CAPÍTULO XI
El príncipe Lír volvió a casa a los tres días de partir con el propósito de matar al ogro devorador de doncellas. Traía la Gran Hacha del Duque Alban en bandolera y la cabeza del ogro oscilando en el arzón. No ofreció el trofeo a lady Amalthea ni corrió hacia ella con la sangre del monstruo manchando todavía sus manos. Había cambiado de idea, tal como explicó a Molly Grue en la cocina, por la tarde, no tan sólo para no turbar a lady Amalthea con sus atenciones, sino también para vivir serenamente con sus pensamientos puestos en ella, sirviéndola con ardor hasta el momento de su muerte solitaria, pero sin buscar compañía, ni su admiración, ni su amor.
—Seré tan anónimo como el aire que respira —declaró—, tan invisible como la fuerza que la mantiene sujeta a la tierra. — Pensó un poco sobre el particular y añadió—: Quizá le escriba un poema de vez en cuando y lo deslice bajo su puerta, o lo dejaré en algún lugar donde pueda encontrarlo por casualidad. Pero nunca firmaré el poema.
—Es muy noble —dijo Molly. Se sintió aliviada por el hecho de que el príncipe abandonara los intentos de hacerle la corte a lady Amalthea, y también divertida, pero, al mismo tiempo, un poco triste—. A las chicas les gustan más los poemas que los dragones muertos y las espadas encantadas, al menos es lo que yo pensaba cuando era más joven. La razón por la que me fugué con Cully...
—No, no me des esperanzas —la interrumpió el príncipe Lír con determinación—. Debo aprender a vivir sin esperanza, como mi padre, y tal vez así llegaremos a comprendernos de una vez. —Rebuscó en sus bolsillos y Molly escuchó el crujido de papeles—. En este momento tengo escritos ya algunos poemas sobre el tema, la esperanza, ella y todas esas cosas. Me gustaría que les echaras una ojeada, si no te importa.
—Lo haré con mucho gusto —dijo Molly—. ¿Quiere decir esto que no os volveréis a marchar a combatir caballeros negros y a saltar a través de círculos de fuego?
Las palabras parecían contener una cierta burla, pero se dio cuenta, mientras las pronunciaba, de que lo iba a lamentar, porque las aventuras del joven le habían hecho más atractivo y más delgado, además de proporcionarle una pizca de la almizclada fragancia de la muerte, que se adhiere a todos los héroes. Pero el príncipe meneó la cabeza, mostrándose un poco azorado.
—Bueno, creo que no lo abandonaré del todo —murmuró—, pero no será para hacer ostentación o para que ella se entere. Así era al principio, pero luego te habitúas a rescatar gente, a romper encantamientos, a desafiar al perverso duque en combate singular... Es difícil dejar de ser un héroe, una vez que te has acostumbrado. ¿Te gusta el primer poema?
—Tiene mucho sentimiento —dijo ella—. ¿De veras creéis que riman «Florecido» y «arruinado»?
—Necesita un retoque —admitió el príncipe—. La palabra que me preocupa es «milagro».
—La que me intriga a mí es «grajo».
—No, no estoy seguro de cómo se deletrea. ¿Va antes la l que la r, o al revés?
—Me parece que la l, en cualquier caso. Schmendrick —Molly interpeló al mago, que acababa de detenerse en el umbral de la puerta—, ¿va primero la l en «milagro»?
—Me parece que la l, en cualquier caso. Schmendrick —Molly interpeló al mago, que acababa de detenerse en el umbral de la puerta—, ¿va primero la l en «milagro»?
—No, la r —dijo el mago con un tono de hastío—. Tiene la misma raíz que «mirada».
Molly le sirvió un tazón de caldo y el mago se sentó a la mesa. Tenía los ojos cansados y turbios como el jade y un tic en un párpado.
—No puedo resistirlo más —dijo lentamente —. Ya no se trata de este horrible lugar, ni de tener que escucharlo todo el rato, soy bastante bueno en eso, sino las penosas y lamentables triquiñuelas que me hace representar en beneficio suyo durante horas y horas; hoy, por ejemplo, toda la noche. No me importaría si pidiera magia auténtica o simples conjuros, pero siempre son las anillas y los peces de colores, las cartas, los pañuelos y las cuerdas, exactamente igual que en el Carnaval de la Medianoche. No puedo hacerlo. No por mucho tiempo más.
—Pero eso es lo que él deseaba de ti —protestó Molly—. De haber querido magia auténtica no se habría desembarazado del viejo hechicero, ese Mabruk. — Schmendrick levantó la cabeza y le dirigió una mirada casi divertida—. No quería decir eso. Además, es sólo por una corta temporada, hasta que encontremos el camino que lleva al Toro Rojo, del que me habló el gato.
Molly redujo la voz hasta un susurro mientras pronunciaba la última frase, y ambos echaron una rápida mirada al príncipe Lír, que estaba sentado en un taburete, en el extremo de la habitación, escribiendo, evidentemente, otro poema.
