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martes, 15 de enero de 2013

El viento en los sauces - Cap IX - Kenneth Grahame

Viene de "El viento en los sauces - Cap VIII - Kenneth Grahame"



CAPÍTULO IX

Caminantes todos


La rata de agua estaba inquieta y no sabía muy bien por qué. Al parecer, el verano estaba en su apogeo. En los campos cultivados el verde se había vuelto oro, los serbales enrojecían, y los bosques se iban tiñendo a brochazos de un dorado rojizo; y sin embargo ni la luz, ni el color, ni el aire templado parecían perder fuerza. El coro que se había dejado oír sin interrupción en los huertos y en los setos vivos había disminuido, pero todavía se oían los trinos vespertinos de algunos incansables intérpretes. De nuevo el petirrojo comenzaba a dominar, y había en el aire una sensación de cambio y despedidas. Por supuesto, hacía ya tiempo que el cuclillo no cantaba. Muchos otros amigos que durante meses habían formado parte del conocido paisaje también se habían marchado, y parecía que cada día faltaban más. La Rata, siempre atenta a los movimientos de alas, se dio cuenta de que, con los días, todas empezaban a tomar la dirección del sur. Y hasta de noche, cuando estaba acostada, le parecía oír en el cielo oscuro el batir de alas de las aves impacientes que obedecían a la imperiosa llamada.

El Gran Hotel de la Naturaleza tiene, como todos, su temporada. Uno por uno los huéspedes hacen el equipaje, pagan y se marchan, y las plazas de la table d´ hôte disminuyen penosamente a cada comida. Se cierran las habitaciones, se guardan las alfombras, se despide a los camareros. En cuanto a aquellos que se quedan, en pensión, hasta la próxima temporada, se sienten sin duda afectados por tanto preparativo y tantas despedidas, por las discusiones de los planes de futuras rutas, de nuevos alojamientos, por las despedidas de tantos amigos. Uno se siente inquieto, deprimido, fácilmente irritable. ¿Por qué tanto anhelo por cambiar? ¿Por qué no permanecer aquí tranquilamente, como nosotros, y ser felices? No conocéis este hotel fuera de temporada, y lo bien que nos lo pasamos los que nos quedamos todo el año. Y ellos contestan. «Tenéis razón, y la verdad es que nos dais envidia..., quizá para otro año..., pero tenemos otros planes..., y además el autobús nos está esperando..., ¡ha llegado la hora de irnos!» Y así se marchan, con una sonrisa y un gesto de la cabeza, y los echamos de menos, y nos sentimos ofendidos. La Rata era un animal independiente, arraigada a la tierra y, aunque otros se fueran, ella se quedaba. Y sin embargo no podía dejar de sentir lo que había en el aire, y aquella sensación le llegaba al alma.

Con tanto barullo alrededor era difícil ponerse a hacer nada en serio. Se alejó de la orilla, donde los juncos se erguían altos y gruesos en unas aguas cada vez más escasas, se adentró en el campo, atravesó un par de prados que ya estaban secos y polvorientos, y se abrió paso por el reino de los trigos rubios y ondulantes, con un movimiento hecho de susurros. A la Rata le encantaba pasear por allí, por aquel bosque de largos tallos que meneaban por encima de su cabeza su propio cielo dorado..., un cielo que nunca cesaba de bailar, de estremecerse y hablar suavemente. Aquellos tallos que se doblaban con el viento y se enderezaban de golpe con una alegre risa. Aquí también tenía muchos amiguitos, toda una sociedad que llevaba una vida plena y ocupada, pero que siempre encontraban un momento para cuchichear y charlar con alguna visita. Hoy, sin embargo, aunque muy corteses, los ratoncitos de campo parecían preocupados. Algunos escarbaban y hacían túneles; otros, reunidos en grupos, consultaban planos y estudios de pequeños apartamentos, de buen diseño y excelente situación cerca de los Almacenes. Algunos sacaban baúles polvorientos y canastos de ropa, otros tenían el equipaje a medio hacer; y por todas partes había fardos de trigo, avena, cebada, hayucos y nueces, listos para la mudanza.

