CAPÍTULO VI
El capitán Cully se durmió en la decimotercera estrofa de la decimonovena canción, y Schmendrick, que había cesado de reír con sorprendente rapidez, se apresuró a intentar zafarse de sus ligaduras. Las tensó hasta el límite de sus fuerzas, pero resistieron. Jack Jingly le había atado con una cuerda lo suficientemente larga como para aparejar una goleta de tamaño mediano, y había hecho unos nudos del tamaño de un cráneo.
«Tranquilo, tranquilo», se aconsejó a sí mismo. «Ningún hombre con el poder de convocar a Robín Hood —de crearlo, a decir verdad— puede estar sujeto durante mucho tiempo! Una palabra, un deseo, y este árbol será de nuevo una bellota en una rama y la cuerda será una alga de pantano.» Pero supo, antes de suplicar ayuda al poder que le había embargado poco antes, que ya no existía; sólo una ligera molestia indicaba el lugar que había ocupado. Se sintió como una crisálida abandonada.
—Haz lo que quieras —dijo en voz baja.
El capitán Cully despertó al instante y se puso a cantar la decimocuarta estrofa.
Hay cincuenta espadas fuera de la casa
y en su interior cincuenta más,
y me temo, capitán, que con ellas,
para matarnos bastará.
Valor, valor, dijo el capitán Cully,
y no abrigues más temores,
tal vez haya cien espadas,
pero somos siete hombres.
y en su interior cincuenta más,
y me temo, capitán, que con ellas,
para matarnos bastará.
Valor, valor, dijo el capitán Cully,
y no abrigues más temores,
tal vez haya cien espadas,
pero somos siete hombres.
—Ojalá te descuartizaran —le espetó el mago, pero Cully se durmió de nuevo.
Schmendrick probó algunos trucos sencillos para escapar, pero no podía utilizar las manos y, de hecho, estaba harto de trucos. Consiguió, sin embargo, que el árbol se enamorara de él y empezara a describir, con apasionados suspiros y murmullos, la dicha de estar fundido en un eterno abrazo con un roble. «Siempre, siempre», proclamaba, «una fidelidad más allá de todo merecimiento. Conservaré en
mi memoria el color de tus ojos cuando nadie quede en la tierra que recuerde tu nombre. No hay más inmortalidad que la del amor de un árbol.»
—Estoy prometido —se disculpó Schmendrick—. A un alerce del Oeste. Desde la niñez. Un matrimonio por contrato, sin la menor posibilidad de elección. Sin esperanza. Nuestro amor es imposible.
Un estremecimiento de furia sacudió al roble, como si una tormenta se cerniera exclusivamente sobre él.
— ¡Caigan rayos y centellas sobre ella! —rugió encolerizado—. ¡Maldito pedazo de madera, condenada conífera, mentirosa hoja perenne, nunca te tendrá! ¡Pereceremos juntos y todos los árboles conservarán en su memoria nuestra tragedia!
Schmendrick podía sentir al árbol, en toda su extensión, palpitar como su corazón, y temió que realmente fuera a partirse de rabia. Las cuerdas le apretaban cada vez más y la noche iba adquiriendo tonalidades rojas y amarillas. Intentó explicar al roble que el amor era generoso precisamente porque nunca podía llegar a ser inmortal, y luego pidió ayuda, con toda la potencia de sus pulmones, al capitán Cully, pero le salió un sonido chirriante y breve como el de un árbol. Tiene buenas intenciones, pensó, y se resignó a ser amado. Entonces las cuerdas se fueron aflojando a medida que arremetía contra ellas y cayó de espaldas al suelo, respirando convulsivamente. La unicornio estaba parada frente a él, oscura como la sangre más oscura. Le tocó con el cuerno.
Cuando pudo levantarse, la unicornio se marchó en dirección contraria. El mago la siguió, receloso del roble, aunque estaba quieto de nuevo, como cualquier árbol que no ha conocido el amor. El cielo todavía era negro, pero una penumbra húmeda dejaba entrever el inminente amanecer violáceo. El clarear del cielo trajo consigo la formación de gruesas nubes plateadas; las sombras se atenuaron, los sonidos se hicieron indistintos, las formas aún no habían decidido qué iban a ser ese día. Incluso el viento se interrogaba a sí mismo.
—¿Me viste? —preguntó a la unicornio—. ¿Estabas mirándome, viste lo que hice?
—Sí —respondió—. Era verdadera magia.
El vacío volvió, amargo y frío como una espada.
