CAPÍTULO II
En un ruinoso edificio, vacío y gigantesco, que en su día había alojado a
miles, un solitario aparato de televisión pregonaba sus mercancías en un salón
deshabitado.
Esa ruina sin dueño había sido bien cuidada y mantenida antes de la Guerra
Mundial Terminal. Allí estaban antes los suburbios de San Francisco, a muy poco
tiempo por el monorriel rápido. Toda la península parloteaba como un árbol lleno
de pájaros, de vida, de quejas y opiniones; pero los cuidadosos propietarios habían
muerto ya o emigrado a un mundo colonia. Especialmente lo primero. Había sido
una guerra costosa a pesar de las valientes predicciones del Pentágono y de su
presumida criada científica, la Rand Corporation, que en efecto había tenido su
sede cerca de ese lugar. Como los propietarios de los edificios, la corporación se
había marchado, evidentemente para siempre. Nadie extrañaba su ausencia.
Además, nadie recordaba hoy por qué había estallado la guerra, ni quién —si alguien— había ganado. El polvo que había contaminado la mayor parte de la superficie del planeta no se había originado en ningún país particular, y nadie lo había previsto, ni siquiera el enemigo durante la guerra. Primero habían muerto — era extraño— los búhos. Eso había parecido entonces casi divertido: esas aves gruesas, plumosas, blancas, caídas en los parques y las calles...
Como no aparecían antes del crepúsculo, y así había ocurrido cuando vivían, los búhos pasaron inadvertidos. Del mismo modo se manifestaron las plagas medievales. Muchas ratas muertas. Sin embargo, esa plaga había descendido desde lo alto. Y después de los búhos, por supuesto, todas las demás aves; pero para ese momento el misterio ya había sido comprendido. Antes de la guerra había un pequeño programa de colonización; ahora que el sol había dejado de brillar sobre la Tierra, la colonización entraba en una nueva fase. Y en relación con ella, un arma de guerra se modificó: el Luchador Sintético por la Libertad. El robot humanoide —o, expresado con propiedad, el androide orgánico—, capaz de funcionar en un mundo extraño, se convirtió en la máquina esencial del programa de colonización. Según las leyes de la ONU todo emigrante debía recibir un androide civil a su elección; y en 1990 la variedad de androides civiles excedía todo lo imaginable, como había ocurrido con los coches americanos en la década de 1960.
Ese había sido el incentivo básico de la emigración. El androide era la zanahoria, y la lluvia radiactiva el látigo. La ONU hizo que emigrar fuera fácil, y difícil —cuando no imposible— quedarse. Permanecer en la Tierra significaba la posibilidad de ser clasificado en cualquier momento como biológicamente inaceptable, una amenaza contra la herencia prístina de la estirpe humana. Una vez calificado especial, un ciudadano quedaba, aunque aceptara la esterilización, al margen de la historia. Cesaba de pertenecer a la humanidad. Y sin embargo, aquí y allá había personas que se negaban a emigrar: eso constituía una irracionalidad sorprendente incluso para los propios interesados. Lógicamente, todos los normales tenían que haber emigrado ya. Quizás, a pesar de su deformación, la Tierra seguía siendo familiar e interesante. O quizá quienes permanecían imaginaban que la nube de polvo terminaría por caer. De todos modos, miles de personas se habían quedado, agrupadas en su mayoría en zonas urbanas donde podían verse físicamente, y animarse mutuamente con su presencia. Estos parecían relativamente cuerdos; pero además —una dudosa adición— había en los suburbios, virtualmente abandonados, seres ocasionales y peculiares.
Uno de ellos era John Isidore, que se afeitaba en el cuarto de baño mientras la televisión se quejaba en el living. Simplemente había vagabundeado hasta ahí en los días que siguieron a la guerra. En esa infortunada época nadie sabía, realmente, qué estaba haciendo. La gente desquiciada por la guerra, errante, se establecía primero en una región y luego en otra. En ese momento la lluvia de polvo era esporádica y variable; algunos estados se habían visto casi libres de ella, y otros habían quedado saturados. La población desplazada se movía con el polvo. La península, al sur de San Francisco, había estado inicialmente limpia de polvo; y mucha gente se había instalado allí. Cuando el polvo llegó, algunos murieron y otros se marcharon. J. R. Isidore se quedó.
El televisor gritaba: “ ¡Nuevamente, los días felices de los estados sureños antes de la Guerra Civil! Ya sea como un criado personal, o un campesino incansable, el robot humanoide hecho a su medida, diseñado SOLAMENTE PARA USTED Y PARA SUS EXCLUSIVAS NECESIDADES, se le entrega a su llegada absolutamente gratis y completamente equipado, de acuerdo con sus propias especificaciones formuladas antes de su partida. Este compañero leal, sin problemas, ha de constituir, en la mayor y más osada aventura humana de la historia moderna...” Y seguía.
