo martilleaba como perdigones sobre el arroyo, batiéndolo y haciendo espuma. El arroyo pronto subió con más y más caudal, con más y más maldad, lleno de escarabajos y palos, de pajitas, gusanos, huevos podridos, cochinillas, sanguijuelas, trastos raros... ¡Un maremágnum!, y esto, lo otro y lo de más allá: las suficientes cosas como para llenar nueve museos.

Tom apenas podía sostenerse contra la corriente y se escondió detrás de una roca. En cambio, las truchas no lo hicieron, porque salieron disparadas de entre las piedras y empezaron a zamparse los escarabajos y las sanguijuelas, de forma muy avariciosa y peleona, y a nadar con grandes gusanos colgándoles de la boca, dándose tirones y coletazos para quitárselos las unas a las otras.

Entonces, a la luz de los relámpagos, Tom vio algo nuevo: todo el fondo del arroyo estaba vivo, con grandes anguilas revoloteando y retorciéndose, alejándose corriente abajo. Se habían ocultado durante semanas entre las grietas de las rocas y en escondrijos en el lodo. Tom apenas las había visto nunca, excepto por la noche, de vez en cuando. Pero ahora habían salido y pasaban a su lado a toda prisa, con tanta fiereza y furia que se asustó. Cuando se acercaron Tom oyó que se decían las unas a las otras: «Tenemos que correr, tenemos que correr. ¡Qué tormenta más animada! ¡Hacia el mar, hacia el mar!».

Entonces, la nutria apareció con todas sus crías, entrecruzándose y arrasando igual de rápido que las anguilas, y al acercarse, miró a Tom de reojo y le dijo: «Si quieres ver el mundo, ha llegado tu hora, tritón. Venid, niños, no os preocupéis por esas asquerosas anguilas, que mañana vamos a desayunar salmón. ¡Hacia el mar, hacia el mar!».

Luego estalló un relámpago más brillante que todos los demás, y con la luz... En una milésima de segundo desaparecieron, aunque las había visto, estaba seguro. Eran tres chiquillas blancas preciosas, entrelazándose los brazos sobre sus cuellos, flotando torrente abajo, mientras cantaban: «¡Hacia el mar, hacia el mar!».

—¡Eh, un momento! ¡Esperadme! —gritó Tom. Pero ya se habían ido. Sin embargo, podía oír sus voces claras y dulces a través del rugido de los truenos, del agua y del viento, cantando mientras se desvanecían en la lejanía: «¡Hacia el mar!».
—¿Hacia el mar? —dijo Tom—. Si todo el mundo se va al mar, yo también. Adiós, truchas. —Pero las truchas estaban tan ocupadas engullendo gusanos que no se volvieron para responderle y ahorraron a Tom el dolor de la despedida.

Y así, Tom siguió la precipitada corriente, guiado por los relucientes relámpagos de la tormenta. Contempló rocas bordeadas de abedules, que ora brillaban como la luz del día, ora se oscurecían como la noche. Descubrió oscuros bancos de truchas en los bajíos llenos de remolinos. Allí se encontró con grandes truchas que saltaban abalanzándose sobre Tom, creyendo que era bueno para comer, y luego se daban la vuelta refunfuñando, pues las hadas volvían a mandarlas a casa después de darles un rapapolvo tremendo por haber osado meterse con un niño del agua. Tom bajó y bajó por angosturas y cataratas estruendosas, donde las aguas torrenciales lo dejaron sordo y ciego por un instante; bajó por tramos profundos, donde los blancos nenúfares se sacudían y daban vueltas bajo el viento y el granizo; y pasó por pueblos adormilados y por debajo de los oscuros arcos de los puentes, y así se fue alejando cada vez más hacia el mar. No podía parar y tampoco se molestó en intentarlo. Allí abajo encontraría el gran mundo, los salmones, las olas y el amplísimo mar.

Cuando se hizo de día, Tom había llegado al río de los salmones.