—Se ha ido ahora —dijo—. Lo tenía, o me tenía, pero se ha ido ahora. No pude retenerlo.
La unicornio flotaba ante él, silenciosa como una pluma. Muy cerca sonó una voz familiar:
—¿Tan pronto nos abandonas, mago? A los hombres les sabrá mal y te echarán de menos.
El interpelado se volvió y vio a Molly Grue apoyada en un árbol. Iba descalza, con los pies llagados y ensangrentados, el vestido andrajoso y el pelo sucio.
—Sorpresa —dijo la muchacha—. Soy la doncella Marian.
Entonces vio a la unicornio. No se movió ni articuló palabra, pero de repente sus ojos se llenaron de lágrimas. Estuvo mucho rato inmóvil; luego aferró el dobladillo con los dedos y dobló las rodillas en una especie de temblorosa reverencia. Cruzó los tobillos y bajó los ojos, pero aún tardó Schmendrick otro instante antes de comprender que Molly Grue estaba rindiendo homenaje a la unicornio.
El mago empezó a reír y Molly se levantó de un salto, sonrojada desde el cabello hasta el cuello.
—¿Dónde estabas? —gritó ella—. Maldito seas, ¿dónde estabas?
Avanzó unos pasos en dirección a Schmendrick, pero miraba más allá de él, a la unicornio. El mago se interpuso en su camino, sin permitirle que siguiera adelante.
—No hables así —dijo, dudando aún de que hubiera reconocido a la unicornio—. ¿No sabes cómo comportarte, mujer? Y no hagas reverencias.
Pero Molly le apartó a un lado y se plantó ante la unicornio, reprendiéndole como si fuera una vaca extraviada. «¿Dónde estabas?» Ante la blancura y el brillo del cuerno, Molly pareció empequeñecerse, como un escarabajo chillón, pero esta vez fue la unicornio quien bajó la mirada.
—Ahora estoy aquí —dijo por fin.
—Y yo ¿qué gano con que estés aquí, ahora? —dijo Molly, casi sin despegar los labios—. ¿Dónde estabas hace veinte años, diez años? ¿Cómo te atreves, cómo te atreves a venir a mí ahora, ahora que me he convertido en esto? — Con un gesto de la mano se describió: rostro consumido, los ojos sin brillo, el corazón marchito—. Ojalá no hubieras vuelto nunca. ¿Por qué has regresado?
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. La unicornio no replicó. Fue Schmendrick el que habló primero.
—Ella es el último. El último unicornio del mundo.
—Podría serlo —dijo Molly conteniendo el llanto—. Podría ser el último unicornio del mundo que viniera a Molly Grue. —Entonces se irguió para acariciar la mejilla de la unicornio con la palma de la mano, pero ambas titubearon un poco y la caricia se perdió en un suave y tembloroso punto bajo la quijada—. Está bien. Te perdono.
—Los unicornios no están hechos para ser perdonados. —Un vertiginoso rapto de celos invadió al mago, no sólo por la caricia, sino porque algo similar a un secreto se estaba perfilando entre Molly y la unicornio—. Los unicornios son para los que empiezan, para los puros y los inocentes, para los recién llegados. Los unicornios son para las vírgenes.
—No sabes mucho sobre unicornios —dijo Molly, acariciando el cuello de la unicornio con la timidez de un ciego.
Se secó las lágrimas en la blanca crin. El cielo era de un gris jade ahora, y los árboles que se insinuaban en la oscuridad un momento antes ya eran árboles reales, siseando al viento del alba.
Schmendrick dijo fríamente, mirando a la unicornio:
—Debemos partir.
—Sí, antes de que los hombres caigan sobre nosotros y te rebanen el cuello por haberles tomado el pelo —apuntó Molly con rapidez. Miró atrás, por encima del hombro—. Quería coger unas cosas, pero ya no importa. Estoy preparada.
—Sí, antes de que los hombres caigan sobre nosotros y te rebanen el cuello por haberles tomado el pelo —apuntó Molly con rapidez. Miró atrás, por encima del hombro—. Quería coger unas cosas, pero ya no importa. Estoy preparada.
Schmendrick avanzó hacia ella y se interpuso en su camino.
—No puedes venir con nosotros. Tenemos una misión.
Puso la máxima energía en su voz y en su mirada, pero notó que su nariz le traicionaba. Nunca había sido capaz de disciplinar su nariz. La cara de Molly se cerró frente a él como un castillo, por el que asomaban cañones, ballestas y calderos de plomo derretido.
