Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

domingo, 17 de junio de 2012

El Príncipe Feliz - Oscar Wilde

Si algo siempre me llamó la atención de la vieja colección "Biblioteca Billiken", era su sentido de "adaptación". 
En la contratapa de "Cuentos de Oscar Wilde" (10a Ed. 1982) dice: 
"Figuran en este libro los más famosos cuentos de Oscar Wilde, adaptados a las exigencias educativas de Biblioteca Billiken. Tal adaptación no sería posible si los cuentos mismos en su forma original y en lo más mínimo de la inspiración de Oscar Wilde al escribirlos no fuesen ya, al mismo tiempo verdaderas joyas de fantasía, profundos hallazgos de delicadeza moral. Sólo algunos rasgos paradójicos que en mentes juveniles podrían producir efectos desconcertantes ocultándoles lo más valioso de la sensibilidad de Oscar Wilde, han sido atenuados, para dar en cambio todo el relieve necesario a lo más sustantivo, siempre dentro de un cuidadoso respeto al estilo y formas predilectas que singularizan al autor".
Me quedo sin palabras
"El príncipe feliz" es uno de los cuentos clásicos de Oscar Wilde que figura en dicha selección.
Ya en algún momento dedicaré unos minutos a buscar cuales son aquellos "rasgos paradójicos que en mentes juveniles podrían producir efectos desconcertantes" pero, como la versión adaptada "a las exigencias educativas de Biblioteca Billiken" es la versión con la que crecí y la que tengo a mano en este momento, ésa es la que publicaré a continuación.
Espero que les guste
:D



Se avecinaba el invierno, y todas las golondrinas se fueron hacia la primavera de otros climas, menos una que se quedó rezagada. Habíase hecho muy amiga de un gracioso junco, de los muchos que inclinaba la brisa en las orillas del río, y habría querido que la acompañase en su vuelo. Pero desgraciadamente los juncos, aunque muy amigos del aire, según se ve por las mil reverencias que hacen al soplo más ligero, están muy pegados a la tierra y no pueden viajar. ¡Qué contratiempo! Sintiéndolo mucho, la golondrina le hizo por última vez algunos agasajos con el pico y lo dejó cabeceando muy emocionado, mientras ella se disparaba como una flecha, remontando los grandes cielos del otoño.

Pero sus compañeras estaban lejísimo. Voló durante todo el día y al caer la noche se encontró en la ciudad. Zigzaueaba entre los aleros buscando un cobijo donde reposar hasta el amanecer, cuando llegó a una plazoleta y vio una hermosa estatua, toda cubierta de oro fino, con ojos de zafiro y un gran rubí en el puño de la espalda. Era la estatua del Príncipe Feliz. 

- Este sitio es bonito - dijo, lanzando un grito muy regocijado. Y fue a posarse sobre el airoso pedestal y justamente entre los pies del Príncipe. Aquel hueco dorado le pareció una espléndida mansión. Y muy ufana, como si el municipio sabiendo su llegada le hubiera preparado aquel suntuoso alojamiento, se dispuso a dormir. Pero al dar unas vueltas buscando la mejor manera de acomodarse, he aquí que una gruesa gota de agua cae sobre su cabeza.

- ¡Qué cosa más rara! - exclamó -. El cielo está completamente despejado, relucen las estrellas, y sin embargo llueve. este clima del norte de Europa no hay quien lo entienda.
Una nueva gota interrumpió su discurso. Parecía una burla. Entonces la golondrina se puso muy desdeñosa.

- Sí, sí, mucho oro y lo que ustedes gusten, mas hay goteras! ¡Me voy a otro cobijo más modesto, pero más práctico! ¡Abur!

Y se disponía a volar hacia una renegrida chimenea, pero antes que pudiera abrir las alas cayó una tercera gota.

Entonces la golondrina miró hacia arriba y vio algo inesperado que la llenó de piedad. Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que a la luz de la luna se veían correr sobre sus mejillas de oro.
- ¿Quién sois? - preguntó la golondrina.
 - Soy el Príncipe Feliz.
 - ¿El Príncipe Feliz? ¿Por qué lloráis, entonces, de tal modo?