—Gacela —murmuró, dándose golpecitos en los labios con el lápiz—. Damisela, ciudadela, filomela, melopea...
Eligió «hasta la vuelta» y garrapateó velozmente sobre el papel.
—Nunca encontraremos el camino —dijo Schmendrick con absoluta tranquilidad—. Aun en el caso de que el gato haya dicho la verdad, cosa que dudo, Haggard se asegurará de que nunca tengamos tiempo de investigar la calavera y el reloj. ¿Por qué supones que te da más trabajo cada día, sino para evitar que rondes y curiosees en el gran vestíbulo? ¿Por qué piensas que me aceptó como mago de buenas a primeras? ¡Molly, él lo sabe, estoy seguro! Sabe qué es ella, aunque no acaba de creerlo todavía..., pero cuando lo haga sabrá cómo actuar. Él lo sabe. Lo veo en su cara, a veces.
—La fuerza del deseo y el dolor de la pérdida —dijo el príncipe Lír—. La amargura de la miseria. Ciénaga, licencia, paciencia. ¡Maldición!
—No podemos quedarnos aquí, esperando que nos fulmine. —Schmendrick se recostó en la mesa—. La única esperanza que nos queda es huir de noche..., por mar, digamos, si puedo apoderarme de un bote. Los hombres de armas mirarán al lado contrario, y la puerta...
—Pero ¿y los otros? —exclamó Molly en voz baja—. ¿Cómo vamos a marcharnos, cuando ella ha llegado tan lejos en busca de los otros y sabemos que se hallan aquí? — Pero, de repente, una pequeña, débil y traicionera parte de su ser anheló convencerse del fracaso de la expedición; ella lo supo y se revolvió contra Schmendrick—. Bien, ¿qué me dices de tu magia? ¿Qué me dices de tu propia investigación? ¿También vas a abandonar? ¿Morirá ella en su forma humana y vivirás tú para siempre? Ya podrías dejar que el Toro la atrapara.
El mago se dejó caer cansadamente hacia atrás, con el rostro tan pálido y arrugado como los dedos de una lavandera.
—Ya nada importa —musitó—. No es una unicornio, sino una mujer mortal..., alguien por la que ese bobo puede suspirar y escribir poemas. Después de todo, es posible que Haggard nunca descubra su secreto. Será su hija y nada sabrá. Es divertido. —Apartó el tazón sin haber probado la sopa, y apoyó la cabeza en sus manos—. No podría transformarla en unicornio aunque encontráramos a los otros. No hay magia en mí.
—Schmendrick... — empezó Molly.
Pero en ese momento el mago se puso en pie de un salto y salió precipitadamente de la cocina, sin que la mujer hubiera llegado a oír la llamada de Haggard. El príncipe Lír no levantó la vista; siguió contando sílabas y probando rimas.
Molly colgó una marmita sobre el fuego para hacer el té de los centinelas.
—Lo tengo completo a falta del pareado final —anunció Lír al cabo de un instante—. ¿Quieres oírlo ahora, o prefieres esperar?
— Como queráis —contestó ella, así que el príncipe lo leyó, a pesar de que Molly no le prestó la menor atención.
Por fortuna, los hombres de armas hicieron acto de presencia antes de que finalizara la lectura, y era demasiado tímido para preguntarle su opinión delante de ellos. Cuando se marcharon estaba trabajando en algo diferente y ya era muy tarde cuando le deseó las buenas noches. Molly se quedó sentada ante la mesa, acunando a su gato de varios colores.
El nuevo poema era, supuestamente, una sextina que el príncipe Lír canturreaba alegremente en su cabeza, pues había improvisado los versos finales conforme subía la escalera.Dejaré la primera delante de su puerta y me guardaré las otras para mañana, pensó. Estaba sopesando su primitiva decisión de no firmar las obras, imaginando algunos seudónimos como «El Caballero de las Sombras» y «Le Chevalier Mal Aimé» cuando, al doblar una esquina, se topó con lady Amalthea. Bajaba rápidamente los escalones en la oscuridad y, al verle, se le escapó un peculiar y angustiado sonido. Se quedó inmóvil, tres peldaños por encima del joven.
Vestía una túnica que uno de los hombres del rey había robado para ella en Hagsgate. Llevaba el pelo liso y los pies descalzos, y su mirada estremeció de pena al príncipe, hasta la médula de los huesos. Dejó caer al mismo tiempo sus poemas y sus pretensiones y se giró para huir. Pero, al fin y al cabo, era un héroe, y dio valientemente media vuelta para enfrentarse a ella, diciendo con modales serenos y corteses:
—Os doy las buenas noches, mi señora.
Lady Amalthea le escudriñó desde las tinieblas, extendió una mano, pero se detuvo antes de tocarle.
—¿Quién eres? —susurró—. ¿Eres Rukh?
