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miércoles, 8 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap V - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap IV - Peter S. Beagle"



CAPÍTULO V

Todo lo que Schmendrick fue capaz de recordar después de su loca cabalgada en compañía de los asaltantes fue el viento, el borde de la silla de montar y la risa del jovial gigante. Estuvo demasiado ocupado meditando sobre el desenlace del truco del sombrero para apercibirse de algo más. 

Demasiada ortodoxia, se dijo. Sobrecompensación. Pero meneó la cabeza, lo que era bastante incómodo en la posición en que se encontraba. La magia sabe lo que quiere hacer, pensó, botando como una pelota mientras el caballo vadeaba un riachuelo, pero yo nunca sé lo que ella sabe; no en el momento apropiado, al menos. Si supiera donde vive, le escribiría una carta.

Matorrales y ramas arañaban su rostro, y los búhos ululaban en sus oídos. Los caballos aminoraron el trote y luego marcharon a paso lento. Una voz aguda y temblorosa surgió de algún lugar indeterminado. 

— ¡Alto! ¡La contraseña!
— ¡Maldición, allá vamos! —masculló Jack Jingly. Se rascó la cabeza con el ruido de una sierra, elevó la voz y respondió—: Una vida corta y alegre en el apacible bosque; alegres camaradas unidos y en la victoria comprometidos...
—Libertad — corrigió la otra voz—. En la libertad comprometidos. Un pequeño matiz semántico.
—Gracias, tú. En la libertad comprometidos. Camaradas unidos..., si eso es lo que dije. Veamos: una vida corta y alegre, alegres camaradas..., no, no es eso. —Jack Jingly se rascó la cabeza otra vez y gruñó—: En la libertad comprometidos... Ayúdame un poco, ¿vale?
—Todos para uno y uno para todos —contestó la voz amablemente—. ¿Adivinas lo que sigue?
—Todos para uno y uno para todos..., no caigo. Todos para uno y uno para todos, unidos vencemos, divididos fracasamos. 

Después de gritar estas palabras, el gigante espoleó su caballo y siguió adelante. Una flecha silbó en la penumbra, le rebanó un trozo de oreja, hirió al caballo del hombre que cabalgaba detrás suyo y se perdió a lo lejos, vibrando como un murciélago. Los forajidos buscaron refugio entre los árboles.

— ¡Malditos sean tus ojos! — graznó Jack Jingly—. He dado la contraseña diez veces. ¡Deja que te ponga las manos encima...!
—Cambiamos el santo y seña mientras estabais fuera, Jack —dijo el centinela—. Era muy difícil de recordar.
—Ah, conque cambiasteis el santo y seña, ¿eh? —Jack Jingly se puso un trozo de la capa de Schmendrick en su oreja ensangrentada—. ¿Y cómo se supone que debería saberlo, descerebrado, deficiente, atontado?
—No te enfades, Jack —respondió el centinela en tono tranquilizador—. Ya ves, en realidad no importa que no sepas el nuevo santo y seña, porque es muy sencillo. Consiste en gritar como una jirafa. Lo pensó el capitán en persona.
—¿Gritar como una jirafa? —El jinete blasfemó de un modo tan atroz que hasta los caballos empezaron a dar signos de inquietud—. Mira, zoquete, las jirafas no gritan. A lo mejor al capitán le gustaría que gritáramos como un pez o como una mariposa. 
—Ya lo sé, pero de esta manera a nadie se le puede olvidar el santo y seña, ni siquiera a ti. ¿A que es muy listo el capitán?
—Este hombre no tiene límites —repuso Jack Jingly perplejo—. Pero, escúchame, ¿qué es lo que impedirá que uno o dos de los guardabosques del rey griten como una jirafa cuando les des el alto?
—Aja —rió el centinela—, ahí está lo bueno del asunto. Debes gritar como una jirafa tres veces, dos largas y una corta. 

Jack Jingly guardó silencio, inmóvil sobre su montura, con el trozo de tela todavía en la oreja herida.


—Dos largas y una corta —suspiró por fin—. Bien, bien, no es más estúpido que matar a todo aquel que no responda al quién vive, como hacíamos en los tiempos en que no teníamos santo y seña. Dos largas y una corta, me parece muy bien. 