- Mientras yo estaba vivo - dijo la estatua - no conocí las lágrimas, porque moraba en el Palacio de la Despreocupación, en el cual no se concede la entrada al dolor. Pasaba el día jugando en el jardín con mis compañeros, y por la noche hacíanse fiestas en las que yo bailaba. En torno del jardín erguíase una altísima muralla, y nunca me preocupó lo que pudiese haber detrás de ella ni podía imaginarlo, pues todo lo que me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz. Pero ahora que estoy muerto me han colocado sobre esta columna, ya sin vallas protectoras, y desde aquí puedo ver todas las fealdades y miserias de mi pobre ciudad. Antes mi corazón era de hombre y ahora es de plomo, y sin embargo es ahora cuando conozco el llanto de la ciudad.
- ¡Ah, no es de oro! - pensó la golondrina un poco perpleja, pues nunca había oído decir "corazón de plomo", sino "corazón de oro" cuando se trataba de un buen corazón.

- Allá abajo, en una pobre calleja, se ve todavía una ventana iluminada - dijo la estatua. Y a través de ella distingo a una mujer que trabaja afanosamente, sentada ante una mesa. Su cara está marchita y demacrada. Borda pasionarias en el vestido raso que en el próximo baile ha de lucir la más hermosas de las damas de honor de la reina. En un rincón, sobre un pequeño lecho, yace enfermo el hijito de la costurera. Tiene fiebre y pide naranjas, pero su madre llora porque no puede darle más que agua del río, y con los ojos empañados su trabajo se hace más difícil. ¿No querrías tú, Golondrina, llevarle el rubí que está en el puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal y no puedo moverme.
- Tengo prisa - dijo la golondrina-. Mis compañeras deben de estar ya volando sobre el Nilo. Pasan sobre los grandes lotos para ir a dormir al sepulcro del Gran Rey, donde el Gran Rey está en un cofre, embalsamado y seco como las hojas del otoño, inmóvil y muy seriecito desde hace no sé cuántos miles de años.

- ¡Pero esa madre está tan triste y el niño tiene tanta sed! - insistió el Príncipe -. ¿Por qué no te quedas conmigo una noche para ser mi mensajera?

- Estoy muy disgustada con los niños - dijo la golondrina -. ¡Ah, qué gente insoportable! Últimamente, cuando yo vivía a orillas del río, los hijos del molinero no cesaban de tirarme piedras. ¿Es que eso está bien? Claro que yo pertenezco a una familia muy célebre por su rapidez y agilidad en el vuelo, y nunca me alcanzaban. Pero las intenciones no podían ser peores.

El Príncipe Feliz se quedó callado, quizá buscando alguna excusa para aquellos niños. La golondrina lo miró, esperando la réplica; pero lo vio tan triste que renunció a la discusión, y se olvidó de su resentimiento con los hijos del molinero. Al fin y al cabo ella también se había divertido un poco luciendo su famosa agilidad en aquel juego peligroso.
- ¡Bien! No tiene importancia... Me quedaré contigo una noche; aunque la verdad, hace aquí mucho frío, y seré tu mensajera.

- Gracias, Golondrinita - respondió el Príncipe. 

Entonces la golondrina arrancó el gran rubí de la espada y voló sobre los tejados de la ciudad llevándolo en el pico.
Al pasar sobre la torre de la catedral vio unos ángeles muy quietos esculpidos en mármol blanco.

Volando sobre el palacio real oyó la música de baile y vio a una linda muchacha que se asomaba al balcón acompañada de su prometido.

- ¡Qué hermosas son las estrellas y qué poderosa la fuerza del amor! - decía él muy entusiasmado.

Pero ella no pensaba en las estrellas, sino en su vestido.
- No sé si mi vestido estará terminado para el baile oficial - decía -. Mandé bordar en él unas pasionarias, y aún no lo han acabado. ¡Son tan perezosas esas costureras!

Después pasó sobre el río, volando entre los faroles de los mástiles. Pasó sobre el Ghetto y vio a los viejos mercaderes desvelados haciendo sus cuentas.

