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lunes, 13 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap VIII - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap VII - Peter S. Beagle"
 

CAPÍTULO VIII

Era del color de la sangre, no de la sangre que brota del corazón, sino de la sangre que fluye bajo una vieja herida que jamás se ha cerrado. De él se desprendía una luz terrible, como sudor, y su rugido provocó desprendimientos de tierra que colisionaron entre sí. Sus cuernos eran pálidos como cicatrices. 

La unicornio le plantó cara un instante, temblorosa como la ola a punto de romper. Luego se apagó la luz de su cuerno, dio media vuelta y huyó. El Toro Rojo bramó por segunda vez y salió en su persecución. 

La unicornio nunca había tenido miedo de nada. Era inmortal, pero podían matarla, bastaba una harpía, una quimera o un dragón, una flecha perdida en el curso de un batalla. Pero los dragones podían matarla, solamente..., nunca podrían hacerla olvidar lo que era, ni olvidar que, incluso muerta, seguiría siendo más bella que ellos.

El Toro Rojo no la conocía, pero, sin embargo, intuyó que era a ella a quien buscaba, no a un potro blanco. Entonces el miedo nubló su razón y huyó, mientras la salvaje ignorancia del Toro llenaba el cielo y se derramaba sobre el valle. 

Los árboles arremetieron contra ella y trató de sortearlos locamente (pensar que se había deslizado con toda suavidad a lo largo de la eternidad sin tropezar con nada). La acometida del Toro Rojo los iba rompiendo a sus espaldas como el cristal.


Bramó otra vez. Una gran rama golpeó a la unicornio en el lomo con tal dureza que se tambaleó y cayó. Se levantó al instante, pero había raíces que dificultaban su carrera y otras que se abrían camino con el afán de los topos a todo lo ancho del sendero. Las parras la azotaban como serpientes estranguladoras, las enredaderas tejían redes entre los árboles, ramas muertas crujían sin cesar. Cayó por segunda vez. El tronar de los cascos del Toro sobre la tierra retumbaba en sus huesos y gritó.

De alguna manera había logrado salir de la arboleda, porque corría sobre la desnuda y dura llanura que se abre más allá de los prósperos pastos de Hagsgate. Ahora tenía espacio para galopar, y un unicornio sólo se emplea a fondo cuando deja al cazador fustigando a su reventado y moribundo caballo. Se movía a la velocidad de la vida, de un cuerpo a otro en un abrir y cerrar de ojos, esquivando las espadas; más rápido que cualquier cosa provista de brazos o alas. Sin mirar atrás, sabía que el Toro Rojo le ganaba terreno. Llegaba como la luna, la hinchada y taciturna luna del cazador. Podía sentir el impacto de los lívidos cuernos en su flanco como si ya la hubieran golpeado.
Maduros y puntiagudos tallos de maíz se inclinaban para abrirle paso, pero los pisoteaba. Los trigales plateados se tornaron fríos y gomosos cuando el Toro respiró sobre ellos; cayeron a sus pies como nieve. Y aún seguía corriendo, derrotada y lastimera, recordando el helado sonsonete de la mariposa: «Hace mucho tiempo que rebasaron todos los caminos. El Toro Rojo los siguió de cerca y borró sus huellas». Él los había matado a todos. 

De repente se encontró al Toro frente a frente, como si lo hubieran levantado al igual que a una pieza de ajedrez, suspendido en el aire un momento y vuelto a colocar para cerrarle el camino. No cargó de inmediato, ni tampoco la unicornio huyó. 

Ya era inmenso cuando se escapó por primera vez, pero, a medida que progresaba la persecución, se había hecho tan vasto que ni siquiera podía imaginarlo. Ahora parecía curvarse siguiendo la curva del cielo teñido de sangre, sus piernas como grandes molinos de viento, la cabeza oscilante como las luces del norte. Las ventanas de su nariz retumbaban y se arrugaban mientras la buscaba, y la unicornio comprendió que el Toro Rojo estaba ciego.

