CAPÍTULO II
Los nueve carros negros del Carnaval de la Medianoche parecían más pequeños a la luz del día, endebles y frágiles como hojas marchitas, en modo alguno amenazadores. Habían quitado las colgaduras y los adornaron con tristes estandartes negros, hechos con pedazos de sábanas, y groseras cintas negras que la brisa sacudía. Habían acampado formando un extraño cerco: un pentáculo de jaulas que, a su vez, rodeaba un triángulo en cuyo centro destacaba el carromato de Mamá Fortuna. Era el único vehículo cubierto con un velo negro, que ocultaba su contenido.
—Aquí tenemos la mantícora. Cabeza de hombre, cuerpo de león, cola de escorpión. Capturada a medianoche, cuando devoraba hombres lobo para refrescar su aliento. Criaturas de la noche devueltas a la luz. Aquí está el dragón. Arroja fuego de vez en cuando..., por lo general sobre la gente que lo molesta, jovencito. Por dentro es un infierno, pero su piel está tan fría que quema. El dragón habla diecisiete lenguas malamente y padece de gota. El sátiro. Señoras, manténganse alejadas. Un auténtico provocador. Capturado en curiosas circunstancias, que sólo revelaré a los caballeros, por un modesto estipendio, al finalizar el espectáculo. Criaturas de la noche.
De pie junto a la jaula de la unicornio, una de las que formaban el triángulo, el mago contemplaba la procesión que recorría el pentáculo.
—No debería estar aquí —dijo a la unicornio—. La vieja me advirtió de que me mantuviera alejado de ti. —Sonrió complacido— . Se ha burlado de mí desde el día en que me uní a su grupo, pero siempre la pongo nerviosa.
La unicornio apenas le oía. Daba vueltas y vueltas en torno a su celda, procurando que los barrotes no rozaran siquiera su cuerpo. A ninguna criatura de la noche le gusta el frío metal, y mientras la unicornio tuvo que soportarlo, el mortal aroma que desprendía parecía convertir sus huesos en arena y su sangre en lluvia.
Los barrotes de su jaula debían de haber sido sometidos a un conjuro, pues no cesaban de susurrar perversamente entre ellos con afiladas y tortuosas voces. El pesado candado reía histéricamente y gimoteaba como un mono enloquecido.
—Dime lo que ves —dijo el mago, tal como Mamá Fortuna le había indicado—. Piensa en las leyendas de tu pueblo y dime lo que ves.
La voz metálica de Rukh se abrió paso a través de la pálida mañana.
—El perro guardián del infierno. Tres cabezas y recubierto de víboras, como podéis comprobar. Visto por última vez sobre la faz de la Tierra en tiempos de Hércules, quien lo sacó a rastras con un solo brazo. Pero lo atrajimos a la luz de nuevo con la promesa de una vida mejor. Cerbero, Contemplad esos engañosos ojos rojizos. Podréis mirarlos otra vez algún día. Por aquí, la Serpiente de la Tierra Media. Por aquí.
La unicornio miró entre los barrotes al animal que había en la jaula. Abrió los ojos con incredulidad.
—Es un perro —susurró—, un infeliz y hambriento perro con una sola cabeza, que está en los huesos, pobrecillo. ¿Quién lo podría tomar por Cerbero? ¿Están ciegos?
—Mira otra vez —dijo el mago.
—Y el sátiro — continuó la unicornio—. El sátiro es un mono viejo con un pie deforme. El dragón es un cocodrilo, y el aliento le huele a pescado más que a fuego. Y la gran mantícora es un león, desde luego en perfectas condiciones, pero no más monstruoso que los otros. No entiendo nada.
—Contiene al mundo entero en sus anillos —repetía en tono monótono Rukh.
Y entonces el mago insistió:
—Mira otra vez.
Como si sus ojos se hubieran habituado a la oscuridad, la unicornio empezó a percibir una segunda figura en cada jaula. Alzaban su enorme masa sobre los cautivos del Carnaval de la Medianoche, pero también estaban unidos a ellos: sueños tenebrosos surgidos de un grano de verdad. De modo que ahí había una mantícora —ojos hambrientos, boca babeante, emitiendo rugidos, su cola mortífera arqueada sobre el lomo hasta que el aguijón envenenado colgaba justo sobre su oído— y también un león, minúsculo y absurdo en comparación. La unicornio pateó el suelo, estupefacta.
