"Apuestas" es un cuento de Roald Dahl incluido en "Relatos de lo inesperado" (Tales of the unexpected, 1979). Uno - yo, al menos - suele asociar a Roald Dahl con literatura infantil - la mal llamada literatura infantil - sin embargo, Roald Dahl escribió historias para lectores de diversas edades. Este es uno de esos casos.
Cuando tomamos una decisión y obramos sin pensarlo demasiado,
llevados tal vez por el deseo, por la fantasía o la ambición, no siempre
tenemos en cuenta las posibles consecuencias de nuestras acciones... y a
veces al querer revertir lo hecho, planeamos y planeamos una posible
solución; pero somos incapaces de contemplar todas las variables en este
mundo incierto, y siempre se nos escapa algo.
Los dejo con el señor Botibol, esta es su historia.
APUESTAS
En la mañana del tercer día el mar se calmó. Hasta los pasajeros más delicados —los que no habían salido desde que el barco partió—, abandonaron sus camarotes y fueron al puente, donde el camarero les dio sillas y puso en sus piernas confortables mantas. Allí se sentaron frente al pálido y tibio sol de enero.
El mar había estado bastante movido los dos primeros días y esta repentina calma y sensación de confort habían creado una agradable atmósfera en el barco. Al llegar la noche, los pasajeros, después de dos horas de calma, empezaron a sentirse comunicativos y a las ocho de aquella noche el comedor estaba lleno de gente que comía y bebía con el aire seguro y complaciente de auténticos marineros.
Hacia la mitad de la cena los pasajeros se dieron cuenta, por un ligero balanceo de sus cuerpos y sillas, de que el barco empezaba a moverse otra vez. Al principio fue muy suave, un ligero movimiento hacia un lado, luego hacia el otro, pero fue lo suficiente para causar un sutil e inmediato cambio de humor en la estancia. Algunos pasajeros levantaron la vista de su comida, dudando, esperando, casi oyendo el movimiento siguiente, sonriendo nerviosos y con una mirada de aprensión en los ojos. Algunos parecían despreocupados, otros estaban decididamente tranquilos, e incluso hacían chistes acerca de la comida y del tiempo, para torturar a los que estaban asustados. El movimiento del barco se hizo de repente más y más violento y cinco o seis minutos después de que el primer movimiento se hiciera patente, el barco se tambaleaba de una parte a otra y los pasajeros se agarraban a sus sillas y a los tiradores como cuando un coche toma una curva.
Finalmente el balanceo se hizo muy fuerte y el señor William Botibol, que estaba sentado a la mesa del sobrecargo, vio su plato de rodaballo con salsa holandesa deslizarse lejos de su tenedor. Hubo un murmullo de excitación mientras todos buscaban platos y vasos. La señora Renshaw, sentada a la derecha del sobrecargo, dio un pequeño grito y se agarró al brazo del caballero.
—Va a ser una noche terrible —dijo el sobrecargo, mirando a la señora Renshaw—, me parece que nos espera una buena noche.
Hubo un matiz raro en su modo de decirlo. Un camarero llegó corriendo y derramó agua en el mantel, entre los platos. La excitación creció. La mayoría de los pasajeros continuaron comiendo. Un pequeño número, que incluía a la señora Renshaw, se levantó y echó a andar con rapidez, dirigiéndose hacia la puerta.
—Bueno —dijo el sobrecargo—, ya estamos otra vez igual.
Echó una mirada de aprobación a los restos de su rebaño, que estaban sentados, tranquilos y complacientes, reflejando en sus caras ese extraordinario orgullo que los pasajeros parecen tener, al ser reconocidos como buenos marineros.
Cuando terminó la comida y se sirvió el café, el señor Botibol, que tenía una expresión grave y pensativa desde que había empezado el movimiento del barco, se levantó y puso su taza de café en el sitio donde la señora Renshaw había estado sentada, junto al sobrecargo.
Se sentó en su silla e inmediatamente se inclinó hacia él, susurrándole al oído:
—Perdón, ¿me podría decir una cosa, por favor? El sobrecargo, hombre pelirrojo, pequeño y grueso, se inclinó para poder escucharle.