De haber arremetido en ese instante lo hubiera esperado a pie firme, frágil y desesperada, con su cuerno apagado, aun a riesgo de ser despedazada. El monstruo era más rápido que ella; sería mejor enfrentársele ahora que perecer en plena fuga.

Pero el Toro avanzaba lentamente, con una especie de siniestra delicadeza, como si tratara de no asustarla, de modo que la unicornio se acobardó de nuevo. Con un triste y breve grito dio la vuelta y huyó por el mismo camino que la había llevado hasta allí, a través de los campos y por la llanura, hacia el castillo del rey Haggard, oscuro y encorvado como siempre. El Toro Rojo la siguió, olfateando su miedo. 

Schmendrick y Molly habían sido barridos como astillas cuando el Toro pasó por su lado; Molly fue arrojada al suelo sin aliento, atontada, y el mago fue a parar a una maraña de espinos que le costó la mitad de la capa y una octava parte de su piel. Se levantaron como pudieron y reemprendieron la persecución cojeando, apoyados el uno en el otro. Ninguno de los dos dijo una palabra.

Les resultó más sencillo que a la unicornio abrirse paso entre los árboles, porque el Toro Rojo ya había pasado por allí. Molly y el mago sortearon troncos de árbol, no sólo derribados sino pisoteados y semihundidos en la tierra, y necesitaron arrastrarse con manos y pies para contornear grietas cuya anchura la oscuridad les impedía apreciar. No hay pezuñas capaces de hacer esto, pensó Molly aturdida; la tierra se había agrietado por decisión propia, espantada ante el peso del Toro. Pensó en la unicornio y su corazón desfalleció. 

La vieron al desembocar en la llanura..., lejana y borrosa, un rizo de agua blanca en el viento, casi invisible a causa de la luz deslumbradora del Toro Rojo. Molly Grue, algo desquiciada por el cansancio y el terror, les vio moverse tal como se mueven las estrellas y los meteoritos en el espacio, siempre cayendo, siempre siguiendo una estela, siempre en soledad. El Toro Rojo jamás alcanzaría a la unicornio, al menos hasta que Ahora alcanzara a Nuevo, el Principio alcanzara al Pasado. Molly sonrió serenamente. 


Pero la sombra abrasadora se cernió sobre la unicornio hasta dar la impresión de que el Toro la rodeaba por completo. La criatura retrocedió, se desvió bruscamente y partió en otra dirección, sólo para encontrar de nuevo al Toro, con la cabeza gacha y derramando baba sin cesar. Se giró una y otra vez, se movió hacia atrás o hacia los lados con cautela, efectuó breves maniobras de distracción, pero cada vez el Toro Rojo la interceptó con sólo permanecer quieto. No atacaba, pero tampoco la dejaba el camino libre, salvo uno.

— La está dirigiendo —dijo Schmendrick en voz baja—. Si hubiera querido matarla, a estas alturas ya lo habría hecho. La está dirigiendo hacia donde dirigió a los otros..., hacia el castillo, hacia Haggard. Me pregunto por qué.
—Haz algo —dijo Molly.

Su voz sonó extrañamente casual y despreocupada, y el mago le respondió en el mismo tono.

—No puedo hacer nada.
La unicornio huyó otra vez, penosamente, incansable, y el Toro Rojo le dejó espacio para correr, pero no para volver atrás. Cuando se le enfrentó por tercera vez, estaba lo bastante cerca de Molly para que ella pudiera ver sus patas de cierva temblar como las de un perro asustado. Se preparó a resistir, piafando con furia, las pequeñas y delgadas orejas aplastadas por completo. Pero no pudo hacer ningún ruido y su cuerno no volvió a brillar. Aunque se encogió de pánico cuando el bramido del Toro Rojo hizo que el cielo se ondulara y se agrietase, no retrocedió ni un paso. 

—Por favor —dijo Molly Grue—. Por favor, haz algo.