Sucedía lo mismo en las otras jaulas. El dragón camuflado abrió sus fauces y vomitó un torrente de fuego inofensivo que hizo encogerse y jadear a los mirones, mientras el perro guardián del Infierno maldecía tres veces a quienes le traicionaron y el sátiro cojeaba impúdicamente hasta los barrotes, haciendo señas a las muchachas para que se acercaran a gozar de placeres imposibles, a la vista de todo el mundo.
En cuanto al cocodrilo, el mono y el triste perro, eran rápidamente borrados por los maravillosos fantasmas hasta quedar reducidos a sombras, incluso a los ojos incrédulos de la unicornio.
—Es una extraña brujería —dijo en un susurro—. Hay más apariencia que magia en todo esto.
El mago rió complacido y aliviado.
— Bien dicho, de veras. Sabía que la vieja momia no te deslumbraría con sus trucos insignificantes. —El tono de su voz se hizo más duro, con cierto aire de secreto—. Ha cometido su tercer error, o sea, dos más de lo conveniente para una vieja y cansada embustera como ella. La hora se acerca.
— La hora se acerca —dijo Rukh al grupo, como si hubiera escuchado las palabras del mago—. Ragnarok. En ese día, el de la caída de los dioses, la Serpiente de la Tierra Media desencadenará una tormenta de veneno sobre el mismísimo Thor, hasta que se derrumbe como un pez emponzoñado. Y así espera el Día del Juicio Final, soñando con el papel que le corresponderá. Quizá sea como digo, aunque lo ignoro. Criaturas de la noche devueltas a la luz.
La serpiente llenaba la jaula. No había cabeza ni cola; tan sólo un oleaje de espesas tinieblas que se derramaba de un extremo a otro de la jaula, sin dejar más espacio que el que ocupaba su poderosa respiración. Solamente la unicornio vio una triste boa enrollada en una esquina de la jaula, meditando, tal vez, en su propio Día del Juicio en el Carnaval de la Medianoche. Pero era minúscula y débil, como el fantasma de un gusano, comparada con la Serpiente.
Un papanatas asombrado levantó la mano y preguntó a Rukh:
—Si esta gran serpiente rodea al mundo entre sus anillos, según dices, ¿cómo conseguisteis meterla en el carro? Y si puede secar el mar con sólo estirarse por completo, ¿cómo podéis impedir que no se marche, arrastrando vuestro espectáculo como un collar?
Hubo murmullos de asentimiento y algunos de los presentes empezaron a desfilar con cautela.
—Me alegro de que lo preguntes, amigo —dijo Rukh, frunciendo el ceño—. Sucede que la Serpiente de la Tierra Media existe en un espacio diferente al nuestro, en otra dimensión. Normalmente, sin embargo, es invisible, pero arrastrada a nuestro mundo, como Thor hizo en una ocasión, se muestra diáfana como el rayo, que también nos visita desde otros lugares en los que tendrá una apariencia por completo diferente. Y, por supuesto, se podría enojar hasta extremos muy desagradables en caso de saber que un pedazo de su perezoso estómago se exhibe a diario, domingos incluidos, en el Carnaval de la Medianoche de Mamá Fortuna. Pero no lo sabe. Tiene otras cosas más importantes en las que pensar, para preocuparse de lo que le sucede a su ombligo, así que nos arriesgamos, como todos vosotros, confiando en que siga estando tranquila.
Pronunció la última palabra con especial énfasis, alargándola y saboreándola como un pastel, provocando tímidas risas en sus oyentes.
—Conjuros de apariencia —dijo la unicornio—. Ella no puede hacer nada.
—Ni cambiarlas —añadió el mago—. Sabe disimular sus torpes habilidades, pero incluso eso le sería imposible de no ser por el ansia de aquellos a quienes estafa, de creer en fantasías. No puede convertir la nata en mantequilla, pero sí darle a un león la apariencia de una mantícora para los ojos de los que quieren ver una mantícora; ojos que, por otra parte, tomarían a una mantícora real por león, un dragón por un lagarto y la Serpiente de la Tierra Media por un terremoto. Y a un unicornio por un potro blanco.
