CAPÍTULO XIV
FINAL
Una vez que el mar hubo borrado las huellas en forma de diamante de los unicornios, no quedó rastro de su paso ni del castillo del rey Haggard. La única diferencia es que Molly Grue los recordaba perfectamente.
—Es mejor que se fueran sin decir adiós —habló consigo misma—. Habría sido estúpido. De todas maneras, voy a actuar como una estúpida dentro de un minuto, pero es mejor así. —Entonces algo cálido aleteó sobre su mejilla y entre sus cabellos, como un rayo de sol, y se dio la vuelta para rodear con sus brazos el cuello de la unicornio—. ¡Oh, estás aquí, estás aquí! —Estuvo a punto de comportarse como una niña y preguntó—: ¿Te vas a quedar?
Pero la unicornio se deshizo con dulzura de ella y trotó hacia el lugar en que estaba tendido el príncipe Lír. Los ojos azul oscuro del joven habían perdido el color. La unicornio se detuvo junto al cuerpo yacente, custodiándolo como él había custodiado a lady Amalthea.
—Puede devolverle la vida —musitó Schmendrick—. El cuerno de un unicornio es inmune a la muerte.
Molly le miró fijamente, como no lo hacía desde mucho tiempo antes, y vio que por fin había reconquistado su poder y sus orígenes. No podía explicar cómo lo sabía, puesto que ningún halo de gloria le rodeaba y no ocurrían prodigios en su honor, al menos en ese momento. Era Schmendrick el Mago, como siempre..., aunque se podía decir que por primera vez.
Pasó un largo rato antes de que la unicornio tocara con su cuerno al príncipe Lír. A pesar de que su búsqueda había concluido con la mayor de las alegrías, había una cierta fatiga en sus movimientos, una tristeza en su belleza que Molly nunca había visto. De repente tuvo la intuición de que estaba más apenada por la muchacha perdida que por Lír; por aquella lady Amalthea que habría vivido feliz para siempre en compañía del príncipe. La unicornio bajó la cabeza y su cuerno se deslizó por la barbilla de Lír con la torpeza de un primer beso.
El príncipe se incorporó de un brinco, con una sonrisa dirigida a algo muy lejano en el tiempo.
—Padre —dijo con voz atropellada y llena de asombro—, padre, he tenido un sueño. —Entonces vio a la unicornio y se puso en pie. La sangre circuló por sus venas e iluminó su cara—. Estaba muerto.
La unicornio le tocó por segunda vez, sobre el corazón, sin apartar el cuerno durante unos segundos. Ambos temblaban. El príncipe Lír le abrió los brazos expresivamente.
—Te recuerdo, te recuerdo —dijo la unicornio. —Cuando estaba muerto... —empezó el príncipe Lír, pero la unicornio se había marchado.
Escaló el acantilado sin desprender piedras ni arrancar matojos, veloz como la sombra de un pájaro; y cuando miró hacia abajo, con una pata suspendida en el aire, el sol en los flancos, la cabeza y el cuello absurdamente frágiles, en comparación con la magnitud del cuerno..., los tres que la observaban gritaron llenos de pánico. La criatura se giró y desapareció, pero Molly Grue oyó sus voces partir en su dirección como flechas. Por más grande que fuera su deseo de que regresara, mayor era el de no haberla llamado.
—Tan pronto como la vi —dijo el príncipe Lír—, supe que había estado muerto, como la otra vez, cuando la vi desde la torre de mi padre. —Alzó la vista y retuvo el aliento. Fue el único sonido de pesar que recibiera jamás el rey Haggard de un ser vivo —. ¿Fui yo el causante? La maldición afirmaba que yo derribaría el castillo, pero nunca habría sido capaz. Haggard no era bueno conmigo, pero yo no era lo que él deseaba. ¿Provoqué yo su ruina?
—Si no hubieras tratado de salvar a la unicornio —replicó Schmendrick—, nunca se habría enfrentado al Toro Rojo, nunca le habría expulsado hacia el mar. El Toro Rojo provocó la subida de las aguas y, de paso, puso en libertad a los unicornios, que demolieron el castillo. Ahora que lo sabes, ¿cambiarás de opinión?
El príncipe Lír meneó la cabeza sin decir nada.
— Pero ¿por qué huyó el Toro? —preguntó Molly—. ¿Por qué no le plantó cara y luchó?
No vieron señales del monstruo cuando otearon el horizonte, a pesar de que era demasiado enorme para haber nadado hasta perderse de vista en tan breve lapso de tiempo. Tanto si había alcanzado otra orilla como si las aguas habían conseguido por fin hundir su inmensa mole, no supieron la respuesta hasta mucho después y, desde luego, jamás se le volvió a ver en aquel reino.
—El Toro Rojo nunca lucha —dijo Schmendrick—. Conquista, pero no lucha. —Posó una mano sobre la espalda del príncipe Lír—. Ahora, tú eres el rey.