—¿Qué ocurre, señor Botibol?
—Lo que quiero saber es lo siguiente...
Al observarlo, el sobrecargo vio la inquietud que se reflejaba en el rostro del hombre.
—¿Sabe usted si el capitán ha hecho ya la estimación del recorrido para las apuestas del día? Quiero decir, antes de que empezara la tempestad.
El sobrecargo, que se había preparado para recibir una confidencia personal, sonrió y se echó hacia atrás, haciendo descansar su cuerpo.
—Creo que sí, bueno... sí —contestó.
No se molestó en decirlo en voz baja, aunque automáticamente bajó el tono de voz como siempre que se responde a un susurro.
—¿Cuándo cree usted que la ha hecho?
—Esta tarde. El siempre hace eso por la tarde.
—Pero ¿a qué hora?
—¡Oh, no lo sé! A las cuatro, supongo.
—Bueno, ahora dígame otra cosa. ¿Cómo decide el capitán cuál será el número? ¿Se lo toma en serio?
El sobrecargo miró al inquieto rostro del señor Botibol y sonrió, adivinando lo que el hombre quería averiguar.
—Bueno, el capitán celebra una pequeña. conferencia con el oficial de navegación, en la que estudian el tiempo y muchas otras cosas, y luego hacen el parte.
El señor Botibol asintió con la cabeza, ponderando esta respuesta durante algunos momentos. Luego dijo:
—¿Cree que el capitán sabía que íbamos a tener mal tiempo hoy?
—No tengo ni idea —replicó el sobrecargo. Miró los pequeños ojos del hombre, que tenían reflejos de excitación en el centro de sus pupilas.
—No tengo ni idea, no se lo puedo decir porque no lo sé.
—Si esto se pone peor, valdría la pena comprar algunos números bajos. ¿No cree?
El susurro fue más rápido e inquieto.
—Quizá sí —dijo el sobrecargo—. Dudo que el viejo apostara por una noche tempestuosa. Había mucha calma esta tarde, cuando ha hecho el parte.
Los otros en la mesa habían dejado de hablar y escuchaban al sobrecargo mirándolo con esa mirada intensa y curiosa que se observa en las carreras de caballos, cuando se trata de escuchar a un entrenador hablando de su suerte: los ojos medio cerrados, las cejas levantadas, la cabeza hacia adelante y un poco inclinada a un lado. Esa mirada medio hipnotizada que se da a una persona que habla de cosas que no conoce bien.
—Bien, supongamos que a usted se le permitiera comprar un número. ¿Cuál escogería hoy? —susurró el señor Botibol.
—Todavía no sé cuál es la clasificación —contestó pacientemente el sobrecargo—, no se anuncia hasta que empieza la apuesta después de la cena. De todas formas no soy un experto, soy sólo el sobrecargo.
En este punto el señor Botibol se levantó.
—Perdónenme —dijo, y se marchó abriéndose camino entre las mesas.
Varias veces tuvo que cogerse al respaldo de una silla para no caerse, a causa de uno de los bandazos del barco.
—Al puente, por favor —dijo al ascensorista.
El viento le dio en pleno rostro cuando salió al puente. Se tambaleó y se agarró a la barandilla con ambas manos. Allí se quedó mirando al negro mar, las grandes olas que se curvaban ante el barco, llenándolo de espuma al chocar contra él.
—Hace muy mal tiempo, ¿verdad, señor? —comentó el ascensorista cuando bajaban.
El señor Botibol se estaba peinando con un pequeño peine rojo.
—¿Cree que hemos disminuido la velocidad a causa del tiempo? —preguntó.
—¡Oh, sí, señor! La velocidad ha disminuido considerablemente al empezar el temporal. Se debe reducir la velocidad cuando el tiempo es tan malo, porque los pasajeros caerían del barco.
