Como les comenté alguna vez, una de mis novelas favoritas cuando era pequeña fue "Los niños del agua" de Charles Kingsley. Nunca lo leí en español hasta ahora (lo había sacado en inglés de la biblioteca donde estudiaba ese idioma) y siempre me quedé con aquella sensación placentera que me produjo su lectura. Hace unos meses lo hallé en una librería ¡en español! pero aunque lo buscaba en la web, no lo encontraba en electrónico.. y no me decidía a escanearlo. Finalmente, ayer hice un nuevo intento y, para mi sorpresa, apareció en el buscador. Y por todo esto, "Los niños del agua" es la novela elegida del mes.
El nombre original es "The water babies" y, si no lo leyeron, tal vez hayan visto la
adaptación al cine que hicieron en 1978 o el corto de Disney de 1935. Fue publicado en 1863 y es un clásico de
literatura inglesa. Siempre me sorprendió que siendo un clásico, no se conociera tanto por estos lados. Leí en el prólogo de mi libro que es probable que esto se deba a los ideales socialistas del autor - mala palabra por muchos años -. Pero vamos al argumento.
Tom es un deshollinador de 10 años de edad que
cae por la chimenea armando un gran revuelo. Asustado de las represalias, huye de su amo (si, amo) y se lanza al agua. Allí veremos como de repente se transforma en un niño (bebé) del agua. deberá volver a crecer, madurar, aprender, todo esto para poder regresar a nuestro mundo. Y en esa búsqueda recibirá la ayuda de distintos seres: animales marinos, hadas, otros niños del agua.
Como sucedió con los libros de su contemporáneo Lewis Carrol (Alicia en el país de las maravillas, 1865), comúnmente - y por error o facilismo - se la considera una novela
infantil, pero no lo es a rajatabla - aunque como les decía yo la leí de pequeña y quedé maravillada -; copio textual de la contratapa de mi
libro impreso: Los niños del agua "denuncia la esclavitud infantil, la mala calidad del sistema
educativo, los errores científicos y defiende la evolución de las
especies según Darwin".
La novela cuenta con ocho capítulos más una moraleja. Subiré un capítulo por post aunque sean un tanto extensos, y lo haré día por medio para dar un tiempo de lectura. Las imágenes que acompañarán el texto las obtuve de este post en Taringa.
Los niños del agua
Al más joven de mis hijos, Grenville Arthur
y al resto de los muchachos buenos.
CHARLES KINGSLEY
Que cada hombrecito bueno venga y lea mi acertijo;
el que no pueda hacerlo no madurará plenamente.
Capítulo I
Mil notas invadiendo mis oídos,
yacía yo tumbado en la floresta,
en ese punto en que los pensamientos
viran del gozo a la melancolía.
Naturaleza a sus hermosas obras
el alma que fluía en mí asociaba,
pero mi corazón estaba triste
al pensar lo que el hombre ha hecho del hombre.
WORDSWORTH
Érase una vez un pequeño deshollinador llamado Tom. Es un nombre corto y, como ya lo has oído antes, no tendrás demasiada dificultad para recordarlo. Vivía en una gran ciudad del norte de Inglaterra, llena de chimeneas que deshollinar, y de dinero que ganar para Tom y su patrón mucho que gastar. No sabía leer ni escribir, ni se preocupaba por ello, y nunca se lavaba, pues no había agua en la plazoleta donde vivía.
No le habían enseñado a rezar las oraciones y jamás había oído hablar de Dios ni de Cristo, salvo en unos términos que tú nunca has oído y que habría sido mejor que él tampoco hubiera oído nunca. Se pasaba la mitad del tiempo llorando y la otra mitad riendo. Lloraba cuando tenía que trepar por los oscuros tiros de las chimeneas, restregando sus pobres rodillas y codos hasta dejarlos en carne viva; y cuando el hollín se le metía en los ojos, lo que ocurría cada día de la semana; y cuando su patrón le pegaba, lo que sucedía cada día de la semana; y cuando no tenía suficiente para comer, lo que también ocurría cada día de la semana. En cambio, se pasaba la otra mitad del día riendo: cuando jugaba con otros niños a cara o cruz, a saltar al potro por encima de los postes o a lanzar piedras a las patas de los caballos cuando pasaban trotando. Esto último era sumamente divertido, siempre y cuando hubiera un muro cerca detrás del cual poder esconderse.
Como limpiador de chimeneas hambriento y maltratado, entendía que el mundo funcionaba así, del mismo modo que la lluvia, la nieve o el trueno, y lo soportaba estoicamente hasta que acabara - igual que hace un viejo burro bajo una tormenta de granizo, tras la cual se sacude las orejas para seguir siendo tan feliz como siempre -, confiando en que vendrían tiempos mejores cuando se hiciera hombre y, como patrón de deshollinadores, se sentara con una jarra de cerveza y una larga pipa, jugando a las cartas con monedas de plata, vestido de terciopelo y botas de montar, dueño de un bulldog blanco con una oreja gris cuyos cachorros llevaría en el bolsillo, como hacen los hombres. Y tendría aprendices, uno, dos, tres, si pudiera. ¡Cómo los intimidaría y qué palizas les daría, igual que su patrón hacía con él! Les haría cargar los sacos de hollín a casa, y él iría delante montado en su asno, con una pipa en la boca y una flor en el ojal, como un rey al frente de su ejército. Sí, se avecinaban buenos tiempos y, cuando su patrón le dejaba tomar un sorbo de los restos de su cerveza, Tom era el niño más feliz de toda la ciudad.
Un día, un elegante mozo de cuadra, montado a caballo, se presentó en la plazoleta donde vivía Tom y éste se escondió detrás de un muro para coger medio ladrillo y colocarlo junto a las patas del caballo, como es costumbre en esas tierras para dar la bienvenida a los desconocidos. Pero el mozo de cuadra lo vio y, después de saludarlo, le preguntó dónde vivía el señor Grimes, el deshollinador. El señor Grimes era el patrón de Tom, y como Tom era un buen comerciante, siempre cortés con los clientes, dejó el medio ladrillo discretamente detrás del muro y se dispuso a cumplir con el encargo.
El señor Grimes debía presentarse a la mañana siguiente en casa de Sir John Harthover, en la Villa, pues su viejo deshollinador estaba en la cárcel y urgía que las chimeneas fuesen deshollinadas.
Un día, un elegante mozo de cuadra, montado a caballo, se presentó en la plazoleta donde vivía Tom y éste se escondió detrás de un muro para coger medio ladrillo y colocarlo junto a las patas del caballo, como es costumbre en esas tierras para dar la bienvenida a los desconocidos. Pero el mozo de cuadra lo vio y, después de saludarlo, le preguntó dónde vivía el señor Grimes, el deshollinador. El señor Grimes era el patrón de Tom, y como Tom era un buen comerciante, siempre cortés con los clientes, dejó el medio ladrillo discretamente detrás del muro y se dispuso a cumplir con el encargo.
El señor Grimes debía presentarse a la mañana siguiente en casa de Sir John Harthover, en la Villa, pues su viejo deshollinador estaba en la cárcel y urgía que las chimeneas fuesen deshollinadas.
Se fue enseguida, sin ni siquiera dar tiempo a Tom a preguntar por qué habían encarcelado al deshollinador, lo cual era un asunto que le interesaba, puesto que él mismo había estado en la cárcel una o dos veces. Además, el mozo de cuadra tenía un aspecto tan pulcro y limpio con sus polainas de color apagado, sus bombachos de color apagado, su chaqueta de color apagado, su corbata blanca como la nieve, acompañada de un elegante alfiler, y su cara nítida, redonda y rubicunda, que Tom se sintió ofendido y asqueado por su presencia, ya que le pareció un tipo estirado que se daba aires porque llevaba ropa elegante que pagaba otra gente. A pesar de todo, volvió detrás del muro para coger el medio ladrillo, pero no lo hizo al recordar que el mozo había venido con un fin comercial y estaba, efectivamente, bajo bandera de tregua.
El patrón se mostró tan encantado con su nuevo cliente que se le fue la mano y tiró a Tom al suelo, y bebió más cerveza esa noche de lo que habitualmente bebía en dos para asegurarse de que al día siguiente se levantaría a la hora, pues cuanto más le duele la cabeza a un hombre al despertarse, más ganas tiene de levantarse y respirar aire fresco.
El patrón se mostró tan encantado con su nuevo cliente que se le fue la mano y tiró a Tom al suelo, y bebió más cerveza esa noche de lo que habitualmente bebía en dos para asegurarse de que al día siguiente se levantaría a la hora, pues cuanto más le duele la cabeza a un hombre al despertarse, más ganas tiene de levantarse y respirar aire fresco.
A las cuatro de la mañana del día siguiente, al despertar, el patrón volvió a tirar a Tom al suelo para enseñarle (tal como hacen con los jóvenes caballeretes en las escuelas públicas) que ese día debía ser un niño muy bueno, ya que irían a una casa muy grande y, si complacía a sus clientes, podrían sacar muy buen provecho. Tom estaba de acuerdo; es más, habría hecho todo lo que estuviera a su alcance y se habría comportado del mejor modo posible, incluso sin que lo hubieran tirado al suelo, porque, de todos los lugares de la Tierra, la Villa Harthover (que nunca había visto) era el más maravilloso, y de todos los hombres de la Tierra, Sir John (a quien ya había conocido, puesto que lo había mandado a prisión un par de veces) era el más temible.
La Villa Harthover era realmente un gran lugar, incluso para el rico norte de Inglaterra. Tenía una casa tan grande que durante los disturbios ludistas —que Tom apenas recordaba— dio cabida al Duque de Wellington y a diez mil soldados para hacerles frente, o por lo menos eso creía Tom. Tenía jardines llenos de ciervos, aunque Tom pensaba que eran unos monstruos que tenían por costumbre comerse a los niños. La Villa contaba con kilómetros y kilómetros de reservas de caza, donde el señor Grimes y los carboneros a veces iban a cazar furtivamente. En esas ocasiones, Tom veía faisanes y se preguntaba qué gusto tendrían. También había un majestuoso río de salmones al que el señor Grimes y a sus amigos les habría gustado ir a pescar a escondidas, aunque para hacerlo tuvieran que meterse en el agua fría, y eso no les gustaba en absoluto. En resumen, Harthover era un gran lugar y Sir John un gran señor, respetado incluso por el señor Grimes. No sólo podía enviar al señor Grimes a la cárcel cuando éste lo merecía —como hacía una o dos veces a la semana— y no sólo era el propietario de todas las tierras en muchos kilómetros a la redonda, sino que de todos los terratenientes que poseían una jauría, él, aparte de ser el más alegre, honesto y sensato y hacer lo que consideraba adecuado para sus vecinos —así como lo que consideraba adecuado para sí mismo—, también pesaba casi cien kilos, su pecho medía quién sabe cuántos centímetros y en una pelea limpia podía darle una paliza al señor Grimes —lo cual muy pocos tipos de la zona podían hacer—. Y esto, hijo mío, no habría estado bien de su parte, puesto que hay un montón de cosas que no se pueden hacer, a pesar de que te encantaría hacerlas. De modo que el señor Grimes se tocaba el sombrero para saludarlo cuando montaba a caballo por la ciudad y lo llamaba «viejo machote» y a sus niñas, «delicadas mozas», que en el norte de Inglaterra son dos cumplidos refinados. El señor Grimes creía que así reparaba a Sir John de la pérdida de faisanes (debido a sus cazas furtivas), de lo que deduce que no había recibido una educación muy esmerada.