Schmendrick la miró, con el rostro transido de furor.

— ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer con mi magia? ¿El truco del sombrero, el truco de las monedas o el de batir piedras para hacer una tortilla? ¿Crees que bastarían para divertir al Toro Rojo, o tal vez debería intentar el de las naranjas cantarinas? Haré cualquier cosa que me sugieras, porque me haría completamente feliz ser de alguna utilidad.

Molly no le respondió. El Toro se acercó y la unicornio se agachó más y más, hasta que pareció a punto de partirse en dos. 

—Sé lo que hay que hacer —dijo Schmendrick—. Si pudiera, la transformaría en alguna otra criatura, alguna bestia lo bastante humilde para que el Toro se desentendiera de ella. Pero sólo un gran mago, un hechicero como Nikos, que fue mi maestro, posee esta clase de poder. Transformar a un unicornio..., aquel que pudiera hacerlo podría hacer juegos malabares con las estaciones y barajar los años como si fueran cartas. Y yo no tengo más poder que tú; menos, de hecho, pues tú puedes acariciarla y yo no. —Entonces dijo de repente—: Mira. Todo ha terminado. 

La unicornio estaba muy quieta ante el Toro Rojo, la cabeza baja, con un color grisáceo que ensuciaba su blancura. Parecía flaca y diminuta, e incluso Molly Grue, que la amaba, comprendió que un unicornio es un animal absurdo cuando su resplandor le ha abandonado. Cola de león, patas de ciervo, pezuñas de cabra, la crin fría y suave como la espuma bajo su mano, el cuerno chamuscado, los ojos..., ¡oh, los ojos! Molly se aferró al brazo de Schmendrick y le clavó las uñas tan fuerte como pudo.
—Tú tienes magia —dijo. Oyó su propia voz, clara y profunda como la de la sibila—. Quizá no seas capaz de encontrarla, pero está ahí. Convocaste a Robin Hood, a pesar de que no existe, y vino, y era real. Y eso es magia. Tienes todo el poder que necesitas, si te atreves a buscarlo.

Schmendrick la contempló en silencio, con una mirada tan fija como si sus ojos verdes hubieran iniciado la búsqueda de su magia en los de Molly Grue. El Toro avanzó lentamente hacia la unicornio, ya no en su persecución, sino imponiéndose con el peso de su presencia. La unicornio le precedió, dócil y obediente. El Toro actuaba como un perro pastor, guiándola en dirección al mellado castillo del rey Haggard, y hacia el mar.

— ¡Oh, por favor! —La voz de Molly se desmoronaba ahora—. Por favor, esto no es justo, no puede estar ocurriendo. La llevará hasta Haggard y nadie la volverá a ver, nadie. Por favor, tú eres un mago, no la dejes. —Sus dedos se hundieron todavía más en el brazo de Schmendrick—. ¡Haz algo! ¡No la dejes, haz algo! 

Schmendrick intentaba en vano liberarse de su presa. 

—No haré nada —dijo entre dientes— hasta que no me sueltes el brazo.
— ¡Oh! —dijo Molly—, lo siento.
—Me podías cortar la circulación, ¿sabes? —le reprendió el mago con severidad.

Se frotó el brazo y avanzó unos pasos, siguiendo la pista del Toro Rojo. Se detuvo con los brazos cruzados y la cabeza erguida, que se le doblaba de vez en cuando a causa del cansancio.

—Quizá esta vez —le oyó murmurar Molly—, quizá esta vez. Nikos dijo..., ¿qué es lo que dijo Nikos? No me acuerdo. Ha pasado mucho tiempo. —Había en su voz una singular y vieja tristeza que Molly nunca había oído antes. Pero una nota de alegría estalló de repente cuando dijo—: Bien, ¿quién sabe, quién sabe? Aunque no sea esta vez, igual puedo hacerlo. Existe un gran consuelo, amigo Schmendrick, no veo la forma de hacer que las cosas sean peor de lo que están —concluyó con una breve carcajada.