Abajo, en el salón, la gente empezó a reunirse para la subasta. Se agruparon en diversas mesas, los hombres un poco incómodos, enfundados en sus trajes de etiqueta, bien afeitados y al lado de sus mujeres, cuidadosamente arregladas. El señor Botibol se sentó a una mesa, cerca del que dirigía las apuestas. Cruzó las piernas y los brazos y se sentó en el asiento con el aire despreocupado del hombre que ha decidido algo muy importante y no quiere tener miedo.
La apuesta, se dijo a sí mismo, sería aproximadamente de siete mil dólares, o al menos ésa había sido la cantidad de los dos días anteriores. Como el barco era inglés, esta cifra sería su equivalente en libras, pero le gustaba pensar en el dinero de su propio país, siete mil dólares era mucho dinero, mucho. Lo que haría sería cambiarlo en billetes de cien dólares, los llevaría en el bolsillo posterior de su chaqueta; no había problema.
Inmediatamente compraría un Lincoln descapotable, lo recogería y lo llevaría a casa con la ilusión de ver la cara de Ethel cuando saliera a la puerta y lo viera. Sería maravilloso ver la cara que pondría cuando él saliera de un Lincoln descapotable último modelo, color verde claro.
«¡Hola, Ethel, cariño! —diría, hablando, sin darle importancia a la cosa—, te he traído un pequeño regalo. Lo vi en el escaparate al pasar y pensé que tú siempre deseaste uno. ¿Te gusta el color, cariño?» Luego la miraría.
El subastador estaba de pie detrás de la mesa.
—¡Señoras y señores! —gritó—, el capitán ha calculado el recorrido del día, que terminará mañana al mediodía; en total son quinientas quince millas. Como de costumbre, tomaremos los diez números que anteceden y siguen a esta cifra, para establecer la escala; por lo tanto serán entre quinientas cinco y quinientas veinticinco; y naturalmente, para aquellos que piensen que el verdadero número está más lejos, habrá un «punto bajo» y un «punto alto» que se venderán por separado. Ahora sacaré los primeros del sombrero..., aquí están... ¿Quinientos doce?
No se oyó nada. La gente estaba sentada en sus sillas observando al subastador; había una cierta tensión en el aire y al ir subiendo las apuestas, la tensión fue aumentando. Esto no era un juego: la prueba estaba en las miradas que dirigía un hombre a otro cuando éste subía la apuesta que el primero había hecho; sólo los labios sonreían, los ojos estaban brillantes y un poco fríos.
El número quinientos doce fue comprado por ciento diez libras. Los tres o cuatro números siguientes alcanzaron cifras aproximadamente iguales. El barco se movía mucho y cada vez que daba un bandazo los paneles de madera crujían como si fueran a partirse. Los pasajeros se cogían a los brazos de las sillas, concentrándose al mismo tiempo en la subasta.
—Punto bajo —gritó el subastador—, el próximo número es el punto más bajo.
El señor Botibol tenía todos los músculos en tensión. Esperaría, decidió, hasta que los otros hubiesen acabado de apostar, luego se levantaría y haría la última apuesta. Se imaginaba que tendría por lo menos quinientos dólares en su cuenta bancaria, quizá seiscientos. Esto equivaldría a unas doscientas libras, más de doscientas. El próximo boleto no valdría más de esa cantidad.
—Como ya saben todos ustedes —estaba diciendo el subastador—, el punto bajo incluye cualquier número por debajo de quinientos cinco. Si ustedes creen que el barco va a hacer menos de quinientas millas en veinticuatro horas, o sea hasta mañana al mediodía, compren este número. ¿Qué apuestan?
Se subió hasta ciento treinta libras. Además del señor Botibol, había algunos que parecían haberse dado cuenta de que el tiempo era tormentoso. Ciento cincuenta... Ahí se paró. El subastador levantó el martillo.
—Van ciento cincuenta...
—¡Sesenta! —dijo el señor Botibol. Todas las caras se volvieron para mirarle.
— ¡Setenta!
—¡Ochenta! —gritó el señor Botibol.
—¡Noventa!
—¡Doscientas! —dijo el señor Botibol, que no estaba dispuesto a ceder.
Hubo una pausa.
—¿Hay alguien que suba a más de doscientas libras?