—¿Y quién eres tú para decir «vamos»?
—Soy su guía —señaló el mago con aires de importancia.
La unicornio emitió un débil sonido de sorpresa, como una gata cuando llama a sus crías. Molly lo repitió como un eco.
—No sabes gran cosa sobre unicornios —insistió—. Te deja viajar con él, aunque no entiendo bien por qué, pero no te necesita. Ni a mí tampoco, bien lo sabe el cielo, pero me dejará venir de todos modos. Pregúntale. —La unicornio repitió el ruido de antes y el castillo que era la cara de Molly bajó el puente levadizo, y expuso abiertamente todo cuanto ocultaba—. Pregúntale.
Schmendrick supo la respuesta de la unicornio por un súbito desfallecimiento del corazón. Trató de comportarse con inteligencia, pero la envidia y la vanidad pudieron más y se oyó clamar penosamente:
— ¡Nunca! ¡Te lo prohíbo...! ¡Yo, Schmendrick el Mago! —Su voz adquirió tintes sombríos y hasta su nariz se hizo amenazadora—. ¡Ve con cuidado de no desatar la cólera de un mago! Si me diera la gana de convertirte en un sapo...
—Me moriría de risa —bromeó Molly Grue—. Eres hábil con los cuentos de hadas, pero no puedes convertir la nata en mantequilla. —Sus ojos chispearon con un destello de comprensión—. Sé sensato, hombre. ¿Qué pensabas hacer con el último unicornio del mundo? ¿Meterlo en una jaula?
El mago se apartó de Molly para evitar que viera su cara. No miró directamente a la unicornio, sino que atisbo a hurtadillas breves retazos de ella, con tanta cautela como si estuviera obligado a devolvérselos. Blanca y secreta, con el cuerno brillando a la luz del amanecer, le miraba con profunda dulzura, pero el mago no podía tocarla.
—Ni siquiera sabes adonde nos dirigimos —advirtió a la joven.
—¿De veras crees que me importa? —preguntó Molly.
Repitió el sonido gatuno.
—Nuestro viaje tiene como meta el país del rey Haggard, para encontrar el Toro Rojo.
La piel de Molly se erizó por un momento, con independencia de lo que creyeran sus huesos o supiera su corazón; pero entonces la unicornio echó su aliento sobre la palma de su mano abierta, y Molly sonrió cuando notó cómo el calor corría entre sus dedos.
—Bien, pues vais en dirección equivocada —dijo.
El sol ya estaba alto, sobre el horizonte, cuando ella les condujo de regreso por el camino que habían tomado, más allá de Cully, que dormía profundamente en su tronco, a través del claro y aún más lejos. Los hombres estaban regresando, se oían crujir las ramas secas y el chasquido de la maleza al ser pisada. Tuvieron que ocultarse tras unas matas de espino ante la cercanía de dos de los bandidos de Cully, que se preguntaban amargamente si la visión de Robin Hood había sido real o no.
—Les olí —decía el primero de ellos—. A los ojos es fácil engañarlos, pero seguro que ninguna sombra huele.
— Los ojos falsean la realidad, desde luego —gruñó el segundo hombre, que parecía llevar a cuestas una ciénaga—. Pero, ¿de veras confías en el testimonio de tus orejas, de tu nariz, de tus cuerdas vocales? Yo no, amigo mío. El universo miente a nuestros sentidos, ellos nos mienten a nosotros, así que, ¿qué podemos ser sino mentirosos? Por mi parte, no confío ni en el mensaje ni en el mensajero, ni en lo que me dicen ni en lo que veo. En alguna parte debe existir la verdad, pero nunca me ha sido revelada.
—Ah —exclamó el primero con una sonrisa maligna—. Pero viniste corriendo con el resto de nosotros para marcharte con Robin Hood, y vagaste en su busca toda la noche, gritando y voceando como el resto de nosotros. ¿Por qué no te evitaste todas estas molestias, si eres tan sabio?
—Bien, nunca se sabe—respondió el otro escuetamente, escupiendo barro—. Podía estar equivocado.
Un príncipe y una princesa estaban sentados junto a un riachuelo en un valle boscoso. Sus siete sirvientes habían instalado un dosel bajo un árbol y la joven pareja real tomaba un ligero almuerzo, acompañados por la música de laúdes y tiorbas. Apenas se hablaron mientras duró la comida, y después la princesa suspiró y dijo:
— Bien, creo que sería mejor terminar con esas tonterías.
El príncipe empezó a leer una revista.