Cuando al fin llegó a la pobre vivienda, el niño se agitaba febrilmente y la madre habíase quedado dormida del cansancio sobre su labor. Estaba la ventana abierta de par en par. Entró la golondrina y dejó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la costurera.
Después revoloteó alrededor del lecho, y el delicioso fresco de sus alas acarició el rostro del niño, que dejó de agitarse y se durmió apaciblemente.
La golondrina volvió con rapidez hacia la estatua del Príncipe Feliz y le dio cuenta de lo que había hecho. Después se metió de nuevo en su cobijo, a los pies del Príncipe, y empezó a reflexionar, con la cual se durmió rápidamente. Es curioso, siempre que se ponía a reflexionar le entraba un dulce sueño.
Al despuntar el alba despertó muy alegre, dispuesta ya a partir para Egipto. Pero antes quiso ver los monumentos. Estuvo también en el río y en el parque, sorprendiendo con su presencia inusitada a los gorriones y especialmente al profesor de Ornitología. Éste exclamó al verla:

- ¡Notable fenómeno! ¡Una golondrina en invierno! - Y escribió sobre el tema un complicado estudio que acrecentó su prestigio en la ciudad.

Al atardecer volvió hacia el Príncipe y le dijo:

- ¿Tienes algún encargo que hacerme para Egipto?

El príncipe calló. Después dijo:

- ¿No querrás quedarte otra noche conmigo? Allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Se afana en concluir una obra para el director del teatro, pero el frío y el hambre no le dejan trabajar.

- ¿Debo llevarle otro rubí? - preguntó la golondrina - un tanto conmovida.

- No tengo más rubíes - dijo el Príncipe -. pero mis ojos son unos zafiros extraordinarios traídos hace mil años de la India. Arráncame uno de ellos y llévaselo.

- ¡Amado Príncipe - gritó la golondrina llorando -, yo no puedo hacer eso!

Pero el Príncipe insistió:

- Has lo que te pido, Golondrina.

Entonces la golondrina arrancó el zafiro y voló hacia la buhardilla del estudiante. Por un agujero del techo entró en la habitación y volvió a salir. el joven estaba absorto, con la cabeza entre las manos, y no oyó el aleteo. Pero después, al disponerse a reanudar su tarea, descubrió el zafiro sobre la mesa y pensó muy emocionado y convencido:
- Todavía hay gente que estima a los poetas. Esto procede de algún rico admirador.

Y a pesar del frío y del hambre, no se dio prisa en ir por alimento y combustible, porque se le agolparon ideas asombrosas y ya no podía parar de escribirlas.

Al día siguiente la golondrina, volando sobre el puerto, vio las grandes naves que se disponían a partir, y su instinto viajero ya no podía contenerse. Algo sin embargo parecía retenerla y restar decisión a sus alas al acordarse del Príncipe. Pero al salir la luna voló hacia él y le dijo resueltamente:

- He venido para decirte adiós. Aquí pronto habrá nieve. Mis compañeras construyen ya sus nidos en el templo de Baaldek, bajo un cielo maravilloso. Amado Príncipe, tengo que dejarte, pero no te olvidaré nunca. Cuando vuelva en la primavera próxima traeré de allá un rubí y un zafiro magníficos para sustituir los que he tenido que arrancar por tu mandato.

- Golondrina, Golondrinita - exclamó el Príncipe -, ¿no podrías quedarte conmigo una noche más? Allá abajo en una plazuela hay una niña que vende siempre cajitas de fósforos. Pero ahora está llorando porque se le ha caído su humilde mercancía en mitad del arroyo. Las cajitas están manchadas y estropeadas. Su padre le pegará si no las vende y no lleva algún dinero a casa. La niña no tiene medias ni zapatos y, aunque hace mucho frío, va muy desabrigada y con la cabecita al descubierto. Quítame el otro ojo y llévaselo.

- Yo no puedo hacer eso - dijo la golondrina -. Te quedarás ciego del todo.

- Haz lo que te dije - rogó el Príncipe.

Entonces la golondrina arrancó el segundo zafiro y se fue con él en el pico. Se acercó a la pequeña vendedora y deslizó la joya en la palma de su mano.
- ¡Qué cristal más bonito! - exclamó la niña maravillada. Y corrió hacia su casa muy alegre.

Y la golondrina voló de nuevo hacia la estatua del Príncipe Feliz y le dijo:

- Ahora estás ciego. Me quedaré contigo para siempre.

- No, Golondrinita - dijo el Príncipe -. Tienes que ir a Egipto. Demasiado te hice esperar.