«Quieto —se dijo a sí mismo—, no te muevas ni mires a nadie, eso da mala suerte. Contén la respiración. Nadie subirá la apuesta si contienes la respiración.»
—Van doscientas libras...
El subastador era calvo y las gotas de sudor le resbalaban por su desnuda cabeza.
—¡Uno...!
El señor Botibol contuvo la respiración.
—¡Dos...! ¡Tres!
El hombre golpeó la mesa con el martillo. El señor Botibol firmó un cheque y se lo entregó al asistente del subastador, luego se sentó en una silla a esperar que todo terminara. No quería irse a la cama sin saber lo que se había recaudado.
Cuando se hubo vendido el último número lo contaron todo y resultó que habían reunido unas mil cien libras, o sea, seis mil dólares. El noventa por ciento era para el ganador y el diez por ciento era para las instituciones de caridad de los marineros. El noventa por ciento de seis mil eran cinco mil cuatrocientas; bien, era suficiente. Compraría el Lincoln descapotable y aún le sobraría. Con estos gloriosos pensamientos se marchó a su camarote feliz y contento dispuesto a dormir toda la noche.
Cuando el señor Botibol se despertó a la mañana siguiente, se quedó unos minutos con los ojos cerrados, escuchando el sonido del temporal, esperando el movimiento del barco. No había señal alguna de temporal y el barco no se movía lo más mínimo. Saltó de la cama y miró por el ojo de buey. ¡Dios mío! El mar estaba como una balsa de aceite, el barco avanzaba rápidamente, tratando de ganar el tiempo perdido durante la noche. El señor Botibol se sentó lentamente en el borde de su litera. Un relámpago de temor empezó a recorrerle la piel y a encogerle el estómago. Ya no había esperanza, un número alto ganaría la apuesta. —¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta—. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué diría Ethel, por ejemplo? Era sencillamente imposible explicarle que se había gastado la casi totalidad de lo ahorrado durante los dos últimos años en comprar un ticket para la subasta. Decirle eso equivalía a exigirle que no siguiera firmando cheques. ¿Y qué pasaría con los plazos del
televisor y de la Enciclopedia Británica? Ya le parecía estar viendo la ira y el reproche en los ojos de la mujer, el azul deviniendo gris y los ojos mismos achicándosele como siempre les ocurría cuando se colmaban de ira.
—¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedo hacer?
No cabía duda de que ya no tenía ninguna posibilidad, a menos que el maldito barco empezase a ir marcha atrás. Tendrían que volver y marchar a toda velocidad en sentido contrario, si no, no podía ganar. Bueno, quizá podría hablar con el capitán y ofrecerle el diez por ciento de los beneficios, o más si él accedía.
El señor Botibol empezó a reírse, pero de repente se calló y sus ojos y su boca se abrieron en un gesto de sorpresa porque en aquel preciso momento le había llegado la idea. Dio un brinco de la cama, terriblemente excitado, fue hacia la ventanilla y miró hacia afuera.
—Bien —pensó—. ¿Por qué no?
El mar estaba en calma y no habría ningún problema en mantenerse a flote hasta que le recogieran. Tenía la vaga sensación de que alguien ya había hecho esto anteriormente, lo cual no impedía que lo repitiera. El barco tendría que parar y lanzar un bote y el bote tendría que retroceder quizá media milla para alcanzarlo.
Luego tendría que volver al barco y ser izado a bordo, esto llevaría por lo menos una hora. Una hora eran unas treinta millas y así haría disminuir la estimación del día anterior. Entonces entrarían en el punto bajo y ganaría. Lo único importante sería que alguien le viera caer; pero esto era fácil de arreglar. Tendría que llevar un traje ligero, algo fácil para poder nadar. Un traje deportivo, eso es. Se vestiría como si fuera a jugar al frontón, una camisa, unos pantalones cortos y zapatos de tenis. ¡Ah!, y dejar su reloj.
¿Qué hora era? Las nueve y quince minutos. Cuanto más pronto mejor. Hazlo ahora y quítate ese peso de encima. Tienes que hacerlo pronto porque el tiempo límite es el mediodía.