Y ¿qué clase de río crees que era? ¿Dirías que se parecía a un riachuelo irlandés, que serpentea por las ciénagas marrones, donde los patos salvajes chapotean entre los nenúfares y los zarapitos revolotean de un lado a otro, gritando: «tu-llie-wheep, vigila al rebaño»? ¿Crees que era el lugar donde suceden las extrañas historias que Dennis te cuenta sobre Peisthamore (8), el gran diablo-serpiente que yace en los remansos de negra turbera, entre los tallos de los viejos pinos, y que asoma la cabeza por la noche para mordisquear al ganado cuando se acerca para beber? Ten cuidado, no debes creerte todo lo que Dennis te cuente. Si le preguntas:

—¿Crees que hay salmones aquí, Dennis?

Él te contestará:

—¿Que si hay salmones, señor? Los hay a carretadas y regimientos, saltando fuera del agua a empujones. ¿No ha tenido la suerte de verlos?

Entonces pescas por todo el remanso y no consigues que ningún pez pique.

—¡Pero aquí no puede haber salmones, Dennis! Piensa. Si hubiera venido tan sólo uno con la última crecida, ya se habría marchado a los remansos de allá arriba.
—Claro, el señor es el verdadero pescador y se explica como un libro abierto. ¡Caray, habla como si conociera el agua desde hace mil años! Como acabo de decir, ¿cómo iba a haber peces aquí ahora?
—Pero, ¿no acabas de decir que saltaban fuera del agua a empujones?

Entonces, Dennis te mirará con sus bonitos ojos, ladinos, suaves, adormilados, bondadosos, de ésos en los que no puedes confiar, irlandeses y grises, y te responderá con la más hermosa de las sonrisas:

—Claro, pero pensé que el señor querría escuchar una respuesta agradable.

Así que no debes confiar en Dennis, porque tiene por costumbre dar respuestas agradables; sin embargo, en lugar de enfadarte con él, debes recordar que no es más que un paddy (9), que no sabe más. Por tanto, lo que tienes que hacer es carcajearte y entonces él también se carcajeará, trabajará como un esclavo, trotará detrás de ti y te mostrará dónde hay una buena pesca si puede —pues es un tipo cariñoso y le gusta la pesca tanto como a ti—, y, si no puede, te contará mentirijillas, unas cien cada hora. Mientras tanto, se preguntará por qué la pobre Irlanda no prospera como Inglaterra, Escocia y otros lugares donde la gente ha hecho suya la ridícula idea de que la honestidad es la mejor política.

¿O quizás crees que aquel río se trataba de un salmonero galés de los que se destacan principalmente - al menos, hasta el año pasado - por no tener salmones, puesto que los campesinos progresistas los han hecho desaparecer mediante la pesca furtiva para impedir que los cythrawl sassenach (10) - lo cual se refiere a ti, querido mío, a tus deudos y amigos, y significa casi lo mismo que la expresión china fan quei (11) - vengan a Gales a dar la lata con buenos avíos de pesca, dinero disponible, civilización, una honestidad corriente y cosas por el estilo que los cymry (12) no necesitan para nada?

¿O crees que era un arroyo de salmones como los que espero que veas entre las vegas de Hampshire antes de que tu cabello tenga canas cuando estén regulados por la nueva e inteligente legislación pesquera? ¿Y cuando los aprendices de Winchester convengan, como hicieron hace trescientos años, que se prohiba comer salmón más de tres días a la semana (13).

O cuando haya tanta abundancia de pescado fresco bajo el chapitel de la catedral de Salisbury como en Holly-hole, en Christchurch (14). O cuando lleguen los buenos tiempos y la gente se dé cuenta de que, de toda la comida que Dios nos ofrece, lo que debemos proteger con mayor esmero es ese digno caballero llamado salmón, que es lo bastante generoso como para bajar hasta el mar pesando 140 gramos y medio, y regresar al año siguiente pesando casi dos kilos y medio sin costarle a la tierra o al estado ni un cuarto de penique.

¿O crees que era como un arroyo escocés, como el que trazó Arthur Clough en su «Bothie»? (15):

Sobre un saliente de granito
por una cavidad de granito bajaba un torrente de ámbar.
Su color, tan hermoso, procedía de las verdes rocas del fondo.
Hermosísimas eran las burbujas de espuma que estallaban
mezclando sus blancas nubes con el delicado tono de la quietud...
Acantilados en sus riberas, con serbales y ramas colgantes de abedul...