Me pregunto si llegaré tarde al trabajo, pensaba Isidore mientras se afeitaba. No tenía reloj; generalmente dependía de las señales horarias de la televisión, pero hoy debía ser el Día de los Horizontes Espaciales, sin duda. La TV afirmaba que era el quinto (o el sexto) aniversario de la fundación de la Nueva América, el principal establecimiento de Estados Unidos en Marte. Y su aparato de televisión, roto en parte, sólo cogía el canal que había sido nacionalizado durante la guerra y era todavía nacional. Isidore estaba obligado a escuchar únicamente al gobierno de Washington con su programa de colonización.
—Oigamos ahora a la señora Maggie Klugman —sugirió el comentarista a John Isidore, que sólo deseaba saber la hora—La señora Klugman acaba de llegar a Marte, y se ha instalado en Nueva Nueva York donde contesta así a nuestras preguntas: Señora Klugman: ¿cuál es la principal diferencia entre su vida en la Tierra contaminada y su nueva vida aquí, en este mundo que da todas las posibilidades imaginables?
Después de una pausa, la voz seca y fatigada de una mujer de edad mediana respondió:
—Lo que más nos ha llamado la atención a nosotros tres, me parece, es la dignidad.
—¿La dignidad, señora Klugman?
—Sí —respondió la señora Klugman, de Nueva Nueva York, Marte—Es difícil de explicar, pero tener un criado de confianza en esta época tan turbulenta..., devuelve la seguridad.
—Y en la Tierra, señora Klugman, anteriormente, ¿no temía ser clasificada como... como especial? —Mi marido y yo nos moríamos de miedo. Y por supuesto, una vez que emigramos ese temor desapareció, afortunadamente para siempre.
John Isidore pensó con amargura: y también para mí, sin necesidad de emigrar. Era un especial desde el año anterior, y no sólo por sus genes afectados. No había logrado aprobar el test de facultades mentales mínimas, lo que hacía de él, según la expresión corriente, un cabeza de chorlito. Tres planetas lo menospreciaban, pero él sobrevivía a pesar de todo. Tenía un trabajo: conducía el camión de una empresa de reparación de animales de imitación, el Hospital de Animales Van Ness, cuyo jefe, el gótico y sombrío Hannibal Sloat, lo aceptaba como un ser humano, cosa que él apreciaba. Mors certa, vita incerta, solía decir el señor Sloat. Isidore, que había oído muchas veces la expresión, apenas tenía una oscura noción de su significado. Después de todo, si un cabeza de chorlito pudiera aprender latín dejaría de serlo. El señor Sloat reconoció la verdad de este aserto cuando lo escuchó. Y había cabezas de chorlito infinitamente más tontos que Isidore, incapaces de trabajar, recluidos en lugares que recibían el extraño nombre de Institutos de Oficios Especiales de América donde, como era habitual, se deslizaba de algún modo la palabra especial.
—Y su marido, señora Klugman, ¿se sentía seguro usando continuamente un costoso e incómodo protector genital a prueba de radiaciones?
—Mi marido —empezó la señora Klugman; pero en ese punto Isidore, que había terminado de afeitarse, entró en la habitación y apagó el televisor.
Un silencio que emanaba del suelo y de las paredes y parecía generado por una vasta usina lo golpeó con tremenda energía. Brotaba de la moqueta gris en jirones, de los utensilios total o parcialmente destrozados de la cocina, de las máquinas muertas que no habían funcionado en ningún momento desde que Isidore había llegado. Rezumaba de la inútil lámpara de pie del cuarto de estar, combinándose con el que descendía, vacío y sin palabras, del cielorraso manchado por las moscas. En realidad, surgía de todos los objetos que tenía a la vista, como si él —el silencio— se propusiera reemplazar todos los objetos tangibles. Por eso no solamente afectaba sus oídos sino también sus ojos: mientras contemplaba el aparato de televisión inerte sentía el silencio como algo visible y, a su modo, vivo. ¡Vivo! Con frecuencia había percibido antes la severidad de su cercanía: cuando llegaba, irrumpía sin delicadeza, evidentemente incapaz de esperar. El silencio del mundo no podía refrenar su codicia. Y menos ahora, cuando ya virtualmente había vencido.
Se preguntó entonces si las demás personas que se habían quedado experimentaban el vacío de la misma manera. O bien, esto podría deberse a su peculiar identidad biológica, una degeneración determinada por su inepto aparato sensorial. Vivía solo en ese ruinoso edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los demás, se derrumbaba de día en día en un deterioro entrópico creciente. Finalmente, todo lo que había en su interior se fundiría, sería idéntico e irreconocible, mero desecho amorfo, kippel apilado hasta el cielorraso de cada apartamento. Y después el edificio mismo perdería su forma y quedaría sepultado bajo el polvo ubicuo. En ese momento él, naturalmente, estaría muerto. Este era otro hecho que resultaba interesante prever mientras permanecía en esa lamentable habitación, a solas con el silencio mundial que imperaba omnipresente y sin pulmones.
