Edgar Allan Poe es considerado por muchos el maestro del cuento
corto de suspenso o de terror. Sus escritos inspiraron e influenciaron a
muchos escritores - entre los Argentinos encontramos a J. Cortázar - y
lo continúan haciendo en la actualidad.
La película "The raven",
estrenada hace días aquí en Neuquén, está basada, o más bien, hace
referencia, a algunos de sus relatos y poemas más conocidos como "El cuervo", "El pozo y el péndulo", "El corazón delator" entre otros.
"El gato negro",
historia que les traigo hoy, es un cuento de suspenso u horror
psicológico, si se quiere, y a pesar de haber sido publicado en 1843, continúa inquietando a más de uno...
¿Cuál es la edad ideal para comenzar a leer a Poe? ¡Sin duda la tortuosa adolescencia! (A mi parecer, mayores de 15 años)
:D
No
espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que
me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos
rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto
no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi
propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y,
por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí
han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que baroques.
Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis
fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y
mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos
naturales.
Desde la infancia me destaqué por la
docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón
era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me
permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del
tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los
acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a
la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y
sagaz, no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la
intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y
abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel
que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de
que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los
animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un
hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este
último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro
y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer,
que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la
antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas
metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón
- tal era el nombre del gato - se había convertido en mi favorito y mi
camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en
casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra
amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al
confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por
culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más
melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos.
Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron
igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que
llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente
consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con
los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos
por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se
agravaba - pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol? -, y
finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo
enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una
noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de
mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi
presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió
ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y
ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de
golpe de mi cuerpo; una maldad más diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo
y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo
mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la
razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los
vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el
remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y
ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los
excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El
gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde
faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía
sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es
de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi
antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía
de un animal que alguna vez había querido tanto. Pero ese sentimiento no
tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no
tiene en cuenta a este espíritu; y sin embargo, tan seguro estoy de que
mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias
indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en
que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía
cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que
constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu se
de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el
insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de
violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó
a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a
la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo
por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras
las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque
sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que
comprometería mi alma hasta llevarla - si ello fuese posible - más allá
del alcance de mi infinita misericordia del Dios más misericordioso y
más terrible.
La noche de aquel mismo día en que
cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!". Las
cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, su
sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron
y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No
incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto
entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena
de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente
del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se
habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se
apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo
de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una
densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas
parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las
palabras "¡Extraño!¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad.
Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un
bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al
descubrir esta aparición - ya que no podía considerarla otra cosa - me
sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego
en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a
la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había
invadido inmediatamente el jardín: alguien debió cortar la soga y tirar
al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, había tratado
de despertarme de esa forma. probablemente la caída de las paredes
comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién
aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien
en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre
el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi
imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del
gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que
se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la
pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera
ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias,
me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro
posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el
principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado
mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la
mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y
absolutamente igual a éste salvo por un detalle: Plutón no tenía el
menor pelo blanco en el cuerpo, mientras que este gato mostraba una
vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al
sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se
frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa,
pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De
inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el
animal no era suyo y que jamás lo había visto antes no sabía nada de él.
Continué
acariciando al gato, y cuando me disponía a volver a casa, el animal
pareció dispuesto a acompañarme. le permití que lo hiciera, deteniéndome
una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi
mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una
antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que
había anticipado, pero - sin que pueda decir cómo ni por qué - su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del
odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el
recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante
algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerle víctima de cualquier
violencia; pero gradualmente - muy gradualmente - llegué a mirarlo con
inexplicable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como
si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda,
contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de
haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto.
Esta circunstancia fue precisamente la que le hizo más grato a mi mujer,
quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos
humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente
de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del
gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía
mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo la silla o saltaba a
mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se
metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus
largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho.
En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobretodo - quiero
confesarlo ahora mismo - por un espantoso temor al animal.
Aquel
temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me
sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de
reconocer - si, aún en esta celda de criminales - me siento casi
avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me
inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que
sería dado concebir. Más una de las más vez mi mujer me había llamado la
atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y
que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo
había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me
había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de
manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por
rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de
rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al
nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba,
digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del PATÍBULO!
¡oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y
de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia
era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a
imagen y semejante de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de
la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un
instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos
sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso - pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme - apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo
el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me
quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi
intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi
pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente
víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que
me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea
doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza
nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada
escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles
temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe
que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero
la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su
intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le
hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis
pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué,
al punto y con toda sangre fría, a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía
que era imposible sacarlo de la casa, tanto de día como de noche, sin
correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos
cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego, se me ocurrió cavar una tumba en el piso del
sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio
o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y
llamar a un mozo del cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin,
di con lo que pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver
en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban a su víctimas.
El sótano se adaptaba bien a
este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban
recién revocados con mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera
no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la
saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada
de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy
fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el
agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos.
Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de
colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en
esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma
original. Después de procurarme argamasa, arena, y cerda, preparé un
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el
nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo
estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en
torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en
vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la
bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a
matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino
habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado
por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura
trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez
desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente, sí,
pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron
el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más
respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa
para siempre! ¡ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema
felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se
practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho
responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente,
no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al
cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido
de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud.
Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron
hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron
al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me
paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el
pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi
corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía de deseos de
decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar
doblemente mi inocencia.
- Caballeros - dije, por fin,
cuando el grupo subía la escalera - me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea
de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... - En mi
frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba
cuenta de mis palabras - Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y
entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con
el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de
la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Qué
Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había
cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la
tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante a un
sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en
un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido,
un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en
su agonía de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar
de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaléandome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de
hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena
de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El
cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de
pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca
abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible
bestia cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora
me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
No hay comentarios:
Publicar un comentario