—Soy Lír —respondió, presa de pánico—. ¿No me conocéis? —Pero la muchacha retrocedió, y el príncipe creyó observar que sus pasos eran tan ágiles como los de un animal, y que inclinaba la cabeza a la manera de las cabras o los ciervos—. Soy Lír.
—La vieja —dijo lady Amalthea—. La luna se fue. ¡Ay!
Se estremeció y, luego, sus ojos le reconocieron, pero su cuerpo estaba todavía tenso y vigilante, y no se acercó más a su interlocutor.
—Estabais soñando, mi señora —indicó caballerosamente Lír, recuperando el habla—. Me gustaría saber vuestro sueño.
—Lo he soñado antes —respondió despacio—. Yo estaba en una jaula, y había otras... bestias enjauladas, y una vieja. Pero no os afligiré, mi señor príncipe. Lo he soñado muchas veces anteriormente.
Se hubiera alejado de no ser porque él habló con esa voz que sólo los héroes poseen, de la misma forma que ciertos animales desarrollan un grito especial cuando son madres.
—Un sueño que se repite tan a menudo es una suerte de mensajero, que viene a predeciros el futuro o a recordaros cosas prematuramente olvidadas. Contadme más, por favor, y trataré de interpretarlo para vos.
Ella continuó sin moverse, la cabeza algo ladeada, todavía con el aspecto de una criatura diminuta y cubierta de pelo que surge de un matorral. Con todo, una humana sensación de pérdida se transparentaba en sus ojos, como si la hubieran privado de algo, o hubiera comprendido de repente que jamás lo había poseído. Un solo parpadeo del príncipe la habría impulsado a huir; pero él no parpadeó y consiguió retenerla, así como había aprendido a paralizar grifos y quimeras con la fuerza de su mirada. Sus pies descalzos le herían más profundamente que cualquier colmillo o garra, pero era un auténtico héroe.
—En el sueño veo carretas negras provistas de rejas, bestias que a veces no lo son y un ser alado que rechina como el metal a la luz de la luna. El hombre alto tiene los ojos verdes y las manos manchadas de sangre.
—El hombre alto debe de ser vuestro tío, el mago —musitó el príncipe Lír—. En cualquier caso, esa parte parece bastante clara y lo de las manos manchadas de sangre no me sorprende. Nunca me gustó mucho su aspecto, si permitís que me exprese con estas palabras. ¿Es ése todo el sueño?
—No os lo puedo contar todo —dijo lady Amalthea—. Nunca termina. —El temor retornó a sus ojos como una gran roca al caer en un estanque; nubes, remolinos y veloces sombras moviéndose por todas partes—. Huyo de un confortable lugar en el que estaba fuera de peligro y la noche arde a mi alrededor. Pero también es de día y camino entre hayas bajo una lluvia cálida y ácida, y hay mariposas y un sonido a miel, y senderos moteados y ciudades como espinas de peces, y la cosa con alas que está matando a la vieja. Me precipito irremediablemente en el fuego helado, a pesar de que intento desviarme, y mis piernas son las patas de un animal...
—Señora —interrumpió el príncipe—, mi dama, por favor, no prosigáis. —El sueño de la muchacha se oscurecía en torno a ambos como algo animado, y ya no deseaba averiguar su significado—. No prosigáis.
—Pero debo seguir —repuso lady Amalthea—, puesto que no tiene fin. Al despertar no consigo diferenciar lo real de lo ficticio, ni tampoco cuando hablo, camino o me siento a comer. Recuerdo lo que no puede haber sucedido y olvido lo que tiene lugar en el presente. La gente me mira como si debiera reconocerla, y sé que la he conocido en mi sueño, y siempre el fuego que crepita muy cerca aunque esté despierta...
—No prosigáis. Una bruja edificó este castillo, y podría suceder que al hablar de pesadillas entre sus muros las hiciera realidad.
No era el sueño lo que provocaba escalofríos en el príncipe, sino el hecho de que ella no lloraba al relatarlo. En su condición de héroe, sabía cómo tratar a las mujeres llorosas y cómo conseguir que contuvieran el llanto —bastaba, por lo general, con matar alguna cosa—, pero su sereno terror le confundía y desasosegaba, por cuanto destruía la máscara de distante dignidad que tanto le complacía mantener. Cuando habló de nuevo lo hizo con voz entrecortada y juvenil.
—Me agradaría cortejaros con más gracia, si supiera. Mis dragones y mis hechos de armas os enojan, pero es todo lo que os puedo ofrecer. Tardé mucho en llegar a ser un héroe y, antes de conseguirlo, no era nada en absoluto, tan sólo el necio y delicado hijo de mi padre. Quizá sea todavía un necio, si bien de forma diferente, pero estoy aquí y sería cruel de vuestra parte permitir que me consumiera. Me gustaría que desearais algo de mí. No es necesario que sea una acción valerosa... Basta con que sea útil.
