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sábado, 4 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap III - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap II - Peter S. Beagle"



CAPÍTULO III

Schmendrick regresó poco antes del amanecer, deslizándose entre las jaulas tan silenciosamente como el agua. Sólo la harpía hizo algo de ruido cuando se aproximó.

—No me pude escabullir antes —dijo a la unicornio—. La vieja le ordenó a Rukh que me vigilara, y casi no duerme. Pero le propuse una adivinanza y siempre le cuesta una noche entera solucionarla. La próxima vez le contaré un chiste y estará ocupado una semana.

La unicornio se veía seria y preocupada.
—Estoy embrujada —dijo—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Pensé que lo sabías —respondió el mago despacio—. Después de todo, ¿no te preguntaste cómo pudo reconocerte toda esa gente? —Sonrió y pareció más viejo—. No, por supuesto que no. Nunca te preguntaste cosas como ésas.
—Es que nunca estuve bajo el influjo de un hechizo. —Suspiró larga y profundamente—. No ha existido ni un mundo en el que no fuera conocida.
—Sé exactamente cómo te sientes —dijo Schmendrick con vehemencia. La unicornio escudriñó sus ojos oscuros e insondables, hasta que el mago sonrió nerviosamente y se miró las manos—. Muy pocos son los hombres a quienes toman por lo que son. Hay muchos juicios erróneos en el mundo. Supe que eras una unicornio en cuanto te vi, y ahora sé que soy tu amigo. Si me tomas por un payaso, un ignorante o un traidor, es lo que debo ser si me ves así. La magia que te domina no es más que magia y desaparecerá tan pronto seas libre, pero tu juicio erróneo sobre mí quizá permanezca siempre en tus ojos. No siempre somos lo que parecemos, y casi nunca somos lo que soñamos. Recuerdo haber leído o escuchado en una canción que los unicornios, cuando el tiempo era joven, podían distinguir la diferencia «entre los dos... el brillo falso y el auténtico, la sonrisa de los labios y la tristeza del corazón». 

Alzó su voz serena a medida que el cielo se hacía más claro y, por un momento, la unicornio dejó de oír el quejido de los barrotes y el suave movimiento de las alas de la harpía.

—Creo que eres mi amigo —dijo—. ¿Me ayudarás?
—O tú o nadie —respondió el mago—. Eres mi última oportunidad.
Una a una, las tristes bestias del Carnaval de la Medianoche se fueron despertando entre gemidos, estornudos y temblores. Una había estado soñando en rocas, sabandijas y hojas tiernas; otra, en andar saltando entre la alta y cálida hierba; una tercera, en barro y sangre. Y había una que había soñado en una mano que aplastaba el lugar solitario entre sus orejas. Sólo la harpía no había dormido y continuaba sentada, mirando al sol sin parpadear.
—Si es la primera en conseguir la libertad —dijo Schmendrick— estamos perdidos. 

Oyeron la voz de Rukh cerca, aunque esa voz siempre parecía sonar cerca, llamando al mago. 


— ¡Schmendrick! ¡Eh, Schmendrick, ya lo tengo! Es una cafetera, ¿verdad?
El interpelado empezó a alejarse lentamente.
—Esta noche —murmuró—. Dame hasta el amanecer.  

Desapareció en un abrir y cerrar de ojos y, como antes, dio la sensación de que dejaba una parte de él detrás suyo. Rukh irrumpió junto a la jaula un momento después, sin resuello. Oculta en su carreta negra, Mamá Fortuna tarareaba la canción de Elli: 

Aquí es allí, arriba es abajo;
todo debe ser interrumpido.
Conocer la verdad es arduo trabajo.
Lo que se ha ido se ha ido. 