Se adentró entre los árboles, seguido de sus hombres.

Se oía un murmullo de voces más adelante, hoscas como abejas molestadas A medida que se acercaban, Schmendrick creyó distinguir la voz de una mujer. Luego notó en la mejilla el soplo de unas llamas y levantó la cabeza. Se habían detenido en un pequeño claro donde unos diez o doce hombres estaban sentados alrededor de una hoguera, con aspecto malhumorado e impaciente. El aire olía a judías requemadas. 

Un pelirrojo pecoso, vestido con unos harapos un poco más dignos que los del resto, avanzó hacia los recién llegados. 

—Muy bien, Jack, ¿a quién traes contigo, camarada o cautivo? —Luego gritó por encima del hombro de alguien—: Pon más agua en la sopa, cariño, tenemos compañía.
—Y yo qué sé quién es —bufó Jack Jingly.

Empezó a contar la historia del alcalde y el sombrero, pero, cuando apenas había llegado al triunfal momento de su irrupción en la plaza, le interrumpió el hiriente falsete de una mujer que se abría paso a empujones entre el círculo de hombres congregados.

— ¡No lo pienso hacer, Cully, la sopa es menos espesa que el sudor! —Su rostro era huesudo y pálido, los ojos lanzaban chispas de furor y tenía el pelo del color de la hierba pisoteada—. ¿Y quién es este paria? —Inspeccionó a Schmendrick como si se tratara de algo que hubiera encontrado pegado a la suela de los zapatos—. No es de la ciudad. No me gusta su mirada. Arráncale el talento. 

Había querido decir talego o trasero, o ambas cosas a la vez, pero la coincidencia hizo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de Schmendrick. Bajó del caballo de Jack Jingly y se plantó ante el capitán de los bandidos. 

—Soy Schmendrick el Mago —anunció, haciendo girar la capa con ambas manos hasta que quedó colgando flojamente—. ¿Y no sois vos acaso el famoso capitán Cully del Verde Bosque, el más audaz de los audaces y el más libre de los hombres libres? 

Algunos de los forajidos rieron por lo bajo y la mujer gruñó.
—Lo sabía —declaró—. Destrípalo, Cully, como a un gusano, antes de que haga contigo lo que hizo el último.

Pero el capitán hizo una orgullosa reverencia, que descubrió su coronilla calva, y respondió:

—Ése soy yo. El que busca mi cabeza encuentra un enemigo temible, pero el que viene como amigo halla un amigo sincero. ¿Cómo vinisteis a parar aquí, señor? 
—A causa de mi estómago —dijo Schmendrick— y en contra de mi voluntad, pero amigablemente, a pesar de que alguien lo dude —añadió, señalando a la mujer, y ésta escupió en el suelo.

El capitán Cully sonrió y puso su brazo cautelosamente sobre los hombros angulosos de la mujer.


—No os preocupéis, son los modales propios de Molly Grue —explicó—. Cuida de mí mejor que yo mismo. Soy generoso y espléndido; quizá hasta límites extravagantes. La mano siempre abierta para los fugitivos de la tiranía, ése es mi lema. Es natural que Molly se volviera suspicaz, avara, terca, vieja antes de tiempo, incluso un poco autoritaria. Hasta un globo necesita estar atado por un extremo, ¿eh, Molly? —La mujer se apartó bruscamente de él, pero el capitán no le hizo caso—. Sed bienvenido, señor brujo. Acercaos al fuego y contadnos vuestra historia. ¿Qué dicen de mí en vuestro país? ¿Qué habéis oído acerca del gallardo capitán Cully y su cuadrilla de hombres libres? Comed un trozo de carne.