La ceguera del Toro Rojo le impidió reparar en la alta figura, parada en el camino, hasta que casi estuvo encima. Entonces se detuvo, olfateando el aire. Una tormenta se formó en su garganta, pero mostró una cierta confusión en el balanceo de su gran cabeza. La unicornio se paró cuando lo hizo el Toro, y Schmendrick perdió el aliento cuando la vio tan dócil.

— ¡Corre! —le gritó—. ¡Corre ahora!
Pero ella no le miró, ni a él ni al Toro, sino que continuó con los ojos fijos en el suelo.
Con el sonido de la voz de Schmendrick, el bramido del Toro ganó en intensidad y se hizo más amenazador. Parecía impaciente por estar fuera del valle con la unicornio, y el mago pensó que conocía la razón. Más allá de la colosal brillantez del Toro Rojo pudo ver dos o tres estrellas amarillentas y una ligera insinuación de una luz más brillante. La aurora se acercaba.

—No le preocupa la luz del día —se dijo Schmendrick—. Más vale saberlo.
De nuevo gritó a la unicornio que se marchara corriendo, pero la única respuesta que obtuvo llegó en forma de un bramido potente, como un redoble de tambores. La unicornio se precipitó hacia adelante y Schmendrick se vio obligado a saltar fuera de su camino, para no ser aplastado. Muy cerca de la unicornio iba el Toro, empujándola enérgicamente, de la misma forma que el viento empuja a una niebla tenue y cuarteada. La energía de su impulso lanzó a Schmendrick por los aires y lo depositó en otro lugar. Dio varias vueltas y tumbos para no ser destrozado, cegado y con la cabeza envuelta en llamas. Pensó que había oído chillar a Molly. 


Apoyándose en una rodilla, vio que el Toro Rojo había conducido a la unicornio casi hasta el comienzo de los árboles. Si tan sólo intentara escapar una vez más..., pero se hallaba sujeta a la voluntad del Toro y no a la suya propia. El mago tuvo un atisbo de la unicornio, pálida y perdida entre los fúnebres cuernos, antes de que las rojas y salvajes espaldas se abatieran contra su costado. Entonces, perdido el sentido del equilibrio, mareado y derrotado, cerró los ojos y se abandonó a la desesperación, hasta que algo despertó en algún rincón, algo que ya había despertado en él anteriormente. Lanzó un grito de miedo y de júbilo.
Nunca supo con seguridad qué palabras había empleado esta segunda vez. Salieron de él como águilas y las dejó marchar; y cuando hubo partido la última, de nuevo irrumpió el vacío, con un trueno que le estalló en la cara. Sucedió así de rápido.

En esta ocasión supo, antes de recobrarse, que el poder había llegado y partido. Allá delante, el Toro Rojo estaba parado, olisqueando algo en el suelo. Schmendrick no podía ver a la unicornio. Corrió tan rápido como le fue posible, pero Molly se situó antes en un punto lo bastante cercano para ver lo que el Toro olfateaba.

Se puso la mano delante de la boca, como una niña.
Una joven yacía a los pies del Toro Rojo, tendida sobre una pequeñísima acumulación de luz y sombras. Estaba desnuda y su piel era del color de la nieve a la luz de la luna. Su hermoso y enmarañado cabello, blanco como una cascada, le caía casi hasta el extremo de la espalda. Ocultaba el rostro entre sus brazos. 

— ¡Oh! —dijo Molly—, ¡oh!, ¿qué has hecho?

Y, sin tener en cuenta el peligro, corrió hacia la muchacha y se arrodilló junto a ella. El Toro Rojo levantó su inmensa y ciega cabeza y la hizo oscilar lentamente en dirección a Schmendrick. Parecía menguar y desvanecerse a medida que el cielo gris clareaba, aunque todavía ardía con la salvaje brillantez de la lava que lo destruye todo a su paso. El mago se preguntó cuáles serían su auténtico tamaño y color cuando estuviera solo.

