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lunes, 25 de junio de 2012

Lo que dicen las flores - George Sand

Descubrí a George Sand - quien en realidad era mujer, y además baronesa aunque firmara con seudónimo masculino - gracias a G. Flaubert. Siempre me fascinó "Madame Bovary" por lo que no dudé en comprar "Galaxia Flaubert" cuando lo vi medio escondido en un rincón de una librería. El libro recopila varios cuentos de escritores franceses contemporáneos a aquel escritor, por ejemplo, Charles Baudelaire, Guy de Maupassant, y Emile Zola entre otros cuantos.
"Lo que dicen las flores" de George Sand figura en esa colección y logró sacarme más de una sonrisa. Si no me equivoco, fue publicado en 1873 junto con otros cuentos de la misma autora, bajo el nombre "Cuentos de una abuela".



Lo que dicen las flores 

 George Sand

De niña, querida Aurora, me atormentaba mucho no entender lo que las flores se decían entre ellas. Mi profesor de botánica me aseguraba que nada decían; acaso porque era sordo o porque quería ocultarme la verdad, me juraba que las flores no decían absolutamente nada.

Yo sabía que no era así. Las oía balbucear confusamente sobre todo bajo el rocío de la noche, pero hablaban demasiado bajo para que pudiese captar sus palabras; y además, como eran desconfiadas, cada vez que yo pasaba cerca de las plantaciones del jardín o por la senda del prado, se alertaban con una especie de "psitt" que corría de una a otra. Era como si dijesen a lo largo del cantero: "Cuidado, ¡hagamos silencio! Aquí está la niña curiosa que nos espía".

Me obstiné. Aprendí a caminar tan suavemente, sin rozar la menor brizna de hierba, que ellas ya no me escuchaban y así logré arrimarme muy cerca, muy cerca; entonces, agachándome bajo las sombras de los árboles para que no viesen mi sombra, pude oír al fin lo que decían.

Hacía falta prestar mucha atención. Sus voces eran tan pequeñas, tan dulces y tan agudas que se las llevaba la menor brisa; que el rumor de las mariposas y las orugas las tapaban por completo.

Ignoro en que idioma hablaban. No era francés, tampoco latín que por entonces me enseñaban; sin embargo, yo entendía. Sentía, incluso, que comprendía mejor esas palabras que todas las que hubiese oído hasta entonces.

Una noche, me tendí en el suelo y no me perdí nada de lo que decían, allí muy cerca, en un rincón resguardado. Como todo el mundo hablaba en el jardín, debía resignarme a no descubrir más de un secreto por vez. de modo que permanecí sin moverme y le oí decir a una de las amapolas:

- Señoras y señores, es tiempo de terminar con las simplificaciones. Todas las plantas son igualmente nobles; nuestra familia no es menos que ninguna otra, y, aunque acepto el reinado de la rosa, declaro que estoy harta y que no le concedo a nadie el derecho de creerse de mejor cuna y con más títulos que yo.

A esto las margaritas respondieron a coro que la oradora amapola tenía razón. Y una de ellas, la más grande y la más fuerte, pidió la palabra y dijo:

- Nunca he podido entender los grandes aires que se dan las rosas. ¿En que sentido, me pregunto, una rosa es más bonita y está mejor hecha que yo? La naturaleza y el arte supieron ponerse de acuerdo para multiplicar el número de nuestros pétalos y el brillo de nuestros colores. Nosotras somos más ricas, ya que la más bella de las rosas no supera los doscientos pétalos, mientras que nosotras llegamos a poseer hasta quinientos. En cuanto a los colores, tenemos el violeta y el azul casi puro, que la rosa jamás tendrá.

- Yo, dijo otra flor -, yo, la princesa Delfinia, tengo el azul del firmamento en mi corola, y mis numerosas parientas poseen la gama completa del rosa. La supuesta reina de las flores tiene, por tanto, mucho que envidiarnos. y con respecto a su afamado perfume...

- No me hable de eso, por favor - interrumpió airadamente la amapola -. Las habladurías acerca del perfume me ponen los nervios de punta. Al fin y al cabo, ¿Qué es el perfume? Una convención establecida entre los jardineros y las mariposas. Personalmente, pienso que las rosas hieden y que soy yo quien huele bien.

- Nosotras no olemos - dijo la margarita -, y ello es prueba suficiente, según creo, de nuestros modales y nuestro buen gusto. Los olores son indiscreciones o jactancias. Una planta que se precie no debería anunciarse con emanaciones. Su belleza debería ser suficiente.

- No comparto su opinión - exclamó una inmensa adormidera que olía muy fuerte-. Los olores denotan personalidad y salud.