Tocó también a Molly, dijo algo más cercano a un susurro que a una palabra y los tres flotaron en el aire, como plumas de algodón, hacia la cumbre del acantilado.
Molly no estaba asustada. La magia sostenía su cuerpo como si fuera una nota de música que estuviera cantando. Aunque comprendió que tales artes no estaban lejos de ser peligrosas y eran difíciles de manejar, lamentó vivamente que el inesperado viaje finalizara.
No quedaba piedra sobre piedra, ni señal del castillo. El terreno que había ocupado no se veía más descolorido que el resto. Cuatro jovenzuelos, cubiertos con oxidadas y rotas armaduras, vagaban atolondradamente por los pasillos ausentes, dando vueltas sin cesar en el espacio vacío donde se ubicaba el gran vestíbulo. Cuando vieron a Lír, Molly y Schmendrick se precipitaron a su encuentro entre grandes risas. Cayeron de rodillas ante Lír y gritaron a la vez:
— ¡Su Majestad! ¡Viva el rey Lír!
Lír se sonrojó y trató de obligarles a que se pusieran de pie.
—No importa —refunfuñó — , no importa. ¿Quiénes sois? —Examinaba con asombro las caras, una a una—. Os conozco, estoy seguro, pero ¿cómo es posible?
—Es verdad, Su Majestad —dijo con gran alegría el primero—. Somos los hombres de armas del rey Haggard..., los mismos que le servimos durante tantos fatigosos y fríos años. Huimos del castillo cuando desaparecisteis en el reloj, porque el Toro Rojo bramaba y todas las torres temblaban y estábamos asustados. Supimos que la antigua maldición se iba a cumplir por fin.
—Una gran ola cayó sobre el castillo —dijo el segundo—, tal como la bruja había profetizado. La vi derramarse por el acantilado, con tanta lentitud como la nieve, pero no puedo explicaros por qué no nos arrastró.
—La ola se dividió para rodearnos —dijo otro—, algo que jamás había visto. El agua era extraña, como el fantasma de una ola, bullía con una luz irisada, y por un momento me pareció que... —Se frotó los ojos y encogió los hombros, sonriendo con la indecisión pintada en el semblante—. No lo sé, fue como un sueño.
—Pero ¿qué os ha sucedido a vosotros? —preguntó Lír —. Ya erais viejos cuando nací, y ahora sois más jóvenes que yo. ¿Qué clase de milagro es éste?
—Es verdad, Su Majestad —dijo con gran alegría el primero—. Somos los hombres de armas del rey Haggard..., los mismos que le servimos durante tantos fatigosos y fríos años. Huimos del castillo cuando desaparecisteis en el reloj, porque el Toro Rojo bramaba y todas las torres temblaban y estábamos asustados. Supimos que la antigua maldición se iba a cumplir por fin.
—Una gran ola cayó sobre el castillo —dijo el segundo—, tal como la bruja había profetizado. La vi derramarse por el acantilado, con tanta lentitud como la nieve, pero no puedo explicaros por qué no nos arrastró.
—La ola se dividió para rodearnos —dijo otro—, algo que jamás había visto. El agua era extraña, como el fantasma de una ola, bullía con una luz irisada, y por un momento me pareció que... —Se frotó los ojos y encogió los hombros, sonriendo con la indecisión pintada en el semblante—. No lo sé, fue como un sueño.
—Pero ¿qué os ha sucedido a vosotros? —preguntó Lír —. Ya erais viejos cuando nací, y ahora sois más jóvenes que yo. ¿Qué clase de milagro es éste?
Los tres que habían hablado sofocaron la risa y se miraron, azorados.
—Es un milagro muy significativo —dijo el cuarto hombre de armas—. Una vez le dijimos a lady Amalthea que volveríamos a ser jóvenes si tal era su deseo, y por cierto que estábamos diciendo la verdad. ¿Dónde está? Iremos en su ayuda aunque eso signifique enfrentarnos al mismísimo Toro Rojo.
—Se ha ido —respondió el rey Lír—. Traed mi caballo y ensilladlo. Traed mi caballo.
Su voz era áspera e impaciente, y los cuatro hombres de armas se apresuraron a obedecer a su nuevo señor.
—Su Majestad, no es posible —dijo suavemente Schmendrick a sus espaldas—. No debéis seguirla.
— ¡Mago, ella es mía! —exclamó, con una mirada parecida a la de Haggard. Hizo una pausa y prosiguió en un tono más amable, casi de súplica—: Dos veces me ha rescatado de la muerte. ¿Qué será de mí sin ella? Moriré por tercera vez. —Asió a Schmendrick por las muñecas, con la fuerza suficiente para pulverizarle los huesos, pero el mago no hizo el menor gesto—. No soy el rey Haggard. No deseo capturarla, sólo pasar el resto de mis días siguiéndola, durante millas, leguas o años, sin verla nunca, tal vez, pero satisfecho. Estoy en mi derecho. Un héroe tiene derecho a este final feliz, si llega la ocasión.