Pues bien, yo podría asegurar que tú nunca te levantarías a las tres de la mañana en un día de verano. Unos se levantan a esa hora porque quieren pescar salmones y otros porque quieren subir a los Alpes, y muchísimos más porque tienen que hacerlo, como Tom. Pero te aseguro que las tres de la mañana de un día de verano es la hora más agradable de las veinticuatro horas del día y de los trescientos sesenta y cinco días del año. Nunca sabré por qué nadie se levanta a esa hora, a menos que estén decididos a estropear sus nervios y su temperamento haciendo toda la noche lo que igualmente pueden hacer de día. Sin embargo, Tom, en vez de salir a cenar a las ocho y media de la noche, ir a un baile a las diez y rematarlo entre las doce y las cuatro, se fue a la cama a las siete, justo cuando su patrón se iba a la taberna, y durmió como un tronco, razón por la cual estaba vivaz como un gallo de pelea (que siempre se despierta temprano para despertar a las doncellas) y a punto para levantarse justo cuando las damas y los caballeros estaban listos para irse a la cama.
De este modo, él y su patrón partieron. Grimes iba delante montado en su asno, y los cepillos, con Tom, iban detrás, andando. Salieron de la plazoleta y subieron por la calle, pasaron por delante de los postigos cerrados, de los policías rendidos (a quienes se les cerraban los ojos) y de los tejados de un gris brillante en el ceniciento amanecer.
Atravesaron el pueblo de los mineros, a esa hora totalmente cerrado y silencioso, y el puesto de peaje. Luego se adentraron en el auténtico campo, avanzando lentamente por el camino negro y polvoriento, entre los negros muros, sin otro sonido que los gemidos y los batacazos de la máquina de la mina del campo de al lado. Sin embargo, el camino pronto se hizo blanco y los muros también; al pie de la tapia crecían hierbas y flores radiantes, empapadas de rocío y, en lugar de los gemidos de la máquina taladradora, oían a la alondra cantando los maitines a los cuatro vientos y a la curruca gorjeando en las juncias, como había gorjeado durante la noche.
Todo permanecía en silencio, pues la vieja Madre Tierra estaba profundamente dormida. Igual que muchas personas hermosas, era aún más hermosa dormida que despierta. Arriba, los grandes olmos de los prados, de un verde dorado, estaban profundamente dormidos y, debajo de ellos, las vacas también. Es más, las escasas nubes permanecían igualmente dormidas, tan perezosas que se habían tumbado en el suelo para descansar, formando larga franjas y copos entre los troncos de los olmos y a lo largo de las copas de los abedules que, junto al arroyo, esperaban que el sol les pidiera levantarse y comenzar su tarea sobre la claridad del cielo.
Ellos seguían su camino. Tom observaba y observaba, pues nunca antes se había adentrado tanto en el campo y estaba deseoso de subirse a una verja, coger ranúnculos y buscar nidos de pájaros en algún seto. Pero el señor Grimes era un comerciante y no habría querido ni oír hablar de ello.
Pronto alcanzaron a una pobre mujer irlandesa que cargaba un fardo en la espalda e iba arrastrando los pies. Llevaba un chal gris en la cabeza y una falda teñida de carmín, por eso resultaba evidente que era de Galway. No tenía zapatos ni medias y cojeaba como si estuviera cansada y le dolieran los pies; pero era una mujer muy alta y bonita, de brillantes ojos grises y cabello negro y espeso que caía sobre sus mejillas. El señor Grimes se prendó tanto de ella que cuando llegó a su lado le dijo:
—Este camino es muy duro para unos pies tan delicados. ¿Quieres subirte, joven, y cabalgar conmigo?
Sin embargo, a ella el aspecto y la voz del señor Grimes posiblemente no le causaron admiración, dado que respondió en voz baja:
—No, gracias; prefiero caminar con tu chico.
—Como gustes —gruñó Grimes, y continuó fumando.
De modo que se puso a caminar con Tom y le habló, le preguntó dónde vivía, qué cosas sabía y todo lo relacionado con él. Tom pensó que nunca había conocido a una mujer que hablara tan dulcemente. Finalmente, ella le preguntó si rezaba las oraciones y pareció entristecerse cuando él le dijo que no sabía ninguna.
Entonces él quiso saber dónde vivía ella. Lejos, junto al mar, contestó. Tom le preguntó sobre el mar y ella le contó cómo retumbaba y rugía contra las rocas en las noches de invierno, y cómo yacía tranquilo en los brillantes días de verano para que los niños pudieran bañarse y jugar en él. Por eso Tom deseó ir a ver el mar y bañarse en sus aguas.
Finalmente, llegaron a una fuente que estaba al pie de una colina. No era como esas fuentes que hay por aquí, que te empapan y en las que el agua brota de la grava blanca del tremedal, entre papamoscas rojos, brezo de turbera rosa y dulces orquídeas blancas. Tampoco como esas que también hay por aquí, que borbotean bajo el cálido banco de arena del hondo sendero, junto a un gran helechal, y hacen bailar la arena en remolinos en el fondo, día y noche, durante todo el año. No era como ninguna de ésas, sino una auténtica fuente de piedra caliza del norte de Inglaterra, como las que hay en Sicilia o Grecia, donde los antiguos paganos se deslumbraban viendo a las ninfas sentadas refrescándose en un caluroso día de verano, mientras los pastores las espiaban desde detrás de los arbustos.
La Villa Harthover era realmente un gran lugar, incluso para el rico norte de Inglaterra. Tenía una casa tan grande que durante los disturbios ludistas —que Tom apenas recordaba— dio cabida al Duque de Wellington y a diez mil soldados para hacerles frente, o por lo menos eso creía Tom. Tenía jardines llenos de ciervos, aunque Tom pensaba que eran unos monstruos que tenían por costumbre comerse a los niños. La Villa contaba con kilómetros y kilómetros de reservas de caza, donde el señor Grimes y los carboneros a veces iban a cazar furtivamente. En esas ocasiones, Tom veía faisanes y se preguntaba qué gusto tendrían. También había un majestuoso río de salmones al que el señor Grimes y a sus amigos les habría gustado ir a pescar a escondidas, aunque para hacerlo tuvieran que meterse en el agua fría, y eso no les gustaba en absoluto. En resumen, Harthover era un gran lugar y Sir John un gran señor, respetado incluso por el señor Grimes. No sólo podía enviar al señor Grimes a la cárcel cuando éste lo merecía —como hacía una o dos veces a la semana— y no sólo era el propietario de todas las tierras en muchos kilómetros a la redonda, sino que de todos los terratenientes que poseían una jauría, él, aparte de ser el más alegre, honesto y sensato y hacer lo que consideraba adecuado para sus vecinos —así como lo que consideraba adecuado para sí mismo—, también pesaba casi cien kilos, su pecho medía quién sabe cuántos centímetros y en una pelea limpia podía darle una paliza al señor Grimes —lo cual muy pocos tipos de la zona podían hacer—. Y esto, hijo mío, no habría estado bien de su parte, puesto que hay un montón de cosas que no se pueden hacer, a pesar de que te encantaría hacerlas. De modo que el señor Grimes se tocaba el sombrero para saludarlo cuando montaba a caballo por la ciudad y lo llamaba «viejo machote» y a sus niñas, «delicadas mozas», que en el norte de Inglaterra son dos cumplidos refinados. El señor Grimes creía que así reparaba a Sir John de la pérdida de faisanes (debido a sus cazas furtivas), de lo que deduce que no había recibido una educación muy esmerada.
Pues bien, yo podría asegurar que tú nunca te levantarías a las tres de la mañana en un día de verano. Unos se levantan a esa hora porque quieren pescar salmones y otros porque quieren subir a los Alpes, y muchísimos más porque tienen que hacerlo, como Tom. Pero te aseguro que las tres de la mañana de un día de verano es la hora más agradable de las veinticuatro horas del día y de los trescientos sesenta y cinco días del año. Nunca sabré por qué nadie se levanta a esa hora, a menos que estén decididos a estropear sus nervios y su temperamento haciendo toda la noche lo que igualmente pueden hacer de día. Sin embargo, Tom, en vez de salir a cenar a las ocho y media de la noche, ir a un baile a las diez y rematarlo entre las doce y las cuatro, se fue a la cama a las siete, justo cuando su patrón se iba a la taberna, y durmió como un tronco, razón por la cual estaba vivaz como un gallo de pelea (que siempre se despierta temprano para despertar a las doncellas) y a punto para levantarse justo cuando las damas y los caballeros estaban listos para irse a la cama.
De este modo, él y su patrón partieron. Grimes iba delante montado en su asno, y los cepillos, con Tom, iban detrás, andando. Salieron de la plazoleta y subieron por la calle, pasaron por delante de los postigos cerrados, de los policías rendidos (a quienes se les cerraban los ojos) y de los tejados de un gris brillante en el ceniciento amanecer.
Atravesaron el pueblo de los mineros, a esa hora totalmente cerrado y silencioso, y el puesto de peaje. Luego se adentraron en el auténtico campo, avanzando lentamente por el camino negro y polvoriento, entre los negros muros, sin otro sonido que los gemidos y los batacazos de la máquina de la mina del campo de al lado. Sin embargo, el camino pronto se hizo blanco y los muros también; al pie de la tapia crecían hierbas y flores radiantes, empapadas de rocío y, en lugar de los gemidos de la máquina taladradora, oían a la alondra cantando los maitines a los cuatro vientos y a la curruca gorjeando en las juncias, como había gorjeado durante la noche.
Todo permanecía en silencio, pues la vieja Madre Tierra estaba profundamente dormida. Igual que muchas personas hermosas, era aún más hermosa dormida que despierta. Arriba, los grandes olmos de los prados, de un verde dorado, estaban profundamente dormidos y, debajo de ellos, las vacas también. Es más, las escasas nubes permanecían igualmente dormidas, tan perezosas que se habían tumbado en el suelo para descansar, formando larga franjas y copos entre los troncos de los olmos y a lo largo de las copas de los abedules que, junto al arroyo, esperaban que el sol les pidiera levantarse y comenzar su tarea sobre la claridad del cielo.
Ellos seguían su camino. Tom observaba y observaba, pues nunca antes se había adentrado tanto en el campo y estaba deseoso de subirse a una verja, coger ranúnculos y buscar nidos de pájaros en algún seto. Pero el señor Grimes era un comerciante y no habría querido ni oír hablar de ello.
