CAPÍTULO XII
El reloj dio las seis en el gran vestíbulo del castillo del rey Haggard. En realidad pasaban once minutos de la medianoche, pero el vestíbulo no estaba más oscuro que a las seis, o a mediodía. Los que vivían en el castillo sabían la hora, sin embargo, por el diferente grado de oscuridad. Había horas en que el vestíbulo estaba frío, simplemente por la necesidad de calor, y en tinieblas por falta de luz; otras en que el aire viciado no se movía y las paredes apestaban a agua sucia, porque no había ventanas que dejaran entrar el viento purificado. Entonces era de día.
Pero de noche, del mismo modo que algunos árboles retienen una viva luz todo el día en el envés de sus hojas, hasta mucho después del ocaso... de noche el castillo se llenaba de oscuridad, bullía de oscuridad, revivía con la oscuridad. Entonces el gran vestíbulo estaba frío por una razón; entonces los imperceptibles sonidos que dormían de día despertaban para tamborilear y arañar en las esquinas. Era de noche cuando el viejo perfume de las piedras parecía elevarse a gran distancia del suelo.
—Enciende una luz —dijo Molly Grue—. Por favor, ¿puedes iluminarme?
Schmendrick murmuró algo breve y profesional. Por un momento no sucedió nada, pero luego una extraña y amarillenta claridad empezó a extenderse desde el suelo, esparciéndose por la habitación en mil fragmentos que brillaban y chasqueaban. Todos los pequeños animales nocturnos del castillo centelleaban como luciérnagas. Se movían como flechas de un lado a otro del vestíbulo, producían fugaces sombras con su luz enfermiza y hacían que la oscuridad fuera más fría que antes.
—Ojalá no lo hubieras hecho —dijo Molly—. ¿Puedes hacerlas desaparecer? Especialmente las púrpuras con.,., con piernas, me parece.
—No, no puedo —respondió Schmendrick, contrito—. Calla, ¿dónde está la calavera?
Lady Amalthea podía ver su sonrisa horrible en lo alto de una columna, pequeña como un limón en la penumbra y borrosa como la luna al amanecer, pero no dijo nada. No había hablado desde que bajó de la torre.
—Allí —dijo el mago. Se precipitó sobre la calavera y miró dentro de sus vacías y cuarteadas cuencas durante largo rato, en tanto asentía lentamente con la cabeza y murmuraba sonidos solemnes. Molly Grue seguía con mucha seriedad sus evoluciones, sin dejar de echar ocasionales miradas a lady Amalthea —. Ya está. Aléjate un poco.
—¿De verdad que hay conjuros para hacer que una calavera hable? —preguntó Molly.
El mago extendió los dedos y le dedicó una breve y competente sonrisa.
—Hay conjuros para hacer que hable cualquier cosa. Los mejores hechiceros fueron grandes oyentes, e idearon métodos para conseguir que todas las cosas del mundo, vivas o muertas, les hablaran. Es lo principal para un hechicero..., ver y escuchar —exhaló un largo suspiro y apartó la mirada abruptamente, frotándose las manos—. Lo demás es técnica. Bueno, allá vamos.
Se situó sin más dilación frente a la calavera, posó levemente la mano sobre el pálido cráneo y le habló con voz profunda y conminatoria. Las palabras salieron de su boca como soldados, marcando el paso enérgicamente mientras cruzaban el oscuro espacio, pero la calavera no respondió.
—Me lo imaginaba —musitó el mago.
Levantó la mano y le habló otra vez. El nuevo conjuro sonaba razonable y halagador, casi dolorido. La calavera permaneció en silencio, pero Molly tuvo la impresión de que algo daba signos de vida en aquellos huesos descraneados y volvía a desaparecer.
A la luz tenebrosa de los radiantes bichos, el cabello de lady Amalthea brillaba como una flor. No aparentaba interés o indiferencia, sino esa calma que a veces se apodera de los campos de batalla, y miraba a Schmendrick como recitaba sucesivos encantamientos a un descolorido pedazo de hueso que no decía ni una palabra más que ella. A pesar de que cada ensalmo era proferido en un tono más desesperado que el anterior, la calavera no hablaba. Hasta Molly Grue estaba segura de que se hallaba despierta y bien atenta... y entretenida. Conocía el silencio de la burla demasiado bien para confundirlo con el de la muerte.