-¡Mirad, pero si es la Ratita! -gritaron en cuanto la vieron-. ¿Por qué no nos echas una mano, Ratita, en vez de quedarte ahí parada?
-¿Pero a qué jugáis? -preguntó muy seria la Rata de Agua-. ¡Aún no es hora de pensar en los preparativos para el invierno!
-Ya lo sabemos -dijo un ratoncito de campo algo avergonzado-, pero siempre es mejor hacerlo con tiempo, ¿no te parece? Más nos vale sacar de aquí todos los muebles, equipaje y provisiones antes de que esas horribles máquinas empiecen a chirriar por el campo. Y además, ya sabes, hoy en día los mejores pisos desaparecen enseguida y, como llegues tarde, te tienes que aguantar con cualquier cosa; y necesitan tantos arreglos antes de que puedas vivir en ellos. Por supuesto que es demasiado pronto, pero sólo acabamos de empezar...
-¡Al diablo con vuestros preparativos! - dijo la Rata-. Hace un día precioso, ¿por qué no venís a dar una vuelta en barca, o un paseo por la orilla, o a merendar en el bosque?
-Muchas gracias, pero hoy no –contestó apresurado el ratoncito de campo- y mirase dónde pone los pies, no se haría más tiempo ...

La Rata, con un gruñido de desprecio, se dio la vuelta para marcharse, tropezó con una sombrerera y se cayó, haciendo comentarios irrespetuosos.

-Si la gente fuera más cuidadosa –dijo con frialdad un ratoncito de campo- y mirase dónde pone los pies, no se haría daño... y cuidarían más su vocabulario. ¡Cuidado con ese neceser, Rata! ¿Por qué no te sientas en algún sitio y te estás quieta? Dentro de un par de horas quizá tengamos un poco de tiempo libre para ocuparnos de ti.
-No tendréis ni un momento «libre», como decís, hasta después de las Navidades, ya lo veo - contestó malhumorada la Rata, mientras se alejaba.

Regresó algo abatida al río, a su fiel y constante viejo río, que nunca tenía que hacer las maletas, ni marcharse, ni mudarse de casa en invierno. En las mimbreras que bordeaban la orilla vio a una golondrina que descansaba. Pronto llegó otra, y luego una tercera. Y los pájaros, inquietos en su rama, hablaban en voz bajita de cosas muy serias.

-¿Pero ya?-dijo la Rata, acercándose a ellas-. ¿Por qué tanta prisa? ¡Qué tontería!
-Si aún no nos vamos, si es a eso a lo que te refieres -contestó la primera golondrina-. Sólo estamos haciendo planes y organizando las cosas. Ya sabes, discutimos la ruta que vamos a tomar este año, y dónde vamos, y todo. ¡Eso es lo más divertido!
-¿Divertido? -dijo la Rata-. La verdad, no os entiendo. Si os tenéis que marchar de un lugar tan hermoso, dejar a vuestros amigos que os echarán de menos, y los nidos tan cómodos que acabáis de haceros, ya sé que cuando llegue la hora os marcharéis con valentía, y haréis frente a los problemas e incomodidades del cambio, disimulando como podáis el hecho de que allí sois muy infelices. Pero no entiendo cómo os empeñáis en hablar del tema, ni siquiera en pensar en ello, hasta que no sea absolutamente necesario...
-No, tú no entiendes nada -dijo la segunda golondrina-. Primero sentimos una dulce inquietud dentro de nosotras; luego llegan uno a uno todos los recuerdos, como palomas mensajeras. Revolotean en nuestros sueños de noche, y vuelan con nosotras durante el día. Nos encanta comparar con nuestras compañeras cada detalle para asegurarnos de que todo es cierto, los perfumes, los sonidos y los nombres de lugares que olvidamos hace tiempo y que regresan para llamarnos.
-¿Por qué no os quedáis sólo este año? - sugirió ilusionada la Rata de Agua-. Haremos todo lo que podamos para que os sintáis cómodas. No os podéis imaginar lo bien que nos lo pasamos aquí mientras vosotras estáis lejos.
-Un año traté de «quedarme» -dijo la tercera golondrina-. Me había encariñado tanto con este lugar que, al llegar la hora, me quedé atrás y dejé que las otras se marcharan sin mí. Las primeras semanas todo iba muy bien. Pero después... ¡Ay qué largas se me hicieron las noches! ¡Qué días tan fríos, sin sol! ¡Y el aire tan helado, y ni un solo insecto para comer! No; era inútil. Me desanimé, y una fría noche de tormenta alcé el vuelo y me fui tierra adentro, por temor a los fuertes vientos del este. Cuando pasé por los desfiladeros de las montañas, estaba nevando con fuerza, y me costó mucho trabajo conseguirlo, ¡pero nunca olvidaré la sensación del sol, que me calentaba la espalda, mientras bajaba hacia los lagos tan azules y tranquilos, ni el sabor del primer insecto gordo! El pasado era como una pesadilla; el futuro eran unas felices vacaciones mientras avanzaba hacia el sur, semana a semana, sin prisas, y deteniéndome cuando me apetecía, pero siempre en pos de aquella llamada. No, aquello me sirvió de lección, y nunca más se me ocurrirá desobedecer.
-¡Ay, sí, la llamada del Sur, del Sur! - gorjearon las otras dos como en sueños- ¡Las canciones, los colores, el aire tibio! Os acordáis...