—Éste no es el final de ninguno de los dos. Sois el rey de un país devastado, donde no ha habido más rey que el miedo. Vuestra auténtica tarea acaba de empezar, y quizá no sabréis nunca, en el curso de vuestra vida, si la habéis llevado a buen fin, pero sí sabréis si habéis fracasado. En cuanto a ella, su historia es interminable, sea feliz o sea triste. No puede pertenecer a nadie lo bastante mortal para quererla. Pero podéis estar satisfecho, mi señor. — Schmendrick, con gran extrañeza de todos, lo abrazó durante unos instantes—. Ningún hombre ha recibido más de ella, y ningún otro será bendecido en sus recuerdos. La habéis amado y la habéis servido... Podéis estar satisfecho. Ahora podéis ser rey.
— ¡Pero si no es eso lo que quiero! —gritó Lír. El mago no respondió, solamente le miró. Los ojos azules se reflejaron en los verdes; el rostro enjuto y altivo en otro que no era ni tan bien dibujado ni tan osado. El rey parpadeó y bizqueó, como si estuviera mirando al sol, y al poco rato bajó los ojos y murmuró—: Así sea. Me quedaré y gobernaré solo a los despreciables habitantes de un país que odio. Pero, igual que el pobre Haggard, no hallaré ningún gozo en mi actividad.
— ¡Pero si no es eso lo que quiero! —gritó Lír. El mago no respondió, solamente le miró. Los ojos azules se reflejaron en los verdes; el rostro enjuto y altivo en otro que no era ni tan bien dibujado ni tan osado. El rey parpadeó y bizqueó, como si estuviera mirando al sol, y al poco rato bajó los ojos y murmuró—: Así sea. Me quedaré y gobernaré solo a los despreciables habitantes de un país que odio. Pero, igual que el pobre Haggard, no hallaré ningún gozo en mi actividad.
Un gatito del color del otoño, con una oreja torcida, surgió de algún escondite secreto en el aire y bostezó. Molly lo cogió y lo sostuvo contra su cara, y el felino metió las patas entre su pelo. Schmendrick sonrió y dijo al rey:
—Ahora debemos marcharnos. ¿Vendréis con nosotros para ser testigo de nuestra amistad hasta el límite de vuestros dominios? Hay muchas cosas en el camino que os convendría examinar..., y os puedo prometer que encontraremos alguna señal de los unicornios.
El rey Lír reclamó de nuevo su caballo, hasta que sus hombres lo trajeron, pero no había ninguno para Schmendrick y Molly. Sin embargo, al advertir la mirada de asombro de su señor, se giraron y vieron dos caballos más que seguían sus pasos dócilmente, uno negro y otro marrón, ambos ensillados y equipados. Schmendrick eligió el negro y adjudicó el marrón a Molly.
—¿Son tuyos? —preguntó la mujer, algo atemorizada—. ¿Los has hecho tú? ¿Puedes... hacer cosas ahora?
Su admiración fue acompañada por un suspiro del rey. —Los encontré, pero cuando digo «encontrar» me refiero a otra cosa. No me hagas más preguntas —contestó, y ayudó a Molly a montar y luego lo hizo él.
Así, los tres se alejaron a caballo y los hombres de armas les siguieron a pie. Nadie miró atrás, puesto que no había nada que ver. Pero el rey Lír dijo, sin hablar para nadie en concreto:
—Qué extraño es hacerse hombre en un lugar, asistir a su desaparición, verlo todo cambiado..., y de repente ser rey. ¿Fue real todo ello? ¿Soy real, en ese caso?
Schmendrick no respondió.
El rey Lír deseaba marchar de prisa, pero Schmendrick impuso un paso lento y se desvió por un camino secundario. Cuando el rey se irritó por la escasa velocidad, se le reconvino por la falta de consideración hacia sus hombres, aunque, sorprendentemente, resistieron el viaje sin el menor cansancio. Molly no tardó en comprender que el mago se demoraba para que Lír pudiera observar en detalle sus dominios. Y descubrió que el paisaje era admirable.
Porque la primavera, poco a poco, estaba llegando al estéril país que había sido de Haggard. Un extranjero no habría advertido el cambio, pero Molly vio que la tierra marchita empezaba a cubrirse de un verdor tan ligero como el humo. Árboles achaparrados y nudosos, que nunca habían florecido, echaban flores con el estilo cauteloso de un ejército que envía exploradores por delante. Riachuelos sempiternamente secos empezaban a removerse en sus lechos. Pequeñas criaturas se llamaban entre sí. Los olores surgían por franjas; hierba descolorida y barro negro, miel y nueces, menta, heno y manzanos en putrefacción; hasta el sol de la tarde traía un entrañable perfume que Molly hubiera reconocido en cualquier parte. Cabalgó a la altura de Schmendrick y contempló el suave advenimiento de la primavera, sin dejar de preguntarse cómo había llegado hasta ella, tarde pero perdurable.