Pronto alcanzaron a una pobre mujer irlandesa que cargaba un fardo en la espalda e iba arrastrando los pies. Llevaba un chal gris en la cabeza y una falda teñida de carmín, por eso resultaba evidente que era de Galway. No tenía zapatos ni medias y cojeaba como si estuviera cansada y le dolieran los pies; pero era una mujer muy alta y bonita, de brillantes ojos grises y cabello negro y espeso que caía sobre sus mejillas. El señor Grimes se prendó tanto de ella que cuando llegó a su lado le dijo:
—Este camino es muy duro para unos pies tan delicados. ¿Quieres subirte, joven, y cabalgar conmigo?
Sin embargo, a ella el aspecto y la voz del señor Grimes posiblemente no le causaron admiración, dado que respondió en voz baja:
—No, gracias; prefiero caminar con tu chico.
—Como gustes —gruñó Grimes, y continuó fumando.
De modo que se puso a caminar con Tom y le habló, le preguntó dónde vivía, qué cosas sabía y todo lo relacionado con él. Tom pensó que nunca había conocido a una mujer que hablara tan dulcemente. Finalmente, ella le preguntó si rezaba las oraciones y pareció entristecerse cuando él le dijo que no sabía ninguna.
Entonces él quiso saber dónde vivía ella. Lejos, junto al mar, contestó. Tom le preguntó sobre el mar y ella le contó cómo retumbaba y rugía contra las rocas en las noches de invierno, y cómo yacía tranquilo en los brillantes días de verano para que los niños pudieran bañarse y jugar en él. Por eso Tom deseó ir a ver el mar y bañarse en sus aguas.
Finalmente, llegaron a una fuente que estaba al pie de una colina. No era como esas fuentes que hay por aquí, que te empapan y en las que el agua brota de la grava blanca del tremedal, entre papamoscas rojos, brezo de turbera rosa y dulces orquídeas blancas. Tampoco como esas que también hay por aquí, que borbotean bajo el cálido banco de arena del hondo sendero, junto a un gran helechal, y hacen bailar la arena en remolinos en el fondo, día y noche, durante todo el año. No era como ninguna de ésas, sino una auténtica fuente de piedra caliza del norte de Inglaterra, como las que hay en Sicilia o Grecia, donde los antiguos paganos se deslumbraban viendo a las ninfas sentadas refrescándose en un caluroso día de verano, mientras los pastores las espiaban desde detrás de los arbustos.
La gran fuente brotaba de una pequeña cueva de roca, al pie de un peñasco de caliza, manando y borboteando; era tan cristalina que no se sabía dónde acababa el agua y empezaba el aire, y se alejaba por el camino, formando un arroyo lo suficientemente grande como para hacer girar un molino, por entre geranios azules, flores de San Pallad doradas, frambuesos silvestres y cerezos alisos con sus borlas color nieve.
Entonces Grimes se paró y echó un vistazo, y Tom hizo lo mismo. Tom se preguntó si en esa cueva oscura vivía algo que por la noche saliera a volar por los prados. En cambio, Grimes no se preguntó nada. Sin decir palabra, se bajó del asno, trepó el pequeño muro del camino, se arrodilló y se puso a remojar su fea cabeza en la fuente (y lo hizo de un modo muy basto). Tom empezó a coger flores tan rápido como pudo. La mujer irlandesa lo ayudó y le enseñó cómo atarlas, y entre los dos hicieron un ramillete precioso. Pero cuando Tom vio a Grimes lavándose, se detuvo bastante atónito y en el momento en que Grimes al finalizar empezó a sacudirse las orejas para que se secasen, dijo:
—Anda, patrón, nunca le había visto hacer eso antes.
—Y muy posiblemente no lo volverás a ver. No lo hice para asearme, sino para refrescarme. Qué vergüenza si me quisiera lavar una vez a la semana, como un minero tiznado.
—Ojalá yo pudiera meter la cabeza —dijo el pobrecillo Tom—. Tiene que ser tan agradable como meterla debajo del surtidor de la ciudad; y aquí no hay pertiguero que te mande a paseo.
—Tú, ven aquí —dijo Grimes—. ¿Cómo que quieres lavarte? Tú no bebiste dos litros y medio de cerveza ayer por la noche, como yo.
—Y a mí qué —dijo el pícaro de Tom, que corrió hacia el arroyo y empezó a lavarse la cara.
Grimes se sentía molesto porque la mujer prefería la compañía de Tom a la suya, de modo que se abalanzó sobre él diciéndole unas palabras horribles, lo levantó bruscamente y empezó a pegarle. No obstante, Tom ya estaba acostumbrado y puso la cabeza a salvo entre las piernas del señor Grimes, mientras le daba patadas en las espinillas con todas sus fuerzas.
—¿No te da vergüenza, Thomas Grimes? —gritó la mujer irlandesa desde detrás del muro.
Grimes levantó la mirada, sobresaltado al comprobar que ella sabía su nombre, pero todo lo que dijo fue: «No, y aún no me he avergonzado nunca», y continuó pegando a Tom.
—Sí, sí, seguro. Si alguna vez te hubieras avergonzado de ti, habrías ido a Vendale hace ya mucho tiempo.
—¿Qué sabes tú de Vendale? —exclamó Grimes, aunque esta vez dejó de pegar.
—Yo conozco Vendale y a ti también. Sé, por ejemplo, lo que ocurrió aquella noche en Aldermire Copse, hará dos años, en San Martín.
—¿Ah sí? —exclamó Grimes. Acto seguido, dejó en paz a Tom, trepó por encima del muro y se encaró con la mujer. Tom pensó que iba a darle un porrazo, pero ella lo miraba intensamente a los ojos y con demasiada fiereza como para que lo hiciera.
—Sí, yo estaba allí —dijo en voz baja la mujer irlandesa.
—Tú no eres irlandesa, por el modo como hablas —afirmó Grimes, tras haber dicho antes muchas palabrotas.
—No importa quién sea. Vi lo que vi, y si vuelves a golpear al niño, voy a contar lo que sé.
Grimes parecía muy acobardado y se montó en el asno sin decir ni una palabra más.
—¡Quieto! —exclamó la mujer irlandesa—. Voy a deciros una cosa más a los dos, pues ambos me vais a volver a ver antes de que todo acabe. Los que quieran estar limpios, limpios estarán y los que quieran estar sucios, sucios quedarán. Recordadlo.
Dio media vuelta y pasó por un portillo a un prado. Grimes se quedó quieto un momento, como un hombre pasmado. Luego corrió detrás de ella, gritando: «¡Vuelve aquí!». Pero cuando llegó al prado, la mujer ya no estaba.
¿Se había escondido? No había dónde esconderse. Pero Grimes buscó en los alrededores y Tom también, porque estaba tan anonadado como Grimes por la súbita desaparición. Sin embargo, por más que buscasen, la mujer no aparecía.
Grimes volvió callado como un muerto, ya que estaba un poco asustado, se montó en el asno, llenó una nueva pipa y se fue fumando, sin molestar a Tom.
Anduvieron casi cinco kilómetros y llegaron a la garita de la villa de Sir John. Era una garita grandiosa, con puertas de acero y unos pilares enormes. Encima de cada uno había un duende terrorífico, con colmillos, cuernos y rabo; este duende era el emblema que los antecesores de Sir John llevaban en las Guerras de las Rosas demostrando ser unos hombres muy previsores, porque seguramente todos sus enemigos salían huyendo con sólo verlo.
Grimes llamó a la puerta; salió un guardián y les abrió.
—Me han encargado que os abriera —dijo—. Si sois tan amables, no os apartéis de la avenida principal. Y que no os pille con una liebre o un conejo cuando volváis. Os juro que voy a tener los ojos bien abiertos.
—No lo vas a poder ver, si está en el fondo del saco de hollín —soltó Grimes, que se puso a reír. El guardián también rió y añadió:
—Si eres de esa calaña, tendré que ir con vosotros hasta la sala.
—Creo que más te vale. Eres tú quien se ocupa de vigilar la caza, no yo.
Así que el guardián fue con ellos y, para sorpresa de Tom, él y Grimes estuvieron charlando durante todo el camino muy relajadamente. No sabía que un guardián no es más que un cazador furtivo que ha pasado de estar fuera a estar dentro, y que un cazador furtivo es un guardián que ha pasado de estar dentro a estar fuera.
Anduvieron por una gran avenida de tilos, que medía un kilómetro y medio. A través de los troncos, Tom espiaba tembloroso los cuernos de los ciervos, dormidos de pie, entre los helechos. Nunca había visto unos árboles tan enormes y, al mirar hacia arriba, imaginó que el cielo azul reposaba sobre sus cabezas. Pero estaba muy desconcertado a causa de unos extraños murmullos que los iban siguiendo a lo largo del camino. Estaba tan consternado que finalmente hizo acopio de valor y le preguntó al guardián qué eran aquellos sonidos. Le habló muy educadamente y lo llamó Sir, pues le tenía un miedo terrible, lo cual complacía al guardián. Éste le contó que eran las abejas volando alrededor de las flores de los tilos.
—¿Qué son las abejas? —preguntó Tom.
—Las que hacen miel.
—¿Qué es la miel? —volvió a preguntar.
—Tú, cierra el pico —advirtió Grimes.
—Deja al chico en paz —dijo el guardián—. Es un zagal muy educado y eso es lo más que llegará a ser si continúa contigo.
Grimes se rió, pues lo tomó como un cumplido.
—Ojalá fuera guardián —añadió Tom— para poder vivir en un lugar tan bonito y vestir pantalones de terciopelo verdes y llevar en el botón un silbato de verdad para llamar al perro, como tú.
El guardián se echó a reír. Tenía buen corazón.
—Lo mejor es enemigo de lo bueno, muchacho y, en cierto modo, lo malo también. Tu vida es más segura que la mía en todos los sentidos. ¿No es así, señor Grimes?
Grimes volvió a reírse y entonces los dos hombres se pusieron a hablar en voz baja. Sin embargo, Tom pudo oír que hablaban de alguna competición de caza furtiva y, al final Grimes dijo con decisión: «¿Tienes algo contra mí?».
—Por ahora no.
—Entonces no me hagas preguntas hasta que lo tengas, porque yo soy un hombre de honor.
Y los dos volvieron a reírse, encontrándolo muy gracioso.
En esto, llegaron a las grandes puertas de acero que estaban frente a la casa. A través de ellas, Tom miró los rododendros y las azaleas, ambos en flor, y luego la casa, y se preguntó cuántas chimeneas tendría, cuánto tiempo hacía que la habían construido, cómo se llamaba el hombre que la construyó y si ganaba mucho dinero por su trabajo.
Estas últimas preguntas eran muy difíciles de contestar, pues Harthover había sido construida en noventa momentos distintos y en noventa estilos diferentes. Parecía como si alguien hubiera construido una calle entera de casas de todas las formas imaginables y luego las hubiera removido todas juntas con un cucharón.