Y olvidándose de la Rata, se pusieron a comentar entusiasmadas sus recuerdos, mientras ella escuchaba fascinada, y el corazón le ardía. La Rata sabía que dentro de ella por fin vibraba también aquel acorde hasta entonces silencioso e insospechado. La charla de aquellos pajaritos tan arraigados al Sur tenía el poder de despertar en ella un sentimiento nuevo y descontrolado que la hacía vibrar de pies a cabeza. ¿Qué sensación despertaría en ella un corto y apasionado abrazo del verdadero sol del Sur, una ráfaga del auténtico olor? Cerró los ojos un momento y se dejó llevar por su imaginación, y cuando los abrió el río le pareció helado y metálico, y los campos grises y oscuros.
Entonces su leal corazón le reprochó aquella pequeña traición.

-¿Entonces por qué regresáis aquí? - preguntó molesta a las golondrinas-. ¿Qué es lo que os atrae en este triste y pequeño país?
-¿Es que crees que no sentimos también la otra llamada en su debido momento? –le preguntó la primera golondrina-. ¿La llamada de los verdes prados, de los húmedos huertos, de los tibios estanques poblados de insectos, de los ganados en los pastos, de la recolección del heno, de los edificios de las granjas apiñadas alrededor de la Casa de los Perfectos Aleros?
-¿Piensas que eres el único animal que ansiosamente anhela oír de nuevo las notas del cuclillo? -le preguntó la segunda golondrina.

Y la tercera añadió:

-Nosotras también, a su debido tiempo, echaremos de menos los nenúfares que flotan en la superficie de cualquier río inglés. Pero hoy todo ello nos parece pálido y débil y muy lejano. Ahora mismo nuestra sangre baila al ritmo de otra música.

Y empezaron otra vez a charlar entre ellas, y esta vez era la cháchara embriagadora que hablaba de mares violetas, de arenas leonadas y muros llenos de lagartijas. La Rata, inquieta, se alejó una vez más, y subió por la ladera norte del río, desde donde se podían ver los Montes que tapaban la vista hacia el sur..., aquél era su horizonte, sus Montañas de la Luna, su límite, y no le importaba lo que hubiese más allá. Pero hoy, mientras miraba hacia el sur, un nuevo deseo le pesaba en el corazón. El cielo claro sobre el largo perfil de los montes vibraba de promesas. Hoy, lo invisible tenía la máxima importancia, y lo desconocido era la única verdad de la vida. A este lado de los montes ya nada importaba, y al otro lado estaban los coloridos paisajes que su mente podía ver con tanta claridad. ¡Qué mares tan verdes y encrespados se extendían más allá! ¡Qué costas soleadas, con sus casitas blancas v sus bosques de olivos! ¡Qué puertos tan tranquilos, llenos de elegantes barcos con destino a islas de color púrpura de vinos y especias, islas de aguas tranquilas! Se levantó y regresó hacia el río. Luego cambió de rumbo y se dirigió hacia el camino polvoriento. Allí tumbada, casi enterrada en la densa y fresca maraña del seto que lo bordeaba, se puso a pensar en la carretera, y en el mundo maravilloso al que conducía; y en todos los caminantes que por allí habían pasado, y en las aventuras y fortunas que habrían buscado, o incluso que habían encontrado sin buscarlas... ¡allá, a lo lejos... a lo lejos...!

Llegó hasta sus oídos un sonido de pasos, y apareció un animal que parecía cansado. Pronto se dio cuenta de que era una Rata un tanto polvorienta. Al llegar junto a ella, la viajera le saludó con un ademán que tenía un cierto aire extranjero, vaciló un momento, y, sonriendo amablemente, fue a sentarse en la hierba junto a ella. Parecía cansada, y la Rata la dejó descansar sin hacerle preguntas, pues había entendido lo que en aquel momento pasaba por su mente. Conocía también el valor que los animales dan a veces al silencio compartido, cuando uno permite que los músculos se relajen y la mente deja pasar el tiempo.