—Los unicornios han pasado por aquí —susurró al mago—. ¿Es ésta la explicación, o es la caída de Haggard y la huida del Toro Rojo? ¿Cuál es?, ¿qué está ocurriendo?
—Todo, todo a la vez. No es una primavera, son cincuenta; y no se desvanecieron tan sólo uno o dos grandes terrores, sino un millar de pequeñas sombras desparramadas por el país. Espera y verás.
— No es la primera primavera de esta tierra —dijo en voz alta, para que le oyera el rey—. Era un buen país hace muchos años y sólo requiere un buen rey para volver a ser lo que era. Observa cómo se va suavizando delante tuyo.
El rey Lír no pronunció ni una palabra, pero sus ojos no cesaban de moverse a derecha e izquierda, por lo que no pudo dejar de apreciar la rápida maduración. Incluso el valle de Hagsgate, de funesta memoria, bullía con toda clase de flores salvajes, aguileñas y campanillas, espliegos y tramuces, dedaleras y milenramas. Las malvas maduraban en las profundas huellas del Toro Rojo.
Pero cuando llegaron a Hagsgate, muy avanzada la tarde, les esperaba un escenario desolado y extraño. Los campos arados estaban lamentablemente destrozados. Los ricos huertos y viñedos habían sido arrasados y no quedaba ni un triste arbolillo en pie. Un desastre tan fulgurante parecía obra del Toro Rojo, pero Molly Grue pensó que cincuenta años de calamidades contenidas se habían abatido sobre Hagsgate de una vez, al mismo tiempo que otras tantas primaveras confortaban por fin al resto del país. La tierra pisoteada tenía un aspecto ceniciento a la luz del ocaso.
— ¿Qué es esto? —preguntó con calma el rey Lír. —Seguid cabalgando, Majestad —replicó el mago—. Seguid cabalgando.
El sol se ponía cuando traspasaron las derruidas puertas de la ciudad, y guiaron sus caballos lentamente, a través de las calles sembradas de tablas, enseres, cristales rotos y restos de paredes, ventanas, chimeneas, sillas, útiles de cocina, tejados, bañeras, camas, repisas y tocadores. Todas las casas de Hagsgate se habían venido abajo; no quedaba nada por romper. Parecía que la ciudad hubiera sido pisoteada.
Los habitantes de Hagsgate estaban sentados en los umbrales de sus puertas, si es que aún existían, pensando en la tragedia. Siempre habían tenido el aspecto de ser pobres, aun en medio de la abundancia, y la ruina les hacía sentirse casi aliviados, pero en modo alguno más pobres. Apenas advirtieron la llegada de Lír, hasta que éste habló:
—Soy el rey. ¿Qué ha sucedido aquí?
—Fue un terremoto —murmuró un hombre perdido en sus ensoñaciones.
—Fue una tempestad que llegó del mar, del noreste —le contradijo otro—. Hizo añicos la ciudad y llovió granizo, piedras grandes como puños.
Otro hombre insistió en que un poderoso oleaje había caído sobre Hagsgate, un oleaje blanco como el cornejo y pesado como el mármol, que no ahogó a nadie pero lo destrozó todo. El rey Lír les escuchó con una sonrisa inexorable.
—Escuchad —les dijo cuando terminaron—. El rey Haggard ha muerto y su castillo ha sido destruido. Yo soy Lír, aquel niño de Hagsgate que fue abandonado al nacer para evitar que se cumpliera la profecía de la bruja. —Con un gesto de la mano abarcó las casas deshechas—. Gente estúpida y miserable, los unicornios han vuelto, los unicornios que veíais cazar al Toro Rojo y pretendíais no ver. Fueron ellos los que tiraron el castillo abajo, y también la ciudad. Pero ha sido vuestra avaricia y vuestro temor la que os ha destruido.
Los ciudadanos suspiraron con resignación, pero una mujer de mediana edad se adelantó hacia el rey y dijo con cierto temple:
—Disculpadme, mi señor, pero todo parece algo injusto. ¿Qué podríamos haber hecho para salvar a los unicornios? Temíamos al Toro Rojo. ¿Qué podríamos haber hecho?
—Con una palabra habría bastado —replicó el rey Lír—. Ahora nunca lo sabréis.
Estaba a punto de volver grupas y abandonarles allí cuando una voz débil y cascada le llamó:
— ¡Lír..., pequeño Lír, mi hijo, mi rey!
Molly y Schmendrick reconocieron al individuo que llegaba corriendo, con los brazos abiertos, jadeando y cojeando como si fuera más viejo de lo que realmente era. Se trataba de Drinn.
—¿Quién eres? —preguntó el rey—. ¿Qué quieres de mí?