Unas risas sepultaron la voz de la inmensa adormidera. Los claveles se agarraban las costillas y las resedas desfallecían. Pero, en lugar de enfadarse, la adormidera volvió a criticar la fisonomía y el color de la rosa, que no estaba allí para defenderse; todos los rosales acababan de ser podados y los brotes no eran más que unos pequeños botones que apretaban sus lenguas verdes. Un pensamiento criticó con amargura a las flores dobles y estas, que eran mayoría en el macizo, alzaron su protesta. Pero había tantos celos contra la rosa, que todos se reconciliaron y se unieron para denigrarla. El pensamiento tuvo su rato de éxito cuando comparó a la rosa con un repollo y añadió que prefería a este último a causa de su tamaño y su utilidad. Lo que estaba oyendo me exasperó tanto que, de pronto, les grité en su idioma, al tiempo que daba una fuerte patada contra el suelo:

- Cállense. No dicen más que tonterías. Yo que imaginaba oír de ustedes maravillas poéticas, ¡cómo me decepcionan con sus riñas, sus vanidades y sus miserables envidias!

Reinaba un silencio profundo. Me alejé.

- Veamos - me dije - si las plantas salvajes son más sensatas que estas parlanchinas que, al recibir de nosotros su belleza, parecen haber copiado nuestros prejuicios y nuestros defectos.

Me deslicé bajo la sombra del frondoso seto y marché hacia la pradera; deseaba saber si las espíreas, llamadas "reinas del prado", eran tan orgullosas y envidiosas. Pero me detuve ante un rosal silvestre cuyas flores hablaban al unísono.

- Averigüemos - me dije - si la rosa silvestre denigra a la rosa de cien hojas o si desprecia a la rosa pompón.

Debo decir que, en tiempos de mi infancia, aún no se habían creado todas las variedades de rosas que los expertos jardineros lograron producir mediante injertos e inseminaciones. La naturaleza no era más pobre a causa de ello. Nuestros arbustos estaban repletos de mil variedades en estado salvaje: la "canina", así llamada porque se la creía un remedio para la mordedura de perro rabioso; la rosa canela, la mosqueta, la "rubiginosa" u oxidada, que es una de las más bonitas; la rosa pimpinella, la "tormentosa" o algodonosa, la rosa alpina, etc. Asimismo, en los jardines, contábamos con maravillosas especies casi perdidas en la actualidad: una matizada en rojo y blanco que no reunía muchos pétalos pero que exhibía una corona de estambres de intenso color amarillo, olía a bergamota y era tan rústica que no le temía ni a la sequía del verano ni a la rudeza del invierno. La rosa pompón, en su formato grande o en el pequeño, se ha vuelto un ejemplar raro; la pequeña rosa de mayo, la más precoz y quizá la más perfumada de todas, no se consigue hoy en el mercado; la rosa de Damasco o de Provins, que supimos cultivar, hoy sólo se encuentra en la región central de Francia; y, por último, la rosa de cien hojas o, mejor dicho, de cien pétalos, cuya patria es desconocida y se atribuye por lo general a la cultura.

Aquella rosa "centifolia" era entonces para mí, como para todo el mundo, el ideal de la rosa, y yo no estaba persuadida, a diferencia de mi maestro, de que ella fuese un monstruo fruto de la ciencia de los jardineros. Mis poetas favoritos afirmaban que esa rosa era, desde la antigüedad, arquetipo de la belleza y del perfume. Con seguridad ellos no conocían nuestras rosas té que no huelen a rosa, ni todas las atractivas variantes que, hoy en día, han alterado la esencia de la rosa.

Por entonces yo estudiaba botánica. Había desarrollado mi olfato y pensaba que el aroma era una de las características fundamentales de una planta; mi profesor, aficionado al tabaco, no estaba de acuerdo con ese criterio de clasificación. Era incapaz de oler más allá del tabaco y cuando husmeaba alguna planta solía ponerse a estornudar.

Presté atención a lo que decían las rosas silvestres por encima de mi cabeza, puesto que, desde las primeras palabras que alcancé a oír, supe que hablaban de los orígenes de las rosas.

- Quédate aquí, dulce Céfiro - decían -, somos floridas. Las bellas rosas del jardín duermen aún dentro de sus botones verdes. Nosotras somos frescas y risueñas, ¿lo ves?, y si nos meces un poco, derramaremos unos perfumes tan suaves como los de nuestra ilustre reina.

El dios viento respondió:

- Silencio, ustedes no son más que hijas del Norte. No me molesta que charlemos un rato, pero no les permito el orgullo de compararse con la reina de las flores.