Una vez más el Toro olió la forma inmóvil, bañándola con su aliento helado. Entonces, sin hacer ningún ruido, se precipitó en la arboleda y desapareció de la vista en tres gigantescas zancadas. Schmendrick tuvo una última visión de él cuando alcanzó el borde del valle, no una forma, sino una oscuridad que giraba confusamente, la roja oscuridad que se ve al cerrar los ojos presa del pánico. Los cuernos se habían convertido en las dos torres más aguzadas del demencial castillo del viejo rey Haggard. 


Molly Grue había colocado la blanca cabeza de la muchacha en su regazo y no cesaba de murmurar: «¿Qué has hecho?». El rostro de la joven, sereno en su sueño, a punto de sonreír, era el más bello que Schmendrick había visto nunca. Le hirió y llenó de calor al mismo tiempo. Molly le alisaba su extraño cabello y Schmendrick reparó en una pequeña y clara marca en la frente, más arriba y en el centro de sus ojos cerrados, de un color oscuro que contrastaba con el resto de la piel. No era una cicatriz ni un morado. Parecía una flor.
—¿Qué quieres decir con esa pregunta? ¿Qué he hecho? —preguntó a la entristecida Molly—. Sólo la salvé del Toro gracias a la magia, eso es lo que he hecho. Gracias a la magia, mujer, gracias a mi propia y auténtica magia. 

Estaba ebrio de placer, quería bailar y quería estar quieto; gritos y discursos acudían a su boca, pero aún no deseaba decir nada. Acabó por reír como un idiota, abrazándose a sí mismo hasta jadear, y se derrumbó junto a Molly cuando las piernas le fallaron.

—Dame tu capa —pidió Molly.
El mago le sonrió y parpadeó. Molly alargó la mano y le arrancó sin miramientos la capa de los hombros. Cubrió a la muchacha dormida todo cuanto la podía cubrir. La joven brillaba a través de la tela, como el sol brilla a través de las hojas.

—Sin duda, te estarás preguntando de qué manera pienso devolverla a su antigua forma —insinuó Schmendrick—. Olvídalo. El poder vendrá a mí cuando lo necesite..., ahora ya lo sé. Un día vendrá cuando lo llame, pero ese día aún no ha llegado. —Asió impulsivamente a Molly Grue, sujetando la cabeza entre sus largas manos—. ¡Pero tenías razón! —gritó—, ¡tenías razón! ¡Está aquí y es mío!

Molly lo apartó de un empellón, con una mejilla completamente roja y ambas orejas machacadas. La muchacha suspiró en su regazo, cesó de sonreír y ocultó su cara de la luz del sol.
—Schmendrick, desgraciado, mago de pacotilla, ¿no ves que...? —empezó Molly.
—¿Ver qué? No hay nada que ver. —Pero, de repente la voz se hizo dura y cauta, y sus ojos verdes lanzaron destellos de pánico—. El Toro Rojo buscaba un unicornio, de manera que tenía que convertirlo en otra cosa. Me pediste que lo transformara... ¿Qué te inquieta ahora?

Molly meneó la cabeza, vacilando como una anciana, y contestó:
—No sabía que pretendías convertirla en un ser humano. Hubieras podido hacerlo mejor...

Sin acabar la frase desvió la mirada del mago. Con una mano siguió acariciando el pelo de la chica.

—La magia eligió la forma, no yo. —Fue la respuesta de Schmendrick—. Un saltimbanqui puede seleccionar tal o cual trampa, pero un mago es un mozo de cuerda, un asno que carga a su amo donde le manda. El mago propone, pero la magia dispone. Si transforma un unicornio en un ser humano significa que no había otra cosa que hacer. —Su rostro estaba poseído de un ardiente delirio, que le hacía parecer mucho más joven—. Soy un criado —cantó—, soy un recipiente, soy un mensajero...
—Eres un idiota —dijo Molly Grue llena de furia—. ¿Me oyes? Eres un mago, de acuerdo, pero eres un mago idiota. 