Schmendrick aceptó un lugar junto al fuego, declinó con elegancia el gélido bocado y replicó:

—He oído que sois el amigo de los indefensos y el enemigo de los poderosos, y que vos y vuestros leales lleváis una vida placentera en los bosques, robando a los ricos para ayudar a los pobres. He oído el relato de cómo Jackjingly y vos luchasteis con palos hasta abriros la cabeza, siendo desde entonces hermanos de sangre; y también cómo salvasteis a Molly de casarse con el rico anciano al que su padre la había prometido. —De hecho, Schmendrick jamás había oído hablar del capitán Cully
hasta esa misma tarde, pero poseía extensos conocimientos sobre el folklore anglosajón y había tropezado con tipos semejantes, así que continuó especulando—. Por supuesto, hubo cierto rey malvado...
— ¡Haggard, que la ruina y la miseria caigan sobre él! —exclamó Cully—. Sí, no hay nadie aquí que no haya sido perjudicado por el rey Haggard: expulsado de sus tierras legítimas, desposeído de su posición y de sus rentas, esquilmado de su patrimonio. Escucha bien, mago, viven sólo para la venganza, y un día Haggard pagará sus deudas...
Un coro de peludas sombras silbó con aprobación, pero la carcajada de Molly Grue cayó como una tormenta de granizo, que arrasa todo a su paso. 

—Quizá lo haga —se burló—, pero no a una pandilla de cobardes charlatanes como vosotros. Su castillo se pudre y tambalea cada día más, sus hombres son tan viejos que ya no pueden ni vestir la armadura, pero él reinará siempre, a pesar de las bravuconadas del capitán Cully.

Schmendrick levantó una ceja y Cully se puso rojo como un tomate.
—Ya os lo explicaré —balbuceó—. El rey Haggard tiene ese Toro...
— ¡Ah, el Toro Rojo, el Toro Rojo! —aulló Molly—. Déjame que te diga, Cully, que después de vivir todos estos años en el bosque contigo, he llegado a pensar que el Toro no es más que un apodo para tu cobardía. Si oigo ese cuento otra vez, iré a matar al viejo Haggard yo misma, y verás...
— ¡Basta! —rugió Cully—. ¡No te lo permito ante extraños!

Desenvainó la espada y Molly abrió los brazos, riendo todavía. Alrededor del fuego, manos grasientas volaron hacia las empuñaduras de los cuchillos y los arcos parecieron tensarse por propia voluntad. 

Entonces Schmendrick habló en voz alta, tratando de salvar la menguada vanidad de Cully. Odiaba las escenas familiares. 

—Cantan una balada sobre ti en mi país —empezó—, pero me he olvidado de la letra...

El capitán Cully saltó como un gato que se ha mordido la cola.
—¿Cuál? —preguntó.
—No lo sé —contestó Schmendrick, sorprendido—. ¿Hay más de una?
— ¡Pues claro! —gritó Cully, encendido de entusiasmo, rebosante de orgullo—. ¡Willie Gentle! ¡Willie Gentle! ¿Dónde está ese chico?

Un joven de pelo lacio, con la cara llena de granos y un laúd apareció arrastrando los pies.

—Canta una de mis hazañas para el caballero —le ordenó el capitán Cully—. Canta la que describe cómo te uniste a mi banda. No la he escuchado desde el martes pasado. 

El juglar suspiró, pulsó una cuerda y empezó a cantar con una temblorosa voz de tenor:

Oh, a lomos de su caballo volvía el capitán Cully al hogar, 
gozoso de cazar en tierras del rey venados, cuando
¿a quién vio sino a un joven de pálida faz
que marchaba entristecido a través de los prados?
¿Qué nuevas me traes, apuesto caballero,
qué pena te aflige, por qué sin cesar suspiras?
¿Acaso has perdido a la dama de tus sueños,
o tal vez tienes roña en las tripas?

No tengo roña, sea lo que sea eso,
y mis tripas hacen bien su trabajo;
suspiro por la dama de mis sueños
a la que mis tres hermanos secuestraron.

Soy el capitán Cully, de los bosques dueño,
y los hombres que me siguen son bravos y libres.
Si rescato a la dama de tus sueños,
¿qué servicio piensas rendirme?

Si rescatas a la dama de mis sueños
te romperé las narices, viejo pazguato.
Pero llevaba una esmeralda en el cuello
que mis tres hermanos también tomaron.

Entonces el capitán se dirigió al encuentro de los canallas
y blandió hasta hacerla vibrar y cantar su espada:
quedaos con la chica y entrenadme la esmeralda,
porque está hecha para ornar corona de monarcas.

—Ahora viene lo mejor —susurró Cully a Schmendrick. Se balanceaba ansioso sobre la punta de los pies, orgulloso de sí mismo.
  