Entonces lady Amalthea le sonrió por primera vez desde que había llegado al castillo del rey Haggard. Fue una sonrisa minúscula, como la luna nueva, una estrecha faja de claridad en el límite de lo invisible, pero suficiente para que el príncipe Lír se arropara en ella. Habría guardado su sonrisa en las manos para insuflarle más calor, si hubiera podido hacerlo.
—Cantad para mí —dijo la muchacha—. Será atrevido alzar vuestra voz en este lugar solitario y oscuro, y útil también. Cantad para mí, cantad en voz alta... Apagad mis sueños, guardadme de recordar aquello que pugna por ser recordado. Cantad para mí, mi señor príncipe, si tal es vuestro deseo. Puede que no parezca empresa de héroes, pero me hará sentir dichosa.
Y allí, en la fría escalinata, cantó con todas sus fuerzas el príncipe Lír, y muchas criaturas viscosas e invisibles se escabulleron y se atropellaron para refugiarse de la diáfana alegría de su voz. Cantó lo primero que le vino a la cabeza, de esta manera:
Cuando era un joven de buena reputación
ni una dama me negó lo que pedía.
Devoraba sus corazones como racimos de uvas
y nunca hablé de amor sin saber que mentía.
Pero yo me decía, ninguna de ellas conoce
el secreto que guardo, paladeo y protejo.
Aún espero a la que me arrancará la máscara,
y sabré por mi forma de obrar que la quiero.
Los años se acumularon como nubes en el cielo,
como nieve en el viento vi a las damas desaparecer.
Seducí y engañé, burlé y fingí,
y pequé, y pequé, y pequé, y pequé.
Pero yo me decía, ninguna de ellas ve
la parte de mí pura como las olas en movimiento.
Mi dama se retrasa, pero comprenderá que le he sido fiel,
y yo sabré por mi forma de obrar que la quiero.
ni una dama me negó lo que pedía.
Devoraba sus corazones como racimos de uvas
y nunca hablé de amor sin saber que mentía.
Pero yo me decía, ninguna de ellas conoce
el secreto que guardo, paladeo y protejo.
Aún espero a la que me arrancará la máscara,
y sabré por mi forma de obrar que la quiero.
Los años se acumularon como nubes en el cielo,
como nieve en el viento vi a las damas desaparecer.
Seducí y engañé, burlé y fingí,
y pequé, y pequé, y pequé, y pequé.
Pero yo me decía, ninguna de ellas ve
la parte de mí pura como las olas en movimiento.
Mi dama se retrasa, pero comprenderá que le he sido fiel,
y yo sabré por mi forma de obrar que la quiero.
Por fin apareció una dama sabia y tierna
y dijo: No eres lo que sueles aparentar.
Antes de que terminase de hablar la traicioné,
ingirió un frío veneno y se lanzó al mar.
Y me digo, cuando aún queda tiempo para las palabras,
mientras me hundo en la corrupción y la depravación más y más.
Ah, el amor es fuerte, pero más la costumbre,
y supe que la amaba por mi forma de obrar.
y dijo: No eres lo que sueles aparentar.
Antes de que terminase de hablar la traicioné,
ingirió un frío veneno y se lanzó al mar.
Y me digo, cuando aún queda tiempo para las palabras,
mientras me hundo en la corrupción y la depravación más y más.
Ah, el amor es fuerte, pero más la costumbre,
y supe que la amaba por mi forma de obrar.
Lady Amalthea rió cuando hubo concluido la canción y el sonido pareció repeler la antiquísima oscuridad del castillo, lejos de los jóvenes.
—Fue útil —dijo—. Gracias, mi señor.
—No sé por qué canté ésa —repuso el príncipe Lír, algo incómodo—. Uno de los hombres de mi padre solía cantármela. Pienso que el amor es más fuerte que las costumbres y las circunstancias. Pienso que es posible esperar a alguien durante mucho tiempo, e incluso recordar por qué lo esperabas cuando por fin llega.
Lady Amalthea sonrió a modo de respuesta y el príncipe avanzó un paso hacia ella.
—Entraría en vuestro sueño si pudiera —explicó, maravillándose de su audacia—, para ser vuestro guardián y matar la cosa que os acecha, y también lo haría si tuviera el coraje de plantarme cara a plena luz del día, pero no podré entrar a menos que soñéis conmigo.
Antes de que ella respondiera oyeron pasos al pie de la escalera de caracol, así como la voz velada del rey Haggard.
—Le oí cantar. Me pregunto en qué estaría ocupado.
En seguida se oyó la contestación precipitada y sumisa de Schmendrick, el mago de la corte.
— Excelencia, se trataba de alguna trova, alguna chanson de geste, como las que acostumbra a cantar cuando parte cabalgando hacia la gloria, o cuando regresa al hogar aureolado de fama. Tenedlo por cierto, Su Majestad...