La unicornio detuvo su lento y desesperado caminar alrededor de la jaula, y se dio cuenta por primera vez de que el mago comprendía sus palabras. Le sonrió y advirtió que su rostro era alarmantemente juvenil para un hombre maduro, a salvo de las heridas del tiempo, sin rastro de dolor y de sabiduría.
—Te conozco —dijo el hombre.
Los barrotes susurraban perversamente entre ellos. Rukh se disponía a conducir a su rebaño hacia las jaulas del interior. La unicornio preguntó al hombre alto:
—¿Quién eres tú?
—Me llaman Schmendrick el Mago —respondió—. No habrás oído hablar de mí.
La unicornio se acercó lo más posible para explicarle que difícilmente habría podido conocerle a él o a cualquier otro mago, pero algo en su voz, una mezcla de tristeza y coraje, la detuvo.
—Entretengo a los espectadores mientras se acomodan para el espectáculo —continuó el mago—. Pequeños trucos de magia y pases de manos, como convertir flores en banderas y banderas en peces, todo ello acompañado de una charla persuasiva y la sugestión de que podría realizar prodigios mucho más ominosos si me viniera en gana. Como trabajo no es muy bueno, pero los he tenido peores y espero que algún día los tendré mejores. Esto no es el fin.
Sus palabras hicieron que la unicornio se sintiera atrapada para siempre. De nuevo empezó a pasear por la jaula, como si el movimiento impidiera que su corazón estallara del terror que le provocaba el encierro. Rukh se hallaba ante una jaula que contenía una pequeña araña de color marrón, entretenida en tejer una modesta tela entre los barrotes.
—Aracne de Lidia —anunció al público—. Garantizada como la mejor tejedora del mundo; así lo prueba su destino. Tuvo la mala suerte de desafiar a la diosa Atenea en un concurso de destreza. Atenea era una mala perdedora, por lo que hoy Aracne es una araña, con creaciones exclusivas para el Carnaval de la Medianoche de Mamá Fortuna. Urdimbre de nieve y trama de llamas, nunca dos iguales. Aracne.
Colgada en la tela de los barrotes, no era más que una araña vulgar y casi descolorida, excepto por un ocasional reflejo irisado, cuando enderezó rápidamente una hebra. Pero atraía los ojos de los espectadores —y también los de la unicornio— cada vez más poderosamente, hasta que les dio la impresión de estar contemplando unas pavorosas grietas en la corteza terrestre, unas negras fisuras que se ensanchaban implacablemente y no terminarían de ceder en tanto la telaraña de Aracne sostuviera el mundo. De pronto, la unicornio se libró del hechizo y vio a la auténtica araña otra vez: vulgar y casi descolorida.
—No es como los otros espejismos —dijo.
—No —admitió el mago de mala gana—, pero el mérito no es de Mamá Fortuna. La araña cree, ¿sabes? Ella ve todos esos arabescos y piensa que son el fruto de su trabajo. La creencia es lo que marca la diferencia con las magias del tipo de Mamá Fortuna. Bueno, si esa pandilla de botarates dejara de lado su credulidad no quedarían de sus triquiñuelas más que el sonido de una araña tejiendo. Y nadie lo oiría.
La unicornio rehusó mirar de nuevo a la telaraña. Echó una ojeada a la jaula más cercana y de repente sintió que se le helaba la sangre en las venas. En una percha de roble se posaba una criatura con el cuerpo de un gran pájaro de bronce y rostro de bruja, reseco y mortífero como las garras que se aferraban a la madera. Tenía las orejas redondas y peludas de un oso, pero sobre sus hombros escamosos, mezclándose con las brillantes capas de su plumaje, caía el pelo color de luz de luna, liso y juvenil, que rodeaba su odiosa faz humana. Resplandecía, pero mirarla era como ver desaparecer la luz del cielo. Captó la mirada de la unicornio y emitió un sonido inquietante, como un siseo y una risa sofocada al mismo tiempo.
—Ésta es real, es la harpía Celeno —dijo la unicornio en voz baja.
El rostro de Schmendrick se había tornado del color de la harina de arena.