La viajera era flaca, de rasgos afilados y con los hombros un poco encorvados. Tenía las patas largas y delgadas, pronunciadas arrugas alrededor de los ojos, y unos aritos de oro en sus bonitas orejas. Llevaba puesto un jersey de lana azul descolorido, igual que los pantalones, que estaban bastante sucios y llenos de remiendos, y sus escasas propiedades iban envueltas en un pañuelo de algodón azul. Cuando hubo descansado un buen rato, la viajera suspiró, husmeó el aire y miró a su alrededor.

-Aquel olorcito en la brisa cálida era trébol -comentó-, y lo que se oye detrás de nosotras son las vacas que pacen y resoplan suavemente entre bocado y bocado. A lo lejos se oyen los segadores, y más allá, junto al bosque, se levanta el humo azul de las casas.

El río no puede estar lejos, porque oigo el grito de una polla de agua. Y por tu tipo veo que eres marinero de agua dulce. Todo parece dormir, y sin embargo todo sigue su curso sin parar. ¡Llevas una buena vida, amigo, sin duda la mejor vida del mundo, siempre que seas bastante fuerte para ella!

-Sí, es la vida, la única vida que se puede vivir- contestó como en sueños la Rata de Agua, sin su característica convicción.
-Yo no dije eso -le contestó la forastera-, pero sin duda es la mejor. Lo sé porque la he probado. Y porque la he probado durante seis meses, y sé que es la mejor, aquí me tienes, hambrienta y con los pies doloridos, alejándome de ella, alejándome hacia el Sur, siguiendo la antigua llamada hacia la vida pasada, hacia mi vida, que no me dejará escapar.

«Así que ésta también...», pensó la Rata, y luego le preguntó:

-¿Y ahora de dónde vienes?

Apenas se atrevía a preguntarle hacia dónde iba; parecía conocer demasiado bien la respuesta.

-De una bonita granja -contestó la viajera-. Por allí arriba. -Y señaló hacia el Norte-. Pero no importa. Tenía todo lo que quería..., todo lo que podía esperar de la vida, y aún más. ¡Y aquí estoy! Contenta de estar aquí, sabes, muy contenta. Ya me quedan menos millas de carretera, menos horas para llegar al deseo de mi corazón.

Tenía los brillantes ojitos fijos en el horizonte, y parecía que buscaba un sonido desconocido tierra adentro, en aquellos lugares tan repletos de las músicas de los pastos y las granjas.