—Nunca canta aquí —dijo el rey—. Canta incesantemente en sus locos ensueños, estoy seguro, al estilo de los héroes. Pero estaba cantando aquí, y no sobre batallas y demás heroicidades, sino sobre el amor. ¿Dónde está ella? Sabía que era una canción de amor mucho antes de oírle, pues hasta las mismísimas piedras se estremecieron, como sucede cuando el Toro camina sobre la tierra. ¿Dónde está ella?
El príncipe y lady Amalthea intercambiaron miradas en la oscuridad, muy cerca el uno del otro, completamente inmóviles. El rey les aterraba a ambos porque, fuera lo que fuese lo que hubiera nacido entre ellos era algo que deseaba. El rellano superior daba a un pasillo por el que huyeron a toda velocidad, a pesar de que no veían nada.
Los pies de lady Amalthea se deslizaban tan silenciosos como la promesa que le había hecho al príncipe, pero las pesadas botas de éste resonaban exactamente como botas sobre el piso de piedra. El rey Haggard no hizo el menor intento de perseguirles, pero su voz, amplificada por las altas paredes del vestíbulo, les alcanzó, como un susurro debilitado por las palabras del mago.
—Ratones, mi señor, sin duda alguna. Por fortuna, poseo una singular intuición...
—Dejémosles huir —dijo el rey—. Me conviene que huyan.
Cuando interrumpieron su fuga, donde fuese que se hallaran, se miraron de nuevo el uno al otro. Y el invierno silbó y transcurrió con lentitud, pero no hacia la primavera, sino hacia el breve y avasallador verano del país del rey Haggard. La vida se desarrolló en el castillo con el silencio que invade los lugares donde nadie tiene esperanzas. Molly Grue cocinaba, lavaba y planchaba, fregaba las baldosas, remendaba armaduras y afilaba las espadas; cortaba leña, molía harina, almohazaba los caballos y limpiaba los establos, fundía el oro y la plata robados para las arcas del rey, y fabricaba ladrillos sin paja. Y por las noches, antes de acostarse, repasaba, por lo general, los nuevos poemas del príncipe Lír, dedicados a lady Amalthea, los alababa y corregía la ortografía.
Schmendrick bromeaba, hacía juegos malabares y producía falsos prodigios a petición del rey. Odiaba sus quehaceres y sabía que el rey lo sabía, y que disfrutaba justamente por esa razón. Nunca volvió a sugerir a Molly que escaparan del castillo antes de que Haggard descubriera el secreto de lady Amalthea, ni tampoco insistió en buscar el camino secreto que conducía al Toro Rojo, incluso cuando dispuso de bastante tiempo libre. En aquel invierno y en aquel lugar parecía haberse rendido a un enemigo mucho más viejo y cruel que el rey, un enemigo que le había dado caza después de una enconada persecución.
La belleza de lady Amalthea aumentaba cada día, a pesar de que los días fueran más tristes y oscuros que los anteriores. Los ancianos hombres de armas, cuando regresaban empapados y ateridos de montar guardia bajo la lluvia o de robar objetos para el rey, se abrían silenciosamente como flores al encontrarla en la escalera o en los pasillos. Ella les sonreía entonces y les hablaba con gentileza; pero, en cuanto se marchaba, el castillo volvía a ser tan sombrío como siempre y, en el exterior, el viento azotaba la pesada atmósfera al igual que una sábana tendida. Pues su belleza era mortal y predestinada y nada en ella podía consolar a los viejos. Sólo podían envolverse en sus capas mojadas y renquear hasta el escuálido fuego de la cocina.
Sin embargo, lady Amalthea y el príncipe Lír caminaban, charlaban y cantaban juntos, tan alegremente como si el castillo del rey Haggard se hubiera convertido en un inmenso bosque, floreciente y enigmático con la llegada de la primavera.
Ascendían a las torcidas torres como si fueran colinas, merendaban en prados de piedra, bajo cielos de piedra, chapoteaban arriba y abajo de escaleras que se habían reblandecido y acelerado hasta transformarse en arroyos. El príncipe le contó cuanto sabía, lo que opinaba de ello y, muy contento, inventó para ella una vida y unos pensamientos, con la ayuda muda y fervorosa de la propia interesada. En verdad que lady Amalthea no le engañaba, puesto que no recordaba absolutamente nada de su existencia anterior al castillo y a él. Empezaba y terminaba con el príncipe Lír..., excepto en los sueños, que se esfumaban con rapidez, tal como el joven había pronosticado.
Apenas oían ya el rugido de caza nocturno del Toro Rojo, pero cuando aquel sonido ansioso se dejaba escuchar, ella se asustaba y los muros y el invierno se agigantaban a su alrededor, como si la primavera fuera una creación suya, un gozoso regalo para el príncipe. A él le hubiera gustado abrazarla en esos momentos, pero desde tiempo atrás conocía su aversión a ser tocada.