—Al menos deberías... —dijo la princesa, pero el príncipe continuó leyendo. La princesa hizo una señal a dos de sus servidores, que se pusieron a tocar música muy antigua con sus laúdes. Luego dio unos pasos sobre la hierba, levantó una brida reluciente como manteca y llamó—: ¡Aquí, unicornio, aquí! ¡Aquí, precioso, ven conmigo! ¡Ven y ven y ven y ven y ven!
—No estás llamando a tus pollos, ¿sabes? —indicó el príncipe, sin levantar los ojos—. ¿Por qué no cantas algo, en lugar de cloquear así?
—Bueno, hago lo que puedo —protestó la princesa—. Nunca hasta ahora había llamado a una de esas cosas.
—No estás llamando a tus pollos, ¿sabes? —indicó el príncipe, sin levantar los ojos—. ¿Por qué no cantas algo, en lugar de cloquear así?
—Bueno, hago lo que puedo —protestó la princesa—. Nunca hasta ahora había llamado a una de esas cosas.
Después de un pequeño silencio empezó a cantar:
Soy la hija de un rey,
y si para mí fuera importante,
la luna, que no tiene amante,
revolvería mis cabellos.
Nadie se atreve a desear
lo que elijo reclamar,
todo lo que me ha apetecido,
mío ha sido.
Soy la hija de un rey
y envejezco en el fondo
de la prisión de mi persona,
entre los confines de mi piel.
Y me gustaría escapar
y vagar de puerta en puerta
para ver tu sombra
una vez, y nunca más.
y si para mí fuera importante,
la luna, que no tiene amante,
revolvería mis cabellos.
Nadie se atreve a desear
lo que elijo reclamar,
todo lo que me ha apetecido,
mío ha sido.
Soy la hija de un rey
y envejezco en el fondo
de la prisión de mi persona,
entre los confines de mi piel.
Y me gustaría escapar
y vagar de puerta en puerta
para ver tu sombra
una vez, y nunca más.
Así cantó, una y otra vez, y luego llamó:
—Hermoso unicornio, precioso, precioso, precioso.— Siguió un rato más y al fin dijo, malhumorada—: Bien, he hecho cuanto podía. Me voy a casa.
—Has cumplido con la tradición bastante bien. —El príncipe bostezó y dobló la revista—. Nadie esperaba más. Era una pura formalidad. Ahora podemos casarnos.
—Sí —dijo la princesa—, ahora podemos casarnos. —Los sirvientes empezaron a empaquetar los enseres, mientras los dos músicos tocaban jubilosas melodías de boda. La voz de la princesa sonó algo triste y desafiante cuando afirmó—: Si hubiera algo como los unicornios, uno al menos habría acudido a mi llamada. Lo hice tan dulcemente como pude, y tenía la brida de oro. Y, por supuesto, soy pura e intocada.
—Al menos en lo que a mí concierne —respondió el príncipe con indiferencia—. Como ya dije, cumpliste con la tradición. No satisfaces a mi padre, pero tampoco lo hago yo. Haría falta un unicornio.
El príncipe era alto, y su cara poseía la blancura y la placidez de un merengue. Cuando ellos y su comitiva se hubieron ido, la unicornio salió del bosque, seguida de Molly y el mago, y reanudó su viaje.
Tiempo después, errando por otro país en el que no habían riachuelos y nada era verde, Molly le preguntó por qué no había acudido al reclamo de la princesa. Schmendrick se acercó para escuchar la respuesta, a pesar de que estaba al lado de la unicornio. Nunca estaba al lado de Molly.
—Esa hija de rey —dijo la unicornio—; jamás se habría escapado para ver mi sombra. Si me hubiera mostrado a sus ojos, y ella me hubiese reconocido, se habría asustado más que si hubiera visto un dragón, pues nadie hace promesas a un dragón. Recuerdo que antes no me importaba mucho ni poco que las princesas dijeran la verdad en sus canciones. Iba hacia ellas y apoyaba la cabeza en sus regazos, y unas pocas llegaron incluso a montarme, aunque casi todas tuvieron miedo. Pero ahora no tengo tiempo para ellas, sean princesas o cocineras. No tengo tiempo.
Molly dijo algo extraño entonces, considerando que era una mujer que jamás dormía una noche sin despertarse varias veces para asegurarse de que la unicornio seguía allí, y cuyos sueños estaban llenos de bridas de oro y de apuestos y jóvenes ladrones.