Porque los áticos eran anglosajones. La tercera planta, normanda. La segunda, del Cinquecento. La primera, isabelina. El ala derecha, dórico puro. La central, de la época temprana del gótico inglés, con un pórtico inmenso copiado del Partenón. El ala izquierda, beocio puro, era la que los campesinos admiraban más, porque se parecía a las nuevas barracas del pueblo, sólo que tres veces más grande. La gran escalinata remedaba las catacumbas de Roma. La escalinata posterior, del Taj-Mahal de Agra. La había construido el tatara-tatara-tatara-tío de Sir John, que en las Guerras Indias de Lord Clive había ganado un montón de dinero y un montón de heridas, aunque no mejor gusto que sus superiores. Las bodegas estaban copiadas de las cuevas de Elefantina. Los despachos, del Pavilion de Brighton. El resto no estaba copiado de nada que estuviera en el cielo, en tierra o bajo tierra.
Así pues, la Villa Harthover era un gran rompecabezas para los anticuarios y todo un viñedo de Nabot para críticos, arquitectos y toda persona a quien le guste gastarse el dinero de otros hombres y entrometerse en sus asuntos. De modo que todos atosigaban al pobre Sir John, año tras año, e intentaban convencerlo para que gastara unas cien mil libras en construcciones que, más que complacer a Sir John, servían para complacerse a sí mismos. Pero él siempre lo aplazaba, como haría cualquier ciudadano listo del norte de Inglaterra.
Entonces Grimes se paró y echó un vistazo, y Tom hizo lo mismo. Tom se preguntó si en esa cueva oscura vivía algo que por la noche saliera a volar por los prados. En cambio, Grimes no se preguntó nada. Sin decir palabra, se bajó del asno, trepó el pequeño muro del camino, se arrodilló y se puso a remojar su fea cabeza en la fuente (y lo hizo de un modo muy basto). Tom empezó a coger flores tan rápido como pudo. La mujer irlandesa lo ayudó y le enseñó cómo atarlas, y entre los dos hicieron un ramillete precioso. Pero cuando Tom vio a Grimes lavándose, se detuvo bastante atónito y en el momento en que Grimes al finalizar empezó a sacudirse las orejas para que se secasen, dijo:
—Anda, patrón, nunca le había visto hacer eso antes.
—Y muy posiblemente no lo volverás a ver. No lo hice para asearme, sino para refrescarme. Qué vergüenza si me quisiera lavar una vez a la semana, como un minero tiznado.
—Ojalá yo pudiera meter la cabeza —dijo el pobrecillo Tom—. Tiene que ser tan agradable como meterla debajo del surtidor de la ciudad; y aquí no hay pertiguero que te mande a paseo.
—Tú, ven aquí —dijo Grimes—. ¿Cómo que quieres lavarte? Tú no bebiste dos litros y medio de cerveza ayer por la noche, como yo.
—Y a mí qué —dijo el pícaro de Tom, que corrió hacia el arroyo y empezó a lavarse la cara.
Grimes se sentía molesto porque la mujer prefería la compañía de Tom a la suya, de modo que se abalanzó sobre él diciéndole unas palabras horribles, lo levantó bruscamente y empezó a pegarle. No obstante, Tom ya estaba acostumbrado y puso la cabeza a salvo entre las piernas del señor Grimes, mientras le daba patadas en las espinillas con todas sus fuerzas.
—¿No te da vergüenza, Thomas Grimes? —gritó la mujer irlandesa desde detrás del muro.
Grimes levantó la mirada, sobresaltado al comprobar que ella sabía su nombre, pero todo lo que dijo fue: «No, y aún no me he avergonzado nunca», y continuó pegando a Tom.
—Sí, sí, seguro. Si alguna vez te hubieras avergonzado de ti, habrías ido a Vendale hace ya mucho tiempo.
—¿Qué sabes tú de Vendale? —exclamó Grimes, aunque esta vez dejó de pegar.
—Yo conozco Vendale y a ti también. Sé, por ejemplo, lo que ocurrió aquella noche en Aldermire Copse, hará dos años, en San Martín.
—¿Ah sí? —exclamó Grimes. Acto seguido, dejó en paz a Tom, trepó por encima del muro y se encaró con la mujer. Tom pensó que iba a darle un porrazo, pero ella lo miraba intensamente a los ojos y con demasiada fiereza como para que lo hiciera.
—Sí, yo estaba allí —dijo en voz baja la mujer irlandesa.
—Tú no eres irlandesa, por el modo como hablas —afirmó Grimes, tras haber dicho antes muchas palabrotas.
—No importa quién sea. Vi lo que vi, y si vuelves a golpear al niño, voy a contar lo que sé.
Grimes parecía muy acobardado y se montó en el asno sin decir ni una palabra más.
—¡Quieto! —exclamó la mujer irlandesa—. Voy a deciros una cosa más a los dos, pues ambos me vais a volver a ver antes de que todo acabe. Los que quieran estar limpios, limpios estarán y los que quieran estar sucios, sucios quedarán. Recordadlo.
Dio media vuelta y pasó por un portillo a un prado. Grimes se quedó quieto un momento, como un hombre pasmado. Luego corrió detrás de ella, gritando: «¡Vuelve aquí!». Pero cuando llegó al prado, la mujer ya no estaba.
¿Se había escondido? No había dónde esconderse. Pero Grimes buscó en los alrededores y Tom también, porque estaba tan anonadado como Grimes por la súbita desaparición. Sin embargo, por más que buscasen, la mujer no aparecía.
Grimes volvió callado como un muerto, ya que estaba un poco asustado, se montó en el asno, llenó una nueva pipa y se fue fumando, sin molestar a Tom.
Anduvieron casi cinco kilómetros y llegaron a la garita de la villa de Sir John. Era una garita grandiosa, con puertas de acero y unos pilares enormes. Encima de cada uno había un duende terrorífico, con colmillos, cuernos y rabo; este duende era el emblema que los antecesores de Sir John llevaban en las Guerras de las Rosas demostrando ser unos hombres muy previsores, porque seguramente todos sus enemigos salían huyendo con sólo verlo.
Grimes llamó a la puerta; salió un guardián y les abrió.
—Me han encargado que os abriera —dijo—. Si sois tan amables, no os apartéis de la avenida principal. Y que no os pille con una liebre o un conejo cuando volváis. Os juro que voy a tener los ojos bien abiertos.
—No lo vas a poder ver, si está en el fondo del saco de hollín —soltó Grimes, que se puso a reír. El guardián también rió y añadió:
—Si eres de esa calaña, tendré que ir con vosotros hasta la sala.
—Creo que más te vale. Eres tú quien se ocupa de vigilar la caza, no yo.
Así que el guardián fue con ellos y, para sorpresa de Tom, él y Grimes estuvieron charlando durante todo el camino muy relajadamente. No sabía que un guardián no es más que un cazador furtivo que ha pasado de estar fuera a estar dentro, y que un cazador furtivo es un guardián que ha pasado de estar dentro a estar fuera.
Anduvieron por una gran avenida de tilos, que medía un kilómetro y medio. A través de los troncos, Tom espiaba tembloroso los cuernos de los ciervos, dormidos de pie, entre los helechos. Nunca había visto unos árboles tan enormes y, al mirar hacia arriba, imaginó que el cielo azul reposaba sobre sus cabezas. Pero estaba muy desconcertado a causa de unos extraños murmullos que los iban siguiendo a lo largo del camino. Estaba tan consternado que finalmente hizo acopio de valor y le preguntó al guardián qué eran aquellos sonidos. Le habló muy educadamente y lo llamó Sir, pues le tenía un miedo terrible, lo cual complacía al guardián. Éste le contó que eran las abejas volando alrededor de las flores de los tilos.
—¿Qué son las abejas? —preguntó Tom.
—Las que hacen miel.
—¿Qué es la miel? —volvió a preguntar.
—Tú, cierra el pico —advirtió Grimes.
—Deja al chico en paz —dijo el guardián—. Es un zagal muy educado y eso es lo más que llegará a ser si continúa contigo.
Grimes se rió, pues lo tomó como un cumplido.
—Ojalá fuera guardián —añadió Tom— para poder vivir en un lugar tan bonito y vestir pantalones de terciopelo verdes y llevar en el botón un silbato de verdad para llamar al perro, como tú.
El guardián se echó a reír. Tenía buen corazón.
—Lo mejor es enemigo de lo bueno, muchacho y, en cierto modo, lo malo también. Tu vida es más segura que la mía en todos los sentidos. ¿No es así, señor Grimes?
Grimes volvió a reírse y entonces los dos hombres se pusieron a hablar en voz baja. Sin embargo, Tom pudo oír que hablaban de alguna competición de caza furtiva y, al final Grimes dijo con decisión: «¿Tienes algo contra mí?».
—Por ahora no.
—Entonces no me hagas preguntas hasta que lo tengas, porque yo soy un hombre de honor.
Y los dos volvieron a reírse, encontrándolo muy gracioso.
En esto, llegaron a las grandes puertas de acero que estaban frente a la casa. A través de ellas, Tom miró los rododendros y las azaleas, ambos en flor, y luego la casa, y se preguntó cuántas chimeneas tendría, cuánto tiempo hacía que la habían construido, cómo se llamaba el hombre que la construyó y si ganaba mucho dinero por su trabajo.
Estas últimas preguntas eran muy difíciles de contestar, pues Harthover había sido construida en noventa momentos distintos y en noventa estilos diferentes. Parecía como si alguien hubiera construido una calle entera de casas de todas las formas imaginables y luego las hubiera removido todas juntas con un cucharón.
Porque los áticos eran anglosajones. La tercera planta, normanda. La segunda, del Cinquecento. La primera, isabelina. El ala derecha, dórico puro. La central, de la época temprana del gótico inglés, con un pórtico inmenso copiado del Partenón. El ala izquierda, beocio puro, era la que los campesinos admiraban más, porque se parecía a las nuevas barracas del pueblo, sólo que tres veces más grande. La gran escalinata remedaba las catacumbas de Roma. La escalinata posterior, del Taj-Mahal de Agra. La había construido el tatara-tatara-tatara-tío de Sir John, que en las Guerras Indias de Lord Clive había ganado un montón de dinero y un montón de heridas, aunque no mejor gusto que sus superiores. Las bodegas estaban copiadas de las cuevas de Elefantina. Los despachos, del Pavilion de Brighton. El resto no estaba copiado de nada que estuviera en el cielo, en tierra o bajo tierra.
Así pues, la Villa Harthover era un gran rompecabezas para los anticuarios y todo un viñedo de Nabot para críticos, arquitectos y toda persona a quien le guste gastarse el dinero de otros hombres y entrometerse en sus asuntos. De modo que todos atosigaban al pobre Sir John, año tras año, e intentaban convencerlo para que gastara unas cien mil libras en construcciones que, más que complacer a Sir John, servían para complacerse a sí mismos. Pero él siempre lo aplazaba, como haría cualquier ciudadano listo del norte de Inglaterra.