-Tú no eres una de las nuestras -dijo la Rata de Agua-, ni eres granjera; ni siquiera, por lo que veo, de este país.
-Exacto -contestó la forastera-. Soy una rata marinera, y vengo del puerto de Constantinopla, aunque en cierto modo también allí soy forastera. Has oído hablar de Constantinopla, ¿verdad, amiga? Una hermosa ciudad, antigua y gloriosa. También habrás oído hablar del Rey Sigurd de Noruega, y de cómo llegó hasta allí con sesenta navíos. Él y sus hombres subieron por las calles de la ciudad cubiertas en su honor con baldaquinos de oro y púrpura. El emperador y la emperatriz bajaron a celebrar un gran banquete a bordo de una de sus naves. Cuando Sigurd regresó a su país, muchos de sus hombres del Norte se quedaron atrás y se pusieron al servicio del emperador. Mi antepasado, no ruego de nacimiento, también se quedó atrás, en los barcos que Sigurd regaló al emperador. Desde siempre hemos sido marineros, y no es de extrañar. En cuanto a mí, me siento tan a gusto en la ciudad en que nací como en cualquier otro puerto de los que hay entre aquel lugar y el río de Londres. Me los conozco todos, y ellos me conocen a mí. Si me dejas en cualquiera de sus muelles o playas, me siento como en mi propia casa.
-Me supongo que viajarás mucho-dijo con interés la Rata de Agua-. Meses enteros sin ver tierra firme, con escasez de provisiones y el agua racionada, y tu espíritu en comunión con la inmensidad del océano, y todas esas cosas, ¿verdad?
-De eso, nada -contestó con franqueza la Rata de Mar-. Esa vida que describes no me gusta demasiado. Yo me dedico al comercio costero, y muy pocas veces pierdo de vista la tierra. A mí lo que me gusta son los buenos momentos pasados en puerto tanto como los días de navegación. ¡Oh, aquellos puertos sureños! ¡El olor, las luces nocturnas, el encanto que tienen!
-Bueno, me supongo que has elegido el mejor partido -dijo la Rata de Agua con un tono de duda en la voz-. Así que cuéntame algo de tu vida en los puertos, si te apetece. ¿Qué saca en limpio de todo ello un animal decidido cuando al fin de sus días tiene que regresar a casa y vivir del recuerdo, de hermosos hechos pasados? Porque tengo que confesarte que hoy mi vida me parece un tanto estrecha y limitada.
-Mi último viaje -empezó la Rata de Mar-, que me trajo a este país con grandes esperanzas de encontrar aquella granja tierra adentro, servirá de buen ejemplo, como resumen de una vida llena de colorido. Por supuesto y como de costumbre, todo empezó con problemas familiares. El temporal casero hizo que me embarcase a bordo de un navío mercante que partía de Constantinopla, por mares clásicos donde en cada ola palpita un recuerdo inmortal, hasta las Islas Griegas y el Levante. ¡Aquéllos fueron días dorados y fragantes noches! De puerto en puerto sin cesar, por todas partes viejos amigos..., dormíamos en algún templo fresco o aljibe en ruinas durante las horas más calurosas del día; y al caer la tarde, fiestas y canciones bajo las grandes estrellas en un cielo aterciopelado. Luego regresamos por la costa del Adriático con sus playas bañadas en una atmósfera ámbar, rosa y aguamarina. Nos detuvimos en amplias ensenadas, vagamos por ciudades antiguas y señoriales, hasta que una mañana, cuando el sol se levantaba majestuoso a nuestras espaldas, entramos en Venecia por un camino de oro. ¡Oh, Venecia es una hermosa ciudad, donde una rata puede pasear a sus anchas y disfrutar de todo! O cuando está cansada de caminar, se puede sentar de noche al borde del Gran Canal, y divertirse con amigos, mientras el aire se llena de música y el cielo de estrellas, y las luces centellean en las proas pulidas de las góndolas, y hay tantas, que podrías cruzar el canal de un lado al otro sin tocar el agua. Y la comida... ¿Te gusta el marisco? Bueno, dejemos el tema de momento.

Se quedó en silencio un buen rato; y la Rata de Agua, silenciosa y cautivada, flotaba por canales de ensueño y escuchaba el eco de una canción que repicaba entre los muros grises lamidos por las olas.

-Por fin partimos de nuevo hacia el Sur -continuó la Rata de Mar-, siguiendo la costa italiana, hasta que llegamos a Palermo, y allí me quedé una buena temporada. No me gusta quedarme demasiado tiempo en un mismo barco; uno se vuelve intolerante y lleno de prejuicios. Además, Sicilia es uno de mis lugares predilectos. Allí conozco a todo el mundo, y me encantan sus costumbres. Pasé unas semanas estupendas en la isla, en casa de unos amigos tierra adentro. Cuando me cansé de ello, aproveché de un barco que comerciaba entre Cerdeña y Córcega, y me alegró sentir de nuevo la fresca brisa marina en la cara.
-¿Pero no hace demasiado calor en... la bodega, me parece que se llama? –preguntó la Rata de Agua.

La Marinera la miró y, guiñándole el ojo, le dijo con sencillez:

-Yo soy perro viejo, y prefiero el camarote del capitán.
-¡Qué vida más dura! -murmuró la Rata pensativa.
-Lo es para la tripulación -contestó la Marinera muy seria, y por sus ojos pasó la sombra de otro guiño.
-En Córcega -continuó- me embarqué en un navío que llevaba vino a tierra firme. Llegamos a Alassio al anochecer, atracamos e izamos los barrilles de vino, y los descargamos atados los unos a los otros por una cuerda muy larga. Luego la tripulación sacó las barcas y empezó a remar hacia la costa, cantando a voz en pecho y arrastrando tras ella la larga procesión de barriles, como si fuera un kilómetro de marsopas. Tenían unos caballos esperando en la playa, que arrastraron los barriles calle arriba por el pueblecito con gran estrépito. Cuando guardaron el último barril, nos fuimos a descansar y a refrescarnos, y nos quedamos bebiendo hasta muy tarde con los amigos; a la mañana siguiente me fui a descansar por los olivares. Para entonces estaba un poco harta de islas, de puertos y barcos. Así que opté por una vida ociosa con los campesinos, descansando mientras ellos trabajaban, tumbada sobre una colina, y contemplando a lo lejos el azul Mediterráneo. Y así, poco a poco, a veces a pie y otras en barco, llegué hasta Marsella, donde me encontré con viejos camaradas, y juntos visitamos los grandes cruceros transoceánicos, y pasamos unos momentos inolvidables. ¡Y los mariscos! ¿Sabes? A veces sueño con los mariscos de Marsella, y me despierto llorando.
-Ahora que me acuerdo -dijo muy cortés la Rata de Agua-, me dijiste que tenías hambre. ¿Por qué no te quedas a comer conmigo? Mi agujero está a dos pasos. Es pasado mediodía, y quedas invitado a lo que haya.
-No sabes cuánto te lo agradezco -dijo la Rata de Mar-. Cuando me senté, tenía bastante hambre, y cada vez que, sin darme cuenta, hablaba de mariscos, se me hacía la boca agua. ¿Pero por qué no traes la comida aquí? No me gusta demasiado ir bajo tierra, a no ser que me obliguen; y así, mientras comemos, te puedo contar otras cosas de mis viajes, y de la buena vida que llevo, por lo menos, a mí me gusta, y por lo atenta que estás me parece que a ti también te atrae; mientras que, si vamos a casa, estoy casi segura de que me quedaré dormida.
-¡Qué buena ideal -dijo la Rata de Agua, y se fue corriendo a casa.

Sacó la cesta de la merienda, y preparó una comida sencilla. Como se acordó del origen y gustos de la forastera, metió en la cesta una barra de pan de un metro de largo, una salchicha con mucho ajo, el queso curado más sabroso que encontró y una garrafa de cuello largo cubierta de paja que contenía la luz del sol embotellada, cultivada en las lejanas vertientes del Sur.

Cargada con todo esto, regresó a toda prisa, y se ruborizó de placer cuando la vieja marinera alabó su buen gusto y juicio, y juntas abrieron la cesta y fueron extendiendo su contenido sobre la hierba al borde de la carretera.

Tan pronto como hubo calmado su hambre, la Rata de Mar prosiguió la historia de su último viaje, llevando a su sencilla oyente de puerto en puerto por España, Lisboa, Oporto y Burdeos, hasta los placenteros puertos de Cornualles y Devon, subiendo por el canal de la Mancha hasta llegar al muelle donde desembarcó, tras haber soportado tanto viento contrario, tanta tormenta y mal tiempo, y sintió los primeros indicios mágicos de otra Primavera. Estimulada por todo aquello, había emprendido una larga marcha tierra adentro, ansiosa de disfrutar la vida en una granja tranquila, muy lejos de las agotadoras sacudidas del mar.

Embelesada y temblando de emoción, la Rata de Agua siguió legua a legua a la Aventurera, por bahías tormentosas, por radas frecuentadas, cruzando las barras del puerto en marea alta, hasta llegar corriente arriba por ríos tortuosos que esconden atareados pueblecitos detrás de una curva inesperada. Y luego la dejó con un suspiro a las puertas de la granja gris, que no le interesaba en absoluto.

Para entonces habían acabado de comer y la Marinera había descansado y repuesto fuerzas. Tenía la voz más vibrante, y en los ojos le brillaba una luz como la de un faro lejano. Llenó su vaso con el rojo vino del Sur, se inclinó hacia la Rata de Agua y, mientras hablaba, la dejó hipnotizada. Aquellos ojos ran del color verdigris de los mares del Norte. En el vaso ardía un rubí que parecía el corazón mismo del Sur, y que latía para ella, que tenía el valor de responderle. Aquellas luces gemelas, el verde cambiante y el rojo vivo, dominaban a la Rata de Agua como un hechizo. El mundo exterior a aquellos rayos se alejaba y cesaba de existir. Y las palabras, las maravillosas palabras fluían, a veces convertidas en canción... Canción de los marineros dispuestos a echar el ancla, sonoro murmullo e los obenques bajo el viento desgarrador del nordeste, balada del pescador que recoge sus redes al anochecer frente a un cielo color albaricoque, acordes de guitarra y mandolina desde una góndola o un caique.