El señor Botibol estaba asustado y excitado cuando subió al puente vestido con su traje deportivo. Su cuerpo pequeño se ensanchaba en las caderas y los hombros eran extremadamente estrechos. El conjunto tenía la forma de una pera. Las piernas blancas y delgadas, estaban cubiertas de pelos muy negros.
Salió cautelosamente al puente y miró en derredor. Sólo había una persona a la vista, una mujer de mediana edad, un poco gruesa, que estaba apoyada en la barandilla mirando al mar. Llevaba puesto un abrigo de cordero persa con el cuello subido de tal forma que era imposible distinguir su cara.
La empezó a examinar concienzudamente desde lejos. Sí, se dijo a sí mismo, ésta, probablemente, servirá. Era casi seguro que daría la alarma en seguida. Pero espera un momento, tómate tiempo, William Botibol. ¿Recuerdas lo que pensabas hacer hace unos minutos en el camarote, cuando te estabas cambiando? ¿Lo recuerdas?
El pensamiento de saltar del barco al océano, a mil millas del puerto más próximo, le había convertido en un hombre extremadamente cauto. No estaba en absoluto tranquilo, aunque era seguro que la mujer daría la alarma en cuanto él saltara. En su opinión había dos razones posibles por las cuales no lo haría. La primera: que fuese sorda o ciega. No era probable, pero por otra parte podía ser así y ¿por qué arriesgarse? Lo sabría hablando con ella unos instantes. Segundo, y esto demuestra lo suspicaz que puede llegar a ser un hombre cuando se trata de su propia conservación, se le ocurrió que la mujer podía ser la poseedora de uno de los números altos de la apuesta y por lo tanto tener una poderosa razón financiera para no querer hacer detener el barco. El señor Botibol recordaba que había gente que había matado a sus compañeros por mucho menos de seis dólares. Se leía todos los días en los periódicos. ¿Por qué arriesgarse entonces? Arréglalo bien y asegura tus actos. Averígualo con una pequeña conversación. Si además la mujer resultaba agradable y buena, ya estaba todo arreglado y podía saltar al agua tranquilo.
El señor Botibol avanzó hacia la mujer y se puso a su lado, apoyándose en la barandilla.
—¡Hola! —dijo galantemente.
Ella se volvió y le correspondió con una sonrisa sorprendentemente maravillosa y angelical, aunque su cara no tenía en realidad nada especial.
—¡Hola! —le contestó.
Ya tienes la primera pregunta contestada, se dijo el señor Botibol, no es ciega ni sorda...
—Dígame —dijo, yendo directamente al grano—. ¿Qué le pareció la apuesta de anoche?
—¿Apuesta? —preguntó extrañada—. ¿Qué apuesta?
—Es una tontería. Hay una reunión después de cenar en el salón y allí se hacen apuestas sobre el recorrido del barco. Sólo quería saber lo que piensa de ello.
—Es una tontería. Hay una reunión después de cenar en el salón y allí se hacen apuestas sobre el recorrido del barco. Sólo quería saber lo que piensa de ello.
Ella movió negativamente la cabeza y sonrió agradablemente con una sonrisa que tenía algo de disculpa.
—Soy muy perezosa —dijo—. Siempre me voy pronto a la cama y allí ceno. Me gusta mucho cenar en la cama.
El señor Botibol le sonrió y dio la vuelta para marcharse.
—Ahora tengo que ir a hacer gimnasia, nunca perdono la gimnasia por la mañana. Ha sido un placer conocerla, un verdadero placer...
Se retiró unos diez pasos. La mujer le dejó marchar sin mirarle.