El reloj dio las veintinueve... al menos, ése fue el punto en que Molly dejó de contar. Las oxidadas campanadas aún resonaban en el suelo cuando Schmendrick se golpeó los puños repentinamente y gritó:
— ¡Está bien, has ganado, rótula pretenciosa! ¿Qué te parecería un puñetazo en el ojo?
Las últimas palabras desembocaron en un gruñido de rabia y sufrimiento.
—Está bien —dijo la calavera—. Grita bien fuerte. Despierta al viejo Haggard.—Su voz sonaba como las ramas crujiendo y azotándose en el viento—. Grita más alto. El viejo debe merodear por aquí cerca. No duerme mucho.
Molly soltó un gritito de placer, incluso lady Amalthea avanzó un pie tímidamente. Schmendrick continuaba con los puños cerrados, pero sin ninguna expresión de triunfo en el rostro.
—Vamos —dijo la calavera—, pregúntame cómo encontrar al Toro Rojo. No te equivocas al pedirme consejo. Soy el vigía del rey, con la misión de guardar el camino que conduce al Toro. Ni el príncipe Lír conoce el camino secreto, pero yo sí.
—Si de verdad montas guardia aquí, ¿por qué no das la alarma? —preguntó tímidamente Molly Grue—. ¿Por qué nos ofreces tu ayuda, en lugar de llamar a los hombres de armas?
—He estado sobre esta columna mucho tiempo —rió la calavera con un ruido seco—. En tiempos fui el jefe de los guardaespaldas de Haggard, hasta que me hizo cortar la cabeza no sé por qué razón. Eso era en los días en que intentaba averiguar si realmente le gustaba esta ocupación. No le gustó, pero pensó que igualmente podía utilizar mi cabeza, así que la emplazó aquí arriba para que le hiciera de centinela. No soy tan leal al rey Haggard como debería serlo.
—Entonces, descífranos el enigma —dijo Schmendrick en voz baja—. Enséñanos el camino que lleva al Toro Rojo.
—No —dijo la calavera, y se puso a reír como un loco.
—¿Por qué no? —gritó Molly, furiosa—. ¿Qué clase de juego es...?
Las grandes mandíbulas amarillas de la calavera no se movieron, pero pasó algún tiempo antes de que la despreciable risa se calmara. También las veloces cosas nocturnas, bañadas en su suave luz, hicieron una pausa hasta que cesó.
—Estoy muerto —dijo la calavera—. Estoy muerto y cuelgo en la oscuridad, vigilando las propiedades del rey Haggard. La única pequeña diversión que tengo es fastidiar y exasperar a los vivos, y no hay demasiadas oportunidades para hacerlo. Es una triste circunstancia porque, cuando vivía, la mía era una naturaleza particularmente irritante. Estoy seguro de que me perdonaréis si me entretengo un poco con vosotros. Intentadlo mañana; tal vez os lo diga.
— ¡Pero no tenemos tiempo! —alegó Molly. Schmendrick le dio un codazo, pero ella se lanzó adelante y se plantó frente a la calavera, apelando a sus ojos deshabitados—. No tenemos tiempo. Puede que ahora ya sea demasiado tarde.
—Yo tengo tiempo —dijo la calavera pensativamente—. No es tan bueno tener tiempo, prisas, disputas, desesperación, esto perdido, aquello abandonado, cosas que no sabes cómo encajar en un espacio tan pequeño... Así es la vida. Creéis que habéis hecho tarde para algunas cosas: no os preocupéis.
—Yo tengo tiempo —dijo la calavera pensativamente—. No es tan bueno tener tiempo, prisas, disputas, desesperación, esto perdido, aquello abandonado, cosas que no sabes cómo encajar en un espacio tan pequeño... Así es la vida. Creéis que habéis hecho tarde para algunas cosas: no os preocupéis.