No tardó en formarse un nuevo grupo de espectadores para presenciar el espectáculo. Rukh les llamó, gritando «Criaturas de la noche» como un loro metálico, y Schmendrick se subió a una caja para ofrecer algunos trucos. La unicornio le contempló con gran interés y creciente incertidumbre, provocada más por su destreza que por su sinceridad. Convirtió una oreja de cerda en una cerda entera; transformó un sermón en una piedra, un vaso de agua en un charquito de agua, un cinco de espadas en un doce de espadas y un conejo en un pez de colores que se ahogaba.
Cada vez que cometía una equivocación miraba rápidamente a la unicornio, como diciendo «bueno, tú ya sabes lo que en realidad hice». En una ocasión transformó una rosa en una semilla. A la unicornio le gustó el truco, a pesar de que resultó ser una semilla de rábano.

El espectáculo dio comienzo de nuevo. Una vez más, Rukh condujo a la multitud de jaula en jaula, mostrando las penosas invenciones de Mamá Fortuna. El dragón escupió llamas, Cerbero clamó al infierno para que viniera en su ayuda, el sátiro tentó a las mujeres hasta hacerlas llorar. Los espectadores bizquearon y señalaron con dedos temblorosos los colmillos amarillentos y el robusto aguijón de la mantícora; se petrificaron en presencia de la Serpiente de la Tierra Media y no regatearon alabanzas a la nueva telaraña de Aracne, que era como la red de un pescador iluminada por la Luna. Todos la tomaron por una auténtica telaraña, pero sólo la araña creía firmemente que la había tejido con la luz de la luna. 

Esta vez, Rukh no contó la historia del rey Pineo y los Argonautas; de hecho, apresuró el paso ante la jaula de la harpía, limitándose a farfullar su nombre y el significado. La harpía sonrió. Nadie reparó en su sonrisa, excepto la unicornio, que deseó al instante haber estado mirando hacia otra parte.

Cuando se pararon frente a su jaula, observándola silenciosamente, la amargura se apoderó de la unicornio. 

Sus ojos son tan tristes —pensó—. ¿Cuánto más tristes serían si se disolviera el conjuro que me disfraza y se encontraran frente a un vulgar potro blanco? La bruja tiene razón: nadie me reconocería. 

Pero una suave voz, muy parecida a la de Schmendrick el Mago, susurró en su interior: «Pero sus ojos son tan tristes...». 

Y cuando Rukh aulló: «Cuidado con el Final», y las cortinas negras se apartaron para mostrar a Elli, hablando entre dientes en el corazón de las heladas tinieblas, la unicornio sintió el mismo temor e impotencia de envejecer que puso alas en los pies de la multitud, a pesar de saber que la jaula sólo albergaba a Mamá Fortuna. Pensó que la bruja sabía más que lo que ella sabía que sabía.

La noche llegó pronto, tal vez porque la harpía la apresuró. El sol se hundió entre sucias nubes como una piedra en el agua, con idénticas posibilidades de volver a surgir, y no hubo luna ni estrellas. Mamá Fortuna realizó su habitual inspección de las jaulas. La harpía no se movió cuando estuvo cerca, de modo que la vieja se detuvo y la examinó durante largo rato.

—Todavía no, todavía no —murmuró, pero su voz sonó fatigada y dubitativa. Echó una ojeada a la unicornio y sus ojos brillaron como una explosión amarilla en la espesa oscuridad—. Bien, un día más. 

Sus ojos parecían despedir chispas. Dio media vuelta y se alejó. Después de su marcha, el Carnaval quedó sumido en el silencio. Todas las bestias dormían, excepto la araña, que tejía, y la harpía, que aguardaba. La noche crujía, como sometida a una presión insoportable, hasta que la unicornio pensó que se rompería en dos mitades, abriendo una grieta en el cielo y revelando... más barrotes.

¿Dónde estaría el mago?
Por fin llegó, cruzando el silencio a toda prisa, dando vueltas y bailando como un gato sobre el hielo, trastabillando en las sombras. Cuando estuvo frente a la jaula hizo una alegre reverencia y dijo orgullosamente: 

—Schmendrick está contigo.