Todo estaba en orden. El mar estaba en calma, él se había vestido ligeramente para nadar, casi seguro que no había tiburones en esa parte del Atlántico, y también contaba con esa buena mujer para dar la alarma. Ahora era sólo cuestión de que el barco se retrasara lo suficiente a su favor. Era casi seguro que así ocurriría. De cualquier modo, él también ayudaría un poco. Podía poner algunas dificultades antes de subir al salvavidas, nadar un poco hacia atrás y alejarse subrepticiamente mientras trataban de ayudarle. Un minuto, un segundo ganado, eran preciosos para él. Se dirigió de nuevo hacia la barandilla, pero un nuevo temor le invadió. ¿Le atraparía la hélice? El sabía que les había ocurrido a algunas personas al caerse de grandes barcos. Pero no iba a caer, sino a saltar y esto era diferente, si saltaba a buena distancia, la hélice no le cogería.
El señor Botibol avanzó lentamente hacia la barandilla a unos veinte metros de la mujer. Ella no le miraba en aquellos momentos. Mejor. No quería que le viera saltar. Si no lo veía nadie, podría decir luego que había resbalado y caído por accidente. Miró hacia abajo.
Estaba bastante alto, ahora se daba cuenta de que podía herirse gravemente si no caía bien. ¿No había habido alguien que se había abierto el estómago de ese modo? Tenía que saltar de pie y entrar en el agua como un cuchillo. El agua parecía fría, profunda, gris. Sólo mirarla le daba escalofríos, pero había que hacerse el ánimo, ahora o nunca.
«Sé un hombre, William Botibol, sé un hombre. Bien... ahora... vamos allá.»
Subió a la barandilla y se balanceó durante tres terribles segundos antes de saltar, al mismo tiempo que gritaba:
—¡Socorro!
—¡Socorro! ¡Socorro! —siguió gritando al caer.
Luego se hundió bajo el agua.
Al oír el primer grito de socorro la mujer que estaba apoyada en la barandilla dio un salto de sorpresa. Miró a su alrededor y vio al hombrecillo vestido con pantalones cortos y zapatillas de tenis, gritando al caer. Por un momento no supo qué decisión tomar: hacer sonar la campanilla, correr a dar la voz de alarma, o simplemente gritar. Retrocedió un paso de la barandilla y miró por el puente, quedándose unos instantes quieta, indecisa. Luego, casi de repente, se tranquilizó y se inclinó de nuevo sobre la barandilla mirando al mar.
Pronto apareció una cabeza entre la espuma y un brazo se movió una, dos veces, mientras una voz lejana gritaba algo difícil de entender. La mujer se quedó mirando aquel punto negro; pero pronto, muy pronto, fue quedando tan lejos, que ya no estaba segura de que estuviera allí.
Después de un ratito apareció otra mujer en el puente. Era muy flaca y angulosa y llevaba gafas. Vio a la primera mujer y se dirigió a ella, atravesando el puente con ese andar peculiar de las solteronas.
—¡Ah, estás aquí!
La mujer se volvió y vio a la otra, pero no dijo nada.
—Te he estado buscando por todas partes —dijo la delgada.
—Es extraño —dijo la primera mujer—, hace un momento un hombre ha saltado del barco completamente vestido.
—¡Tonterías!
—¡Oh, sí! Ha dicho que quería hacer ejercicio y se ha sumergido sin siquiera quitarse el traje.
—Bueno, bajemos —dijo la mujer delgada. En su rostro había un gesto duro y hablaba menos amablemente que antes.
—No salgas sola al puente otra vez. Sabes muy bien que tienes que esperarme.
—Sí, Maggie —dijo la mujer gruesa, y sonrió otra vez con una sonrisa dulce y tierna.
—Es extraño —dijo la primera mujer—, hace un momento un hombre ha saltado del barco completamente vestido.
—¡Tonterías!
—¡Oh, sí! Ha dicho que quería hacer ejercicio y se ha sumergido sin siquiera quitarse el traje.
—Bueno, bajemos —dijo la mujer delgada. En su rostro había un gesto duro y hablaba menos amablemente que antes.
—No salgas sola al puente otra vez. Sabes muy bien que tienes que esperarme.
—Sí, Maggie —dijo la mujer gruesa, y sonrió otra vez con una sonrisa dulce y tierna.
Cogió la mano de la otra y se dejó llevar por el puente.
—¡Qué hombre tan amable! —dijo—. Me saludaba con la mano.
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