—¿No me conoces, hijo mío? —El hombre manoseó los estribos y se frotó la nariz contra las botas—. No, claro, ¿cómo ibas a conocerme? ¿Merezco acaso que me conozcas? Soy tu padre..., tu pobre, viejo y muy feliz padre. Yo soy aquel que te abandonó en la plaza del mercado una noche de invierno, hace muchos años, y te condujo así hacia tu heroico destino. ¡Cuan sabio fui, cuan triste estuve tan largo tiempo, cuan orgulloso estoy ahora! ¡Mi niño, mi bebé!
Aunque no podía derramar auténticas lágrimas, su nariz moqueaba como si llorara con sinceridad. Sin una palabra, el rey Lír tiró de las riendas del caballo y se apartó de la multitud. El viejo Drinn dejó caer los brazos extendidos a los costados.
— ¡Cría cuervos! —vociferó—. Hijo ingrato, ¿abandonarás a tu padre en la hora del desastre, cuando una palabra de tu brujo favorito habría puesto las cosas en su sitio otra vez? ¡Despréciame si quieres, pero he tenido mi parte al ponerte donde estás, y no oses negarlo! La maldad también tiene sus derechos.
El rey quiso volver atrás, pero Schmendrick le contuvo.
—Es verdad, como sabéis —susurró—, pero para él, para todos ellos, el cuento habría funcionado igual de otra forma. ¿Quién se atrevería a decir que el final habría sido tan feliz como éste? Debéis ser su rey y gobernarles con tanta bondad como si fueran más valientes y más fieles, porque forman parte de vuestro destino.
Entonces Lír alzó la mano en dirección a la gente de Hagsgate. Los presentes se empujaron y se dieron codazos.
—Debo partir con mis amigos y acompañarles un trecho. Pero dejaré aquí a mis hombres de armas y os ayudarán a reconstruir vuestra ciudad. Cuando vuelva, dentro de poco, yo también colaboraré. No empezaré a erigir mi nuevo castillo hasta que vea a Hagsgate de pie una vez más.
Se lamentaron amargamente de que Schmendrick podía hacerlo en un momento por medio de su magia, pero éste respondió:
—No podría aunque quisiera. Hay leyes que gobiernan las artes mágicas, como hay leyes que rigen las estaciones y el mar. La magia os hizo ricos en otro tiempo, mientras la demás gente del país era pobre; pero vuestros días de prosperidad han terminado y os toca comenzar de nuevo. La tierra baldía de los tiempos de Haggard crecerá verde y generosa, pero Hagsgate arrastrará una existencia tan miserable como los corazones que la habitan. Plantaréis vuestros campos otra vez y levantaréis los huertos y los viñedos caídos, pero nunca prosperarán como antes, nunca... hasta que aprendáis a disfrutar de ellos sin motivo alguno. Yo, en vuestro lugar, tendría hijos —aconsejó, con la mirada desprovista de ira, pero llena de piedad; luego se dirigió al rey Lír—. ¿Qué decíais, Majestad? ¿Dormiremos aquí esta noche y seguiremos nuestra ruta al amanecer?
Pero el rey espoleó al caballo y salió a todo galope de la ruinosa Hagsgate. Molly y el mago tardaron bastante en alcanzarle, y aún transcurrió un tiempo antes de que se detuvieran para dormir. Viajaron durante muchos días a través de los dominios del rey Lír, y cada día sabían menos y se deleitaban más. La primavera se extendía ante su vista con tanta rapidez como se propaga el fuego; vestía lo que estaba desnudo y abría lo que había estado herméticamente cerrado; tocaba la tierra como la unicornio había tocado a Lír.
Toda clase de animales, desde osos a escarabajos negros, jugaban, se arrastraban o se escabullían a lo largo de su camino, y el cielo, antes arenoso y árido como el suelo, se llenó de pájaros que volaban en bandadas tan espesas que nublaban el sol la mayor parte del tiempo. Los peces saltaban y se movían con agilidad en los rápidos riachuelos, y flores salvajes brotaban en las colinas como prisioneros en fuga. El ruido de la vida llenaba el país, pero fue el silencioso regocijo de las flores el que mantuvo despiertos a los tres viajeros por la noche.
Las gentes de los pueblos les saludaban cautelosamente, con casi la misma sequedad que habían mostrado cuando Schmendrick y Molly habían pasado por primera vez. Sólo los más viejos habían visto la primavera antes, y muchos sospechaban que el desbordante verdor podía deberse a una plaga o a una invasión.
El rey Lír les dijo que Haggard había muerto y el Toro Rojo desaparecido para siempre, les invitó a visitarle en su nuevo castillo y siguió su camino.
—Necesitan tiempo para sentirse a gusto con las flores —fue su comentario.
Allá donde hacían un alto, el rey prometía que todos los proscritos serían perdonados, y Molly confió en que las noticias llegarían a oídos del capitán Cully y su alegre banda. Así ocurrió, y todos los alegres bandidos abandonaron de inmediato la vida en el bosque, salvo el capitán Cully y Jack Jingly. Ambos adoptaron el oficio de juglares vagabundos y, según los rumores, consiguieron una razonable popularidad en las provincias.