La chica intentaba despertarse. Abría y cerraba las manos y sus párpados se agitaban como el pecho de un pájaro. Mientras Molly y Schmendrick continuaban con la mirada fija en ella, se escapó un leve sonido de sus labios y abrió los ojos. 

Eran unos ojos fuera de lo común, de una profundidad extraordinaria, oscuros como el fondo del mar, iluminados, como el mar, por extrañas y fosforescentes criaturas que jamás salían a la superficie. La unicornio podría haber sido transformado en un lagarto, pensó Molly, en un tiburón, un caracol o un ganso y, de un modo u otro, sus ojos todavía delatarían la transformación. «Me da igual. Yo lo sabría.» 

La joven yacía sin moverse. Sus ojos se reflejaban alternativamente en los de Molly Grue y en los de Schmendrick. Luego, de un solo movimiento, se puso en pie y la capa negra cayó sobre el regazo de Molly. Durante un instante giró en círculo; examinó sus manos, levantadas e inservibles, que apretaba contra su pecho. Se agitó y arrastró los pies como un mono que ensayara un truco y su rostro era el rostro atontado y perplejo de la víctima de un bromista. Y, sin embargo, no hacía un solo gesto que no fuera bello. Su terror bloqueado era más adorable que cualquier alegría que Molly hubiera presenciado, lo que hacía más terrible la escena. 

—Asno —dijo Molly—. Mensajero.
—Puedo cambiarlo de nuevo —respondió el mago con voz ronca—. No te preocupes. Puedo cambiarlo de nuevo.

Brillando al sol, la blanca muchacha cojeó adelante y atrás sobre sus jóvenes y fuertes piernas. Tropezó súbitamente y cayó, y fue una mala caída porque no supo protegerse con las manos. Molly se precipitó hacia ella, pero la joven se encogió en el suelo, la miró fijamente y habló en voz baja.

—¿Qué me habéis hecho?
Molly Grue empezó a llorar.
Schmendrick se adelantó con una expresión helada, el rostro húmedo y la voz serena.
—Te convertí en un ser humano para salvarte del Toro Rojo. No podía hacer otra cosa. Te transformaré en lo que eras tan pronto como pueda.
—El Toro Rojo —murmuró la chica—. ¡Ay! —Temblaba violentamente, como si algo la estuviera sacudiendo y martilleando desde dentro—. Era demasiado fuerte, demasiado fuerte. Su fuerza no tenía ni principio ni fin. Es más viejo que yo. 

Sus ojos se abrieron de par en par. Molly tuvo la impresión de que el Toro se movía en ellos, atravesaba su inmensidad como un pez en llamas y desaparecía. La chica empezó a tocarse la cara tímidamente, pero el tacto de sus propias facciones la asustó. Sus agarrotados dedos rozaron la marca en la frente; entonces cerró los ojos y lanzó un tenue pero agudo aullido de pérdida, de abatimiento y desesperación sin límites.

—¿Qué me has hecho? —gritó—. ¡Moriré aquí! —Se arañó el suave cuerpo y los dedos dibujaron estelas de sangre—. ¡Moriré aquí! ¡Moriré aquí! 

Sin embargo, no había señales de temor en su rostro, pero se adivinaba en su voz, en sus manos y en sus pies, en el blanco cabello que resbalaba a lo largo de su nuevo cuerpo. Su rostro permanecía sereno y tranquilo. Molly se acercó a ella tanto como se atrevió, suplicándole que no se hiriera a sí misma.
— ¡Cállate! —dijo Schmendrick, y la palabra sonó como las ramas de otoño al quebrarse—. La magia sabía lo que hacía. Cállate y escucha. 
—¿Por qué no dejaste que el Toro me matara? —se quejó la muchacha blanca—. ¿Por qué no me abandonaste a la arpía? Hubiera sido mucho más piadoso que encerrarme en esta jaula.