Uno quería que construyese una casa gótica, pero él dijo que no era ningún godo; otro, que construyese una casa isabelina, pero él respondió que vivía bajo el reinado de la buena reina Victoria y no bajo el de la buena reina Betty; otro fue lo suficientemente valiente como para decirle que su casa era fea, pero él argumentó que vivía en ella, no fuera de ella; otro, que la casa no tenía unidad, pero él sostuvo que era justamente por eso por lo que le gustaba ese viejo lugar. Porque le gustaba ver cómo los Sir John, Sir Hugh, Sir Ralph y Sir Randal habían dejado su marca en la casa, cada uno siguiendo su propio gusto, y no le apetecía alterar la tarea de sus antecesores, ni perturbar sus tumbas. Ninguna.
Ahora, la mansión parecía una original casa con vida y con una historia, y había ido creciendo a medida que el mundo crecía. Y él sólo era un advenedizo que no había conocido a su abuelo y lo habría cambiado todo por cualquier elegante novedad gótica o isabelina. En caso de hacerlo, habría parecido como si todo hubiera sido creado en una noche, como las setas. De esto puedes deducir (si eres lo bastante listo) que Sir John era un terrateniente con una mente y un corazón muy firmes; el hombre adecuado para mantener el campo en orden y proporcionar una buena caza gracias a sus excelentes perros.
Sin embargo, Tom y su patrón no entraron por las grandes puertas de acero como si fueran duques u obispos, sino que dieron un rodeo por detrás de la casa (vaya si era un rodeo). Entraron por una puertecilla trasera, donde el basurero los hizo pasar emitiendo un desagradable bostezo. Luego, en un pasillo, el ama de llaves vino a su encuentro con tal vestido estampado de flores que Tom la confundió con la mismísima señora de la casa.
Sin embargo, Tom y su patrón no entraron por las grandes puertas de acero como si fueran duques u obispos, sino que dieron un rodeo por detrás de la casa (vaya si era un rodeo). Entraron por una puertecilla trasera, donde el basurero los hizo pasar emitiendo un desagradable bostezo. Luego, en un pasillo, el ama de llaves vino a su encuentro con tal vestido estampado de flores que Tom la confundió con la mismísima señora de la casa.
Dio órdenes solemnes a Grimes: «Tienes que ocuparte de esto y ocuparte de lo otro», como si fuera él quien trepara por las chimeneas y no Tom. Grimes escuchaba y, de vez en cuando, decía entre dientes: «¿Prestas atención, mocoso?». Y Tom prestaba mucha atención, en la medida que le era posible. Después, el ama de llaves los condujo a una gran estancia, empapelada en color marrón, y les anunció con una voz altiva y tremenda que ya podían empezar. Entonces, después de algún que otro lloriqueo y un puntapié de su patrón, Tom entró en la chimenea y trepó por el tiro, mientras una criada se quedaba en la estancia para vigilar los muebles, a los cuales el señor Grimes - a pesar de ser prácticamente ignorado - dedicaba muchos cumplidos divertidos y corteses.
No sé cuántas chimeneas deshollinó Tom, pero deshollinó tantas que se quedó rendido y también desconcertado, pues no eran como las chimeneas de la ciudad a las que estaba acostumbrado, sino de esas que se encuentran —si trepas por ellas y miras dentro, algo que quizá no te gustaría hacer— en las viejas casas de campo; chimeneas grandes y torcidas, que fueron alteradas una y otra vez hasta entrelazarse, anatomizándose (como diría el profesor Owen) considerablemente. Tom se perdía en ellas. No es que se preocupara mucho por eso —aunque se encontrara en una oscuridad negra como el carbón—, porque dentro de una chimenea se sentía como en casa, igual que un topo bajo tierra. Pero, finalmente, al bajar por la que creía que era la chimenea correcta, fue a parar a la equivocada y se encontró justo encima de la alfombra del hogar de una estancia que no tenía parangón.
Tom nunca había visto algo así. Nunca había estado en las estancias de la gente de buena alcurnia, salvo cuando las alfombras estaban todas al revés, las cortinas echadas, los muebles apiñados debajo de una sábana y los cuadros cubiertos con delantales y guardapolvos. A menudo se había preguntado qué aspecto tendrían las estancias cuando estaban acondicionadas para que la gente de categoría se instalara, y ahora lo vio y pensó que lo que veía era muy bonito. Toda la estancia estaba decorada en blanco: las cortinas de las ventanas, blancas; las cortinas alrededor de la cama, blancas; los muebles, blancos; y las paredes, blancas, con alguna que otra raya rosa aquí y allá. La alfombra estaba totalmente estampada de florecillas llamativas y en las paredes colgaban cuadros con marcos dorados, que dejaron a Tom embelesado. Había cuadros de damas y caballeros, y cuadros de caballos y perros. Los caballos le gustaron, pero los perros no le interesaron mucho, pues no había bulldogs entre ellos, ni siquiera terriers. Pero los cuadros que más le encandilaron fueron dos. Uno de un hombre que vestía prendas largas, rodeado de niños con sus madres, que posaba la mano sobre las cabezas de los pequeños. Ése era un cuadro muy bonito —pensó Tom— para colgar en el cuarto de una dama, pues había deducido que era el cuarto de una dama por los vestidos que había esparcidos.
El otro cuadro era el de un hombre clavado en una cruz que sorprendió mucho a Tom. Recordó que había visto algo por el estilo en el escaparate de una tienda. Pero, ¿por qué estaba allí? «Pobre hombre —pensó Tom—, parece tan agradable y sencillo. ¿Por qué tendrá la dama un cuadro tan triste como ése en su cuarto? Quizá sea algún familiar suyo que fue asesinado por los bárbaros de lugares extranjeros y lo guarda aquí como recuerdo.» Se sintió triste y sobrecogido, y se puso a mirar otra cosa.
Lo siguiente que vio, que también lo desconcertó, fue un lavabo con aguamaniles, palanganas, jabones, cepillos, toallas y una gran bañera de agua limpia «¡Qué montón de cosas! y yodas para asearse. Debe ser una dama muy sucia», pensó Tom, pues según la filosofía de su patrón, si tienes que restregarte tanto es porque eres muy sucio. «Debe de ser muy astuta para ocultar la suciedad, porque no veo una sola mancha en todo el cuarto, ni siquiera en las toallas». Fue entonces cuando, mirando hacia la cama, vio a la dama y, atónito contuvo el aliento.
Bajo la colcha blanca como la nieve, sobre una almohada blanca como la nieve, estaba acostada la niñita más hermosa que Tom había visto. Sus mejillas eran casi tan blancas como la almohada y sus cabellos eran como hilos de oro esparcidos por toda la cama. Debía ser de la edad de Tom, o quizás un año o dos mayor, pero él no pensó en eso. Sólo pensó en su piel delicada y su cabello dorado, y se preguntó si era una persona viva de verdad o una de las muñecas de cera que había visto en las tiendas. Sin embargo, cuando advirtió que respiraba, llegó a la conclusión de que estaba viva y se quedó de pie mirándola fijamente, como si fuera un ángel venido del cielo.
«No. No puede estar sucia. Nunca podría haber estado sucia», se dijo Tom. Y entonces pensó: «¿Y todo el mundo es así, cuando se ha lavado?». Luego se miró la muñeca, intentó quitar el hollín frotando y se preguntó si algún día llegaría a sacarlo. «Seguro que yo sería mucho más guapo si me volviera como ella.»
Miró alrededor y, de pronto, vio a su lado a una figurita fea, negra y desgreñada, con ojos soñolientos y dientes blancos sonrientes. Se dirigió hacia él, enfadado. ¿Qué hacía un mono tan pequeño y negro como ése en la habitación de una pequeña y dulce señorita? En ese instante comprendió que era él, reflejado en un gran espejo. Nunca antes había visto su aspecto.
Por primera vez en su vida, Tom descubrió que estaba sucio y rompió a llorar de vergüenza y enfado. Volvió a escabullirse dentro de la chimenea para esconderse y volcó el guardafuego y los utensilios de la chimenea, provocando un estruendo similar al de diez mil teteras de hojalata atadas a las colas de diez mil perros enfurecidos.
La pequeña y blanca dama saltó de la cama y, al ver a Tom, lanzó un grito tan estridente como el de un pavo real. Una niñera robusta y vieja entró corriendo desde la habitación contigua y pensó que el joven deshollinador había entrado a robar, saquear, destruir y quemar, y se lanzó sobre él —que estaba tumbado encima del guardafuego— con tanta rapidez que lo asió de la chaqueta. Pero no lo sujetó. Tom había estado en manos de la policía muchas veces —y fuera de ellas también—, y no habría podido volver a mirar a la cara a sus amigos si hubiera sido tan estúpido como para que una vieja lo atrapara. De modo que se escabulló por debajo del brazo de la pobre mujer, cruzó el cuarto y en un instante salió por la ventana.
No le hizo falta saltar, aunque lo habría hecho valientemente. Ni siquiera dejarse caer por un canalón, que habría sido un viejo juego para él, pues una vez trepó por un canalón hasta el tejado de la iglesia —dijo que para coger huevos de grajilla, pero el policía argumentó que para robar plomo—, y cuando fue avistado en lo alto, se quedó allí sentado hasta que el sol calentó demasiado y entonces bajó por otro canalón, de modo que los policías tuvieron que irse a casita a cenar.
Debajo de la ventana había un árbol con grandes hojas y unas flores blancas de aroma dulce casi tan grandes como su cabeza. Supongo que era una magnolia, pero Tom no lo sabía, ni le importaba, pues bajó por el árbol como un gato, cruzó el césped, saltó la verja de acero y atravesó el jardín hacia el bosque, mientras la vieja niñera gritaba «¡asesino!» y «¡fuego!» desde la ventana.
El jardinero, que estaba segando, vio a Tom y tiró la guadaña, se pilló la pierna con ella y se hizo un corte en la espinilla, por lo que estuvo una semana en cama; no obstante, con la prisa, no se dio cuenta y empezó a perseguir al pobre Tom. La lechera oyó el ruido, se metió el tarro de la leche entre las rodillas y se le volcó, derramando toda la nata; sin embargo, saltó y se puso a perseguir a Tom. Un mozo de cuadra que estaba limpiando el rocín de Sir John, lo dejó escapar —por lo que éste se lesionó al cabo de cinco minutos— y echó a correr persiguiendo a Tom. Grimes arrojó el saco de hollín sobre la grava recién extendida y la echó toda a perder, pero se puso a correr y a perseguir a Tom. El viejo encargado abrió el portillo del jardín con tanta prisa que colgó el cabestro de su poni en las púas —y, que yo sepa, continúa allí colgado—; sin embargo, arrancó a correr persiguiendo a Tom. El labrador dejó sus caballos en el trozo de campo que estaba aún por arar, junto a los setos, y uno de ellos saltó por encima de la valla, arrastrando al otro hasta la zanja junto con el arado; no obstante, continuó corriendo para perseguir a Tom. El guardián, que estaba desenredando a un armiño de una trampa, dejó escapar al animal y se pilló el dedo, pero empezó a correr detrás de Tom (y, teniendo en cuenta lo que dijo y la cara que puso, qué pena me habría dado Tom si el hombre lo hubiera atrapado). Sir John miró por la ventana de su estudio (pues era un señor que empezaba a envejecer), miró arriba, hacia la niñera, y una marta le tiró fango en el ojo, de modo que al fin tuvo que mandar a buscar a un médico; sin embargo, salió corriendo y se puso a perseguir a Tom. Asimismo, la mujer irlandesa, que se dirigía a la casa para mendigar —debió de haber ido por un atajo—, tiró su fardo y también empezó a perseguir a Tom.