Ay, pequeño, cuando seas mayor y pesques en un arroyo así, creo que apenas te importará que la corriente de agua baje rugiendo en medio de una gran crecida, como café cubierto de crema caliente, mientras los peces se arremolinan alrededor de tu mosca artificial, igual que una pala de remo en una carrera, o suben disparados por la catarata como flechas plateadas a través de la fiereza de sus espumas. Ni te importará que la llovizna se reduzca a una hebra y los guijarros del fondo estén blancos y polvorientos como un camino de peaje, mientras los salmones se apiñan formando una oscura nube en el remanso de ámbar transparente, consumiendo dormidos su tiempo, hasta que la lluvia regrese arrastrándose desde el mar. No te importará mucho, si tienes visión e inteligencia, porque estarás satisfecho de colocar la caña y tus ojos se embeberán de la belleza de ese glorioso lugar; escucharás al mirlo de agua piar sobre las piedras y verás cómo los corzos amarillentos se acercan a beber y te miran con sus grandes, suaves y confiados ojos, como diciendo: «No tendrás agallas para dispararnos, ¿verdad?». Y luego, si tienes sentido común, te girarás y hablarás con el gran Gilly (16), que estará a tu lado tomando el sol sobre una piedra. No te contará mentirijillas, chiquitín, pues es escocés y teme a Dios, y no al párroco. Cuando hables con él, te sorprenderás cada vez más de su conocimiento, su sensatez, su humor y su cortesía, y descubrirás —a menos que lo hayas descubierto antes— que, con la Biblia, un hombre puede llegar a aprender a ser todo un caballero, más aún que si hubiera sido educado en los salones de Londres.

Pero no, el arroyo de salmones de Harthover no es como ninguno de éstos. Se trata de uno de esos arroyos que pueden verse en los grabados de nuestro querido Bewick (17), que nació y se crió en ellos. Mide unos cien metros de anchura y serpentea entre amplios bajíos y charcas, pasa junto a grandes campos de guijarros, bajo la espesura de robles y fresnos a lo largo de acantilados de arenisca de poca altura, cerca de una gran casa de piedra gris con brezales parduscos. Aquí y allá se erigían las chimeneas de las minas de carbón enfrentándose al cielo. Tienes que contemplar un Bewick para saber cómo era, pues lo ha plasmado cientos de veces con el cariño y el amor de un auténtico paisano del norte. Aunque el río de salmones no te interese, deberías, como todos los buenos chicos, conocer a Bewick.

Al menos, eso era lo que el bueno de Sir John solía afirmar con gran sentimiento, como era costumbre en él:

—He oído decir que en Francia, si quieren describir a un joven caballero refinado, dicen: «Conoce a Rabelais». Pero cuando yo quiero describir a uno en Inglaterra, digo: «Conoce a Bewick». Y creo que ése es el mejor cumplido que hay.

Pero Tom no pensó nada sobre el aspecto del río. No pensaba en nada más que en descender hasta el amplísimo mar.

Al cabo de un rato, llegó a un lugar donde el río se desplegaba en tramos anchos, tranquilos y poco profundos; tan amplios que el pequeño Tom, al asomar la cabeza fuera del agua, apenas podía divisar el final.

Y allí se paró. Estaba un poco asustado. «Esto tiene que ser el mar —pensó—. ¡Es un lugar amplio! Si me adentro más, seguro que me perderé o algún bicho raro me picará. Me detendré aquí y buscaré a las nutrias, a las anguilas o a alguien que me diga adonde puedo ir.»

De modo que retrocedió un poco, se metió en la grieta de una roca, justo donde el río se abría hacia los amplios bajíos, y buscó a alguien que le pudiera mostrar el camino: pero las nutrias y las anguilas se habían marchado arroyo abajo y estaban a muchos kilómetros de distancia.

Estuvo esperando y durmiendo, ya que se sentía muy cansado debido al viaje nocturno. Cuando se despertó, el arroyo se estaba aclarando y reflejaba un hermoso tono de ámbar, a pesar de que aún estaba en la parte alta. Al cabo de un rato, se fijó en algo que lo sobresaltó porque se dio cuenta al instante de que era una de las cosas que había venido a ver.