Quizá fuera mejor encender de nuevo la televisión. Pero los anuncios, dirigidos a los normales que quedaban, lo asustaban. Le decían en una interminable procesión de maneras que él, un especial, era indeseable. No servía. No podía emigrar aunque lo deseara. Entonces, ¿para qué escucharlos?, se decía irritado. Al diablo con ellos y con su colonización... Espero que allá también haya una guerra —después de todo era teóricamente posible— y que todo termine como en la Tierra. Y que los emigrantes se conviertan en especiales.
Basta, pensó; me voy a trabajar. Buscó el picaporte para salir al pasillo a oscuras, y retrocedió al percibir la vacuidad del resto del edificio. Allí lo acechaba la fuerza que se empeñaba en penetrar en su casa. Dios mío, pensó. Y volvió a cerrar la puerta. No estaba preparado para enfrentarse a las resonantes escaleras que conducían al terrado desierto donde no tenía un animal. El eco de sus pasos, el eco de la nada. Es hora de empuñar las asas, se dijo. Y atravesó el living hasta la caja negra de empatía.
La encendió y surgió el suave olor habitual de los iones negativos; lo aspiró con avidez, reanimado. Luego el tubo de rayos catódicos brilló con una imagen débil de TV: se formó un dibujo de rasgos, colores y configuraciones aparentemente aleatorios que no se modificaba hasta que se empuñaban las asas gemelas. Respiró profundamente para tranquilizarse, y las cogió.
Apareció una imagen. Vio un famoso paisaje: la vieja cuesta oscura y desierta, con sus matas de hierbas secas, como hechas de huesos, que hurgaban oblicuamente un cielo sombrío y sin sol. Una sola figura, de aspecto más o menos humano, subía penosamente. Era un hombre anciano con ropas oscuras y sin formas, que parecían arrancadas del hostil vacío del cielo. El hombre, Wilbur Mercer, avanzaba con dificultad y John Isidore, aferrando las asas, iba experimentando poco a poco el desvanecimiento del mundo real donde se encontraba. Los destrozados muebles y paredes se esfumaron, dejó de percibirlos. Se halló en cambio, como siempre le ocurría, en aquel paisaje de sierra y cielo parduscos. Y dejó de ver al hombre anciano que subía la cuesta. Eran ahora sus propios pies los que resbalaban y buscaban apoyo entre las familiares piedras desprendidas. Sintió aquella antigua aspereza irregular debajo de sus pies; nuevamente sintió el olor acre del cielo, pero no el cielo de la Tierra sino el de un lugar extraño, distante aunque inmediatamente alcanzable merced a la caja de empatía.
Había llegado allí de un modo habitual y asombroso. La fusión física, acompañada por la identificación mental y espiritual con Wilbur Mercer, había vuelto a producirse. Como le estaría sucediendo a todo aquel que en ese momento estuviera aferrado a las asas, en la Tierra o en los planetas-colonia. Sintió a los demás, escuchó en su mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de sus pensamientos. Ellos y él se preocupaban sólo de una cosa: la fusión de sus mentes orientaba su atención hacia la cuesta, el ascenso, la necesidad de subir. Paso a paso la elevación continuaba, tan lentamente que era casi imperceptible. Pero real. Más alto, pensó mientras las piedras rodaban hacia abajo. Hoy estamos más arriba que ayer, y mañana... El, la imagen compuesta de Wilbur Mercer, miró hacia arriba. Era imposible ver el final. Estaba demasiado lejos. Pero llegaría.
Una piedra que le arrojaron le golpeó el brazo. Sintió dolor. Se volvió a medias y otra piedra le erró y pasó a su lado: dio contra el suelo y el sonido le sorprendió. Se preguntó quién sería, y trató de ver a su atormentador. Los viejos antagonistas aparecían en la periferia de su visión: ellos —o eso— lo perseguirían todo el camino hacia arriba hasta que en la cumbre...
Recordó la cumbre. La cuesta se nivelaba de repente, la ascensión terminaba y comenzaba la otra parte. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Las diversas experiencias se tornaban borrosas, así como el pasado y el futuro; lo que había sentido y lo que eventualmente sentiría se fundían de modo que solamente quedaba ese momento de inmovilidad y reposo en que se tocaba la herida causada en el brazo por la piedra. Dios mío, pensó, fatigado; ¿cómo es esto justo? ¿Por qué estoy aquí, solo, castigado por algo que ni siquiera puedo ver? Y luego, en su interior, el murmullo de los demás seres que participaban de la fusión rompió la impresión de soledad.