Entonces arrojaron las capas y desenvainaron la espada
y las tres espadas silbaron como el viento.
«A fe mía, dijo el capitán Cully,
que os quedaréis sin rehén ni esmeralda.»
Y los batió por alto y los batió por bajo
y los batió de un lado a otro como corderos...

 —Como corderos —canturreó Cully.
Paró, esquivó y lanzó por los aires las tres espadas con el antebrazo en honor de las diecisiete estrofas restantes de la canción, olvidando en su éxtasis las burlas de Molly y el descontento de sus hombres. 

Por fin terminó la balada y Schmendrick aplaudió con entusiasmo y expresión de seriedad, y cumplimentó a Willie Gentle con su proverbial diplomacia.

—Es lo que yo llamo una selección de Alano-Dale —respondió el juglar.

Se habría extendido más en el tema de no mediar la interrupción de Cully.
—Bueno, Willie, buen chico, ahora toca las otras. —Lanzó una mirada de agradecimiento hacia la forzada expresión de complacida sorpresa que Schmendrick logró componer—. Ya os dije que existían varias canciones acerca de mí. Treinta y una, para ser exactos, aunque ninguna forma parte de la colección Child, al menos hasta el momento. —Sus ojos se agrandaron súbitamente y zarandeó al mago por los hombros—. ¿No seréis acaso el señor Child en persona? Se cuenta que a menudo viaja disfrazado de hombre sencillo, a la busca de nuevas baladas...

Schmendrick meneó la cabeza.
—No, lo siento de veras.
—No importa. —El capitán suspiró y dejó de sujetarle—. Uno siempre abriga la esperanza, incluso ahora, de ser... coleccionado, verificado, reseñado, de poseer diferentes versiones, de mantener, si me apuráis, la duda sobre la propia existencia... Bien, bien, es lo mismo. Canta las otras canciones, Willie. Necesitarás la práctica algún día, cuando te hagan una prueba de grabación.

Los forajidos protestaron golpeando una piedra con otra y pataleando. Una voz ronca se elevó a pleno pulmón desde un rincón en sombras. 

—No, no, canta una canción auténtica. Cántanos una sobre Robin Hood.
—¿Quién dijo eso?

La espada de Cully resonó en la funda cuando su dueño se volvió frenéticamente de un sitio a otro. El rostro del capitán estaba tan pálido y marchito como un limón exprimido. 

—Yo lo hice —mintió Molly Grue—. Los hombres están aburridos de baladas sobre tu valentía, querido capitán. Aun en el caso de que las hayas escrito todas. 

Cully hizo una mueca y dirigió una mirada de soslayo a Schmendrick.

—Todavía pueden existir canciones populares, ¿no es cierto, señor Child? —preguntó en voz baja y preocupada—. Después de todo...
—Yo no soy el señor Child —repuso Schmendrick—. De veras que no lo soy.
—Quiero decir que es mejor evitar que los hechos heroicos sean manejados por el pueblo. Siempre lo equivoca todo.

Un truhán de edad avanzada, que vestía un andrajo de terciopelo se adelantó.

—Capitán, si hubiera canciones populares sobre gente como nosotros, y yo supongo que es así, pensamos que deberían ser canciones verídicas sobre auténticos bandidos, no sobre esta vida de mentira que llevamos. No os ofendáis, capitán, pero realmente no somos muy alegres, dicho sea de paso...
—Yo estoy alegre las veinticuatro horas del día, Dick Fancy —dijo fieramente Cully —. Es un hecho comprobado.
—Y no robamos a los ricos para dárselo a los pobres. —Se aventuró a continuar Dick Fancy—. Robamos a los pobres porque no pueden defenderse, al menos la mayoría, y los ricos nos roban a nosotros porque nos pueden aniquilar en un día. No robamos a ese gordo y avaricioso alcalde en medio del camino; le pagamos un tributo mensual para que nos deje en paz. No secuestramos obispos para mantenerles prisioneros en el bosque, festejándoles y entreteniéndoles, porque Molly no sabe cocinar y, además, porque no seríamos una compañía muy estimulante para un obispo. Cuando acudimos a la feria disfrazados, nunca ganamos al tiro al arco o a los dardos. Eso sí, nos dedican más cumplidos si vamos disfrazados.
—Presenté un tapiz al concurso, hace tiempo —recordó Molly—. Quedó en cuarto lugar. Quinto. Una noche en vela..., todo el mundo pasaba las noches en vela aquel año. —Se restregó los ojos con los nudillos—. Maldito seas, Cully.
—Pero ¿qué dices? ¿Es culpa mía que no triunfaras con tu tapiz? En cuanto conseguiste un hombre olvidaste tus talentos. Ya no cosiste ni cantaste, ni iluminaste ningún manuscrito durante años... ¿Y qué ocurrió con la viola de gamba que te conseguí? —Se volvió hacia Schmendrick—. Más valdría habernos casado, por la forma en que se ha echado a perder.