¿Quizá se volvía murmullo del viento, primero una queja, y poco a poco se convertía en un grito enojado, en desgarrador silbido, y acababa en un goteo musical del aire desde la vela hinchada por el viento? A la hechizada oyente le parecía oír todos aquellos sonidos, y con ellos la queja hambrienta de las gaviotas, el suave retumbar de las olas, el grito de la playa de guijarros. Luego volvió a escuchar el relato y la Rata siguió con emoción las aventuras por docenas de puertos, las peleas, las escapadas, las reuniones, las amistades, las valientes empresas; fue en busca de tesoros a islas desiertas, de pesca a lagos tranquilos y descansó días enteros en playas de arena blanca y tibia. Escuchó historias de pesca en altamar, de ricas y plateadas caladas con redes larguísimas; de peligros inesperados, de rompientes en noches sin luna, y de la alta proa del barco delineándose a través de la niebla; de la alegre vuelta a casa, cuando detrás del promontorio aparecen las luces del puerto; los grupos de gente en el muelle, los saludos joviales, el chapoteo de la maroma. La larga caminata por la empinada callecita, hasta el brillo acogedor de las ventanas con cortinas rojas.

Aún como en sueños, le pareció que la Aventurera se había levantado, pero seguía hablándole y la retenía con sus ojos del color gris del mar.

-Y ahora -le dijo suavemente- me vuelvo a poner en camino, rumbo al suroeste durante largos días; hasta que llegue al pueblecito gris y marinero que tan bien conozco, colgado en la escarpada ladera del puerto. Allí, a través de las puertas entreabiertas, puedes ver las escaleras de piedra salpicadas de matas rosa de valerianas que terminan en una mancha de agua azul. Las barquitas atadas a las argollas y puntales del viejo malecón están coloreadas como las barcas en las que paseabas cuando eras niña. El salmón salta en medio de la corriente, bancos de caballas pasan como relámpagos y juegan más allá de los confines del puerto, y los barcos pasan delante de las ventanas día y noche, hacia los amarraderos o hacia el mar abierto. Pronto o tarde llegan hasta allí barcos de todos los países del mundo. Y allí, cuando llegue la hora, el barco que habré elegido levará el ancla. No me daré ninguna prisa, y esperaré hasta que por fin llegue el barco que yo espero, balanceándose en medio de la corriente cargado de mercancía, con el bauprés apuntando hacia el puerto. Me deslizaré a bordo, en una barquita o por la maroma; hasta que una mañana me despertarán las canciones y los pasos de los marineros, el repiqueteo del cabrestante, el chirriar de la cadena del ancla que levan alegremente. Soltaremos el botalón de foque y el trinquete, y las casitas blancas del puerto se deslizarán lentamente ante nosotros mientras enfilamos hacia el mar, ¡y el viaje habrá empezado! Mientras el barco avanza hacia el promontorio se desplegarán las velas; y una vez fuera, no oiremos más que el sonoro golpear de los grandes mares verdes mientras ponemos rumbo al Sur. Y tú también vendrás, hermana, porque los días pasan y ya no vuelven, y el Sur aún te espera. ¡Acepta la Aventura, escucha la llamada, ahora, antes de que pase el momento irrevocable! ¡Sólo es cuestión de cerrar la puerta detrás de ti, dar un alegre paso adelante, y dejar atrás la vieja vida para comenzar una nueva! Luego, algún día, dentro de mucho tiempo, regresa a casa si quieres, cuando hayas bebido la copa y el juego haya acabado, y siéntate al borde de tu río tranquilo, en compañía de todos tus hermosos recuerdos. Me puedes incluso adelantar en este largo camino, porque tú eres joven, y yo ya me hago vieja, y voy más despacio. No llevo prisa y, cuando mire hacia atrás, sé que te veré venir, anhelante y feliz, con todo el Sur en el rostro.

La voz se fue alejando hasta que desapareció, como el suave zumbido de un insecto. Y la Rata de Agua, paralizada y con mirada fija, sólo vio una mancha distante en la blanca superficie de la carretera.

La Rata se levantó mecánicamente y empezó a empaquetarlo todo en la cesta, con cuidado y sin prisa. Luego se marchó a casa, reunió algunas cosas necesarias y tesoros especiales con los cuales estaba encariñada, y los metió en un saco; lo hizo todo con decisión, moviéndose por la habitación como una sonámbula, y escuchando con los labios entreabiertos. Se echó el saco al hombro, eligió cuidadosamente un grueso bastón para el viaje, y sin prisas, pero también sin vacilar, cruzaba el umbral de la puerta, cuando de repente apareció el Topo.