El mago hizo una mueca de dolor, recordando la vejatoria acusación de Molly Grue, pero habló con desesperante calma. 

—En primer lugar, es una forma muy atractiva. No lo habrías hecho mejor de haber sido humana.
Ella se miró atentamente: los hombros de soslayo, a continuación los brazos, y bajó la vista para examinar su cuerpo lleno de arañazos y magulladuras. Se sostuvo con un solo pie para inspeccionar la planta del otro; volvió los ojos hacia arriba para atisbar las cejas plateadas, bizqueó para captar un fragmento de su nariz, e incluso acercó los ojos cuanto pudo a las venas verdemar de sus muñecas, tan vistosas como jóvenes nutrias. Por último volvió la cara hacia el mago, y éste retuvo el aliento de nuevo. He hecho magia, pensó, pero la pena se ancló en su garganta como un anzuelo clavado firmemente. 

—De acuerdo —dijo—. No sería diferente para ti si te hubiera transformado en rinoceronte, que es precisamente el origen de todo ese estúpido mito. Pero de esta manera tienes alguna oportunidad de llegar hasta el rey Haggard y averiguar qué le ocurrió a tu pueblo. Como unicornio, sólo lograrías sufrir su mismo destino..., por más que pienses que puedes derrotar al Toro si lo encuentras por segunda vez.
—No —negó con la cabeza la muchacha blanca—, nunca. No resistiría tanto tiempo otra vez. —Su voz se hizo muy suave, como si todos sus huesos se hubieran quebrado—. Mi pueblo ha perecido y yo le seguiré pronto, sea cual sea la forma en que me encierres. Pero yo habría escogido cualquier otra prisión antes que ésta. Un rinoceronte es tan feo como un ser humano, y también debe morir, pero al menos nunca piensa que es hermoso.
—No, nunca lo piensa —condescendió el mago—. Es por ello que seguirá siendo un rinoceronte y no será acogido con agrado ni en el castillo del rey Haggard. Pero una muchacha, una joven para la que no tiene ningún sentido el hecho de no ser un rinoceronte..., una joven así, mientras el rey y su hijo la investigan, debería descifrar su propio enigma hasta llegar al final. Los rinocerontes no hacen preguntas, pero las muchachas sí.

El cielo aparecía cálido y espeso; el sol ya se había fundido en un charco de color amarillo; y en la llanura de Hagsgate nada se agitaba, salvo el viento, fresco y fuerte. La joven, desnuda y con la marca en forma de flor grabada en la frente, miraba silenciosamente al hombre de los ojos verdes, y la mujer les observaba a ambos. A la luz tostada del amanecer, el castillo del rey Haggard no parecía ni oscuro ni maldito, sino puramente mugriento, decadente y diseñado con escasa imaginación. Sus escuálidos chapiteles no recordaban en nada a los cuernos de un toro, sino a los del gorro de un bufón. O a las soluciones de un dilema, pensó Schmendrick. Nunca tienen solamente dos.
—Estoy tranquila —dijo la muchacha—. Este cuerpo se está muriendo. Puedo notar como se pudre a mi alrededor. ¿Cómo puede ser real algo que va a morir? ¿Cómo puede ser auténticamente bello?

Molly Grue le puso la capa del mago sobre los hombros otra vez, no por decoro o pudor, sino presa de una extraña piedad, como si tratara de impedirle que se viera a sí misma.