No sé cuántas chimeneas deshollinó Tom, pero deshollinó tantas que se quedó rendido y también desconcertado, pues no eran como las chimeneas de la ciudad a las que estaba acostumbrado, sino de esas que se encuentran —si trepas por ellas y miras dentro, algo que quizá no te gustaría hacer— en las viejas casas de campo; chimeneas grandes y torcidas, que fueron alteradas una y otra vez hasta entrelazarse, anatomizándose (como diría el profesor Owen) considerablemente. Tom se perdía en ellas. No es que se preocupara mucho por eso —aunque se encontrara en una oscuridad negra como el carbón—, porque dentro de una chimenea se sentía como en casa, igual que un topo bajo tierra. Pero, finalmente, al bajar por la que creía que era la chimenea correcta, fue a parar a la equivocada y se encontró justo encima de la alfombra del hogar de una estancia que no tenía parangón.
Tom nunca había visto algo así. Nunca había estado en las estancias de la gente de buena alcurnia, salvo cuando las alfombras estaban todas al revés, las cortinas echadas, los muebles apiñados debajo de una sábana y los cuadros cubiertos con delantales y guardapolvos. A menudo se había preguntado qué aspecto tendrían las estancias cuando estaban acondicionadas para que la gente de categoría se instalara, y ahora lo vio y pensó que lo que veía era muy bonito. Toda la estancia estaba decorada en blanco: las cortinas de las ventanas, blancas; las cortinas alrededor de la cama, blancas; los muebles, blancos; y las paredes, blancas, con alguna que otra raya rosa aquí y allá. La alfombra estaba totalmente estampada de florecillas llamativas y en las paredes colgaban cuadros con marcos dorados, que dejaron a Tom embelesado. Había cuadros de damas y caballeros, y cuadros de caballos y perros. Los caballos le gustaron, pero los perros no le interesaron mucho, pues no había bulldogs entre ellos, ni siquiera terriers. Pero los cuadros que más le encandilaron fueron dos. Uno de un hombre que vestía prendas largas, rodeado de niños con sus madres, que posaba la mano sobre las cabezas de los pequeños. Ése era un cuadro muy bonito —pensó Tom— para colgar en el cuarto de una dama, pues había deducido que era el cuarto de una dama por los vestidos que había esparcidos.
El otro cuadro era el de un hombre clavado en una cruz que sorprendió mucho a Tom. Recordó que había visto algo por el estilo en el escaparate de una tienda. Pero, ¿por qué estaba allí? «Pobre hombre —pensó Tom—, parece tan agradable y sencillo. ¿Por qué tendrá la dama un cuadro tan triste como ése en su cuarto? Quizá sea algún familiar suyo que fue asesinado por los bárbaros de lugares extranjeros y lo guarda aquí como recuerdo.» Se sintió triste y sobrecogido, y se puso a mirar otra cosa.
Lo siguiente que vio, que también lo desconcertó, fue un lavabo con aguamaniles, palanganas, jabones, cepillos, toallas y una gran bañera de agua limpia «¡Qué montón de cosas! y yodas para asearse. Debe ser una dama muy sucia», pensó Tom, pues según la filosofía de su patrón, si tienes que restregarte tanto es porque eres muy sucio. «Debe de ser muy astuta para ocultar la suciedad, porque no veo una sola mancha en todo el cuarto, ni siquiera en las toallas». Fue entonces cuando, mirando hacia la cama, vio a la dama y, atónito contuvo el aliento.
Bajo la colcha blanca como la nieve, sobre una almohada blanca como la nieve, estaba acostada la niñita más hermosa que Tom había visto. Sus mejillas eran casi tan blancas como la almohada y sus cabellos eran como hilos de oro esparcidos por toda la cama. Debía ser de la edad de Tom, o quizás un año o dos mayor, pero él no pensó en eso. Sólo pensó en su piel delicada y su cabello dorado, y se preguntó si era una persona viva de verdad o una de las muñecas de cera que había visto en las tiendas. Sin embargo, cuando advirtió que respiraba, llegó a la conclusión de que estaba viva y se quedó de pie mirándola fijamente, como si fuera un ángel venido del cielo.
«No. No puede estar sucia. Nunca podría haber estado sucia», se dijo Tom. Y entonces pensó: «¿Y todo el mundo es así, cuando se ha lavado?». Luego se miró la muñeca, intentó quitar el hollín frotando y se preguntó si algún día llegaría a sacarlo. «Seguro que yo sería mucho más guapo si me volviera como ella.»
Miró alrededor y, de pronto, vio a su lado a una figurita fea, negra y desgreñada, con ojos soñolientos y dientes blancos sonrientes. Se dirigió hacia él, enfadado. ¿Qué hacía un mono tan pequeño y negro como ése en la habitación de una pequeña y dulce señorita? En ese instante comprendió que era él, reflejado en un gran espejo. Nunca antes había visto su aspecto.
Por primera vez en su vida, Tom descubrió que estaba sucio y rompió a llorar de vergüenza y enfado. Volvió a escabullirse dentro de la chimenea para esconderse y volcó el guardafuego y los utensilios de la chimenea, provocando un estruendo similar al de diez mil teteras de hojalata atadas a las colas de diez mil perros enfurecidos.
La pequeña y blanca dama saltó de la cama y, al ver a Tom, lanzó un grito tan estridente como el de un pavo real. Una niñera robusta y vieja entró corriendo desde la habitación contigua y pensó que el joven deshollinador había entrado a robar, saquear, destruir y quemar, y se lanzó sobre él —que estaba tumbado encima del guardafuego— con tanta rapidez que lo asió de la chaqueta. Pero no lo sujetó. Tom había estado en manos de la policía muchas veces —y fuera de ellas también—, y no habría podido volver a mirar a la cara a sus amigos si hubiera sido tan estúpido como para que una vieja lo atrapara. De modo que se escabulló por debajo del brazo de la pobre mujer, cruzó el cuarto y en un instante salió por la ventana.
No le hizo falta saltar, aunque lo habría hecho valientemente. Ni siquiera dejarse caer por un canalón, que habría sido un viejo juego para él, pues una vez trepó por un canalón hasta el tejado de la iglesia —dijo que para coger huevos de grajilla, pero el policía argumentó que para robar plomo—, y cuando fue avistado en lo alto, se quedó allí sentado hasta que el sol calentó demasiado y entonces bajó por otro canalón, de modo que los policías tuvieron que irse a casita a cenar.
Debajo de la ventana había un árbol con grandes hojas y unas flores blancas de aroma dulce casi tan grandes como su cabeza. Supongo que era una magnolia, pero Tom no lo sabía, ni le importaba, pues bajó por el árbol como un gato, cruzó el césped, saltó la verja de acero y atravesó el jardín hacia el bosque, mientras la vieja niñera gritaba «¡asesino!» y «¡fuego!» desde la ventana.
El jardinero, que estaba segando, vio a Tom y tiró la guadaña, se pilló la pierna con ella y se hizo un corte en la espinilla, por lo que estuvo una semana en cama; no obstante, con la prisa, no se dio cuenta y empezó a perseguir al pobre Tom. La lechera oyó el ruido, se metió el tarro de la leche entre las rodillas y se le volcó, derramando toda la nata; sin embargo, saltó y se puso a perseguir a Tom. Un mozo de cuadra que estaba limpiando el rocín de Sir John, lo dejó escapar —por lo que éste se lesionó al cabo de cinco minutos— y echó a correr persiguiendo a Tom. Grimes arrojó el saco de hollín sobre la grava recién extendida y la echó toda a perder, pero se puso a correr y a perseguir a Tom. El viejo encargado abrió el portillo del jardín con tanta prisa que colgó el cabestro de su poni en las púas —y, que yo sepa, continúa allí colgado—; sin embargo, arrancó a correr persiguiendo a Tom. El labrador dejó sus caballos en el trozo de campo que estaba aún por arar, junto a los setos, y uno de ellos saltó por encima de la valla, arrastrando al otro hasta la zanja junto con el arado; no obstante, continuó corriendo para perseguir a Tom. El guardián, que estaba desenredando a un armiño de una trampa, dejó escapar al animal y se pilló el dedo, pero empezó a correr detrás de Tom (y, teniendo en cuenta lo que dijo y la cara que puso, qué pena me habría dado Tom si el hombre lo hubiera atrapado). Sir John miró por la ventana de su estudio (pues era un señor que empezaba a envejecer), miró arriba, hacia la niñera, y una marta le tiró fango en el ojo, de modo que al fin tuvo que mandar a buscar a un médico; sin embargo, salió corriendo y se puso a perseguir a Tom. Asimismo, la mujer irlandesa, que se dirigía a la casa para mendigar —debió de haber ido por un atajo—, tiró su fardo y también empezó a perseguir a Tom.
Sólo la señora se abstuvo, pues al sacar la cabeza por la ventana se le cayó la peluca de noche al jardín, así que tuvo que llamar a su criada personal y le ordenó que fuera a buscarla en secreto, lo cual la mantuvo al margen de la persecución y no fue a ninguna parte (y, por consiguiente, no tiene cabida aquí).
En pocas palabras, nunca se había oído en Hall Place —ni siquiera cuando mataron al zorro en el invernadero, entre hectáreas de cristales rotos y toneladas de macetas aplastadas— un ruido como ése, un alboroto, una barahúnda, una babel, una algarabía, un estrapalucio, una trapisonda, una cencerrada y un desprecio total hacia la dignidad, el reposo y el orden, como ese día en que Grimes, el jardinero, el mozo de cuadra, la lechera, Sir John, el encargado, el labrador, el guardián y la mujer irlandesa corrieron por el jardín gritando: «¡Al ladrón!», creyendo que Tom tenía como mínimo mil libras en joyas en sus bolsillos vacíos. Incluso las urracas y los arrendajos persiguieron a Tom, rechinando y chillando, como si fueran detrás de un zorro cuya cola ya empezara a ponérsele gacha.