—La vieja la capturó por casualidad —susurró—, mientras dormía, al igual que tú. Pero no fue un acierto, y ambas lo saben. El poder de Mamá Fortuna es suficiente para retener al monstruo, pero su mera presencia está debilitando hasta tal punto sus hechizos que en poco tiempo no será capaz ni de freír un huevo. Nunca debió mezclar una auténtica harpía con un auténtico unicornio. La verdad moldea su magia, cierto, y además intenta manipularla para sus fines. Pero esta vez...
—Hermana del arco iris, lo creáis o no —voceó Rukh a sus pasmados oyentes—. Su nombre significa «La Oscura», aquella cuyas alas ennegrecen el cielo antes de la tormenta. Ella y sus dos hermanas casi mataron de hambre al rey Pineo, ensuciándole y robándole la comida. Pero los hijos del Viento del Norte las obligaron a abandonar su diversión. ¿No es así, querida?
La harpía permaneció en silencio y Rukh sonrió, mostrando los dientes.
— Opuso una resistencia superior a la de las otras dos juntas —prosiguió—. Fue como tratar de atar el infierno con un cabello, pero los poderes de Mamá Fortuna bastaron para este trabajito. Criaturas de la noche devueltas a la luz. ¿Quieres una galleta, Polly?
Hubo risas entre el grupo. Las garras de la harpía se hundieron en la percha hasta que la madera crujió.
—Necesitarás estar libre cuando ella se libere —dijo el mago—. No debe cogerte enjaulado.
—No me atrevo a tocar el metal —replicó la unicornio—. Mi cuerno podría abrir la cerradura, pero no logro alcanzarla. No puedo salir.
Temblaba del horror que le producía la harpía, pero su voz sonó perfectamente serena. Schmendrick el Mago se irguió varios centímetros más alto de lo que la unicornio creía posible.
—No temas —comenzó en un tono grandilocuente—. A pesar de mi aire de misterio tengo un corazón sensible.
La llegada de Rukh y sus seguidores, mucho más silenciosos ahora que cuando habían prorrumpido en carcajadas ante la mantícora, le interrumpió. El mago desapareció con sigilo, diciendo en voz baja:
—No temas, Schmendrick está contigo. No hagas nada hasta que yo te lo diga.
Su voz flotó hasta la unicornio, tan débil y lejana que por un momento se preguntó si la había oído realmente o sólo le había rozado al pasar.
Oscurecía. La multitud se detuvo ante su jaula, observándola con algo parecido a la timidez.
—El unicornio —anunció Rukh, y se hizo a un lado.
Y ella captó el latido de los corazones, las lágrimas a punto de brotar, la respiración suspendida de los espectadores, pero nadie dijo una palabra. Supo que la habían reconocido cuando vio pintarse en sus rostros la tristeza, el dolor y la dulzura, y aceptó su ansiedad como un homenaje. Pensó en la bisabuela del cazador y se preguntó cómo sería envejecer y llorar.
—La mayor parte de los espectáculos —dijo Rukh, tras una pausa— terminarían aquí porque, ¿qué se puede presentar después de un genuino unicornio? Pero el Carnaval de la Medianoche de Mamá Fortuna depara otro misterio todavía..., un demonio mucho más destructivo que el dragón, mucho más monstruoso que la mantícora, mucho más horripilante que la harpía y, desde luego, mucho más universal que el unicornio. —Hizo un gesto en dirección al último carro y las cortinas negras empezaron a descorrerse, aunque nadie tiraba de ellas—. ¡Contemplad a Elli! ¡Contemplad el último y Definitivo Final! ¡Contemplad a Elli!
El interior de la jaula era más oscuro que el atardecer y el frío se agitaba como un ser viviente al otro lado de los barrotes. Algo se movió en el frío y la unicornio vio a Elli, una vieja, esquelética y andrajosa mujer que se acurrucaba en la jaula, meciéndose y calentándose ante un fuego que no existía. Parecía tan frágil que el peso de las tinieblas casi podría aplastarla, y tan desvalida y solitaria que los espectadores deberían haberse abalanzado a liberarla, llenos de piedad. En cambio, retrocedieron todos en silencio, como si Elli les siguiera los pasos. Pero ni siquiera les miraba. Seguía sentada en la oscuridad y desgranaba una canción con una voz que recordaba a una sierra cortando un árbol y a un árbol a punto de caer.