En la jaula vecina se escuchó el afilado estremecimiento del bronce.

—Creo que tenemos muy poco tiempo —dijo la unicornio—. ¿De veras puedes liberarme?
El hombre alto sonrió y hasta sus pálidos y solemnes dedos parecieron alegrarse.

—Ya te dije que la bruja había cometido tres graves errores. Capturarte fue el último y encerrar a la harpía el segundo, pues ambos sois reales y Mamá Fortuna no puede en modo alguno reteneros, al igual que no puede prolongar el invierno un día más. Pero suponer que yo soy un saltimbanqui como ella..., ésa fue su primera y fatal locura. Porque yo también soy real. Soy Schmendrick el Mago, el último de los grandes iniciados, y soy mucho más viejo de lo que parezco.
—¿Dónde está el otro? —preguntó la unicornio.
—No te preocupes por Rukh —repuso Schmendrick mientras se subía las mangas—. Le he planteado un acertijo que no tiene solución. Quizá no se mueva nunca más. 


Pronunció tres enigmáticas palabras y chasqueó los dedos. La jaula desapareció. La unicornio se encontró de repente en una arboleda en la que crecían naranjos y limoneros, perales y granados, almendros y acacias. Pisaba una suave tierra henchida de primavera y sobre su cabeza se abría un cielo inmenso. Su corazón se tornó ligero como el humo y reunió toda la energía de su cuerpo para dar un gran salto en la dulce noche, pero, en última instancia, retuvo su impulso porque sabía, aun sin verlas, que las rejas todavía seguían allí. Era demasiado vieja para ignorarlo. 

—Lo siento —dijo Schmendrick desde algún punto en las tinieblas—. Me hubiera gustado que este conjuro te liberase.

Empezó a cantar con voz fría y queda, y los extraños árboles se desvanecieron como semillas de diente de león. 

— Éste es un conjuro más seguro —afirmó—. Los barrotes son ahora frágiles como el queso viejo; los desmenuzaré y los esparciré, ¡así! 

Movió y agitó sus manos. De los dedos brotó sangre. 

—Creo que me equivoqué en el tono. —Ocultó las manos bajo la capa y habló más bajo —. Ocurre a veces. 

Una cascada de frases altisonantes y las ensangrentadas manos de Schmendrick aleteando contra el cielo constituyeron el segundo intento. Algo gris que enseñaba los dientes en su boca abierta, algo parecido a un oso, pero más grande que un oso, algo que reía sombríamente surgió de algún lugar remoto, algo capaz de romper la jaula como una nuez y de arrancar la piel de la unicornio a tiras con sus garras. Schmendrick le ordenó regresar a la noche, pero no lo hizo. 

La unicornio se refugió en un rincón y bajó la cabeza, pero la harpía se agitó en su jaula con el horrible ruido habitual y la forma gris volvió lo que debía de ser su cabeza en aquella dirección y la vio. Lanzó un opaco y pequeño grito de terror y desapareció. El mago maldijo y se estremeció.

— Lo convoqué una vez, hace mucho tiempo. Tampoco lo pude dominar. Ahora le debemos nuestras vidas a la harpía y nos las puede exigir antes de que salga el sol.— Permaneció en silencio, retorciéndose los dedos heridos, a la espera de que la unicornio hablara—. Lo intentaré otra vez. ¿Puedo hacerlo? 

La unicornio accedió, a pesar de que aún podía ver el crepitar de la noche en el lugar que había ocupado la cosa gris. 

Schmendrick respiró hondamente, escupió tres veces y pronunció unas palabras que sonaron como campanas bajo el mar. Espolvoreó un puñado de polvo sobre los esputos y sonrió con aire de triunfo cuando se produjo una breve y silenciosa humareda verdosa. Cuando el resplandor se disipó, pronunció tres palabras más.

Sonaron como el ruido que harían las abejas al zumbar sobre la luna. 