- Me quedaré contigo - insistió la golondrina. Y se durmió a los pies del Príncipe. 

Al día siguiente la golondrina voló por la ciudad y vio palacios en que se celebraban grandes festines, mientras los mendigos, rojos de frío y vestidos de harapos, esperaban algún mendrugo ante las puertas. Pasó por los barrios sombríos y vio los niños demacrados que miraban con tristeza indiferente las callejuelas negras. Bajo los arcos de un puente, dos niños juntaban todo lo posible para calentarse. Tenían hambre y no esperaban nada.

- No se puede estar echado ahí! - les gritó un guardia.

Y se alejaron bajo la llovizna.

La golondrina voló hacia el Príncipe y le contó lo que había visto.

- Estoy cubierto de hojas de oro fino - dijo el Príncipe-. Despréndelas una por una y dáselas a los pobres.

Así lo hizo la golondrina, y mientras el Príncipe se quedaba sin el esplendor del oro, las caras de los niños se hacían más alegres y sonrosadas. Se los veía reír y jugar por la calle, con un trozo de pan fresco en la mano.
Después llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos colorados y se deslizaban sobre sus patines.

La pobre golondrina tenía cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe. Picoteaba las migas a la puerta del panadero y procuraba calentarse batiendo las alas.

Al fin sintió que iba a morir. Sólo tuvo fuerzas para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.

- ¡Adiós, amado Príncipe! - murmuró.

- Haces bien en marcharte - dijo el Príncipe -. Has estado aquí demasiado tiempo. Me alegra mucho que al fin hayas decidido partir para Egipto.

- No voy a Egipto - dijo la golondrina -, sino a la morada de la Muerte, hermana del sueño.

Y besando al Príncipe en los labios, cayó muerta a sus pies. En ese momento un sonido extraño se oyó en el interior de la estatua, como si algo se hubiese quebrado. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en dos. 

A la mañana siguiente muy temprano hacía poquito de sol, y el alcalde paseaba por la plazoleta con los concejales de la ciudad. Hablaban animadamente de graves asuntos. Al pasar cerca de la estatua el alcalde se puso a contemplarla y dijo:

- ¡Qué desastrado está el Príncipe Feliz! El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos ni es dorado. Está horrible. Parece un pordiosero.

- ¡Sí, sí, un pordiosero! - repitieron a coro los concejales, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Éste observó todavía:

- Tiene a sus pies un pájaro muerto. Ciertamente habría que promulgar un bando que prohibiera a los pájaros morir en las estatuas.

El secretario del Ayuntamiento tomó nota.

Poco tiempo después la estatua del Príncipe fue derribada y transportada a un taller de fundición.
El alcalde reunió al concejo para decidir lo que haría con el metal.

- Yo propongo hacer otra estatua - dijo -. La mía, por ejemplo.

- O la mía.

- O la mía - fue diciendo cada uno de los concejales.

Empezó una gran disputa, y no llegaron a un acuerdo.

Entretanto los obreros estaban fundiendo la estatua.

- ¡Qué cosa más rara! - dijo el oficial primero de la fundición -. Este corazón de plomo no quiere fundirse. Habrá que tirarlo.

Y lo arrojaron a un montó de cosas inútiles.

Entonces Dios dijo a uno de sus ángeles:

- Tráeme las dos cosas más preciosas de aquella ciudad.

Y el ángel vino y le llevó el corazón de plomo y la golondrina muerta.

- Has elegido bien - dijo el Señor -. En los jardines del Paraíso este pajarito cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.





PD: Finalmente, busqué la versión original del cuento para ver las diferencias con la adaptación de Billiken. En el link http://www.cuentosparachicos.com/BIL/cuentosclasicos/HappyPrince1.htm aparece la versión bilingüe del mismo. Son algunos diálogos y sutilezas que no cambian en sí el mensaje de la historia, pero resulta interesante la comparación. 
Dejé aquí, por tanto, la adaptación de Billiken a la que únicamente agregué del cuento original, las oraciones "En ese momento un sonido extraño se oyó en el interior de la estatua, como si algo se hubiese quebrado. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en dos", ya que el corazón roto del príncipe aparecía recién al momento de querer fundirlo y, a mi parecer no quedaba claro el relato por no haber sido mencionado con anterioridad.

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