- Querido Céfiro, nosotras la respetamos, la adoramos - respondieron las rosas silvestres - y sabemos cuán celosas están las restantes flores del jardín. Dicen que ella no es más bonita que nosotras, que es la hija del escaramujo y que su belleza se debe a los injertos hechos por los hombres. Nosotras somos ignorantes y no sabemos qué responder. Dinos tú, que llevas más tiempo que nosotras en la tierra y conoces el origen de la rosa.

- Les contaré, ya que se trata también de mi propia historia.

Y Céfiro habló:

- En los tiempos en que los seres y las cosas del universo hablaban aún la lengua de los dioses, yo era el primogénito del rey de las tormentas. Mis alas negras rozaban los dos extremos de los más anchos horizontes, mi inmensa cabellera se mezclaba con las nubes. Mi aspecto era temerario y sublime, tenía el poder de agrupar las nubes del crepúsculo y de extenderlas, como un velo impenetrable, entre la tierra y el sol.

"Reiné durante mucho tiempo, con mi padre y con mis hermanos, en este planeta infecundo. Nuestra misión era destruir y sembrar caos. Mis hermanos y yo, enfurecidos contra aquel miserable y pequeño mundo, no debíamos permitir que apareciese la vida sobre esta escoria informe que hoy llamamos la tierra de los vivos. Yo era el más robusto y el más furioso de todos. Cuando mi padre, el rey, estaba cansado, se recostaba sobre las nubes y delegaba en mí la tarea de proseguir la implacable destrucción. pero, en el seno de esa tierra, aún inerte, se agitaba un alma, una poderosa divinidad, que deseaba cobrar vida y que, resquebrajando las montañas, colmando los mares, amontonando el polvo, se puso un día a surgir de todas partes. Redoblamos nuestros esfuerzos pero no hicimos otra cosa que incentivar la eclosión de una multitud de seres que por su pequeñez escaparon o por su debilidad resistieron: humildes y flexibles plantas, delgados moluscos flotantes, ocuparon la corteza terrestre todavía tibia. la vida nacía y aparecía sin cesar, bajo formas novedosas, como si el paciente genio de la creación hubiera resuelto adaptar los órganos de todos los seres al tormentoso ambiente que nosotros queríamos crear.

"Pronto empezamos a cansarnos de esta resistencia, pasiva en apariencia y tenaz en realidad. Si destruíamos raíces enteras, otras aparecían enseguida. Estábamos agotados y furiosos. Nos retiramos a la cima de las nubes para deliberar y pedirle consejo y renovado estímulo a nuestro padre. 

"Mientras él nos daba nuevas órdenes, la tierra, libre de nuestra iracundia, se cubrió de innumerables plantas, a las que hordas de animales, ingeniosamente hechos de mil formas, acudieron en pos de abrigo y de alimentos, desde las inmensas selvas hasta los flancos de fuertes montañas, e incluso desde las aguas puras de los lagos.

"- Vaya - dijo mi padre, el rey de las tormentas -, la tierra se ha vestido como una novia que ha de casarse con el sol. Entre ambos, formen una inmensa nube, resoplen y que su aliento voltee los árboles del bosque, aplane los montes y enloquezca los mares. No regresen aquí mientas quede un solo ser vivo, una sola planta de pie en aquella maldita tierra.

"Nos dispersamos a sembrar la muerte en ambos hemisferios y yo, como un águila que rasgase el telón de las nubes, caí sobre las antiguas comarcas del extremo oriente, allí donde las profundas depresiones de la altiplanicie asiática, internándose en el mar bajo un cielo de fuego, crean aún en medio de una intensa humedad, plantas gigantes y animales temibles. Repuesto de mi cansancio, me sentía imbuido de una fuerza inconmensurable, orgulloso de sembrar caos y muerte. Con un ala barrí toda una comarca; con un soplido derribé todo un bosque, y sentía una ciega alegría, la de ser más poderoso que las fuerzas de la naturaleza.

"De repente, un perfume me atravesó y, sorprendido por esta sensación tan nueva, me detuve para ver su procedencia. Entonces vi por vez primera a un ser que había aparecido en la tierra durante mi ausencia; una criatura fresca, delicada, imperceptible: ¡la rosa!

"Me precipité para aplastarla. Ella se plegó y, recostada sobre el césped, pudo decirme:

"- ¡Ten piedad! Soy tan hermosa y tan dulce... Siente mi aroma, me perdonarás.

"Aspiré y una embriaguez repentina aplacó mi furor. Me recosté yo también en el césped y dormí a su lado.

"Cuando desperté, la rosa se había incorporado y se balanceaba débilmente, mecida por mi aliento.

"- Seamos amigos - me dijo. no me dejes. Cuando pliegas tus temibles alas, te encuentro bello y te amo. Erres, sin dudas, el rey del bosque. Tu aliento, cuando se calma, es un canto delicioso. Quédate o llévame contigo, así podré ver el sol y las nubes más de cerca.