—Es la princesa la que no tiene tiempo. Las nubes arrastran y barren todas las cosas, princesas, magos, el pobre Cully y los demás, pero tú permaneces. Nunca ves las cosas una única vez. Me gustaría que, por un rato, fueras una princesa, o una flor, o un pato, algo que no pudiera esperar.
Cantó una estrofa de una lánguida y lúgubre canción, haciendo una pausa después de cada verso como si tratara de recordar el siguiente:
Quien puede elegir no elige,
a quien no puede se le ha exigido.
Podemos amar, pero cuánto perdemos...
Lo que se ha ido se ha ido.
a quien no puede se le ha exigido.
Podemos amar, pero cuánto perdemos...
Lo que se ha ido se ha ido.
Schmendrick se asomó por encima del lomo de la unicornio para observar a Molly.
—¿Dónde oíste esa canción? —preguntó.
Era la primera vez que le hablaba desde el amanecer en que se unió a la expedición.
—No me acuerdo. —Molly meneó la cabeza—. Me la sé desde hace mucho.
La tierra que atravesaban se iba haciendo más y más estéril cada día, y los rostros de la gente que encontraban más y más amargados, como la hierba marrón; pero a los ojos de la unicornio Molly se estaba transformando en un paisaje mucho más suave, salpicado de estanques y cavernas, en el que viejas flores refulgían de nuevo al brotar. Bajo la capa de suciedad e indiferencia asomó una mujer de apenas treinta y siete o treinta y ocho años..., no más vieja que Schmendrick, con toda probabilidad, a pesar de la cara sin edad del mago. Su áspero cabello florecía, su piel cobraba vida y su voz era casi igual de amable para todas las cosas que cuando hablaba con la unicornio. Aunque sus ojos nunca estaban alegres, del mismo modo que no podían ser verdes o azules, también parecían haber despertado a una nueva realidad. Caminaba con ilusión hacia los dominios del rey Haggard, con los pies descalzos y llenos de ampollas, y cantaba a menudo.
Y muy lejos, al otro lado de la unicornio, Schmendrick el Mago acechaba en silencio. Su capa negra estaba toda agujereada, prácticamente inservible, al igual que él. La lluvia que había renovado a Molly no cayó encima suyo, de modo que presentaba el mismo aspecto seco y desértico que el país. La unicornio no podía curarle. Un toque de su cuerno le habría rescatado de la muerte, pero no tenía poder sobre la desesperación, ni tampoco sobre la magia que ha venido y se ha marchado.
Así que prosiguieron el viaje juntos, bajo una luz macilenta y a merced de un viento que arañaba como uñas. La corteza del paisaje se resquebrajó como si fuera piel, ahondándose en barrancos y gargantas, o dando lugar a resecas colinas. El cielo se veía tan alto y difuminado que parecía desaparecer durante el día; la unicornio pensaba a veces que los tres debían de tener un aspecto similar al de ciegas y desvalidas babosas bajo el sol, arrojadas de su tronco o de su maloliente peñasco.
Pero todavía era una unicornio, con la peculiar manera de los unicornios de acrecentar su belleza en lugares y momentos siniestros. Incluso los sapos que gruñían en las charcas o en los árboles muertos retenían su aliento al verla. De hecho, los sapos habrían sido más hospitalarios que los hoscos campesinos del país de Haggard. Sus pueblos yacían desnudos como huesos entre colinas puntiagudas en las que nada crecía, y sus corazones eran tan inequívocamente amargos como la espuma de cerveza. Sus niños apedreaban a los forasteros, obligándoles a entrar en la ciudad, y sus perros los expulsaban. Algunos de los perros jamás volvieron, dado que Schmendrick había desarrollado una gran rapidez de reflejos y cierta inclinación por los perros callejeros. Esto enfureció a los aldeanos más que si les hubieran robado. Ellos no regalaban nada y sabían que sus enemigos eran aquellos que sí lo hacían.
La unicornio estaba harta de los seres humanos. Contemplaba a sus compañeros mientras dormían y veía la sombra de sus sueños recorrerles el rostro; entonces sentía que se doblaba bajo el peso que supone conocer el nombre propio. En noches como ésas corría hasta el amanecer para aliviar el dolor; más veloz que la lluvia, rápida como la pérdida, tratando desesperadamente de recuperar aquel tiempo en que no tenía más que el de la dulzura de estar a solas consigo. Con frecuencia, entre el instante de tomar aliento y el de expulsarlo, se imaginaba que Schmendrick y Molly estaban muertos desde hacía mucho tiempo, así como el rey Haggard, y que el Toro Rojo había sido hallado y derrotado (tan atrás en el pasado que las nietas de las estrellas que habían visto lo sucedido ya se estaban apagando, convirtiéndose en carbón) y que ella era todavía el último unicornio del mundo.