Molly habría seguido suplicando, pero el mago la cogió por el brazo y la apartó a un lado.
— ¡Cállate! —dijo con voz enfurecida—. Ni una palabra, ni una palabra más. La maldita cosa habló, ¿no es así? Quizá es lo único que necesita el enigma.
—No lo es —le informó la calavera—. Hablaré tanto como queráis, pero no os diré nada. Despreciable, ¿verdad? Deberíais haberme conocido cuando estaba vivo.
—¿Dónde está el vino? —preguntó Schmendrick a Molly, sin prestar atención a la calavera—. Veré lo que puedo hacer con el vino.
—No pude encontrarlo —respondió la mujer, algo nerviosa— . Miré por todas partes, pero me parece que no hay una gota en todo el castillo. —El mago le dirigió una mirada feroz, en medio de un inmenso silencio—. Miré, de veras.
Schmendrick alzó los brazos lentamente y los dejó caer a sus costados
.
—Bien —dijo—. Bien, dejémoslo correr, pues, si no podemos encontrar vino. Tengo mis esperanzas, pero no puedo sacar vino del aire.
—La materia no se crea ni se destruye —señaló la calavera con una risa hueca y restallante—. Al menos, la mayoría de los magos no lo han conseguido.
—Bien —dijo—. Bien, dejémoslo correr, pues, si no podemos encontrar vino. Tengo mis esperanzas, pero no puedo sacar vino del aire.
—La materia no se crea ni se destruye —señaló la calavera con una risa hueca y restallante—. Al menos, la mayoría de los magos no lo han conseguido.
Molly sacó de un bolsillo del vestido un frasquito que brilló en la oscuridad.
—Pensé que si tenías un poco de agua para empezar... —La mirada que le dedicó Schmendrick era extraordinariamente parecida a la de la calavera—. Bueno, ya está hecho. No es lo mismo que producir algo nuevo. Nunca te lo pediría.
Aún sin terminar de hablar, miró de soslayo a lady Amalthea, pero Schmendrick le quitó el frasco de la mano y lo estudió con aire pensativo, dándole vueltas al tiempo que murmuraba curiosas y delicadas palabras.
—¿Por qué no? —dijo al fin—. Como tú dices, es un truco común. Hizo furor una temporada, según creo recordar, pero actualmente está algo pasado de moda.
Movió una mano lentamente sobre el frasco, trenzando una palabra en el aire.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió la calavera—. Oye, hazlo más cerca, no puedo ver nada.
El mago se dio la vuelta y ocultó el frasco contra su pecho. Inició un cántico entre susurros, que hizo pensar a Molly en los sonidos que continúa haciendo un fuego apagado mucho después de que se ha consumido la última brasa.
—Has de comprender —se interrumpió un instante— que no será nada especial. "Vin ordinaire", si llega. —Molly asintió solemnemente y Schmendrick prosiguió—: Suele salir demasiado dulce. Y cómo conseguiré que el vino se beba a sí mismo, no tengo la más ligera idea. —Reemprendió el sortilegio, en voz todavía más baja, mientras la calavera se lamentaba amargamente de que no podía ver ni oír nada. Molly ensayó algunas palabras tranquilizadoras y llenas de esperanza para lady Amalthea, que siguió en silencio y sin mirarla.
El cántico se detuvo de repente y Schmendrick se llevó el frasco a los labios, pero antes lo olió.
—Flojo, flojo, ningún aroma. Nadie ha conseguido nunca hacer buen vino con magia.
Se inclinó para beber del frasco..., luego lo agitó, miró en su interior y lo volcó con una débil y horrible sonrisa. No salió nada, absolutamente nada.
—Ya está hecho —dijo, con algo parecido a la alegría. Se tocó los secos labios con la seca lengua y repitió—. Ya está hecho, al fin está hecho.
Sin dejar de sonreír, alzó el frasco de nuevo para estrellarlo en el piso.
— ¡No, espera..., no! —La ruidosa voz de la calavera protestó con tanta vehemencia que Schmendrick se detuvo antes de que el frasco abandonara su mano.