Durante todo ese tiempo, el pobre Tom galopaba por el jardín a toda velocidad con sus piececillos descalzos, como si fuera un pequeño gorila negro huyendo hacia la selva. Pero, ¡qué pena! Allí no había ningún padre gorila para defenderlo: para desgarrar las tripas del jardinero con una zarpa, estampar a la lechera contra un árbol con la otra y arrancarle la cabeza a Sir John con una tercera zarpa, mientras resquebrajaba el cráneo del guardián con sus colmillos con la misma facilidad con que lo haría con un coco o una losa.
Sin embargo, Tom no recordaba haber tenido un padre, así que no lo buscó; ya contaba con que tenía que cuidar de sí mismo. En cuanto a correr, podía seguir durante dos kilómetros y pico el ritmo de cualquier diligencia, si existía la posibilidad de ganarse un penique o la colilla de un puro, y sabía hacer la rueda diez veces seguidas (más de lo que tú puedes hacer). Por lo tanto, sus perseguidores lo tuvieron muy difícil para atraparlo. Esperemos que no lo atraparán.
Tom, por supuesto, fue hacia el bosque. No había estado en un bosque en toda su vida, pero era lo suficientemente avispado como para saber que podría esconderse detrás de un arbusto o trepar a un árbol y, en general, que tenía más posibilidades de escapar allí que en campo abierto. Si no hubiera sabido eso, habría sido más idiota que un ratón o que un pececillo.
No obstante, cuando entró en el bosque, pensó que era un lugar muy distinto al que había imaginado. Se metió entre una mata gruesa de rododendros y al instante se vio envuelto en una trampa. Las ramas lo tenían agarrado por las piernas y los brazos, lo azotaron en la cara y la barriga, lo obligaron a cerrar completamente los ojos (aunque no fue una gran pérdida, pues no veía a más de un metro de sus narices) y, cuando se desenredó de los rododendros, las matas de hierba y las juncias lo tumbaron y después le hicieron cortes en sus pobrecillos dedos con toda la maldad del mundo. Los abedules lo fustigaron con la misma firmeza con que lo hubiera hecho un aristócrata de Eton, incluso en la cara (algo que no es demasiado justo, como admitirían todos los chicos valientes), y las zarzas le hicieron la zancadilla y le rasgaron las espinillas como si tuvieran colmillos de tiburón (lo cual es muy posible que sea cierto).
«Tengo que salir de aquí —pensó Tom— o tendré que quedarme hasta que alguien venga a echarme una mano, que es justamente lo que no quiero.»
Pero lo difícil era encontrar la forma de salir. Sinceramente, no creo que hubiera conseguido salir: se habría quedado allí hasta que los petirrojos machos lo hubieran cubierto de hojas; sólo que, de repente, se dio con la cabeza contra un muro.
Ahora bien, darte en la cabeza contra un muro no es agradable, sobre todo si es un muro irregular, con los ladrillos de canto, y si uno de ellos, con un borde puntiagudo, te da justo entre los ojos y te hace ver todo tipo de estrellas hermosas. Sí, claro, las estrellas son muy hermosas, mas, por desgracia, se desvanecen en una cuarta parte de una milésima de segundo y el dolor que viene después no. Así que Tom se hizo daño en la cabeza, aunque era un chico valiente y no le importó. Supuso que detrás del muro acababa la maleza, trepó por él y saltó como una ardilla.
Y allí estaba, en las grandes reservas de caza de urogallos que la gente del campo llamaba el páramo de Harthover: brezal, tremedal y roca extendiéndose a lo lejos y elevándose cada vez más hasta tocar el cielo.
Pues bien, Tom era un mozo muy listo, tan listo como un viejo ciervo de Exmoor. Y ¿por qué no? Aunque no tuviera más de diez años, había vivido más que la mayoría de ciervos y, por si fuera poco, tenía más inteligencia.
Sabía tan bien como un ciervo que, si daba marcha atrás, podrían soltar los perros. Así que lo primero que hizo cuando saltó fue girar lo más a la derecha que pudo y correr bajo el muro durante más de medio kilómetro.
De esta forma Sir John, el guardián, el encargado, el jardinero, el labrador, la lechera y todo el revuelo prosiguieron durante más de medio kilómetro justo en la dirección contraria y por la parte interior del muro, dejándolo a él a un kilómetro y medio en la parte exterior. Mientras tanto, Tom oía cómo sus gritos se apagaban en el bosque y se desternillaba de risa.
Finalmente, llegó a una hondonada, fue hasta el fondo, se alejó valientemente del muro y subió hacia el páramo, pues sabía que había puesto una colina entre él y sus enemigos y que podía continuar sin que lo vieran.
Sin embargo, la mujer irlandesa era la única del grupo que sabía qué camino había tomado Tom. Había ido delante de todos durante todo el tiempo y, sin embargo, ni andaba ni corría, sino que avanzaba con suavidad y gracia, al tiempo que sus pies se adelantaban el uno al otro tan rápidamente que no podías ver cuál iba delante. Llegó el momento en que todos se preguntaron quién era esa extraña mujer y todos estuvieron de acuerdo, a falta de algo mejor que decir, en que debía estar compinchada con Tom pero cuando la mujer llegó a los campos, la perdieron de vista y la olvidaron.
Durante todo ese tiempo, el pobre Tom galopaba por el jardín a toda velocidad con sus piececillos descalzos, como si fuera un pequeño gorila negro huyendo hacia la selva. Pero, ¡qué pena! Allí no había ningún padre gorila para defenderlo: para desgarrar las tripas del jardinero con una zarpa, estampar a la lechera contra un árbol con la otra y arrancarle la cabeza a Sir John con una tercera zarpa, mientras resquebrajaba el cráneo del guardián con sus colmillos con la misma facilidad con que lo haría con un coco o una losa.
Sin embargo, Tom no recordaba haber tenido un padre, así que no lo buscó; ya contaba con que tenía que cuidar de sí mismo. En cuanto a correr, podía seguir durante dos kilómetros y pico el ritmo de cualquier diligencia, si existía la posibilidad de ganarse un penique o la colilla de un puro, y sabía hacer la rueda diez veces seguidas (más de lo que tú puedes hacer). Por lo tanto, sus perseguidores lo tuvieron muy difícil para atraparlo. Esperemos que no lo atraparán.
Tom, por supuesto, fue hacia el bosque. No había estado en un bosque en toda su vida, pero era lo suficientemente avispado como para saber que podría esconderse detrás de un arbusto o trepar a un árbol y, en general, que tenía más posibilidades de escapar allí que en campo abierto. Si no hubiera sabido eso, habría sido más idiota que un ratón o que un pececillo.
No obstante, cuando entró en el bosque, pensó que era un lugar muy distinto al que había imaginado. Se metió entre una mata gruesa de rododendros y al instante se vio envuelto en una trampa. Las ramas lo tenían agarrado por las piernas y los brazos, lo azotaron en la cara y la barriga, lo obligaron a cerrar completamente los ojos (aunque no fue una gran pérdida, pues no veía a más de un metro de sus narices) y, cuando se desenredó de los rododendros, las matas de hierba y las juncias lo tumbaron y después le hicieron cortes en sus pobrecillos dedos con toda la maldad del mundo. Los abedules lo fustigaron con la misma firmeza con que lo hubiera hecho un aristócrata de Eton, incluso en la cara (algo que no es demasiado justo, como admitirían todos los chicos valientes), y las zarzas le hicieron la zancadilla y le rasgaron las espinillas como si tuvieran colmillos de tiburón (lo cual es muy posible que sea cierto).
«Tengo que salir de aquí —pensó Tom— o tendré que quedarme hasta que alguien venga a echarme una mano, que es justamente lo que no quiero.»
Pero lo difícil era encontrar la forma de salir. Sinceramente, no creo que hubiera conseguido salir: se habría quedado allí hasta que los petirrojos machos lo hubieran cubierto de hojas; sólo que, de repente, se dio con la cabeza contra un muro.
Ahora bien, darte en la cabeza contra un muro no es agradable, sobre todo si es un muro irregular, con los ladrillos de canto, y si uno de ellos, con un borde puntiagudo, te da justo entre los ojos y te hace ver todo tipo de estrellas hermosas. Sí, claro, las estrellas son muy hermosas, mas, por desgracia, se desvanecen en una cuarta parte de una milésima de segundo y el dolor que viene después no. Así que Tom se hizo daño en la cabeza, aunque era un chico valiente y no le importó. Supuso que detrás del muro acababa la maleza, trepó por él y saltó como una ardilla.
Y allí estaba, en las grandes reservas de caza de urogallos que la gente del campo llamaba el páramo de Harthover: brezal, tremedal y roca extendiéndose a lo lejos y elevándose cada vez más hasta tocar el cielo.
Pues bien, Tom era un mozo muy listo, tan listo como un viejo ciervo de Exmoor. Y ¿por qué no? Aunque no tuviera más de diez años, había vivido más que la mayoría de ciervos y, por si fuera poco, tenía más inteligencia.
Sabía tan bien como un ciervo que, si daba marcha atrás, podrían soltar los perros. Así que lo primero que hizo cuando saltó fue girar lo más a la derecha que pudo y correr bajo el muro durante más de medio kilómetro.
De esta forma Sir John, el guardián, el encargado, el jardinero, el labrador, la lechera y todo el revuelo prosiguieron durante más de medio kilómetro justo en la dirección contraria y por la parte interior del muro, dejándolo a él a un kilómetro y medio en la parte exterior. Mientras tanto, Tom oía cómo sus gritos se apagaban en el bosque y se desternillaba de risa.
Finalmente, llegó a una hondonada, fue hasta el fondo, se alejó valientemente del muro y subió hacia el páramo, pues sabía que había puesto una colina entre él y sus enemigos y que podía continuar sin que lo vieran.
Sin embargo, la mujer irlandesa era la única del grupo que sabía qué camino había tomado Tom. Había ido delante de todos durante todo el tiempo y, sin embargo, ni andaba ni corría, sino que avanzaba con suavidad y gracia, al tiempo que sus pies se adelantaban el uno al otro tan rápidamente que no podías ver cuál iba delante. Llegó el momento en que todos se preguntaron quién era esa extraña mujer y todos estuvieron de acuerdo, a falta de algo mejor que decir, en que debía estar compinchada con Tom pero cuando la mujer llegó a los campos, la perdieron de vista y la olvidaron.
Ahora Tom se había adentrado en el brezal, por uno de esos páramos en los que tú te has criado, pero había rocas y piedras por todas partes y, en vez de hacerse llano a medida que subía, se hacía más y más desigual y montañoso, aunque no tan abrupto como para que el pequeño Tom no pudiera ir corriendo y le quedara tiempo para observar ese lugar tan extraño, que era como un mundo nuevo para él.