-¡Eh! ¿A dónde vas, Ratita? -preguntó el Topo muy sorprendido, agarrándola por el brazo.
-Voy hacia el Sur, con todos los demás - murmuró la Rata con una voz monótona y como en sueños, sin mirar al Topo-. ¡Hacia el mar, y luego en barco, hasta las costas que me llaman!

Intentó avanzar obstinada y sin prisas. Pero el Topo, inquieto, se plantó delante de ella y le miró a los ojos, y se dio cuenta de que estaban vidriosos, fijos y veteados de un gris incierto... ¡No eran los ojos de su amiga, sino los de otro animal! A duras penas consiguió arrastrarla, la tiró al suelo y la sujetó bien fuerte. Durante unos momentos la Rata luchó desesperadamente, pero de repente la abandonaron todas sus fuerzas, y se quedó tendida, inmóvil y agotada, con los ojos cerrados. Entonces el Topo la ayudó a levantarse y la sentó en un sillón, donde la Rata se derrumbó, encogida y temblorosa, y le dio un ataque histérico de sollozos sin lágrimas. El Topo cerró la puerta con llave, metió el saco en un cajón, y se sentó en la mesa junto a su amiga, a esperar en silencio hasta que se le pasara el extraño ataque. Poco a poco la Rata cayó en un inquieto sopor, interrumpido por sobresaltos y confusos murmullos de cosas extrañas, salvajes y desconocidas para el pobre Topo. Luego se sumió en un profundo sueño.

Muy preocupado, el Topo la dejó sola un rato para ocuparse de asuntos de la casa. Y ya anochecía cuando regresó al salón y encontró a la Rata donde la había dejado, muy despierta, pero abatida, silenciosa y desanimada. El Topo se fijó en sus ojos, y con alivio los encontró limpios y marrón oscuro como siempre; entonces se sentó e intentó animarla a que le contase todo lo que había sucedido. La pobre Ratita hizo cuanto pudo, poco a poco, para explicar las cosas; pero ¿cómo podía encontrar palabras para narrar lo que para ella había sido fundamentalmente sugestión? ¿Cómo explicar a otra persona la obsesionante voz del mar que había oído cantar, cómo repetir con la misma magia los miles recuerdos de la Marinera? Incluso ella encontraba difícil comprender, ahora que el hechizo estaba roto y todo había perdido su encanto, lo que hacía unas horas parecía único e inevitable. Así que no es de extrañar que le fuera imposible dar al Topo una idea clara de lo que le había sucedido aquel día. Pero el Topo comprendió una cosa: que el ataque había pasado, y su amiga había recobrado el juicio, aunque todavía estaba deprimida por la reacción. Sin embargo, parecía haber perdido todo interés por el momento en las cosas que constituían su vida cotidiana, así como las ganas de hacer planes para los días que iría la nueva estación.

Y así charlando, y con aparente indiferencia, el Topo empezó a hablar de la cosecha que se estaba recogiendo, de los carros llenos de trigo, y de los esforzados animales que tiraban de ellos, de los crecientes almiares, y de la luna llena, que se levantaba sobre los campos desnudos salpicados de gavillas. Habló de las manzanas coloradas que se veían por todas partes, de las nueces maduras, de las mermeladas y confituras y de la destilación de cordiales; hasta que, poco a poco, llegó a mediados del invierno, a sus gozos y alegrías, y a la vida hogareña, y se puso lírico. Poco a poco la Rata se fue incorporando y uniéndose a la charla. Sus ojos tristes se fueron animando, y no parecía tan deprimida. Entonces el diplomático Topo salió y volvió con un lápiz y unas cuartillas, que dejó en la mesa junto a su amiga.

-Hace mucho tiempo que no escribes ninguna poesía -comentó-. ¿Por qué no lo intentas esta noche, en vez de..., bueno, en vez de pensar tanto en ello? Me parece que te sentirás mucho mejor cuando hayas escrito algo..., aunque sólo sean unas líneas.

La Rata, cansada, alejó el papel; pero el discreto Topo aprovechó para salir de la habitación, y cuando al poco rato volvió para echar un vistazo, la Rata estaba absorta y sorda a lo que pasaba a su alrededor; a ratos escribía, y luego chupaba la punta del lápiz. Cierto era que chupaba bastante más de lo que escribía, pero el Topo se sintió contento al saber que por fin la cura había comenzado.

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