Una noche, los tres dormían en la más lejana frontera del reino de Lír, en camas improvisadas con la hierba. El rey les anunció que a la mañana siguiente se despediría de ellos y regresaría a Hagsgate.
—Será un viaje solitario —comentó en la oscuridad—. Preferiría ir con vosotros a ser rey.
—Bueno, conseguiréis que os guste —replicó Schmendrick—. Los mejores jóvenes del pueblo se abrirán camino en la corte y les enseñaréis a ser caballeros y héroes. Los ministros más inteligentes vendrán a aconsejaros, los más hábiles músicos, malabaristas y narradores vendrán a solicitar vuestros favores. Y un día, cuando sea la hora, llegará una princesa, o bien huyendo de sus intolerables y perversos padre y hermanos, o bien suplicando justicia para ellos. Quizá oiréis hablar de ella, encerrada en una fortaleza de pedernal impenetrable, por única compañía una compasiva araña...
—No me importa nada de eso —dijo el rey Lír. Estuvo callado durante tanto rato que Schmendrick pensó que dormía, pero luego dijo—: Me gustaría verla una vez más y confesarle mis sentimientos. Nunca sabrá lo que realmente quería decir. Prometiste que la vería.
—Prometí tan sólo que veríais alguna señal de los unicornios, y así ha sido. Vuestro reino está bendecido más allá de todo merecimiento porque ellos lo han cruzado en libertad. En cuanto a vos, vuestro corazón y las cosas que dijisteis y no dijisteis, las recordará cuando los hombres sean meros entes de fantasía en libros escritos por conejos. Pensad en ello y callad.
El rey no habló más y Schmendrick se arrepintió de sus palabras.
—Os tocó dos veces —dijo al cabo de un rato—. La primera para devolveros a la vida, pero la segunda era para vos.
Lír no respondió y Schmendrick nunca supo si lo había oído o no.
Schmendrick soñó que la unicornio volvía y se quedaba a su lado, bajo la luz de la luna. El ligero viento de la noche levantaba y desordenaba su crin, la luna brillaba sobre el cincelado copo de nieve de su pequeña cabeza. Sabía que era un sueño, pero estaba feliz de verla.
—Qué bella eres —dijo — . Nunca llegué a decírtelo.
Habría alertado a los otros, pero los ojos de la unicornio cantaron una advertencia tan diáfana como dos pájaros asustados, y supo que si se movía para llamar a Molly y a Lír se despertaría y la criatura desaparecería.
—Aún te quieren más, creo, a pesar de que hago lo que puedo.
—Por qué... —dijo la unicornio, pero el mago no consiguió descifrar la respuesta. Yacía muy quieto, con la esperanza de que, cuando despertara por la mañana, recordaría con exactitud la forma de sus orejas—. Ahora eres un auténtico mago..., y mortal, tal como deseaste siempre. ¿Eres feliz?
—Sí —replicó con una silenciosa sonrisa—. No soy el pobre Haggard, que perdió el deseo de su corazón al poseerlo, pero hay magos y magos, magia negra y magia blanca, y los infinitos matices del gris entre ambas..., y ahora veo que todo es lo mismo. Tanto si decido ser lo que los hombres llaman un mago sabio y bueno, ayudando a los héroes, frustrando los planes de brujas, nobles perversos y padres irrazonables, produciendo lluvia, curando el Baile de San Vito y el sonambulismo, bajando gatos de los árboles, como si elijo las retortas llenas de elixires y esencias, los polvos, las hierbas y las pociones venenosísimas, los libros encuadernados en piel humana y encerrados bajo candado, que mejor sería no dar a la luz, la niebla turbia que oscurece la habitación y la voz dulce que balbucea en su interior..., bueno, la vida es corta. A fin de cuentas, ¿a cuántos podré ayudar o perjudicar? Tengo mi poder al fin, pero el mundo es todavía demasiado pesado para moverlo, aunque el amigo Lír no piense lo mismo.
Y rió de nuevo en el sueño, con algo de tristeza.
—Es verdad. Eres un hombre, y los hombres no pueden hacer nada importante. —Pero su voz era extrañamente lenta y grave—. ¿Qué elegirás?
—Oh, la magia benéfica, sin duda, puesto que tú la prefieres —rió el mago por tercera vez—. Creo que nunca más te volveré a ver, pero trataré de hacer lo que te agradaría, en caso de que lo supieras. Y tú..., ¿dónde te quedarás el resto de tu vida? Pensé que ya habrías regresado a tu bosque.
—Oh, la magia benéfica, sin duda, puesto que tú la prefieres —rió el mago por tercera vez—. Creo que nunca más te volveré a ver, pero trataré de hacer lo que te agradaría, en caso de que lo supieras. Y tú..., ¿dónde te quedarás el resto de tu vida? Pensé que ya habrías regresado a tu bosque.