Una tarde, lady Amalthea subió a la torre más alta del castillo para vigilar el regreso del príncipe Lír de una expedición contra el cuñado del ogro que había matado, puesto que, ocasionalmente, todavía acometía alguna gesta, tal como había dicho a Molly que haría. Grandes nubes plomizas cubrían el valle de Hagsgate, pero no llovía. A lo lejos, el mar se deslizaba hacia el brumoso horizonte dibujando franjas plateadas, verdes y marronosas. Los pájaros estaban inquietos; volaban a menudo, en grupos de dos y tres, planeaban velozmente en círculos sobre el agua y volvían a posarse en la arena para reír a carcajadas y echar significativas miradas hacia el castillo del rey Haggard, en lo alto del acantilado. «¡Dijo así, dijo así!.» La marea estaba en su punto más bajo, apunto de iniciar un cambio.
Lady Amalthea empezó a cantar y su voz se balanceó y flotó en el aire calmo y frío, como un pájaro de otra especie:
Soy la hija de un rey
y envejezco en el fondo
de la prisión de mi persona,
entre los confines de mi piel.
Y me gustaría escapar
y vagar de puerta en puerta...
y envejezco en el fondo
de la prisión de mi persona,
entre los confines de mi piel.
Y me gustaría escapar
y vagar de puerta en puerta...
No recordaba haber escuchado la canción antes, pero las palabras la pellizcaban y le daban tirones como niños, tratando de arrastrarla de vuelta hacia algún lugar que querían ver otra vez. Movió los hombros para desembarazarse de ellos.
—Pero no soy vieja —dijo para sí—, ni tampoco una prisionera. Soy lady Amalthea, la amada de Lír, que ha penetrado en mis sueños de forma que no puedo dudar de mí, ni siquiera cuando duermo. ¿Dónde puedo haber aprendido una canción tan triste? Soy lady Amalthea y sólo conozco las canciones que el príncipe me ha enseñado.
Se llevó la mano a la marca de su frente. El mar seguía su rumbo, invariable como el zodíaco, y los feos pájaros chillaban. La preocupaba un poco que la marca no hubiera desaparecido.
—Su Majestad —dijo, a pesar de que no se había producido ningún ruido.
Oyó una risita sofocada a sus espaldas y se giró para ver al rey. Se cubría la malla con una capa gris, pero llevaba la cabeza descubierta. Las negras arrugas de su cara señalaban los lugares donde las uñas de la edad habían rasgado su dura piel, pero parecía más fuerte y fiero que su hijo.
—Eres rápida para ser lo que eres —dijo—, pero lenta para lo que eras, según creo. Dicen que el amor hace a los hombres rápidos y lentas a las mujeres. Te atraparé por fin, si amas mucho más.
Ella sonrió sin replicarle. Nunca sabía qué decirle al anciano de los ojos claros, al que raramente veía, excepto como un fugaz movimiento en el borde de la soledad, que compartía con el príncipe. Entonces observó el destello de una armadura en la profundidad del valle y oyó el sonido de los cascos de un fatigado caballo sobre las piedras.
—Vuestro hijo vuelve a casa —dijo—. Esperémosle juntos.
El rey Haggard se reunió con ella en el parapeto, pero apenas echó un vistazo a la diminuta y centelleante figura que cabalgaba hacia el castillo.
—Bah, en verdad, ¿qué nos importa Lír a ti o a mí? —preguntó—. No es nada mío, ni por nacimiento ni por pertenencia. Le recogí donde alguien lo había abandonado, pensando que yo nunca había sido feliz, nunca había tenido un hijo. Me sentí satisfecho al principio, pero esa sensación murió pronto. Todas las cosas de las que me apodero mueren pronto. No sé por qué, pero siempre sucede así, salvo en el caso de una apreciada posesión que no se ha vuelto fría y apagada en todo el tiempo que la he conservado... La única cosa que me ha pertenecido desde siempre. —Su rostro severo se transformó de repente, y mostró una expresión de gran astucia—. Y Lír no te ayudará a encontrarla; nunca ha sabido dónde estaba.
Sin previo aviso, el castillo vibró como una cuerda tensada cuando la bestia dormida en su guarida trasladó su tremendo peso de lugar. Lady Amalthea conservó el equilibrio sin dificultades, gracias a la costumbre, y preguntó suavemente:
—El Toro Rojo. Pero ¿por qué sospecháis que he venido a robar el Toro? No poseo reinos ni anhelo conquistas. ¿Qué haría con él? ¿Cuánto come?
— ¡No te burles de mí! —replicó el rey—. El Toro Rojo no me pertenece más de lo que me pertenece el chico, y no come ni puede ser robado. Sirve a aquel que no tiene miedo... y tengo tanto miedo como paz interior. —Lady Amalthea aún podía ver los presagios deslizándose a lo largo de su cara grisácea, refugiándose en las sombras de las cejas y los huesos—. No te burles de mí. ¿Por qué finges que has olvidado tu propósito y que yo debo recordártelo? Sé el motivo que te ha traído aquí, y tú sabes que yo lo sé. Toma lo que deseas, pues, tómalo si puedes..., ¡pero no te atrevas a rendirte ahora! —dijo, y las negras arrugas se destacaron como cuchillos.