La jaula empezó a disminuir de tamaño. La unicornio no veía moverse las rejas, pero cada vez que Schmendrick decía: «¡Ah, no!», tenía menos espacio, hasta que ya no pudo ni darse la vuelta. Las barras se contraían, inapelables como la marea o el amanecer, como si fueran a hundirse en su carne y rodear su corazón, que aprisionarían para siempre. No había gritado cuando la criatura convocada por
Schmendrick llegó hasta ella con las fauces abiertas, pero ahora se le escapó un sonido, humilde y desesperado, aunque no resignado. 

Schmendrick detuvo los barrotes sin que la unicornio supiera cómo. Si había pronunciado palabras mágicas no las oyó, pero la jaula dejó de encogerse un instante antes de que las rejas tocaran su cuerpo. Aun así le fue fácil sentirlas, cada una como un soplo de viento helado, maullando de ansiedad. Pero no llegaron a alcanzarla. 

El mago dejó caer sus manos a los lados.

—No me atrevo a continuar —musitó—. La próxima vez quizá no sería capaz de... —Su voz se apagó y en sus ojos se impuso la misma derrota que en sus manos—. La bruja no se equivocó conmigo.
—Prueba otra vez —dijo la unicornio—. Eres mi amigo. Prueba otra vez.

Pero Schmendrick, sonriendo amargamente, hurgaba en sus bolsillos en busca de algo que tintineaba.

—Sabía que llegaría a esto. Imaginé que sería diferente, pero lo sabía.
—Extrajo un aro del que pendían varias llaves oxidadas—. Mereces los servicios de un gran mago, pero me temo que deberás contentarte con las artimañas de un ratero de segunda mano. Los unicornios no sabéis nada de adversidades, vergüenza, duda o deber, pero los mortales, como habrás advertido, se agarran a lo que pueden. Y Rukh sólo se puede concentrar en una cosa a la vez.

La unicornio comprendió de repente que todos los animales del Carnaval estaban despiertos, en silencio, con las miradas concentradas en ella. En la jaula vecina, la harpía se apoyaba ora en un pie, ora en el otro. 

— ¡Rápido! —exclamó—. ¡Rápido!

Schmendrick ya estaba introduciendo una llave en la cerradura. En el primer intento, que fracasó, la cerradura permaneció muda, pero al probar otra llave gritó en voz alta:

— ¡Aja, un mago! ¡Un mago!

Era la voz inconfundible de Mamá Fortuna. 

— ¡Cierra el pico! —masculló el mago, pero la unicornio pudo sentir cómo se ruborizaba. Dio vueltas a la llave y la cerradura cedió con un último gruñido de desprecio. Schmendrick abrió la puerta de la jaula de par en par y dijo elegantemente—: Salid, señora. Sois libre.

La unicornio pisó con cautela el suelo. Schmendrick el Mago retrocedió, asombrado:

— ¡Oh! —musitó—. Era diferente cuando nos separaban las rejas. Pareces más pequeña y no tan... ¡Vaya! 

Estaba de nuevo en casa, en su bosque, negro, húmedo y descuidado porque había permanecido alejada tanto tiempo. Alguien la llamaba desde una gran distancia, pero estaba en casa, los árboles cálidos, la hierba crecida. Entonces oyó la voz de Rukh, parecida al ruido de un barco al romperse contra los escollos.

—De acuerdo, Schmendrick, abandono. ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
La unicornio se desplazó hacia una zona más oscura, de modo que Rukh sólo vio al mago y a la jaula vacía y empequeñecida. Su mano voló hacia un bolsillo y apareció de nuevo.

— ¡Tú, ladrón de poca monta! —Sus dientes rechinaron de furia—. Ella te coserá con alambre de púas, para que sirvas de collar a la harpía. 

Se alejó corriendo hacia la carreta de Mamá Fortuna.