El mago asintió sin convicción y apartó la mirada.
—Y en lo que respecta a poner fin a los abusos, luchar por las libertades civiles y todo ese tipo de cosas —dijo Dick Fancy—, pues no está nada mal, aparte de que yo no soy el típico cruzado; unos lo son, otros no, pero eso nos obliga a cantar canciones sobre la maldad de los poderosos y la necesidad de ayudar a los oprimidos. Y nosotros no lo hacemos, Cully, nosotros los denunciamos a las autoridades para cobrar la recompensa, de modo que esas canciones son, como mínimo, confusas; y ésa es la verdad, tal como lo digo.
—Canta las canciones, Willie —ordenó Cully, cruzándose de brazos, sin escuchar los gruñidos de asentimiento de los bandidos.
—No lo haré. —El juglar no se dignó ni a mover la mano para alcanzar su laúd—. ¡Y nunca te enfrentaste con mis hermanos por una joya! Les escribiste una carta sin firma...

Cully echó el brazo hacia atrás y destellos de acero brillaron entre los hombres, como si alguien hubiera soplado sobre un montón de brasas. En ese momento, Schmendrick se adelantó de nuevo, sonriendo a duras penas. 

—Si se me permite ofrecer una alternativa —sugirió—, ¿por qué no dejáis que vuestro huésped agradezca la hospitalidad dispensada divirtiéndoos? No sé cantar ni tocar instrumento alguno, pero poseo otras habilidades que quizá no hayáis visto jamás.
Jack Jingly consintió inmediatamente.
— ¡Caramba, Cully, un mago! Será un regalo extraordinario para los chicos.
Molly Grue murmuró una grosera generalización sobre los magos como clase, pero los hombres rugieron de complacencia, dando entusiásticos brincos en el aire. El único que mostraba escasa disposición de ánimo era el capitán Cully, que protestó tristemente:

—Sí, pero ¿y las canciones? El señor Child debe escuchar las canciones.
—Y lo haré —le tranquilizó Schmendrick—, pero más tarde.


Entonces Cully se animó un poco y gritó a sus hombres que se apartaran y dejaran sitio. Se tumbaron o se sentaron en cuclillas, al abrigo de las sombras, observando con sonrisas expectantes las evoluciones de Schmendrick, que utilizaba los viejos trucos desplegados ante los campesinos que acudían al Carnaval de la Medianoche. Eran trucos insignificantes, pero pensó que serían suficientes para divertir a una concurrencia semejante. 

Pero les había juzgado muy a la ligera. Aplaudieron sus juegos con aros y pañuelos, las apariciones de peces de colores y ases en las orejas, aunque la suya era una actitud de estricta cortesía, falta de asombro. Al no ofrecer auténtica magia tampoco extraía magia de ellos; y cuando fallaba un conjuro, por ejemplo, cuando prometió convertir un pato en un duque al que pudieran asaltar allí mismo y sólo
obtuvo un puñado de cerezas, le aplaudían con tanta gentileza y naturalidad como si hubiera alcanzado el éxito. Era un público perfecto. 

Cully sonreía con impaciencia y Jack Jingly daba cabezadas, pero lo que más le disgustó fue sorprender la decepción en los ojos inquietos de Molly Grue. La cólera se apoderó de él y rió nerviosamente. Dejó caer las siete bolas con las que había estado haciendo malabarismos (habían adquirido ya cierta intensidad de brillo, pero en sus buenos momentos los transformaba en globos de fuego), desechó sus odiadas habilidades y cerró los ojos.