La unicornio se apartó un poco y el súbito centelleo de su lomo hizo que toda la charla sobre magia dejara un regusto arenoso en la garganta del mago. Polillas, mosquitos y otros insectos nocturnos demasiado pequeños para ser algo en particular vinieron a bailar lentamente alrededor de su cuerno luminoso, pero, en lugar de prestarle un aspecto ridículo, aumentó en belleza y sabiduría ante aquellos que la festejaban. El gato de Molly se frotaba contra sus patas delanteras.
—Los otros se han ido. Se han dispersado por los bosques de donde procedían, cada uno por su lado, y a los hombres les será tan fácil verlos como si aún estuvieran en el mar. Yo también regresaré a mi bosque, pero no sé si viviré a gusto allí, o en cualquier otro lugar. He sido mortal y una parte de mí es todavía mortal. Estoy llena de lágrimas, de anhelos y de temor a la muerte, a pesar de que no puedo llorar, no deseo nada y no puedo morir. Ahora no soy igual que los otros, porque no ha nacido ningún unicornio que pueda tener remordimientos, y yo los tengo. Yo los tengo.
Schmendrick ocultó su rostro como un niño, a pesar de ser un gran mago.
—Lo siento, lo siento —musitó—. Te he hecho daño, como Nikos al otro unicornio, con el mismo resultado, y no puedo enmendarlo. Mamá Fortuna, el rey Haggard y el Toro Rojo juntos fueron más buenos contigo que yo.
—Mi pueblo ha vuelto al mundo. Ninguna pena vivirá tanto en mí como esa alegría..., salvo una, que te agradezco también. Adiós, bondadoso mago. Intentaré volver a casa.
No hizo ningún ruido al marchar, pero el mago estaba despierto y el gato de la oreja torcida maullaba su soledad. Al girar la cabeza vio que el resplandor de la luna temblaba en los ojos del príncipe Lír y de Molly Grue. Los tres permanecieron despiertos hasta el amanecer, sin que nadie pronunciara una palabra.
El rey Lír se levantó con los primeros rayos del sol y ensilló su caballo.
—Me gustaría que vinierais a verme algún día.
Le aseguraron que lo harían, pero se resistía a abandonarles, retorciendo las flojas riendas entre sus dedos.
— ¡Anoche soñé con ella! —dijo por fin.
— ¡Yo también! —gritó Molly.
Schmendrick abrió la boca, pero la volvió a cerrar.
—Os pido por nuestra amistad que... me contéis lo que os dijo —rogó con voz estrangulada, y tomó una mano de cada uno en un apretón helado y doloroso.
—Mi señor, raramente recuerdo mis sueños. —Schmendrick le dedicó una débil sonrisa—. Me parece que hablamos solemnemente de tonterías, al estilo habitual... Vacíos, evanescentes y graves disparates.
El rey soltó su mano y enfocó su mirada medio enloquecida en Molly Grue.
—Nunca lo diré —respondió la mujer, algo asustada, ruborizándose intensamente—. Lo recuerdo, pero nunca se lo diré a nadie, aunque tuviera que morir por ello..., ni siquiera a vos, mi señor.
No miraba al rey mientras hablaba, sino a Schmendrick.
El rey Lír soltó su mano también y subió a la silla con tanta violencia que el caballo se lanzó hacia adelante con la velocidad de un ciervo, pero el príncipe se mantuvo firme sobre su montura y, echando fuego por los ojos, miró a Molly y a Schmendrick con un rostro tan ceñudo, ajado y hundido como si hubiera sido rey durante un larguísimo período.
—No me dijo nada, ¿comprendéis? No me dijo nada, nada en absoluto.
Luego su expresión se suavizó, como ocurría cuando el rey Haggard contemplaba las evoluciones de los unicornios en el mar. Por un momento volvió a ser el joven príncipe que se sentaba junto a Molly en la cocina.
—Me miró —prosiguió—. En el sueño me miró, pero no habló.
Azuzó a su cabalgadura sin despedirse, y le siguieron con la mirada hasta que las colinas lo ocultaron; un triste y erguido jinete que volvía a casa para ser rey.
—Oh, pobre muchacho. Pobre Lír —dijo por fin Molly.
—No le ha ido tan mal —respondió el mago — . Los grandes héroes necesitan penas y amarguras, de lo contrario la mitad de su grandeza pasaría desapercibida.
Todo es parte del cuento de hadas. —La duda se transparentaba en sus palabras. Deslizó suavemente su mano sobre los hombros de Molly—. Ciertamente es la fortuna más apreciada, pero la que se obtiene con más esfuerzo. —Poco a poco la fue apartando hasta la distancia de su brazo y le preguntó—: ¿Me contarás ahora lo que te dijo? —Molly rió por toda respuesta; le resbaló el pelo sobre la cara y su belleza fue superior a la de lady Amalthea—. Muy bien. Tendré que encontrar a la unicornio; tal vez me lo diga.