El príncipe Lír iba cantando mientras cabalgaba, pero lady Amalthea no podía oír la letra de la canción.
—Mi señor —dijo con serenidad al rey—, en todo vuestro castillo, en todos vuestros dominios, en todos los reinos que el Toro Rojo os pueda proporcionar, sólo existe una cosa que desee..., y acabáis de confesarme que no está en vuestra mano concedérmelo o negármelo. Cualquiera que sea vuestro tesoro, aparte del Toro, espero de todo corazón que disfrutéis de él. Buenos días, Su Majestad.
Se dirigió hacia la escalera de la torre, pero, cuando el rey le cerró el paso, se detuvo y le miró con ojos tan oscuros como las pisadas en la nieve. El rey sonrió y la joven sintió por un momento una extraña benevolencia por el anciano, que la hizo estremecer, pues comprendió que, de alguna forma, ambos eran iguales.
—Te conozco —dijo Haggard—. Te conocí casi cuanto te vi en el sendero, cuando caminabas hacia mi puerta en compañía de tu cocinera y tu payaso. Desde entonces, ni un movimiento tuyo ha dejado de traicionarte. Un paso, una mirada, un giro de la cabeza, la vibración de tu cuello cuando respiras, incluso la forma de quedarte perfectamente inmóvil... Todos ellos han sido espías. Me obligaste a darle vueltas al asunto durante una temporada, y te estoy agradecido a mi manera. Pero tu tiempo se ha terminado.
Miró hacia el mar por encima del hombro y avanzó hacia el parapeto con la gracia descuidada de un muchacho.
—La marea está subiendo —dijo—. Ven a verla. Ven aquí. — Hablaba en voz muy baja, pero de repente adoptó el tono de los espantosos pájaros de la playa—. Ven aquí, no te tocaré.
El príncipe Lír cantaba:
Te amaré tanto tiempo como pueda,
por más años que transcurran...
por más años que transcurran...
La horrible cabeza que se balanceaba en la silla de montar hacía las armonías en una especie de falsete bajo. Lady Amalthea se situó junto al rey.
Las olas se aproximaron bajo el cielo espeso y arremolinado, creciendo con la lentitud de los árboles a medida que se formaban en el mar. Se encogían en las cercanías de la costa, arqueaban el lomo cada vez más alto y rompían sobre la playa con tanta furia como animales atrapados, sujetos a un muro, que retroceden y vuelven a saltar con un rugido entrecortado de sollozos, las garras endurecidas y a punto de quebrarse, mientras los pájaros chillaban tristemente. Las olas eran verdes y grises como palomas antes de romperse, y luego tomaban el color del pelo que cubría los ojos de lady Amalthea.
—Allí —una extraña y aguda voz habló junto a ella—. Allí están. — El rey Haggard sonreía maliciosamente y señalaba con el dedo la blanca extensión de agua—. Allí están, allí están. Di que no es tu pueblo, di que no viniste a buscarlos. Di ahora que has permanecido todo el invierno en mi castillo sólo por amor.
Sin esperar la respuesta se puso a mirar las olas. Su rostro había cambiado de forma impensable; el placer coloreaba su piel oscura, enrojecía las mejillas y llenaba los finísimos labios.
—Son míos —dijo con mucha suavidad—, me pertenecen. El Toro Rojo los capturó para mí, uno cada vez, y yo le ordené que los condujera hacia el mar. ¿Qué mejor lugar para custodiar a los unicornios? ¿Qué otra jaula podría retenerles? El Toro los vigila, dormido o despierto, y hace mucho tiempo que amedrentó su corazón. Ahora viven en el mar y cada marea los arrastra a un simple paso de la tierra, pero no se atreven a dar este paso, no se atreven a salir del agua; tienen miedo del Toro Rojo.
Otros pueden ofrecer más de lo que pueden dar,
todo lo que les resta hasta el fin de sus días...
Sonaba tan cerca la canción del príncipe Lír que lady Amalthea se aferró al parapeto y deseó que ya hubiera llegado, porque ahora sabía que el rey Haggard estaba loco. Bajo ellos se extendía la estrecha y amarillenta playa, las rocas, la marea creciente y nada más.
—Me gusta mirarlos. Me producen una gran alegría. —La voz del rey se había hecho infantil, poco menos que cantarina—. Estoy seguro de que es alegría. La primera vez que experimenté esta sensación creí que me iba a morir. Había dos de ellos y estaba amaneciendo. Uno bebía en un arroyuelo y el otro descansaba la cabeza en su lomo. Creí que me iba a morir. Le dije al Toro Rojo: «Debo conseguirlos. Debo conseguirlos a todos, absolutamente todos, porque mi necesidad es muy grande». De modo que el Toro los capturó, uno a uno. Al Toro le daba igual; tanto le importaba que solicitara escarabajos peloteros o cocodrilos. Sólo es capaz de diferenciar lo que quiero de lo que no quiero.