— Haz lo que quieras —susurró a la magia—. Haz lo que quieras.
Un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza. Se había iniciado en algún lugar secreto, tal vez en el hombro o en la médula de la espinilla. Su corazón se henchió y tensó como una vela, y algo se movió a lo largo de su cuerpo con mucha mayor seguridad de la que él había tenido jamás. Habló con tono de mando.

Debilitado por el poder, cayó de rodillas y esperó ser Schmendrick otra vez.

Me pregunto qué es lo que hice. Algo hice.
Abrió los ojos. La mayoría de los bandidos reían a mandíbula batiente y se llevaban el dedo a la sien, contentos de poder burlarse de él. El capitán Cully se había puesto en pie, ansioso de anunciar que esa parte de la velada tocaba a su fin.

Entonces Molly Grue lanzó un grito apenas sofocado y todos se volvieron a investigar lo que veía. Un hombre llegó caminando al claro. Vestía de verde, a excepción de un justillo marrón, y un gorro marrón inclinado sobre la frente, con una pluma de perdiz. Era muy alto, demasiado alto para ser un hombre de este mundo. El gran arco que colgaba de su hombro parecía tan largo como Jack Jingly y, en cuanto a las flechas, el capitán Cully las hubiera podido usar como lanzas o jabalinas. Sin fijarse en las inmóviles y andrajosas formas apostadas alrededor del ruego, el hombre se hundió en la noche y desapareció, sin hacer el menor ruido de respiración o de pisadas.

Tras él llegaron otros, de uno en uno o por parejas. Algunos charlaban, la mayoría reían, pero ninguno hacía ruido. Todos portaban grandes arcos y vestían de verde, salvo uno, ataviado de escarlata, y otro con un hábito parduzco de fraile, calzado con sandalias y ceñido el enorme vientre con un cinto de cuerda. Uno tocaba el laúd y cantaba en silencio.

—Alano-Dale —indicó Willie Gentle. Su voz sonaba tan desnuda como un pájaro recién nacido—. Fijaos en esos cambios. 

Orgullosos sin pretenderlo, airosos como jirafas, los arqueros se deslizaron por el claro. Los últimos, que paseaban tomados de la mano, eran un hombre y una mujer. Sus rostros eran tan bellos como si jamás hubieran conocido el miedo. El espeso pelo de la mujer brillaba como si ocultara un secreto, al igual que las nubes que cubren la luna.

— ¡Oh! —exclamó Molly Grue—. Marian.
—Robín Hood es un mito —dijo nerviosamente el capitán Cully—, un clásico ejemplo de los héroes populares legendarios, engendrados por la necesidad. John Henry es otro. Los hombres necesitan héroes, pero ningún hombre puede ser tan grande como la necesidad, y así la leyenda se expande a partir de un grano de verdad, como una perla. De todos modos, reconozco que es un admirable truco. 


Fue Dick Fancy quien se movió primero. Cuando sólo quedaban las dos últimas figuras para desvanecerse en las tinieblas, se lanzó tras ellos, gritando en voz alta: 

— ¡Robín, Robín, señor Hood, señor, esperadme! 

Ni el hombre ni la mujer se volvieron, pero todos los integrantes de la banda de Cully, excepto Jack Jingly y el capitán, corrieron hacia el límite del claro, pisándose y haciéndose zancadillas, agitando el fuego de forma que el claro se llenó de sombras. Gritaban «¡Robin!» y «¡Marian, Scarlet, Little John, volved!». Schmendrick empezó a reír con una mezcla de ternura e impotencia.

— ¡Locos, locos y niños! —aulló el capitán Cully, intentando hacerse oír—. ¡Era una mentira, como toda la magia! ¡No existe nadie como Robin Hood!

Pero los bandidos, fuera de quicio, se adentraron en los bosques en persecución de las resplandecientes figuras, tropezando con troncos, arañándose con los espinos y gimiendo entrecortadamente mientras corrían. Solamente Molly Grue se detuvo y miró atrás. Su cara estaba blanca por completo.
— ¡No, Cully, no estabas en lo cierto! —le gritó — . ¡No hay personas como tú, o como yo, o como ninguno de nosotros! ¡Robin y Marian son reales y nosotros somos legendarios! —Entonces siguió corriendo, uniéndose al coro de sus compinches, mientras el capitán Cully y Jack Jingly permanecían junto a la pisoteada hoguera, como testigos de la risa del mago.