Y entonces, en un anochecer de otoño particularmente silencioso, coronaron una cresta y vieron el castillo. Se recortaba contra el cielo, en el extremo de un ancho y profundo valle, estrecho y enroscado, erizado de torres puntiagudas, oscuro y mellado como la sonrisa de un gigante. Molly rió abiertamente, pero la unicornio se estremeció, pues tuvo la impresión de que las engañosas torres parecían avanzar a tientas hacia ella, a través del ocaso. Detrás del castillo, el mar centelleaba como el acero.
—La fortaleza de Haggard —murmuró Schmendrick, moviendo la cabeza con asombro—. La horrible guarida de Haggard. Dicen que una bruja se lo construyó, pero al no recibir la paga convenida echó una maldición sobre el castillo. Juró que un día se hundiría en el mar junto con Haggard, cuando su avaricia causara el desbordamiento de las aguas. Entonces profirió un chillido espantoso, tal como lo hacen las brujas, y desapareció en medio de una nube sulfurosa. Haggard se mudó al castillo inmediatamente. Dijo que el castillo de un tirano no está completo sin una maldición.
—No le culpo por no pagar a la bruja —dijo Molly Grue desdeñosamente—. Podría saltar sobre ese sitio y derribarlo como un montón de hojas. De cualquier forma, espero que la bruja tenga algo interesante que hacer mientras aguarda a que la maldición se cumpla. El mar es más grande que la avaricia de nadie.
Huesudos pájaros aletearon penosamente en el cielo, chillando «Ayúdame, ayúdame, ayúdame», y pequeñas formas negras se agitaron ante las ventanas sin luz del castillo del rey Haggard. Un húmedo y suave aroma llegó hasta la unicornio.
—¿Dónde está el Toro? —preguntó—. ¿Dónde lo tiene encerrado Haggard?
—Nadie tiene encerrado al Toro Rojo —replicó el mago tranquilamente—. He oído que merodea de noche y se oculta de día en una gran caverna bajo el castillo. Pronto sabremos más cosas, pero éste no es nuestro problema ahora. El peligro más próximo está allí. —Señaló hacia el valle, donde algunas luces habían comenzado a despuntar—. Eso es Hagsgate —precisó.
Molly no hizo comentarios, pero acarició a la unicornio con una mano fría como las nubes. Solía poner las manos sobre la unicornio cuando estaba triste, cansada o asustada.
—Ésta es la ciudad del rey Haggard —dijo Schmendrick—, la primera que conquistó cuando llegó desde el otro lado del mar, la que ha permanecido más tiempo bajo su dominio. Posee una perversa reputación, aunque nadie me supo explicar nunca por qué. Nadie entra en Hagsgate y nada sale de ella, excepto cuentos para aterrar a los niños..., monstruos, seres humanos transformados en bestias, brujerías, demonios en pleno día y cosas por el estilo. Pero me parece que hay algo malvado en Hagsgate. Mamá Fortuna nunca quiso venir, y una vez dijo que ni siquiera Haggard estará a salvo mientras Hagsgate perdure. Hay algo ahí.
Miraba atentamente a Molly mientras hablaba, porque en esos días encontraba un amargo placer en verla asustada, a pesar de la blanca presencia de la unicornio. Pero ella le respondió con absoluta tranquilidad, con sus manos en la cintura:
—He oído que llaman a Hagsgate «la ciudad que ningún hombre conoce». Tal vez su secreto está esperando a una mujer que lo descifre..., una mujer y una unicornio. En ese caso, ¿qué vamos a hacer contigo?
—No soy un hombre —sonrió Schmendrick—. Soy un mago sin magia, y no hay ningún otro como yo.
Las luces fosforescentes de Hagsgate se hicieron más brillantes mientras la unicornio las observaba, pero ni una chispa alumbró en el castillo del rey Haggard.
Estaba demasiado oscuro para ver a los hombres moviéndose en la muralla, pero, a través del valle, pudo oír el breve retumbar de las armaduras y el golpe de las picas contra la piedra. Los centinelas se habían encontrado y retomaban su ronda. El aroma del Toro Rojo jugueteó con la unicornio cuando pisó el estrecho y accidentado sendero que conducía a Hagsgate.
Continúa leyendo esta historia en "El último unicornio - Cap VII - Peter S. Beagle"
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