En Navidad del 2010, mi viejo me regaló "Cuentos de Liliana
Heker", una recopilación de todos los cuentos publicados a la fecha por
una escritora argentina que ninguno de los dos conocía, pero que
aparentaba disfrutar de cierto renombre.
Abrí el libro con curiosidad para dar una mirada rápida. El prólogo llamó de inmediato mi atención:
"Escribí mi primer cuento sólo por amor propio. Un viernes a la noche, un desconocido de los que caían a las reuniones de El grillo de papel en el café de los Angelitos leyó de prepo un texto mío y, sin que yo le hubiese pedido opinión, me dijo: -Sí, está bien, pero no es un cuento. En un cuento la gente fuma, tiene tos, usa sombrero-. Quedé fulminada: la adolescencia me venía otorgando un aura de protección en las reuniones del Grillo y, además, yo nunca había pretendido que ese texto fuera un cuento. Supe que la única solución para no quedar maltrecha sería demostrarme a mí misma que, si quería, podía escribir un cuento”.
Sonreí.
Aquel primer cuento que escribió Liliana Heker se llama Los Juegos, y es un hermoso relato en el cual la imaginación de una niña le juega una mala pasada. Fue publicado cuando ella tenía tan solo diecisiete años.
A veces me da una risa. Porque ellos no se pueden imaginar las cosas y entonces tratan de explicar todo: se ve que no pueden vivir sin explicar. Cada tanto yo pienso que les tendría que contar la verdad, ya estoy lista, parece que voy a empezar, pero entonces ellos dicen: ¿Por qué no jugás con la muñeca?, ¿es que ya no te gusta más? Y a mí claro que me gusta. Y cómo jugamos, si ellos supieran. Ayer nos perdimos en el bosque, uno que está cerca de la casa en que a veces se nos da por vivir; yo tenía unas trenzas largas y negras, iba descalza porque se me habían perdido los zapatos y estaba muerta de miedo. Pero en secreto sabía que después íbamos a encontrar una casita con labradores y con chicos llenos de aventuras y con panes calientes y olorosos. Y quería tener más miedo así después me sentía más aliviada.
Pero no pude llorar en los brazos de la mujer ni reírme con los hijos, ni llenarme la boca con pan dorado porque vino mamá y me dijo: ¿Por qué estás siempre sin hacer nada? Entonces yo saqué la muñeca de la caja y me puse a darle la mamadera. Y mamá me dijo: ¿Viste cómo te podés entretener si querés?
A la tarde me llevó a la casa de Silvia para que juegue con ella y no esté tan sola. A Silvia le gusta jugar a las visitas: dice las cosas que dicen las mamás cuando van de visita; las señoras grandes la miran, se ríen y dicen qué pícara. A Silvia le gustaría ser grande para decir todas esas cosas en serio y me dijo que yo era una tonta porque nunca me había pintado los labios y que mi vestido era viejo y feo y que su papá le va a comprar una bicicleta porque es más rico que el mío. Y a mí me subió una cosa grande y rara que se me quedó en la garganta y empecé a llorar fuerte como cuando me aprieto un dedo en la puerta. Entonces mamá me llevó a casa y me dijo que yo era una llorona y que no sabía jugar como las demás nenas y que tengo que contestarle a Silvia cuando me hace rabiar porque sino todos se van a reír de mí. Y yo me puse a llorar más fuerte y ya no pude parar.
Pero a la noche cuando estaba en la cama le contesté a Silvia: le dije todas las cosas que se me habían apretado en la garganta y que por eso no le pude decir antes. Me hubieran oído entonces. Le dije que si no me pintaba los labios no era porque le tuviera miedo a nadie, era porque no me gustaba porque es pegajoso y tiene feo olor. Y que yo tenía vestidos mil veces más lindos que ése y que me los ponía todos juntos si quería porque yo podía hacer lo que me da la gana y nadie me iba a decir nada pero que a mí qué me importaba ponérmelos: total, para ir a su casa. Y que a mí me van a comprar un caballo que corra más rápido que un tren cuando cumpla siete años. Entonces ella me quiso decir algo pero yo no la dejé y le dije que además la tonta era ella que todavía leía nada más que cuentos de hadas mientras que yo ya leí un montón de libros largos y de muchas páginas. Ella se moría de rabia pero yo le dije que era una estúpida porque decía que los chicos son unos brutos que no saben jugar y eso era mentira porque juegan mucho mejor que nosotras y si a ella no le gustaba era porque era de manteca. Silvia quiso tirarme del pelo pero entonces yo la agarré y le pegué tan fuerte que se tuvo que escapar corriendo. Y se puso a llorar. Lloraba tan fuerte que al final vinieron todas las señoras grandes a ver. Todas. Y se enteraron de que yo le había pegado a Silvia porque había sido mala conmigo. Y mamá me dijo: No hay que pegar a las nenas, es muy feo. Y Silvia seguía llora que te llora.