— ¡Corre! —dijo el mago. Efectuó un frenético, alocado y fulgurante salto que le hizo caer sobre la espalda de Rukh, apresándolo con sus largos brazos hasta obligarle a permanecer quieto. Rodaron juntos, pero Schmendrick llevaba ventaja y pronto clavó las rodillas en los hombros de su rival—. Conque alambre de púas, ¿eh? Tú, desperdicio, basura, ruina humana... Te llenaré de aflicciones hasta que te salgan por los ojos, te transformaré el corazón en hierba fresca y a todo lo que amas en oveja, te convertiré en un poeta demente torturado por sus sueños, haré que las uñas de los pies te crezcan hacia dentro. Te has equivocado conmigo. 

Rukh sacudió la cabeza y empujó a Schmendrick unos metros más allá.

—¿De qué hablas? —se burló—. No puedes convertir la nata en mantequilla. 

Cuando el mago iba a incorporarse Rukh le golpeó en la espalda y se sentó sobre él.

—Nunca me gustaste —dijo complacido—. Te das muchos aires, pero no eres muy fuerte. 

Pesadas como la noche, sus manos se cerraron en torno a la garganta del mago. La unicornio no estaba mirando. Se encontraba frente a la jaula más alejada, donde la mantícora gruñía, lloriqueaba y yacía inerte. Tocó con la punta del cuerno la cerradura y, sin mirar atrás, se encaminó hacia la jaula del dragón. Una a una fue liberando a todas las criaturas, el sátiro, Cerbero, la Serpiente de la Tierra Media. Los hechizos que pesaban sobre ellas se desvanecieron en cuanto alcanzaron la libertad; saltaron, se deslizaron, reptaron hasta la noche, de nuevo un león, un mono, una serpiente, un cocodrilo, un perro jovial. Ninguno dio gracias a la unicornio ni ella les vio marchar. 

Sólo la araña no prestó atención a la unicornio cuando la llamó suavemente desde el umbral de la puerta abierta. Aracne estaba muy ocupada con una telaraña que se le antojaba la Vía Láctea esparciéndose como copos de nieve. 

—Tejedora, es mejor la libertad, es mejor la libertad —susurró la unicornio, pero la araña se afanaba sin oírla, incansable, arriba y abajo de su telar de acero. No se detuvo un instante, ni siquiera cuando la unicornio gritó—: Es realmente muy atractiva, Aracne, pero no es arte.

Y la nueva telaraña se desplomó a lo largo de las rejas como nieve. Entonces comenzó a soplar el viento. La telaraña voló más allá de la vista de la unicornio y desapareció. La harpía agitaba sus alas, invocando sus poderes, al igual que las olas esparcen, rugientes, agua y arena a lo largo de la playa. Una luna teñida de sangre asomó entre las nubes; la unicornio pudo verla, un bulto dorado con el pelo
lacio y suelto y las frías y pesadas alas sacudiendo la jaula. La harpía estaba riendo. 

A la sombra de la jaula de la unicornio Rukh y Schmendrick se pusieron de rodillas. El mago blandía el pesado manojo de llaves, mientras Rukh parpadeaba y se frotaba los ojos. Sus rostros estaban lívidos de terror ante la visión de la harpía que recobraba su vigor. El viento les obligó a inclinarse, empujándoles uno contra otro. Sus huesos resonaron sordamente al chocar.

La unicornio empezó a caminar hacia la jaula de la harpía. Schmendrick el Mago, diminuto y pálido, abría y cerraba la boca en una muda súplica y, aunque no podía oírle, supo lo que chillaba:

— ¡Te matará, te matará! ¡Corre, estúpida, mientras aún esté presa! ¡Te matará si la dejas libre!


Pero la unicornio continuó caminando, siguiendo la luz de su cuerno, hasta detenerse ante Celeno, la Oscura. 

Por un momento las heladas alas colgaron silenciosas en el aire, como nubes, y los viejos ojos amarillentos de la harpía se hundieron en el corazón de la unicornio y tiraron de ella.