Llamó a los corceles con un silbido.
Molly guardó silencio mientras el mago ensillaba su caballo, pero cuando hizo lo propio con el otro posó la mano sobre su brazo.
—¿Crees que..., de veras confías en que la encontraremos? Hay algo que olvidé decirle.
Schmendrick la miró de soslayo. El sol de la mañana hacía brillar sus ojos como la hierba fresca, pero a ratos, especialmente cuando se agachó a la sombra del caballo, un verdor mis profundo enturbiaba su mirada, el verde de la pinocha, que sugiere una leve y fría amargura.
—Por su bien, espero que no. Significaría que también anda sin rumbo, que es un destino propio de los seres humanos, pero no de un unicornio. Pero sí que confío, claro que confío. —Sonrió a Molly y cogió su mano—. De cualquier forma, puesto que debemos elegir un camino entre los muchos que llevan al mismo sitio, ojalá sea el que haya tomado un unicornio. Tal vez no le veamos nunca, pero siempre sabremos por dónde ha pasado. Ven, pues, ven conmigo.
Y de esta manera empezaron su nuevo viaje, que les condujo sucesivamente a la mayoría de los recovecos del dulce, pérfido y caprichoso mundo y, por fin, hacia su extraño y maravilloso destino. Pero eso fue mucho más tarde, porque, al principio, apenas transcurridos diez minutos de abandonar el reino de Lír, se toparon con una doncella que corría a toda prisa en su dirección. Llevaba el vestido desgarrado y tiznado, aunque la calidad del tejido era evidente, a pesar de que su pelo estaba revuelto y enmarañado, sus brazos arañados y su linda cara sucia, no cabía la menor duda de que se trataba de una princesa en peligro inminente. Schmendrick se apeó para sostenerla, y ella le agarró con ambas manos como un náufrago a una tabla.
— ¡Socorro, socorro, au secours! Si eres un hombre de temple y buenos sentimientos, ayúdame. Soy la princesa Alison Jocelyn, hija del buen rey Giles, traicioneramente asesinado por su hermano, el sanguinario duque Wulf, que ha capturado a mis tres hermanos, los príncipes Corin, Colin y Calvin, encerrándoles en una pavorosa cárcel como rehenes, a fin de obligarme a desposar con su obeso hijo,
lord Dudley, pero soborné a un centinela y engañé a los perros con...
lord Dudley, pero soborné a un centinela y engañé a los perros con...
Pero Schmendrick el Mago levantó la mano y la joven se calló en el acto, mirándole llena de admiración con sus ojos color malva.
—Hermosa princesa, el hombre que necesitáis acaba de marcharse por allí —y señaló con el dedo la tierra que habían abandonado recientemente—. Coged mi caballo y os reuniréis con él antes de que vuestra sombra os preceda. —Juntó las manos para ayudar a subir a la princesa Alison Jocelyn, que trepó a la silla con muestras de fatiga y perplejidad. Schmendrick obligó al caballo a dar la vuelta y dijo—: Es probable que le alcancéis fácilmente, pues cabalgará al paso. Es un buen hombre, y un héroe para el que no hay empresas imposibles. Le envío todas mis princesas. Su nombre es Lír.
Luego palmeó al caballo en la grupa y lo mandó tras las huellas del príncipe Lír, hecho lo cual estuvo riendo tanto rato que se encontró demasiado débil para seguir a Molly, y se vio forzado a andar tras su caballo durante un trecho. Cuando recuperó el aliento entonó una canción, secundado por Molly. Y esto es lo que cantaban mientras se alejaban juntos, despidiéndose de esta historia y en dirección a otra:
No soy rey, ni soy noble,
ni soy soldado, dijo él.
No soy más que un arpista, un arpista muy pobre
que ha venido hasta aquí para casarse contigo.
Si fueras un noble, serías mi señor,
al igual que si fueras un ladrón, dijo ella.
Y si eres arpista, serás mi arpista,
pues no hago la menor distinción,
pues no hago la menor distinción.
¿Y si te pruebo que no soy un arpista,
que por tu amor oculté la verdad?
En ese caso te enseñorea tocar y a cantar,
porque las arpas me gustan, de verdad.
ni soy soldado, dijo él.
No soy más que un arpista, un arpista muy pobre
que ha venido hasta aquí para casarse contigo.
Si fueras un noble, serías mi señor,
al igual que si fueras un ladrón, dijo ella.
Y si eres arpista, serás mi arpista,
pues no hago la menor distinción,
pues no hago la menor distinción.
¿Y si te pruebo que no soy un arpista,
que por tu amor oculté la verdad?
En ese caso te enseñorea tocar y a cantar,
porque las arpas me gustan, de verdad.
Bellísima historia de mi infancia muchas gracias por compartir
ResponderEliminar