Él y Molly se giraron al unísono para mirar a la calavera que, de tanta angustia, había empezado a bambolearse donde estaba colgada, golpeándose el maltrecho occipucio contra la columna, como si luchara por liberarse—. ¡No hagas eso! Debes de estar loco para tirar un vino como ése. ¡Dámelo a mí si no lo quieres, pero no lo tires! —gritaba mientras daba tumbos y sacudidas, y lloriqueaba.
Una expresión perpleja y calculadora, como una nube de lluvia que se desliza sobre una tierra seca, cruzó el rostro de Schmendrick.
—¿Y de qué te sirve el vino? —preguntó con cautela— si no tienes lengua para probarlo, paladar para saborearlo, ni garganta para tragarlo? Cincuenta años muerto... ¿Es eso lo que aún recuerdas, lo que aún deseas...?
— Cincuenta años muerto, sí. ¿Qué otra cosa puedo hacer? — La calavera había cesado sus grotescas contorsiones, pero la frustración hacía que su voz fuera casi humana—. Recuerdo, recuerdo más cosas que el vino. Dame un trago, nada más, un sorbo, y lo disfrutaré como nunca haréis vosotros, con toda vuestra carne palpitante, todos vuestros sentidos y órganos. He tenido tiempo para pensar. Sé a qué sabe el vino. Dámelo.
Schmendrick meneó la cabeza y sonrió, enseñando los dientes.
—Elocuente, pero me siento algo rencoroso últimamente.
Por tercera vez levantó el frasco vacío, y la calavera gimió con mortal padecimiento.
—Pero no es... —empezó a decir Molly Grue, pero el mago le propinó un pisotón.
—Claro que —meditó Schmendrick en voz alta— si consiguieras recordar la entrada de la caverna del Toro Rojo tan bien como recuerdas el vino, todavía podríamos negociar.
Hizo girar el frasco entre dos dedos, de manera despreocupada.
— ¡Hecho! —gritó al instante la calavera—. ¡Hecho, por un trago, pero dámelo ahora! Sólo de pensar en el vino me entra más sed de la que tuve en vida, cuando tenía un gaznate para remojar. Dame un traguito ahora y te diré todo lo que quieras saber.
Las desgastadas mandíbulas estaban empezando a entrechocar entre sí. Los polvorientos dientes temblaban y se disolvían.
—Dáselo —susurró Molly a Schmendrick.
La sola idea de que las desnudas cuencas de los ojos empezaran a llenarse de lágrimas la aterrorizaba. Sin embargo, Schmendrick negó de nuevo con la cabeza.
—Te lo daré todo..., después de que nos digas cómo podemos encontrar al Toro.
La calavera suspiró, pero no dudó.
—A través del reloj. Pasas a través del reloj y sales allí. ¿Me darás ahora el vino?
—A través del reloj. —El mago fue a mirar la lejana esquina del gran vestíbulo donde estaba el reloj. Era alto, negro y estrecho, la pálida sombra de un reloj. El cristal de la esfera estaba roto y la manecilla de la hora no existía. Al otro lado del cristal gris se podían distinguir las ruedecillas, sacudiéndose y girando como el movimiento espasmódico de los peces—. Quieres decir que cuando el reloj da la hora correcta se abre y da paso a un túnel o a una escalera secreta.
—A través del reloj. —El mago fue a mirar la lejana esquina del gran vestíbulo donde estaba el reloj. Era alto, negro y estrecho, la pálida sombra de un reloj. El cristal de la esfera estaba roto y la manecilla de la hora no existía. Al otro lado del cristal gris se podían distinguir las ruedecillas, sacudiéndose y girando como el movimiento espasmódico de los peces—. Quieres decir que cuando el reloj da la hora correcta se abre y da paso a un túnel o a una escalera secreta.
La duda asomaba en su voz, porque el reloj parecía demasiado delgado para ocultar semejante pasadizo.
—No sé nada sobre eso —replicó la calavera—. Si esperas a que este reloj marque la hora exacta, estarás aquí hasta que te quedes tan calvo como yo. ¿Por qué complicar un sencillo secreto? Pasas a través del reloj y el Toro Rojo está detrás. Dame.