Schmendrick apenas se dio cuenta de que saltaban sobre él y le sujetaban los brazos; tampoco se alarmó cuando Cully apoyó un cuchillo entre sus costillas.

—Fue una diversión peligrosa, señor Child, y también grosera —siseó—. Podíais haberme advertido de que no deseabais escuchar las canciones.

El cuchillo se hundió un poco más. Muy lejos, escuchó el graznido de Jack Jingly.

—Ése no es Child, Cully, ni tampoco un mago viajero, no señor. Ahora le reconozco, es el hijo de Haggard, el príncipe Lír, tan vil como su padre y el doble de hábil en magia negra. Contén tu mano, capitán..., nos es más valioso vivo.
—¿Estás seguro, Jack? —La voz de Cully vaciló—. Parecía un tipo muy agradable.
—Un idiota agradable, querrás decir. Sí, Lír tiene ese aspecto, según me han contado. Se hace el inocente y resulta ser el diablo. El modo cómo se hizo pasar por ese tío, Child, sólo para hacerte bajar la guardia...
—No bajé la guardia, Jack —protestó Cully—. Ni por un momento. Quizá lo pareció, pero es que sé disimular muy bien.
—Y el modo cómo hizo aparecer a Robin Hood para enardecer a los chicos y volverlos contra ti... Ah, se delató esta vez y ahora se quedará con nosotros aunque su padre envíe al Toro Rojo para liberarle.

Cully contuvo el aliento ante estas palabras. Como Schmendrick no cesaba de reír, le llevaron hacia un árbol y lo ataron con la cara pegada al tronco y los brazos anudados a su alrededor. Continuó riendo durante la operación y, para hacer las cosas más fáciles, se abrazó al tronco como si se tratara de una nueva amante.

—Ya está —dijo por fin Jack Jingly—. No le quites el ojo de encima en toda la noche, Cully, mientras yo duermo, y por la mañana iré a ver al viejo Haggard para averiguar en cuánto estima a su hijo. Se me ocurre que en menos de un mes seremos caballeros acomodados.
—¿Y los hombres? —preguntó Cully con aspecto de preocupación—. ¿Crees que volverán?

El gigante bostezó y dio media vuelta. 

—Volverán por la mañana, tristes y resfriados, y deberás ser paciente con ellos durante un tiempo. Volverán, porque no son capaces de vender algo por nada, como tampoco lo soy yo. Robín Hood se hubiera quedado con nosotros si lo fuéramos. Buenas noches, capitán.

Cesaron los sonidos en cuanto se marchó, a excepción de los grillos y el suave parloteo que Schmendrick dedicaba al árbol. El fuego se fue apagando mientras Cully caminaba en círculos, suspirando cada vez que una brasa se consumía. Finalmente se acomodó sobre un tronco y le dirigió la palabra a Schmendrick.


 —Tal vez seas el hijo de Haggard —musitó— y no Child el coleccionista, como proclamabas. Pero seas quien seas sabes muy bien que Robin Hood es la fábula y yo soy la realidad. No se compondrán baladas en torno a mi nombre a menos que las escriba yo mismo; los niños no leerán mis aventuras en sus libros de texto, ni jugarán a ser el capitán Cully después de clase. Y cuando los profesores investiguen en antiguos relatos y los alumnos examinen viejas canciones para averiguar si Robin Hood existió realmente, nunca, nunca encontrarán mi nombre; para ello deberían partir el mundo como una nuez y buscar en el fondo de su corazón. Pero tú ya lo sabes y, por lo tanto, voy a cantarte las canciones del capitán Cully. Era un bondadoso y alegre bribón que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. En agradecimiento, el pueblo compuso estos versos sobre él.

Con lo cual las cantó todas, incluyendo la que Willie Gentle había cantado para Schmendrick. A menudo hacía una pausa para extenderse en comentarios acerca de las variadas pautas rítmicas, las rimas asonantes y la construcción de las melodías. 


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