Se había olvidado de ella en el mismo instante de apoyarse en la almena. Lady Amalthea habría podido huir de la torre, pero se quedó donde estaba; un antiguo y desagradable sueño tomaba forma en su interior, a pesar de que era de día. La marea se estrellaba en las rocas una y otra vez, mientras el príncipe Lír cabalgaba y cantaba:
Pero te amaré hasta el fin de mis días,
y nunca te preguntaré si me quieres.
—Me parece que era joven cuando los vi por primera vez —siguió diciendo el rey Haggard—. Ahora debo de ser viejo..., al menos he conseguido obtener más cosas de las que tenía entonces y desecharlas al cabo. Pero siempre supe que ésa era la mejor inversión de mi corazón, porque nada dura. Estaba en lo cierto y siempre fui viejo. Y cada vez que veo a mis unicornios es como aquella mañana en los bosques, me siento verdaderamente joven a pesar de la edad y sé que cualquier cosa puede suceder en un mundo que encierra semejante belleza.
En el sueño me sostenía sobre cuatro patas blancas y sentía la tierra bajo los cascos hendidos. Algo quemaba en mi frente, como ahora. Pero la marea no arrastraba unicornios. El rey está loco.
—Me pregunto qué será de ellos cuando yo me haya ido —dijo Haggard—. El Toro Rojo los olvidará inmediatamente, lo sé, y partirá en busca de un nuevo amo, pero me pregunto si, aun en ese caso, serán capaces de otorgarse la libertad. Espero que no, porque entonces me pertenecerán para siempre.
Se volvió para observarla de nuevo, y sus ojos eran tan gentiles y ávidos como los del príncipe Lír cuando la miraba.
—Tú eres el último —dijo—. El Toro no te atrapó porque tenías forma humana, pero yo lo supe desde el primer momento. ¿Cómo conseguiste realizar el cambio? ¿Con qué medios? No pudo hacerlo tu mago. Creo que no es capaz ni de transformar la nata en mantequilla.
Si lady Amalthea se hubiera soltado del parapeto habría caído, pero, en lugar de ello, respondió con absoluta tranquilidad:
—Mi señor, no os comprendo. No veo nada en el agua.
La cara del rey tembló como si la estuviera contemplando a través del fuego.
—¿Aún lo niegas? —susurró—. ¿Aún te atreves a negarlo? Tu falsedad y cobardía son dignas de un verdadero ser humano. Te arrojaré a los tuyos con mis propias manos si lo niegas.
Avanzó un paso hacia ella, que lo miraba con los ojos abiertos, incapaz de moverse. El tumulto del mar llenó su cabeza, juntamente con el canto del príncipe Lír y el borboteante aullido de muerte del hombre llamado Rukh.
—Debe ser así, no puedo equivocarme. —El rostro grisáceo del rey Haggard colgaba sobre ella como un martillo—. Hasta sus ojos son tan estúpidos como los de..., como los ojos que jamás han visto un unicornio, que jamás han visto otra cosa que su propio reflejo en un espejo. ¿Qué clase de engaño es éste? ¿Cómo es posible? Ya no hay hojas verdes en sus ojos.
Entonces la joven los cerró, pero vio más cosas de las que quería ver: la criatura de alas de color bronce, con la bamboleante cara de bruja, risueña y parloteante, y la mariposa que recogía sus alas para atacar. El Toro Rojo se movía en silencio a través del bosque, apartando las ramas desnudas con los pálidos cuernos.
Advirtió que el rey Haggard se había marchado, pero no abrió los ojos. Había pasado mucho tiempo, o tal vez sólo unos instantes, cuando oyó la voz del mago muy cerca de ella.
—En el mar —dijo—. En el mar. Bueno, no te sientas muy mal por ello. No los he visto ahora ni en ninguno de los ratos que he pasado aquí mirando la subida de la marea. Pero él los vio..., y si Haggard ve algo, es que está allí. —Rió, como el sonido del hacha al caer sobre la madera—. No te sientas mal. Éste es un castillo embrujado, y al que vive en él le cuesta mirar las cosas de cerca. No es suficiente con estar predispuesto a ver... Hay que mirar todo el tiempo. —Rió otra vez, con algo más de suavidad—. De acuerdo. Ahora los encontraremos. Vamos, ven conmigo.
Lady Amalthea intentó hablar, pero las palabras no salieron de su boca. Los ojos verdes del mago estudiaron su semblante.
—Tu rostro está húmedo —dijo, mostrando cierta preocupación—. Espero que sea rocío. Si te has vuelto lo bastante humana para llorar, ninguna magia en el mundo... Oh, debe de ser rocío. Ven conmigo. Sería mejor que fuera rocío.
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