Vio grandes arañas, con coronas y cruces marcadas en sus espaldas, sentadas en el centro de las telarañas y, cuando veían venir a Tom, las sacudían tan rápido que se volvían invisibles. Luego vio lagartos marrones, grises y verdes, y creyó que eran serpientes y que lo morderían; pero estaban tan asustados como él y salieron zumbando hacia el brezal. Después, debajo de un peñasco, vio una escena muy bonita: había un gran animal marrón, con el morro afilado y una mancha blanca en la cola, rodeado por cuatro o cinco cachorrillos sucios; eran las criaturas más divertidas que Tom había visto nunca. El animal estaba recostado de cara al sol, revolcándose y estirando las patas, la cabeza y la cola, y los cachorros se le subían encima, corrían a su alrededor, le mordisqueaban las zarpas y lo zarandeaban por la cola. Parecía que se lo estaba pasando muy bien. Pero un cachorrillo individualista se escabulló de los demás y fue hacia un cuervo muerto que había cerca, llevándoselo a rastras para esconderlo, aunque era casi tan grande como él. En esto, todos sus hermanitos se acercaron dando gritos y vieron a Tom; entonces volvieron corriendo, la señora zorra dio un salto, agarró a uno con la boca, el resto la siguió y se metieron en una grieta oscura entre las rocas. Aquí se acabó el espectáculo.
Acto seguido, Tom tuvo un susto de muerte, pues cuando subía gateando a una cima arenosa —grrr-puf-co-co-qui-qui— algo le estalló en la cara, haciendo un ruido horrible. Pensó con espanto que el suelo había estallado y que había llegado el fin del mundo. Cuando abrió los ojos (ya que los había cerrado completamente) descubrió que era sólo un viejo urogallo macho que se estaba lavando en la arena —como un árabe, a falta de agua— y que, cuando Tom estuvo a punto de pisarlo pegó un brinco haciendo un ruido como el de un tren expreso, dejando a su mujer y a sus hijos para que se las apañasen como un viejo cobarde, y se largó chillando: «Cu-ru-u-ucu, cu-ru-u-ucu —asesino, ladrones, fuego—, cu-ru-u-co-qui-qui —ha llegado el fin del mundo—, qui-qui-co-qui». Cuando pasaba algo que iba más allá de sus narices, siempre se imaginaba que llegaba el fin del mundo. Pero el fin del mundo no llegó, como tampoco llegó el doce de agosto, aunque el viejo urogallo estaba seguro de ello. De modo que volvió con su mujer y su familia una hora después, y dijo solemnemente: «Co-co-qui —hijos míos, el fin del mundo no ha llegado, pero os aseguro que llegará pasado mañana— coc». Sin embargo, su mujer había oído lo mismo tan a menudo que ya se sabía la historia. Además, ella era la madre de familia y tenía que lavar y alimentar a siete pequeños urogallos cada día; eso la hacía muy práctica y algo temperamental, así que todo lo que respondió fue: «Qui-qui-qui —vete a cazar arañas, vete a cazar arañas— ¡Qui!».
Entonces, Tom siguió adelante, sin apenas saber por qué, aunque le gustaba ese lugar extraño, grande y amplio, y el aire frío, fresco y tonificante. Pero avanzaba cada vez más despacio a medida que subía por la colina, pues ahora el terreno se estaba volviendo muy feo. En lugar de hierba suave y brezo mullido, se encontró con grandes parcelas llanas de roca caliza, como pavimentos mal construidos, con grietas profundas entre las piedras y los salientes, llenas de helechos, de modo que tuvo que brincar de piedra en piedra. De vez en cuando se resbalaba por entre las grietas y se hacía daño en sus deditos descalzos, aunque fueran considerablemente fuertes. No obstante, continuaba subiendo, sin saber por qué.
¿Qué habría dicho Tom si hubiera visto caminar por el páramo, detrás de él, precisamente a la misma mujer irlandesa que se había puesto de su parte en el camino? Pero fuera porque no miraba demasiado a menudo hacia atrás o porque se mantenía escondida detrás de las peñas y las lomas, él nunca la vio, aunque ella no lo perdía de vista.
Entonces empezó a tener un poco de hambre y mucha sed, ya que había corrido durante un buen trecho, el sol estaba muy alto en el cielo, la roca ardía como un horno y sobre ella el aire bailaba en remolinos, como hace sobre un horno de cal, hasta que todo a su alrededor parecía temblar y fundirse en resplandor.
Pero no vio nada para comer por ninguna parte y menos aún para beber.
El páramo estaba lleno de arándanos y anavias que todavía estaban en flor, pues era junio. En cuanto al agua, ¿quién puede encontrarla en la cima de un alto de roca caliza? De vez en cuando, pasaba por socavones que se hundían a su lado, tierra adentro, como si fueran las chimeneas de las casas subterráneas de unos enanos y, más de una vez, al pasar por el lado, podía oír el agua cómo caía, se escurría y tintineaba a muchos metros de profundidad. ¡Cómo anhelaba bajar hasta allí y refrescar sus pobres labios resecos! Pero, aunque era un valiente deshollinador, no se atrevía a bajar por unas chimeneas como aquéllas.
De modo que siguió adelante, hasta que su cabeza dio vueltas debido al calor, y creyó oír las campanas de una iglesia repicando muy a lo lejos.
«¡Ah! —pensó—, donde haya una iglesia habrá casas y gente, y quizás alguien me dará un bocado y un trago.» Así que prosiguió la marcha para buscar la iglesia, pues estaba seguro de haber oído las campanas con claridad.
Al cabo de un minuto, cuando miró a su alrededor, se paró otra vez y dijo: «¡Caray, qué sitio más grande es el mundo!» Y así era, porque desde la cima de la montaña podía ver... ¿Qué no podía ver?
Detrás de él, muy abajo, estaban Harthover, el oscuro bosque y el brillante río de salmones; a su izquierda, muy abajo, se encontraban la ciudad y las chimeneas humeantes de las minas de carbón; y lejos, muy a lo lejos, el río se ensanchaba hasta llegar al mar brillante y en su regazo yacían unas manchitas blancas, que eran barcos. Frente a él se extendían grandes llanuras, granjas y pueblos, esparcidos como en un mapa, entre oscuros grupos de árboles. Todo parecía que estaba justo a sus pies, pero sus sentidos le hicieron ver que estaba a muchísimos kilómetros de distancia.
A su derecha, se elevaban páramo tras páramo, cerro tras cerro, hasta que se desvanecían, azules, en el cielo azul. Pero entre él y esos páramos, justo a sus pies, descubrió un sitio al que, con sólo verlo, decidió dirigirse, pues le pareció el lugar idóneo para él. Era un valle rocoso y angosto, de un verde muy, muy profundo, y muy boscoso. No obstante, a través del bosque, a cientos de metros bajo sus pies, distinguió un arroyo cristalino.
«¡Ojalá pudiera llegar hasta allí!» Entonces, junto al arroyo, vio el tejado de una casa de campo y un pequeño jardín dispuesto en cuadros y bancales. Había una cosita diminuta de color rojo moviéndose por el jardín; no era más grande que una mosca. Cuando Tom miró hacia abajo, advirtió que se trataba de una mujer vestida con una falda roja. ¡Ah! Quizá le daría algo de comer.
Y ahí estaban las campanas de la iglesia, repicando otra vez. Seguro que había un pueblo allí abajo. Bueno, nadie lo conocería, ni sabría lo que había ocurrido en la Villa. Las noticias aún no podían haber llegado allí, ni siquiera aunque Sir John hubiera ordenado a todos los policías del condado que fueran en su busca. Bajaría hasta el pueblo en cinco minutos.
Había acertado en lo de que el revuelo aún no habría llegado allí, porque había caminado, sin saberlo, casi dieciséis kilómetros desde Harthover; pero estaba equivocado en lo de bajar en cinco minutos, pues la casa estaba a casi dos kilómetros de distancia y a unos buenos trescientos metros de desnivel.
No obstante, bajó como un hombrecillo valiente, aunque los pies le dolieran mucho, estuviera cansado y tuviera hambre y sed. Mientras tanto, las campanas de la iglesia repicaban tan alto que empezó a pensar que debían estar dentro de su cabeza. Además, el río tintineaba y murmuraba a lo lejos. Ésta era la canción que cantaba:
Había acertado en lo de que el revuelo aún no habría llegado allí, porque había caminado, sin saberlo, casi dieciséis kilómetros desde Harthover; pero estaba equivocado en lo de bajar en cinco minutos, pues la casa estaba a casi dos kilómetros de distancia y a unos buenos trescientos metros de desnivel.
No obstante, bajó como un hombrecillo valiente, aunque los pies le dolieran mucho, estuviera cansado y tuviera hambre y sed. Mientras tanto, las campanas de la iglesia repicaban tan alto que empezó a pensar que debían estar dentro de su cabeza. Además, el río tintineaba y murmuraba a lo lejos. Ésta era la canción que cantaba:
Limpio y fresco, limpio y fresco,
por rientes bajíos y remansos de ensueño,
limpio y fresco, limpio y fresco,
por espumosas presas y guijarros brillantes,
bajo el peñasco donde el mirlo canta
y en el muro de hiedra donde está la campana,
impoluto para los impolutos.
Retozad y bañaos en mí, madres e hijos.
Sucio y sórdido, sucio y sórdido,
por humeantes ciudades de cielo corrompido,
sucio y sórdido, sucio y sórdido,
por muelles y cloacas y fétidas riberas,
más oscuro y sombrío a medida que avanzo,
más y más degradado a medida que crezco,
¿quién se atreve a jugar en aguas de pecado?
Apartaos, alejaos de mí, madres e hijos.
Fuerte y libre, fuerte y libre,
allá en el mar están abiertas las compuertas,
fuerte y libre, fuerte y libre,
fluyo y fluyo deprisa, limpiando mi corriente,
hacia las playas de oro, el salto de los peces
y la marea límpida que me espera a lo lejos,
mientras me pierdo en el océano infinito,
como alma pecadora que ha sido redimida.
Retozad y bañaos en mí, madres e hijos.
Así pues, Tom continuó el descenso sin advertir en ningún momento que la mujer irlandesa bajaba tras él.
Continúa leyendo esta historia en "Los niños del agua - Capítulo II - Charles Kingsley"
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Hola quiero darte las gracias por subir este libro, lo estuve buscando mucho tiempo en español y me he topado con tu maravilloso blog, haces un gran trabajo, de verdad, ¡GRACIAS! xoxo, Abril
ResponderEliminarHola Abril. Un gusto. Si gustas, te invito a unirte al facebook que utilizo. A mi también me costó mucho encontrar este libro en español, tanto en la web como en la librería. Es que estuvo prohibido en España muchos años y en Latinoamérica no se había editado. Por suerte, esa situación se ha revertido y ahora se encuentra con facilidad. La traducción que encontrás aquí es una que hallé en la web pero acomodada con mi edición en papel dado que no era una traducción muy buena. Mi edición en papel es la de bolsillo de Random House
Eliminarmuchas gracias por el dato :D y si, ya me uní a tu facebook solo que estoy como "gato asustado escribe poesía" un abrazo y gracias de nuevo!!!!
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