Lo que se arrancó crecerá,
Lo que murió sigue vivo,
Lo que se robó permanecerá,
Lo que se ha ido se ha ido.
—No parece gran cosa, ¿verdad? —preguntó Rukh—. Pues ningún héroe se le resiste, ningún dios puede derrotarla, ningún mago puede impedirle la entrada... o la salida, ya que no es nuestra prisionera. Aun ahora, ahí expuesta, camina entre vosotros, tocando, tomando. Porque Elli es la Vejez.
El frío de la jaula fluyó hacia la unicornio y fue debilitándole a medida que penetraba. La abandonaron los colores, los músculos desfallecieron, sintió que su belleza se desvanecía junto con su aliento. La decrepitud asomó en su crin, se arrastró hacia la cabeza, despojó la cola, envolvió su cuerpo como un guante, devoró su piel y asoló su mente con el recuerdo de lo que había sido una vez. En algún lugar cercano, la harpía emitió su apremiante y siniestro sonido, pero la unicornio se hubiera refugiado con alivio en la sombra de sus alas de bronce con tal de escapar al último demonio. La canción de Elli destrozaba su corazón.
Lo que nace en el mar muere en la tierra,
suavemente cae abatido.
Lo que se regala la mano quema.
Lo que se ha ido se ha ido.
El espectáculo había terminado. El gentío se disolvió; unos en parejas, otros en pequeños grupos, extraños cogiendo la mano de extraños, todos vigilando que Elli no les siguiera.
—¿No se quedan los caballeros a escuchar la historia del sátiro? —gritó lastimeramente Rukh, y luego lanzó un amargo alarido que quería ser una carcajada para azuzar su lenta fuga—. ¡Criaturas de la noche devueltas a la luz!
Los espectadores se esforzaron por avanzar a través de la pesada atmósfera, dejaron atrás la jaula de la unicornio y continuaron caminando, mientras las risotadas de Rukh les espoleaban hacia la seguridad de su casa. Y Elli aún seguía cantando.
Esto es una ilusión, se dijo la unicornio, esto es una ilusión. Y de alguna manera se las arregló para levantar su cabeza coronada de muerte y mirar sin ambages lo que contenía la última jaula; no era la Vejez, sino Mamá Fortuna en persona, estirándose, riendo y saltando con su conocida y extraña facilidad. Y la unicornio supo entonces que no se había convertido en algo feo y destinado a la muerte, pero tampoco se sintió hermosa. Quizá también esto era ilusión, pensó cansadamente.
—Me gustó eso —dijo Mamá Fortuna a Rukh—, siempre me ha gustado. En el fondo, estoy loca por el teatro.
—Deberías controlar a esa maldita harpía. Esta vez sentí que se estaba soltando. Era como si yo fuera la cuerda que la sujetaba y ella me estuviera desatando. —Rukh se estremeció y bajó la voz—. Deshazte de ella, antes de que nos desparrame por el cielo como nubes de sangre. Ella lo está pensando todo el tiempo. Puedo sentir como lo piensa.
— ¡Cállate, imbécil! —El miedo espoleaba la cólera de la bruja—. Si escapa puedo convertirla en viento, en nieve o en siete notas musicales, pero prefiero guardarla. Ninguna otra bruja en el mundo tiene a una harpía cautiva y ninguna la tendrá. La guardaría aunque tuviera que alimentarla con un pedazo de tu hígado cada día.
—Oh, cuánta amabilidad —dijo Rukh, apartándose de ella—. ¿Y si prefiriera tu hígado? ¿Qué harías entonces?
—Alimentarla con el tuyo, en cualquier caso —respondió Mamá Fortuna—. No se daría cuenta de la diferencia. Las harpías no son muy inteligentes.
Sola bajo la luz de la luna, la anciana se deslizó de jaula en jaula, comprobando los candados y reforzando sus encantamientos, igual que un ama de casa que escoge melones en el mercado. Cuando llegó a la jaula de la harpía, ésta profirió un sonido agudo como una lanza y extendió la horripilante corona de sus alas. La unicornio creyó por un momento que los barrotes de la jaula serpenteaban y se derramaban como lluvia, pero Mamá Fortuna chasqueó sus dedos sarmentosos y los barrotes volvieron a ser metálicos, mientras la harpía se aferraba a su percha, esperando.