¡Menudo pez! Era diez veces más grande que la trucha más enorme y cien veces más grande que Tom. Iba remontando arroyo arriba, a su lado, con la misma facilidad con la que Tom había descendido.

¡Menudo pez! Era brillante, plateado de la cola a la cabeza y con manchas de carmín aquí y allá; tenía una gran nariz de gancho, un gran labio curvado y un gran ojo brillante, que miraba a su alrededor con el orgullo de un rey y escudriñaba el agua a derecha e izquierda como si todo le perteneciera. Seguro que era el salmón, el rey de todos los peces.

Tom se asustó tanto que deseó meterse en un agujero, aunque no hacía falta, pues los salmones son todos unos auténticos caballeros y, como verdaderos caballeros que son, tienen un aspecto muy noble y orgulloso. Además, también como verdaderos caballeros, nunca hacen daño ni se pelean con nadie, sino que se preocupan de sus propios asuntos y dejan en paz a los tipos maleducados.

El salmón lo miró directamente a los ojos y luego prosiguió su camino sin hacerle caso, dando una o dos sacudidas de cola que hicieron que el arroyo volviera a hervir. Transcurridos unos minutos, acudió otro; luego, cuatro o cinco, y así sucesivamente. Todos pasaban por su lado, lanzándose y zambulléndose en el rápido, y dando fuertes golpes con sus colas de plata. De vez en cuando, saltaban desde el agua por encima de una roca, centelleando gloriosamente por un instante de cara al sol, que brillaba como nunca, mientras Tom se deleitaba tanto que hubiera podido estar mirándolos durante todo el día.

Finalmente, se presentó uno que era mucho más grande que los demás, aunque se acercaba lentamente, se paraba, miraba hacia atrás y parecía muy angustiado y ocupado. Tom advirtió que ayudaba a otro salmón, uno especialmente bonito, que no tenía ni una mancha, sino que iba vestido de pura plata de la cola a la cabeza.

—Cariño —dijo el gran pez a su compañera—, pareces terriblemente cansada y al principio no debes hacer un esfuerzo excesivo. Descansa un poco detrás de esta roca. —Y la acompañó cariñosamente con la nariz a la roca donde Tom estaba sentado.

Debes saber que se trataba de la mujer del salmón. Pues los salmones, como los auténticos caballeros, siempre escogen a su dama, la aman, le son fieles, cuidan de ella, trabajan para ella y se pelean por ella, como debe hacer todo auténtico caballero. No son como los vulgares cachos, carpas y lucios, que no tienen sentimientos elevados y no cuidan de sus esposas.

Entonces descubrió a Tom y lo miró ferozmente durante un instante, como si fuera a morderlo.

—¿Qué quieres? —preguntó con ferocidad.
—¡Eh, no me hagas daño! —gritó Tom—. Sólo quería mirarte. ¡Eres tan bonito!
—¿Cómo? —exclamó el salmón, muy majestuoso y muy educado—. Te ruego que me perdones. Ya veo lo que eres, queridito mío; ya me he encontrado anteriormente con una o dos criaturas como tú, y me parecieron muy agradables y educadas. Sí, es verdad. Hace poco, una de ellas fue muy amable conmigo, a lo cual confío en poder corresponder. Espero que no nos hayamos entrometido en tu camino. Tan pronto como la dama haya descansado, continuaremos nuestro viaje.

¡Qué salmón tan encantador y qué bien educado!