—Te contaré una historia —dijo Schmendrick—. De niño, fui aprendiz del más poderoso de todos los magos, el gran Nikos, del cual ya he hablado en otras ocasiones. Pero incluso Nikos, que podía transformar gatos en vacas, copos de nieve en campanillas blancas, y unicornios en hombres, no pudo hacer de mí más que un tahúr de feria. Por fin me dijo: «Hijo mío, tu ineptitud es tan inmensa y tan profunda tu incompetencia que estoy seguro de que estás habitado por el más grande poder que jamás haya conocido. Por desgracia, da la impresión de que, por el momento, actúa al revés, y ni siquiera yo puedo encontrar la forma de enderezarlo. Esto significa que estás destinado a encontrar el medio de descubrir tu poder a su debido tiempo; pero, francamente, deberás vivir tanto como sea necesario. Por lo tanto, te garantizo que de ahora en adelante no envejecerás y que viajarás por el mundo sin cesar, eternamente inútil, hasta que al fin vuelvas a ti y sepas qué eres. No me des las gracias. Tu destino me estremece». 


La joven le miró con los ojos claros y del color del amaranto de la unicornio, dulces y aterradores en aquel rostro inusual, pero no dijo nada. Fue Molly Grue la que preguntó:

—Y cuando encuentres tu magia... ¿qué pasará?
—Entonces el hechizo se romperá y empezaré a morir, tal como empecé a hacerlo en el instante de nacer. Hasta los más grandes brujos envejecen, como el resto de los hombres, y mueren. —Se tambaleó y cabeceó, para despertar de golpe, en seguida, un hombre alto, delgado y vestido de harapos que olía a polvo y bebida—. Ya te dije que soy más viejo de lo que parezco. Nací mortal y he sido inmortal durante un largo y absurdo tiempo, y un día seré mortal otra vez; de modo que sé algo que un unicornio no puede saber. Todo aquello que puede morir es bello... más bello que un unicornio, que vivirá para siempre, y que es la criatura más bella del mundo. ¿Me comprendes?
—No —dijo la muchacha.
— Lo harás. —El mago sonrió cansadamente — . Ahora estás en la historia, con todos nosotros, y debes seguir en ella, quieras o no. Si quieres encontrar a tu pueblo, si quieres volver a ser una unicornio, debes proseguir el cuento de hadas hasta el castillo del rey Haggard, o hacia cualquier otro lugar que decida. La historia no puede terminar sin la princesa.
— No iré —dijo la muchacha de piel blanca. Se hizo a un lado, con el cuerpo en tensión y el pelo caído—. No soy una princesa, no soy mortal y no iré. Sólo me han sucedido desgracias desde que abandoné mi bosque, y sólo desgracias pueden sucederle a un unicornio en este país. Devuélveme mi verdadera forma y regresaré a mis árboles, a mi estanque, a mis raíces. Tu relato no tiene poder sobre mí. Soy un unicornio. Soy el último unicornio.

¿No había dicho eso mismo antes, mucho tiempo atrás, en el silencio verde y azul de los árboles? Schmendrick continuó sonriendo, pero Molly Grue dijo: 

—Transfórmala en lo que era. Dijiste que podías hacerlo. Déjala que vuelva a casa.
—No puedo —respondió el mago—. Te lo dije, no tengo control sobre la magia, todavía no. Por esta razón yo también debo seguir hasta el castillo y afrontar la fatalidad o la fortuna que allí aguarda. Si intento anular la transformación ahora, podría convertirla realmente en un rinoceronte, en el mejor de los casos. Y en el peor...

Se estremeció y calló.
La joven les volvió la espalda y miró hacia la lejanía, hacia el castillo que dominaba el valle. No pudo advertir ningún movimiento en las ventanas o entre las ruinosas torres, ni tampoco señal alguna del Toro Rojo. En todo caso, sabía que estaba allí, meditando al abrigo de los cimientos del castillo, hasta que anocheciera de nuevo; fuerte más allá de la fuerza, invencible como la misma noche. Por segunda vez acarició el punto de su frente donde había estado el cuerno.

Cuando se volvió, el hombre y la mujer dormían sentados. Sus cabezas se apoyaban en el aire y sus bocas estaban abiertas. Se quedó junto a ellos y observó como respiraban, sujetando con una mano la capa negra ceñida a su cuello. Por primera vez, muy tenuemente, percibió el olor del mar.

 
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