—Todavía no —dijo la bruja—, todavía no.
Se miraron una a otra con los mismos ojos. Mamá Fortuna continuó:
—Eres mía. Aunque me mates, eres mía.
La harpía no se movió, pero una nube ocultó la luna.
—Todavía no —repitió Mamá Fortuna, y se volvió hacia la jaula de la unicornio, hablando a la criatura con su dulce y tenue voz—. Bien, bien. Te asusté un ratito, ¿verdad?
—Sea lo que sea lo que te ha contado tu amigo el mago —prosiguió—, debo de tener un cierto don después de todo. Hacer creer a una unicornio que se ha vuelto vieja y repelente exige una habilidad considerable. ¿Así que es un truco insignificante mantener prisionera a la Oscura? Nadie antes que yo...
—No fanfarronees, vieja —replicó la unicornio—. Tu muerte está sentada en esa jaula y te escucha.
—Sí —respondió tranquilamente Mamá Fortuna—, pero al menos sé dónde está. Tú, en cambio, vagabas por el camino en pos de tu propia muerte. Y también sé dónde se halla, de modo que te ahorré ese fatal encuentro y deberías mostrarte agradecida por ello.
Olvidando su situación, la unicornio se abalanzó contra los barrotes. El dolor del golpe no consiguió hacerla retroceder.
—El Toro Rojo —dijo—. ¿Dónde puedo encontrar el Toro Rojo?
Mamá Fortuna se adelantó hasta casi tocar la jaula y murmuró:
— El Toro Rojo del rey Haggard... Así que conoces al Toro. —Enseñó dos de sus dientes—. Bien, en cualquier caso no te conseguirá: me perteneces.
La unicornio meneó la cabeza.
—Tú lo sabrás mejor —asintió con gentileza—. Libera a la harpía, antes de que sea demasiado tarde, y a mí también. Quédate con tus pobres sombras, si quieres, pero déjanos marchar.
Los ojos inmóviles de la bruja llamearon con un brillo tan salvaje que una desastrada compañía de mariposas nocturnas, de camino hacia una fiesta, revolotearon directamente hacia ellos, chisporroteando como cenizas de nieve.
—Primero dejaría el negocio del espectáculo —aulló la vieja—. Vagar a lo largo de la eternidad acarreando mis horrores caseros... ¿Crees que ése era mi sueño cuando era joven y malvada? ¿Crees que elegí esa magia de dos al cuarto, pedazo de estúpida, porque nunca conocí la verdadera brujería? Hago trucos con perros y monos porque no puedo conmover la hierba, pero sé la diferencia. Y ahora me pides que renuncie a vuestra visión, a la presencia de vuestro poder... Le dije a Rukh que alimentaría a la harpía con su hígado si me viera obligada a ello, y lo haría. Y para conservarte a ti cogería a tu amigo Schmendrick y le...
Las palabras se atropellaron en su boca y, por fin, guardó silencio.
—Hablando de hígados —dijo la unicornio—, nunca se puede hacer auténtica magia ofreciendo el hígado de otro. Debes arrancarte el tuyo y no esperar devolución. Todas las brujas de verdad lo saben.
Algunos granos de arena se deslizaron por la mejilla de la bruja, que miraba fijamente a la unicornio. Todas las brujas lloran así. Se dio la vuelta y caminó con paso lento hacia su carreta, pero luego volvió atrás y exhibió su torcida sonrisa.
—En realidad, te he engañado dos veces. ¿Piensas de veras que todos esos patanes te hubieran reconocido sin mi ayuda? No, tuve que darte un aspecto que comprendieran, incluso un cuerno que les entrara por los ojos. En estos días es necesario practicar trucos de feria barata para que la gente reconozca a un unicornio. Te conviene permanecer conmigo y pasar desapercibida porque sólo el Toro Rojo te conocerá cuando te vea.
Desapareció en el interior de su carro y la harpía permitió que la luna saliera de nuevo.
Continúa leyendo esta historia en "El último unicornio - Cap III - Peter S. Beagle"
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