—Entonces, ¿ya habéis visto antes criaturas como yo? —preguntó Tom.
—Varias veces, cariño. De hecho, justo ayer por la noche, en la desembocadura del río, vino uno y nos advirtió a mí y a mi mujer de que había unas redes nuevas que se habían metido en el arroyo, no sé cómo, desde el pasado invierno, y nos enseñó de un modo muy encantador y atento el camino para rodearlas.
—Así pues, ¿hay niños en el mar? —gritó Tom y aplaudió con sus manitas—. Entonces, ¿voy a tener a alguien con quien jugar? ¡Qué maravilla!
—¿No había niños en este arroyo? —preguntó la dama salmón.
—¡No! ¡Y me he sentido tan solo! Ayer por la noche creí ver a tres, pero se marcharon al instante hacia el mar. Así que yo también fui, pues no tenía a nadie con quien jugar, salvo con las larvas de frigánea, las libélulas y las truchas.
—¡Puaj! —exclamó la dama asqueada—. ¡Qué compañía más baja!
—Cariño, si ha estado en baja compañía, seguro que no ha adquirido sus bajos modales —afirmó el salmón.
—Claro que no. Mi pobre pequeñín. ¡Qué triste ha debido ser para él vivir entre gentuza como las larvas de frigánea, que tienen seis patas, las muy asquerosas, o como las libélulas! Por Dios, pero si ni siquiera son buenas para comer. Una vez las probé y están duras y vacías. En cuanto a las truchas, todo el mundo sabe lo que son —y al decir eso curvó el labio, adoptando una actitud ostensiblemente desdeñosa. Su marido hizo lo mismo hasta parecer tan orgulloso como Alcibíades (19).
—¿Por qué tenéis tanta aversión a las truchas? —preguntó Tom.
—Cariño, ni siquiera las mencionamos, si podemos evitarlo, pues lamento decirte que son relaciones que no nos honran. Hace muchísimos años eran igual que nosotros. Pero eran tan perezosas, cobardes y avariciosas que, en lugar de descender hacia el mar cada año para ver el mundo, fortalecerse y engordar, decidieron quedarse, husmear en los riachuelos y comer gusanos y larvas. Y han sido merecidamente castigadas, porque ahora son feas, marrones y pequeñas, están llenas de manchas y sus gustos se han degradado tanto que se comen a nuestros niños.
—Y luego van y pretenden restablecer las relaciones con nosotros —añadió la dama—. Caray, pero si me he enterado de que una de esas criaturas insolestes le pidió la mano a una dama salmón, ¡vaya descaro!
—Espero —dijo el caballero— que haya muy pocas damas de nuestra raza que se degraden a sí mismas escuchando, ni aunque sea por un instante, a una criatura como ésa. Si viera ocurrir algo así, consideraría un deber ejecutarlos allí mismo.

Así habló el salmón, igual que un viejo hidalgo español de sangre azul y, lo que es más, no habría dudado en ser él mismo el ejecutor. Pues, verás, no hay enemigos más rencorosos que los de la misma raza, y los salmones miran a las truchas - al igual que sucede entre las personas grandes y pequeñas - como seres demasiado similares a ellos para tolerarlos.


 
Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo IV - Charles Kingsley
 

(1) En el capítulo anterior, si bien no se explicó a que se refería, Kingsley hace referencia a las maestras "certificadas". En aquella época, el gobierno británico seleccionaba y formaba a los alumnos que consideraba "brillantes" para certificarlos como profesores y lo hacía con el fin de ampliar el alcance de la educación de forma más económica. Kinsley no veía esto con buenos ojos y por ello los llama despectivamente alumno.maestro.
(2) Etimología disparatada, simplemente una burla hacía el alumno-maestro.
(3) "Sombreros cuchara" muy populares en la época victoriana.
(4) Der Struwelpeter, libro de Hoffmann publicado en 1845.
(5) Famosos equilibristas franceses.
(6) Principales magos del siglo XIX
(7) Canción irlandesa Begone dull care (Fuera las preocupaciones)
(8) Dennis, irlandés cuentahistorias.
(9) Forma despectiva de nombrar a los irlandeses.
(10) Mezcla de galés y gaélico que significa "ingleses hostiles"
(11) Significa "diablos extranjeros"
(12) "Galeses" en galés
(13) En la inglaterra medieval el abuso del salmón era tan excesivo que a los aprendices de un oficio se les prohibió comerlo más de tres veces por semana para evitar que cayeran enfermos.
(14) Christchurh es una ciudad pesquera del sur de Inglaterra, Salisbury del interior.
(15) Poema "The bothie of Tober-na Vulolich" (1848)
(16) Término escocés para determinar a los guardas que vigilan a los cazadores furtivos.
(17) Ilustrador inglés famoso por sus grabados
(18) Alcibíades Clinias Escambónidas, estadista, orador y general ateniense que participó de las guerras del Peloponeso.

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