—Te mataré si me dejas libre —decían los ojos—. Déjame libre.
La unicornio bajó la cabeza hasta que el cuerno tocó la cerradura de la jaula de la harpía. La puerta no se abrió. Las rejas de hierro no se convirtieron en luz de estrellas. La harpía levantó las alas y los cuatro lados de la jaula se derrumbaron hacia afuera, como los pétalos de una enorme flor que madurara en la noche. Y de los restos surgió la harpía, libre y terrible, clamando su satisfacción, oscilando el cabello como una espada. La luna palideció y huyó. La unicornio se oyó gritar, no de terror sino de asombro: 

— ¡Oh, tú eres como yo!


Se alzó sobre los cuartos traseros para recibir la embestida de la harpía y su cuerno atravesó el vendaval. La harpía golpeó una vez, erró y pasó de largo, sus alas batieron ruidosamente y su aliento era cálido y hediondo. Su calor abrasaba y la unicornio se vio reflejada en el pecho de bronce de la harpía, sintió el resplandor en su propio cuerpo. Se movieron dibujando un círculo, como una estrella doble, y bajo el marchito cielo nada era más real que ellas dos. La harpía rió gozosamente y sus ojos
se tornaron del color de la miel. La unicornio comprendió que iba a atacar de nuevo.

La harpía recogió las alas y descendió como una estrella..., no sobre la unicornio, sino más allá, tan cerca que solamente una pluma hizo manar sangre del lomo de la unicornio. Las brillantes garras buscaban el corazón de Mamá Fortuna, que extendió sus manos afiladas, como dándole la bienvenida. 

—¡Solas no! —aulló la vieja triunfalmente, en dirección a las dos criaturas—. ¡Nunca os hubierais podido liberar solas! ¡Yo os ayudé! 

Entonces la harpía la alcanzó, la bruja se quebró como un bastón podrido y se desplomó. La harpía se agachó sobre el cuerpo, ocultándolo a la vista, y las alas de bronce se mancharon de sangre. 

La unicornio se apartó. Muy cerca, oyó una voz infantil diciéndole que debía huir, que debía huir. Era el mago. Sus ojos eran inmensos, vacíos, y su rostro, siempre demasiado joven, se estaba refugiando en la infancia cuando la unicornio le miró.

—No —dijo—. Ven conmigo.
La harpía emitió un sonido velado aunque risueño y el mago sintió que sus rodillas se fundían. Pero el unicornio le ordenó de nuevo que fuera con ella, y juntos se alejaron del Carnaval de la Medianoche. La luna había desaparecido, pero a los ojos del mago la unicornio era la luna, fría, blanca y muy vieja, que iluminaba su camino hacia la salvación, o tal vez hacia la locura. La siguió, sin mirar ni una vez hacia atrás, ni siquiera cuando escuchó el desesperado patalear de unos pesados pies, el estampido de las alas de bronce y el chillido interrumpido de Rukh.
—Huyó —explicó la unicornio con voz suave, desprovista de piedad—. Nunca debes huir de algo inmortal. Atraerás su atención. Nunca huyas. Camina despacio y finge que estás pensando en otras cosas. Canta una canción, recita un poema, ensaya alguno de tus trucos, pero camina despacio y quizá no te siga. Has de caminar muy despacio, mago.  

Se adentraron juntos en la noche, paso a paso, el hombre alto vestido de negro y la bestia blanca con un solo cuerno. El mago se cobijaba lo más cerca posible de la luz de la unicornio, pues más allá se movían sombras ansiosas, las sombras de los sonidos que lanzaba la harpía mientras destrozaba lo poco que quedaba por destruir del Carnaval de la Medianoche. Pero otro sonido les siguió mucho después de que el primero se hubiera extinguido, les siguió hasta bien entrada la mañana, al borde de un extraño sendero..., el imperceptible y seco sonido de una araña tejiendo. 

Continúa leyendo esta historia en "El último unicornio - Cap IV - Peter S. Beagle"

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