—Pero el gato dijo... —empezó Schmendrick.
Entonces caminó en dirección al reloj. La oscuridad producía el efecto de que se estuviera alejando bajo una colina, cada vez más pequeño y encorvado. Cuando llegó ante el reloj siguió caminando sin pausa, como si realmente no fuera más que una sombra, pero se dio un golpe en la nariz.
—Esto es estúpido —dijo fríamente a la calavera, cuando volvió—. ¿Cómo piensas engañarnos? Es posible que el camino hacia el Toro pase por el reloj, pero hay algo más que no sabemos. O me lo dices o derramaré el vino en el suelo, para que te acuerdes de su olor y de su apariencia tanto como quieras. ¡Rápido!
Pero la calavera estaba riendo nuevamente, con un ruido solícito, casi amable.
—Recuerda lo que te dije acerca del tiempo. Cuando estaba vivo creía igual que tú, que el tiempo era, como mínimo, tan real y sólido como yo, o incluso más. Decía «es la una» como si pudiera verla, y «lunes» como si pudiera encontrarlo en el mapa; me dejé arrastrar de minuto en minuto, de día en día, de año en año, como si realmente me trasladara de un lugar a otro. Como todo el mundo, vivía en una casa de ladrillos con segundos, minutos, fines de semana y días de Año Nuevo, y nunca salí afuera hasta que morí, puesto que no había otra puerta. Ahora sé que podría haber atravesado las paredes.
Molly parpadeó asombrada, pero Schmendrick continuó negando con la cabeza.
—Sí, así es como actúan los auténticos magos. Pero el reloj...
—El reloj nunca dará la hora exacta —afirmó la calavera—. Haggard estropeó la maquinaria hace mucho tiempo, un día que intentó retrasar la hora mientras estaba en funcionamiento. Pero lo importante es que comprendáis que no importa si el reloj da las diez, las siete o las tres de la tarde; podéis marcaros vuestra propia hora y detener la cuenta cuando deseéis. Cuando comprendáis esto..., cualquier hora será la hora correcta.
En ese momento, el reloj dio las cuatro. Aún no se había desvanecido la última campanada cuando, en respuesta, se oyó un ruido bajo el gran vestíbulo. No se trataba de un bramido, ni del salvaje estruendo que provocaba el Toro Rojo mientras soñaba; era un sonido grave e interrogativo, como si el Toro hubiera despertado al intuir algo nuevo en la noche. Cada losa silbó como una serpiente, y la oscuridad se estremeció del mismo modo que las luminosas criaturas nocturnas, diseminadas locamente por los rincones del vestíbulo. Molly presintió, sin lugar a dudas, que el rey Haggard estaba cerca.
—Dame el vino —pidió la calavera—. He cumplido mi parte del trato. —En silencio, Schmendrick vertió el frasco vacío en la boca vacía, y la calavera gorjeó, suspiró y se relamió—. ¡Aja, algo delicioso, esto sí que es vino! Eres mucho mejor mago de lo que pensaba. ¿Comprendes ahora lo que dije sobre el tiempo?
—Sí —contestó Schmendrick—. Creo que sí. —El Toro Rojo repitió aquel curioso sonido y la calavera se encogió contra la columna—. No, no lo sé. ¿No hay otro camino?
—¿Cómo puede haberlo?
—¿Cómo puede haberlo?
Molly oyó pasos, después nada, después el ruido tenue y cauteloso de una respiración. No estaba segura de dónde venía. Schmendrick se volvió hacia ella y mostró su rostro, en el que se transparentaban el miedo y la confusión como en el interior de un farol de cristal. Había una luz también, pero temblaba como un fanal en el viento.
—Creo que lo comprendo —dijo el mago—, pero no estoy seguro. Lo intentaré.
—Todavía creo que es un auténtico reloj —dijo Molly—, pero, de todas formas, me parece bien lo que dices. Soy capaz de pasar a través de un reloj. —En parte, trataba de darle ánimos, pero sintió una calidez en el cuerpo al darse cuenta que lo que había dicho era cierto—. Sé dónde tenemos que ir, y eso es tan bueno como saber la hora en cualquier momento.