También tú participas, pensó. Sí, respondían las voces. Hemos sido heridos en el brazo izquierdo. Duele como el infierno. Está bien, se dijo. Será mejor empezar a moverse nuevamente. Avanzó, y todos los demás lo acompañaron de inmediato.
Una vez, recordó, había sido diferente. Antes de la maldición, en alguna parte de la vida anterior y más feliz. Ellos, sus padres adoptivos, Frank y Cora Mercer, lo habían encontrado a flote en una balsa inflable salvavidas, cerca de la costa de Nueva Inglaterra... ¿O había sido en México, cerca del puerto de Tampico? No recordaba las circunstancias. La infancia había sido maravillosa. Amaba todas las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz de traer de vuelta, tal como habían sido, animales muertos. Vivía rodeado dé bichos y conejos, dondequiera que fuese, en la Tierra o en un mundo colonia; pero hasta eso había olvidado. Recordaba a los asesinos, porque lo habían arrestado por anormal, por ser más especial que todos los demás especiales. Y debido a eso todo había cambiado.
Las leyes locales prohibían la facultad de invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero había continuado haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban. Y entonces, una anciana a la que jamás había visto ni oído, habló. Y sin el consentimiento de sus padres, ellos —los asesinos— bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radiactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo de huesos y cadáveres de donde había salido tras años de esfuerzo. El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido. Sólo quedaban fragmentos podridos, una cabeza sin ojos, parte de una mano. Por fin un ave que había ido a morir allí le dijo dónde estaba. Había caído en el mundo-tumba. No podría salir mientras los huesos dispersos a su alrededor no volvieran a ser criaturas vivientes: él estaba unido al metabolismo de otras vidas, y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran.
No sabía cuánto había durado esa parte del ciclo. Como en general nada ocurría, era imposible medirla. Pero finalmente los huesos se recubrieron de carne; en las cuencas vacías aparecieron ojos que podían ver, y las bocas y picos restaurados eran capaces de ladrar, cloquear, maullar. Quizás él lo había hecho, quizás el nódulo extrasensorial de su cerebro había vuelto a crecer. O tal vez no hubiese sido él; bien podía tratarse de un proceso natural. De cualquier modo, ya no se estaba hundiendo, sino que comenzaba a ascender con los demás. Hacía mucho que ya no los veía; ascendía, evidentemente, solo. Pero ellos estaban allí. Todavía lo acompañaban, los sentía dentro de sí.
Isidore retenía las dos asas, y sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas. De mala gana las soltó. Tenía que terminar, como siempre.
Además, le dolía y le sangraba el brazo donde la piedra lo había golpeado. Examinó la herida, y se dirigió, vacilante, al cuarto de baño para lavarse. No era la primera que recibida durante las fusiones con Mercer, y probablemente no sería la última. Algunas personas, sobre todo ancianas, habían muerto, casi siempre en la cumbre de la colina, cuando el tormento arreciaba en su rigor. Yo mismo no sé si podría volver a soportarlo, se dijo mientras se curaba. Podía venir un paro cardíaco. Sería mejor si viviera en la ciudad, reflexionó, donde cerca hubiera un médico con esas máquinas de chispas eléctricas. En un lugar aislado como ése era demasiado peligroso.
Pero sabía que correría el riesgo. Siempre lo había hecho antes. Como la mayoría de la gente, incluso ancianos físicamente frágiles.
Con un kleenex se secó el brazo.
Y oyó, lejana y tenuemente, la televisión.
Hay alguien más en esta casa, pensó muy excitado, incrédulo. No es mí TV, no la dejé encendida y sentiría la resonancia en el suelo... Es más abajo, en otro piso.
Ya no estoy solo aquí, comprendió. Otra persona ha ocupado un apartamento abandonado, bastante cerca para que pueda oír. Debe ser en el segundo o el tercer piso, no más abajo. Veamos, pensó rápidamente. ¿Qué se hace cuando llega un nuevo ocupante? Visitarlo, regalarle algo, ¿no es así? No podía recordar. Esto no le había ocurrido nunca allí, ni en ningún otro lugar. La gente se iba, emigraba, pero jamás venía nadie. Lleva algo, se dijo. Un vaso de agua, o mejor leche... Sí, leche, o harina, o quizás un huevo. O mejor dicho, sus correspondientes sustitutos.
Buscó en la nevera. El compresor había dejado de funcionar hacía mucho. Encontró un sospechoso paquete de margarina. Y con él partió hacia abajo, excitado, con el corazón sobresaltado. Tengo que mantener la calma, se decía. No tiene que saber que soy un cabeza de chorlito. Si llegara a saberlo no querrá hablarme. Siempre pasa así... ¿Por qué será?
Recorrió el pasillo deprisa.
Continúa la historia leyendo "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap III - Philip K. Dick"
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