Y todo pasó tan en serio que cuando terminó yo estaba llorando en la cama. Pero no lloraba porque estaba triste. Lloraba como si yo fuera Silvia y me diese mucha rabia que una chica a la que creía tonta me hubiera hecho pasar tanta vergüenza delante de todo el mundo.
Aquel primer cuento que escribió Liliana Heker se llama Los Juegos, y es un hermoso relato en el cual la imaginación de una niña le juega una mala pasada. Fue publicado cuando ella tenía tan solo diecisiete años.
Los Juegos
A veces me da una risa. Porque ellos no se pueden imaginar las cosas y entonces tratan de explicar todo: se ve que no pueden vivir sin explicar. Cada tanto yo pienso que les tendría que contar la verdad, ya estoy lista, parece que voy a empezar, pero entonces ellos dicen: ¿Por qué no jugás con la muñeca?, ¿es que ya no te gusta más? Y a mí claro que me gusta. Y cómo jugamos, si ellos supieran. Ayer nos perdimos en el bosque, uno que está cerca de la casa en que a veces se nos da por vivir; yo tenía unas trenzas largas y negras, iba descalza porque se me habían perdido los zapatos y estaba muerta de miedo. Pero en secreto sabía que después íbamos a encontrar una casita con labradores y con chicos llenos de aventuras y con panes calientes y olorosos. Y quería tener más miedo así después me sentía más aliviada.
Pero no pude llorar en los brazos de la mujer ni reírme con los hijos, ni llenarme la boca con pan dorado porque vino mamá y me dijo: ¿Por qué estás siempre sin hacer nada? Entonces yo saqué la muñeca de la caja y me puse a darle la mamadera. Y mamá me dijo: ¿Viste cómo te podés entretener si querés?
A la tarde me llevó a la casa de Silvia para que juegue con ella y no esté tan sola. A Silvia le gusta jugar a las visitas: dice las cosas que dicen las mamás cuando van de visita; las señoras grandes la miran, se ríen y dicen qué pícara. A Silvia le gustaría ser grande para decir todas esas cosas en serio y me dijo que yo era una tonta porque nunca me había pintado los labios y que mi vestido era viejo y feo y que su papá le va a comprar una bicicleta porque es más rico que el mío. Y a mí me subió una cosa grande y rara que se me quedó en la garganta y empecé a llorar fuerte como cuando me aprieto un dedo en la puerta. Entonces mamá me llevó a casa y me dijo que yo era una llorona y que no sabía jugar como las demás nenas y que tengo que contestarle a Silvia cuando me hace rabiar porque sino todos se van a reír de mí. Y yo me puse a llorar más fuerte y ya no pude parar.
Pero a la noche cuando estaba en la cama le contesté a Silvia: le dije todas las cosas que se me habían apretado en la garganta y que por eso no le pude decir antes. Me hubieran oído entonces. Le dije que si no me pintaba los labios no era porque le tuviera miedo a nadie, era porque no me gustaba porque es pegajoso y tiene feo olor. Y que yo tenía vestidos mil veces más lindos que ése y que me los ponía todos juntos si quería porque yo podía hacer lo que me da la gana y nadie me iba a decir nada pero que a mí qué me importaba ponérmelos: total, para ir a su casa. Y que a mí me van a comprar un caballo que corra más rápido que un tren cuando cumpla siete años. Entonces ella me quiso decir algo pero yo no la dejé y le dije que además la tonta era ella que todavía leía nada más que cuentos de hadas mientras que yo ya leí un montón de libros largos y de muchas páginas. Ella se moría de rabia pero yo le dije que era una estúpida porque decía que los chicos son unos brutos que no saben jugar y eso era mentira porque juegan mucho mejor que nosotras y si a ella no le gustaba era porque era de manteca. Silvia quiso tirarme del pelo pero entonces yo la agarré y le pegué tan fuerte que se tuvo que escapar corriendo. Y se puso a llorar. Lloraba tan fuerte que al final vinieron todas las señoras grandes a ver. Todas. Y se enteraron de que yo le había pegado a Silvia porque había sido mala conmigo. Y mamá me dijo: No hay que pegar a las nenas, es muy feo. Y Silvia seguía llora que te llora.
Y todo pasó tan en serio que cuando terminó yo estaba llorando en la cama. Pero no lloraba porque estaba triste. Lloraba como si yo fuera Silvia y me diese mucha rabia que una chica a la que creía tonta me hubiera hecho pasar tanta vergüenza delante de todo el mundo.
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