— Os daré gratis un pequeño consejo —interrumpió la calavera—, ya que el vino era muy bueno. —Schmendrick compuso una expresión de culpabilidad—. Destrozadme. Tiradme al suelo y dejad que me rompa en pedazos. No preguntéis por qué, sólo hacedlo —hablaba muy rápido, casi entre susurros.
—¿Qué? ¿Por qué? —exclamaron Schmendrick y Molly al mismo tiempo.
La calavera repitió su ruego.
—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué demonios deberíamos destrozarte?
— ¡Hacedlo! —insistió la calavera—. ¡Hacedlo!
— ¡Hacedlo! —insistió la calavera—. ¡Hacedlo!
El ruido de la respiración se acercaba desde todas direcciones, pero sólo un par de pies taconeaba.
—No —dijo Schmendrick—. Estás loco.
Le dio la espalda y se encaminó por segunda vez hacia el oscuro y ascético reloj. Molly cogió la fría mano de lady Amalthea y le siguió, arrastrando a la joven como una cometa.
—Está bien —dijo tristemente la calavera—. Os advertí. —Empezó a gritar en el acto con voz terrible, una voz como el tableteo de la lluvia sobre el metal—. ¡Socorro, mi señor! ¡A mí, la guardia! ¡Hay ladrones, bandidos, secuestradores, rateros, asesinos, criminales redomados, merodeadores, plagiarios! ¡Rey Haggard! ¡A mí, rey Haggard!
Oyeron el estruendo de numerosas pisadas, sobre sus cabezas y a su alrededor, y las voces entrecortadas de los ancianos hombres de armas, que gritaban mientras corrían. Las antorchas no flameaban, pues no se podía encender ninguna luz en el castillo sin el permiso del rey Haggard, y éste permanecía en silencio. Los tres ladrones estaban confundidos e indecisos, y contemplaban boquiabiertos a la calavera.
—Lo siento. Soy así, traicionero. Pero intenté... —Entonces sus ojos inexistentes repararon en lady Amalthea y, por imposible que fuese, se ensancharon y brillaron—. Oh, no, no, tú no. Soy desleal, pero no tan desleal.
— ¡Corre! —dijo Schmendrick, como tiempo atrás había gritado a la salvaje leyenda blanca como el mar, que acababa de poner en libertad.
Atravesaron a toda velocidad el gran vestíbulo, mientras los hombres de armas tropezaban en la oscuridad y la calavera chillaba:
— ¡Unicornio! ¡Unicornio! ¡Haggard, Haggard, allá va, hacia el Toro Rojo! Vigila el reloj, Haggard... ¿Dónde estás? ¡Unicornio! ¡Unicornio!
Por encima del alboroto se elevó el furioso siseo del rey Haggard.
— ¡Necio, traidor, fuiste tú quien se lo dijo!
Sus rápidos y silenciosos pasos se aproximaban; Schmendrick se mentalizó de que debía dar media vuelta y combatir, pero en ese preciso instante se oyó un gruñido, un crujido, unos arañazos, y por último, el chasquido de viejos huesos al caer sobre viejas piedras. El mago se lanzó hacia adelante.
Cuando se detuvieron frente al reloj ya no había margen para la duda o la comprensión. Los hombres de armas habían entrado en el vestíbulo y el fragor de sus pasos despertaba ecos en las paredes, mientras el rey Haggard no cesaba de maldecirlos e insultarlos. Lady Amalthea no dudó, entró en el reloj y desapareció como la luna bajo las nubes, cubierta por ellas, pero no dentro de ellas, solitaria, a
miles de kilómetros.
Como si fuera una dríada, pensó absurdamente Molly, y el tiempo su árbol. A través del turbio y manchado espejo podía ver las pesas, el péndulo y los gastados carillones, balanceándose y fulgurando ante su mirada. No existía una puerta al otro lado por la que lady Amalthea hubiera podido pasar, sólo la herrumbrosa avenida de los mecanismos que llevaba la lluvia a sus ojos. Las pesas oscilaban de un lado a otro como algas marinas.