"Puse la rosa en el medio de mi pecho y salí volando con ella. Pero pronto me pareció que se marchitaba; al languidecer, era incapaz de hablar; sin embargo su perfume continuaba hechizándome, y, por temor a aniquilarla, yo volaba con suavidad, acariciando la cima de los árboles, evitando el menor choque. Así, con suma precaución, remonté vuelo hasta el palacio de nubes sombrías donde me esperaba mi padre. 

"- ¿Qué haces aquí? - me dijo -, ¿Por qué dejaste en pie esa selva de la India, que puedo ver desde aquí? Regresa de inmediato allá.

"- Sí - contesté, mostrándole la rosa -, pero antes deja que te entregue este tesoro que anhelo salvar.

"-¡Salvar! - rugió encolerizado -. ¿Así que quieres salvar algo?

"Y me arrancó la rosa, que desapareció esparciendo en el aire algunos pétalos marchitos.

"Me arrojé para salvar al menos un vestigio; pero el rey, irritado e implacable, me sujetó, me puso boca abajo, apoyó mi pecho sobre sus rodillas y, con gran violencia, me arrancó las alas, cuyas plumas revolotearon en compañía de los pétalos de rosa.

"- Miserable - me dijo-, has conocido la piedad, ¡ya no eres más mi hijo! Vé a buscar en la tierra el funesto espíritu de la vida, que me desafía; veremos si esto te sirve de algo puesto que ahora, gracias a mí, ya no eres nada.

"Y tras arrojarme a los abismos, me olvidó para siempre.

"Rodé hasta un claro y me desvanecí junto a la rosa, más risueña y más perfumada que nunca.

"- Explícame este prodigio. Te creía muerta y lloraba por tu ausencia. ¿Tienes el donde de renacer después de morir?

"- Si - respondió -, como todas las criaturas fecundadas por el espíritu de la vida. Mira esos botones que me rodean. Esta noche habré perdido el brillo y me pondré a trabajar en mi renacimiento, mientras mis hermanas te seducirán y te embriagarán con su perfume. Quédate con nosotros. ¿Acaso eres nuestro amigo?

"Me humillaba tanto mi decadencia que con mis lágrimas regué esta tierra a la que ahora me sentía unido para siempre. El espíritu de la vida se emocionó al verme llorar. Se apareció bajo el aspecto de un ángel radiante y me dijo:

"- Has conocido la piedad, sentiste misericordia por la rosa, ahora yo quiero tener piedad de ti. Tu padre es poderoso, pero yo lo soy aún más ya que él puede destruir, en cambio yo puedo crear.

"Mientras me hablaba, el ser luminoso me tocó y mi cuerpo adoptó la forma de un hermoso niño, con un semblante parecido al de la rosa. Unas alas de mariposa brotaron en mi espalda y me puse a revolotear fascinado.

"- Quédate con las flores, al abrigo de los árboles que te ocultarán y te protegerán. Más tarde, cuando yo haya vencido la ira de los elementos, podrás recorrer la tierra, donde serás bendecido por los hombres y loado por los poetas. En cuanto a ti, bella rosa que supiste derrotar al odio con la belleza, te otorgo un título que en siglos futuros nadie se atreverá a quitarte. Te proclamo reina de las flores; tu reinado será divino y tendrá un único recurso: el encanto.

"Desde aquel día, viví en paz con el cielo y apreciado por los hombres, los animales y las plantas. Mis orígenes, libres y divinos, me permiten escoger dónde vivir pero amo demasiado esta tierra para abandonarla y mi primer y eterno amor me retiene aquí. Sí, mis queridas, soy el amante fiel de la rosa y, por tanto, su hermano y su amigo.

- En tal caso - gritaron las rosas silvestres - haznos bailar y hagamos juntos el elogio de nuestra reina, la rosa de cien hojas de Oriente.

Céfiro agitó sus alas y sobre mi cabeza empezó una danza desenfrenada, acompañada de roces de ramas y de choques de hojas, a modo de timbales y de castañuelas: algunas rosas, enloquecidas, llegaron a desgarrar sus ropas de baile y a sembrar de pétalos mis cabellos pero no prestaron mayor atención y no dejaron de danzar y cantar.

- ¡Qué viva la bella rosa cuya dulzura doblegó al hijo de las tormentas! ¡Qué viva el buen Céfiro, amigo de las flores!

Cuando le conté a mi preceptor lo oído, declaró que yo estaba enferma y que urgía darme un purgante. Pero mi abuela me salvó diciéndole:

- Lo compadezco si nunca oyó lo que dicen las rosas. Yo extraño los tiempos en que podía oírlas. Es un don de la niñez.¡Tenga cuidado y no confunda, señor, dones con enfermedades!.





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