— ¡Detenedles! ¡Haced pedazos el reloj! —gritaba el rey Haggard.
Molly volvió un poco la cabeza para decirle a Schmendrick que creía haber adivinado lo que ocultaban las palabras de la calavera, pero el mago había desaparecido, y también el vestíbulo del rey Haggard. Lo mismo sucedía con el reloj.
Se encontró al lado de lady Amalthea, en un lugar muy frío.
La voz del rey le llegó desde muy lejos, más como un recuerdo que como una realidad. Al volver la cabeza vio el rostro del príncipe Lír. Tras él caía un telón de bruma, que se estremecía como los flancos de un pez, y que no se parecía en nada con la maquinaria corroída de un reloj. No había ni rastro de Schmendrick.
El príncipe Lír dedicó una inclinación de cabeza a Molly, pero habló primero a lady Amalthea.
—Te habrías ido sin mí —dijo—. No has escuchado nada en absoluto.
Ella le respondió otra vez, a pesar de que no había dirigido la palabra ni a Schmendrick ni a Molly, con voz dulce y clara.
— Habría vuelto. No sé por qué estoy aquí, o quién soy. Pero habría vuelto.
—No —dijo el príncipe—, nunca habrías vuelto.
Antes de que pudiera continuar, Molly le interrumpió, para su propio asombro, y gritó:
— ¡Eso no importa ahora! ¿Dónde está Schmendrick? —Aquellos dos extraños la miraron con tan genuino asombro que nadie habría sido capaz de abrir la boca.
Molly se estremeció de la cabeza a los pies, pero luego reaccionó—. ¿Dónde está? Si no volvéis atrás, yo lo haré.
Entonces el mago surgió de la bruma, la cabeza baja, como si estuviera soportando el empuje de un fuerte viento. Con una mano se apretaba la sien y, al retirarla, manó un poco se sangre.
—No pasa nada —dijo cuando vio que la sangre caía sobre las manos de Molly Grue—. No pasa nada, no es profundo. No pude llegar hasta que sucedió. —Se inclinó torpemente ante el príncipe Lír—. Pensé que erais vos el que pasó junto a mí en la oscuridad. Decidme, ¿cómo atravesasteis el espejo con tanta facilidad? La calavera dijo que no conocíais el camino.
—¿Qué camino? —preguntó, estupefacto—. ¿Qué tenía que saber? Vi por dónde se iba ella y la seguí.
La repentina carcajada de Schmendrick rebotó ásperamente en las protuberantes paredes, que se iban materializando ante ellos a medida que sus ojos se acostumbraban a la nueva oscuridad.
—Por supuesto —observó el mago—. Algunas cosas, por su naturaleza, requieren su propio tiempo. —Rió de nuevo, agitando la cabeza, y la sangre siguió manando. Molly desgarró un trozo de su vestido—. Aquellos pobres hombres... —prosiguió Schmendrick—. No querían herirme y yo no quería herirles, en la medida de lo posible, así que escurrimos el bulto, intercambiando disculpas, y Haggard no paraba de gritar. Entonces salté dentro del reloj. Sabía que no era real, pero lo sentía real, y eso me preocupaba. Haggard se abalanzó sobre mí y me hirió. — Cerró los ojos mientras Molly le vendaba la cabeza—. Haggard... Había conseguido gustarle, y todavía le gusto. Parecía tan asustado...
Las confusas y lejanas voces del rey y de sus hombres iban subiendo de tono.
—No entiendo —dijo el príncipe Lír—. ¿Mi padre... asustado? ¿Qué...?
En aquel instante, al otro lado del reloj, oyeron un grito inarticulado de triunfo y el principio de un gran estrépito. La trémula neblina desapareció inmediatamente y un negro silencio cayó sobre ellos.
—Haggard ha destruido el reloj —afirmó Schmendrick sin vacilar—. Ahora no podemos retroceder, y el único camino que nos queda es el camino que conduce al Toro.
Un viento lento y espeso comenzó a soplar.
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